1

Los maestros de la finalidad de la existencia

Mire a los hombres con buenos o con malos ojos, siempre los encuentro entregados a una misma tarea, todos en general y cada uno en particular: hacer lo que conviene a la conservación de la especie humana. Y, en verdad, no por un sentimiento de amor a esa especie, sino sencillamente porque en ellos nada es más viejo, más fuerte, más inexorable, más insuperable que ese instinto: porque ese instinto es precisamente la esencia de nuestra especie y de nuestro rebaño. Se acostumbra —con no poca rapidez y con la usual miopía que no ve a dos pasos— a distinguir limpiamente al prójimo en personas útiles y nocivas, en buenas y malas personas; sin embargo, cuando se hace un cómputo general, cuando se reflexiona durante un cierto tiempo sobre el conjunto, uno se vuelve desconfiado hacia esa depuración y separación y al cabo deja de practicarla. El hombre más nocivo puede que sea el más útil de todos de cara a la conservación de la especie, pues alimenta en sí mismo, o, por influjo de él, en otros, pulsiones sin las cuales el género humano habría perdido todo vigor o se habría podrido hace ya largo tiempo. El odio, la alegría por el mal ajeno, la sed de botín y de dominio, y en general cuanto se denomina malo: todo ello forma parte de la asombrosa economía de la conservación de la especie, la cual, si bien es cierto que se trata de una economía dispendiosa, dilapidadora y en conjunto sumamente insensata, está demostrado que ha conservado a nuestro linaje hasta la fecha. Ya no sé si tú, mi querido congénere y prójimo, puedes siquiera vivir en perjuicio de la especie, esto es, «irracionalmente» y «mal»; lo que hubiese podido dañar a la especie quizá lleve ya muchos milenios extinguido y se cuente ahora entre las cosas que ya no son posibles ni siquiera en Dios. Abísmate en tus mejores o en tus peores apetitos, y sobre todo: ¡vete al fondo!; en unos y en otros sigues siendo probablemente, de algún modo, el favorecedor y benefactor del género humano, y por consiguiente puedes permitirte tus panegiristas, ¡e igualmente quienes se burlen de ti! ¡Pero nunca encontrarás al que sepa burlarse por entero de ti, del individuo, también en tus mejores cualidades, al que pueda ponerte delante, en toda la medida compatible con la verdad, tu ilimitada miseria de mosca y de sapo! Reírse de sí mismo como habría que reírse a fin de reírse con toda verdad: ¡los mejores no han tenido hasta ahora el suficiente sentido de la verdad para eso, y los más dotados han tenido bien poco genio! ¡Quizá siga habiendo un futuro también para la risa! Lo habrá cuando el género humano haya asimilado el principio «la especie lo es todo, uno no es nunca nadie» y a cada uno le esté abierto en todo momento el acceso a esta última liberación e irresponsabilidad. Quizá para entonces la risa se haya aliado con la sabiduría, quizá para entonces no exista otra ciencia que la «gaya ciencia». Por el momento las cosas siguen siendo totalmente distintas, por el momento la comedia de la existencia todavía no «se ha hecho consciente» de sí misma, por el momento seguimos estando en la época de la tragedia, en la época de las morales y religiones. ¿Qué significa la repetida aparición de esos fundadores de morales y religiones, de esos instigadores de la lucha por estimaciones éticas, de esos maestros de los remordimientos de conciencia y de las guerras de religión? ¿Qué significan estos héroes en este escenario? Pues han sido hasta ahora los héroes del mismo, y todo lo demás, durante un tiempo lo único visible y demasiado cercano, no ha servido nunca de otra cosa que de preparación para esos héroes, ya sea como tramoya y decorado, ya sea en el papel de personas de confianza y ayudas de cámara. (Los poetas, por ejemplo, siempre han sido los ayudas de cámara de alguna moral). Se entiende de suyo que también esos actores trágicos trabajan en interés de la especie, por más que crean trabajar en interés de Dios y como enviados de Dios. También ellos fomentan la vida de la especie, por cuanto fomentan la fe en la vida. «¡Vale la pena vivir!», exclaman todos ellos, «¡esta vida no deja de ser interesante, por arriba y por abajo, andaos con cuidado!». Ese instinto que actúa por igual en las personas más elevadas y más vulgares, el instinto de conservación de la especie, irrumpe de cuando en cuando como razón y pasión del espíritu; tiene entonces un brillante séquito de razones a su alrededor y quiere hacer olvidar con todas sus fuerzas que en el fondo es pulsión, instinto, insensatez, falta de fundamento. ¡Se debe amar la vida, puesto que…! ¡El hombre debe favorecerse a sí y favorecer a su prójimo, puesto que…! ¡Cualesquiera que sean, ahora y en el futuro, esos «debe» y esos «puesto que»! Para que lo que sucede necesariamente y siempre, de suyo y sin finalidad alguna, a partir de ahora parezca que se hace con una finalidad y le resulte evidente al hombre como razón y mandato último: para eso es para lo que comparece el maestro ético, como maestro de la finalidad de la existencia; para eso inventa una segunda y distinta existencia y mediante su nueva mecánica saca esta vieja y vulgar existencia de sus viejos y vulgares quicios. ¡Sí!, no quiere en modo alguno que nos riamos de la existencia, ni tampoco de nosotros mismos, ni de él; para él, uno es siempre uno, algo serio y último y enorme, para él no hay especie, sumas, ceros. Por insensatas y delirantes que sean sus invenciones y estimaciones, por mucho que malentienda la marcha de la naturaleza y niegue sus condiciones —y todas las éticas han sido hasta ahora insensatas y contranaturales, a tal punto que cualquiera de ellas habría hecho perecer al género humano si se hubiese apoderado de él—, cada vez que «el héroe» subía al escenario se alcanzaba algo nuevo, la horrible pareja de la risa, aquel profundo estremecimiento de muchos individuos ante la idea: «¡sí, vivir vale la pena!, ¡sí, vale la pena que yo viva!»: la vida y yo y tú y todos nosotros volvimos a ser interesantes unos para otros durante algún tiempo. No se puede negar que hasta ahora, a la larga, la risa y la razón y la naturaleza se han enseñoreado de cada uno de esos grandes maestros de la finalidad: la breve tragedia acababa convirtiéndose siempre, a la postre, en la eterna comedia de la existencia y volviendo a ser una comedia, y las «olas de incontables carcajadas» —para decirlo con Esquilo— tienen que batir en último término por encima de hasta los más grandes de esos actores trágicos. Sin embargo, a pesar de toda esa risa correctora, esta constante reaparición de aquellos maestros de la finalidad de la existencia ha modificado la naturaleza humana en su conjunto: tiene ahora una necesidad más, precisamente la necesidad de la constante reaparición de esos maestros y de esas doctrinas de la «finalidad». El hombre se ha ido convirtiendo paulatinamente en un animal fantástico cuya existencia ha de cumplir una condición más que la de cualquier otro animal: de cuando en cuando, el hombre tiene que creer saber por qué existe, ¡su especie no puede desarrollarse bien sin una periódica confianza en la vida! ¡Sin fe en la razón contenida en la vida! Y una y otra vez el género humano decretará de cuando en cuando: «¡hay algo de lo que ya es absolutamente ilícito reírse!». Y el filántropo más cuidadoso añadirá: «¡no solo la risa y la gaya ciencia, sino también lo trágico, con toda su sublime sinrazón, se cuenta entre los medios y necesidades de la conservación de la especie!». ¡Y por consiguiente! ¡Por consiguiente! ¡Por consiguiente! Oh, ¿me comprendéis, hermanos míos? ¿Comprendéis esta nueva ley de la bajamar y la pleamar? ¡También nosotros tenemos nuestra época!

2

La conciencia intelectual

Hago una y otra vez la misma experiencia, e igualmente siempre me resisto de nuevo a ella, y no lo quiero creer, aunque se puede tocar con la mano: la gran mayoría de las personas carece de conciencia intelectual, con frecuencia me ha parecido, incluso, como si al exigirla en las ciudades más populosas se estuviese igual de solo que en el desierto. Todos te dirigen miradas de extrañeza y siguen manejando su balanza, llamando bueno a esto y malo a aquello; nadie enrojece cuando haces notar que a estas pesas les falta peso, y eso tampoco provoca indignación alguna contra ti: y hasta puede que se rían de tu duda. Quiero decir: a la gran mayoría de las personas no les parece despreciable creer esto o aquello, y vivir conforme a ello, sin antes haber llegado a ser conscientes de las últimas y más seguras razones que existen a favor y en contra, y tampoco sin esforzarse siquiera posteriormente por obtener esas razones, e incluso los hombres más dotados y las mujeres más nobles se cuentan entre «la gran mayoría» a que me refiero. Pero ¿qué sucede con el buen corazón, la elegancia y el genio cuando el hombre que posee esas virtudes tolera en sí sentimientos lasos al creer y al juzgar?, ¿qué, cuando el anhelo de certeza no es su más íntimo deseo y su más profunda necesidad, lo que distingue, en suma, a los hombres superiores de los inferiores? Encontré en algunas personas devotas un odio contra la razón, y las miré con buenos ojos por ello: ¡al menos ahí se echaba de ver aún la mala conciencia intelectual! Pero estar en medio de esa rerum concordia discors[9] y de toda la prodigiosa incertidumbre y equivocidad de la existencia y no preguntar, no temblar de deseo y ganas de preguntar, ni siquiera odiar al que pregunta, quizá incluso experimentar un cansino deleite con él: eso es lo que siento despreciable, y esta sensación es lo primero que busco en todo el mundo: alguna insensatez me persuade una y otra vez de que todos los hombres tienen esa sensación en tanto que tales. Es mi especie de injusticia.

3

Noble y vulgar

A las naturalezas vulgares todos los sentimientos nobles y magnánimos les parecen inútiles, y por tanto, antes que nada, poco creíbles: cuando oyen hablar de ellos, guiñan el ojo y parecen querer decir «ya habrá algún interés en juego, nunca se sabe»: son recelosos con el noble, como si este buscase su ventaja por caminos subrepticios. Si se los convence con demasiada claridad de la ausencia de propósitos y beneficios egoístas, el noble es para ellos una especie de insensato: desprecian su alegría y se ríen del brillo de sus ojos. «¡Cómo se puede alegrar uno de salir perdiendo, cómo se puede querer salir perdiendo con los ojos abiertos! A las emociones nobles tiene que ir ligada una enfermedad de la razón»: así piensan mientras miran despreciativamente, igual que desprecian la alegría que produce al demente su idea fija. La naturaleza vulgar se distingue por el hecho de que mantiene la vista fija imperturbablemente en su ventaja y de que este pensar en la finalidad y en la ventaja es incluso más fuerte que sus más fuertes pulsiones: no dejarse llevar por esas pulsiones a acciones inútiles, esa es su sabiduría y su sensación de la propia valía. Comparada con la naturaleza vulgar, la naturaleza superior resulta irracional, pues el noble, el magnánimo, el abnegado, está sometido en realidad a sus pulsiones, y en sus mejores momentos su razón hace una pausa. Un animal que con peligro para su vida protege a sus crías o, en la época de celo, sigue a la hembra incluso a la muerte, no piensa en el peligro ni en la muerte, y también su razón hace una pausa, porque está totalmente dominado por el placer que le produce su camada o la hembra y por el temor a ser despojado de ese placer: se vuelve más necio que en otras circunstancias, igual que el noble y magnánimo. Este posee algunos sentimientos de placer y displacer con tal intensidad que frente a ellos el intelecto tiene que callar o que ponerse a su servicio: en esos sentimientos el corazón sustituye a la cabeza, y a partir de ese momento se habla de «pasión». (Aquí y allí viene acaso lo opuesto y aparece, por así decir, la «inversión de la pasión», por ejemplo en el caso de Fontenelle, a quien alguien le puso una vez la mano en el corazón mientras le dirigía estas palabras: «Lo que usted tiene ahí, caro amigo, es también cerebro»). La sinrazón o la peculiar razón de la pasión es lo que el vulgar desprecia en el noble, sobre todo cuando esta última se dirige a objetos cuyo valor le parece ser enteramente fantástico y arbitrario. Se irrita con quien está sometido a la pasión del vientre, pero comprende el estímulo que en ella está haciendo de tirano; en cambio, no comprende cómo, por ejemplo, alguien puede poner en juego por una pasión del conocimiento su salud y su honra. El gusto de la naturaleza superior se dirige a excepciones, a cosas que usualmente dejan frío y que no parecen tener dulzura alguna; la naturaleza superior tiene una medida de valor muy singular. Además, la mayor parte de las veces no cree que su idiosincrasia del gusto constituya una medida de valor muy singular, sino que, antes bien, establece sus valores y disvalores como los valores y disvalores válidos sin más, y cae de esa forma en lo incomprensible y poco práctico. Muy rara vez sucede que una naturaleza superior conserve la razón suficiente para entender y tratar a las personas cotidianas como tales: en la mayoría de los casos, cree que todos comparten la pasión que ella siente, solo que en muchos se mantiene escondida, y precisamente esa fe llena a la naturaleza superior de ardor y elocuencia. Pues bien, si esos hombres excepcionales no se sienten a sí mismos como excepciones, ¡cómo van a poder entender nunca a las naturalezas vulgares y estimar en su justa medida la regla!, y así es como, en efecto, hablan de lo insensato y fantasioso que es el género humano y de cómo hace lo que lo aleja de sus propios fines, se llenan de asombro por lo loco que anda el mundo y se preguntan por qué no quiere proclamar su adhesión a «lo que necesita». Esta es la eterna injusticia de los nobles.

4

Lo que conserva la especie

Son los espíritus más fuertes y malos los que hasta ahora han hecho avanzar más al género humano: encendían una y otra vez las pasiones que se estaban quedando dormidas —toda sociedad ordenada adormece las pasiones—, despertaban una y otra vez el sentido de la comparación, de la contradicción, del placer por lo nuevo, por lo atrevido, por lo aún no puesto a prueba, y forzaban a los hombres a contraponer opiniones a opiniones, modelos a modelos. Con las armas, echando por tierra los mojones, atentando contra las piedades las más de las veces: ¡pero también mediante nuevas religiones y morales! En todo maestro y predicador de lo nuevo hay la misma «maldad» que hace nefando el nombre de un conquistador, si bien en el caso del primero esa maldad se expresa con más elegancia y no pone enseguida los músculos en movimiento, ¡y precisamente por eso no hace su nombre tan nefando! Pero lo nuevo es en todos los casos lo malo, ya que quiere conquistar, derribar los viejos mojones y las viejas piedades, ¡y solo lo viejo es bueno! Las buenas personas de cada época son aquellas que entierran en lo profundo los viejos pensamientos y con ellos dan fruto, los agricultores del espíritu. Pero toda tierra de labor acaba por agotarse, y siempre tiene que volver la reja de arado de lo malo. Hay ahora una doctrina de la moral, falsa hasta el fondo, que especialmente en Inglaterra es muy celebrada: según ella, los juicios «bueno» y «malo» son la reunión de las experiencias sobre lo «útil» y lo «inútil»; según ella, lo denominado bueno es lo que conserva la especie, y lo denominado malo lo nocivo para la especie. Pero la verdad es que las malas pulsiones son útiles, conservan la especie y son indispensables en un grado exactamente igual de alto que las buenas: solo que su función es diferente.

5

Deberes incondicionados

Todas las personas que notan que para influir de algún modo necesitan los más fuertes sonidos y palabras, los más elocuentes gestos y posiciones —a saber, los políticos de la revolución, los socialistas, los predicadores de la penitencia con y sin cristianismo: a ninguno de ellos les es lícito llegar a resultados medianos— hablan de «deberes» y, por cierto, siempre de deberes dotados del carácter de lo incondicionado: y es que, ¡bien lo saben!, sin ellos no tendrían derecho a su gran pathos. Así, echan mano de filosofías de la moral que predican algún imperativo categórico, o ingieren un buen pedazo de religión, como hizo por ejemplo Mazzini. Dado que quieren que se confíe incondicionadamente en ellos, necesitan primero confiar incondicionadamente en sí mismos en virtud de algún mandamiento último indiscutible y de suyo sublime, y quieren sentirse y pasar por servidores e instrumentos de ese mandamiento. En ellos tenemos los adversarios más naturales y, la mayor parte de las veces, muy influyentes, de la ilustración y el escepticismo morales: pero son escasos. En cambio, hay una clase muy abundante de esos adversarios dondequiera que el interés enseñe la sumisión mientras que la fama y el honor parezcan prohibirla. Quien, por ejemplo como descendiente de una familia antigua y orgullosa, se siente ultrajado ante la idea de que es instrumento de un príncipe o de un partido y secta, o incluso del poder del dinero, pero quiere ser precisamente ese instrumento —o tiene que serlo— ante él mismo y ante la opinión pública, necesita principios altisonantes que se puedan pronunciar en todo momento: principios de un deber incondicionado a los que a uno le sea lícito someterse y mostrarse sometido sin tener que avergonzarse. Todo servilismo dotado de alguna finura persevera en la adhesión al imperativo categórico y es enemigo mortal de quienes pretenden quitar al deber el carácter incondicionado: así lo exige de ellos el decoro, y no solo el decoro.

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Pérdida de dignidad

La reflexión ha perdido toda su dignidad de la forma; se ha hecho irrisión del ceremonial y del gesto solemne de la reflexión, y ya no se soportaría a un hombre sabio al antiguo estilo. Pensamos, incluso en las cosas más serias, demasiado deprisa, y de camino, y cuando vamos andando, y en medio de negocios de todo tipo; necesitamos poca preparación, poca calma incluso: es como si llevásemos de un lado para otro en la cabeza una máquina que girase incesantemente, que siguiese trabajando incluso en las circunstancias más desfavorables. Antes, cuando alguien quería pensar —¡era probablemente la excepción!—, cuando quería hacerse más sabio y se aprestaba a recibir una idea, eso se le notaba: ponía una cara en consonancia con ello, como para una oración, y detenía el paso; incluso, cuando «le venía» la idea se quedaba parado en la calle durante horas, sobre una o sobre las dos piernas. ¡Eso era «lo digno de la ocasión»!

7

Algo para laboriosos

Quien desee ahora hacer de las cuestiones morales objeto de estudio se abre con ello un campo de trabajo enorme. Hay que pensar a fondo todas las clases de pasiones, una por una, siguiendo su rastro una por una a través de épocas, de pueblos, de grandes y pequeños individuos; ¡toda su razón, todas sus estimaciones de valor, todas sus iluminaciones de las cosas deben salir a la luz! Cuanto hasta ahora ha dado color a la existencia carece aún de historia: o, si no, decidme, ¿dónde está la historia del amor, de la codicia, de la envidia, de la conciencia, de la piedad, de la crueldad? Incluso una historia comparada del Derecho, o tan siquiera de la pena, falta hasta ahora por completo. ¿Se ha hecho ya objeto de investigación la diferente distribución del día, las consecuencias de una fijación periódica del trabajo, de la fiesta y del descanso? ¿Se conoce los efectos morales de los alimentos? ¿Hay una filosofía de la alimentación? (¡El estruendo que una y otra vez se desata a favor y en contra del vegetarianismo es ya suficiente demostración de que aún no existe esa filosofía!). ¿Están reunidas ya las experiencias sobre la convivencia, por ejemplo las efectuadas en los conventos? ¿Se ha expuesto ya la dialéctica de matrimonio y amistad? Las costumbres de los eruditos, de los comerciantes, de los artistas, de los artesanos, ¿han encontrado ya sus pensadores? ¡Hay tanto que pensar ahí! Cuanto los hombres han contemplado hasta ahora como «condición de su existencia», y toda la razón, la pasión y la superstición presentes en esa contemplación, ¿se ha investigado ya hasta el final? La observación del diferente crecimiento que las pulsiones humanas han tenido, y podrían tener aún, según el diferente clima moral reinante en cada caso ya daría por sí sola demasiado trabajo hasta a la persona más trabajadora; se necesita generaciones enteras de eruditos, y de eruditos que trabajen juntos conforme a un plan, para agotar los puntos de vista y el material. Lo mismo sucede con las razones de las diferencias existentes entre los climas morales («¿por qué brilla aquí a modo de sol un juicio moral fundamental y un criterio básico de valor moral, y allí aquel otro?»): están aún por aportar. Y otra nueva tarea sería constatar lo errado de todas esas razones y la esencia toda del juicio moral habido hasta la fecha. En el supuesto de que todas esas tareas ya estuviesen realizadas, pasaría al primer plano la más ardua de todas las preguntas, a saber, si la ciencia es capaz de dar metas del obrar, una vez que ha demostrado que puede quitarlas y aniquilarlas, y entonces sería oportuno un experimentar en el que podría satisfacerse toda clase de heroísmo, un experimentar que duraría siglos y que podría hacer sombra a todos los grandes trabajos y sacrificios realizados hasta ahora en la historia. La ciencia aún no ha construido sus construcciones ciclópeas; también para eso llegará el momento.

8

Virtudes inconscientes

Todas las características de una persona de las que esa persona sea consciente —y sobre todo cuando presupone su visibilidad y evidencia también para su entorno— se hallan bajo leyes evolutivas totalmente distintas que las características que le son desconocidas, o mal conocidas, y que por su sutilidad se esconden a la vista de hasta el más sutil observador y saben ocultarse como detrás de la nada. Eso es lo que sucede con la fina talla de las escamas de los reptiles: sería un error presumir en ella un adorno o un arma, pues solo se la ve con el microscopio, es decir, con un ojo aguzado artificialmente que no poseen los animales similares para los que tendría que significar acaso un adorno o un arma. Nuestras cualidades morales visibles, y especialmente aquellas que creemos visibles, siguen su curso, mientras que las cualidades morales invisibles enteramente homónimas, que no son para nosotros adorno ni arma frente a otras personas, también siguen el suyo: un curso por entero distinto, probablemente, y con líneas y finuras y tallas que quizá podrían resultar divertidas a un dios dotado de un microscopio divino. Tenemos, por ejemplo, nuestra diligencia, nuestra ambición, nuestra perspicacia —todo el mundo sabe de ellas—, y además probablemente tengamos por otro lado nuestra diligencia, nuestra ambición, nuestra perspicacia; ahora bien, ¡para estas escamas de reptil nuestras aún no se ha inventado el microscopio! Y aquí los amigos de la moralidad instintiva dirán: «¡Bravo! Al menos considera posibles virtudes inconscientes, ¡con eso nos conformamos!». ¡Oh, vosotros los que os conformáis con poco!

9

Nuestras erupciones

Incontables cosas que el género humano adquirió en estadios anteriores, pero tan débil y embrionariamente que nadie supo percibirlas como adquiridas, salen a la luz de repente, largo tiempo después, quizá tras siglos: en el entretanto se han hecho fuertes y maduras. A algunas épocas, igual que a algunas personas, parece faltarles por completo este o aquel talento, esta o aquella virtud: pero basta esperar a los nietos y a los bisnietos, si se tiene tiempo para esperar, para ver cómo sacan a la luz el interior de sus abuelos, aquel interior del que los abuelos mismos aún no sabían nada. Con frecuencia, ya en el hijo se delata el padre, y este se entiende mejor a sí mismo desde que tiene un hijo. Todos nosotros tenemos dentro jardines y planteles escondidos; y, para decirlo con otra metáfora, todos somos volcanes en crecimiento, que tendrán su hora de erupción: sin embargo, cómo esté de cerca o de lejos esa hora es algo que nadie sabe, ni siquiera el buen Dios mismo.

10

Una especie de atavismo

Como más me gusta entender a los hombres excepcionales de una época es como retoños, que aparecen repentinamente, de culturas pasadas y de las fuerzas de estas, como el atavismo, por así decir, de un pueblo y de su civilización: ¡así hay realmente algo que entender en ellos! Ahora aparecen como ajenos, excepcionales, extraordinarios, y quien siente en sí esas fuerzas tiene que cuidarlas, defenderlas, honrarlas y criarlas contra un mundo distinto y reacio a ellas, de modo que acaba convirtiéndose o bien en un gran hombre o bien en un hombre loco y extraño, si es que no perece a tiempo. Antes, esas mismas características eran usuales y, por consiguiente, se las consideraba vulgares: no distinguían. Quizá se exigían, se presuponían; era imposible llegar a ser grande con ellas, sencillamente porque faltaba también el peligro de volverse con ellas loco y solitario. Es principalmente en los linajes y castas que conservan un pueblo donde aparecen esas resonancias de viejas pulsiones, mientras que no hay probabilidad alguna de que se dé ese atavismo allí donde las razas, las costumbres, las estimaciones de valor cambian demasiado rápidamente. Y es que, entre las fuerzas de la evolución, el ritmo significa para los pueblos tanto como para la música; en el caso que nos ocupa es absolutamente necesario un andante de la evolución, es decir, el ritmo de un espíritu apasionado y lento: y de ese tipo es precisamente el espíritu de los linajes conservadores.

11

La consciencia[10]

La conscienticidad[11] es la última y más tardía evolución de lo orgánico, y por consiguiente también, dentro de lo orgánico, lo más sin acabar y lo más carente de fuerza. De la conscienticidad proceden incontables yerros, que hacen que un animal o una persona perezca antes de lo que sería necesario, «en contra de lo dispuesto por el destino», como dice Homero. Si la conservante coalición de los instintos no fuese tan extremadamente más poderosa, si no sirviese en conjunto como reguladora, el género humano tendría que perecer a causa de sus juicios trastocados y de su soñar despierto, a causa de su falta de fundamento y de su credulidad, a causa de su conscienticidad, en suma; o, más bien, ¡si no fuese por la primera, hace mucho que ya no existiría el género humano! Mientras no esté completamente desarrollada y madura, una función es un peligro para el organismo: ¡es bueno que hasta ese momento sea tiranizada a fondo! Así es tiranizada a fondo la conscienticidad, ¡y no es la menor de las tiranías la de estar orgulloso de ella! Se piensa que en ella reside el núcleo del hombre, ¡lo permanente, eterno, último, más primigenio de él! ¡Se considera la conscienticidad como una magnitud fija dada! ¡Se niega su crecimiento, sus intermitencias! ¡Se la toma por «unidad del organismo»! Esta ridícula sobrestimación y mal entendimiento de la consciencia tiene como consecuencia la gran utilidad de que de ese modo se ha impedido un desarrollo demasiado rápido de la misma. Dado que los hombres creían tener ya la conscienticidad, se han esforzado poco por adquirirla, ¡y tampoco ahora sucede de otro modo! La de asimilar el saber y hacerlo instintivo sigue siendo una tarea enteramente nueva, que solo precisamente ahora empieza a vislumbrar el ojo humano y que apenas es aún reconocible con claridad: ¡una tarea que solamente ven aquellos que han comprendido que hasta ahora únicamente habíamos asimilado nuestros errores y que toda nuestra conscienticidad se refiere a errores!

12

Del objetivo de la ciencia

¿Cómo? ¿Que el objetivo último de la ciencia es proporcionar al hombre cuanto más placer y cuanto menos displacer sea posible? ¿Y si el placer y el displacer estuviesen atados juntos con un cordel, de tal manera que quien quiera poseer cuanto sea posible del uno también tenga que poseer cuanto sea posible del otro, de tal manera que quien quiera aprender el «júbilo que llega hasta el cielo» también tenga que mantenerse dispuesto a estar «mortalmente apesadumbrado»? ¡Y quizá sea eso lo que sucede! Al menos así lo creían los estoicos, y eran consecuentes cuando apetecían tener cuanto menos placer fuese posible a fin de recibir de la vida cuanto menos displacer fuese posible (cuando se llenaban la boca con el lema «Nadie es más feliz que el virtuoso», tenían en él tanto un rótulo de muestra de la escuela para la gran masa como una sutileza casuística para los sutiles). También hoy podéis elegir: ¡o bien el menor displacer posible, esto es, ausencia de dolor —y, en el fondo, a los socialistas y a los políticos de todos los partidos no les sería lícito prometer a su gente otra cosa sin faltar a la honradez— o bien cuanto más displacer sea posible, como precio por el crecimiento de una profusión de placeres y goces delicados y rara vez degustados hasta ahora! Si os decidís por lo primero, si queréis, así pues, que disminuya y se reduzca la aflicción de los hombres, entonces tendréis que hacer que disminuya y se reduzca también su capacidad de gozar. ¡De hecho, con la ciencia se puede fomentar uno como otro objetivo! Quizá ahora esta sea aún más conocida por su capacidad de privar al hombre de sus goces, de hacerlo más frío, más estatuario, más estoico. ¡Pero podría ser descubierta también como la gran traedora de dolor! ¡Y entonces quizá quedase descubierta al mismo tiempo su fuerza contraria, su enorme capacidad de hacer resplandecer nuevos firmamentos del gozo!

13

Sobre la doctrina de la sensación de poder

Al hacer bien y al hacer daño se ejerce el propio poder sobre otros: ¡ninguna otra cosa se pretende con ello! Al hacer daño, lo ejercemos sobre aquellos a quienes tenemos que hacer sentir nuestro poder por primera vez, puesto que el dolor es un medio mucho más sensible para ello que el placer: el dolor pregunta siempre por la causa, mientras que el placer está inclinado a permanecer cabe sí y a no mirar hacia atrás. Al hacer bien y al querer bien, ejercemos poder sobre aquellos que de algún modo ya dependen de nosotros (es decir, sobre aquellos que están acostumbrados a pensar en nosotros como sus causas); queremos aumentar su poder, porque así aumentamos el nuestro, o queremos mostrarles las ventajas que tiene estar en nuestro poder: de esa manera, quedan más contentos con su situación y se hacen más hostiles y están más dispuestos a luchar contra los enemigos de nuestro poder. Que al hacer bien o al hacer daño nos sacrifiquemos no altera el valor último de nuestras acciones; incluso cuando nos jugamos la vida en el empeño, como el mártir en beneficio de su Iglesia, es ese un sacrificio que hacemos a nuestro anhelo de poder, o con la finalidad de conservar nuestra sensación de poder. Quien siente «estoy en posesión de la verdad», ¡a cuántas posesiones no renuncia, con tal de salvar esa sensación! ¡Cuántas cosas no tira por la borda, con tal de mantenerse «arriba», es decir, por encima de los demás, que carecen de la «verdad»! No cabe duda de que el estado en el que hacemos daño rara vez es tan agradable, tan agradable sin mezcla, como aquel en el que hacemos bien: es señal de que todavía nos falta poder, o delata irritación por esa pobreza, comporta nuevos peligros e inseguridades para nuestra posesión efectiva de poder y nubla nuestro horizonte con la expectativa de la venganza, el sarcasmo, el castigo o el fracaso. Solo para los hombres de la sensación de poder más excitables y concupiscentes, para quienes el espectáculo que ofrece el ya sometido (que es, como tal, el objeto de la benevolencia) es una carga y un aburrimiento, puede que sea más placentero imprimir sobre el reacio el sello del poder. Todo depende de cómo estemos acostumbrados a sazonar nuestra vida; es cuestión de gustos preferir el incremento de poder lento o el repentino, el seguro o el peligroso y osado: buscamos esta o aquella especia según sea en cada caso nuestro temperamento. Un botín fácil es para las naturalezas orgullosas cosa despreciable: esas naturalezas solo notan una sensación de bienestar cuando ven hombres a los que nada doblega y que podrían llegar a ser enemigos suyos, y lo mismo cuando ven cualquier posesión difícilmente accesible; con el que sufre suelen ser duras, pues no es digno de su afán y su orgullo, pero tanto más amables se muestran hacia sus iguales, pues luchar y bregar con ellos sería honroso en todo caso, si se encontrase ocasión para ello. Bajo la sensación de bienestar de esta perspectiva los hombres de la casta de los caballeros se han acostumbrado a una escogida cortesía mutua. La compasión es el sentimiento más agradable en quienes son poco orgullosos y carecen de toda expectativa de grandes conquistas: a ellos, el botín fácil —y todo el que sufre lo es— los entusiasma. Se ensalza la compasión como la virtud de las muchachas de vida alegre.

14

¡A cuántas cosas se llama amor!

Codicia y amor: ¡cuán diferentes son nuestras sensaciones ante cada una de estas palabras! Y, sin embargo, podrían ser la misma pulsión mencionada dos veces: la primera vez, injuriada desde el punto de vista de los que ya tienen, en los que la pulsión se ha aquietado algo y que ahora temen por su «hacienda»; la segunda vez, contemplada desde el punto de vista de los insatisfechos y sedientos, y por ello glorificada como «buena». Nuestro amor al prójimo, ¿no es un impulso hacia una nueva propiedad? ¿Y lo mismo nuestro amor al saber o a la verdad, y en general todo ese impulso hacia la novedad? Paulatinamente nos vamos hastiando de lo viejo y poseído con seguridad, y volvemos a extender la mano; incluso la más bella comarca en la que llevemos viviendo tres meses ya no está segura de nuestro amor, y cualquier costa más lejana excita nuestra codicia: en la mayor parte de las ocasiones, la posesión se vuelve más pequeña a causa del poseer. Nuestro placer en nosotros mismos quiere mantenerse en pie transformando una y otra vez algo nuevo en nosotros mismos: precisamente eso es lo que significa poseer. Hastiarse de una posesión es: hastiarnos de nosotros mismos. (También se puede sufrir por tener demasiado, también el deseo de tirar, de repartir, puede hacerse con el nombre honorífico de «amor»). Cuando vemos a alguien sufrir, nos gusta utilizar la ocasión que ahí se ofrece para tomar posesión de él; esto es lo que hace, por ejemplo, el benéfico y compasivo: también él llama «amor» al deseo de nueva posesión que se ha despertado en él, y ahí experimenta placer, como si se tratase de una nueva conquista que ya ve próxima. Pero es el amor de los sexos el que con más claridad se delata como impulso a la propiedad: el que ama quiere la posesión incondicionada y exclusiva de la persona anhelada, quiere un poder igualmente incondicionado sobre su alma que sobre su cuerpo, quiere ser el único amado y habitar y dominar en la otra alma como lo supremo y más deseable. Si tenemos en cuenta que esto no significa otra cosa que excluir a todo el mundo de un bien, de una felicidad y de un disfrute preciosos, si tenemos en cuenta que el que ama ansia el empobrecimiento y la indigencia de todos los demás rivales y que quisiera convertirse en el dragón de su dorado tesoro, en el más falto de escrúpulos y egoísta de todos los «conquistadores» y explotadores, y si tenemos en cuenta, finalmente, que al que ama todo el resto del mundo le parece indiferente, pálido y carente de valor y que está dispuesto a hacer todo sacrificio, a perturbar todo orden, a postergar todo interés, nos admiraremos, en verdad, de que esta salvaje codicia e injusticia del amor de los sexos haya sido tan glorificada y divinizada como lo ha sido en todas las épocas, y aún más nos admiraremos de que de este amor se haya tomado el concepto de amor como lo contrario del egoísmo, mientras que quizá sea precisamente la más desinhibida expresión de egoísmo. Aquí resulta patente que son los no poseedores, los que desean, quienes han hecho el uso lingüístico: y es que probablemente siempre haya habido demasiados. Aquellos a quienes en este terreno les era dada mucha posesión y saturación han dejado caer probablemente aquí y allá una palabra referente al «genio furioso», como hizo el más amable y más amado de todos los atenienses, Sófocles: pero Eros se ha reído en todo momento de esos blasfemos, pues siempre han sido precisamente sus mayores favoritos. Es probable que aquí y allá exista en el mundo una especie de continuación del amor en la que aquel codicioso anhelo recíproco de dos personas haya dado paso a un nuevo deseo y a una nueva codicia, a una sed común y más elevada de un ideal situado por encima de ellas: pero ¿quién conoce ese amor?, ¿quién lo ha experimentado? Su nombre correcto es amistad.

15

Desde la lejanía

Esta montaña hace la región entera que domina encantadora y llena de significado en todos los aspectos: después de habernos dicho esto a nosotros mismos por centésima vez tenemos una actitud tan irracional y tan agradecida hacia ella, la dadora de ese encanto, que creemos que tiene que ser lo más deseable de la región… y cuando subimos a ella nos decepciona. Es como si, de repente, la montaña misma y toda la comarca que está alrededor de nosotros, bajo nosotros, dejasen de estar encantadas; habíamos olvidado que algunos tamaños, igual que algunas calidades, exigen ser vistos desde una cierta distancia, y, sin duda, desde abajo, no desde arriba, pues solo así hacen efecto. Quizá conozcas a personas cercanas a ti a las que, para encontrarse siquiera soportables, o atractivas y dadoras de fuerza, solo les es lícito mirarse a sí mismas desde una cierta lejanía; el autoconocimiento se les debe desaconsejar.

16

Cruzando la pasarela

En el trato con personas que sean pudorosas hacia sus propios sentimientos hay que poder disimular; sienten un repentino odio contra quien las sorprenda en un sentimiento delicado o exaltado y de altos vuelos, como si hubiese visto sus intimidades. Si en esos momentos deseáis su bien, hacedlas reír o decidles una fría maldad jocosa: su sentimiento se enfriará entonces y volverán a ser dueñas de sí. Pero estoy dando la moraleja antes del cuento. Una sola vez en la vida llegamos a estar tan cerca que ya nada parecía inhibir nuestra amistad y hermandad, y solo quedaba entre nosotros una pequeña pasarela. Justo cuando ibas a poner el pie en ella te pregunté: «¿quieres venir a donde yo estoy cruzando la pasarela?». Pero entonces ya no quisiste, y cuando te lo pedí otra vez guardaste silencio. Desde ese momento se han lanzado entre nosotros montañas y torrentes impetuosos, y cuanto separa y hace ajeno, y aunque quisiésemos reunirnos, ¡ya no podríamos! Y cuando ahora recuerdas aquella pequeña pasarela, ya no tienes palabras, sino solo sollozos y asombro.

17

Dar a la propia pobreza una motivación

Es verdad que no podemos mediante malabarismo alguno hacer de una virtud pobre una virtud rica y que fluya con abundancia, pero sí que podemos reinterpretar lindamente su pobreza en necesidad, de modo que verla ya nos haga daño, y por su causa no pongamos cara de reproche al fatum. Así hace el sabio jardinero cuando pone el pobre hilillo de agua de su jardín en el brazo de una náyade, y por tanto da a la pobreza una motivación: ¡y quién, al igual que él, no necesitaría náyades!

18

Orgullo antiguo

Nos falta la coloración antigua de la nobleza, porque a nuestro sentimiento le falta el esclavo antiguo. Un griego de noble alcurnia encontraba entre su altura y aquella última bajeza escalones intermedios tan enormes y tal lejanía que apenas alcanzaba a ver con claridad al esclavo: ni siquiera Platón lo veía ya del todo. Nuestro caso es distinto, acostumbrados como estamos a la doctrina de la igualdad de los hombres, aunque no a la igualdad misma. Un ser que no puede disponer de sí mismo y al que le falta el ocio no es aún despreciable a nuestros ojos, en modo alguno; quizá haya en cada uno de nosotros demasiado de esa índole de esclavo, según corresponde a las condiciones de nuestro orden social y de nuestra actividad, que son enteramente diferentes de los antiguos. El filósofo griego pasaba por la vida con el secreto sentimiento de que hay muchos más esclavos de lo que se supone, a saber, que es esclavo todo el que no es filósofo; su orgullo se desbordaba cuando consideraba que entre sus esclavos se contaban también los hombres más poderosos del mundo. También ese orgullo nos es ajeno e imposible; ni siquiera metafóricamente tiene para nosotros la palabra «esclavo» toda su fuerza.

19

El mal

Examinad la vida de los mejores y más fecundos hombres y pueblos, y preguntaos si un árbol del que se espera que crezca orgulloso hacia lo alto puede prescindir del mal tiempo y de las tormentas: si el disfavor y la resistencia de fuera, si alguna clase de odio, de celos, de obstinación, de desconfianza, de dureza, de avidez y de violencia no se cuenta entre las circunstancias favorables sin las cuales difícilmente es posible un gran crecimiento, ni siquiera en la virtud. El veneno que hace perecer a la naturaleza enclenque le sirve al fuerte para reponer fuerzas, y tampoco lo llama veneno.

20

Dignidad de la insensatez

¡Unos milenios más por la misma trayectoria que el último siglo, y en todo lo que hace el hombre será visible la más alta prudencia!: pero precisamente con ello habrá perdido la prudencia toda su dignidad. Es cierto que entonces será necesario ser prudente, pero también tan corriente y tan vulgar que un gusto exigente sentirá esa necesidad como una vulgaridad. Y del mismo modo que una tiranía de la verdad y de la ciencia estaría en condiciones de hacer subir el precio de la mentira, así también una tiranía de la prudencia podría suscitar un nuevo género de nobleza de ánimo. Ser noble puede que entonces signifique tener la cabeza llena de insensateces.

21

A los maestros del desprendimiento de sí mismo

Se llama a las virtudes de un hombre buenas no en vistas a los efectos que tienen para él mismo, sino en vistas a los efectos que presuponemos que tienen para nosotros y la sociedad: ¡en el elogio de las virtudes siempre se ha sido muy poco «desprendido», muy poco «inegoísta»! Y es que, de lo contrario, se habría tenido que ver que las virtudes (como la diligencia, la obediencia, la castidad, la piedad, la justicia), la mayor parte de las veces, resultan nocivas para sus poseedores, por cuanto son pulsiones que actúan en ellos demasiado enérgica y concupiscentemente y que de ningún modo se dejan mantener por la razón en equilibrio con las demás pulsiones. Cuando tienes una virtud, una virtud entera y verdadera (¡y no solo una pulsioncilla hacia una virtud!), ¡eres su víctima! ¡Pero el vecino elogia tu virtud precisamente por eso! Se elogia al diligente, aunque con esa diligencia dañe la vista de sus ojos o lo primigenio y fresco de su espíritu; se honra y compadece al muchacho que «se ha matado a trabajar», porque se juzga: «¡Para la sociedad como un todo la pérdida de hasta el mejor individuo es solo un pequeño sacrificio! ¡Mala cosa que sea necesario el sacrificio! ¡Pero mucho peor sería que el individuo pensase de otro modo y considerase más importante su conservación y su desarrollo que su trabajo al servicio de la sociedad!». Y así se compadece a ese muchacho, no por él mismo, sino porque con su muerte la sociedad ha perdido un instrumento entregado y falto de miramientos hacia sí mismo, lo que se dice «un probo ciudadano». Quizá se pondere aún si en interés de la sociedad habría sido más útil que hubiese trabajado con más miramientos hacia sí mismo y se hubiese conservado más tiempo: es más, seguramente se admitirá que eso habría sido beneficioso, pero se valora como más elevado y duradero aquel otro beneficio que estriba en que se ha ofrecido un sacrificio y en que la actitud interior del animal destinado al sacrificio se ha vuelto a confirmar visiblemente. Así pues, primero es su naturaleza de instrumento lo que propiamente se elogia cuando se elogia las virtudes, e inmediatamente después la pulsión ciega que actúa en toda virtud y que no se deja refrenar por el beneficio global del individuo: lo que se elogia, en suma, es la sinrazón de la virtud, por causa de la cual el ser individual se deja transformar en una función del todo. El elogio de las virtudes es el elogio de algo que es de nocividad privada: es el elogio de pulsiones que quitan al hombre su más noble egocentrismo y la capacidad de la más alta forma de tener cuidado de sí mismo. Ciertamente, para la educación y para la asimilación de costumbres virtuosas se pone en danza una serie de efectos de la virtud que hacen aparecer la virtud y la ventaja privada como hermanados, ¡y en verdad existe tal hermandad! La diligencia frenética, por ejemplo, esta virtud típica de los instrumentos, es presentada como el camino hacia la riqueza y el honor y como el más curativo veneno contra el aburrimiento y las pasiones: pero se silencia su peligro, su suma peligrosidad. La educación procede enteramente así: mediante una serie de estímulos y ventajas trata de determinar al individuo a una forma de pensar y actuar que, cuando ha llegado a ser costumbre, pulsión y pasión, domina en él y sobre él en contra de su propio beneficio último, pero «para bien general». Con qué frecuencia veo que la diligencia frenética proporciona ciertamente riquezas y honor, pero que al mismo tiempo quita a los órganos la finura en virtud de la cual podría haber fruición en la riqueza y en los honores, al igual que aquel instrumento principal contra el aburrimiento y las pasiones, que al mismo tiempo embota los sentidos y hace al espíritu reacio a nuevos estímulos. (La más diligente de todas las épocas —nuestra época— no sabe hacer de su mucha diligencia y de su mucho dinero otra cosa que cada vez más dinero y cada vez más diligencia: ¡y es que se necesita más genio para gastar que para adquirir! Pero, en fin, ¡tendremos nuestros «nietos»!). Cuando sale bien la educación, cada virtud del individuo es de utilidad pública y un perjuicio privado a efectos de la suprema meta privada, probablemente alguna atrofia mental-sensorial o incluso la temprana ruina: considérese una por una desde este punto de vista las virtudes de la obediencia, de la castidad, de la piedad, de la justicia. En todo caso, el elogio del desprendido, del abnegado, del virtuoso —así pues, de aquel que no emplea toda su fuerza y razón en su conservación, desarrollo, elevación, fomento y ampliación de poder, sino que en lo referente a sí mismo vive modesto y distraído, quizá incluso indiferente o irónico— ¡no ha surgido del espíritu de desprendimiento! El «prójimo» elogia el desprendimiento, ¡porque le proporciona ventajas! ¡Si el prójimo mismo pensase «desprendidamente», rechazaría aquella mengua de fuerza, aquel perjuicio a su favor, trabajaría en contra del surgimiento de tales inclinaciones, y sobre todo manifestaría su desprendimiento precisamente no llamándolo bueno! Con ello queda señalada la contradicción fundamental de aquella moral que precisamente ahora goza de tan altos honores: ¡los motivos que llevan a esa moral están en contraposición con su principio! ¡Aquello con lo que esa moral desea demostrarse la refuta con arreglo a su propio criterio de lo que es moral! Para no contravenir su propia moral, la máxima «debes hacer renuncia y sacrificio de ti mismo» solo podría ser decretada lícitamente por un ser que con ello renunciase a su ventaja y que en el sacrificio que exige de los individuos quizá produjese su propia ruina. Pero tan pronto el prójimo (o la sociedad) recomienda el altruismo por su utilidad se está aplicando el principio, directamente contrapuesto, «debes buscar tu ventaja también a costa de todos los demás», ¡y por tanto se está predicando simultáneamente un «debes» y un «no debes»!

22

L’ordre du jour pour le roi[12]

Comienza el día: comencemos a ordenar para este día las tareas y fiestas de nuestro gracioso Señor, que ahora todavía se digna descansar. Su Majestad tiene hoy mal tiempo: nos guardaremos de llamarlo malo; no se hablará del tiempo, pero hoy nos tomaremos los asuntos con más solemnidad y las fiestas algo más festivamente de lo que sería necesario en otras circunstancias. Puede incluso que Su Majestad esté enfermo: presentaremos para el desayuno la última buena novedad de la víspera, la llegada del señor de Montaigne, que sabe bromear tan agradablemente sobre su enfermedad (sufre el mal de piedra). Recibiremos a algunas personas (¡personas!, ¡qué diría aquel viejo sapo hinchado que estará entre ellas, si oyese esa palabra! «No soy una persona, diría, sino siempre la cosa misma»), y la recepción durará más de lo que es agradable para nadie: motivo suficiente para contar lo de aquel autor que escribió en su puerta: «quien entre por esta puerta me deparará un honor; quien no lo haga, un placer». ¡Esto es lo que se llama, en verdad, decir una descortesía con maneras corteses! Y quizá ese autor tenga por su parte toda la razón en ser descortés: se dice que sus versos son mejores que quien los forjó. Pues bien, que haga muchos más y que se sustraiga a sí mismo al mundo todo lo posible: ¡y no otro es el sentido de su educada falta de educación! A la inversa, un príncipe siempre vale más que su «verso», aun cuando…, pero ¿qué estamos haciendo? Charlamos, y toda la corte piensa que ya estamos trabajando y rompiéndonos la cabeza: no se ve brillar ninguna luz antes que la de nuestra ventana. ¡Escucha! ¿No ha sido eso la campana? ¡Demonios! Comienza el día y la danza, ¡y no sabemos qué vueltas puede dar! Así que tenemos que improvisar, todo el mundo improvisa su día. ¡Hagamos por hoy como todo el mundo! Y con eso se desvaneció mi extraño sueño matutino, probablemente a causa de las duras campanadas del reloj de la torre, que precisamente ahora anunciaba la quinta hora con toda la gravedad que le es propia. Me parece que esta vez el dios de los sueños quiso reírse de mis costumbres: tengo la costumbre de empezar el día organizándolo y haciéndolo soportable para mí, y puede ser que con frecuencia haya hecho eso demasiado formal y principescamente.

23

Los indicios de la corrupción

Préstese atención, en aquellos estados de la sociedad que de cuando en cuando son necesarios y que se designa con la palabra «corrupción», a los siguientes indicios. Tan pronto la corrupción entra en algún sitio, una abigarrada superstición se extiende por doquier, y en comparación con ella la fe que hasta ese momento tenía un pueblo como un todo se vuelve pálida e impotente: y es que la superstición es librepensamiento de segunda categoría; quien se entrega a ella selecciona ciertas formas y fórmulas que le agradan y se arroga un derecho a elegir. Comparado con el religioso, el supersticioso es siempre mucho más «persona» que el primero, y en una sociedad supersticiosa existirán ya muchos individuos y placer en lo individual. Vistas las cosas desde ese ángulo, la superstición aparece siempre como un progreso contra la fe y como señal de que el intelecto se hace más independiente y reivindica sus derechos. Quienes veneran la vieja religión y religiosidad se quejan entonces diciendo que ha habido una corrupción: hasta ese momento han determinado el uso lingüístico y han difamado la superstición a oídos de hasta los más libres pensadores. Aprendemos que la superstición es un síntoma de ilustración. En segundo lugar, una sociedad en la que la corrupción ha tomado cuerpo es acusada de flojedad, y visiblemente disminuye en ella la estimación de la guerra y el placer en la guerra, y las comodidades de la vida se buscan en ese momento igual de fervientemente que antes los honores guerreros y gimnásticos. Pero se suele pasar por alto que aquella antigua energía popular y aquella antigua pasión popular que se hacían magníficamente visibles en la guerra y en los torneos se han transformado ahora en innumerables pasiones privadas, de modo que lo único que sucede es que se han tornado menos visibles; es más, es probable que el poder y el ímpetu de la energía que un pueblo consume en los estados de «corrupción» sean mayores que nunca, y que el individuo la gaste entonces con una prodigalidad que antes no le era posible: ¡en aquel momento no era aún lo suficientemente rico! Y, así, es precisamente en las épocas de «flojedad» cuando la tragedia corre por casas y calles, cuando nacen el gran amor y el gran odio y la llama del conocimiento se alza impetuosa hacia el cielo. En tercer lugar, en cierto modo como indemnización por el reproche de la superstición y de la flojedad, se suele decir de esas épocas de corrupción que son más benignas y que en ellas la crueldad se reduce mucho en comparación con la época anterior más creyente y más fuerte. Pero tampoco con ese elogio puedo estar de acuerdo, igual de poco que lo estaba con aquel reproche: a lo sumo, concedo que en esas épocas la crueldad se ha refinado, y que a partir de ese momento sus formas más antiguas repugnan al gusto; pero la vulneración y tortura mediante la palabra y la mirada alcanza en las épocas de corrupción su supremo desarrollo: solo entonces se crea la maldad y el placer en la maldad. Los hombres de la corrupción son ocurrentes y calumniadores; saben que hay otras modalidades del asesinato que la daga y el asalto, y saben también que todo lo que está bien dicho es creído. En cuarto lugar: cuando «las costumbres se degradan» surgen primero aquellos seres a los que se denomina tiranos: son los precursores y, por así decir, las precoces primicias de los individuos. Un poco más de tiempo, y ese fruto de los frutos colgará maduro y amarillo del árbol de un pueblo, ¡y solo por mor de esos frutos existía ese árbol! Cuando la degradación ha llegado a su punto más alto, y asimismo la lucha de todo tipo de tiranos, entonces siempre viene el césar, el tirano postrero que pone fin a la ya cansada pugna por el poder exclusivo haciendo trabajar el cansancio a su favor. En su época es cuando el individuo suele estar más maduro y la «cultura», por consiguiente, suele ser más alta y fecunda, pero no a causa del césar ni a través de él, por más que los más elevados hombres de cultura gusten de adular a su césar haciéndose pasar por su obra. Pero la verdad es que necesitan tranquilidad de fuera, porque tienen en sí su intranquilidad y su trabajo. En estas épocas es cuando la sobornabilidad y la traición son mayores: pues el amor al ego recién descubierto es entonces mucho más poderoso que el amor a la vieja «patria», tan consumida y manida, y la necesidad de obtener alguna seguridad contra las terribles oscilaciones de la fortuna hace que también manos nobles se abran tan pronto alguien poderoso y rico se muestra dispuesto a verter oro en ellas. Hay ahora tan poco futuro seguro: se vive al día; ¡un estado del alma, este, en el que todos los seductores lo tienen fácil: uno se deja seducir y sobornar solo «por hoy» y se reserva el futuro y la virtud! Como es sabido, los individuos, estos verdaderos en-sí y para-sí, se preocupan más del instante que sus opuestos, los hombres gregarios, ya que se consideran igual de imprevisibles que el futuro; asimismo se adhieren gustosos a hombres violentos, pues se ven capaces de actos y de valerse de recursos que no pueden esperar de la gran masa comprensión ni gracia: pero el tirano o césar entiende el derecho del individuo también en los descarríos de este, y tiene interés en decir a una moral privada más audaz lo que ella quiere oír y en echarle él mismo una mano. Pues piensa de sí y quiere haber pensado sobre sí lo que Napoleón expresó una vez a su manera clásica: «Tengo derecho a responder a todo aquello de lo que se me acuse con un eterno “yo soy así”. Soy un ser aparte de todo el mundo, no acepto que nadie me ponga condiciones. Quiero que todos se sometan también a mis fantasías, y no veo nada de particular en el hecho de que yo me entregue a estas o aquellas distracciones». Esto es lo que Napoleón dijo una vez a su esposa cuando esta tenía razones para dudar de la fidelidad matrimonial de su marido. Las épocas de corrupción son aquellas en las que las manzanas caen del árbol: me refiero a los individuos, a los portadores de la semilla del futuro, a los autores de la colonización y refundación espirituales de agrupaciones estatales y sociales. Corrupción es solo una palabra con la que se injuria a las épocas otoñales de un pueblo.

24

Distinto descontento

Los descontentos débiles y, por así decir, femeninos son los que tienen ingenio para embellecer la vida y hacerla más profunda; los descontentos fuertes —los varones entre ellos, para seguir con la misma imagen— lo tienen para hacer mejor y más segura la vida. Los primeros muestran su debilidad y su modo de ser femenino en el hecho de que les gusta dejarse engañar durante un tiempo, y probablemente se den por contentos ya con un poco de ebriedad y delirio, pero en conjunto no se les puede satisfacer nunca y sufren por la incurabilidad de su insatisfacción; además, son los favorecedores de todos aquellos que saben proporcionar consuelos opiáceos y narcóticos, y precisamente por eso miran con malos ojos a quienes estiman más al médico que al sacerdote: ¡de esa manera mantienen la perduración de los estados de necesidad reales! Si desde los tiempos de la Edad Media no hubiese habido en Europa un gran número de descontentos de este tipo, quizá no habría surgido en modo alguno la famosa capacidad europea de constante transformación: pues las pretensiones de los descontentos fuertes son demasiado groseras, y en el fondo no son tan exigentes que al cabo no puedan ser aquietadas. China es el ejemplo de un país en el que la insatisfacción a gran escala y la capacidad de transformación llevan muchos siglos extinguidas; y los socialistas e idólatras del Estado que existen en Europa podrían llegar fácilmente, con sus medidas de mejora y aseguramiento de la vida, a situaciones chinas y a una «felicidad» china también en Europa, presuponiendo que aquí pudiesen extirpar primero aquel descontento y romanticismo algo enfermizos, tiernos y femeninos que, por el momento, aún abundan demasiado. Europa es un enfermo que debe el mayor agradecimiento a su incurabilidad y a la eterna transformación de su sufrimiento; estas situaciones constantemente nuevas, estos peligros, dolores y recursos no menos constantemente nuevos, han generado en último término una excitabilidad intelectual que es casi tanto como el genio, y en cualquier caso la madre de todo genio.

25

No predeterminado al conocimiento

Hay una tonta humildad, absolutamente nada escasa, que al afectado por ella lo incapacita de una vez por todas para ser discípulo del conocimiento. En efecto: en el momento en que un hombre de este tipo percibe algo llamativo, gira sobre sus talones, valga la expresión, y se dice: «¡Te has engañado! ¡En qué estabas pensando! ¡No es lícito que eso sea verdad!», y entonces, en vez de mirar y escuchar otra vez con más atención, se aparta de la cosa llamativa como amedrentado y trata de quitársela de la cabeza lo más rápidamente posible. Y es que su canon interior reza así: «¡No quiero ver nada que contradiga la opinión usual sobre las cosas! ¿Estoy hecho yo para descubrir verdades nuevas? Suficiente tengo ya con las viejas».

26

¿Qué significa vivir?

Vivir significa: expeler de sí continuamente algo que quiere morir; vivir significa: ser cruel e inexorable hacia todo lo que en nosotros, y no solo en nosotros, se hace débil y viejo. Vivir ¿significa entonces: carecer de piedad con lo moribundo, mísero y senil? ¿Ser continuamente asesino? Y, sin embargo, el viejo Moisés dijo: «¡No matarás!».

27

El que renuncia

¿Qué hace el que renuncia? Tiende a un mundo más alto, quiere volar más allá y más lejos y más alto que todos los hombres de la afirmación, arroja muchas cosas que entorpercerían su vuelo, y entre ellas más de una que no es para él carente de valor ni desagradable: las sacrifica a su deseo de altura. Pues bien, ese sacrificar, ese arrojar es precisamente lo único que se hace visible en él; es por lo que se le da el nombre de renunciador, y como tal está ahí delante de nosotros, envuelto en su capucha y como el alma de una camisa de áspero sayal. Pero probablemente esté contento con ese efecto que hace sobre nosotros: quiere mantener escondido a nuestra vista su deseo, su orgullo, su propósito de volar por encima y más allá de nosotros. ¡Sí! Es más listo de lo que pensábamos, y tan cortés con nosotros, ¡este afirmador! Pues eso lo es igual que nosotros, también cuando hace renuncia.

28

Dañar con lo mejor que se tiene

Nuestros puntos fuertes nos llevan en ocasiones tan lejos que ya no podemos soportar nuestras debilidades y nos hundimos por causa de ellas: prevemos ese resultado, y sin embargo no deseamos que las cosas sucedan de otro modo. Nos volvemos entonces duros contra aquello de nosotros que desea ser tratado con cuidado, y nuestra grandeza es también nuestra inmisericordia. Una vivencia como esa —en último término tenemos que pagarla con la vida— es una metáfora del influjo global de los grandes hombres sobre otras personas y sobre su época: precisamente con lo mejor que tienen, con lo que solo ellos pueden, acaban con muchos que son débiles, inseguros, están en devenir y quieren, de manera que esos grandes hombres son nocivos. Incluso puede darse el caso de que, considerando las cosas en su conjunto, no hagan otra cosa que dañar, porque lo mejor que tienen solo es aceptado y, por así decir, bebido hasta la última gota por aquellos a los que, como una bebida demasiado fuerte, hace perder el entendimiento y su egocentrismo: llegan a estar tan ebrios que tienen que romperse los huesos en todos los caminos errados a los que la ebriedad los empuja.

29

Los mentirosos por añadidura

Cuando en Francia se empezó a combatir y, por consiguiente, también a defender las unidades de Aristóteles, se pudo ver una vez más lo que se puede ver con tanta frecuencia pero tan a disgusto: se mentía uno a sí mismo razones por mor de las cuales se suponía que rigen aquellas leyes, meramente para no confesarse que uno se había acostumbrado al dominio de esas leyes y que ya no deseaba otra cosa. Y eso es lo que se hace y desde siempre se ha hecho dentro de toda moral y religión dominante: las razones y los propósitos situados detrás de la costumbre no se le añaden, mediante la mentira, hasta que algunos empiezan a impugnar la costumbre y a preguntar por razones y propósitos. Ahí anida la gran falta de honradez de los conservadores de todas las épocas: son los mentirosos por añadidura.

30

Comedia representada por los famosos

Los hombres famosos que tienen necesidad de su fama, por ejemplo todos los políticos, ya no eligen nunca sus aliados y amigos sin segundas: de este quieren un pedazo de brillo y rebrillo de la virtud que él posee, de este otro lo temible de ciertas características inquietantes suyas que todo el mundo conoce, a otro le roban la reputación de su ocio, de su estar tumbado al sol, porque conviene a los propios fines de esos hombres famosos pasar temporalmente por descuidados y perezosos, pues así pueden ocultar que están al acecho; necesitan en su cercanía, y por así decir como su yo presente, tan pronto al fantasioso, tan pronto al conocedor, tan pronto al caviloso, tan pronto al amante de una nimia exactitud, ¡pero igual de pronto ya no los necesitan! Y así van extinguiéndose continuamente sus entornos y sus caras externas, mientras que todo parece agolparse en ese entorno y quiere convertirse en el «carácter» de ellos: en eso se parecen a las grandes ciudades. Su reputación está en continua transformación, al igual que su carácter, pues sus medios cambiantes exigen ese cambio y empujan hacia fuera y sacan al escenario tan pronto esta, tan pronto aquella característica real o inventada: sus amigos y aliados se cuentan, como ya hemos dicho, entre estas características escénicas. En cambio, aquello que quieren tiene que permanecer tanto más fijo y broncíneo y brillar a gran distancia, y también esto necesita a veces su comedia y su escenificación.

31

Comercio y nobleza

Comprar y vender se considera ahora vulgar, al igual que el arte de leer y escribir; cualquiera está ahora ejercitado en ellos, aun cuando no sea comerciante, y además se ejercita todos los días en esta técnica: enteramente al igual que antes, cuando el género humano vivía en el salvajismo, todo el mundo era cazador y se ejercitaba día tras día en la técnica de la caza. En aquel entonces la caza era vulgar, pero acabó siendo un privilegio de los poderosos y nobles, y por tanto, al dejar de ser necesaria y al convertirse en cosa de capricho y de lujo, perdió el carácter de la cotidianidad y la vulgaridad: eso mismo podría suceder alguna vez con el comprar y el vender. Cabe pensar estados de la sociedad en los que no se venda ni compre y en los que la necesidad de esta técnica se vaya perdiendo paulatinamente hasta llegar a extinguirse por entero: quizá suceda entonces que ciertos individuos menos sometidos a la ley del estado general se permitan comprar y vender como un lujo de la capacidad de percibir. Pues si el comercio llegase a ser algo distinguido, los nobles quizá se dedicasen a él igualmente gustosos que antes a la guerra y a la política, mientras que, a la inversa, la estimación de la política podría entonces modificarse completamente. Ya ahora está dejando de ser el oficio del hombre de noble linaje: y sería posible que un día se la encontrase tan vulgar que se la pusiese, al igual que toda la literatura de partido y de consumo diario, bajo la rúbrica «prostitución del espíritu».

32

Discípulos no deseados

¡Qué puedo hacer con estos dos muchachos!, exclamó malhumorado un filósofo que «corrompía» a la juventud igual que Sócrates la corrompió en otro tiempo: alumnos como estos no me son bienvenidos. Este de aquí no sabe decir que no, y aquel otro dice a todo: «Mitad sí, mitad no». Si abrazasen mi doctrina, el primero sufriría demasiado, pues mi forma de pensar exige un alma guerrera, un querer hacer daño, un placer en decir que no, una piel dura: agonizaría lentamente por causa de heridas tanto abiertas como internas. Y el otro se las compondrá para hacer de toda causa que defienda un término medio, y de esa forma la convertirá en una mediocridad: un discípulo así se lo deseo a mis enemigos.

33

Fuera del aula

«Para demostrar a ustedes que en el fondo el hombre se cuenta entre los animales mansos, les recordaría qué crédulo ha sido hasta el momento. Solo ahora, muy tarde y tras enorme autosuperación, se ha vuelto un animal desconfiado, ¡sí!, el hombre es ahora más malo que nunca». No lo comprendo: ¿por qué va a ser el hombre ahora más desconfiado y más malo? «¡Porque ahora tiene la ciencia, o necesidad de ella!».

34

Historia abscondita[13]

Todo gran hombre tiene una fuerza retroactiva: toda la historia se vuelve a poner en la balanza por causa de él, y mil secretos del pasado salen de sus guaridas para que les dé su sol. Resulta estrictamente imposible vislumbrar todo lo que algún día será historia. ¡Puede que el pasado aún esté esencialmente por descubrir! ¡Hacen falta aún tantas fuerzas retroactivas!

35

Herejía y brujería

Pensar de modo distinto al que es costumbre: esto no es efecto de un mejor intelecto, en modo alguno, sino de inclinaciones fuertes y malas, de inclinaciones que hacen desprenderse, que aíslan, que son obstinadas, que se alegran del mal ajeno, que son maliciosas. La herejía es compañera de la brujería, y tan poco inocua y sobre todo tan poco digna de veneración en sí misma como esta. Los herejes y las brujas son dos géneros de malas personas: tienen en común que se sienten como malos, pero no pueden refrenar el placer que les produce decir de modo tan claro como nocivo todo lo que piensan sobre lo que predomina (personas u opiniones). La Reforma, una especie de duplicación del espíritu medieval en una época en la que este ya no tenía de su lado la buena conciencia, produjo a unos y a otras con la máxima profusión.

36

Últimas palabras

Se recordará que el emperador Augusto —aquel hombre terrible que se tenía a sí mismo bajo control y que sabía callar, ambas cosas igual que cualquier sabio Sócrates— con sus últimas palabras fue indiscreto acerca de sí mismo: dejó caer su máscara por primera vez cuando dio a entender que había llevado una máscara y que había representado una comedia: había hecho de padre de la patria y de sabiduría en el trono, ¡tan bien que había alcanzado las más altas cimas de la ilusión! Plaudite amici, comoedia finita est[14]! El pensamiento del Nerón moribundo: qualis artifex pereo[15]!, fue también el pensamiento del Augusto moribundo: ¡vanidad de histrión!, ¡charlatanería de histrión! ¡Y un caso exactamente parejo al del Sócrates moribundo! Pero Tiberio, el más atormentado de todos los autoatormentadores, murió silencioso: ¡él sí que era auténtico y no tenía nada de actor! ¡Qué puede habérsele pasado por la cabeza en el último momento! Quizá esto: «La vida es una larga muerte. ¡Insensato de mí, que he acortado la vida a tantos! ¿Estaba hecho yo para ser un bienhechor? Habría debido darles la vida eterna: así hubiese podido verlos morir eternamente. No en vano tenía tan buenos ojos para eso: qualis spectator pereo[16]!». Cuando tras una larga agonía parecía estar recuperándose, se consideró aconsejable asfixiarlo con almohadas: murió de una doble muerte.

37

Por tres errores

En los últimos siglos se ha fomentado la ciencia en parte porque con ella y a través de ella es como mejor se esperaba entender la bondad y sabiduría de Dios —el principal motivo en el alma de los grandes ingleses (como Newton)—, en parte porque se creía en la absoluta utilidad del conocimiento, concretamente en la más íntima combinación de moral, saber y felicidad —el principal motivo en el alma de los grandes franceses (como Voltaire)—, y en parte porque se pensaba que al amar y poseer la ciencia se poseía y se amaba algo desprendido de sí, inocuo, que tiene suficiente consigo mismo, verdaderamente inocente, en lo que no participan en absoluto las malas pulsiones del hombre —el principal motivo en el alma de Spinoza, que se sentía divino en tanto que conocía—: Así pues, por tres errores.

38

Los explosivos

Si consideramos qué necesitada de explosión está la fuerza de los varones jóvenes, no nos extrañaremos de verla decidirse a defender esta o aquella causa con tan poca sutileza y de modo tan poco exigente: lo que la excita es ver el celo que se pone al defender una causa, y por así decir ver la mecha encendida, no la causa misma. Por eso, los seductores dotados de cierta sutileza saben crear en ellos la expectativa de la explosión y abstenerse de fundamentar la causa que hay que defender: ¡no es con razones como se gana a estos barriles de pólvora!

39

Gusto modificado

La modificación del gusto general es más importante que la de las opiniones; las opiniones, junto con todas las demostraciones y refutaciones y la entera mascarada intelectual, son solo síntomas de la modificación del gusto, y con toda certeza no son precisamente aquello por lo que aún se las tiene tan frecuentemente: sus causas. ¿Cómo se modifica el gusto general? Debido a que ciertos individuos, ciertos hombres poderosos e influyentes, expresan sin pudor su hoc est ridiculum, hoc est absurdum, es decir, el juicio de su gusto y de su repugnancia, y lo imponen tiránicamente: ejercen así sobre muchos una coacción que paulatinamente se va convirtiendo en un acostumbramiento de cada vez más personas, y al final en una necesidad de todos. Que estos individuos sientan y «gusten» de otro modo tiene usualmente su razón de ser en una singularidad de su modo de vida, de su alimentación, de su digestión, quizá en que su sangre y su cerebro posean mayor o menor cantidad de sales inorgánicas, en la fisis, en suma: pero tienen la valentía de proclamar su adhesión a su fisis y de prestar oídos a las exigencias de esta incluso en sus tonos más delicados: sus juicios estéticos y morales son esos «delicadísimos tonos» de la fisis.

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De la falta de formas distinguidas

Los soldados y los caudillos siguen teniendo unos para con otros una conducta mucho más elevada que los trabajadores y los patronos. Por el momento, al menos, toda la cultura fundamentada militarmente sigue estando muy por encima de toda la denominada cultura industrial: esta última, en su modalidad actual, es sencillamente la forma de existencia más vulgar que haya habido hasta ahora. En ella actúa sencillamente la ley de la necesidad: se quiere vivir y hay que venderse, pero se desprecia a quien se aprovecha de esa necesidad y compra un trabajador. Es extraño que el sometimiento bajo personas poderosas, que inspiran temor, terribles incluso, bajo tiranos y caudillos militares, no resulte tan penoso, ni de lejos, como el sometimiento bajo personas desconocidas y poco interesantes, como son todos los grandes de la industria: en el patrono el trabajador no suele ver otra cosa que un perro astuto que lo succiona, que especula con todas sus necesidades, cuyo nombre, figura, costumbres y reputación le son enteramente indiferentes. A los fabricantes y a los grandes empresarios del comercio probablemente les hayan faltado hasta ahora, y en grado superlativo, todas aquellas formas y signos distintivos de la raza elevada que hacen a las personas llegar a ser interesantes; si tuviesen en su mirada y en su gesto la distinción de la nobleza de nacimiento, quizá no habría socialismo de las masas. ¡Pues estas se hallan en el fondo dispuestas a la esclavitud de todo tipo, siempre y cuando el hombre elevado que está por encima de ellas se legitime constantemente como elevado, como nacido para mandar, mediante las formas distinguidas! El hombre vulgar siente que la distinción no se puede improvisar y que en ella tiene que honrar el fruto de largas épocas, mientras que la ausencia de las formas elevadas y la tristemente célebre vulgaridad del fabricante, con sus manos rojas y gordas, lo llevan a la idea de que solo el azar y la fortuna han encumbrado aquí a uno sobre otro; ¡ea, concluye en su interior, probemos nosotros el azar y la fortuna! ¡Arrojemos los dados!, y empieza el socialismo.

41

Contra el arrepentimiento

El pensador ve en sus propias acciones intentos y preguntas destinados a obtener claridad acerca de algo: el éxito y el fracaso son para él, antes que nada, respuestas. Pero irritarse, o incluso sentir arrepentimiento de que algo salga mal: eso se lo deja a quienes actúan porque se les manda y tienen que esperar palos cuando el amo no está satisfecho con el resultado.

42

Trabajo y aburrimiento

Buscarse un trabajo por el sueldo: en eso son iguales ahora casi todas las personas de los países civilizados; para todas ellas el trabajo es un medio, y no un fin en sí mismo, y por eso son poco refinadas en la elección del trabajo, con tal de que este arroje abundantes ganancias. Ahora bien, existen personas menos comunes que prefieren perecer a trabajar sin placer en el trabajo: son los descontentadizos a los que es difícil satisfacer, a los que de nada sirven las abundantes ganancias cuando el trabajo mismo no es la ganancia de las ganancias. A este género de hombres poco común pertenecen los artistas y contemplativos de todo tipo, pero también ya los ociosos que pasan su vida de caza, en viajes o en amoríos y aventuras. Todos estos quieren trabajo y pasar necesidad en la medida en que estén ligados con el placer, y, si es preciso, el trabajo más difícil, el más duro. Pero en todo lo demás son de una decidida indolencia, incluso aunque el empobrecimiento, la deshonra, el peligro para la salud y la vida vayan unidos a esa indolencia. No temen el aburrimiento tanto como el trabajo sin placer: es más, necesitan mucho aburrimiento para que su trabajo les salga bien. Para el pensador y para todos los espíritus ingeniosos el aburrimiento es aquella desagradable «calma chicha» del alma que precede a la navegación feliz y a los vientos alegres; tiene que soportarlo, tiene que esperar a que surta efecto en él: ¡justo esto es lo que las naturalezas menores no pueden obtener de sí en modo alguno! Ahuyentar de sí el aburrimiento como sea es vulgar: al igual que trabajar sin placer es vulgar. Quizá los asiáticos se distingan de los europeos en que son capaces de una calma más larga y más profunda; incluso sus narcóticos actúan despacio y exigen paciencia, a la inversa de lo que sucede con la repelente subitaneidad del veneno europeo, el alcohol.

43

Lo que las leyes dejan traslucir

Mucho se equivoca quien estudia las leyes penales de un pueblo como si fuesen expresión de su carácter; las leyes no dejan traslucir lo que un pueblo es, sino lo que le parece ajeno, raro, enorme, extranjero. Las leyes se refieren a las excepciones de la eticidad de la costumbre, y las penas más duras recaen sobre lo que es conforme a las costumbres del pueblo vecino. Así, entre los wahabitas solamente hay dos pecados mortales: tener un dios distinto del dios de los wahabitas y… fumar (lo llaman «la modalidad deshonrosa de la bebida»), «¿Y qué sucede con el asesinato y el adulterio?», preguntó asombrado el inglés que supo de estas cosas. «¡Bueno, Dios es clemente y misericordioso!», dijo el anciano jeque. Y entre los antiguos romanos existía la idea de que una mujer solo podía pecar mortalmente de dos maneras: por un lado, cometiendo adulterio; por otro, bebiendo vino. Catón el Mayor pensaba que besarse entre parientes había sido convertido en una costumbre solo para mantener bajo control a las mujeres en ese punto; según él, un beso significa: ¿huele esta mujer a vino? Realmente se castigó con la muerte a mujeres que habían sido sorprendidas bebiendo vino: y sin duda no solo porque a veces bajo los efectos del vino las mujeres se olvidan de todo lo aprendido acerca del decir que no; los romanos temían sobre todo el elemento orgiástico y dionisíaco —que entonces, cuando el vino todavía era nuevo en Europa, hacía estragos de cuando en cuando entre las mujeres del Sur europeo—, por cuanto lo consideraban un abominable extranjerismo que subvertía los fundamentos de la sensibilidad romana; era para ellos como una traición a Roma, como la asimilación de lo extranjero.

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Los motivos creídos

Por importante que sea saber los motivos por los que el género humano ha actuado realmente hasta ahora, para el que conoce quizá sea aún más esencial la fe en tales o cuales motivos, es decir, aquello que el género humano se ha atribuido falsamente a sí mismo y ha imaginado hasta ahora como las auténticas palancas de su obrar. Y es que la felicidad y la desgracia interiores se han concedido a los hombres según su fe en tales o cuales motivos, ¡y no a causa de sus motivos reales! Todo lo relacionado con estos últimos tiene un interés secundario.

45

Epicuro

Sí, estoy orgulloso de sentir el carácter de Epicuro de distinto modo, quizá, que cualquier otra persona, y de disfrutar, en todo lo que oigo y leo de él, la felicidad de la tarde de la Antigüedad: veo su ojo mirar a un ancho mar blanquecino, por encima de las rocas de la orilla en las que da el sol mientras juegan en su luz animales grandes y pequeños, seguros y tranquilos como esa luz y aquel ojo mismos. Esa felicidad solo ha podido ser inventada por alguien que sufre constantemente, la felicidad de un ojo ante el que el mar de la existencia ha llegado a ponerse en calma, y que ahora ya no puede saciarse de ver su superficie y esa piel del mar polícroma, delicada y que se estremece: nunca antes hubo semejante modestia de la voluptuosidad.

46

Nuestro asombro

Es una dicha profunda y sólida que la ciencia averigüe cosas que aguantan y que una y otra vez proporcionan la base de nuevas averiguaciones: ¡las cosas podrían ser perfectamente de otro modo! Sí, ¡tan convencidos estamos de lo inseguro y fantasioso de nuestros juicios y de la eterna mutación de todas las leyes y de todos los conceptos humanos, que nos produce realmente asombro lo mucho que aguantan los resultados de la ciencia! Antes no se sabía nada de esta mutabilidad de todo lo humano, la costumbre de la eticidad mantenía en pie la fe en que toda la vida interior del hombre está fijada con lañas eternas a la férrea necesidad: quizá se sentía entonces una voluptuosidad del asombro parecida a la que experimentamos cuando nos cuentan cuentos e historias de hadas. Lo maravilloso hacía mucho bien a aquellos hombres, que en ocasiones querían cansarse de la regla y de la eternidad. ¡Perder el suelo bajo nuestros pies alguna vez! ¡Cernerse en el aire! ¡Vagar! ¡Hacer el loco!: todo esto formaba parte del paraíso y del disfrute de épocas pretéritas, mientras que nuestra felicidad se asemeja a la del náufrago que ha desembarcado y que planta ambos pies sobre la vieja tierra firme, asombrándose de que no se balancee.

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De la subyugación de las pasiones

Cuando nos prohibimos de modo continuado la expresión de las pasiones, como si fuese algo que hay que dejar a los «vulgares», a las naturalezas algo groseras, burguesas y campesinas, y así pues no queremos subyugar las pasiones mismas, sino solo su lenguaje y su gesto, alcanzamos sin embargo, junto con eso, precisamente algo que no queremos: la subyugación de las pasiones mismas, al menos su debilitamiento y modificación, tal y como lo experimentó, para nuestro más instructivo ejemplo, la corte de Luis XIV y todo lo que dependía de ella. La época que vino después, educada en la subyugación de la expresión, ya no tenía las pasiones mismas, sino, en su lugar, un modo de ser lleno de gracia, plano, que jugaba: una época afectada por la incapacidad de ser ineducada, de manera que incluso una ofensa nunca era acogida y devuelta de otro modo que con palabras amables. Quizá nuestro momento presente proporcione el más curioso fenómeno contrario: veo por doquier, en la vida y en el teatro, y no poco también en todo lo que se escribe, la delectación en todas las erupciones y gestos de la pasión groseros: se exige ahora una cierta convención del apasionamiento, ¡pero de ningún modo la pasión misma! No obstante, con ello se la alcanzará en último término, y nuestros descendientes tendrán un auténtico salvajismo, y no solo un salvajismo y aspereza de las formas.

48

Conocimiento de las penalidades

Quizá nada separe tanto a unas personas y épocas de otras como su diferente grado de conocimiento de las penalidades: de las penalidades del alma y del cuerpo. En lo relativo a estas últimas, nosotros los actuales quizá seamos todos, por falta de una rica auto-experiencia y a pesar de nuestras dolencias y achaques, simultáneamente chapuceros y fantasiosos: en comparación con una época del temor —la más larga de todas las épocas—, en la que el individuo tenía que protegerse a sí mismo de la violencia y para lograr ese objetivo tenía que ser él mismo una persona violenta. En aquel entonces, un varón atravesaba su rica escuela de tormentos y privaciones corporales y entendía incluso una cierta crueldad hacia sí, un voluntario ejercicio del dolor, como un medio que le era necesario para su conservación; en aquel entonces se educaba al propio entorno para que soportase el dolor, en aquel entonces se gustaba de infligir dolor y se veía recaer sobre otros las más terribles cosas de ese tipo sin otra sensación que la de la propia seguridad. Pero en lo que respecta a las penalidades del alma, ahora examino a cada persona para ver si las conoce por propia experiencia o porque alguien se las ha descrito, si además considera necesario fingir ese conocimiento, acaso como señal de que ha recibido una formación escogida, o si, sencillamente, en el fondo de su alma no cree en grandes dolores del alma y al mencionarlos le sucede algo parecido a cuando menciona grandes padecimientos corporales: como ejemplo de los mismos se le ocurren sus dolores de muelas y de estómago. Tal me parece ser ahora el caso de la mayoría. De la general falta de práctica en el dolor bajo las dos especies y de una cierta escasez del espectáculo de alguien que sufre se sigue, empero, una consecuencia importante: ahora odiamos el dolor mucho más que los hombres anteriores, y lo difamamos más que nunca; es más, apenas encontramos soportable la existencia del dolor como una idea, y de ello le hacemos al conjunto de la existencia un caso de conciencia y un reproche. El surgimiento de filosofías pesimistas no es en modo alguno señal de grandes, terribles estados de necesidad, sino que esos signos de interrogación sobre el valor de toda vida se ponen en épocas en las que el refinamiento y la facilitación de la existencia encuentran ya las inevitables picaduras de mosquito del alma y del cuerpo como demasiado cruentas y malignas y, dada su pobreza en experiencias reales de dolor, gustarían de hacer aparecer ya representaciones generales torturantes como el supremo género de sufrimiento. Pero sí que habría una receta contra filosofías pesimistas y contra la desmedida sensibilidad que me parece ser la auténtica «penalidad del momento presente»: esta receta, empero, quizá suene ya demasiado cruel y sería contada ella misma entre los indicios con base en los cuales ahora se juzga que «la existencia es algo malo». ¡Pues bien, la receta contra «las penalidades» es: penalidades!

49

Magnanimidad y otras cosas afines

Aquellos fenómenos paradójicos, como la repentina frialdad en la conducta de las personas vehementes, como el buen humor del melancólico, como, sobre todo, la magnanimidad en forma de una repentina renuncia a la venganza o a la satisfacción de la envidia, aparecen en personas en las que existe una poderosa fuerza centrífuga interior, en personas que se saturan repentinamente y que repentinamente experimentan repugnancia. Sus satisfacciones son tan rápidas y tan fuertes que inmediatamente van seguidas de hastío y repulsión y de una huida hacia el gusto opuesto: en tal contraste se resuelve el espasmo de la sensación, en esta persona mediante una repentina frialdad, en aquella otra mediante carcajadas, en una tercera mediante lágrimas y abnegación. A mí, el magnánimo —al menos aquel tipo de magnánimo que siempre es el que más impresión ha hecho— me parece una persona extremadamente vengativa a la que la satisfacción se le muestra cercana y que ya en la imaginación la apura tan abundantemente, tan a fondo y tan hasta la última gota que a ese rápido exceso le sigue una enorme y rápida repugnancia: a partir de ese momento logra «superarse», como se suele decir, y perdona a su enemigo, es más, lo bendice y honra. Con esta violación de sí mismo, con este sarcasmo del que hace objeto a su pulsión de venganza, hasta entonces tan poderosa, tan solo está cediendo a la nueva pulsión que precisamente en ese momento ha llegado a ser poderosa en él (la repugnancia), y lo hace igual de impaciente y excesivamente que poco tiempo antes anticipaba con la fantasía, y por así decir agotaba, el gozo de la venganza. Hay en la magnanimidad el mismo grado de egoísmo que en la venganza, pero se trata de una calidad de egoísmo diferente.

50

El argumento de quedarse solo

El reproche de la conciencia es, hasta en el más concienzudo, débil contra esta sensación: «Esto de aquí y aquello otro de allá va contra las buenas costumbres de tu sociedad». Una mirada fría, un torcer el gesto de aquellos bajo los que y para los que uno ha sido educado, siguen siendo temidos aun por el más fuerte. ¿Qué es propiamente lo que ahí se teme? ¡Quedarse solo! ¡Un argumento, este, que derriba incluso los mejores argumentos a favor de una persona o cosa! Así habla el instinto gregario por nuestra boca.

51

Sentido de la verdad

Elogio todo escepticismo al que se me permita responder: «¡Intentémoslo!». Pero no quiero saber nada de las cosas y de las cuestiones que no admiten el experimento. Este es el límite de mi «sentido de la verdad»: pues ahí ha perdido su derecho la valentía.

52

Lo que otros saben de nosotros

Lo que de nosotros mismos sabemos y tenemos en la memoria no es tan decisivo para la felicidad de nuestra vida como se cree. Un día, lo que otros saben (o creen saber) de nosotros se precipita sobre nosotros, y en ese momento nos damos cuenta de que es más poderoso. Es más fácil superar una mala conciencia que una mala reputación.

53

Donde empieza el bien

Allí donde la mala pulsión es tan refinada que la poca vista del ojo ya no es capaz de verla como mala, es donde sitúa el hombre el reino del bien, y la sensación de haber entrado en el reino del bien excita también todas las pulsiones que estaban amenazadas y limitadas por las malas pulsiones, como la sensación de seguridad, de complacencia, de benevolencia. ¡Así que, cuanto menos perspicaz es el ojo, más lejos llega el bien! ¡De ahí la eterna jovialidad del pueblo y de los niños! ¡De ahí lo lúgubre y la tristeza, emparentada con la mala conciencia, de los grandes pensadores!

54

La consciencia de la apariencia

¡Qué maravillosa y nueva, y al mismo tiempo qué horrible e irónica es la situación en que mi conocimiento me pone respecto del conjunto de la existencia! He descubierto para mí que los viejos géneros humano y animal, es más, la entera prehistoria y el entero pasado de todo el ser sentiente, siguen escribiendo, amando, odiando, infiriendo en mí: he despertado repentinamente en mitad de ese sueño, pero solo a la consciencia de que estoy soñando y de que tengo que seguir soñando para no perecer, al igual que el sonámbulo tiene que seguir soñando para no desplomarse. ¡Qué es ahora para mí la «apariencia»! ¡Verdaderamente, no algo contrapuesto a algún ser: de cualquier ser no sé decir otra cosa que los predicados de su apariencia! ¡Verdaderamente, no es una máscara muerta que se pudiese poner, y probablemente también quitar, a una «X» desconocida! La apariencia es para mí lo que actúa y vive, que en su autoirrisión llega tan lejos que me hace sentir que aquí hay apariencia y fuego fatuo y danza de los espíritus, y nada más, que me hace sentir que entre todos esos soñadores también yo, el que «conoce», danzo mi danza, que el que conoce es un instrumento para ir alargando la danza terrena y por ello se cuenta entre los acomodadores de la existencia, y que la sublime ilación y trabazón de todos los conocimientos quizá sea y será el más alto instrumento para mantener la universalidad de la ensoñación y la universal inteligibilidad mutua de todos esos soñadores, y precisamente por ello la perduración del sueño.

55

La última nobleza de ánimo

¿Qué es lo que hace «noble»? Sacrificar, ciertamente no: también el furiosamente voluptuoso sacrifica. Dar seguimiento a una pasión cualquiera, ciertamente no: hay pasiones despreciables. Hacer algo por otros y sin egocentrismo, ciertamente no: quizá la lógica interna del egocentrismo sea máxima precisamente en el más noble. Lo que hace noble es, antes bien, que la pasión que se apodera del noble sea peculiarísima sin que él sepa que lo es: el uso de una escala excepcional y singular y casi una locura: la sensación de calor en cosas que para todos los demás son frías al tacto: un adivinar valores para los que todavía no se ha inventado la balanza: un sacrificar en altares consagrados a un dios desconocido: una valentía sin voluntad de honor: una capacidad de tener suficiente con uno mismo que rebosa y que se comunica a personas y cosas. Hasta ahora lo que hacía noble era, así pues, lo excepcional y el desconocimiento de esa excepcionalidad. Pero considérese, al mismo tiempo, que con esa vara de medir se juzga sin equidad y en conjunto se calumnia, a favor de las excepciones, todo lo acostumbrado, próximo e indispensable, en suma, lo que más conserva la especie, y en general cuanto hasta ahora ha sido regla en el género humano. Convertirse en el abogado de la regla: tal podría ser quizá la última forma y delicadeza en la que se revele en este mundo la nobleza de ánimo.

56

El deseo de sufrimiento

Cuando pienso en el deseo de hacer algo que continuamente cosquillea y aguijonea a los millones de europeos jóvenes que no pueden soportar todo su aburrimiento ni tampoco pueden soportarse a sí mismos, comprendo que en ellos tiene que haber un deseo de sufrir algo, a fin de extraer de su sufrimiento una razón probable para hacer algo, para la hazaña. ¡Es necesario pasar necesidad! De ahí el griterío de los políticos, de ahí los muchos «estados de necesidad» falsos, imaginados, exagerados, de todas las clases posibles, y la ciega disposición a creer en ellos. Esta juventud exige que de fuera venga o se haga visible no precisamente la dicha, sino la desdicha; y su fantasía se ocupa ya de antemano en formar con ese material un monstruo, a fin de poder luchar después con un monstruo. Si estos jóvenes ávidos de pasar necesidad sintiesen en sí la capacidad de hacerse bien a sí mismos desde dentro, de hacerse algo a sí mismos, sabrían también hacerse desde dentro una necesidad propia, muy propia de ellos. Sus invenciones podrían entonces ser más sutiles y sus satisfacciones podrían sonar como buena música, ¡mientras que ahora llenan el mundo con el griterío típico de quien pasa necesidad, y por consiguiente, aun antes de eso y con demasiada frecuencia, con la sensación de pasar necesidad! No saben hacer nada de sí mismos, y por lo tanto pintan en la pared la desdicha de otros: ¡siempre tienen necesidad de otros! ¡Y siempre otros, otros! Perdón, amigos míos, me he atrevido a pintar en la pared mi dicha.