I

Quizá este libro necesite más de un prefacio, y en último término seguiría quedando la duda de si es posible, mediante prefacios, acercar a la vivencia de este libro a alguien que no haya vivido algo semejante. Parece escrito en el lenguaje del viento del deshielo: hay en él arrogancia, intranquilidad, contradicción, tiempo de abril, de manera que hace pensar continuamente tanto en la cercanía del invierno como en la victoria sobre el invierno que llega, que tiene que llegar, que quizá ya haya llegado… El agradecimiento brota impetuoso e incesante, como si se diese precisamente lo más inesperado, el agradecimiento de un convaleciente: pues la convalecencia era lo más inesperado. «Gaya ciencia»: esto significa las Saturnales de un espíritu que ha resistido con paciencia una presión terriblemente larga —con paciencia, inflexiblemente, fríamente, sin someterse, pero sin esperanza— y que ahora, de repente, sufre un acceso de esperanza, de esperanza de salud, de embriaguez de convalecencia. Qué puede tener de extraño que ahí salga a la luz mucho de irracional e insensato, mucha intencionada ternura, derrochada incluso en problemas que tienen una piel llena de púas y que no se dejan acariciar ni atraer. Todo este libro no es otra cosa que una diversión tras una larga indigencia e impotencia, la exultación de la fuerza que vuelve, de la fe nuevamente despertada en un mañana y en un pasado mañana, del repentino sentimiento y presentimiento de futuro, de cercanas aventuras, de mares que vuelven a estar abiertos, de metas que vuelven a estar permitidas y en las que se vuelve a creer. Y ¡cuántas cosas quedan ahora tras de mí! Este trozo de desierto, de agotamiento, de falta de fe, de congelación en mitad de la juventud, esta senectud puesta en el lugar que no le corresponde, esta tiranía del dolor superada aún por la tiranía del orgullo que rechazaba las conclusiones del dolor —y las conclusiones son consuelos—, este radical quedarse solo como legítima defensa contra un desprecio por el hombre que había llegado a ser enfermizamente vidente, esta limitación por principio a lo amargo, desabrido y lastimante del conocimiento, prescrita por la repugnancia que había ido creciendo paulatinamente a partir de una dieta y un regalo intelectuales imprudentes, a los que se llama romanticismo: ¡oh, quién podría sentir todo esto como yo lo siento! Quien pudiese, pondría en mi haber con seguridad más que algo de insensatez, alborozo, «gaya ciencia», por ejemplo el puñado de canciones que esta vez acompañan a este libro, canciones en las que un poeta se mofa de todos los poetas de una manera difícilmente perdonable. Ay, los poetas y sus bonitos «sentimientos líricos» no son lo único sobre lo que este resucitado tiene que dar rienda suelta a su maldad: ¿quién sabe qué víctima escoge, qué monstruo de material paródico lo excitará en breve? «Incipit tragoedia» se dice al final de este libro preocupante y despreocupado: ¡mucho cuidado! Algo colosalmente malo y malvado se anuncia: íncipit parodia[2], no hay duda…

II

Pero dejemos al señor Nietzsche: ¿qué nos importa que el señor Nietzsche recupere la salud?… Un psicólogo conoce pocas cuestiones tan atrayentes como la que versa sobre las relaciones entre salud y filosofía, y cuando él mismo enferma aplica toda su curiosidad científica a su enfermedad. Y es que, suponiendo que seamos personas, cada uno tenemos también, necesariamente, la filosofía de nuestra propia persona: si bien en este punto hay una considerable diferencia. En uno, son sus defectos los que filosofan; en otro, sus riquezas y capacidades. El primero necesita su filosofía como punto de apoyo, o bien como tranquilizante, como fármaco, como redención, como elevación o como autoalienación; para el segundo, es solamente un bello lujo, y en el mejor de los casos la voluptuosidad de un agradecimiento triunfante, el cual, en último término, se tiene que inscribir además con letras mayúsculas cósmicas en el cielo de los conceptos. En cambio, en el otro caso, que es el más corriente, en el que los estados de necesidad hacen filosofía, como sucede en todos los pensadores enfermos —y en la historia de la filosofía quizá predominen los pensadores enfermos—: ¿En qué se convierte el pensamiento mismo cuando se lo somete a la presión de la enfermedad? Esta es la cuestión que importa al psicólogo: y aquí es posible el experimento. Igual que un viajero que se propone despertar a una hora determinada se abandona tranquilamente al sueño, así también nosotros los filósofos, cuando enfermamos, nos entregamos de cuerpo y alma por un tiempo a la enfermedad, y, por así decir, cerramos los ojos a nosotros mismos. Y al igual que aquel sabe que algo no duerme, que algo va contando las horas y lo despertará, así también nosotros sabemos que el instante decisivo nos encontrará despiertos, que en ese momento algo emergerá y sorprenderá al espíritu en flagrante, quiero decir, lo sorprenderá en la debilidad o en la conversión o en la entrega o en el endurecimiento o poniéndose lúgubre o comoquiera que se llamen todos los estados enfermizos del espíritu que en los días sanos tienen en su contra al orgullo del espíritu (pues sigue en pie la vieja rima «el espíritu orgulloso, el pavo real y el caballo son los tres animales más orgullosos del mundo»). Tras un autointerrogatorio como ese, tras una auto-tentación como esa, se aprende a mirar con un ojo más sutil cuanto ha sido filosofado hasta ahora; se adivina mejor que antes los involuntarios extravíos del pensamiento, sus callejones laterales, sus lugares de descanso, sus lugares soleados, a los que se conduce y seduce a los pensadores que sufren precisamente en tanto que sufren, y se sabe ahora hacia dónde empujan, impelen y atraen al espíritu el cuerpo enfermo y sus necesidades: hacia el sol, la calma, la benignidad, la paciencia, el fármaco, el solaz en algún sentido. Toda filosofía que ponga la paz por encima de la guerra, toda ética que tenga una concepción negativa de la noción de felicidad, toda metafísica y toda física que conozcan un último acorde sinfónico, un estado final del tipo que sea, todo anhelo predominantemente estético o religioso de un «aparte», «más allá», «fuera dé», «por encima dé», permite preguntar si no habrá sido la enfermedad lo que ha servido de inspiración al filósofo. El disfraz inconsciente de las necesidades fisiológicas bajo el manto de lo objetivo, ideal, puramente espiritual, va tan lejos que asusta, y no pocas veces me he preguntado si la filosofía no habrá sido hasta ahora, hablando en general, lisa y llanamente una interpretación del cuerpo y un malentendido del cuerpo. Tras los supremos juicios de valor por los que ha sido guiada hasta ahora la historia del pensamiento se esconden malentendidos de la constitución corporal, sea de individuos, sea de estamentos o de razas enteras. Es lícito considerar siempre todos aquellos audaces delirios de la metafísica, especialmente sus respuestas a la pregunta por el valor de la existencia, de entrada como síntomas de determinados cuerpos; y aunque, medidas científicamente, semejantes afirmaciones del mundo o negaciones del mundo indiscriminadas no encierran ni pizca de significado, sí que dan al historiador y al psicólogo indicios tanto más valiosos, en calidad de síntomas, como he dicho, del cuerpo, de su haber salido bien o mal, de su plenitud, de su poderío, de su gloriarse de sí en la historia, o, por el contrario, de sus cohibiciones, de sus cansancios, de sus depauperaciones, de su presentimiento del final, de su voluntad de final. Espero aún que un médico filosófico en el sentido excepcional de la primera palabra —uno que haya de ir tras el problema de la salud global de un pueblo, de una época, de una raza, del género humano— tenga alguna vez la valentía de llevar hasta el final mi sospecha y de atreverse a sentar este principio: de lo que se trataba hasta ahora en todo filosofar no era en modo alguno de la «verdad», sino de otra cosa, digamos que de la salud, del futuro, del crecimiento, del poder, de la vida…

III

Se adivina que no me gustaría despedirme con desagradecimiento de aquella época de graves dolencias, de la que aún hoy sigo extrayendo beneficios: al igual que soy bien consciente de toda la ventaja que en mi salud tan cambiante les saco a todos los rebolludos del espíritu. Un filósofo que ha recorrido muchas saludes, y las recorre una y otra vez, ha atravesado también otras tantas filosofías, y, así pues, no puede menos de transmutar su estado en la más espiritual forma y lejanía: este arte de la transfiguración es precisamente filosofía. No nos está dado a nosotros los filósofos distinguir entre alma y cuerpo como distingue el pueblo, y aún menos dado nos está distinguir alma y espíritu. No somos ranas pensantes, aparatos de objetivar y registrar con entrañas puestas en conserva: tenemos que dar a luz constantemente nuestros pensamientos desde nuestro dolor y proporcionarles maternalmente cuanto tengamos en nosotros de sangre, corazón, fuego, placer, pasión, tormento, conciencia[3], destino y fatalidad. Vivir: esto significa para nosotros transformar constantemente en luz y llama todo lo que somos, también todo lo que nos afecta, y no podemos en modo alguno hacer otra cosa. Y en lo que concierne a la enfermedad, ¿no estaríamos casi tentados de preguntar si podemos siquiera prescindir de ella? Solo el gran dolor es el liberador último del espíritu, en tanto que maestro de la gran sospecha que hace de toda «U» una «X», una «X» como es debido, es decir, la penúltima letra antes de la última… Solo el gran dolor, aquel largo y lento dolor que se toma tiempo, en el que somos quemados como con madera verde, por así decir, nos fuerza a nosotros los filósofos a descender a nuestra última profundidad y a despojarnos de toda la confianza, de todo lo bondadoso, que corre velos, benigno e intermedio en lo que quizá hayamos cifrado antes nuestra humanidad[4]. Dudo que un dolor como ese haga «mejorar», pero sé que nos profundiza. Ya sea que aprendamos a oponerle nuestro orgullo, nuestro sarcasmo, nuestra fuerza de voluntad, y hagamos como el pielroja que, por atrozmente que se lo torture, se resarce de su torturador con la maldad de su lengua; ya sea que ante el dolor nos retiremos a aquella nada oriental —se la llama nirvana—, a aquel mudo, rígido, sordo entregarse, olvidarse de sí, extinguirse: de esos largos y peligrosos ejercicios de dominio de sí mismo se sale como una persona distinta, con algunos signos de interrogación más, sobre todo con la voluntad de, en adelante, preguntar más, con más profundidad, con más rigor, con más dureza, con más maldad, con más calma de lo que se ha preguntado hasta ese momento. Se acabó la confianza en la vida: la vida misma se ha convertido en problema. ¡Que nadie crea que con eso uno se convierte necesariamente en un oscurantista! Incluso el amor a la vida sigue siendo posible, solo que se ama de otra manera. Es el amor a una mujer que nos hace dudar… Pero el aliciente de todo lo problemático, la alegría que produce la «X» a esas personas más espirituales, más espiritualizadas, es demasiado grande para que esa alegría no caiga una y otra vez como una brasa viva sobre toda la necesidad de lo problemático, sobre todo el peligro de la inseguridad, incluso sobre los celos del que ama. Conocemos una nueva felicidad…

IV

Por último, y para que lo más esencial no se quede sin decir: de esos abismos, de esas graves dolencias, también de la dolencia de la grave sospecha, se vuelve renacido, con una nueva piel, más sensible a cualquier cosquilleo, más malvado, con un gusto más sutil para la alegría, con una lengua más delicada para todas las cosas buenas, con sentidos más jocundos, con una segunda inocencia más peligrosa en la alegría, se vuelve al mismo tiempo más infantil y cien veces más refinado de lo que nunca se había sido. ¡Oh, cómo le repugna ahora a uno el disfrute, el grosero, romo y pardo disfrute, tal y como lo suelen entender los disfrutantes, nuestros «cultos», nuestros ricos y gobernantes! ¡Con qué maldad prestamos oídos ahora a la gran algarabía de feria con el que «el hombre culto» y habitante de la gran ciudad se deja estuprar hoy por el arte, el libro y la música, y ayudándose de bebidas espirituosas, para experimentar «un gozo espiritual»! ¡Qué daño nos hace ahora al oído el griterío de teatro de la pasión, qué ajena se ha vuelto a nuestro gusto toda la revuelta romántica y el consiguiente embarullamiento de los sentidos que ama el populacho culto, junto con sus aspiraciones a lo sublime, elevado, extravagante! No: en el caso de que nosotros los convalecientes sigamos necesitando un arte, se trata de un arte distinto, ¡un arte burlón, ligero, fugaz, divinamente expedito, divinamente artístico, que se alce como una llama viva en un cielo sin nubes! Sobre todo: ¡un arte para artistas, solo para artistas! Después, entendemos más de lo que ante todo hace falta para eso, ¡la jovialidad, toda jovialidad, amigos míos!, también en tanto que artistas: me gustaría demostrarlo. Ahora sabemos algunas cosas demasiado bien, nosotros los sapientes: ¡oh, cómo aprenderemos a partir de ahora a olvidar bien, a no saber bien, en tanto que artistas! Y en lo que concierne a nuestro futuro: difícilmente se nos volverá a encontrar en las sendas de aquellos jóvenes egipcios que por la noche hacían inseguros los templos, abrazaban las estatuas y querían desvelar, destapar, arrojar una luz intensa sobre absolutamente todo lo que con razón se mantiene tapado. No, este mal gusto, esta voluntad de verdad, de «verdad a cualquier precio», esta locura juvenil en el amor a la verdad: ya no le encontramos gusto, pues somos demasiado experimentados para eso, demasiado serios, demasiado jocundos, demasiado escaldados, demasiado profundos… Ya no creemos que la verdad siga siendo verdad cuando se le quita el velo; hemos vivido demasiado para creer eso. Hoy es para nosotros cuestión de decencia no querer ver todo desnudo, no querer estar metido en todo, no querer entender y «saber» todo. «¿Es verdad que Dios está en todas partes?», preguntó una niña pequeña a su madre: «me parece indecoroso»: ¡un guiño para filósofos! Se debería respetar más el pudor con el que la naturaleza se ha escondido tras enigmas y abigarradas incertidumbres. ¿Será la verdad una mujer que tiene razones para no dejar que se le vean sus razones? ¿Será su nombre, para decirlo en griego, Baubo?… ¡Oh, estos griegos! Sabían vivir: ¡para eso hace falta permanecer valientemente en la superficie, en el pliegue, en la piel, adorar la apariencia, creer en formas, en sonidos, en palabras, en el Olimpo entero de la apariencia! Estos griegos eran superficiales: ¡a fuerza de profundidad! Y ¿no es precisamente eso a lo que nos remitimos, nosotros los temerarios del espíritu, nosotros que hemos trepado a la más alta y peligrosa arista del pensamiento actual y desde allí hemos mirado a nuestro alrededor, y desde allí hemos mirado hacia abajo? ¿No somos precisamente en eso… griegos? ¿Adoradores de las formas, de los sonidos, de las palabras? ¿Precisamente por eso… artistas?

Ruta, cerca de Genova, otoño de 1886.