276
Con ocasión del año nuevo
Todavía vivo, todavía pienso: tengo que seguir viviendo, tengo que seguir pensando. Sum, ergo cogito: cogito, ergo sum[36]. Hoy en día todo el mundo se permite expresar su deseo y su más querido pensamiento: pues bien, también yo quiero decir lo que hoy desearía de mí mismo y qué pensamiento fue el primero que me corrió este año por el corazón, ¡un pensamiento que será para mí fundamento, aval y dulzura de toda la vida ulterior! Quiero aprender cada vez más a ver lo necesario de las cosas como lo bello: así seré uno de los que hacen bellas las cosas. Amor fati[37]: ¡sea este a partir de ahora mi amor! No quiero hacerle la guerra a lo feo. No quiero acusar, no quiero acusar ni tan solo a los acusadores. ¡Mirar a otro lado sea mi única negación! Y, en general y en definitiva: ¡quiero, algún día, ser solo alguien que dice que sí!
277
Providencia personal
Hay un cierto punto elevado de la vida: cuando lo hemos alcanzado, volvemos a correr el mayor peligro —pese a toda nuestra libertad, y por mucho que hayamos negado al bello caos de la existencia toda razón y bondad providentes— de perder la libertad espiritual, y tenemos que pasar entonces por nuestra más difícil prueba. Y es que solo en ese momento, en el momento en el que tocamos con las manos que todas, todas las cosas que nos afectan son continuamente para nuestro mayor bien, la idea de una providencia personal se pone ante nosotros con su más apremiante fuerza y tiene a su favor el mejor abogado, lo que entra por los ojos. La vida de cada día y de cada hora parece no querer ya otra cosa que ir dando nuevas demostraciones de este aserto y solo de él; sea lo que sea, mal o buen tiempo, la pérdida de un amigo, una enfermedad, una calumnia, una carta que no llega, la torcedura de un pie, una mirada a un comercio, un contraargumento, abrir un libro, un sueño, un fraude: todo se revela en seguida, o muy poco después, como una cosa que «no podía faltar», ¡como una cosa llena de profundo sentido y utilidad precisamente para nosotros! ¿Hay una seducción más peligrosa a perder la fe en los dioses de Epicuro, aquellos desconocidos despreocupados, y a creer en una divinidad cualquiera llena de preocupaciones y ruin, que conoce personalmente hasta el más diminuto pelo de nuestra cabeza y a la que no repugna ni siquiera el más lamentable servicio? Pues bien, a pesar de todo ello vamos a dejar a los dioses en paz, y a los genios serviciales también, y a conformarnos con la suposición de que nuestra propia habilidad práctica y teórica en interpretar y acomodar los acontecimientos ha llegado en ese momento a su punto culminante. No tengamos un concepto demasiado elevado de esta destreza de los dedos de nuestra sabiduría cuando a veces nos sorprende en exceso la maravillosa armonía que surge al tocar nuestro instrumento: una armonía que suena demasiado bien para que nos atrevamos a atribuírnosla a nosotros mismos. De hecho, aquí y allá alguien está jugando con nosotros: es el querido azar, que nos lleva en ocasiones la mano, y la más sabia Providencia no podría idear una música más bella que esa que entonces logra obtener nuestra insensata mano.
278
El pensamiento de la muerte
Siento una melancólica felicidad al vivir en medio de esta maraña de callejuelas, de necesidades, de voces: ¡cuánta fruición, impaciencia y apetito, cuánta vida sedienta y embriaguez de vida sale a la luz ahí en cada instante! Y, sin embargo, ¡qué gran silencio reinará pronto alrededor de todos esos hombres ruidosos, vivos y sedientos de vida! ¡Cada uno de ellos lleva tras de sí su sombra, su oscuro compañero de camino! Es siempre como en el último instante previo a la partida de un barco de emigrantes: tienen más que decirse unos a otros que nunca, el tiempo apremia, el océano y su vacío silencio esperan impacientes detrás de todo ese ruido, tan ávidos, tan seguros de su botín. Y todos, todos piensan que lo que han tenido hasta ese momento no es nada, o es poco, y que el futuro cercano lo es todo: ¡y de ahí esa premura, ese griterío, ese ensordecerse unos a otros y aprovecharse unos de otros! Todos quieren ser los primeros en este futuro, ¡y sin embargo, la muerte y el silencio de los muertos es, de ese futuro, lo único seguro y lo común a todos! ¡Qué raro que esta única seguridad y comunidad no tenga casi poder alguno sobre las personas, y que de nada estén más lejos que de sentirse como la cofradía de la muerte! ¡Me hace feliz ver que los hombres no quieren en modo alguno pensar el pensamiento de la muerte! Me gustaría emprender algo que les hiciese cien veces más digno de ser pensado el pensamiento de la vida.
279
Amistad estelar
Éramos amigos, y nos hemos vuelto extraños el uno para el otro. Pero está bien así y no queremos ocultárnoslo y oscurecérnoslo, como si tuviésemos que avergonzarnos de ello. Somos dos barcos, cada uno con su meta y su rumbo; puede que nos crucemos y que celebremos una fiesta juntos, como lo hicimos cuando los probos barcos quedaron fondeados en un mismo puerto y a un mismo sol, tan tranquilos que parecía como si ya hubiesen llegado a su destino y hubiesen tenido un mismo destino. Pero más tarde la todopoderosa fuerza de nuestra tarea nos empujó a separarnos, hacia diferentes mares y latitudes, y quizá no volvamos a vernos nunca, o quizá nos veamos, pero sin reconocernos: ¡los diferentes mares y soles nos han cambiado! Tener que volvernos extraños el uno para el otro es la ley que está por encima de nosotros: ¡precisamente por eso debemos hacernos también más dignos de veneración recíproca! ¡Precisamente por eso el pensamiento de nuestra antigua amistad debe hacerse más sagrado! Hay probablemente una enorme curva y órbita estelar invisible en la que nuestros caminos y metas, tan distintos como son, puede que estén incluidos como pequeños tramos, ¡elevémonos a ese pensamiento! Pero nuestra vida es demasiado corta y nuestra vista demasiado débil para que pudiésemos ser más que amigos en el sentido de aquella sublime posibilidad. Y, así, creamos en nuestra amistad estelar, aun cuando tuviésemos que ser uno para otro enemigos terrenales.
280
Arquitectura de los que conocen
Es necesario, y probablemente urgente, darse cuenta de qué es lo que más falta les hace a nuestras grandes ciudades: lugares para reflexionar silenciosos y amplios, ampliamente extendidos, lugares con largos y altos pórticos para el mal tiempo, o para el tiempo demasiado soleado, en los que no penetre ruido alguno de coches y de pregoneros y en los que una delicada decencia prohibiría incluso al sacerdote rezar en voz alta: obras arquitectónicas y parques que como un todo expresen la sublimidad del recapacitar y hacerse a un lado. Ha pasado la época en la que la Iglesia poseía el monopolio de la reflexión, en la que la vita contemplativa siempre tenía que ser antes vita religiosa: y todo lo que la Iglesia ha edificado expresa ese pensamiento. No veo cómo podríamos darnos por satisfechos con sus obras arquitectónicas, incluso aunque las despojásemos de su finalidad eclesiástica: hablan un lenguaje demasiado altisonante y lleno de prejuicios —pues no en vano son casas de Dios y lugares fastuosos destinados a un tráfico sobrenatural— para que nosotros los sin Dios pudiésemos pensar en ellas nuestros pensamientos. Queremos habernos transmutado nosotros en piedra y planta, queremos pasear por dentro de nosotros mismos, cuando caminemos por esos pórticos y jardines.
281
Saber encontrar el final
Se reconoce a los maestros de primer rango en el hecho de que, en lo grande como en lo pequeño, saben encontrar el final de modo perfecto, ya sea el final de una melodía o de un pensamiento, ya sea el quinto acto de una tragedia o de un importante asunto de Estado. Los primeros del segundo nivel siempre se ponen intranquilos conforme se acerca el final, y no caen al mar con un equilibrio tan orgulloso y tranquilo como lo hace, por ejemplo, la montaña cercana a Porto Fino, allí donde la bahía de Génova canta el final de su melodía.
282
La forma de andar
Hay modales del espíritu en los que también espíritus grandes delatan que proceden del populacho o del semipopulacho: me refiero especialmente a la forma de andar y al paso de sus pensamientos; no saben andar. Así, para su profunda irritación, Napoleón no sabía andar principescamente y de modo «legítimo» en ocasiones en las que realmente hay que saber hacerlo, como en grandes desfiles de coronación y en otros actos similares: tampoco ahí era nunca otra cosa que el comandante de una columna, orgulloso a la par que apresurado, y era consciente de ello. Da risa ver a esos escritores que hacen sonar a su alrededor los ropajes llenos de pliegues del periodo: quieren tapar así sus pies.
283
Personas preparatorias
¡Celebro todos los indicios de que empieza una época más viril, una época más guerrera, que sobre todo volverá a honrar la valentía! Pues debe allanar el camino para una época aún más elevada y reunir la fuerza que esta necesitará un día: la época que lleva el heroísmo al conocimiento y hace guerras por causa de las ideas y de sus consecuencias. Para ello se necesita por ahora muchos hombres valientes preparatorios, que, ciertamente, no pueden surgir de la nada, e igual de poco de la arena y el barro de la civilización y de la cultura de gran ciudad actuales: hombres que sepan ser callados, solitarios y resueltos, y estar contentos y ser tenaces mientras desarrollan una actividad invisible: hombres que por inclinación interior busquen en todas las cosas lo que haya que superar en ellas: hombres a los que la jovialidad, la paciencia, la sencillez y el desprecio de las grandes vanidades les sean igual de propios que la magnanimidad en la victoria y la indulgencia con las pequeñas vanidades de todos los vencidos: hombres con un juicio aguzado y libre sobre todos los vencedores y sobre la parte de azar que hay en toda victoria y fama: hombres con fiestas propias, días laborables propios, periodos de duelo propios, acostumbrados a dar órdenes con seguridad y dispuestos igualmente a obedecer cuando hay que hacerlo, en lo uno y en lo otro con igual orgullo y sirviendo igual a su propia causa: ¡hombres que corren más peligro, hombres más fecundos, hombres más felices! Pues, ¡creedme!, el secreto para cosechar la mayor fecundidad y la mayor fruición de la existencia es este: ¡vivir peligrosamente! ¡Edificad vuestras ciudades en las faldas del Vesubio! ¡Enviad vuestros barcos a mares inexplorados! ¡Vivid en guerra con vuestros semejantes y con vosotros mismos! ¡Sed saqueadores y conquistadores, mientras no podáis ser dominadores y poseedores, vosotros los que conocéis! ¡Pronto pasará la época en la que os era lícito conformaros con vivir escondidos en los bosques, igual que tímidos ciervos! Por fin extenderá el conocimiento la mano hacia lo que es suyo: ¡querrá dominar y poseer, y vosotros con él!
284
La fe en sí mismos
Pocos hombres tienen fe en sí mismos: y, de esos pocos, a unos les viene dada como una útil ceguera o como un oscurecimiento parcial de su espíritu (¡con qué espectáculo se enfrentarían si pudiesen verse a sí mismos hasta el fondo!), mientras que otros tienen que empezar adquiriéndola: cuanto hacen de bueno, eficiente y grande es de entrada un argumento contra el escéptico que habita en ellos: hay que convencer o persuadir a ese escéptico, y para ello hace falta ser casi un genio. Son los grandes insatisfechos de sí mismos.
285
Excelsior[38]!
«Nunca más rezarás, nunca más adorarás, nunca más descansarás con infinita confianza: te privas a ti mismo de detenerte ante una última sabiduría, una última bondad, un último poder, y de desembridar tus pensamientos, no tienes un vigilante y amigo permanente para tus siete soledades, vives sin vistas a una montaña que tenga nieve sobre su cabeza y brasas en su corazón, ya no hay para ti un vengador, un corrector de última mano, ya no hay razón en lo que sucede, ni amor en lo que sucederá para ti, ya no puede acceder tu corazón a un lugar de descanso en el que solo tenga que encontrar y ya no que buscar, te defiendes contra toda paz última, quieres el eterno retorno de la guerra y de la paz: hombre de la renunciación, ¿de todo eso quieres hacer renuncia? ¿Quién te dará la fuerza para ello? ¡Nadie ha tenido aún esa fuerza!». Hay un lago que un día se privó a sí mismo de desaguar y levantó un dique donde hasta ese momento desaguaba: desde entonces ese lago va subiendo cada vez más. Quizá precisamente esa renunciación nos conceda también la fuerza con la que la renunciación misma puede ser soportada; quizá el hombre suba cada vez más alto a partir del momento en el que ya no fluya vaciándose en un dios.
286
Inciso
Aquí hay esperanzas; pero ¿qué veréis y oiréis de ellas si en vuestras propias almas no habéis experimentado resplandor y brasa y auroras? Solo puedo hacer recordar —¡más no puedo, no puedo mover piedras, hacer hombres de animales!—, ¿queréis esto de mí? ¡Ay, si sois aún piedras y animales, buscaos primero vuestro Orfeo!
287
Placer en la ceguera
«Mis pensamientos», dijo el caminante a su sombra, «deben mostrarme dónde estoy: pero no deben dejarme saber hacia dónde voy. Amo ignorar el futuro, y no quiero sucumbir por impaciencia y por anticiparme a degustar cosas prometidas».
288
Estados de ánimo elevados
Me parece que la mayor parte de las personas no creen en absoluto en estados de ánimo elevados, a no ser durante unos momentos, cuartos de hora a lo sumo, exceptuando las pocas que conocen por experiencia una mayor duración del sentimiento elevado. Pero ser persona de un solo sentimiento elevado, encarnación de un único gran estado de ánimo: esto ha sido hasta ahora solamente un sueño y una posibilidad arrebatadora, y la historia no nos proporciona todavía ningún ejemplo seguro de ello. Sin embargo, ella podría dar nacimiento a esas personas algún día: cuando haya sido creada y establecida una gran cantidad de condiciones previas favorables que ahora ni siquiera el más feliz azar puede reunir jugando a los dados. El estado usual de esas almas futuras quizá sea precisamente el que hasta ahora se ha producido aquí y allí en nuestras almas como la excepción sentida con un estremecimiento: un constante movimiento entre arriba y abajo y la sensación de arriba y abajo, un constante como subir escaleras y simultáneamente descansar sobre las nubes.
289
¡A los barcos!
Cuando se considera cómo actúa sobre cada individuo una justificación filosófica global de su modo de vivir y de pensar —a saber, igual que un sol que calienta, bendice y fecunda, y que luce ex professo para él—, cómo hace independiente del elogio y del reproche, capaz de bastarse a sí mismo, rico, generoso en felicidad y benevolencia, cómo recrea incesantemente el mal en bien, hace florecer y madurar todas las fuerzas y no deja en modo alguno que aparezcan las pequeñas y grandes malas hierbas de la congoja y la irritación: cuando se considera todo eso, al final se exclama ávidamente: ¡ojalá fuesen creados muchos nuevos soles más como ese! ¡También el malo, también el infeliz, también el hombre excepcional debe tener su filosofía, su buen derecho, su brillo del sol! ¡No es compasión con ellos lo que hace falta! —tenemos que echar en olvido esa ocurrencia de la soberbia, por mucho tiempo que el género humano lleve aprendiendo de ella y ejercitándose precisamente en ella— ¡no es confesores, conjuradores del alma y perdonadores de pecados lo que tenemos que ponerles! ¡Sino que una nueva justicia es lo que hace falta! ¡Y una nueva contraseña! ¡Y nuevos filósofos! ¡También la Tierra moral es redonda! ¡También la Tierra moral tiene sus antípodas! ¡También los antípodas tienen su derecho a la existencia! Aún hay otro mundo por descubrir, ¡y más de uno! ¡A lo barcos, filósofos!
290
Una sola cosa es necesaria[39]
«Dar estilo» al propio carácter: ¡un gran y raro arte! Lo ejerce el que tiene una visión de conjunto de todo lo que su naturaleza ofrece en lo tocante a fuerzas y a debilidades y después lo inserta en un plan artístico, hasta que todo aparece como arte y razón e incluso la debilidad extasía el ojo. Aquí, se ha añadido una gran masa de segunda naturaleza; allí, se ha quitado un pedazo de primera naturaleza: las dos veces con largo ejercicio e invirtiendo en esa tarea un trabajo diario. Aquí, lo feo que no se dejó quitar está tapado; allí, está reinterpretado como sublime. Muchas cosas vagas y que se resistían a recibir forma han sido reservadas y aprovechadas para ver a lo lejos: se destinan a hacer señas hacia lo amplio e inmensurable. Al final, cuando la obra está terminada, se revela cómo era la coacción de un mismo gusto la que dominaba y daba forma tanto a lo grande como a lo pequeño: que el gusto fuese bueno o malo, importa menos de lo que se piensa, ¡bastaba que se tratase de un mismo gusto! Son las naturalezas fuertes, ávidas de dominio, las que en una coacción como esa, en esa vinculación y perfección bajo la propia ley, tienen su más delicado goce; la pasión de su poderoso querer se facilita al ver a toda naturaleza estilizada, a toda naturaleza vencida y servidora; también cuando tienen que edificar palacios y disponer jardines son reacias a dejar libertad a la naturaleza. Y, a la inversa, son los caracteres débiles, no dueños de sí mismos, lo que odian la vinculación del estilo, pues sienten que si les fuese impuesta esta perversa coacción tendrían que hacerse vulgares bajo ella: se convierten en esclavos tan pronto sirven, y odian el servir. Esos espíritus —pueden ser espíritus de primer rango— van siempre en pos de configurarse o interpretarse a sí mismos y sus entornos como naturaleza libre: salvaje, arbitraria, fantástica, desordenada, sorprendente, ¡y hacen bien, porque solo así se hacen bien a ellos mismos! Pues una sola cosa es necesaria: que el hombre alcance el contento consigo mismo, ya sea a través de esta o de aquella creación literaria o arte: ¡solo entonces cabe considerar al hombre soportable de algún modo! Quien está descontento consigo mismo, está dispuesto continuamente a vengarse de ello: los demás nos convertiremos en sus víctimas, aunque solo sea por el hecho de tener que soportar continuamente el espectáculo de su fealdad. Pues ver cosas feas hace malo y pone tétrico.
291
Génova
He contemplado durante un buen rato esta ciudad, sus casas de campo y jardines de recreo y el ancho perímetro de sus alturas y laderas habitadas; al final tengo que decir: veo rostros de generaciones pretéritas, esta región se halla cubierta por entero de imágenes de hombres atrevidos y que se gloriaban de sí mismos. Han vivido y han querido pervivir —me lo están diciendo sus casas, edificadas y adornadas para siglos y no para la hora fugaz— y miraban con buenos ojos a la vida, por malos que frecuentemente puedan haber sido consigo mismos. Veo siempre al que edifica hacer descansar su mirada sobre todo lo edificado a su alrededor, tanto lejos como cerca, e igualmente sobre la ciudad, el mar y las líneas de las montañas, lo veo ejercer poder y conquista con esa mirada: quiere insertar todo eso en su plan, y en último término hacerlo así de su propiedad. Toda esta región está cubierta por ese espléndido e insaciable egocentrismo de la avidez de posesiones y de botín, y al igual que estos hombres no reconocían fronteras en la lejanía, y que en su sed de lo nuevo colocaron un nuevo mundo junto al antiguo, así también seguían indignándose en su patria todos contra todos e inventaban un modo de expresar su superioridad y de colocar entre ellos y su vecino su infinitud personal. Cada uno conquistaba de nuevo su patria para sí, sojuzgándola con sus ideas arquitectónicas y, por así decir, recreándola como deleite para los ojos de su casa. En el Norte, cuando se contempla el modo en que están edificadas las ciudades, resulta imponente la ley y el placer general que producen la legalidad y la obediencia: se adivina en ellas aquel interior equipararse, inscribirse en un orden, que tiene que haber dominado el alma de todos los que construían. Pero aquí al doblar cada esquina encuentras un hombre de por sí que conoce el mar, la aventura y el Oriente, un hombre que es hostil a la ley y al vecino como a una especie de aburrimiento y que mide con miradas envidiosas todo lo ya fundamentado y viejo: querría, con una maravillosa picardía de la fantasía, volver a fundar todo esto, al menos con el pensamiento, imprimirle su mano y darle su sentido, aunque solo sea por el instante de una tarde soleada en la que su insaciable y melancólica alma sienta por una vez satisfacción, y solo a cosas propias, ya no a cosa alguna ajena, les sea lícito mostrarse a sus ojos.
292
A los predicadores morales
No quiero hacer una moral, pero a los que sí lo desean les doy este consejo: ¡si queréis terminar privando a las mejores cosas y a los mejores estados de todo honor y valor, seguid hablando de ellos como hasta ahora! Colocadlos en la cima de vuestra moral y hablad, de la mañana a la noche, de la felicidad de la virtud, de la tranquilidad del alma, de la justicia y de la sanción inmanente: seguid así, y todas esas cosas buenas terminarán obteniendo popularidad y tendrán a su favor el griterío de la calle, pero entonces se habrá gastado también todo su revestimiento de oro, es más, todo el oro de su interior se habrá transformado en plomo. ¡Verdaderamente domináis el arte contrario a la alquimia, la desvalorización de lo más valioso! Probad por una vez a echar mano a otra receta, para que, a diferencia de lo que os sucede hasta ahora, no alcancéis lo contrario de lo que buscáis: negad aquellas cosas buenas, sustraedles el aplauso del populacho y la fácil circulación, volved a convertirlas en escondidos pudores de almas solitarias, ¡decid que la moral es algo prohibido! Quizá ganéis así para estas cosas al tipo de personas que son las únicas importantes, me refiero a las heroicas. ¡Pero entonces tiene que haber ahí algo temible, y no, como hasta ahora, repugnante! ¡No nos faltarían ganas de decir hoy respecto de la moral lo que decía Meister Eckart: «pido a Dios que me haga llegar a no deberle nada a Dios»!
293
Nuestro aire
Bien lo sabemos: para quien solo lanza una mirada a la ciencia como de paso, al modo de las mujeres y, por desgracia, también de muchos artistas, el rigor del servicio que hay que prestarle, esta inexorabilidad en lo pequeño como en lo grande, esta rapidez en el sopesar, juzgar y condenar tienen algo que infunde vértigo y miedo. Especialmente lo asusta cómo aquí se exige lo más difícil y se hace lo mejor sin que por ello haya elogio y distinciones, sino que antes bien, como entre soldados, casi solamente se manifiestan reproches y severas reconvenciones: pues hacer las cosas bien está considerado como la regla, y lo errado como la excepción, y la regla tiene, aquí como en todas partes, una boca silenciosa. Con este «rigor de la ciencia» sucede lo que con las formas y la cortesía de la mejor sociedad: asusta a los no iniciados. Pero a quien está acostumbrado a él no le gusta vivir en otro lugar que en este aire luminoso, transparente, fuerte, muy cargado de electricidad, en este aire varonil. Ningún otro lugar es para él lo suficientemente limpio y aireado: recela que en cualquier otro sitio su mejor arte no sería de clara utilidad para nadie ni motivo de alegría para él mismo, que media vida se le escaparía entre los dedos a causa de malentendidos, que constantemente le haría falta mucha precaución, mucho esconder y atenerse solo a sí: ¡todo ello pérdidas de fuerza, tan grandes como inútiles! Pero en este riguroso y claro elemento conserva toda su fuerza: ¡aquí puede volar! ¡Para qué volver a bajar a aquellas turbias aguas, en las que hay que nadar y chapotear y en las que se estropea el color de sus alas! ¡No! Vivir ahí es demasiado difícil para nosotros: ¡qué le vamos a hacer, si hemos nacido para el aire, para el aire puro, nosotros los rivales del rayo de luz, y si lo que más nos gustaría es, igual que él, cabalgar sobre el polvillo del éter, y no alejándonos del sol, sino hacia el sol! Pero esto no nos es dado, así que vamos a hacer lo único que podemos: llevar luz a la tierra, ¡ser «la luz de la tierra»! Y para eso tenemos nuestras alas y nuestra rapidez y rigor, por causa de ello somos varoniles e incluso terribles, igual que el fuego. ¡Que nos teman quienes no sepan calentarse e iluminarse con nosotros!
294
Contra los calumniadores de la naturaleza
Me desagradan las personas en las que toda inclinación natural se convierte inmediatamente en una enfermedad, en algo deformante o incluso vergonzoso: son ellas quienes nos han seducido a la opinión de que las inclinaciones y pulsiones del hombre son malas; ¡son ellas la causa de nuestra gran injusticia hacia nuestra naturaleza, hacia toda naturaleza! A no pocas personas les es lícito abandonarse a sus pulsiones con gracia y despreocupación: ¡pero no lo hacen, por miedo a aquella imaginada «esencia mala» de la naturaleza! De ahí que entre los hombres quepa encontrar tan poca nobleza: el rasgo por el que esta se distingue será siempre no tener miedo de nosotros mismos, no esperar de nosotros mismos nada vergonzoso, volar sin reparos hacia donde nos sintamos impulsados, ¡nosotros, pájaros nacidos libres! Dondequiera que vayamos, siempre habrá libertad y luz solar a nuestro alrededor.
295
Costumbres breves
Amo las costumbres breves y las considero el instrumento inestimable para conocer muchas cosas y estados, y para conocerlos hasta el fondo de sus dulzuras y amarguras; mi naturaleza está dispuesta por entero para costumbres breves, incluso en las necesidades de su salud corporal y en todo lo que alcanzo a ver de ella, desde lo bajo hasta lo más alto. Siempre creo que esto me satisfará de modo permanente —también la costumbre breve tiene aquella fe de la pasión, la fe en la eternidad— y que soy digno de envidia por haberlo encontrado y reconocido: me alimenta al mediodía y al atardecer y difunde alrededor de sí y hacia dentro de mí una profunda conformidad, de modo que no albergo deseos de otra cosa, y no tengo que comparar o despreciar u odiar. Y, un buen día, se acabó: la buena cosa se separa de mí, no como algo que me infunda repugnancia en ese momento, sino pacíficamente y saturada de mí, igual que yo de ella, como si tuviésemos que estarnos recíprocamente agradecidos y, así, nos diésemos la mano para despedirnos. Y ya está esperando a la puerta lo nuevo, e igualmente mi fe —¡esta infatigable necia y sabia!— en que esa cosa nueva será la correcta, la última cosa correcta. Eso es lo que me pasa con manjares, pensamientos, personas, ciudades, poesías, músicas, doctrinas, órdenes del día, formas de vida. En cambio, odio las costumbres permanentes y pienso que un tirano se me acerca y que mi aire vital se hace más denso allí donde los acontecimientos toman tal cariz que parece necesario que broten de ellos costumbres permanentes: por ejemplo, en virtud de un cargo, de una constante convivencia con las mismas personas, de un domicilio fijo, de un tipo de salud único. Sí, estoy reconocido en lo más profundo de mi alma a toda mi miseria y a todo mi estar enfermo, a cuanto es imperfecto en mí, porque esas cosas me dejan cien puertas traseras por las que puedo escapar de las costumbres permanentes. Ahora bien, lo más insoportable, lo auténticamente terrible, sería para mí una vida enteramente carente de costumbres, una vida que continuamente exigiese la improvisación: ese sería mi destierro y mi Siberia.
296
La sólida reputación
La sólida reputación era antes una cosa sumamente útil, y dondequiera que la sociedad esté dominada aún por el instinto gregario lo más útil sigue siendo para cada individuo hacer pasar por inmodificable su carácter y su ocupación, aun cuando en el fondo no lo sean. «Podemos fiarnos de él, permanece igual a sí mismo»: este es en todas las situaciones peligrosas de la sociedad el elogio más significativo. La sociedad siente con satisfacción que en la virtud de este, en la ambición de aquel, en la reflexión y la pasión de un tercero tiene un instrumento fiable, dispuesto en todo momento: honra con sus mayores honores esta naturaleza de instrumento, este permanecer fiel a sí mismo, esta inmodificabilidad en opiniones y afanes, e incluso en malas costumbres. Esa estimación, que florece y ha florecido por doquier al mismo tiempo que la eticidad de la costumbre, educa «caracteres» y sume en el descrédito todo cambiar, todo aprender a hacer las cosas de otra manera, todo transformarse. Este es en todos los casos, por grandes que sean en otros aspectos las ventajas de esa forma de pensar, el tipo de juicio general más nocivo que existe para el conocimiento: pues precisamente la buena voluntad que lleva al que conoce a declararse en todo momento, sin titubeo alguno, contra la que era su opinión hasta entonces, y en general a desconfiar de todo lo que en nosotros quiere llegar a ser sólido, está aquí condenada y sumida en el descrédito. La actitud interior del que conoce, dado que se halla en contradicción con la «sólida reputación», está considerada como deshonrosa, mientras que la petrificación de las opiniones recibe todos los honores: ¡bajo el poder de esa consideración generalmente admitida tenemos que seguir viviendo hoy! ¡Qué difícil es vivir cuando sentimos en contra de nosotros y alrededor de nosotros el juicio de muchos milenios! Es probable que durante muchos milenios el conocimiento haya estado afectado por la mala conciencia, y que en la historia de los grandes espíritus tenga que haber habido mucho autodesprecio y mucha desgracia oculta.
297
Poder contradecir
Todos saben ahora que poder tolerar la contradicción es una elevada señal de cultura. Algunos saben incluso que todo hombre superior desea y provoca que se lo contradiga, a fin de obtener una indicación sobre su injusticia, para él desconocida hasta ese momento. Pero poder contradecir, la buena conciencia obtenida en la enemistad contra lo acostumbrado, tradicional, santificado, es más que esas dos cosas y lo verdaderamente grande, nuevo y sorprendente de nuestra cultura, el mayor paso adelante del espíritu liberado: ¿quién hay que sepa esto?
298
Suspiro
Atrapé ese conocimiento por el camino y eché mano rápidamente a las primeras palabras que se me ocurrieron, por inapropiadas que fuesen, para retenerlo y que no se me escapase volando. Y ahora se me ha muerto a causa de esas secas palabras y pende de ellas aún convulso, y apenas sé ya, cuando lo miro, cómo pude tener la fortuna de capturar ese pájaro.
299
Lo que se debe aprender de los artistas
¿Qué medios tenemos para hacer que las cosas sean para nosotros bellas, atractivas, deseables, cuando no lo son?, ¡y creo que de suyo no lo son nunca! Aquí tenemos algo que aprender de los médicos cuando, por ejemplo, diluyen lo amargo o ponen vino y azúcar en el vaso mezclador, pero todavía más de los artistas, que en realidad van continuamente en pos de hacer esas invenciones y malabarismos. Alejarse de las cosas hasta que mucho de ellas ya no se vea y haya que añadir mucho con la mirada para seguir viéndolas, o ver las cosas a la vuelta de la esquina y como en un corte, o ponerlas de tal modo que se desfiguren unas a otras en parte y solo permitan miradas en perspectiva, o mirarlas a través de un cristal coloreado o a la luz del crepúsculo, o darles una superficie y piel que no tenga total transparencia: todo esto debemos aprenderlo de los artistas, y por lo demás ser más sabios que ellos. Pues en ellos esa sutil fuerza que poseen suele cesar allí donde cesa el arte y comienza la vida; pero nosotros queremos ser los poetas de nuestra vida, empezando por lo más pequeño y cotidiano.
300
Preludios de la ciencia
¿Creéis acaso que las ciencias habrían surgido y crecido si los encantadores, los alquimistas, los astrólogos y las brujas no las hubieran precedido, toda vez que eran ellos quienes con sus promesas y fingimientos tenían que empezar abriendo el hambre y la sed de poderes escondidos y prohibidos, y haciendo que se tuviese un buen sabor de boca al degustarlos? Es más, ¿no creéis que, a fin de que en el reino del conocimiento se cumpla siquiera algo, ha sido necesario prometer infinitamente más de lo que se podrá nunca cumplir? Quizá, al igual que aquí se nos manifiestan preludios y ejercicios previos de la ciencia que de ningún modo son ejercitados y sentidos como tales, puede que también la religión entera le parezca a una época lejana ejercicio y preludio: quizá haya sido ella el extraño medio para que un día algunas personas puedan disfrutar toda la capacidad de un dios de bastarse a sí mismo y toda su fuerza de autorredención: ¡Sí! —es lícito preguntar—, ¿habría aprendido acaso el hombre, sin aquella escuela y prehistoria religiosa, a notar hambre y sed de sí mismo y a sacar de sí mismo satisfacción y plenitud? ¿Tenía Prometeo que figurarse primero haber robado la luz y expiar por ello, a fin de terminar descubriendo que era él quien había creado la luz al apetecer la luz, y que no solo el hombre, sino también el dios, ha sido la obra de sus manos y barro en sus manos? ¿Todo solamente esculturas del escultor?, ¿y lo mismo la ilusión, el hurto, el Cáucaso, el buitre y la entera prometeada trágica de todos los que conocen?
301
Ilusión de los contemplativos
Las personas elevadas se distinguen de las bajas en que ven y oyen indeciblemente más y en que ven y oyen pensando, y precisamente esto distingue al hombre del animal y a los animales superiores de los inferiores. El mundo está cada vez más lleno para quien crece hasta la altura de la humanidad; se lanzan hacia él cada vez más anzuelos del interés; la cantidad de sus estímulos está en constante crecimiento, y lo mismo la cantidad de sus tipos de placer y displacer: el hombre superior va siendo, al mismo tiempo, cada vez más feliz y más infeliz. Pero una ilusión permanece como su perpetua acompañante: cree estar puesto en calidad de espectador y oyente ante el gran espectáculo visual y sonoro que es la vida, llama a su naturaleza contemplativa y pasa por alto que él mismo es también el auténtico autor que ha forjado la vida y continúa forjándola, que él ciertamente se diferencia mucho del actor de este drama, del denominado hombre que actúa, pero todavía más de un mero contemplador e invitado de honor que esté delante del escenario. A él, en su calidad de autor, le es propia, sin duda, vis contemplativa[40] y la mirada retrospectiva a su obra, pero al mismo tiempo, y primero, la vis creativa, la cual le falta a la persona que actúa, digan lo que digan el testimonio de los sentidos y la fe corriente. Nosotros, los sentientes-pensantes, somos los que real y continuamente hacemos algo que todavía no existe: el entero mundo eternamente creciente de estimaciones, colores, pesos, perspectivas, escalas, afirmaciones y negaciones. Esta creación literaria nuestra está siendo continuamente aprendida, ejercitada, traducida a la carne y a la realidad, es más, a la cotidianidad, por las denominadas personas prácticas (nuestros actores, como hemos dicho). Cuanto tiene valor en el mundo actual no lo tiene en sí, conforme a su naturaleza —la naturaleza carece siempre de valor—, sino que un día se le dio, se le regaló un valor, ¡y nosotros éramos esos donantes y regaladores! ¡Nosotros hemos creado el mundo que importa algo al hombre, y antes de nosotros no existía! Pero precisamente este saber nos falta, y si lo atrapamos durante un momento, en el siguiente ya lo hemos olvidado: desconocemos nuestra mejor fuerza y nos estimamos, los contemplativos, un grado menos de lo debido; no somos ni tan orgullosos ni tan felices como podríamos.
302
Peligro del más feliz
Tener sentidos delicados y un gusto delicado; estar acostumbrado a lo escogido y a lo mejor de todo del espíritu, y también a la dieta correcta y más próxima; disfrutar de un alma fuerte, atrevida, osada; atravesar la vida con la mirada tranquila y el paso firme, siempre dispuesto a lo extremo, como quien va a una fiesta y lleno del deseo de mundos y mares, hombres y dioses aún por descubrir; prestar oído a toda música jovial, como si en ella tomasen un breve descanso y placer hombres, soldados y navegantes valientes, y ser vencido en la más profunda fruición del instante por las lágrimas y por toda la melancolía purpúrea del feliz: ¡quién no querría que precisamente todo esto fuese su posesión, su estado! ¡Era la felicidad de Homero! El estado de quien inventó para los griegos los dioses de los griegos, ¡no, de quien inventó para sí mismo sus propios dioses! Pero no nos lo ocultemos: ¡con esta felicidad de Homero en el alma se es también la criatura más capaz de sufrimiento que existe bajo el sol! ¡Y solo a ese precio se compra la más preciosa concha que las olas de la existencia hayan dejado hasta ahora en la orilla! Como poseedores de ella nos hacemos cada vez más delicados en el dolor, y en último término demasiado delicados: un pequeño malhumor y repugnancia bastaría al final para quitarle a Homero el gusto por la vida. ¡No fue capaz de solucionar un insensato enigmilla que le plantearon unos jóvenes pescadores! ¡Sí, los pequeños enigmas son el peligro de los hombres más felices!
303
Dos felices
Verdaderamente, esta persona, a pesar de su juventud, domina la improvisación de la vida y deja asombrado hasta al más fino observador: pues parece que no comete equivocación alguna, aunque juega continuamente al más arriesgado juego. Nos recuerda a aquellos maestros del arte musical que hacen improvisaciones, a los que también el oyente querría atribuir una infalibilidad divina de la mano, a pesar de que aquí y allí se equivocan, igual que todo mortal se equivoca. Pero están ejercitados y son ingeniosos, y siempre están dispuestos a insertar al instante en la estructura temática el más casual sonido al que los empuje un movimiento del dedo, un capricho, y a insuflar en el azar un bello sentido y una alma. Esa otra de allí es una persona enteramente distinta: todo lo que quiere y planea le sale mal a fondo. Aquello en lo que ha puesto en ocasiones su corazón ya le ha llevado algunas veces al borde del abismo y a la más inmediata cercanía de la perdición, y si logró escapar a ella en el último momento, sin duda que no fue solo «con lesiones menores». ¿Creéis que es infeliz por ello? Hace ya mucho tiempo que decidió en su interior no dar tanta importancia a sus propios deseos y planes. «Si esto no me sale bien», se persuade a sí mismo, «ya me saldrá bien aquello otro, y en conjunto no sé si tengo que estar más agradecido a mi fracaso que a cualquier éxito. ¿Estoy hecho para ser obstinado y llevar los cuernos del toro? No es ahí donde reside lo que constituye para mí el valor y el resultado de la vida; no es ahí donde residen mi orgullo y mi miseria. Sé más de la vida porque con tanta frecuencia he estado a punto de perderla; ¡y precisamente por eso le he sacado más fruto a la vida que todos vosotros!».
304
Al hacer, omitimos
En el fondo me repelen todas esas morales que dicen: «¡No hagas esto! ¡Renuncia! ¡Supérate!». En cambio, veo con buenos ojos las morales que me empujan a hacer algo y a volver a hacerlo, de la mañana a la noche, y por la noche a soñar con eso, y a no pensar absolutamente en nada que no sea: ¡hacer bien esto, tan bien como precisamente solo a mí me es posible hacerlo! Cuando alguien vive así, se van desprendiendo de él continuamente una tras otra las cosas impropias de una vida como esa: ve, sin odio ni repugnancia, cómo se despide de él hoy esto y mañana aquello, igual que las hojas ya amarillentas que todo airecillo algo movido arranca del árbol, o bien no ve en modo alguno que se está despidiendo: tanto es el rigor con que sus ojos miran hacia su meta y en general hacia delante, no hacia un lado, hacia atrás, hacia abajo. «Que lo que hagamos determine lo que omitimos: al hacer, omitimos», así es como me gusta, así reza mi placitum[41]. Pero no quiero aspirar a mi empobrecimiento con los ojos abiertos, no me gusta ninguna de las virtudes negativas: virtudes cuya esencia son el negar y el renunciar mismos.
305
Autodominio
Aquellos maestros de moral que primero y por encima de todo ordenan al hombre llegar a controlarse echan sobre él una peculiar enfermedad, a saber, una constante excitabilidad en todos los movimientos e inclinaciones naturales y, por así decir, una especie de comezón. Sea lo que sea lo que a partir de ese momento pueda golpearlo, atraerlo, cautivarlo o impulsarlo, desde dentro o desde fuera, siempre le parecerá a ese excitable como si en ese momento empezase a peligrar su autodominio: ya no le es lícito confiarse a un instinto, a un libre golpe de ala, sino que está constantemente con un gesto defensivo, armado contra sí mismo, con mirada aguzada y desconfiada, el eterno vigilante de su castillo, del castillo en que él se ha convertido. ¡Sí, puede ser grande con ello! Pero ¡qué insoportable se ha vuelto para otros, qué difícil para él mismo, qué empobrecido y separado de las más bellas casualidades del alma! ¡Es más, también de toda ulterior instrucción! Pues hemos de poder perdernos durante cierto tiempo si es que deseamos aprender algo de las cosas que no somos nosotros mismos.
306
Estoicos y epicúreos
El epicúreo escoge la situación, las personas e incluso los acontecimientos que se adaptan a su constitución intelectual, que es extremadamente excitable, y renuncia a todo lo demás —es decir, a la mayor parte de las cosas— porque esa sería una dieta demasiado fuerte y pesada para él. El estoico, en cambio, se ejercita en tragar piedras y gusanos, cristales rotos y escorpiones, y en que nada le produzca repugnancia; su estómago debe acabar volviéndose indiferente a todo lo que el azar de la existencia vierta en él: recuerda a aquella secta árabe de los assaua que se conoce en Argel, e igual que esos insensibles gusta de tener en la exhibición de su insensibilidad un público invitado, del que precisamente el epicúreo prescinde gustoso: ¡y es que él tiene su «jardín»! Para las personas con las que el destino improvisa, para quienes viven en épocas violentas y dependiendo de personas repentinas y cambiantes, puede que el estoicismo sea muy aconsejable. Pero quien de algún modo vislumbre que el destino le permite hilar un largo hilo hará bien en acomodarse epicúreamente; ¡todos los hombres que se han dedicado a tareas intelectuales lo han hecho hasta ahora! Y es que para ellos la pérdida de las pérdidas sería verse privados de su delicada excitabilidad y que a cambio les regalasen la dura piel estoica con púas de erizo.
307
A favor de la crítica
Ahora te parece un error algo que antes amabas como una verdad o probabilidad: lo echas fuera de ti y crees ilusoriamente que tu razón ha obtenido ahí una victoria tras larga lucha. Pero quizá aquel error era para ti, entonces, cuando aún eras otro —siempre eres otro—, igual de necesario que todas tus «verdades» de ahora: era, por así decir, una piel que te ocultaba y celaba muchas cosas que todavía no te era lícito ver. Tu nueva vida ha matado por ti aquella opinión, no tu razón: ya no la necesitas, y ahora se hunde, y la sinrazón sale a la luz arrastrándose desde su interior como un gusano. Cuando hacemos crítica, no caemos en lo arbitrario e impersonal, sino que se trata, al menos con mucha frecuencia, de una demostración de que hay en nosotros fuerzas vivas impulsoras que rechazan una corteza. Negamos y tenemos que negar, porque algo en nosotros quiere vivir y afirmarse, ¡algo que quizá nosotros todavía no conozcamos, todavía no veamos! Dicho sea esto a favor de la crítica.
308
La historia de cada día
¿Qué es lo que hace en ti la historia de cada día? Mira tus costumbres, de las que esa historia consta: ¿son el producto de innumerables pequeñas cobardías y perezas, o el de tu valentía y tu ingeniosa razón? Por diferentes que sean ambos casos, sería posible que tanto de un modo como de otro los hombres te tributasen el mismo elogio y que tú les reportases a ellos realmente la misma utilidad. Ahora bien, el elogio y la utilidad y la respetabilidad puede que sean suficiente para el que solo desea tener una buena conciencia, ¡pero no para ti, arúspice que tienes ciencia de la conciencia!
309
Desde la séptima soledad
Un día el caminante cerró una puerta tras de sí violentamente, se quedó parado y se puso a llorar. Después dijo: «¡Esta inclinación y este impulso hacia lo verdadero, real, no aparente, cierto! ¡Con qué malos ojos lo veo! ¡Por qué me sigue precisamente a mí este ojeador tétrico y apasionado! Me gustaría descansar, pero él no lo permite. ¡Cuántas cosas me seducen a quedarme! Hay por doquier jardines de Armida para mí: ¡y por ello siempre nuevos desgarramientos y nuevas amarguras del corazón! Mis pies, mis pies cansados y heridos, tienen que llevarme más lejos: y, porque han de hacerlo, dirijo con frecuencia a lo más bello que no me pudo retener una mirada retrospectiva airada: ¡porque no me pudo retener!».
310
Voluntad y ola
¡Qué ávidamente se acerca esta ola, como si hubiese que alcanzar algo! ¡Cómo se arrastra con tremebunda premura hasta los más recónditos rincones de los cortados de piedra! Parece que quiere adelantarse a alguien; parece que allí está escondido algo que tiene valor, subido valor. Y ahora vuelve, algo más despacio, todavía enteramente blanca de excitación, ¿está desengañada? ¿Ha encontrado lo que buscaba? ¿Se hace la desengañada? Pero ya se acerca otra ola, más ávida y salvaje aún que la primera, y también su alma parece estar llena de secretos y del placer de excavar tesoros. Así viven las olas —¡así vivimos nosotros, los volentes!— y no digo más. ¿Así? ¿Desconfiáis de mí? ¿Os airáis en contra de mí, bellos animales monstruosos? ¿Teméis que revele del todo vuestro secreto? ¡Ea, pues! Airaos contra mí, elevad vuestros peligrosos cuerpos verdes todo lo que podáis, levantad un muro entre mí y el sol, ¡igual que ahora! Verdaderamente, ya no queda del mundo otra cosa que verde crepúsculo y verdes relámpagos. Haced lo que queráis, soberbias, bramad de placer y maldad, o volved a sumergiros, dejad caer vuestras esmeraldas a la más profunda profundidad, arrojad por encima vuestra infinita cabellera blanca de efervescente espuma: todo me parece bien, pues todo os sienta tan bien, y os miro con tan buenos ojos por todo: ¡cómo voy a delataros! Pues —¡oídlo bien!— os conozco a vosotras y vuestro secreto, ¡conozco vuestro linaje! ¡No en vano vosotras y yo somos del mismo linaje! ¡No en vano vosotras y yo tenemos un mismo secreto!
311
Luz refractada
No siempre somos valientes, y cuando nos cansamos también nosotros nos entregamos a grandes lamentaciones alguna vez de este modo. «Es tan difícil hacer daño a las personas, ¡oh, que sea necesario! ¿De qué nos sirve vivir escondidos si no queremos guardarnos para nosotros lo que produce irritación? ¿No sería más aconsejable vivir en medio del bullicio y reparar en el individuo lo que se debe y se tiene que pecar contra todos? ¿Ser insensato con el insensato, vanidoso con el vanidoso, delirante con el delirante? ¿No sería justo, dado un grado tan arrogante de desviación en el conjunto? Cuando oigo de las maldades de otros hacia mí, ¿no es mi primera sensación la de la reparación? ¡Está bien así! —me parece que les digo—, estoy tan poco de acuerdo con vosotros y tengo tanta verdad de mi lado: ¡pasad, pues, un buen día a mi costa, tan frecuentemente como podáis! ¡Aquí están mis carencias y equivocaciones, aquí está mi imaginación ilusoria, mi falta de gusto, mi confusión, mis lágrimas, mi vanidad, mi ocultamiento de lechuza, mis contradicciones! ¡Aquí tenéis de qué reír! ¡Reíd, pues, y alegraos! ¡No guardo rencor contra la ley y la naturaleza de las cosas que quieren que las carencias y las equivocaciones den alegría!». Ciertamente, alguna vez hubo épocas «más bellas», en las que con todo pensamiento que de algún modo fuese nuevo podíamos sentirnos tan imprescindibles como para salir con él a la calle y gritar a todo el mundo: «¡Mirad! ¡Ya está cerca el reino de los cielos! No me echaría de menos a mí mismo si yo faltase. ¡De todos nosotros se puede prescindir!». Pero, como dijimos, no pensamos así cuando somos valientes; no pensamos en ello.
312
Mi perro
Le he dado a mi dolor un nombre, y lo llamo «perro», es igual de fiel, igual de impertinente e impúdico, igual de entretenido, igual de listo que cualquier otro perro, y le puedo hablar en tono dominante y descargar sobre él mis malos humores: igual que otros hacen con sus perros, con sus criados y con sus mujeres.
313
Ningún cuadro de mártires
Quiero hacer como Rafael y no pintar ningún cuadro de mártires más. Hay suficientes cosas sublimes como para que hubiese que buscar la sublimidad allí donde vive en hermandad con la crueldad; y además mi ambición no encontraría satisfacción alguna en que yo quisiera convertirme en un sublime sayón torturador.
314
Nuevos animales domésticos
Quiero tener mi león y mi águila alrededor de mí, a fin de tener en todo momento indicios y presagios que me permitan saber cuán grande o pequeña es mi fortaleza. ¿Tengo que bajar hoy la mirada hacia ellos y temerlos? ¿Y volverá la hora en que ellos alcen la mirada hacia mí con temor?
315
De la última hora
Las tormentas son mi peligro: ¿tendré mi tormenta, en la que sucumbiré, como Oliver Cromwell sucumbió en la suya? ¿O me extinguiré como una luz a la que no apaga el soplo del viento, sino que se cansó y se hartó de sí misma, una luz consumida? O, finalmente, ¿me apagaré soplándome a mí mismo, para no consumirme?
316
Personas proféticas
No os dais cuenta de que las personas proféticas son personas que sufren mucho: creéis solo que les está dado un bello «don», y os gustaría bastante tenerlo vosotros mismos. Pero voy a expresarme mediante una comparación. ¡Cuánto puede que sufran los animales a causa de la electricidad del aire y de las nubes! Vemos que algunas especies de ellos tienen una facultad profética en lo que respecta al tiempo que va a hacer, por ejemplo los monos (como todavía se puede observar bien incluso en Europa, y no solo en parques zoológicos, a saber, en Gibraltar). ¡Pero no nos damos cuenta de que el profeta que llevan dentro es… su dolor! Cuando por influencia de una nube que se acerca pero que todavía no es visible, ni de lejos, una fuerte electricidad positiva cambia repentinamente en electricidad negativa y se prepara un cambio del tiempo, estos animales se comportan como si se acercase un enemigo, y se aprestan a la defensa o a la huida; la mayor parte de las veces se esconden: ¡entienden el mal tiempo no como tiempo, sino como enemigo, cuya mano ya sienten!
317
Mirada hacia atrás
Rara vez llegamos a ser conscientes del auténtico pathos que encierra todo periodo de la vida precisamente en tanto que periodo mientras estamos en el mismo, sino que siempre creemos que es el único estado que nos es posible y razonable en ese momento y de ahí en adelante, y que es enteramente ethos, no pathos, para decirlo con los griegos y establecer las mismas separaciones que ellos. Un par de notas musicales han hecho volver hoy a mi memoria un invierno y una casa y una vida sumamente eremítica, y al mismo tiempo la sensación en la que entonces vivía: creía poder seguir viviendo así eternamente. Pero ahora comprendo que era total y enteramente pathos y pasión, una cosa, comparable a esta música dolorosa-animosa y seguramente consoladora: algo así no es lícito tenerlo durante años, y menos durante eternidades, pues en ese caso uno se haría demasiado «supraterreno» para este planeta.
318
Sabiduría en el dolor
En el dolor hay tanta sabiduría como en el placer: se cuenta, igual que este, entre las fuerzas de primer rango conservadoras de la especie. Si no fuese una de ellas, el dolor habría perecido hace largo tiempo; que duela no es un argumento contra él, es su esencia. Oigo en el dolor la voz de mando del capitán del barco: «¡arriad las velas!». El audaz navegante «hombre» tiene que haberse ejercitado en recoger velas de mil maneras, pues de lo contrario se extinguiría demasiado deprisa, y el océano se lo tragaría demasiado pronto. Tenemos que saber vivir también con energía reducida: tan pronto el dolor emite su señal de seguridad ha llegado el momento de reducir la energía, pues se acerca algún gran peligro, una tormenta, y haremos bien en «hinchar las velas» lo menos posible. Es verdad que hay personas que cuando se acerca el gran dolor oyen justo la voz de mando opuesta, y que nunca tienen una mirada más orgullosa, belicosa y feliz que cuando se levanta tormenta; es más, ¡el dolor mismo les da sus más grandes momentos! Son las personas heroicas, las grandes traedoras de dolor del género humano: aquellas pocas o excepcionales personas que precisamente necesitan la misma apología que el dolor como tal, ¡y, en verdad, no se les debe negar! Son fuerzas de primer rango conservadoras de la especie, fomentadoras del desarrollo de la especie: aunque solo sea porque se oponen a la comodidad y no ocultan su repugnancia por esa especie de felicidad.
319
Como intérpretes de nuestras vivencias
Un tipo de sinceridad les ha sido ajeno a todos los fundadores de religiones y a los que son como ellos: nunca han hecho de sus vivencias un caso de conciencia del conocimiento. «¿Qué vivencia he tenido realmente? ¿Qué sucedió entonces en mí y alrededor de mí? ¿Era mi razón lo suficientemente lúcida? ¿Estaba vuelta mi voluntad contra todas los engaños de los sentidos y era valiente en su rechazo de lo fantástico?»: esto no lo ha preguntado ninguno de ellos, y tampoco ahora lo preguntan aún mis queridos hombres religiosos, sino que, antes bien, tienen sed de cosas que van contra la razón, y no quieren ponerse demasiado difícil la tarea de satisfacer esa sed, ¡así que experimentan «milagros» y «renacimientos» y oyen las voces de los angelitos! ¡Pero nosotros, los otros, los sedientos de razón, queremos mirar a los ojos a nuestras vivencias con el mismo rigor que a un ensayo científico, hora tras hora, día tras día! Queremos ser nosotros mismos nuestros experimentos y animales de laboratorio.
320
Al volver a verse
A: ¿Te entiendo del todo? ¿Buscas? ¿Dónde están, en medio del mundo que ahora es real, tu rincón y tu estrella? ¿Dónde puedes tú tenderte al sol, de modo que también a ti te llegue una sobreabundancia de bienestar y tu existencia se justifique? ¡Que cada uno haga eso por sí mismo —pareces decirme— y se quite de la cabeza el hablar generalizando, el preocuparse por el otro y la sociedad!
B: Quiero más, no soy un buscador. Quiero crear para mí un sol propio.
321
Nueva precaución
¡Dejemos de pensar tanto en castigar, reprochar y hacer mejorar! A un individuo rara vez lo modificaremos; y si lo conseguimos, quizá hayamos conseguido a la vez, sin proponérnoslo, otra cosa: ¡ser modificados nosotros por él! ¡Tratemos más bien de que nuestra propia influencia sobre todo lo venidero contrapese y supere la suya! ¡No nos empeñemos en una lucha directa (en eso es en lo que consiste todo reprochar, castigar y querer hacer mejorar)! ¡Sino, más bien, elevémonos a nosotros mismos tanto más hacia lo alto! ¡Demos a nuestro modelo colores cada vez más brillantes! ¡Oscurezcamos al otro con nuestra luz! ¡No, no nos hagamos nosotros mismos más oscuros por causa de él, igual que todos los castigadores y descontentos! ¡Es preferible apartarse! ¡Mirar a otro lado!
322
Metáfora
Los pensadores en los que todas las estrellas se mueven en órbitas cíclicas no son los más profundos; quien mira en su propio interior como en un espacio cósmico enorme y lleva en sí Vías Lácteas, sabe también qué irregulares son todas las Vías Lácteas; conducen hasta bien dentro del caos y laberinto de la existencia.
323
Felicidad en el destino
El mayor galardón nos lo concede el destino cuando durante un tiempo nos ha hecho luchar del lado de nuestros adversarios. Con ello estamos predeterminados a una gran victoria.
324
In media vita[42]
¡No! ¡La vida no me ha decepcionado! Antes bien, según van pasando los años la encuentro más verdadera, más apetecible y más misteriosa, desde aquel día en que vino sobre mí el gran liberador, aquel pensamiento de que es lícito que la vida sea un experimento del que conoce, ¡y no un deber, no algo fatídico, no un engaño! Y el conocimiento mismo puede que para otros sea algo distinto, por ejemplo un diván o el camino hacia un diván, o un entretenimiento, o una ociosidad: para mí es un mundo de los peligros y victorias en el que también los sentimientos heroicos tienen sus lugares de danza y de juego. «La vida un medio del conocimiento»: ¡con este principio en el corazón se puede vivir no solo valientemente, sino que incluso se puede vivir alegremente y reír alegremente! ¿Y quién sabría reír y vivir bien, si antes no supiese mucho de guerras y victorias?
325
Lo que forma parte de la grandeza
¿Quién alcanzará algo grande si no siente en sí la fuerza y la voluntad de infligir grandes dolores? Poder sufrir es lo de menos: en ese punto las mujeres débiles, e incluso los esclavos, llegan con frecuencia a la maestría. Pero no sucumbir de pena e inseguridad interiores cuando se inflige gran sufrimiento y se oye el grito de ese sufrimiento: esto es grande, esto forma parte de la grandeza.
326
Los médicos del alma y el dolor
Todos los predicadores de la moral, al igual que también todos los teólogos, tienen en común esta falta de educación: todos tratan de persuadir a los hombres de que se encuentran muy mal y de que necesitan una cura radical dura y última. Y como los hombres en su conjunto han prestado oídos a esas doctrinas con demasiado celo y durante siglos enteros, en último término realmente ha pasado a ellos algo de esa superstición de que les va muy mal: de tal modo que ahora están dispuestos, no poco gustosamente, a suspirar y a no encontrarle ya nada bueno a la vida y a hacerse unos a otros muecas apesadumbradas, como si fuese dificilísimo soportarla. La verdad es que están enormemente seguros de su vida y enamorados de ella, y llenos de indecibles astucias y sutilezas para romper lo desagradable y quitarle su aguijón al dolor y a la desdicha. Se me antoja que del dolor y de la desgracia siempre se habla exagerando, como si exagerar en este terreno fuese señal de buena educación: en cambio, nada se dice, intencionadamente, de que contra el dolor hay un sinnúmero de calmantes —como las narcosis, o la febril premura de los pensamientos, o una posición tranquila, o buenos y malos recuerdos, propósitos y esperanzas, y muchas clases de orgullo y compasión— que tienen casi el efecto de los anestésicos, mientras que en los más altos grados de dolor se producen ya de suyo desvanecimientos. Se nos da muy bien hacer gotear líquidos dulces sobre nuestras amarguras, especialmente sobre las amarguras del alma; tenemos instrumentos para ello en nuestra valentía y sublimidad, así como en los delirios del sometimiento y de la resignación dotados de cierta nobleza. Una pérdida es una pérdida apenas durante una hora: en cierto modo, con ella nos ha caído un regalo del cielo, una nueva fuerza, por ejemplo, ¡aunque solo sea una nueva ocasión de fuerza! ¡Cuánto han fantaseado los predicadores de la moral acerca de la «miseria» interior de las malas personas! ¡Cuánto nos han mentido, sobre todo, cuando decían que las personas apasionadas no son felices! Sí, mentir es aquí el término correcto: sabían muy bien de la riquísima felicidad de este tipo de personas, ¡pero han guardado completo silencio sobre ella, porque era una refutación de su teoría de que toda felicidad surge de la aniquilación de la pasión y del silencio de la voluntad! Y, al cabo, en lo que concierne a la receta de todos estos médicos del alma y a su loa de una cura radical y dura, está permitido preguntar: esta vida nuestra, ¿es en realidad lo suficientemente dolorosa y pesada como para salir ganando al trocarla por una forma de vida y petrificación estoica? ¡No nos encontramos lo suficientemente mal para tener que encontrarnos mal al modo estoico!
327
Tomarse las cosas en serio
El intelecto es para la gran mayoría una máquina torpe y lenta, oscura y chirriante, muy difícil de poner en marcha: dicen que van a «tomarse las cosas en serio» cuando quieren trabajar y pensar bien con esta máquina… ¡Oh, qué pesado tiene que resultarles pensar bien! Esta encantadora bestia que es el hombre pierde el buen humor, según parece, cada vez que piensa bien; ¡se pone «seria»! Y «allí donde hay risa y alegría, el pensamiento no vale nada»: así reza el prejuicio de esta bestia seria contra toda «gaya ciencia». ¡Ea! ¡Mostremos que es un prejuicio!
328
Hacer daño a la estupidez
Es seguro que la fe en la reprobabilidad del egoísmo, predicada tan obstinadamente y con tanto convencimiento, ha hecho daño al egoísmo en su conjunto (¡en beneficio, como repetiré cien veces, de los instintos gregarios!), especialmente al quitarle la buena conciencia y ordenarle buscar en él mismo la auténtica fuente de toda desdicha. «Tu egocentrismo es la desgracia de tu vida», así ha sonado la prédica durante milenios: como acabo de decir, ha hecho daño al egocentrismo y le ha quitado mucho espíritu, mucha jovialidad, mucho ingenio, mucha belleza, ¡ha vuelto estúpido al egocentrismo, lo ha hecho feo y lo ha envenenado! Distinto era, en cambio, lo que la Antigüedad filosófica enseñaba como la fuente principal de la perdición: de Sócrates en adelante los pensadores no se cansaron de predicar: «vuestra irreflexividad y estupidez, vuestro ir viviendo según la regla, vuestra subordinación a la opinión del vecino es la causa de que tan rara vez consigáis llegar a la felicidad, mientras que nosotros los pensadores somos, en tanto que tales, las personas más felices». No vamos a decidir aquí si esta prédica contra la estupidez tenía a su favor mejores razones que aquella prédica contra el egocentrismo; es seguro, empero, que le quitó a la estupidez la buena conciencia: estos filósofos han hecho daño a la estupidez.
329
Ocio y ociosidad
En el modo en que los americanos van en pos del oro hay un salvajismo de pielrojas y que los pielrojas llevan en la sangre: y su premura a la hora de trabajar —que les hace quedarse sin respiración y es el auténtico vicio del Nuevo Mundo— comienza ya, por contagio, a hacer salvaje a la vieja Europa y a extender sobre ella un atontamiento harto extraño. Ahora nos avergonzamos ya de la calma; la larga meditación da casi remordimientos de conciencia. Pensamos con el reloj en la mano, igual que comemos con la mirada puesta en el diario de la Bolsa: vivimos como alguien que continuamente «podría estar dejando pasar algo». «Mejor hacer cualquier cosa que no hacer nada», también este principio es una cuerda que estrangula toda cultura y todo gusto elevado. Y al igual que, visiblemente, todas las formas perecen por causa de esta premura de los que trabajan, así también perece el sentido de la forma mismo, el oído y el ojo para la melodía de los movimientos. La demostración de ello reside en la burda claridad que ahora se exige en todas partes, en todas las situaciones en las que las personas quieren ser sinceras con otras personas, en el trato con amigos, mujeres, parientes, niños, maestros, discípulos, caudillos y príncipes: ya no se tiene tiempo ni fuerza para las ceremonias, para la amabilidad que da rodeos, para todo esprit del entretenimiento, y en general para cualquier otium[43]. Pues la vida a la caza del beneficio fuerza constantemente a gastar el propio espíritu, hasta el agotamiento, en un constante disimular, o ser más astuto, o adelantarse: la auténtica virtud es ahora hacer algo en menos tiempo que los demás. Y, así, rara vez hay momentos de sinceridad que esté permitida: y en esos momentos nos encontramos cansados y nos gustaría no solo «dejarnos ir», sino tendernos en el suelo cuan largos somos y del modo más basto. Conforme a esa inclinación escribimos ahora nuestras cartas, cuyo estilo y espíritu serán siempre el auténtico «signo de los tiempos». Si se goza todavía de la sociedad y de las artes, es un goce tal y como se lo procuran los esclavos que están sobremanera cansados y trabajados. ¡Oh, este conformarse con poco, que caracteriza los «goces» de nuestros cultos e incultos! ¡Oh, esta creciente sospecha que recae sobre todo goce! El trabajo tiene cada vez más la buena conciencia de su lado: la inclinación a gozar se denomina ya «necesidad de descanso» y empieza a avergonzarse de sí misma. «Hay que cuidar la salud»: así decimos cuando nos pillan de jira campestre. Es más, las cosas podrían llegar pronto a tal extremo que no cediésemos a una inclinación a la vita contemplativa (es decir, a pasear con pensamientos y amigos) sin autodesprecio y mala conciencia. ¡Pues bien! Antes era al revés: era el trabajo lo que daba mala conciencia. Una persona de alcurnia ocultaba su trabajo cuando la necesidad la forzaba a trabajar. El esclavo trabajaba bajo la presión de la sensación de que estaba haciendo algo despreciable: el «hacer» mismo era algo despreciable. «La nobleza y el honor están solo en el otium y en el bellum[44]»: ¡así sonaba la voz del prejuicio antiguo!
330
Aprobación ajena
Opción El pensador no necesita la aprobación ajena y el aplauso, siempre y cuando esté seguro de su propio aplauso: de este no puede prescindir. ¿Hay personas que también podrían prescindir de él, y en general de todo género de aprobación ajena? Lo dudo: y, Tácito, que no es un calumniador de los sabios, dice respecto de incluso los más sabios: «quando etiam sapientibus gloriae cupido novissima exuitur[45]», lo que en él significa: nunca.
331
Mejor sordo que ensordecido
Antes, uno quería forjarse una reputación; ahora esto ya no basta, puesto que el mercado se ha vuelto demasiado grande: hace falta todo un griterío. La consecuencia es que también las buenas gargantas gritan hasta quedarse afónicas, y que las mejores mercancías son ofrecidas por voces roncas; ya no hay ahora genio alguno que no tenga que anunciarse en el mercado a voz en grito, hasta caer en la ronquera. Esta es, en verdad, una mala época para el pensador: tiene que aprender a encontrar su silencio entre dos ruidos y a hacerse el sordo hasta terminar siéndolo. Mientras no haya aprendido esto, corre peligro de perecer de impaciencia y de dolores de cabeza.
332
El mal momento
Probablemente todos los filósofos hayan tenido un mal momento en el que pensasen: ¡qué culpa tengo yo de que no se dé crédito tampoco a mis malos argumentos! Y después algún pajarillo de los que se alegran del mal ajeno pasó volando a su lado y gorjeó: «¿Qué culpa tienes?, ¿qué culpa tienes?».
333
Qué significa conocer
Non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere[46]!, dice Spinoza, del modo escueto y sublime que le es propio. Sin embargo: ¿qué es en su fondo último ese intelligere sino la forma en que precisamente las otras tres cosas se nos hacen sensibles de repente? ¿Un resultado de las pulsiones, diferentes y que se oponen entre sí, de querer reírse, quejarse y maldecir? Para que un conocer sea posible, cada una de esas pulsiones tiene que haber alegado primero su opinión unilateral sobre la cosa o suceso; después surge la lucha de esas unilateralidades y de ella, en ocasiones, un centro, una tranquilización, un dar la razón hacia los tres lados, una especie de justicia y de contrato: pues en virtud de la justicia y del contrato todas esas pulsiones pueden afirmarse en la existencia y tener razón unas respecto de otras. Nosotros, a los que solo las últimas escenas de reconciliación y balances finales de este largo proceso nos llegan a ser conscientes, pensamos por ello que intelligere es algo conciliador, justo, bueno, algo esencialmente opuesto a las pulsiones; mientras que es solo un cierto comportamiento de las pulsiones unas respecto de otras. Durante las más largas épocas se ha considerado el pensar consciente como el pensar por excelencia: solo ahora empezamos a vislumbrar la verdad de que la mayor parte, con mucho, de nuestra actuación espiritual discurre sin que seamos conscientes de ella ni la sintamos; pero creo que estas pulsiones que aquí luchan entre sí sabrán muy bien hacerse sentir y hacerse daño unas a otras: aquel repentino y enorme agotamiento que aflige alguna vez a todos los pensadores puede que tenga ahí su origen (es el agotamiento en el campo de batalla). Sí, quizá haya en nuestro interior que lucha algún que otro heroísmo escondido, pero seguro que no hay nada divino, que eternamente descanse en sí mismo, como creía Spinoza. El pensar consciente, y especialmente el del filósofo, es el tipo de pensar menos vigoroso, y por ello también, en proporción, el más suave y tranquilo: y, así, es precisamente el filósofo quien más fácilmente puede engañarse sobre la naturaleza del conocer.
334
Hay que aprender a amar
Así nos pasa en la música: primero, hay que aprender sencillamente a oír una figura y una melodía, a sacarla con el oído, a distinguirla, a aislarla y delimitarla como una vida en sí misma; después, es necesario esfuerzo y buena voluntad para soportarla aunque nos resulte extraña, ejercitarse en la paciencia con su mirada y su expresión, en la suavidad de corazón con lo que tiene de caprichosa: y al final llega un momento en el que nos hemos acostumbrado a ella, en el que la esperamos, en el que entrevemos que la echaríamos de menos si faltase; y entonces ella obra su coacción y su encantamiento más y más, y no ceja hasta que nos hayamos convertido en sus humildes y arrobados amantes, que ya no quieren de cuanto encierra el mundo otra cosa que música y solo música. Pero eso nos sucede no solo con ella: justo así es como hemos aprendido a amar todas las cosas que ahora amamos. Al fin y al cabo, nuestra buena voluntad, nuestra paciencia, nuestra equidad, nuestra suavidad de ánimo con lo ajeno siempre obtienen recompensa: lo ajeno se despoja lentamente de su velo y se presenta como una nueva e indecible belleza, y ese es su agradecimiento por nuestra hospitalidad. También quien se ama a sí mismo habrá aprendido a hacerlo por esta vía: no hay otra. También el amor hay que aprenderlo.
335
¡Viva la física!
¡Qué pocas personas saben observar! Y entre las pocas que saben hacerlo, ¡qué pocas se observan a sí mismas! «¡Nadie está más lejos de sí que uno mismo!», esto lo saben todos los arúspices, para su zozobra; y el dicho «¡conócete a ti mismo!» es, en boca de un dios y dirigido a hombres, casi una maldad. De que sea tan desesperada la causa de la autoobservación no hay mejor testigo que el modo en que casi todo el mundo habla de la esencia de una acción moral, ¡ese modo rápido, gustosamente dispuesto a poner de su parte todo lo que sea necesario, lleno de convencimiento y locuacidad, con su mirada, con su sonrisa, con su celo que disfruta agradando! Parece que se te quiere decir: «¡Querido, justo ese es mi asunto! Te estás dirigiendo con tu pregunta a aquel al que le es lícito responder: da la casualidad de que en ningún otro terreno soy tan sabio como en este. Así pues, cuando el hombre juzga: “es lo correcto”, cuando después infiere “¡por eso tiene que suceder!” y hace lo que de ese modo ha reconocido como justo y ha considerado necesario, ¡entonces es cuando la esencia de su acción es moral!». Pero, amigo mío, me estás hablando de tres acciones en vez de una: también tu juzgar, por ejemplo, «es lo correcto» es una acción, ¿no sería posible juzgar de un modo moral y de un modo inmoral? ¿Por qué consideras bueno esto, y precisamente esto? «¡Porque mi conciencia me lo dice, y la conciencia nunca habla de modo inmoral, pues no en vano es ella la que determina lo que es moral!». Pero ¿por qué haces caso al lenguaje de tu conciencia? ¿Y hasta qué punto tienes derecho a considerar tal juicio como verdadero e indefectible? Para esta fe, ¿no hay ya conciencia? ¿No sabes nada de una conciencia intelectual? ¿De una conciencia situada detrás de tu «conciencia»? Tu juicio «es lo correcto» tiene una prehistoria en tus pulsiones, inclinaciones, aversiones, experiencias y no-experiencias; «¿cómo ha surgido?», tienes que preguntar, y después: «¿qué me empuja realmente a prestarle oído?». Puedes prestar oído a sus órdenes, como un soldado cumplidor que oye las órdenes de su oficial. O como una mujer que ama al que da órdenes. O como alguien adulador y cobarde que tiene miedo al que da órdenes. O como un cabeza de chorlito que va detrás porque no tiene nada que decir en contra. En suma, de cien maneras puedes prestar oído a tu conciencia. Que tú oigas este y aquel juicio como lenguaje de tu conciencia, así pues que sientas algo como correcto, puede tener su causa en que nunca has reflexionado sobre ti mismo y en que aceptas a ciegas lo que desde tu infancia se te ha designado como correcto, o en que hasta ahora se te ha dado pan y honra con aquello que denominas tu deber: lo tienes por «correcto» porque te parece la «condición de tu existir» (¡y que tú tienes derecho a la existencia es algo que consideras irrefutable!). La solidez de tu juicio moral podría seguir siendo una demostración de miseria personal, de impersonalidad; tu «fuerza moral» podría tener su fuente en tu obstinación, ¡o en tu incapacidad de ver nuevos ideales! Y, en suma: si hubieses pensado más sutilmente, observado mejor y aprendido más, ya no denominarías en ningún caso a este tu «deber» y a esta tu «conciencia» deber y conciencia: el conocimiento de cómo han surgido siempre los juicios morales te quitaría el gusto por esas palabras altisonantes, igual que ya has perdido el gusto por otras palabras altisonantes, por ejemplo «pecado», «salvación del alma», «redención». ¡Y no me vengas ahora con el imperativo categórico, amigo mío!: ese término me hace cosquillas en el oído, y tengo que reír, a pesar de tu aspecto tan serio: me acuerdo en ese momento del viejo Kant, al cual, en castigo de que se había hecho ilegítimamente con la «cosa en sí» —¡otra cosa harto ridícula!— se le metió dentro ilegítimamente el «imperativo categórico», y con él en el corazón se perdió y sin darse cuenta volvió a «Dios», al «alma», a la «libertad» y a la «inmortalidad», igual que un zorro que se pierde y vuelve a su jaula: ¡y su fuerza e inteligencia eran lo que había roto los barrotes de esa jaula! ¿Cómo? ¿Admiras el imperativo categórico en ti? ¿Esta «solidez» de tu denominado juicio moral? ¿Esta «incondicionalidad» de la sensación de que «en este punto todos tienen que juzgar igual que yo»? ¡Admira más bien el egocentrismo que ahí se encierra! ¡Y la ceguera, la ruindad y la falta de pretensiones de tu egocentrismo! Y es que es egocentrismo sentir el propio juicio como ley universal; y además un egocentrismo ciego, ruin y sin pretensiones, porque deja traslucir que todavía no te has descubierto a ti mismo, que todavía no te has creado un ideal propio, muy, muy propio: ¡ese ideal nunca podría ser el de otro, y menos el de todos, todos! Quien juzga «así tendría que actuar todo el mundo en este caso» todavía no ha dado ni dos pasos en el camino del autoconocimiento: de lo contrario, sabría que no hay ni puede haber dos acciones iguales; que toda acción que se haya realizado ha sido realizada de un modo enteramente único e irrepetible, y lo mismo sucederá con toda acción futura; que todas las normas del actuar (e incluso las normas más interiores y sutiles de todas las morales habidas hasta ahora) se refieren solamente a la grosera cara exterior; que con ellas se puede alcanzar probablemente una apariencia de igualdad, pero precisamente solo una apariencia; que toda acción es y será siempre impenetrable, tanto prospectiva como retrospectivamente; que nuestras opiniones de «bueno», «noble», «grande», nunca pueden ser demostradas por nuestras acciones, porque toda acción es irreconocible; que seguramente nuestras opiniones, estimaciones de valor y tablas de bienes se cuentan entre las más poderosas palancas y engranajes de nuestras acciones, pero que en cada caso individual es imposible mostrar de modo fehaciente cuál ha sido la ley de su mecanismo. Limitémonos, pues, a limpiar nuestras opiniones y estimaciones de valor y a crear nuevas tablas de bienes propias: ¡no cavilemos más sobre «el valor moral de nuestras acciones»! ¡Sí, amigos míos! ¡Ha llegado el momento de que toda la charlatanería moral de los unos sobre los otros nos produzca repulsión! ¡Erigirnos en jueces morales debe repugnar a nuestro gusto! Dejemos esa charlatanería y ese mal gusto a quienes no tienen otra cosa que hacer que arrastrar el pasado un poco más por el tiempo y nunca son ellos mismos presente: ¡dejémosla a los muchos, por tanto, a la inmensa mayoría! Nosotros, en cambio, queremos llegar a ser los que somos: ¡los nuevos, los únicos, los que no admiten comparación, los que legislan para sí mismos, los que se crean a sí mismos! Y para ello tenemos que ser los mejores aprendices y descubridores de todo lo legal y necesario del mundo: tenemos que ser físicos, para, en aquel sentido, poder ser creadores, mientras que hasta ahora todas las estimaciones de valor e ideales estaban edificados sobre la ignorancia de la física o en contradicción con ella. Y por eso: ¡viva la física! Y viva aún más lo que nos fuerza a ella: ¡nuestra sinceridad!
336
Tacañería de la naturaleza
¿Por qué la naturaleza ha sido tan ruin con el hombre, hasta el punto de que no lo ha dejado brillar, a este más, a aquel menos, y a cada uno según su plenitud interior de luz? ¿Por qué los grandes hombres no resultan en su amanecer y en su ocaso tan visibles y bellos como el sol? ¡Cuánto menos equívoca sería la vida entre los hombres!
337
La «humanidad» futura
Cuando miro esta época con los ojos de una época lejana no sé encontrar en el hombre actual nada más curioso que esa peculiar virtud y enfermedad suya llamada «sentido histórico». Es un punto de partida para algo enteramente nuevo y extraño en la historia: si se diese a esa semilla algunos siglos, o más tiempo aún, de ella podría salir al final una planta tan maravillosa, y de olor no menos maravilloso, que haría nuestra vieja Tierra más agradable de habitar que hasta ahora. Nosotros, los hombres actuales, estamos empezando precisamente ahora a formar, eslabón tras eslabón, la cadena de un sentimiento futuro muy poderoso, y no sabemos apenas lo que hacemos. Casi nos parece como si no se tratase de un nuevo sentimiento, sino de la mengua de todos los sentimientos viejos: el sentido histórico es todavía algo pobre y frío, y cae sobre muchos como una helada que los hace todavía más pobres y más fríos. A otros les parece la señal de la vejez que se acerca sin ser vista, y consideran nuestro planeta como un enfermo melancólico que para olvidar su presente pone por escrito la historia de su juventud. Este es, en verdad, el único color de este nuevo sentimiento: quien sabe sentir la historia de los hombres en su conjunto como historia propia siente, en una enorme generalización, toda aquella congoja del enfermo que piensa en la salud, del anciano que piensa en el sueño de juventud, del amante al que se le roba la amada, del mártir al que su ideal se le hunde, del héroe la tarde siguiente a la batalla que nada ha decidido y en la que sin embargo ha sido herido y ha perdido a su amigo; pero soportar esta enorme suma de congoja de todo tipo, poder soportarla y, con todo, ser aún el héroe que cuando rompe un segundo día de batalla saluda a la aurora y a su fortuna, ser aún como el hombre que tiene un horizonte de milenios ante sí y tras de sí, como el heredero —el heredero forzoso— de toda la nobleza de todo espíritu pretérito, como el más noble de todos los viejos nobles y al mismo tiempo el primogénito de una nueva nobleza que ninguna época ha visto ni soñado: asumir todo esto en la propia alma, lo más viejo, lo más nuevo, pérdidas, esperanzas, conquistas, victorias del género humano: acabar teniendo todo esto en una sola alma y reunirlo apretadamente en un solo sentimiento: esto tendría que dar por resultado una felicidad que hasta ahora el hombre no ha conocido, la felicidad de un dios, llena de poder y amor, llena de lágrimas y de risas, ¡una felicidad que, como el sol al atardecer, continuamente se regala y se vierte en el mar desde su riqueza inagotable y que, como el sol, solo se siente plenamente rico cuando también el más pobre pescador rema con un remo dorado! Este sentimiento divino se llamaría entonces… ¡humanidad!
338
La voluntad de sufrir y los compasivos
¿Es conveniente para vosotros mismos ser ante todo personas compasivas? ¿Y es conveniente para los que sufren que vosotros lo seáis? Pero dejemos la primera pregunta sin respuesta por un instante. Aquello que nos hace sufrir más honda y personalmente es para casi todos los demás incomprensible e inaccesible: en ese punto estamos escondidos al prójimo, aunque coma del mismo puchero que nosotros. Dondequiera que se note que sufrimos, nuestro sufrimiento es interpretado superficialmente; forma parte de la esencia de la afección compasiva desvestir de lo auténticamente personal el sufrimiento ajeno: nuestros «bienhechores» son, más que nuestros enemigos, los empequeñecedores de nuestro valor y de nuestra voluntad. En la mayor parte de las buenas obras de que se hace beneficiarios a los desdichados hay algo de indignante en la ligereza intelectual con la que el compasivo juega a ser el destino: ¡no sabe nada de toda la ilación e imbricación interiores que encierra la desdicha para mí o para ti! La entera economía de mi alma y el equilibrio que establece en ella la «desdicha», el surgimiento de nuevas fuentes y necesidades, el cerrarse de viejas heridas, el expeler pasados enteros: todo esto, que puede ir ligado a la desdicha, no preocupa al querido compasivo: quiere ayudar y no piensa que hay una necesidad personal de la desdicha, que a mí y a ti los horrores, las carencias, los empobrecimientos, las medianoches, las aventuras, las osadías, las equivocaciones nos son tan necesarios como su contrario, es más, que, para expresarme místicamente, la senda que conduce al cielo propio pasa siempre por la voluptuosidad del infierno propio. No, de eso no sabe nada: la «religión de la compasión» (o «el corazón») manda ayudar, ¡y creemos que cuando mejor hemos ayudado es cuando hemos ayudado más rápidamente! Si vosotros, seguidores de esta religión, tenéis realmente también hacia vosotros mismos la misma actitud que hacia vuestros semejantes, si no queréis que vuestro propio sufrimiento se pose sobre vosotros ni una hora y continuamente prevenís ya desde lejos toda posible desdicha, si sentís el sufrimiento y el displacer, de suyo, como malos, odiosos y dignos de aniquilación, como manchas de la existencia: en ese caso, además de vuestra religión de la compasión, lleváis en el corazón otra religión distinta, y esta quizá sea la madre de aquella: la religión de la comodidad. ¡Ay, qué poco sabéis de la felicidad del hombre, vosotros comodones y bondadosos! ¡Pues la dicha y la desdicha son dos hermanos gemelos que se van haciendo grandes juntos o, como sucede en vuestro caso, juntos se quedan pequeños! Pero volvamos a la primera pregunta. ¡Cómo diantres es posible permanecer en el propio camino! Continuamente nos llama hacia un lado algún griterío, nuestro ojo rara vez ve algo que no haga necesario dejar estar instantáneamente nuestros propios asuntos y dar un salto. Lo sé: hay cien modos decentes y loables de salirme de mi camino, ¡y, en verdad, modos sumamente «morales»! Sí, el parecer de los actuales predicadores de la moral de la compasión va incluso en la dirección de que precisamente esto, y sola y exclusivamente esto, es moral: desviarse del propio camino de ese modo e ir en ayuda del prójimo. Lo sé con igual certeza: ¡tan pronto me entregue al espectáculo de una menesterosidad real también yo estoy perdido! Y si un amigo que sufre me dijese: «Mira, pronto moriré; prométeme morir conmigo», yo se lo prometería, igual que el espectáculo de aquel pequeño pueblo de las montañas que lucha por su libertad me llevaría a ofrecerle mi mano y mi vida: para, por una vez, elegir malos ejemplos por buenas razones. Es más, hay incluso una seducción secreta hacia todas estas cosas despertadoras de compasión y pedidoras de socorro: precisamente nuestro «camino propio» es asunto demasiado duro y exigente y demasiado alejado del amor y del agradecimiento de los demás; escapamos de él sin disgusto alguno, de él y de nuestra más propia conciencia, y nos refugiamos bajo la conciencia de los demás y en el interior del encantador templo de la «religión de la compasión». Hoy en día, tan pronto estalla alguna guerra, con ella también estalla siempre, precisamente en los más nobles de un pueblo, un placer que, con todo, mantenían oculto: se lanzan con entusiasmo al nuevo peligro de muerte, porque en el sacrificio por la patria creen tener por fin aquel permiso largamente buscado, el permiso de eludir su meta: la guerra es para ellos un rodeo hacia el suicidio, pero un rodeo con buena conciencia. Y, si algo tengo que silenciar, no quiero silenciar, sin embargo, mi moral, que me dice: ¡vive en lo escondido a fin de que puedas vivir para ti mismo! ¡Vive sin saber lo que a tu época le parece lo más importante! ¡Pon entre ti y hoy al menos la piel de tres siglos! ¡Y el griterío de hoy, el estrépito de las guerras y revoluciones, sea para ti un murmullo! También querrás ayudar: pero solo a aquellos cuya menesterosidad entiendas por completo porque compartan contigo un mismo sufrimiento y una misma esperanza: a tus amigos, y eso solo de manera que te ayudes a ti mismo: ¡quiero hacerlos más valientes, más resistentes, más sencillos, más alegres! Quiero enseñarles lo que ahora tan pocos comprenden, y aquellos predicadores de la compasión menos que nadie: ¡a compartir la alegría!
339
Vita femina
Para ver las bellezas últimas de una obra no basta con todo el saber ni con toda la buena voluntad; para que de una vez se retire el velo de nubes que oculta esas cumbres a nuestros ojos y el sol brille sobre ellas necesitamos las más escasas casualidades felices. No solo tenemos que estar justo en el sitio correcto para ver ese espectáculo: tiene que haber sido precisamente nuestra alma misma quien haya retirado el velo de sus alturas y esté necesitada de una expresión y comparación externa, como para tener un apoyo y seguir estando en poder de sí misma. Todo eso, empero, se da junto tan rara vez que tiendo a creer que las más altas alturas de todo lo bueno, trátese de obra, hecho, hombre o naturaleza, han sido hasta ahora para la mayoría, e incluso para los mejores, algo escondido y velado. ¡Y, además, lo que se nos desvela se nos desvela una sola vez! Es verdad que los griegos rezaban: «¡Que todo lo bello se dé dos y tres veces!». ¡Ay, en eso tenían una buena razón para invocar a los dioses, pues la realidad indivina no nos da lo bello en absoluto, o nos lo da una sola vez! Quiero decir que el mundo está repleto de cosas bellas, y sin embargo es pobre, muy pobre, en bellos instantes y desvelamientos de esas cosas. Pero quizá sea este el más fuerte encanto de la vida: hay sobre ella un velo recamado en oro de bellas posibilidades, prometedor, reacio, pudoroso, burlón, compasivo, seductor. ¡Sí, la vida es una mujer!
340
El Sócrates moribundo
Admiro la valentía y sabiduría de Sócrates en todo lo que hizo, dijo… y no dijo. Este burlón y enamorado ogro y flautista[47] no de Hamelín, pero sí de Atenas, que hacía temblar y sollozar a los más arrogantes muchachos, fue no solo el más sabio charlatán que haya habido nunca: fue igualmente grande en el callar. Me gustaría que hubiese permanecido callado también en el último instante de su vida: quizá perteneciese entonces a un orden de los espíritus todavía más alto. Ya fuese la muerte, o el veneno, o la devoción, o la maldad: algo le soltó en aquel instante la lengua y dijo: «Oh, Critón, le debo un gallo a Esculapio». Estas ridículas y terribles «últimas palabras» significan para quien tenga oídos: «¡Oh, Critón, la vida es una enfermedad!». ¿Será posible? Un hombre como él, que vivió jovialmente y como un soldado a ojos de todos, ¡era pesimista! ¡Se limitó a poner a la vida buena cara[48], y escondió de por vida su juicio último, su más íntimo sentimiento! ¡A Sócrates, a Sócrates le hacía sufrir la vida! Y además se vengó de ello: ¡con aquellas palabras veladas, horribles, pías y blasfemas! ¿Todo un Sócrates tenía que vengarse encima? ¿Le faltó una pizca de magnanimidad en su virtud sobreabundante? ¡Ay, amigos! ¡Tenemos que superar incluso a los griegos!
341
El peso más abrumador
Qué sucedería si un día, o una noche, un genio te fuese siguiendo hasta adentrarse subrepticiamente en tu más solitaria soledad y te dijese: «Esta vida, tal y como tú ahora la vives y la has vivido, tendrás que vivirla una vez más e incontables veces más; y no habrá en ella nada nuevo, sino que todo dolor y todo placer, y todo pensamiento y suspiro, y todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida tiene que volver a ti, y todo en el mismo orden y secuencia, e igualmente esta araña y esta luz de luna entre los árboles, e igualmente este instante y yo mismo. Al eterno reloj de arena de la existencia se le dará la vuelta una vez y otra, ¡y a ti con él, polvillo del polvo!». ¿No te arrojarías al suelo y harías rechinar tus dientes y maldecirías al genio que hablase así? ¿O acaso has experimentado alguna vez un instante enorme en el que le respondieses: «¡eres un dios y nunca he oído nada más divino!»? Si aquel pensamiento cobrase poder sobre ti, transformaría al que ahora eres y quizá te despedazaría; la pregunta «¿quieres esto una vez más, e incontables veces más?», referida a todo y a todos, ¡gravitaría sobre tu actuar con el peso más abrumador! Pues ¿cómo podrías llegar a ver la vida, y a ti mismo, con tan buenos ojos que no deseases otra cosa que esa confirmación y ese sello últimos y eternos?
342
Incipit tragoedia
Cuando tenía treinta años, Zaratustra dejó su tierra y el lago Urmi y marchó a las montañas. Allí disfrutó de su espíritu y de su soledad, y no se cansó de ellos durante diez años. Pero al final se transformó su corazón, y una mañana se levantó con la aurora, se plantó mirando al sol y le dijo así: «¡Oh, astro rey! ¡Qué sería tu felicidad sin aquellos para quienes brillas! Diez años llevas subiendo hasta mi cueva: te habrías hartado de tu luz y de este camino sin mí, sin mi águila y mi serpiente; pero nosotros te estábamos esperando cada mañana, tomábamos parte de tu sobreabundancia y te bendecíamos por ello. ¡Mira! Estoy hastiado de mi sabiduría, e igual que la abeja que ha reunido demasiada miel necesito las manos que se extienden; querría regalar y repartir hasta que los sabios entre los hombres volviesen a alegrarse de su necedad y los pobres de su riqueza. Para ello tengo que descender a las profundidades: como tú haces al atardecer, cuando bajas detrás del mar y llevas luz aún al submundo, ¡tú, astro sobreabundante! Igual que tú, también yo tengo que ponerme[49], como lo llaman los hombres a los que quiero descender. ¡Bendíceme, pues, tú, ojo tranquilo que puede ver sin envidia también una felicidad demasiado grande! ¡Bendice el vaso que quiere desbordarse, para que el agua fluya dorada de él y lleve por doquier el resplandor de tu deleite! ¡Mira! Este vaso quiere volver a vaciarse, y Zaratustra quiere volver a hacerse hombre». Así empezó el descenso[50] de Zaratustra.