Fermina Daza no podía imaginarse que aquella carta suya, instigada por una rabia ciega, pudiera ser interpretada por Florentino Ariza como una carta de amor. Había puesto en ella toda la furia de que era capaz, sus palabras más crueles, los oprobios más hirientes, e injustos además, que sin embargo le parecían ínfimos frente al tamaño de la ofensa. Fue el último acto de un amargo exorcismo de dos semanas, con el cual trataba de lograr un pacto de conciliación con su nuevo estado. Quería ser otra vez ella misma, recuperar todo cuanto había tenido que ceder en medio siglo de una servidumbre que la había hecho feliz, sin duda pero que una vez muerto el esposo no le dejaba a ella ni los vestigios de su identidad. Era un fantasma en una casa ajena que de un día para otro se había vuelto inmensa y solitaria, y en la cual vagaba a la deriva, preguntándose angustiada quién estaba más muerto: el que había muerto o la que se había quedado.
No podía sortear un recóndito sentimiento de rencor contra el marido por haberla dejado sola en medio de la mar tenebrosa. Todo lo suyo le provocaba el llanto: la piyama debajo de la almohada, las pantuflas que siempre le parecieron de enfermo, el recuerdo de su imagen desvistiéndose en el fondo del espejo mientras ella se peinaba para dormir, el olor de su piel que había de persistir en la de ella mucho tiempo después de la muerte. Se detenía a mitad de cualquier cosa que estuviera haciendo y se daba una palmadita en la frente, porque de pronto se acordaba de algo que olvidó decirle. A cada instante le venían a la mente las tantas preguntas cotidianas que sólo él le podía contestar. Alguna vez él le había dicho algo que ella no podía concebir: los amputados sienten dolores, calambres, cosquillas, en la pierna que ya no tienen. Así se sentía ella sin él, sintiéndolo estar donde ya no estaba.
Al despertar en su primera mañana de viuda, se había dado vuelta en la cama, todavía sin abrir los ojos, en busca de una posición más cómoda para seguir durmiendo, y fue en ese momento cuando él murió para ella. Pues sólo entonces tomó conciencia de que él había pasado la noche por primera vez fuera de casa. La otra impresión fue en la mesa, no porque se sintiera sola, como en efecto lo estaba, sino por la certidumbre rara de estar comiendo con alguien que ya no existía. Esperó a que su hija Ofelia viniera de Nueva Orleans, con el esposo y las tres niñas, para sentarse otra vez a comer en la mesa, pero no en la de siempre, sino en una mesa improvisada, más pequeña, que hizo poner en el corredor. Hasta entonces no había hecho ninguna comida regular. Pasaba por la cocina a cualquier hora, cuando tenía hambre, y metía el tenedor en las ollas y comía un poco de todo sin ponerlo en un plato, de pie frente a la hornilla, hablando con las mujeres del servicio que eran las únicas con las que se sentía bien, y con las que mejor se entendía. Sin embargo, por mucho que lo intentara, no lograba eludir la presencia del marido muerto: por donde quiera que iba, por donde quiera que pasaba, en cualquier cosa que hacía tropezaba con algo suyo que se lo recordaba. Pues si bien le parecía honesto y justo que le doliera, también quería hacer todo lo posible por no regodearse en el dolor. Así que se impuso la determinación drástica de desterrar de la casa todo cuanto le recordara al marido muerto, como lo único que se le ocurría para seguir viviendo sin él.
Fue una ceremonia de exterminio. El hijo aceptó llevarse la biblioteca para que ella pusiera en la oficina el costurero que nunca tuvo de casada. Por su parte, la hija se llevaría algunos muebles y numerosos objetos que le parecían muy apropiados para las subastas de antigüedades de Nueva Orleans. Todo esto fue un alivio para Fermina Daza, aunque no le hizo ninguna gracia comprobar que las cosas compradas por ella en su viaje de bodas eran ya reliquias de anticuarios. Contra el estupor callado de las sirvientas, de los vecinos, de las amigas cercanas que venían a acompañarla en aquellos días, hizo prender una hoguera en un solar vacío detrás de la casa, y allí quemó todo lo que le recordaba al esposo: las ropas más costosas y elegantes que se vieron en la ciudad desde el siglo anterior, los zapatos más finos, los sombreros que se parecían a él más que sus retratos, el mecedor de siesta del que se había levantado por última vez para morir, innumerables objetos tan ligados a su vida que ya formaban parte de su identidad. Lo hizo sin una sombra de duda, por la certidumbre plena de que su esposo lo habría aprobado, y no sólo por higiene. Pues él le había expresado muchas veces su deseo de ser incinerado, y no recluido en, la oscuridad sin resquicios de una caja de cedro. Su religión se lo impedía, desde luego: se había atrevido a sondear el criterio del arzobispo, por si acaso, y este le había dado una negativa terminante. Era una pura ilusión, porque la Iglesia no permitía la existencia de hornos crematorios en nuestros cementerios, ni para uso de religiones distintas de la católica, y a nadie más que al mismo Juvenal Urbino se le hubiera ocurrido la conveniencia de construirlos. Fermina Daza no olvidó este terror del esposo, y aun en la confusión de las primeras horas se acordó de ordenar al carpintero que le dejara el consuelo de una brecha de luz en el ataúd.
De todos modos fue un holocausto inútil. Fermina Daza se dio cuenta muy pronto de que el recuerdo del esposo muerto era tan refractario al fuego como parecía serlo al paso de los días. Peor aún: después de la incineración de las ropas no sólo seguía añorando lo mucho que había amado de él, sino también, y por encima de todo, lo que más le molestaba: los ruidos que hacía al levantarse. Esos recuerdos la ayudaron a salir de los manglares del duelo. Por encima de todo, tomó la determinación firme de continuar la vida recordando al esposo como si no hubiera muerto. Sabía que el despertar de cada mañana seguiría siendo difícil, pero lo sería cada vez menos.
Al término de la tercera semana, en efecto, empezó a vislumbrar las primeras luces. Pero a medida que aumentaban y se hacían más claras, iba tomando conciencia de que había en su vida un fantasma atravesado que no le dejaba un instante de paz. No era el fantasma de lástima que la acechaba en el parquecito de Los Evangelios, y que ella solía evocar desde la vejez con una cierta ternura, sino el fantasma abominable de la levita de verdugo y el sombrero apoyado en el pecho, cuya impertinencia estúpida la había perturbado de tal modo que ya le era imposible no pensar en él. Siempre, desde que ella lo rechazó a los dieciocho años, le quedó la convicción de haber dejado en él una semilla de odio que el tiempo no haría sino aumentar. Había contado con ese odio en todo momento, lo sentía en el aire cuando el fantasma estaba cerca, su sola visión la perturbaba, la asustaba de tal modo que nunca encontró una manera natural de comportarse con él. La noche en que él le reiteró su amor, todavía con las flores del esposo muerto perfumando la casa, ella no pudo entender que aquel desplante no fuera el primer paso de quién sabe qué siniestro propósito de venganza.
La persistencia de su recuerdo le aumentaba la rabia. Cuando despertó pensando en él, al día siguiente del entierro, logró quitárselo de la memoria con un simple gesto de la voluntad. Pero la rabia volvía siempre, y muy pronto se dio cuenta de que el deseo de olvidarlo era el más fuerte estímulo para recordarlo. Entonces se atrevió a evocar por primera vez, vencida por la nostalgia, los tiempos ilusorios de aquel amor irreal. Trataba de precisar cómo era el parquecito de entonces, los almendros rotos, el escaño donde él la amaba, porque nada de eso existía ya como entonces. Habían cambiado todo, se habían llevado los árboles con su alfombra de hojas amarillas, y en lugar de la estatua del héroe decapitado habían puesto la de otro en uniforme de gala, sin nombre, sin fechas, sin motivos que lo justificaran, sobre un pedestal aparatoso dentro del cual habían instalado los controles eléctricos del sector. Su casa, vendida por fin hacía muchos años, se desbarataba a pedazos entre las manos del gobierno provincial. No le resultaba fácil imaginarse a Florentino Ariza como era entonces, y mucho menos concebir que aquel muchacho taciturno, tan desvalido bajo la lluvia, fuera el mismo carcamal apolillado que se le había plantado enfrente sin ninguna consideración por su estado, sin el menor respeto por su dolor, y le había abrasado el alma con una injuria a fuego vivo que seguía estorbándole para respirar.
La prima Hildebranda Sánchez había venido a visitarla poco después de que ella estuviera en su hacienda de Flores de María reponiéndose de la mala hora de la señorita Lynch. Había llegado vieja, gorda, feliz, acompañada por el hijo mayor, que había sido coronel del ejército, como el padre, pero que fue repudiado por él a raíz de su actuación indigna en la matanza de los obreros del banano en San Juan de la Ciénaga. Las dos primas se habían visto muchas veces, y siempre se les iban las horas añorando la época en que se conocieron. En su última visita, Hildebranda estaba más nostálgica que nunca, y muy afectada por la carga de la vejez. Para mayor regodeo de la añoranza, trajo su copia del retrato de dama antigua que les había tomado el fotógrafo belga la tarde en que el joven Juvenal Urbino le dio la estocada de gracia a la voluntariosa Fermina Daza. La copia de esta se había perdido, y la de Hildebranda era casi invisible, pero ambas se reconocieron a través de las brumas del desencanto: jóvenes y bellas como no volverían a serlo jamás.
Para Hildebranda era imposible no hablar de Florentino Ariza, porque siempre identificó su suerte con la suya. Lo evocaba como el día en que puso su primer telegrama, y nunca consiguió quitarse del corazón su recuerdo de pajarito triste condenado al olvido. Por su parte, Fermina lo había visto muchas veces, sin conversar con él, desde luego, y no podía concebir que fuera el mismo de su primer amor. Siempre le habían llegado noticias de él, como tarde o temprano le llegaban las de todo el que significara algo en la ciudad. Se decía que no se había casado porque era de costumbres distintas, pero tampoco a esto le puso atención, en parte porque nunca hizo caso de rumores, y en parte porque de todos modos se decían cosas semejantes de muchos hombres insospechables. En cambio, le parecía extraño que Florentino Ariza persistiera en sus atuendos místicos, en sus lociones raras, y que siguiera siendo tan enigmático después de abrirse paso en la vida de un modo tan espectacular, y además tan honrado. No le era posible creer que fuera el mismo, y siempre se sorprendía cuando Hildebranda suspiraba: «¡Pobre hombre, cómo debe haber sufrido!». Pues ella lo veía sin dolor desde hacía mucho tiempo: era una sombra borrada.
Sin embargo, la noche en que lo encontró en el cine, por los tiempos en que ella regresó de Flores de María, algo raro ocurrió en su corazón. No le sorprendió que estuviera con una mujer, y negra, además. Le sorprendió que estuviera tan bien conservado, que se comportara con mayor soltura, y no se le ocurrió pensar que tal vez fuera ella y no él quien había cambiado después de la irrupción perturbadora de la señorita Lynch en su vida privada. A partir de entonces, y durante más de veinte años, siguió viéndolo con ojos más compasivos. La noche de la velación del esposo, no sólo le pareció comprensible que estuviera allí, sino que inclusive lo entendió como el término natural del rencor: un acto de perdón y olvido. Por eso fue tan imprevista la reiteración dramática de un amor que para ella no había existido nunca, y a una edad en que a Florentino Ariza y a ella no les quedaba nada más que esperar de la vida.
La rabia mortal del primer impacto seguía intacta después de la cremación simbólica del marido, y más crecía y se ramificaba cuanto menos capaz se sentía de dominarla. Peor aún: los espacios de la memoria donde lograba apaciguar los recuerdos del muerto iban siendo ocupados poco a poco pero de un modo inexorable por la pradera de amapolas donde estaban enterrados los recuerdos de Florentino Ariza. Así, pensaba en él sin quererlo, y cuanto más pensaba en él más rabia le daba, y cuanto más rabia le daba más pensaba en él, hasta que fue algo tan insoportable que le desbordó la razón. Entonces se sentó en el escritorio del marido muerto, y le escribió a Florentino Ariza una carta de tres pliegos irracionales, tan cargados de injurias y de provocaciones infames, que le dejaron el alivio de haber cometido a conciencia el acto más indigno de su larga vida.
También para Florentino Ariza aquellas tres semanas habían sido de agonía. La noche en que le reiteró su amor a Fermina Daza había vagado sin rumbo por calles desbaratadas por el diluvio de la tarde, preguntándose aterrado qué iba a hacer con la piel del tigre que acababa de matar después de haber resistido a su asedio durante más de medio siglo. La ciudad estaba en estado de emergencia por la violencia de las aguas. En algunas casas había hombres y mujeres medio desnudos tratando de salvar del diluvio lo que Dios quisiera, y Florentino Ariza tuvo la impresión de que aquel desastre de todos tenía algo que ver con el suyo. Pero el aire era manso y las estrellas del Caribe estaban quietas en su lugar. De pronto, en un silencio de las otras voces, Florentino Ariza reconoció la del hombre que Leona Cassiani y él habían oído cantar muchos años antes, a la misma hora y en la misma esquina: Del puente me devolví bañado en lágrimas. Una canción que de algún modo, aquella noche y sólo para él, tenía algo que ver con la muerte.
Nunca como entonces le hizo tanta falta Tránsito Ariza, su palabra sabia, su cabeza de reina de burlas adornada con flores de papel. No podía evitarlo: siempre que se encontraba al borde del cataclismo, le hacía falta el amparo de una mujer. De modo que pasó por la Escuela Normal buscando el rumbo de las alcanzables, y vio que había una luz en la larga fila de ventanas del dormitorio de América Vicuña. Tuvo que hacer un grande esfuerzo para no incurrir en la locura de abuelo de llevársela a las dos de la madrugada, tibia de sueño entre sus pañales, y todavía olorosa a berrenchín de cuna.
En el otro extremo de la ciudad estaba Leona Cassiani, sola y libre, y dispuesta sin duda a depararle a las dos de la madrugada, a las tres, a cualquier hora y en cualquier circunstancia la compasión que le hacía falta. No hubiera sido la primera vez que él llamara a su puerta en el yermo de sus insomnios, pero comprendió que ella era demasiado inteligente, y se amaban demasiado, para que él fuera a llorar en su regazo sin revelarle el motivo. Al cabo de mucho pensar, sonámbulo por la ciudad desierta, se le ocurrió que con ninguna podía estar mejor que con Prudencia Pitre: la Viuda de Dos. Era diez años menor que él. Se habían conocido en el siglo anterior, y si dejaron de encontrarse fue porque ella se había empeñado en no dejarse ver como estaba medio ciega, y de veras al borde de la decrepitud. Tan pronto como se acordó de ella, Florentino Ariza volvió a la Calle de las Ventanas, metió en una bolsa de mercado dos botellas de oporto y un frasco de encurtidos, y se fue a verla sin saber siquiera si estaba en su casa de siempre, si estaba sola, o si estaba viva.
Prudencia Pitre no había olvidado la clave de los rasguños en la puerta, con la que él se identificaba cuando todavía se creían jóvenes aunque ya no lo fueran, y le abrió sin preguntas. La calle estaba a oscuras y él era apenas visible con el vestido de paño negro, el sombrero duro y el paraguas de murciélago colgado del brazo, y ella no tenía ojos para verlo como no fuera a plena luz, pero lo reconoció por el destello del farol en la montura metálica de los espejuelos. Parecía un asesino con las manos todavía ensangrentadas.
—Asilo para un pobre huérfano —dijo.
Fue lo único que acertó a decir, sólo por decir algo. Se sorprendió de cuánto había envejecido desde que la vio la última vez, y fue consciente de que ella lo veía de igual modo. Pero se consoló pensando que un momento después, cuando ambos se repusieran del golpe inicial, irían notándose menos el uno al otro las mataduras de la vida, y volverían a verse tan jóvenes como lo fueron el uno para el otro cuando se conocieron: cuarenta años antes.
—Estás como para un entierro —le dijo ella.
Así era. También ella había estado en la ventana desde las once, como casi toda la ciudad, contemplando el paso del cortejo más concurrido y suntuoso que se había visto desde la muerte del arzobispo De Luna. La habían despertado de la siesta los truenos de artillería que hacían temblar la tierra, la discordia de las bandas de guerra, el desorden de los cánticos fúnebres por encima del clamor de las campanas de todas las iglesias, que doblaban sin pausas desde el día anterior. Había visto desde el balcón los militares de a caballo en uniforme de parada, las comunidades religiosas, los colegios, las largas limusinas negras de la autoridad invisible, la carroza de caballos con morriones de plumas y gualdrapas de oro, el ataúd amarillo cubierto con la bandera en la cureña de un cañón histórico, y por último la fila de las viejas victorias descubiertas que seguían manteniéndose vivas para llevar las coronas. No bien acababan de pasar frente al balcón de Prudencia Pitre, poco después del mediodía, cuando se desplomó el diluvio, y el cortejo se dispersó en estampida.
—Qué manera más absurda de morirse —dijo ella.
—La muerte no tiene sentido del ridículo —dijo él, y agregó con pena—: sobre todo a nuestra edad.
Estaban sentados en la terraza, frente al mar abierto, viendo la luna con un halo que ocupaba la mitad del cielo, viendo las luces de colores de los barcos en el horizonte, gozando de la brisa tibia y perfumada después de la tormenta. Bebían oporto y comían encurtidos sobre rebanadas de pan de monte que Prudencia Pitre cortaba de una hogaza en la cocina. Habían vivido muchas noches como esa, después que ella se quedó viuda y sin hijos a los treinta y cinco años. Florentino Ariza la encontró en una época en que habría recibido a cualquier hombre que quisiera acompañarla, aunque fuera alquilado por horas, y lograron establecer una relación más seria y prolongada de lo que parecía posible.
Aunque nunca lo insinuó siquiera, ella le habría vendido el alma al diablo por casarse con él en segundas nupcias. Sabía que no era fácil someterse a su mezquindad, a sus necedades de viejo prematuro, a su orden maniático, a su ansiedad de pedirlo todo sin dar nada de nada, pero a cambio de eso no había un hombre que se dejara acompañar mejor que él, porque no podía haber otro en el mundo tan necesitado de amor. Pero tampoco había otro tan resbaladizo, de modo que el amor no pasó de donde siempre llegaba con él: hasta donde no interfiriera su determinación de conservarse libre para Fermina Daza. Sin embargo, se prolongó por muchos años, aun después que él arregló las cosas para que Prudencia Pitre volviera a casarse con un agente de comercio que venía por tres meses y andaba de viaje otros tres, y con el que tuvo una hija y cuatro hijos, uno de los cuales, según ella juraba, era de Florentino Ariza.
Conversaron sin preocuparse de la hora, porque ambos estaban acostumbrados a compartir sus insomnios de jóvenes, y tenían mucho menos que perder en sus insomnios de viejos. Aunque casi nunca pasaba de la segunda copa, Florentino Ariza no había recobrado el aliento después de la tercera. Sudaba a chorros, y la Viuda de Dos le dijo que se quitara el saco, el chaleco, los pantalones, que se quitara todo si quería, qué carajo, si al fin y al cabo ellos se conocían mejor desnudos que vestidos. Él dijo que lo haría si ella lo hacía, pero ella no quiso: hacía tiempo se había visto en la luna del ropero, y había comprendido de pronto que ya no tendría valor para dejarse ver desnuda ni de él ni de nadie.
Florentino Ariza, en un estado de exaltación que no había logrado apaciguar con cuatro copas de oporto, siguió hablando del pasado, de los buenos recuerdos del pasado que eran su tema único desde hacía tiempo, pero ansioso de encontrar en el pasado un camino secreto para desahogarse. Pues era eso lo que le hacía falta: echar el alma por la boca. Cuando percibió los primeros fulgores en el horizonte intentó una aproximación sesgada. Preguntó, de un modo que parecía casual: «¿Qué harías si alguien te propusiera matrimonio, así como estás, viuda y a tus años?». Ella se rio, con una arrugada risa de vieja, y preguntó a su vez:
—¿Lo dices por la viuda de Urbino?
Florentino Ariza olvidaba siempre cuando menos debía que las mujeres piensan más en el sentido oculto de las preguntas que en las preguntas mismas, y Prudencia Pitre más que cualquier otra. Presa de un pavor súbito por su puntería escalofriante, se escabulló por la puerta falsa: «Lo digo por ti». Ella volvió a reír: «Anda a burlarte de tu puta madre, que en paz descanse». Luego lo instó a que dijera lo que quería decir, porque sabía que ni él ni ningún otro hombre la hubiera despertado a las tres de la madrugada, y después de tantos años de no verla, sólo para beber oporto y comer pan de monte con encurtidos. Dijo: «Eso sólo se hace cuando uno anda buscando alguien con quien llorar». Florentino Ariza se batió en retirada.
—Por una vez te equivocas —le dijo—. Mis motivos de esta noche son más bien para cantar.
—Entonces cantemos —dijo ella.
Empezó a entonar con muy buena voz la canción de moda: Ramona, sin ti no puedo ya vivir. Fue el final de la noche, pues él no se atrevió a jugar juegos prohibidos con una mujer que le había dado demasiadas pruebas de conocer el otro lado de la luna. Salió a una ciudad distinta, enrarecida por las últimas dalias de junio, y a una calle de su juventud por donde desfilaban las viudas de tinieblas de la misa de cinco. Pero entonces fue él y no ellas quien cambió de acera para que no le vieran las lágrimas que ya le era imposible soportar, no desde la media noche, como él creía, porque estas eran otras: las que llevaba atragantadas desde hacía cincuenta y un años, nueve meses y cuatro días.
Había perdido la cuenta de su tiempo, cuando despertó sin saber dónde frente a un ventanal deslumbrante. La voz de América Vicuña jugando a la pelota en el jardín con las muchachas del servicio, lo puso en la realidad: estaba en la cama de su madre, cuya alcoba conservaba intacta, y donde solía dormir para sentirse menos solo en las pocas ocasiones en que lo inquietaba la soledad. Frente a la cama estaba el gran espejo del Mesón de don Sancho, y a él le bastaba con verlo al despertar para ver a Fermina Daza reflejada en el fondo. Supo que era sábado, porque era el día en que el chofer recogía en el internado a América Vicuña, y la llevaba a su casa. Se dio cuenta de que había dormido sin saberlo, soñando que no podía dormir, con un sueño perturbado por la cara de rabia de Fermina Daza. Se bañó pensando cuál debía ser el paso siguiente, se vistió muy despacio con sus ropas mejores, se perfumó y se engomó el bigote blanco de puntas afiladas, y al salir del dormitorio vio desde el corredor del segundo piso a la bella criatura de uniforme, que atrapaba la pelota en el aire con la gracia que tantos sábados lo había hecho estremecer, pero que esa mañana no le causó la menor turbación. Le indicó que fuera con él, y antes de subir en el automóvil le dijo sin necesidad: «Hoy no vamos a hacer cositas». La llevó a la Heladería Americana, desbordada a esa hora por los padres que comían helados con sus niños bajo los ventiladores de grandes aspas colgados del cielo raso. América Vicuña pidió un helado de varios pisos, cada uno de un color distinto en una copa gigantesca, que era su favorito y el más vendido porque exhalaba una humareda mágica. Florentino Ariza tomó un café negro, mirando a la niña sin hablar, mientras ella se comía el helado con una cuchara de mango muy largo para alcanzar el fondo de la copa. Sin dejar de mirarla, él le dijo de pronto:
—Me voy a casar.
Ella lo miró a los ojos con un destello de incertidumbre, sosteniendo la cuchara en el aire, pero enseguida se repuso y sonrió.
—Es embuste —dijo—. Los viejitos no se casan.
Esa tarde la dejó en el internado al punto del Ángelus, bajo un aguacero obstinado, después de haber visto juntos los títeres del parque, de haber almorzado en los puestos de pescado frito de las escolleras, de haber visto las fieras enjauladas de un circo que acababa de llegar, de comprar en los portales toda clase de dulces para llevar al internado, y de haber repasado la ciudad varias veces en el automóvil descubierto para que ella se fuera acostumbrando a la idea de que él era su tutor, y ya no su amante. El domingo le mandó el automóvil por si quería pasear con sus amigas, pero no la quiso ver, porque desde la semana anterior había tomado conciencia plena de la edad de ambos. Esa noche tomó la determinación de escribirle a Fermina Daza una carta de disculpas, aunque sólo fuera para no capitular, pero la dejó para el día siguiente. El lunes, al cabo de tres semanas exactas de pasión, entró en su casa ensopado de lluvia, y encontró la carta de ella.
Eran las ocho de la noche. Las dos muchachas del servicio estaban acostadas, y habían dejado en el pasillo la única luz permanente que le permitía a Florentino Ariza llegar hasta el dormitorio. Sabía que su cena desmirriada e insípida estaba en la mesa del comedor, pero el poco de hambre que llevaba después de tantos días comiendo de cualquier modo se le esfumó con la conmoción de la carta. Le costó trabajo encender la luz general del dormitorio por el temblor de las manos. Puso la carta mojada sobre la cama, encendió la veladora en la mesa de noche, y con una calma fingida que era un recurso muy suyo para serenarse, se quitó la chaqueta empapada y la colgó en el espaldar de la silla, se quitó el chaleco y lo puso muy bien doblado sobre la chaqueta, se quitó la cinta de seda negra y el cuello de celuloide que ya había pasado de moda en el mundo, se desabotonó la camisa hasta la cintura y se soltó la correa para respirar mejor, y por último se quitó el sombrero y lo puso a secar junto a la ventana. De pronto se estremeció porque no supo dónde estaba la carta, y era tal su nerviosismo que se sorprendió al encontrarla, pues no recordaba haberla puesto sobre la cama. Antes de abrirla secó el sobre con el pañuelo, cuidando de no correr la tinta con que estaba escrito su nombre, y mientras lo hacía cayó en la cuenta de que aquel secreto no estaba ya compartido entre dos, sino entre tres, por lo menos, pues a quienquiera que la hubiera llevado debió llamarle la atención que la viuda de Urbino le escribiera a alguien de fuera de su mundo apenas tres semanas después de muerto el esposo, con tanta premura que no mandó la carta por correo, y con tanto sigilo que ordenó no entregarla en mano sino deslizarla por debajo de la puerta como un billete anónimo. No tuvo que romper el sobre, pues la goma se había disuelto con el agua, pero la carta estaba seca: tres folios densos, sin encabezado, y firmados con las iniciales del nombre de casada.
La leyó una vez a toda prisa sentado en la cama, más intrigado por el tono que por el contenido, y antes de pasar al segundo folio ya sabía que era justo la carta de improperios que esperaba recibir. La puso abierta bajo el resplandor de la veladora, se quitó los zapatos y las medias mojadas, apagó junto a la puerta la luz general, y al final se puso la bigotera de gamuza y se acostó sin quitarse el pantalón y la camisa, con la cabeza en dos almohadones grandes que le servían de espaldar para leer. Así repasó la carta, esta vez letra por letra, escudriñando cada letra para que ninguna de sus intenciones ocultas se le quedara sin desentrañar, y la leyó después cuatro veces más, hasta que estuvo tan saturado que las palabras escritas empezaron a perder su sentido. Por último la guardó sin el sobre en la gaveta de la mesa de noche, se acostó bocarriba con las manos entrelazadas en la nuca, y permaneció durante cuatro horas con la vista inmóvil en el espacio del espejo donde había estado ella, sin parpadear, respirando apenas, más muerto que un muerto. A la medianoche en punto fue a la cocina, preparó y llevó al cuarto un termo de café espeso como el petróleo crudo, echó la dentadura postiza en el vaso de agua boricada que siempre encontraba listo para eso en la mesa de noche, volvió a acostarse en la misma posición de mármol yacente con variaciones instantáneas cada cierto tiempo para tomar un sorbo de café, hasta que la camarera entró a las seis con otro termo lleno.
A esa hora, Florentino Ariza sabía cuál iba a ser cada uno de sus pasos siguientes. En realidad no le dolieron los insultos ni se preocupó por aclarar las imputaciones injustas, que podían haber sido peores conociendo el carácter de Fermina Daza y la gravedad del motivo. Lo único que le interesó fue que la carta por sí misma le daba la oportunidad y le reconocía el derecho de contestarla. Más aún: se lo exigía. Así que la vida estaba ahora en el límite adonde él quiso llevarla. Todo lo demás dependía de él, y tenía la convicción cierta de que su infierno privado de más de medio siglo le deparaba todavía muchas pruebas mortales que él estaba dispuesto a afrontar con más ardor y más dolor y más amor que todas las anteriores, porque serían las últimas.
Cinco días después de recibir la carta de Fermina Daza, cuando llegó a sus oficinas, se sintió flotando en el vacío abrupto e inusual de las máquinas de escribir, cuyo ruido de lluvia había terminado por notarse menos que su silencio. Era una pausa. Cuando el ruido empezó de nuevo, Florentino Ariza se asomó en el despacho de Leona Cassiani y la contempló sentada frente a su máquina personal, que obedecía a la yema de sus dedos como un instrumento humano. Ella se supo observada, y miró hacia la puerta con su terrible sonrisa solar, pero no dejó de escribir hasta el final del párrafo.
—Dime una cosa, leona de mi alma —le preguntó Florentino Ariza—: ¿Cómo te sentirías si recibieras una carta de amor escrita en ese trasto?
El gesto de ella, que ya no se sorprendía de nada, fue de sorpresa legítima.
—¡Hombre! —exclamó—. Fíjate que nunca se me había ocurrido.
Por lo mismo no tenía otra respuesta. Tampoco Florentino Ariza lo había pensado hasta entonces, y decidió correr el riesgo a fondo. Se llevó a su casa una de las máquinas de la oficina en medio de las burlas cordiales de los subalternos: «Loro viejo no aprende a hablar». Leona Cassiani, entusiasta de cualquier novedad, se ofreció para darle lecciones de mecanografía a domicilio. Pero él estaba contra los aprendizajes metódicos desde que Lotario Thugut quiso enseñarlo a tocar el violín por notas, con la amenaza de que iba a necesitar por lo menos un año para empezar, cinco para ser aceptable en una orquesta profesional, y toda la vida de seis horas diarias para tocarlo bien. Sin embargo, él consiguió que su madre le comprara un violín de ciego, y con las cinco reglas básicas que le dio Lotario Thugut se atrevió a tocarlo antes de un año en el coro de la catedral, y a mandarle serenatas a Fermina Daza desde el cementerio de los pobres según la dirección de los vientos. Si esto había sido a los veinte años con algo tan difícil como el violín, no veía por qué no podía serlo también a los setenta y seis con un instrumento de un solo dedo como la máquina de escribir.
Así fue. Necesitó tres días para aprender la posición de las letras en el teclado, otros seis para aprender a pensar al mismo tiempo que escribía, y otros tres para terminar la primera carta sin errores, después de romper media resma de papel. Le puso un encabezado solemne: Señora, y la firmó con la inicial de su nombre, como solía hacerlo en las esquelas perfumadas de su juventud. La mandó por correo, en un sobre con viñetas de luto como era de rigor en una carta para una viuda reciente, y sin el nombre del remitente al dorso.
Era una carta de seis pliegos que no tenía nada que ver con ninguna otra que hubiera escrito alguna vez. No tenía ni el tono, ni el estilo, ni el soplo retórico de los primeros años del amor, y su argumento era tan racional y bien medido, que el perfume de una gardenia hubiera sido un exabrupto. En cierto modo, fue la aproximación más acertada de las cartas mercantiles que nunca pudo hacer. Años después, una carta personal escrita con medios mecánicos iba a considerarse casi ofensiva, pero todavía entonces la máquina de escribir era un animal de oficina, sin una ética propia, cuya domesticación para usos privados no estaba prevista en los manuales de urbanidad. Parecía más bien de un modernismo audaz, y así debió entenderlo Fermina Daza, pues en la segunda carta que escribió a Florentino Ariza, después de recibir más de cuarenta suyas, empezaba excusándose de los escollos de su letra, por no disponer de medios de escritura más avanzados que la pluma de acero.
Florentino Ariza no se refirió siquiera a la carta tremenda que ella le había mandado, sino que intentó desde el principio un método distinto de seducción, sin ninguna referencia a los amores del pasado, ni al pasado simple: borrón y cuenta nueva. Era más bien una extensa meditación sobre la vida, con base en sus ideas y experiencias de las relaciones entre hombre y mujer, que alguna vez había pensado escribir como complemento del Secretario de los Enamorados. Sólo que entonces la envolvió en un estilo patriarcal, de memorias de viejo, para que no se le notara demasiado que en realidad era un documento de amor. Antes escribió muchos borradores al modo antiguo, que más tardaban en ser leídos con cabeza fría que arrojados en la candela. Sabía que cualquier descuido convencional, la menor ligereza nostálgica podía remover en su corazón los resabios del pasado, y aunque tenía previsto que ella le devolviera cien cartas antes de atreverse a abrir la primera, prefería que no ocurriera ni una vez. Así que planeó hasta el último detalle como una guerra final: todo tenía que ser diferente para suscitar nuevas curiosidades, nuevas intrigas, nuevas esperanzas, en una mujer que ya había vivido a plenitud una vida completa. Tenía que ser una ilusión desatinada, capaz de darle el coraje que haría falta para tirar a la basura los prejuicios de una clase que no había sido la suya original, pero que había terminado por serlo más que de otra cualquiera. Tenía que enseñarle a pensar en el amor como un estado de gracia que no era un medio para nada, sino un origen y un fin en sí mismo.
Tuvo el buen sentido de no esperar una contestación inmediata, pues le bastaba con que la carta no le fuera devuelta. No lo fue, como no lo fue ninguna de las siguientes, y a medida que pasaban los días se aceleraba su ansiedad, pues cuantos más días pasaran sin devoluciones más aumentaba la esperanza de una respuesta. La frecuencia de sus cartas empezó condicionada por la habilidad de sus dedos: primero una por semana, después dos, y por fin una diaria. Se alegró del progreso del correo desde sus tiempos de abanderado, pues no hubiera corrido el riesgo de dejarse ver a diario en la Agencia Postal poniendo una carta para una misma persona, ni de enviarla con alguien que pudiera contarlo. En cambio, era muy fácil mandar un empleado a comprar las estampillas para todo un mes, y después deslizar la carta en uno de los tres buzones repartidos en la ciudad vieja. Muy pronto incorporó aquel rito a su rutina: aprovechaba los insomnios para escribir, y al día siguiente, de paso para la oficina, le pedía al chofer que parara un minuto frente a un buzón de esquina y él mismo se bajaba a echar la carta. Nunca permitió que el chofer lo hiciera por él, como lo pretendió una mañana de lluvia, y a veces tomaba la precaución de no llevar una sino varias cartas al mismo tiempo para que pareciera más natural. El chofer no sabía, desde luego, que las cartas suplementarias eran hojas en blanco que Florentino Ariza se dirigía a sí mismo, pues nunca había mantenido correspondencia privada con nadie, salvo el informe de tutor que mandaba a fines de cada mes a los padres de América Vicuña con sus impresiones personales sobre la conducta, el ánimo y la salud de la niña, y la buena marcha de sus estudios.
Empezó a numerar las cartas a partir del primer mes, y a encabezarlas con un resumen de las anteriores como los folletines en serie de los periódicos, por temor de que Fermina Daza no cayera en la cuenta de que tenían una cierta continuidad. Cuando se hicieron diarias, además, cambió los sobres con viñetas de luto por sobres blancos y alargados, y esto acabó de darles la impersonalidad cómplice de las cartas comerciales. Cuando empezó estaba dispuesto a someter su paciencia a una prueba mayor, al menos hasta no tener una evidencia de que estaba perdiendo su tiempo con el único método distinto que pudo concebir. Esperó, en efecto, sin los quebrantos de toda índole que le causaban las esperas de la juventud, sino con la tozudez de un anciano de cemento sin nada más en que pensar, sin nada más que hacer en una compañía fluvial que para entonces navegaba sola con vientos propicios, y además convencido de que estaría vivo y en perfecto dominio de sus facultades de hombre el día de mañana, de más tarde o de siempre en que Fermina Daza se convenciera al fin de que sus ansias de viuda solitaria no tenían más remedio que bajar para él sus puentes levadizos.
Mientras tanto, continuó con su vida regular. Previendo una respuesta favorable, inició una segunda renovación de la casa para que fuera digna de quien habría podido considerarse su dueña y señora desde que fue comprada. Volvió a visitar varias veces a Prudencia Pitre, como se lo había prometido, para demostrarle que la amaba a pesar de los estragos de la edad, a pleno sol y con las puertas abiertas, y no sólo en sus noches de desamparo. Siguió pasando por la casa de Andrea Varón hasta que encontró apagada la luz del baño, y trató de embrutecerse con las locuras de su cama aunque fuera para no perder la regularidad del amor, de acuerdo con otra superstición suya, nunca desmentida hasta entonces, de que el cuerpo sigue mientras uno siga.
El único tropiezo fue el estado de su relación con América Vicuña. Le había reiterado al chofer la orden de recogerla los sábados a las diez de la mañana en el internado, pero no sabía qué hacer con ella durante el fin de semana. Por primera vez no se ocupó de ella, y ella resentía el cambio. Se la encomendaba a las muchachas del servicio para que la llevaran al cine de la tarde, a las retretas del parque infantil, a las tómbolas de beneficencia, o le inventaba programas dominicales con otras compañeras del colegio para no tener que llevarla al paraíso escondido detrás de sus oficinas, donde ella quería volver siempre desde que la llevó por primera vez. No se daba cuenta, en las nebulosas de su nueva ilusión, de que las mujeres pueden volverse adultos en tres días, y eran tres años los que habían pasado desde que él la recibió en el motovelero de Puerto Padre. Por mucho que él quiso dulcificarlo, el cambio para ella fue brutal, pero no pudo concebir el motivo. El día que él le dijo en la heladería que se iba a casar, revelándole una verdad, ella sufrió un impacto de pánico, pero luego le pareció una posibilidad tan absurda que lo olvidó por completo. Muy pronto comprendió, sin embargo, que él se comportaba como si fuera cierto, con evasivas inexplicadas, como si no tuviera sesenta años más que ella, sino sesenta años menos.
Una tarde de sábado, Florentino Ariza la encontró tratando de escribir a máquina en su dormitorio, y lo hacía bastante bien, pues estudiaba mecanografía en el colegio. Había hecho más de media página de escritura automática, pero en ciertos trechos era fácil separar una frase reveladora de su estado de ánimo. Florentino Ariza se inclinó sobre su hombro para leer lo que escribía. Ella se turbó con su calor de hombre, su aliento entrecortado, el perfume de su ropa, que era el mismo de su almohada. Ya no era la niña recién llegada que él desnudaba pieza por pieza con engañifas de bebé: primero estos zapatitos para el osito, después esta camisita para el perrito, después estos calzoncitos de flores para el conejito, y ahora un besito en la cuquita rica de su papá. No: ahora era una mujer hecha y derecha a la que le gustaba llevar la iniciativa. Siguió escribiendo con un solo dedo de la mano derecha, y con la izquierda buscó a tientas la pierna de él, lo exploró, lo encontró, lo sintió revivir, crecer, suspirar de ansiedad, y su respiración de viejo se volvió pedregosa y difícil. Ella lo conocía: a partir de ese punto él iba a perder el dominio, se le desarticulaba la razón, quedaba a merced de ella, y no había de encontrar los caminos de regreso hasta no llegar al final. Lo fue llevando de la mano hasta la cama, como a un pobre ciego de la calle, y lo descuartizó presa por presa con una ternura maligna, le echó sal a su gusto, pimienta de olor, un diente de ajo, cebolla picada, el jugo de un limón, una hoja de laurel, hasta que lo tuvo sazonado en la fuente y el horno listo a la temperatura justa. No había nadie en la casa. Las sirvientas habían salido, y los albañiles y los carpinteros de la reconstrucción no trabajaban los sábados: tenían el mundo entero para ellos dos. Pero él salió del éxtasis al borde del abismo, le apartó la mano, se incorporó, dijo con voz trémula:
—Cuidado, no tenemos cauchitos.
Ella permaneció bocarriba en la cama un largo rato, pensando, y cuando volvió al internado, con una hora de anticipación, estaba más allá de las ganas de llorar, y había afinado el olfato y se había afilado las uñas para encontrar las trazas de la liebre agazapada que le había trastornado la vida. Florentino Ariza, en cambio, incurrió una vez más en un error de hombre: pensó que ella se había convencido de la inutilidad de sus propósitos y había resuelto olvidarlo.
Estaba en lo suyo. Al cabo de seis meses, sin una mínima señal, se encontró dando vueltas en la cama hasta el amanecer, perdido en el desierto de un insomnio distinto. Pensaba que Fermina Daza había abierto la primera carta por su apariencia ingenua, había alcanzado a ver la inicial conocida de otras cartas de antaño, y la había echado en la hoguera de la basura sin tomarse siquiera el trabajo de romperla. Le habría bastado con ver el sobre de las siguientes para hacer lo mismo sin abrirlas, y así hasta el fin de los tiempos, mientras él llegaba al término de sus meditaciones escritas. No creía que existiera una mujer capaz de resistir la curiosidad de medio año de cartas cotidianas sin saber ni siquiera de qué color era la tinta con que estaban escritas. Pero si una existía, sólo podía ser ella.
Florentino Ariza sentía que el tiempo de la vejez no era un torrente horizontal, sino una cisterna desfondada por donde se desaguaba la memoria. Su ingenio se agotaba. Después de rondar la quinta de La Manga durante varios días, comprendió que aquel método juvenil no lograría romper las puertas condenadas por el luto. Una mañana, buscando un número en el directorio de teléfonos, se encontró por casualidad con el de ella. Llamó. El timbre sonó muchas veces, y por fin reconoció la voz, seria y afónica: «¿A ver?». Colgó sin hablar, pero la distancia infinita de aquella voz inasible le resintió la moral.
Por esos días, Leona Cassiani celebró su cumpleaños, e invitó un reducido grupo de amigos a su casa. Él estuvo distraído y se echó encima la salsa del pollo. Ella le limpió la solapa mojando la punta de la servilleta en el vaso de agua, y después se la puso de babero para impedir un accidente mayor: quedó como un bebé viejo. Notó que varias veces durante la comida se quitó los lentes para secarlos con el pañuelo, porque los ojos le lloraban. A la hora del café se durmió con la taza en la mano, y ella trató de quitársela sin despertarlo, pero él reaccionó avergonzado: «Sólo estaba reposando la vista». Leona Cassiani se acostó sorprendida de cuánto había empezado a notársele la vejez.
En el primer aniversario de la muerte de Juvenal Urbino, la familia envió esquelas de invitación a una misa conmemorativa en la catedral. Para entonces, Florentino Ariza había mandado la carta número ciento treinta y dos sin haber recibido de vuelta ninguna señal, y esto lo impulsó a la decisión audaz de asistir a la misa aunque no estuviera invitado. Fue un acontecimiento social más fastuoso que conmovedor. Los escaños de las primeras filas, reservados con carácter vitalicio y hereditario, tenían en el espaldar una placa de cobre con el nombre del dueño. Florentino Ariza llegó entre los primeros invitados para sentarse en un sitio por donde Fermina Daza no pudiera pasar sin verlo. Pensó que los mejores serían los de la nave central a continuación de los escaños reservados, pero era tanta la concurrencia que tampoco allí encontró un lugar libre, y tuvo que sentarse en la nave de los parientes pobres. Desde allí vio entrar a Fermina Daza del brazo de su hijo, vestida de terciopelo negro hasta los puños, sin ningún aderezo, con una botonadura continua desde el cuello hasta la punta de los pies, como una sotana de obispo, y una chalina de encaje castellano en vez del sombrero con velillo de las otras viudas, y aun de muchas señoras ansiosas de serlo. El rostro descubierto tenía un resplandor de alabastro, los ojos lanceolados vivían con vida propia bajo las enormes arañas de la nave central, y caminaba tan derecha, tan altiva, tan dueña de sí, que no parecía mayor que el hijo. Florentino Ariza, de pie, apoyó la punta de los dedos en el respaldo del escaño hasta que pasó de largo el vahído, porque sintió que él y ella no estaban a siete pasos de distancia sino en dos días diferentes.
Fermina Daza soportó la ceremonia en el escaño familiar frente al altar mayor, de pie casi todo el tiempo, con la misma prestancia con que asistía a la ópera. Pero al final rompió las normas de la liturgia, y no permaneció en su lugar para recibir la renovación de las condolencias, de acuerdo con los usos vigentes, sino que se abrió paso para darle las gracias a cada uno de los invitados: un gesto renovador que iba muy de acuerdo con su modo de ser. Saludando a unos y a otros llegó hasta los escaños de los parientes pobres, y por último miró en torno suyo para asegurarse de que no le faltaba saludar a nadie conocido. Florentino Ariza sintió entonces que un viento sobrenatural lo sacó de su centro: ella lo había visto. Fermina Daza, en efecto, se apartó de sus acompañantes con la soltura con que hacía todo en sociedad, le tendió la mano, y le dijo con una sonrisa muy dulce:
—Gracias por haber venido.
Pues no sólo había recibido las cartas, sino que las había leído con un grande interés, y había encontrado en ellas serios motivos de reflexión para seguir viviendo. Estaba en la mesa, desayunando con su hija, cuando recibió la primera. La abrió por la curiosidad de que estuviera escrita a máquina, y un rubor súbito le abrasó el rostro al reconocer la inicial de la firma. Pero lo asimiló al instante y se guardó la carta en el bolsillo del delantal. Dijo: «Es un pésame del gobierno». La hija se sorprendió: «Ya han llegado todos». Ella no se inmutó: «Este es otro». Su propósito era quemar la carta más tarde, lejos de las preguntas de la hija, pero no pudo resistir la tentación de echarle antes una ojeada. Esperaba una réplica merecida a su carta de injurias, que había empezado a pesarle en el momento mismo en que la mandó, pero desde el encabezado señorial y los propósitos del primer párrafo comprendió que algo había cambiado en el mundo. Quedó tan intrigada, que se encerró en el dormitorio para leerla con tranquilidad antes de quemarla, y la leyó tres veces sin tomar aliento.
Eran meditaciones sobre la vida, el amor, la vejez, la muerte: ideas que habían pasado muchas veces aleteando como pájaros nocturnos sobre su cabeza, pero que se le desbarataban en un reguero de plumas cuando trataba de atraparlas. Allí estaban, nítidas, simples, tal como a ella le hubiera gustado decirlas, y una vez más se dolió de que su esposo no estuviera vivo para comentarlas con él, como solían comentar antes de dormir ciertos hechos de la jornada. De ese modo se le revelaba un Florentino Ariza desconocido, con una clarividencia que no correspondía a las esquelas febriles de su juventud ni a su conducta sombría de toda la vida. Eran más bien las palabras del hombre que a la tía Escolástica le pareció inspirado por el Espíritu Santo, y este pensamiento volvió a asustarla como la primera vez. En todo caso, lo que más contribuyó a calmar su ánimo fue la certidumbre de que aquella carta de viejo sabio no era una tentativa de reiterar la impertinencia de la noche del duelo, sino una manera muy noble de borrar el pasado.
Las cartas siguientes acabaron de apaciguarla. Las quemó de todos modos, después de leerlas con un interés creciente, aunque a medida que las quemaba iba quedándole un sedimento de culpa que no conseguía disipar. Así que cuando empezó a recibirlas numeradas encontró una justificación moral que estaba deseando para no destruirlas. Su intención inicial, en todo caso, no era conservarlas para ella, sino esperar una ocasión de devolvérselas a Florentino Ariza para que no fuera a perderse algo que a ella le parecía de tanta utilidad humana. Lo malo fue que el tiempo pasó y las cartas siguieron llegando, una cada tres o cuatro días de todo el año, y ella no supo cómo devolverlas sin que pareciera un desaire que ya no quería hacer, y sin tener que explicarlo en una carta que su orgullo se negaba a escribir.
Le había bastado aquel primer año para asumir la viudez. El recuerdo purificado del marido dejó de ser un tropiezo en sus actos cotidianos, en sus pensamientos íntimos, en sus intenciones más simples, y se convirtió en una presencia vigilante que la guiaba sin estorbarla. A veces lo encontraba, no como una aparición, sino en carne y hueso, donde en verdad le hacía falta. La alentaba la certidumbre de que él estaba allí, todavía vivo pero sin sus caprichos de hombre, sin sus exigencias patriarcales, sin la necesidad agotadora de que ella lo amara con el mismo ritual de besos inoportunos y palabras tiernas con que él la amaba. Pues entonces lo entendía mejor que cuando estaba vivo, entendió la ansiedad de su amor, la urgencia de encontrar en ella la seguridad que parecía ser el soporte de su vida pública, y que en realidad no tuvo nunca. Un día, en el colmo de la desesperación, ella le había gritado: «No te das cuenta de lo infeliz que soy». Él se quitó los lentes con un gesto muy suyo, sin alterarse, la inundó con las aguas diáfanas de sus ojos pueriles, y en una sola frase le echó encima todo el peso de su sapiencia insoportable: «Recuerda siempre que lo más importante de un buen matrimonio no es la felicidad sino la estabilidad». Desde sus primeras soledades de viuda ella entendió que aquella frase no escondía la amenaza mezquina que le había atribuido en su tiempo, sino la piedra lunar que les había proporcionado a ambos tantas horas felices.
En los tantos viajes por el mundo, Fermina Daza compraba todo lo que le llamaba la atención por su novedad. Las deseaba por un impulso primario que su esposo se complacía en racionalizar, y eran cosas bellas y útiles mientras estaban en su medio de origen, en las vitrinas de Roma, de París, de Londres, o en las de aquel Nueva York trepidante del charleston donde empezaban a crecer los rascacielos, pero no soportaban la prueba de los valses de Strauss con chicharrones y las batallas de flores a cuarenta grados a la sombra. Así que regresaba con media docena de baúles verticales, enormes, de metal charolado con cerraduras y esquinas de cobre como féretros de fantasía, dueña y señora de las últimas maravillas del mundo, que sin embargo no valían su precio en oro sino en el instante fugaz en que alguien de su mundo local las veía por una vez. Pues para eso habían sido compradas: para que los otros las vieran una vez. Ella había tomado conciencia de la vanidad de su imagen pública desde mucho antes de que empezara a envejecer, y a menudo se le oía decir en la casa: «Hay que salir de tantos chécheres que ya no dejan dónde vivir». El doctor Urbino se burlaba de sus propósitos estériles, pues sabía que los espacios liberados sólo iban a servir para llenarlos de nuevo. Pero ella insistía, porque en verdad no había sitio para una cosa más, ni había en ningún sitio una cosa que en realidad sirviera para algo, como camisas colgadas en las manijas de las puertas o abrigos de inviernos europeos apretujados en los armarios de la cocina. Así que una mañana en que se levantaba con el espíritu alzado echaba abajo los roperos, vaciaba los baúles, desmantelaba los desvanes, y armaba un desmadre de guerra con los montones de ropa demasiado vista, los sombreros que nunca se puso porque no hubo ocasión mientras estuvieron de moda, los zapatos copiados por los artistas de Europa de los que usaban las emperatrices para ser coronadas, y que aquí eran despreciados por las señoritas de alcurnia por ser idénticos a los que compraban las negras en el mercado para andar por casa. Durante toda la mañana la terraza interior permanecía en estado de emergencia, y costaba trabajo respirar en la casa por las ráfagas acres de las bolas de naftalina. Pero la calma se restablecía en pocas horas, pues al final ella se compadecía de tanta seda tirada por los suelos, tantos brocados sobrantes y desperdicios de pasamanería, tantas colas de zorros azules condenados a la hoguera.
—Esto es pecado quemarlo —decía—, con tanta gente que no tiene ni que comer.
Así que la quemazón se aplazaba, se aplazó siempre, y las cosas no hacían sino cambiar de lugar, de sus sitios de privilegio a las antiguas caballerizas transformadas en depósito de saldos, mientras los espacios liberados, tal como él lo decía, empezaban a llenarse de nuevo, a desbordarse de cosas que vivían un instante y se iban a morir en los roperos: hasta la siguiente quemazón. Ella decía: «Habría que inventar qué se hace con las cosas que no sirven para nada pero que tampoco se pueden botar». Así era: la aterrorizaba la voracidad con que los objetos iban invadiendo los espacios de vivir, desplazando a los humanos, arrinconándolos, hasta que Fermina Daza los ponía donde no se vieran. Pues no era tan ordenada como se creía, sino que tenía un método propio y desesperado para parecerlo: escondía el desorden. El día en que murió Juvenal Urbino tuvieron que desocupar la mitad del estudio y amontonar las cosas en los dormitorios para tener un espacio donde velarlo.
El paso de la muerte por la casa dejó la solución. Una vez que quemó la ropa del marido, Fermina Daza se dio cuenta de que el pulso no le había temblado, y con el mismo impulso siguió prendiendo la hoguera cada cierto tiempo, echándolo todo, lo viejo y lo nuevo, sin pensar en la envidia de los ricos ni en la retaliación de los pobres que se morían de hambre. Por último, hizo cortar de raíz el palo de mango hasta que no quedó ningún vestigio de la desgracia, y regaló el loro vivo al nuevo Museo de la Ciudad. Sólo entonces respiró a su gusto en una casa como siempre la había soñado: amplia, fácil y suya.
Ofelia, la hija, la acompañó tres meses y volvió a Nueva Orleans. El hijo traía a los suyos a almorzar en familia los domingos, y cada vez que podía durante la semana. Las amigas más cercanas de Fermina Daza empezaron a visitarla una vez superada la crisis del duelo, jugaban a las barajas frente al patio pelado, ensayaban nuevas recetas de cocina, la ponían al día sobre la vida secreta del mundo insaciable que seguía existiendo sin ella. Una de las más asiduas fue Lucrecia del Real del Obispo, una aristócrata a la antigua con quien siempre mantuvo una buena amistad, y que se acercó más a ella desde la muerte de Juvenal Urbino. Envarada por la artritis y arrepentida de su mal vivir, Lucrecia del Real le llevaba entonces no sólo la mejor compañía, sino que le consultaba los proyectos cívicos y mundanos que se preparaban en la ciudad, y esto la hacía sentirse útil por ella misma y no por la sombra protectora del marido. Sin embargo, nunca como entonces se le identificó tanto con él, pues le quitaron el nombre de soltera con el que siempre la habían llamado, y empezó a ser la viuda de Urbino.
Le parecía inconcebible, pero a medida que se aproximaba el primer aniversario de la muerte del esposo, Fermina Daza se sentía entrando en un ámbito sombreado, fresco, silencioso: la floresta de lo irremediable. No era muy consciente todavía, ni lo fue en varios años, de cuánto la ayudaron a recobrar la paz del espíritu las meditaciones escritas de Florentino Ariza. Fueron ellas, aplicadas a sus experiencias, lo que le permitió entender su propia vida, y a esperar con serenidad los designios de la vejez. El encuentro en la misa de conmemoración fue una ocasión providencial de darle a entender a Florentino Ariza que también ella, gracias a sus cartas de aliento, estaba dispuesta a borrar el pasado.
Dos días después recibió de él una carta distinta: escrita a mano, en papel de hilo, y con su nombre completo de remitente muy claro en el dorso del sobre. Era la misma letra florida de las primeras cartas, la misma voluntad lírica, pero aplicadas a un párrafo sencillo de gratitud por la deferencia del saludo en la catedral. Fermina Daza siguió pensando en ella con las nostalgias alborotadas varios días después de leerla, y con la conciencia tan limpia que el jueves siguiente le preguntó a Lucrecia del Real del Obispo, sin que viniera a cuento, si por casualidad conocía a Florentino Ariza, el dueño de los buques del río. Lucrecia contestó que sí: «Parece que es un súcubo perdido». Repitió la versión corriente de que nunca se le había conocido mujer, habiendo sido tan buen partido, y que tenía una oficina secreta para llevar a los niños que perseguía de noche por los muelles. Fermina Daza había oído esa leyenda desde que tenía memoria, y nunca la creyó ni le dio importancia. Pero cuando la oyó repetida con tanta convicción por Lucrecia del Real del Obispo, de quien también se había dicho en un tiempo que era de gustos raros, no pudo resistir el apremio de poner las cosas en su puesto. Le contó que conocía a Florentino Ariza desde niño. Le recordó que su madre tenía una mercería en la Calle de las Ventanas, y que además compraba camisas y sábanas viejas para deshilacharlas y venderlas como algodón de emergencia durante las guerras civiles. Y concluyó con certeza: «Es gente honrada, hecha a puro pulso». Fue tan vehemente, que Lucrecia retiró lo dicho: «Al fin y al cabo, también de mí dicen lo mismo». Fermina Daza no tuvo la curiosidad de preguntarse por qué hacía una defensa tan apasionada de un hombre que sólo había sido una sombra en su vida. Siguió pensando en él, sobre todo cuando llegaba el correo sin una nueva carta suya. Habían trascurrido dos semanas de silencio, cuando una de las muchachas del servicio la despertó de la siesta con un susurro de alarma.
—Señora —le dijo—, ahí está don Florentino.
Ahí estaba. La primera reacción de Fermina Daza fue de pánico. Alcanzó a pensar que no, que volviera otro día a una hora más apropiada, que no estaba en condiciones de recibir visitas, que no había nada de que hablar. Pero se repuso enseguida, y ordenó que lo hicieran pasar a la sala y le llevaran un café mientras ella se arreglaba para atenderlo. Florentino Ariza había esperado en la puerta de la calle, ardiendo bajo el sol infernal de las tres, pero con las riendas en el puño. Estaba preparado para no ser recibido, así fuera con una excusa amable, y esa certidumbre lo mantenía tranquilo. Pero la decisión del recado lo estremeció hasta el tuétano, y al entrar en la sombra fresca de la sala no tuvo tiempo de pensar en el milagro que estaba viviendo, porque las entrañas se le llenaron de pronto con una explosión de espuma dolorosa. Se sentó sin respirar, asediado por el recuerdo maldito de la cagada de pájaro en su primera carta de amor, y permaneció inmóvil en la penumbra mientras pasaba la primera racha de escalofrío, resuelto a aceptar cualquier desgracia en ese momento, menos aquel percance injusto.
Se conocía bien: a pesar de su estreñimiento congénito, el vientre lo había traicionado en público tres o cuatro veces en sus muchos años, y las tres o cuatro veces había tenido que rendirse. Sólo en esas ocasiones, y en otras de tanta urgencia, se daba cuenta de la verdad de una frase que le gustaba repetir en broma: «No creo en Dios, pero le tengo miedo». No tuvo tiempo de ponerlo en duda: trató de rezar cualquier oración que recordara, pero no la encontró. Siendo niño, otro niño le había enseñado unas palabras mágicas para acertarle a un pájaro con una piedra: «Tino tino si no te pego te escarabino». La probó cuando fue al monte por primera vez, con una honda nueva, y el pájaro cayó fulminado. De un modo confuso, pensó que una cosa tenía algo que ver con la otra, y repitió la fórmula con fervor de oración, pero no surtió el mismo efecto. Una torcedura de las tripas como un eje de espiral lo levantó en el asiento, la espuma de su vientre cada vez más espesa y dolorosa emitió un quejido, y lo dejó cubierto de un sudor helado. La criada que le llevaba el café se asustó de su semblante de muerto. Él suspiró: «Es el calor». Ella abrió la ventana, creyendo complacerlo, pero el sol de la tarde le dio de lleno en la cara, y tuvieron que cerrarla de nuevo. Él había comprendido que no soportaría un minuto más, cuando apareció Fermina Daza casi invisible en la penumbra, y se asustó de verlo en semejante estado.
—Puede quitarse el saco —le dijo.
Más que la torcedura mortal, a él le hubiera dolido que ella alcanzara a oír el borboriteo de sus tripas. Pero logró sobrevivir un instante apenas para decir que no, que sólo había pasado a preguntarle cuándo podía recibirle una visita. Ella, de pie, desconcertada, le dijo: «Pues ya está aquí». Y lo invitó a seguir hasta la terraza del patio donde habría menos calor. Él se negó con una voz que a ella le pareció más bien un suspiro de lástima.
—Le ruego que sea mañana —dijo.
Ella recordó que mañana era jueves, día de la visita puntual de Lucrecia del Real del Obispo, pero le dio una solución inapelable: «Pasado mañana a las cinco». Florentino Ariza se lo agradeció, le hizo una despedida de emergencia con el sombrero, y se fue sin probar el café. Ella permaneció perpleja en el centro de la sala, sin entender qué era lo que acababa de ocurrir, hasta que se extinguió en el fondo de la calle el petardeo del automóvil. Florentino Ariza buscó entonces la posición menos dolorida en el asiento posterior, cerró los ojos, aflojó los músculos, y se entregó a la voluntad del cuerpo. Fue como volver a nacer. El chofer, que después de tantos años a su servicio ya no se sorprendía de nada, se mantuvo impasible. Pero al abrirle la portezuela frente al portal de la casa, le dijo:
—Tenga cuidado, don Floro, eso parece el cólera.
Pero era lo de siempre. Florentino Ariza se lo agradeció a Dios el viernes a las cinco en punto, cuando la criada lo condujo a través de la penumbra de la sala hasta la terraza del patio, y allí encontró a Fermina Daza junto a una mesita puesta para dos personas. Le ofreció té, chocolate o café. Florentino Ariza pidió café, muy caliente y muy fuerte, y ella ordenó a la criada: «Para mí lo de siempre». Lo de siempre era una infusión bien cargada de diversas clases de tés orientales, que le alzaban el ánimo después de la siesta. Cuando ella terminó con la marmita, y él con la jarra de café, ya ambos habían intentado e interrumpido varios temas, no tanto porque de veras les interesaran, como por eludir los otros que ni él ni ella se atrevían a tocar. Ambos estaban intimidados, sin entender qué hacían tan lejos de su juventud en la terraza ajedrezada de una casa de nadie todavía olorosa a flores de cementerio. Por primera vez estaban el uno frente al otro a tan corta distancia y con bastante tiempo para verse con serenidad después de medio siglo, y ambos se habían visto como eran: dos ancianos acechados por la muerte, sin nada en común, aparte del recuerdo de un pasado efímero que ya no era de ellos sino de dos jóvenes desaparecidos que habrían podido ser sus nietos.
Ella pensó que él iba a convencerse por fin de la irrealidad de su sueño, y eso iba a redimirlo de su impertinencia.
Para evitar silencios incómodos o temas indeseables, ella hizo preguntas obvias sobre los buques fluviales. Parecía mentira que él, siendo el dueño, sólo hubiera viajado una vez, hacía muchos años, cuando no tenía nada que ver con la empresa. Ella no sabía el motivo, y él hubiera dado el alma por decírselo. Tampoco ella conocía el río. Su marido compartía la aversión a los aires andinos, y la disimulaba con argumentos variados: los peligros de la altura para el corazón, el riesgo de una pulmonía, la doblez de la gente, las injusticias del centralismo. Así que conocían medio mundo pero no conocían su país. En la actualidad había un hidroavión Junkers que iba de pueblo en pueblo por la cuenca de La Magdalena, como un saltamontes de aluminio, con dos tripulantes, seis pasajeros y las sacas del correo. Florentino Ariza comentó: «Es como un cajón de muerto por el aire». Ella había estado en el primer viaje en globo, y no había sufrido ningún sobresalto, pero apenas si podía creer que fuera la misma que se atrevió a semejante aventura. Dijo: «Es distinto». Queriendo decir que era ella la que había cambiado, no los modos de viajar.
A veces la sorprendía el ruido de los aviones. Los había visto pasar muy bajos, haciendo maniobras acrobáticas, en el centenario de la muerte de El Libertador. Uno de ellos, negro como un gallinazo enorme, pasó rozando los techos de las casas de La Manga, dejó un pedazo de ala en un árbol vecino, y quedó colgado de los cables eléctricos. Pero ni aun así había asimilado Fermina Daza la existencia de los aviones. Ni siquiera había tenido la curiosidad de ir en los últimos años hasta la ensenada de Manzanillo, donde acuatizaban los hidroaviones después de que las lanchas del resguardo espantaban las canoas de pescadores y los botes de recreo, cada vez más numerosos. Así de vieja como estaba la habían escogido para recibir con un ramo de rosas a Charles Lindbergh cuando vino en su vuelo de buena voluntad, y no entendió cómo podía elevarse un hombre tan grande, tan rubio, tan guapo, dentro de un aparato que parecía de hojalata arrugada, y que dos mecánicos empujaron por la cola para ayudarlo a subir. La idea de que unos aviones que no eran mucho más grandes pudieran llevar ocho personas no le cabía en la cabeza. En cambio, había oído decir que los buques fluviales eran una delicia porque no se balanceaban como los de mar, pero tenían otros peligros más graves, como los bancos de arena y los asaltos de bandoleros.
Florentino Ariza le explicó que todo eso eran leyendas de otros tiempos: los buques actuales tenían un salón de baile, camarotes tan amplios y lujosos como cuartos de hotel, con baño privado y ventiladores eléctricos, y desde la última guerra civil no había más asaltos armados. Le explicó además, con la satisfacción de un triunfo personal, que estos progresos se debían más que nada a la libertad de navegación propugnada por él, que había estimulado la competencia: en vez de una empresa única, como antes, había tres muy activas y prósperas. Sin embargo, el rápido progreso de la aviación era un peligro real para todos. Ella trató de consolarlo: los buques existirían siempre, porque no eran muchos los locos dispuestos a meterse en un aparato que parecía ser contra natura. Por último, Florentino Ariza habló de los avances del correo, tanto en el transporte como en el reparto, tratando de que ella le hablara de sus cartas. Pero no lo consiguió.
Poco después, sin embargo, la ocasión llegó sola. Se habían alejado mucho del tema, cuando una criada los interrumpió para entregarle a Fermina Daza una carta recibida en ese instante por el correo urbano especial, de creación reciente, que utilizaba el mismo sistema de reparto de los telegramas. Ella no pudo encontrar las gafas de leer, como le ocurría siempre. Florentino Ariza se mantuvo sereno.
—No será necesario —dijo—: esa carta es mía.
Así era. La había escrito el día anterior, en un terrible estado de depresión por no haber podido superar la vergüenza de su primera visita frustrada. En ella se excusaba por la impertinencia de querer visitarla sin permiso previo, y desistía del propósito de volver. La había echado en el buzón sin pensarlo dos veces, y cuando reflexionó ya era demasiado tarde para recuperarla. Sin embargo, no le parecieron necesarias tantas explicaciones, sino que le pidió a Fermina Daza el favor de no leer la carta.
—Claro —dijo ella—. Al fin y al cabo, las cartas son del que las escribe. ¿No es cierto?
Él dio un paso firme.
—Así es —dijo—. Por eso es lo primero que se devuelve cuando hay una ruptura.
Ella pasó por alto la intención y le devolvió la carta, diciendo: «Es una lástima que no pueda leerla, porque las otras me han servido mucho». Él respiró a fondo, sorprendido de que ella hubiera dicho de un modo tan espontáneo mucho más de lo que él esperaba, y le dijo: «No se imagina qué feliz me hace saberlo». Pero ella cambió el tema, y él no consiguió que lo reanudara en el resto de la tarde.
Se despidió pasadas las seis, cuando empezaron a encender las luces de la casa. Se sentía más seguro, pero sin demasiadas ilusiones, porque no olvidaba el carácter voluble y las reacciones imprevistas de Fermina Daza a los veinte años, y no tenía razones para pensar que hubiera cambiado. Por eso se atrevió a preguntarle con una humildad sincera si podía volver otro día, y la respuesta volvió a sorprenderlo.
—Vuelva cuando quiera —dijo ella—. Casi siempre estoy sola.
Cuatro días después, el martes, volvió sin anunciarse, y ella no esperó a que sirvieran el té para hablarle de cuánto le habían servido sus cartas. Él dijo que no eran cartas en un sentido estricto, sino hojas sueltas de un libro que le hubiera gustado escribir. También ella lo había entendido así. Tanto, que pensaba devolvérselas, si él no lo tomaba como un desaire, para que les diera un mejor destino. Siguió hablando del bien que le habían hecho en el duro trance que estaba viviendo, y lo hacía con tanto entusiasmo, con tanta gratitud, tal vez con tanto afecto, que Florentino Ariza se atrevió a dar algo más que un paso en firme: un salto mortal.
—Antes nos tuteábamos —dijo.
Era una palabra prohibida: antes. Ella sintió pasar el ángel quimérico del pasado, y trató de eludirlo. Pero él fue más a fondo: «Quiero decir, en nuestras cartas de antes». Ella se disgustó, y tuvo que hacer un esfuerzo serio para que no se le notara. Pero él se dio cuenta, y comprendió que debía avanzar con más tacto, aunque el tropiezo le enseñó que ella seguía siendo tan arisca como cuando era joven, pero había aprendido a serlo con dulzura.
—Quiero decir —dijo él— que estas cartas son otra cosa muy distinta.
—Todo ha cambiado en el mundo —dijo ella.
—Yo no —dijo él—. ¿Y usted?
Ella se quedó con la segunda taza de té a mitad de camino y lo increpó con unos ojos que habían sobrevivido a la inclemencia.
—Ya da lo mismo —dijo—. Acabo de cumplir setenta y dos años.
Florentino Ariza recibió el golpe en el centro del corazón. Hubiera querido encontrar una réplica con la rapidez y el instinto de una saeta, pero lo venció el peso de la edad: nunca se había sentido tan agotado con una conversación tan breve, le dolía el corazón, y cada golpe repercutía con una resonancia metálica en sus arterias. Se sintió viejo, triste, inútil, y con unos deseos de llorar tan urgentes que no pudo hablar más. Terminaron la segunda taza en un silencio surcado de presagios, y cuando ella volvió a hablar fue para pedirle a una criada que le llevara la carpeta de las cartas. Él estuvo a punto de pedirle que las guardara para ella, pues había dejado copias de papel carbón, pero pensó que esta precaución iba a parecer innoble. No había nada más que hablar. Antes de despedirse, él sugirió volver el otro martes a la misma hora. Ella se preguntó si debía ser tan condescendiente.
—No veo qué sentido tendrían tantas visitas —dijo.
—Yo no había pensado que tuvieran ninguno —dijo él.
De modo que volvió el martes a las cinco, y luego todos los martes siguientes, sin la convención del anuncio, porque las visitas semanales se habían incorporado a la rutina de ambos al final del segundo mes. Florentino Ariza llevaba galletitas inglesas para el té, castañas confitadas, aceitunas griegas, pequeñas delicias de salón que encontraba en los transatlánticos. Un martes le llevó la copia del retrato de ella e Hildebranda, tomado por el fotógrafo belga hacía más de medio siglo, que él había comprado por quince céntimos en un remate de tarjetas postales del Portal de los Escribanos. Fermina Daza no pudo entender cómo había llegado hasta allí, ni él pudo entenderlo sino como un milagro del amor. Una mañana, mientras cortaba rosas de su jardín, Florentino Ariza no pudo resistir la tentación de llevarle una en la próxima visita. Fue un problema difícil en el lenguaje de las flores por tratarse de una viuda reciente. Una rosa roja, símbolo de una pasión en llamas, podía ser ofensiva para su luto. Las rosas amarillas, que en otro lenguaje eran las flores de la buena suerte, eran una expresión de celos en el vocabulario común. Alguna vez le habían hablado de las rosas negras de Turquía, que tal vez fueran las más indicadas, pero no había podido conseguirlas para aclimatarlas en su patio. Después de mucho pensarlo se arriesgó con una rosa blanca, que le gustaban menos que las otras, por insípidas y mudas: no decían nada. A última hora, por si Fermina Daza tenía la malicia de darles algún sentido, le quitó las espinas.
Fue bien recibida, como un regalo sin intenciones ocultas, y así se enriqueció el ritual de los martes. Tanto, que cuando él llegaba con la rosa blanca ya estaba preparado el florero con agua en el centro de la mesita del té. Un martes cualquiera, al poner la rosa, él dijo de un modo que pareciera casual:
—En nuestros tiempos no se llevaban rosas sino camelias.
—Es cierto —dijo ella—, pero la intención era otra, y usted lo sabe.
Así fue siempre: él intentaba avanzar y ella le cerraba el paso. Pero en esta ocasión, a pesar de la respuesta puntual, Florentino Ariza se dio cuenta de que había dado en el blanco, porque ella tuvo que volver la cara para que no se le notara el rubor. Un rubor ardiente, juvenil, con vida propia, cuya impertinencia le revolvió el disgusto contra sí misma. Florentino Ariza tuvo buen cuidado de derivar hacia otros temas menos ásperos, pero su gentileza fue tan evidente que ella se supo descubierta, y eso aumentó su rabia. Fue un mal martes. Ella estuvo a punto de pedirle que no volviera más, pero la idea de una pelea de novios le pareció tan ridícula a la edad y en la situación de ambos, que le causó una crisis de risa. El martes siguiente, cuando Florentino Ariza ponía la rosa en el florero, ella se escudriñó la conciencia y comprobó con alegría que no le quedaba de la semana anterior ni el menor vestigio de resentimiento.
Las visitas empezaron a adquirir muy pronto una incómoda amplitud familiar, pues el doctor Urbino Daza y su esposa aparecían a veces como por casualidad, y se quedaban jugando barajas. Florentino Ariza no sabía jugar, pero Fermina le enseñó en una sola visita, y ambos les mandaron a los esposos Urbino Daza un desafío escrito para el martes siguiente. Eran encuentros tan agradables para todos, que se oficializaron con tanta rapidez como las visitas, y se establecieron normas para los aportes de cada uno. El doctor Urbino Daza y su esposa, que era una repostera excelente, contribuían con tartas originales, cada vez distintas. Florentino Ariza siguió llevando las curiosidades que encontraba en los barcos de Europa, y Fermina Daza se las ingeniaba para procurarse cada semana una sorpresa nueva. Los torneos se jugaban el tercer martes de cada mes, y no se hacían apuestas en dinero, pero al perdedor se le imponía una contribución especial para la partida siguiente.
El doctor Urbino Daza correspondía a su imagen pública: era de recursos escasos, de maneras torpes, y sufría de unos sobresaltos súbitos, ya fueran de alegría o de disgusto, y de unos rubores inoportunos que hacían temer por su fortaleza mental. Pero era sin lugar a dudas, y se le notaba demasiado a primera vista, lo que Florentino Ariza temía más que se dijera de él: un hombre bueno. Su mujer, en cambio, era vivaz y con una chispa plebeya, oportuna y certera, que le daba un toque más humano a su elegancia. No podía desearse una pareja mejor para jugar a las cartas, y la insaciable necesidad de amor de Florentino Ariza quedó colmada con la ilusión de sentirse en familia.
Una noche, cuando salían juntos de la casa, el doctor Urbino Daza le pidió que almorzara con él: «Mañana, a las doce y media en punto, en el Club Social». Era un manjar exquisito con un vino envenenado: el Club Social se reservaba el derecho de admisión por motivos diversos, y uno de los más importantes era la condición de hijo natural. El tío León XII había tenido experiencias irritantes en ese sentido, y el mismo Florentino Ariza había sufrido la vergüenza de que lo hicieran salir cuando ya estaba sentado a la mesa, por invitación de un socio fundador. Este, a quien Florentino Ariza le hacía favores difíciles en el comercio fluvial, no tuvo más recurso que llevarlo a comer a otra parte.
—Los que hacemos los reglamentos somos los más obligados a cumplirlos —le dijo.
No obstante, Florentino Ariza corrió el riesgo con el doctor Urbino Daza, y fue recibido con un tratamiento especial, aunque no le pidieron firmar el libro de oro de los invitados notables. El almuerzo fue breve, de los dos solos, y transcurrió en tono menor. Los temores que inquietaban a Florentino Ariza desde la tarde anterior en relación con aquel encuentro, se disiparon con la copa de oporto del aperitivo. El doctor Urbino Daza quería hablarle de su madre. Por lo mucho que le dijo, Florentino Ariza se dio cuenta de que ella le había hablado de él. Y algo todavía más sorprendente: le había mentido en favor suyo. Le contó que eran amigos desde niños, que jugaban juntos desde que ella llegó de San Juan de la Ciénaga, que era él quien le había iniciado en sus primeras lecturas, por lo cual le guardaba una vieja gratitud. Le había dicho además que a menudo, cuando ella salía de la escuela, pasaba muchas horas con Tránsito Ariza haciendo prodigios de bordado en la mercería, pues era una maestra notable, y que si no había seguido viendo a Florentino Ariza con la misma frecuencia no había sido por su gusto sino por la divergencia de sus vidas.
Antes de llegar al fondo de sus propósitos, el doctor Urbino Daza hizo algunas divagaciones sobre la vejez. Pensaba que el mundo iría más rápido sin el estorbo de los ancianos. Dijo: «La humanidad, como los ejércitos en campaña, avanza a la velocidad del más lento». Preveía un futuro más humanitario, y por lo mismo más civilizado, en que los seres humanos fueran aislados en ciudades marginales desde las que no pudieran valerse de sí mismos, para evitarles la vergüenza, los sufrimientos, la soledad espantosa de la vejez. Desde el punto de vista médico, según él, el límite podían ser los sesenta años. Pero mientras se llegaba a ese grado de caridad, la única solución eran los asilos, donde los ancianos se consolaban los unos a los otros, se identificaban en sus gustos y sus aversiones, en sus resabios y sus tristezas, a salvo de las discordias naturales con las generaciones siguientes. Dijo: «Los viejos, entre viejos, son menos viejos». Pues bien: el doctor Urbino Daza quería agradecerle a Florentino Ariza la buena compañía que le daba a su madre en la soledad de la viudez, le suplicaba que siguiera haciéndolo para bien de ambos y comodidad de todos, y que tuviera paciencia con sus humores seniles. Florentino Ariza se sintió aliviado con la solución de la entrevista. «Esté tranquilo —le dijo—. Soy cuatro años mayor que ella, y no sólo ahora, sino desde antes, mucho antes que usted naciera». Luego cedió a la tentación de desahogarse con una puntada de ironía.
—En la sociedad del futuro —concluyó—, usted tendría que ir ahora al camposanto, a llevarnos a ella y a mí un ramo de anturios para el almuerzo.
El doctor Urbino Daza no había reparado hasta entonces en la inconveniencia de su profecía, y se metió por un desfiladero de explicaciones que acabaron de enredarlo. Pero Florentino Ariza lo ayudó a salir. Estaba radiante, pues sabía que tarde o temprano iba a tener un encuentro como aquel con el doctor Urbino Daza, para cumplir con un requisito social ineludible: la petición formal de la mano de su madre. El almuerzo fue muy alentador, no sólo por el motivo mismo, sino porque le demostró qué fácil y bien recibida iba a ser aquella petición inexorable. Si hubiera contado con el consentimiento de Fermina Daza, ninguna ocasión hubiera sido más propicia. Más aún: después de lo que habían hablado en aquel almuerzo histórico, el formalismo de la solicitud salía sobrando.
Florentino Ariza subía y bajaba las escaleras con un cuidado especial, aun siendo joven, porque siempre había pensado que la vejez empezaba con una primera caída sin importancia, y la muerte seguía con la segunda. Más peligrosa que todas las escaleras le parecía la de sus oficinas, por empinada y de espacios estrechos, y desde mucho antes que tuviera que forzarse para no arrastrar los pies la subía mirando bien los peldaños y agarrado del barandal con ambas manos. Muchas veces le sugirieron cambiarla por otra escalera menos arriesgada, pero la decisión quedaba siempre para el mes entrante, porque a él le parecía una concesión a la vejez. A medida que pasaban los años demoraba más para subir, no porque le costara más trabajo, como él se apresuraba a explicar, sino porque cada vez subía con más cuidado. Sin embargo, la tarde en que regresó del almuerzo con el doctor Urbino Daza, después de la copa de oporto del aperitivo y medio vaso de vino tinto con la comida, y sobre todo después de la conversación triunfal, trató de alcanzar el tercer peldaño con un paso de baile tan juvenil que se dobló el tobillo izquierdo, cayó de espaldas, y no se mató de milagro. En el momento en que caía tuvo bastante lucidez para pensar que no iba a morir de aquel tropiezo, porque no era posible en la lógica de la vida que dos hombres que habían amado tanto durante tantos años a la misma mujer, pudieran morir del mismo modo con sólo un año de diferencia. Tuvo razón. Le pusieron una coraza de yeso desde el pie hasta la pantorrilla, y lo obligaron a permanecer inmóvil en la cama, pero siguió más vivo que antes de la caída. Cuando el médico le ordenó los sesenta días de invalidez, no pudo creer en tanta desdicha.
—No me haga esto, doctor —le imploró—. Dos meses de los míos son como diez años de los suyos.
Varias veces trató de levantarse cargando la pierna de estatua con las dos manos, y siempre lo venció la realidad. Pero cuando por fin volvió a caminar con el tobillo todavía dolorido y la espalda en carne viva, tuvo motivos de sobra para creer que el destino había premiado su perseverancia con una caída providencial.
Su día peor fue el primer lunes. El dolor había cedido, y el pronóstico médico era muy alentador, pero él se negaba a aceptar el fatalismo de no ver a Fermina Daza la tarde siguiente, por primera vez en cuatro meses. No obstante, después de una siesta de resignación se sometió a la realidad y le escribió una esquela de excusa. La escribió a mano, en papel perfumado y con tinta luminosa para leer en la oscuridad, y dramatizó sin pudores la gravedad del percance tratando de suscitar su compasión. Ella le contestó dos días más tarde, muy conmovida, muy amable, pero sin una palabra de más ni de menos, como en los grandes días del amor. Él atrapó al vuelo la ocasión y le volvió a escribir. Cuando ella le contestó por segunda vez, él decidió ir mucho más lejos que en las conversaciones cifradas de los martes, y se hizo instalar un teléfono junto a la cama con el pretexto de vigilar el curso diario de la empresa. Pidió a la operadora central que lo comunicara con el número de tres cifras que sabía de memoria desde que llamó por primera vez. La voz de timbres apagados, tensa por el misterio de la distancia, la voz amada contestó, reconoció la otra voz, y se despidió después de tres frases convencionales de saludo. Florentino Ariza quedó desconsolado por su indiferencia: estaban otra vez en el principio.
Dos días después, sin embargo, recibió una carta de Fermina Daza en la cual le suplicaba no llamarla más. Sus razones eran válidas. Había tan pocos teléfonos en la ciudad, que la comunicación se hacía a través de una operadora que conocía a todos los abonados, su vida y sus milagros, y no importaba si no estaban en casa: los encontraba donde estuvieran. A cambio de tanta eficacia, se mantenía enterada de las conversaciones, descubría los secretos de la vida privada, los dramas mejor guardados, y no era raro que intercediera en un diálogo para introducir su punto de vista o apaciguar los ánimos. Por otra parte, en el curso de aquel año se había fundado La Justicia, un diario vespertino cuya finalidad única era fustigar a las familias de apellidos largos, con nombres propios y sin consideraciones de ninguna índole, como represalia del propietario porque sus hijos no habían sido admitidos en el Club Social. A pesar de la limpieza de su vida, Fermina Daza se cuidaba entonces más que nunca de cuanto hablaba o hacía, aun con sus amistades íntimas. De modo que siguió ligada a Florentino Ariza por el hilo anacrónico de las cartas. La correspondencia de ida y vuelta llegó a ser tan frecuente e intensa, que él se olvidó de su pierna, del castigo de la cama, se olvidó de todo, y se consagró por completo a escribir en una mesita portátil de las que usaban en los hospitales para la comida de los enfermos.
Volvieron a tutearse, volvieron a intercambiar comentarios sobre sus vidas como en las cartas de antes, pero Florentino Ariza trató de ir otra vez con demasiada prisa: escribió el nombre de ella con puntadas de alfiler en los pétalos de una camelia, y se la mandó en una carta. Dos días después la recibió de vuelta sin ningún comentario. Fermina Daza no podía evitarlo: todo aquello le parecían cosas de niños. Más aún cuando Florentino Ariza insistió en evocar sus tardes de versos melancólicos en el parquecito de Los Evangelios, los escondites de las cartas en el camino de la escuela, las clases de bordado bajo los almendros. Con el dolor de su alma, ella lo puso en su puesto con una pregunta que parecía casual en medio de otros comentarios triviales: «¿Por qué te empeñas en hablar de lo que no existe?». Más tarde le reprochó la terquedad estéril de no dejarse envejecer con naturalidad. Esa era, según ella, la causa de su precipitación y sus descalabros constantes en la evocación del pasado. No entendía cómo un hombre capaz de hacer las reflexiones que tanto apoyo le habían dado para sobrellevar la viudez, se enredaba de aquel modo infantil cuando trataba de aplicarlas a su propia vida.
Los papeles se invirtieron. Entonces fue ella la que trató de darle ánimos nuevos para ver el futuro, con una frase que él, en su prisa atolondrada, no supo descifrar: Deja que el tiempo pase y ya veremos lo que trae. Pues nunca fue tan buen alumno como ella. La inmovilidad forzosa, la certidumbre cada día más lúcida de la fugacidad del tiempo, los deseos locos de verla, todo le demostraba que sus temores de la caída habían sido más certeros y trágicos de lo que había previsto. Por primera vez empezó a pensar de un modo racional en la realidad de la muerte.
Leona Cassiani lo ayudaba a bañarse y a cambiarse de piyama cada dos días, le aplicaba las lavativas, le ponía el orinal portátil, le aplicaba compresas de árnica en las úlceras de la espalda, le daba masajes por consejo médico para evitar que la inmovilidad le causara otros males peores. Los sábados y domingos la relevaba América Vicuña, que en diciembre de aquel año debía recibir su grado de maestra. Él le había prometido mandarla a un curso superior en Alabama por cuenta de la compañía fluvial, en parte para amordazar la conciencia, y sobre todo para no enfrentarse a los reproches que ella no encontraba cómo hacer, ni a las explicaciones que él estaba debiéndole. Nunca se imaginó cuánto sufría ella en sus insomnios del internado, en sus fines de semana sin él, en su vida sin él, porque nunca se imaginó cuánto lo amaba. Sabía por una carta oficial del colegio que del primer lugar que ella ocupaba siempre había pasado al último, y estaba a punto de ser reprobada en los exámenes finales. Pero eludió su deber de acudiente: no les informó nada a los padres de América Vicuña, impedido por un sentimiento de culpa que trataba de escamotear, ni lo comentó tampoco con ella, por un temor bien fundado de que pretendiera implicarlo en su fracaso. Así que dejó las cosas como estaban. Sin darse cuenta, empezaba a diferir sus problemas con la esperanza de que los resolviera la muerte.
No sólo las dos mujeres que se ocupaban de él, sino el mismo Florentino Ariza, se sorprendían de cuánto había cambiado. Apenas diez años antes había asaltado a una de sus criadas detrás de la escalera principal de la casa, vestida y de pie, y en menos tiempo que un gallo filipino la dejó en estado de gracia. Tuvo que regalarle una casa amueblada para que jurara que el autor de su deshonra fue un medio novio dominical que ni siquiera la había besado, y el padre y los tíos de ella, que eran buenos macheteros de zafra, los obligaron a casarse. No parecía posible que fuera el mismo hombre, aquel que manoseaban al derecho y al revés dos mujeres que hacía apenas unos meses lo hacían temblar de amor, que lo jabonaban por arriba y por debajo, lo secaban con toallas de algodón egipcio y le daban masajes de cuerpo entero, sin que soltara un suspiro de turbación. Cada quien tenía una explicación distinta para su inapetencia. Leona Cassiani pensaba que eran los preludios de la muerte. América Vicuña le atribuía un origen oculto cuya traza no acertaba a desentrañar. Sólo él sabía la verdad, y tenía nombre propio. De todos modos era injusto: más padecían ellas sirviéndole que él siendo tan bien servido.
Sólo tres martes le bastaron a Fermina Daza para darse cuenta de la falta que le hacían las visitas de Florentino Ariza. Lo pasaba muy bien con las amigas asiduas, mejor aún a medida que el tiempo la alejaba de las costumbres del esposo. Lucrecia del Real del Obispo había ido a Panamá a hacerse ver de un dolor de oído que no cedía con nada, y regresó muy aliviada al cabo de un mes, pero oyendo menos que antes con una trompetita que se ponía en la oreja. Fermina Daza era la amiga que toleraba mejor sus confusiones de preguntas y respuestas, y esto estimulaba tanto a Lucrecia que casi no había día en que no apareciera por allí a cualquier hora. Pero Fermina Daza no pudo sustituir con nadie la tardes sedantes de Florentino Ariza.
La memoria del pasado no redimía el futuro, como él se empeñaba en creer. Al contrario: fortalecía la convicción que Fermina Daza tuvo siempre de que aquel alboroto febril de los veinte años había sido cualquier cosa muy noble y muy bella, pero no fue amor. A pesar de su franqueza cruda no tenía intención de revelárselo a él ni por correo ni en persona, ni le alcanzaba el corazón para decirle qué falsos le sonaban los sentimentalismos de sus cartas después de haber conocido el prodigio de consolación de sus meditaciones escritas, cómo lo devaluaban sus mentiras líricas y cuánto perjudicaba a su causa la insistencia maniática de rescatar el pasado. No: ninguna línea de sus cartas de antaño ni ningún momento de su propia juventud aborrecida le habían hecho sentir que las tardes de un martes pudieran ser tan dilatadas como en realidad lo eran sin él, tan solitarias e irrepetibles sin él.
En uno de sus arranques de simplificación, ella había mandado para las caballerizas la radiola que su esposo le regaló en alguno de sus aniversarios, y que ambos habían pensado regalar al museo por haber sido la primera que llegó a la ciudad. En las sombras de su duelo había resuelto no volver a usarla, pues una viuda de sus apellidos no podía escuchar música de ninguna clase sin ofender la memoria del muerto, así fuera en la intimidad. Pero después del tercer martes de abandono la hizo llevar de nuevo a la sala, no para disfrutar de las canciones sentimentales de la emisora de Riobamba, como antes, sino para llenar sus horas muertas con las novelas de lágrimas de Santiago de Cuba. Fue un acierto, pues cuando nació la hija había empezado a perder el hábito de la lectura que su esposo le había inculcado con tanta aplicación desde el viaje de bodas, y con el cansancio progresivo de la vista lo perdió por completo, hasta el extremo de que pasaba meses sin saber dónde estaban los lentes.
Se aficionó de tal modo a las novelas radiales de Santiago de Cuba, que esperaba con ansiedad los capítulos continuados de todos los días. De vez en cuando oía las noticias para saber lo que pasaba en el mundo, y en las pocas ocasiones en que se quedaba sola en la casa escuchaba con el volumen muy bajo, remotos y nítidos, los merengues de Santo Domingo y las plenas de Puerto Rico. Una noche, en una estación desconocida que irrumpió de pronto con tanta fuerza y tanta claridad como si estuviera en la casa vecina, oyó una noticia desgarradora: una pareja de ancianos que repetía su luna de miel en el mismo lugar desde hacía cuarenta años, había sido asesinada a golpes de remo por el botero que los llevaba de paseo, para robarles el dinero que llevaban: catorce dólares. Su impresión fue mucho mayor cuando Lucrecia del Real le contó el relato completo publicado en un periódico local. La policía había descubierto que los ancianos muertos a garrotazos, ella de setenta y ocho años y él de ochenta y cuatro, eran dos amantes clandestinos que pasaban las vacaciones juntos desde hacía cuarenta años, pero ambos tenían sus matrimonios respectivos, estables y felices, y con familias numerosas. Fermina Daza, que nunca había llorado con los novelones radiales, tuvo que reprimir el nudo de lágrimas que se le atravesó en la garganta. En su carta siguiente, Florentino Ariza le mandó sin ningún comentario el recorte de periódico con la noticia.
No eran las últimas lágrimas que Fermina Daza iba a reprimir. Florentino Ariza no había cumplido los sesenta días de reclusión, cuando La Justicia reveló a todo lo ancho de la primera plana y con fotos de los protagonistas, los supuestos amores ocultos del doctor Juvenal Urbino y Lucrecia del Real del Obispo. Se especulaba sobre los pormenores de la relación, su frecuencia y su modo, y sobre la complacencia del esposo, entregado a desafueros de sodomía con los negros de su ingenio azucarero. El relato publicado con enormes letras de madera en tinta de sangre retumbó como el trueno de un cataclismo en la desvencijada aristocracia local. Sin embargo, no había ni una línea cierta: Juvenal Urbino y Lucrecia del Real eran amigos íntimos desde sus años de solteros y siguieron siéndolo después de casados, pero nunca fueron amantes. En todo caso, no parecía que la publicación estuviera dirigida a mancillar el nombre del doctor Juvenal Urbino, cuya memoria gozaba del respeto unánime, sino a perjudicar al marido de Lucrecia del Real, elegido presidente del Club Social la semana anterior. El escándalo fue sofocado en pocas horas. Pero Lucrecia del Real no volvió a visitar a Fermina Daza, y esta lo interpretó como un reconocimiento de la culpa.
Muy pronto quedó claro, sin embargo, que tampoco Fermina Daza estaba a salvo de los riesgos de su clase. La Justicia se ensañó contra ella por su único flanco débil: los negocios del padre. Cuando este tuvo que desterrarse a la fuerza, ella conoció un solo episodio de sus comercios turbios, tal como se lo contó Gala Placidia. Más tarde, cuando el doctor Urbino se lo confirmó después de la entrevista con el gobernador, quedó convencida de que su padre había sido víctima de una infamia. El hecho fue que dos agentes del gobierno se habían presentado con una orden de requisa en la casa del parque de Los Evangelios, la registraron de arriba abajo sin encontrar lo que buscaban, y al final ordenaron abrir el ropero con puertas de espejo de la antigua alcoba de Fermina Daza. Gala Placidia, sola en la casa y sin modos de prevenir a nadie, se negó a abrirlo con la excusa de que no tenía las llaves. Entonces uno de los agentes rompió el espejo de las puertas con la culata del revólver, y descubrió que entre el cristal y la madera había un espacio atiborrado de billetes falsos de cien dólares. Esta fue la culminación de una cadena de pistas que conducían hasta Lorenzo Daza como el eslabón último de una vasta operación internacional. Era un fraude maestro, pues los billetes tenían las marcas de agua del papel original: habían borrado billetes de un dólar por un procedimiento químico que parecía cosa de magia, y habían impreso en su lugar billetes de a cien. Lorenzo Daza alegó que el ropero había sido comprado mucho después del matrimonio de la hija, y que debió llegar a la casa con los billetes escondidos, pero la policía comprobó que estaba allí desde que Fermina Daza iba al colegio. Nadie sino él mismo hubiera podido esconder la falsa fortuna detrás de los espejos. Eso fue lo único que el doctor Urbino le contó a su esposa cuando se comprometió con el gobernador a mandar al suegro de regreso a su tierra para tapar el escándalo. Pero el diario contaba mucho más.
Contaba que durante una de las tantas guerras civiles del siglo anterior, Lorenzo Daza había sido intermediario entre el gobierno del presidente liberal Aquileo Parra y un tal Joseph K. Korzeniowski, polaco de origen, que estuvo demorado aquí varios meses en la tripulación del mercante Saint Antoine, de bandera francesa, tratando de definir un confuso negocio de armas. Korzeniowski, que más tarde se haría célebre en el mundo con el nombre de Joseph Conrad, hizo contacto no se sabía cómo con Lorenzo Daza, quien le compró el cargamento de armas por cuenta del gobierno, con sus credenciales y sus recibos en regla, y pagado en oro de ley. Según la versión del periódico, Lorenzo Daza dio por desaparecidas las armas en un asalto improbable, y las volvió a vender por el doble de su precio real a los conservadores en guerra contra el gobierno.
También contaba La Justicia que Lorenzo Daza compró a muy bajo precio un cargamento de botas sobrantes del ejército inglés, por los tiempos en que el general Rafael Reyes fundó la Marina de Guerra, y con esa sola operación dobló su fortuna en seis meses. Según el diario, cuando el cargamento llegó a este puerto, Lorenzo Daza se negó a recibirlo porque sólo venían las botas del pie derecho, pero fue el único concurrente cuando la aduana lo sacó a remate de acuerdo con las leyes vigentes, y lo compró por una suma simbólica de cien pesos. Por esos mismos días, un cómplice suyo compró en iguales condiciones el cargamento de botas izquierdas, que había llegado por la aduana de Riohacha. Una vez puestas en orden, Lorenzo Daza se valió de su parentesco político con los Urbino de la Calle, y le vendió las botas a la nueva Marina de Guerra con una ganancia del dos mil por ciento.
La información de La Justicia terminaba diciendo que Lorenzo Daza no abandonó a San Juan de la Ciénaga a fines del siglo anterior en busca de mejores aires para el porvenir de su hija, como a él le gustaba decir, sino por haber sido sorprendido en la próspera industria de mezclar tabaco de importación con papel picado, y de un modo tan hábil, que ni los fumadores refinados notaban el engaño. También se revelaban sus vínculos con una empresa clandestina internacional, cuya actividad más fructífera a fines del siglo anterior había sido la introducción ilegal de chinos desde Panamá. En cambio, el sospechoso negocio de mulas, que tanto había dañado su reputación, parecía ser el único honesto que había tenido jamás.
Cuando Florentino Ariza abandonó la cama, con la espalda en ascuas y por primera vez con un bastón de carreto en lugar del paraguas, su primera salida fue a la casa de Fermina Daza. La encontró desconocida, con los estragos de la edad a flor de piel, y con un resentimiento que le había quitado los deseos de vivir. El doctor Urbino Daza, en dos visitas que le hizo a Florentino Ariza durante su exilio, le había hablado de la consternación que le causaron a su madre las dos publicaciones de La Justicia. La primera le provocó una rabia tan insensata por la infidelidad del marido y la traición de la amiga, que renunció a la costumbre de visitar el mausoleo familiar un domingo de cada mes, porque la sacaba de quicio que él no pudiera oír dentro del cajón los improperios que quería gritarle: se peleó con el muerto. A Lucrecia del Real le mandó a decir, con quien quisiera decírselo, que se conformara con el consuelo de haber tenido al menos un hombre entre la tanta gente que pasó por su cama. De la publicación sobre Lorenzo Daza no era posible saber qué la afectaba más, si la publicación misma, o el descubrimiento tardío de la verdadera identidad de su padre. Pero una de las dos, o ambas, la habían aniquilado. El cabello color de acero limpio, que tanto ennoblecía su rostro, parecía entonces de hilachas amarillas de maíz, y los hermosos ojos de pantera no recobraban el brillo de antaño ni con el esplendor de la rabia. La decisión de no seguir viviendo se le notaba en cada gesto. Hacía mucho tiempo que había renunciado al hábito de fumar, encerrada en el baño o en cualquier otra forma, pero reincidió por primera vez en público y con una voracidad desenfrenada, al principio con cigarrillos que ella misma liaba, como le había gustado siempre, y luego con los más ordinarios que se encontraban en el comercio, porque ya no tuvo tiempo ni paciencia para enrollarlos. Un hombre que no fuera Florentino Ariza se hubiera preguntado qué podía depararles el porvenir a un anciano como él, cojo y con la espalda abrasada de peladuras de burro, y a una mujer que ya no ansiaba otra felicidad que la de la muerte. Pero él no. Él rescató una lucecita de esperanza entre los escombros del desastre, pues le pareció que la desgracia de Fermina Daza la magnificaba, la rabia la embellecía, el rencor contra el mundo le había devuelto el carácter cerril de los veinte años.
Ella tenía un nuevo motivo de gratitud con Florentino Ariza, porque a raíz de las publicaciones infames él había mandado a La Justicia una carta ejemplar sobre la responsabilidad ética de la prensa y el respeto de la honra ajena. No fue publicada, pero el autor mandó una copia al Diario del Comercio, el más antiguo y serio del litoral caribe, y este la destacó en la página primera. Estaba firmada con el seudónimo de Júpiter, y era tan razonada, incisiva y bien escrita, que fue atribuida a algunos de los escritores más notables de la provincia. Fue una voz solitaria en medio del océano, pero se oyó muy hondo y muy lejos. Fermina Daza supo quién era el autor sin que nadie se lo dijera, porque reconoció algunas ideas y hasta una frase literal de las reflexiones morales de Florentino Ariza. De modo que lo recibió con un afecto reverdecido en el desorden de su abandono. Fue por esa época cuando América Vicuña se encontró sola una tarde de sábado en el dormitorio de la Calle de las Ventanas, y sin haberlas buscado, por pura casualidad, descubrió dentro de un armario sin llave las copias mecanográficas de las meditaciones de Florentino Ariza, y las cartas manuscritas de Fermina Daza.
El doctor Urbino Daza se alegró de la reanudación de las visitas que tanto alentaban a su madre. Al contrario de Ofelia, su hermana, que volvió en el primer frutero de Nueva Orleans tan pronto como supo que Fermina Daza mantenía una amistad extraña con un hombre cuya calificación moral no era de las mejores. Su alarma hizo crisis desde la primera semana, cuando se dio cuenta del grado de familiaridad y dominio con que Florentino Ariza entraba en la casa, y de los cuchicheos y fugaces pleitos de novios con que transcurrían las visitas hasta muy entrada la noche. Lo que para el doctor Urbino Daza era una saludable afinidad de dos ancianos solitarios, para ella era una forma viciosa de concubinato secreto. Así fue siempre Ofelia Urbino, más parecida a doña Blanca, su abuela paterna, que si hubiera sido su hija. Era distinguida como ella, altanera como ella, y vivía como ella a merced de los prejuicios. No era capaz de concebir la inocencia de una amistad entre un hombre y una mujer ni a los cinco años de edad, y mucho menos a los ochenta. En una disputa aguerrida que tuvo con su hermano, dijo que lo único que faltaba para que Florentino Ariza acabara de consolar a su madre era que se metiera con ella en su cama de viuda. El doctor Urbino Daza no tenía agallas para enfrentársele, no las había tenido nunca frente a ella, pero su esposa intercedió con una justificación serena del amor a cualquier edad. Ofelia perdió los estribos.
—El amor es ridículo a nuestra edad —le gritó—, pero a la edad de ellos es una cochinada.
Se empeñó con tales ímpetus en la determinación de ahuyentar de la casa a Florentino Ariza, que llegó a oídos de Fermina Daza. Ella la llamó al dormitorio, como siempre que quería hablar sin ser oída por las criadas, y le pidió repetir sus recriminaciones. Ofelia no se las endulzó: estaba segura de que Florentino Ariza, cuya fama de pervertido no la ignoraba nadie, perseguía una relación equívoca, más perjudicial para el buen nombre de la familia que las fechorías de Lorenzo Daza y las aventuras ingenuas de Juvenal Urbino. Fermina Daza la escuchó sin decir palabra, sin parpadear siquiera, pero cuando terminó de escuchar era otra: había vuelto a la vida.
—Lo único que me duele es no tener fuerzas para darte la cueriza que te mereces, por atrevida y mal pensada —le dijo—. Pero ahora mismo te vas de esta casa, y te juro por los restos de mi madre que no la volverás a pisar mientras yo esté viva.
No hubo poder capaz de disuadirla. Mientras tanto, Ofelia se fue a vivir a la casa del hermano, y desde allá mandó toda clase de súplicas con emisarios de altura. Pero fue inútil. Ni la mediación del hijo ni la intervención de sus amigas consiguieron quebrantarla. A la nuera, con quien mantuvo siempre una cierta complicidad populachera, le soltó por fin una confidencia con la verba florida de sus mejores años: «Hace un siglo me cagaron la vida con ese pobre hombre porque éramos demasiado jóvenes, y ahora nos lo quieren repetir porque somos demasiado viejos». Encendió un cigarrillo con la colilla del otro, y acabó de sacarse el veneno que le carcomía las entrañas.
—¡Que se vayan a la mierda! —dijo—. Si alguna ventaja tenemos las viudas, es que ya no nos queda nadie que nos mande.
No hubo nada que hacer. Cuando por fin se convenció de que estaban agotadas todas las instancias, Ofelia volvió a Nueva Orleans. Lo único que logró de su madre fue que se despidiera de ella, y Fermina Daza aceptó después de muchas súplicas, pero sin permitirle que entrara en la casa: lo había jurado por los huesos de su madre, que para ella, por aquellos días de tinieblas, eran los únicos que quedaban limpios.
En alguna de las primeras visitas, hablando de sus buques, Florentino Ariza le había hecho a Fermina Daza una invitación formal para que fuera en viaje de descanso por el río. Con un día más de tren podía ir hasta la capital de la república, que ellos, como la mayoría de los caribes de su generación, seguían llamando con el nombre que tuvo hasta el siglo anterior: Santa Fe. Pero ella conservaba los resabios del esposo y no quería conocer una ciudad helada y sombría donde las mujeres no salían de sus casas sino para la misa de cinco, y no podían entrar en las heladerías ni en las oficinas públicas, según le habían dicho, y donde había a toda hora embotellamientos de entierros en las calles y una llovizna menuda desde los años de la mula herrada: peor que en París. En cambio, sentía una atracción muy fuerte por el río, quería ver los caimanes asoleándose en los playones, quería ser despertada en medio de la noche por el llanto de mujer de los manatíes, pero la idea de un viaje tan difícil, a su edad, y además viuda y sola, le parecía irreal.
Florentino Ariza volvió a reiterarle la invitación más adelante, cuando se decidió a seguir viva sin el esposo, y entonces le pareció más probable. Pero después del pleito con la hija, amargada por las injurias a su padre, por el rencor contra el esposo muerto, por la rabia de las zalamerías hipócritas de Lucrecia del Real, a quien tuvo por tantos años como su mejor amiga, ella misma se sentía de sobra en su propia casa. Una tarde, mientras tomaba su infusión de hojas universales, miró hacia el pantano del patio donde no volvería a retoñar el árbol de su desventura.
—Lo que quisiera es largarme de esta casa, caminando, derecho, derecho, derecho, y no volver más nunca —dijo.
—Vete en un buque —dijo Florentino Ariza.
Fermina Daza lo miró pensativa.
—Pues fíjate que podría ser —dijo.
No se le había ocurrido un momento antes de decirlo, pero le bastó con admitir la posibilidad para darlo por hecho. El hijo y la nuera entendieron encantados. Florentino Ariza se apresuró a precisar que Fermina Daza sería un huésped de honor en sus buques, se tendría para ella un camarote dispuesto como su propia casa, un servicio perfecto, y el capitán en persona estaría consagrado a su seguridad y su bienestar. Llevó mapas de la ruta para entusiasmarla, tarjetas postales de atardeceres furibundos, poemas al paraíso primitivo de La Magdalena escritos por viajeros ilustres, o que habían llegado a serlo por la excelencia del poema. Ella les daba una ojeada cuando estaba de humor.
—No tienes que engañarme como a una criatura —le decía—. Si me voy es porque lo he decidido, no por el interés del paisaje.
Cuando el hijo sugirió que la acompañara su esposa, lo cortó por lo sano: «Ya estoy muy grande para que me cuide nadie». Ella misma arregló los pormenores del viaje. Sintió un inmenso descanso con la idea de vivir ocho días de subida y cinco de bajada sin nada más que lo indispensable: media docena de vestidos de algodón, sus cosas de tocador y aseo, un par de zapatos para embarcar y desembarcar y las babuchas caseras para el viaje, y nada más: el sueño de su vida.
En enero de 1824, el comodoro Juan Bernardo Elbers, fundador de la navegación fluvial, había abanderado el primer buque de vapor que surcó el río de La Magdalena, un trasto primitivo de cuarenta caballos de fuerza que se llamaba Fidelidad. Más de un siglo después, un 7 de julio a las seis de la tarde, el doctor Urbino Daza y su esposa acompañaron a Fermina Daza a tomar el buque que había de llevarla en su primer viaje por el río. Era el primero construido en los astilleros locales, que Florentino Ariza había bautizado en memoria de su antecesor glorioso: Nueva Fidelidad. Fermina Daza no pudo creer nunca que aquel nombre tan significativo para ellos fuera de veras una casualidad histórica, y no una gracia más del romanticismo crónico de Florentino Ariza.
En todo caso, a diferencia de los otros buques fluviales, antiguos y modernos, el Nueva Fidelidad tenía junto al camarote del capitán un camarote suplementario, amplio y confortable: una sala de visitas con muebles de bambú de colores festivos, un dormitorio matrimonial decorado por completo con motivos chinos, un baño con bañera y ducha, un amplio mirador cubierto, muy amplio, con helechos colgados y una visión completa hacia el frente y los dos lados del buque, y un sistema de refrigeración silencioso que mantenía todo el ámbito a salvo del estruendo exterior y en un clima de primavera perpetua. Esta habitación de lujo, conocida como el Camarote Presidencial porque allí habían viajado hasta entonces tres presidentes de la república, no tenía un propósito comercial, sino que se reservaba para autoridades de categoría y para invitados muy especiales. Florentino Ariza la había hecho construir con esa finalidad de imagen pública tan pronto como fue nombrado presidente de la C.F.C., pero con la seguridad íntima de que tarde o temprano iba a ser el refugio feliz de su viaje de bodas con Fermina Daza.
Llegado el día, en efecto, ella tomó posesión del Camarote Presidencial en su condición de dueña y señora. El capitán del buque hizo los honores de a bordo al doctor Urbino Daza y su esposa, y a Florentino Ariza, con champaña y salmón ahumado. Se llamaba Diego Samaritano, tenía un uniforme de lino blanco, de una corrección absoluta, desde la punta de los botines hasta la gorra con el escudo de la C.F.C. bordado en hilos dorados, y tenía en común con los otros capitanes del río una corpulencia de ceiba, una voz perentoria y unas maneras de cardenal florentino.
A las siete de la noche dieron la primera señal de partida, y Fermina Daza la sintió resonar con un dolor agudo dentro del oído izquierdo. La noche anterior había tenido sueños surcados de malos presagios que no se atrevió a descifrar. Muy temprano en la mañana se hizo llevar al cercano panteón del seminario, que entonces se llamaba el Cementerio de La Manga, y se reconcilió con el marido muerto, de pie frente a su cripta, en un monólogo en el que soltó los justos reproches que tenía atragantados. Luego le contó los pormenores del viaje, y se despidió hasta muy pronto. No quiso decirle a nadie más que se iba, como había hecho casi siempre que viajaba a Europa, para evitar las despedidas agotadoras. A pesar de sus tantos viajes se sentía como si este fuera el primero, y a medida que rodaba el día le aumentaba la zozobra. Una vez a bordo, se sintió abandonada y triste, y quería quedarse sola para llorar.
Cuando sonó la advertencia final, el doctor Urbino Daza y su esposa se despidieron de ella sin dramatismos, y Florentino Ariza los acompañó a la pasarela de desembarco. El doctor Urbino Daza trató de cederle el paso a continuación de su esposa, y sólo entonces cayó en la cuenta de que también Florentino Ariza se iba de viaje. El doctor Urbino Daza no pudo disimular el desconcierto.
—Pero de esto no habíamos hablado —dijo.
Florentino Ariza le mostró la llave de su camarote con una intención demasiado evidente: un camarote ordinario en la cubierta común. Pero al doctor Urbino Daza no le pareció una prueba bastante de inocencia. Dirigió a la esposa una mirada de náufrago, en busca de un punto de apoyo para su desconcierto, pero se encontró con unos ojos helados. Ella le dijo muy bajo, con voz severa: «¿Tú también?». Sí: él también, como su hermana Ofelia, pensaba que el amor tenía una edad en que empezaba a ser indecente. Pero supo reaccionar a tiempo, y se despidió de Florentino Ariza con un apretón de mano más resignado que agradecido.
Florentino Ariza los vio desembarcar desde la baranda del salón. Tal como lo esperaba y deseaba, el doctor Urbino Daza y su esposa se volvieron a mirarlo antes de entrar en el automóvil, y él los despidió con la mano. Ambos le correspondieron. Siguió en la baranda hasta que el automóvil desapareció en la polvareda del patio de carga, y luego fue a su camarote, a ponerse una ropa más adecuada para la primera cena a bordo, en el comedor privado del capitán.
Fue una noche espléndida, que el capitán Diego Samaritano condimentó con relatos suculentos de sus cuarenta años en el río, pero Fermina Daza tuvo que hacer un grande esfuerzo para parecer divertida. A pesar de que la última advertencia la dieron a las ocho y de que a esa hora hicieron bajar a los visitantes y levantaron la pasarela, el buque no zarpó mientras el capitán no terminó de comer y subió al puesto de mando a dirigir la maniobra. Fermina Daza y Florentino Ariza permanecieron asomados en el barandal de la sala común, confundidos con los pasajeros bulliciosos que jugaban a identificar las luces de la ciudad, hasta que el buque salió de la bahía, se metió por caños invisibles y ciénagas salpicadas por las luces ondulantes de los pescadores, y resolló por fin a pleno pulmón en el aire libre del río Grande de La Magdalena. Entonces la banda irrumpió con una pieza popular de moda, hubo una estampida de gozo de los pasajeros, y el baile se abrió en tropel.
Fermina Daza prefirió refugiarse en el camarote. No había dicho una palabra en toda la noche, y Florentino Ariza la había dejado perderse en sus cavilaciones. Sólo la interrumpió para despedirse frente al camarote, pero ella no tenía sueño, sólo un poco de frío, y sugirió que se sentaran un rato a ver el río desde el mirador privado. Florentino Ariza rodó dos poltronas de mimbre hasta la baranda, apagó las luces, le puso a ella sobre los hombros una manta de lana, y se sentó a su lado. Ella enrolló un cigarrillo de la cajita que él le llevaba de regalo, lo enrolló con una habilidad sorprendente, lo fumó despacio con el fuego dentro de la boca, sin hablar, y luego enrolló otros dos sucesivos y los fumó sin pausas. Florentino Ariza se tomó sorbo a sorbo dos termos de café cerrero.
El resplandor de la ciudad había desaparecido en el horizonte. Vistos desde el mirador oscuro, el río liso y callado, y los pastizales de ambas orillas bajo la luna llena, se convirtieron en una llanura fosforescente. De vez en cuando se veía una choza de paja junto a las grandes hogueras con que anunciaban que allí se vendía leña para las calderas de los buques. Florentino Ariza conservaba recuerdos borrosos de su viaje de juventud, y la visión del río los hacía revivir por ráfagas deslumbrantes como si fueran de ayer. Le contó algunos a Fermina Daza, creyendo que podía animarla, pero ella fumaba en otro mundo. Florentino Ariza renunció a sus recuerdos y la dejó a ella sola con los suyos, y mientras tanto enrollaba cigarrillos y se los iba dando encendidos, hasta que se acabó la caja. La música cesó después de la media noche, el bullicio de los pasajeros se dispersó y se deshizo en susurros dormidos, y los dos corazones se quedaron solos en el mirador en sombras, viviendo al compás de los resuellos del buque.
Al cabo de un largo rato, Florentino Ariza miró a Fermina Daza con el fulgor del río, la vio espectral, con el perfil de estatua dulcificado por un tenue resplandor azul, y se dio cuenta de que estaba llorando en silencio. Pero en vez de consolarla, o esperar que agotara sus lágrimas, como ella quería, se dejó invadir por el pánico.
—¿Quieres quedarte sola? —preguntó.
—Si lo quisiera no te hubiera dicho que entraras —dijo ella.
Entonces él extendió los dedos helados en la oscuridad, buscó a tientas la otra mano en la oscuridad, y la encontró esperándolo. Ambos fueron bastante lúcidos para darse cuenta, en un mismo instante fugaz, de que ninguna de las dos era la mano que habían imaginado antes de tocarse, sino dos manos de huesos viejos. Pero en el instante siguiente ya lo eran. Ella empezó a hablar del esposo muerto, en tiempo presente, como si estuviera vivo, y Florentino Ariza supo en ese momento que también a ella le había llegado la hora de preguntarse con dignidad, con grandeza, con unos deseos incontenibles de vivir, qué hacer con el amor que se le había quedado sin dueño.
Fermina Daza dejó de fumar por no soltar la mano que él mantenía en la suya. Estaba perdida en la ansiedad de entender. No podía concebir un marido mejor que el que había sido suyo, y sin embargo encontraba más tropiezos que complacencias en la evocación de su vida, demasiadas incomprensiones recíprocas, pleitos inútiles, rencores mal resueltos. Suspiró de pronto: «Es increíble cómo se puede ser tan feliz durante tantos años, en medio de tantas peloteras, de tantas vainas, carajo, sin saber en realidad si eso es amor o no». Cuando terminó de desahogarse, alguien había apagado la luna. El buque avanzaba con sus pasos contados, poniendo un pie antes de poner el otro: un inmenso animal en acecho. Fermina Daza había regresado de la ansiedad.
—Vete ahora —dijo.
Florentino Ariza le apretó la mano, se inclinó hacia ella, y trató de besarla en la mejilla. Pero ella lo esquivó con su voz ronca y suave.
—Ya no —le dijo—: huelo a vieja.
Lo oyó salir en la oscuridad, oyó sus pasos en las escaleras, lo oyó dejar de ser hasta el día siguiente. Fermina Daza encendió otro cigarrillo, y mientras lo fumaba vio al doctor Juvenal Urbino con su atuendo de lino intachable, su rigor profesional, su simpatía deslumbrante, su amor oficial, que le hizo una seña de adiós con su sombrero blanco desde otro buque del pasado. «Los hombres somos unos pobres siervos de los prejuicios —le había dicho él alguna vez—. En cambio, cuando una mujer decide acostarse con un hombre, no hay talanquera que no salte, ni fortaleza que no derribe, ni consideración moral alguna que no esté dispuesta a pasarse por el fundamento: no hay Dios que valga». Fermina Daza siguió inmóvil hasta la madrugada, pensando en Florentino Ariza, no como el centinela desolado del parquecito de Los Evangelios cuyo recuerdo no le suscitaba ya ni una lucecita de nostalgia, sino como era entonces, decrépito y rengo, pero real: el hombre que estuvo siempre al alcance de su mano, y no supo reconocerlo. Mientras el buque la arrastraba resollando hacia el fulgor de las primeras rosas, lo único que ella le rogaba a Dios era que Florentino Ariza supiera por dónde empezar otra vez al día siguiente. Lo supo. Fermina Daza dio instrucciones al camarero de que la dejara dormir a su gusto, y cuando despertó había en la mesa de noche un florero con una rosa blanca, fresca, todavía sudada de rocío, y con ella una carta de Florentino Ariza con tantos pliegos como alcanzó a escribir desde que se despidió de ella. Era una carta tranquila, que no trataba más que expresar el estado de ánimo que lo embargaba desde la noche anterior: tan lírica como las otras, tan retórica como todas, pero estaba sustentada por la realidad. Fermina Daza la leyó con una cierta vergüenza consigo misma por los galopes descarados de su corazón. Terminaba con el pedido de que avisara al camarero cuando estuviera lista, pues el capitán los esperaba en el puesto de mando para mostrarles el funcionamiento del buque.
Estuvo lista a las once, bañada y olorosa a jabón de flores, con un traje de viuda muy sencillo de etamina gris, y recuperada por completo de la tormenta de la noche. Ordenó un desayuno sobrio al camarero de blanco impecable, que estaba al servicio personal del capitán, pero no mandó el recado de que vinieran a buscarla. Subió sola, deslumbrada por el cielo sin nubes, y encontró a Florentino Ariza conversando con el capitán en el puesto de mando. Le pareció distinto, no sólo porque ella lo veía entonces con otros ojos, sino porque en realidad había cambiado. En lugar de los atuendos fúnebres de toda la vida llevaba unos zapatos blancos muy cómodos, pantalón y camisa de hilo con cuello abierto y manga corta y su monograma bordado en el bolsillo del pecho. Llevaba además una gorra escocesa, también blanca, y un dispositivo de lentes oscuros superpuesto a sus eternos espejuelos de miope. Era evidente que todo era de primer uso y acabado de comprar a propósito para el viaje, salvo el cinturón de cuero marrón, muy usado, que Fermina Daza notó al primer golpe de vista como una mosca en la sopa. Al verlo así, vestido para ella de un modo tan ostensible, no pudo impedir el rubor de fuego que le subió a la cara. Se ofuscó al saludarlo, y él se ofuscó más con la ofuscación de ella. La conciencia de que se comportaban como novios los ofuscó más aún, y la conciencia de que ambos estaban ofuscados acabó de ofuscarlos hasta el punto de que el capitán Samaritano lo advirtió con un trémolo de compasión. Los sacó del apuro explicándoles el manejo de los mandos y el mecanismo general del buque durante dos horas. Navegaban muy despacio por un río sin orillas que se dispersaba entre playones áridos hasta el horizonte. Pero al contrario de las aguas turbias de la desembocadura, aquellas eran lentas y diáfanas, y tenían un resplandor de metal bajo el sol despiadado. Fermina Daza tuvo la impresión de que era un delta poblado de islas de arena.
—Es lo poco que nos va quedando del río —le dijo el capitán.
Florentino Ariza, en efecto, estaba sorprendido de los cambios, y lo estaría más al día siguiente, cuando la navegación se hizo más difícil, y se dio cuenta de que el río padre de La Magdalena, uno de los grandes del mundo, era sólo una ilusión de la memoria. El capitán Samaritano les explicó cómo la deforestación irracional había acabado con el río en cincuenta años: las calderas de los buques habían devorado la selva enmarañada de árboles colosales que Florentino Ariza sintió como una opresión en su primer viaje. Fermina Daza no vería los animales de sus sueños: los cazadores de pieles de las tenerías de Nueva Orleans habían exterminado los caimanes que se hacían los muertos con las fauces abiertas durante horas y horas en los barrancos de la orilla para sorprender a las mariposas; los loros con sus algarabías y los micos con sus gritos de locos se habían ido muriendo a medida que se les acababan las frondas, los manatíes de grandes tetas de madres que amamantaban a sus crías y lloraban con voces de mujer desolada en los playones eran una especie extinguida por las balas blindadas de los cazadores de placer.
El capitán Samaritano les tenía un afecto casi maternal a los manatíes, porque le parecían señoras condenadas por algún extravío de amor, y tenía por cierta la leyenda de que eran las únicas hembras sin machos en el reino animal. Siempre se opuso a que les dispararan desde la borda, como era la costumbre, a pesar de que había leyes que lo prohibían. Un cazador de Carolina del Norte, con su documentación en regla, había desobedecido sus órdenes y le había destrozado la cabeza a una madre de manatí con un disparo certero de su SpringfÍeld, y la cría había quedado enloquecida de dolor llorando a gritos sobre el cuerpo tendido. El capitán había hecho subir al huérfano para hacerse cargo de él, y dejó al cazador abandonado en el playón desierto junto al cadáver de la madre asesinada. Estuvo seis meses en la cárcel, por protestas diplomáticas, y a punto de perder su licencia de navegante, pero salió dispuesto a repetir lo hecho cuantas veces hubiera ocasión. Sin embargo, aquel había sido un episodio histórico: el manatí huérfano, que creció y vivió muchos años en el parque de animales raros de San Nicolás de las Barrancas, fue el último que se vio en el río.
—Cada vez que paso por ese playón —dijo— le ruego a Dios que aquel gringo se vuelva a embarcar en mi buque, para volver a dejarlo.
Fermina Daza, que no le tenía simpatía, se conmovió de tal modo con aquel gigante tierno, que desde esa mañana lo puso en un lugar privilegiado de su corazón. Hizo bien: el viaje apenas comenzaba, y ya tendría ocasiones de sobra para darse cuenta de que no se había equivocado.
Fermina Daza y Florentino Ariza permanecieron en los puestos de mando hasta la hora del almuerzo, poco después de que pasaron frente a la población de Calamar, que apenas unos años antes tenía una fiesta perpetua, y ahora era un puerto en ruinas de calles desoladas. El único ser que se vio desde el buque, fue una mujer vestida de blanco que hacía señas con un pañuelo. Fermina Daza no entendió por qué no la recogían, si parecía tan afligida, pero el capitán le explicó que era la aparición de una ahogada que hacía señas de engaño para desviar los buques hacia los peligrosos remolinos de la otra orilla. Pasaron tan cerca de ella que Fermina Daza la vio con todos sus detalles, nítida bajo el sol, y no dudó de que en realidad no existiera, pero su cara le pareció conocida.
Fue un día largo y caluroso. Fermina Daza volvió al camarote después del almuerzo, para su siesta inevitable, pero no durmió bien por el dolor del oído, que se le hizo más intenso cuando el buque intercambió los saludos de rigor con otro de la C.F.C. con el que se cruzó unas leguas arriba de Barranca Vieja. Florentino Ariza descabezó un sueño instantáneo sentado en el salón principal, donde la mayoría de los pasajeros sin camarote dormían como a media noche, y soñó con Rosalba, muy cerca del lugar en que la había visto embarcarse. Viajaba sola, con su atuendo de momposina del siglo anterior, y era ella y no el niño la que dormía la siesta dentro de la jaula de mimbre colgada en el alero. Fue un sueño a la vez tan enigmático y divertido, que siguió con su regusto toda la tarde, mientras jugaba dominó con el capitán y dos pasajeros amigos.
El calor cesaba a la caída del sol, y el buque revivía. Los pasajeros emergían como de un letargo, recién bañados y con ropas limpias, y ocupaban las poltronas de mimbre del salón a la espera de la cena, que era anunciada a las cinco en punto por un mesero que recorría la cubierta de un extremo al otro haciendo sonar entre aplausos de burlas una campana de sacristán. Mientras comían, empezaba la banda con música de fandango, y el baile seguía de largo hasta la media noche.
Fermina Daza no quiso cenar por la molestia del oído, y presenció el primer embarque de leña para las calderas, en una barranca pelada donde no había nada más que los troncos amontonados, y un hombre muy viejo que atendía el negocio. No parecía haber nadie más a muchas leguas. Para Fermina Daza fue una escala lenta y aburrida, impensable en los transatlánticos de Europa, y había tanto calor que se hacía sentir aun dentro del mirador refrigerado. Pero cuando el buque zarpó de nuevo soplaba un viento fresco oloroso a entrañas de la selva, y la música se hizo más alegre. En la población de Sitio Nuevo había una sola luz en una sola ventana de una sola casa, y en la oficina del puerto no hicieron la señal convenida de que había carga o pasajeros para el buque, de modo que este pasó sin saludar.
Fermina Daza había estado toda la tarde preguntándose de qué recursos iba a valerse Florentino Ariza para verla sin tocar en el camarote, y hacia las ocho no pudo soportar más las ansias de estar con él. Salió al corredor con la esperanza de encontrarlo de un modo que pareciera casual, y no tuvo que andar mucho: Florentino Ariza estaba sentado en un escaño del corredor, callado y triste como en el parquecito de Los Evangelios, y preguntándose desde hacía más de dos horas cómo iba a hacer para verla. Ambos hicieron el mismo gesto de sorpresa que ambos sabían fingido, y recorrieron juntos la cubierta de primera clase atiborrada de gente joven: la mayoría estudiantes bulliciosos que se agotaban con una cierta ansiedad en la última parranda de las vacaciones. En la cantina, Florentino Ariza y Fermina Daza se tomaron un refresco de botella sentados como estudiantes frente al mostrador, y ella se vio de pronto en una situación temida. Dijo: «¡Qué horror!». Florentino Ariza le preguntó en qué estaba pensando que le causaba semejante impresión.
—En los pobres viejitos —dijo ella—. Los que mataron a remazos en el bote.
Ambos se fueron a dormir cuando se acabó la música, después de una larga conversación sin tropiezos en el mirador oscuro. No hubo luna, el cielo estaba encapotado, y en el horizonte estallaban relámpagos sin truenos que los iluminaban por un instante. Florentino Ariza enrolló los cigarrillos para ella, pero no se fumó más de cuatro, atormentada por el dolor que se aliviaba por momentos y se recrudecía cuando el barco bramaba al cruzarse con otro, o al pasar frente a un pueblo dormido, o cuando navegaba despacio para sondear el fondo del río. Él le contó con cuánta ansiedad la había visto siempre en los Juegos Florales, en el vuelo en globo, en el velocípedo de acróbata, y con cuánta ansiedad esperaba las fiestas públicas durante todo el año, sólo para verla. También ella lo había visto muchas veces, y nunca se hubiera imaginado que estuviera allí sólo para verla. Sin embargo, hacía apenas un año, cuando leyó sus cartas, se preguntó de pronto cómo era posible que él no hubiera competido nunca en los Juegos Florales: sin duda habría ganado. Florentino Ariza le mintió: sólo escribía para ella, versos para ella, y sólo él los leía. Entonces fue ella la que buscó su mano en la oscuridad, y no la encontró esperándola como ella había esperado la suya la noche anterior, sino que lo tomó de sorpresa. A Florentino Ariza se le heló el corazón.
—Qué raras son las mujeres —dijo.
Ella soltó una risa profunda, de paloma joven, y volvió a pensar en los ancianos del bote. Estaba escrito: aquella imagen había de perseguirla siempre. Pero esa noche podía soportarla, porque se sentía tranquila y bien, como pocas veces en la vida: limpia de toda culpa. Se hubiera quedado así hasta el amanecer, callada, con la mano de él sudando hielo en su mano, pero no pudo soportar el tormento del oído. De modo que cuando se apagó la música, y luego cesó el trajín de los pasajeros del común colgando las hamacas en el salón, ella comprendió que su dolor era más fuerte que su deseo de estar con él. Sabía que el solo decírselo a él iba a aliviarla, pero no lo hizo para no preocuparlo. Pues entonces tenía la impresión de conocerlo como si hubiera vivido con él toda la vida, y lo creía capaz de dar la orden de que el buque regresara al puerto si eso pudiera quitarle el dolor.
Florentino Ariza había previsto que esa noche ocurrirían las cosas así, y se retiró. Ya en la puerta del camarote trató de despedirse con un beso, pero ella le puso la mejilla izquierda. Él insistió, ya con la respiración entrecortada, y ella le ofreció la otra mejilla con una coquetería que él no le había conocido de colegiala. Entonces insistió por segunda vez, y ella lo recibió en los labios, lo recibió con un temblor profundo que trató de sofocar con una risa olvidada desde su noche de bodas.
—¡Dios mío —dijo—, qué loca soy en los buques!
Florentino Ariza se estremeció: en efecto, como ella misma lo había dicho, tenía el olor agrio de la edad. Sin embargo, mientras caminaba hacia su camarote, abriéndose paso por entre el laberinto de hamacas dormidas, se consolaba con la idea de que él debía tener el mismo olor, sólo que cuatro años más viejo, y que ella debió haberlo sentido con la misma emoción. Era el olor de los fermentos humanos, que él había percibido en sus amantes más antiguas, y que ellas habían sentido en él. La viuda de Nazaret, que no se guardaba nada, se lo dijo de un modo más crudo: «Ya olemos a gallinazo». Ambos se lo soportaban el uno al otro, porque estaban a mano: mi olor contra el tuyo. En cambio, muchas veces se había cuidado de América Vicuña, cuyo olor de pañales le despertaba a él los instintos maternos y sin embargo lo inquietaba la idea de que ella no pudiera soportar el suyo: su olor de viejo verde. Pero todo eso pertenecía al pasado. Lo importante era que por primera vez desde aquella tarde en que la tía Escolástica dejó el misal en el mostrador de la telegrafía, Florentino Ariza no había vuelto a sentir una felicidad como la de esa noche: tan intensa que le causaba miedo.
Empezaba a dormirse, cuando el contador del buque lo despertó a las cinco en el puerto de Zambrano para entregarle un telegrama urgente. Estaba firmado por Leona Cassiani, con fecha del día anterior, y todo su horror cabía en una línea: América Vicuña muerta ayer motivos inexplicables. A las once de la mañana conoció los pormenores a través de una conferencia telegráfica con Leona Cassiani, en la que él mismo operó el equipo transmisor como no había vuelto a hacerlo desde sus años de telegrafista. América Vicuña, presa de una depresión mortal por haber sido reprobada en los exámenes finales, se había bebido un frasco de láudano que se robó en la enfermería del colegio. Florentino Ariza sabía en el fondo de su alma que aquella noticia estaba incompleta. Pero no: América Vicuña no había dejado ninguna nota explicativa que permitiera culpar a nadie de su determinación. La familia estaba llegando en ese momento desde Puerto Padre, avisada por Leona Cassiani, y el entierro sería esa tarde a las cinco. Florentino Ariza respiró. Lo único que podía hacer para seguir vivo era no permitirse el suplicio de aquel recuerdo. Lo borró de la memoria, aunque de vez en cuando en el resto de sus años iba a sentirlo revivir de pronto, sin que viniera a cuento, como la punzada instantánea de una cicatriz antigua.
Los días siguientes fueron calurosos e interminables. El río se volvió turbio y se fue haciendo cada vez más estrecho, y en vez de la maraña de árboles colosales que había asombrado a Florentino Ariza en su primer viaje, había llanuras calcinadas, desechos de selvas enteras devoradas por las calderas de los buques, escombros de pueblos abandonados de Dios, cuyas calles continuaban inundadas aun en las épocas más crueles de la sequía. Por la noche no los despertaban los cantos de sirenas de los manatíes en los playones, sino la tufarada nauseabunda de los muertos que pasaban flotando hacia el mar. Pues ya no había guerras ni pestes pero los cuerpos hinchados seguían pasando. El capitán fue sobrio por una vez: «Tenemos órdenes de decir a los pasajeros que son ahogados accidentales». En lugar de la algarabía de los loros y el escándalo de los micos invisibles que en otro tiempo aumentaban el bochorno del medio día, sólo quedaba el vasto silencio de la tierra arrasada.
Había tan pocos lugares donde leñatear, y estaban tan separados entre sí, que el Nueva Fidelidad se quedó sin combustible al cuarto día de viaje. Permaneció amarrado casi una semana, mientras sus cuadrillas se internaban por pantanos de cenizas en busca de los últimos árboles desperdigados. No había otros: los leñadores habían abandonado sus veredas huyendo de la ferocidad de los señores de la tierra, huyendo del cólera invisible, huyendo de las guerras larvadas que los gobiernos se empeñaban en ocultar con decretos de distracción. Mientras tanto, los pasajeros, aburridos, hacían torneos de natación, organizaban expediciones de caza, regresaban con iguanas vivas que abrían en canal y volvían a coser con agujas de enfardelar después de sacarles los racimos de huevos, traslúcidos y blandos, que ponían a secar en sartales en las barandas del buque. Las prostitutas pobres de los pueblos vecinos siguieron la traza de las expediciones, improvisaron tiendas de campaña en la barranca de la orilla, llevaron música y cantina, y plantaron la parranda frente al buque varado.
Desde mucho antes de ser presidente de C.F.C., Florentino Ariza recibía informes alarmantes del estado del río, pero apenas si los leía. Tranquilizaba a sus socios: «No se preocupen, cuando la leña se acabe ya habrá buques de petróleo». Nunca se tomó el trabajo de pensarlo, obnubilado por la pasión de Fermina Daza, y cuando se dio cuenta de la verdad ya no había nada que hacer, como no fuera llevar otro río nuevo. Por la noche, aun en las épocas de mejores aguas, había que amarrar para dormir, y entonces se volvía insoportable hasta el hecho simple de estar vivo. La mayoría de los pasajeros, sobre todo los europeos, abandonaban el pudridero de los camarotes y se pasaban la noche caminando por las cubiertas, espantando toda clase de alimañas con la misma toalla con que se secaban el sudor incesante, y amanecían exhaustos e hinchados por las picaduras. Un viajero inglés de principios del siglo XIX, refiriéndose al viaje combinado en canoa y en mula, que podía durar hasta cincuenta jornadas, había escrito: «Este es uno de los peregrinajes más malos e incómodos que un ser humano pueda realizar». Esto había dejado de ser cierto los primeros ochenta años de la navegación a vapor, y luego había vuelto a serlo para siempre, cuando los caimanes se comieron la última mariposa, y se acabaron los manatíes maternales, se acabaron los loros, los micos, los pueblos: se acabó todo.
—No hay problema —reía el capitán—, dentro de unos años vendremos por el cauce seco en automóviles de lujo.
Fermina Daza y Florentino Ariza estuvieron protegidos los tres primeros días por la suave primavera del mirador cerrado, pero cuando racionaron la leña y empezó a fallar el sistema de refrigeración, el Camarote Presidencial se convirtió en una cafetera de vapor. Ella sobrevivía a las noches con el viento fluvial que entraba por las ventanas abiertas, y espantaba los mosquitos con una toalla, pues la bomba de insecticida era inútil estando el buque varado. El dolor del oído se había vuelto insoportable, y una mañana al despertar cesó de pronto y por completo, como el canto de una chicharra reventada. Pero hasta la noche no cayó en la cuenta de que había perdido la audición del oído izquierdo, cuando Florentino Ariza le habló de ese lado, y ella tuvo que volver la cabeza para oír lo que decía. No se lo contó a nadie, resignada de que fuera uno más de los tantos defectos irremediables de la edad.
Con todo, la demora del buque había sido para ellos un percance providencial. Florentino Ariza lo había leído alguna vez: «El amor se hace más grande y noble en la calamidad». La humedad del Camarote Presidencial los sumergió en un letargo irreal en el cual era más fácil amarse sin preguntas. Vivían horas inimaginables cogidos de la mano en las poltronas de la baranda, se besaban despacio, gozaban la embriaguez de las caricias sin el estorbo de la exasperación. La tercera noche de sopor ella lo esperó con una botella de anisado, del que bebía a escondidas con la pandilla de la prima Hildebranda, y más tarde, ya casada y con hijos, encerrada con las amigas de su mundo prestado. Necesitaba un poco de aturdimiento para no pensar en su suerte con demasiada lucidez, pero Florentino Ariza creyó que era para darse valor en el paso final. Animado por esa ilusión se atrevió a explorar con la yema de los dedos su cuello marchito, el pecho acorazado de varillas metálicas, las caderas de huesos carcomidos, los muslos de venada vieja. Ella lo aceptó complacida con los ojos cerrados, pero sin estremecimientos, fumando y bebiendo a sorbos espaciados. Al final, cuando las caricias se deslizaron por su vientre, tenía ya bastante anís en el corazón.
—Si hemos de hacer pendejadas, hagámoslas —dijo—, pero que sea como la gente grande.
Lo llevó al dormitorio y empezó a desvestirse sin falsos pudores con las luces encendidas. Florentino Ariza se tendió bocarriba en la cama, tratando de recobrar el dominio, otra vez sin saber qué hacer con la piel del tigre que había matado. Ella le dijo: «No mires». Él preguntó por qué sin apartar la vista del cielo raso.
—Porque no te va a gustar —dijo ella.
Entonces él la miró, y la vio desnuda hasta la cintura, tal como la había imaginado. Tenía los hombros arrugados, los senos caídos y el costillar forrado de un pellejo pálido y frío como el de una rana. Ella se tapó el pecho con la blusa que acababa de quitarse, y apagó la luz. Entonces él se incorporó y empezó a desvestirse en la oscuridad, tirando sobre ella cada pieza que se quitaba, y ella se las devolvía muerta de risa.
Permanecieron acostados bocarriba un largo rato, él más y más aturdido a medida que lo abandonaba la embriaguez, y ella tranquila, casi abúlica, pero rogando a Dios que no le diera por reír sin sentido, como siempre que se le iba la mano con el anís. Conversaron para entretener el tiempo. Hablaron de ellos, de sus vidas distintas, de la casualidad inverosímil de estar desnudos en el camarote oscuro de un buque varado, cuando lo justo era pensar que ya no les quedaba tiempo sino para esperar a la muerte. Ella no había oído nunca decir que él tuviera una mujer, ni una siquiera, en una ciudad donde todo se sabía inclusive antes de que fuera cierto. Se lo dijo de un modo casual, y él le replicó de inmediato sin un temblor en la voz:
—Es que me he conservado virgen para ti.
Ella no lo hubiera creído de todos modos, aunque fuera cierto, porque sus cartas de amor estaban hechas de frases como esa que no valían por su sentido sino por su poder de deslumbramiento. Pero le gustó el coraje con que lo dijo. Florentino Ariza, por su parte, se preguntó de pronto lo que nunca se hubiera atrevido a preguntarse: qué clase de vida oculta había hecho ella al margen del matrimonio. Nada le habría sorprendido, porque él sabía que las mujeres son iguales a los hombres en sus aventuras secretas: las mismas estratagemas, las mismas inspiraciones súbitas, las mismas traiciones sin remordimientos. Pero hizo bien en no preguntarlo. En una época en que sus relaciones con la Iglesia estaban ya bastante lastimadas, el confesor le preguntó sin que viniera a cuento si alguna vez le había sido infiel al esposo, y ella se levantó sin responder, sin terminar, sin despedirse, y nunca más volvió a confesarse con ese confesor ni con ningún otro. En cambio, la prudencia de Florentino Ariza tuvo una recompensa inesperada: ella extendió la mano en la oscuridad, le acarició el vientre, los flancos, el pubis casi lampiño. Dijo: «Tienes una piel de nene». Luego dio el paso final: lo buscó donde no estaba, lo volvió a buscar sin ilusiones, y lo encontró inerme.
—Está muerto —dijo él.
Le ocurrió siempre la primera vez, con todas, desde siempre, de modo que había aprendido a convivir con aquel fantasma: cada vez había tenido que aprender otra vez, como si fuera la primera. Tomó la mano de ella y se la puso en el pecho: Fermina Daza sintió casi a flor de piel el viejo corazón incansable latiendo con la fuerza, la prisa y el desorden de un adolescente. Él dijo: «Demasiado amor es tan malo para esto como la falta de amor». Pero lo dijo sin convicción: estaba avergonzado, furioso consigo mismo, ansiando un motivo para culparla a ella de su fracaso. Ella lo sabía, y empezó a provocar el cuerpo indefenso con caricias de burla, como una gata tierna regodeándose en la crueldad, hasta que él no pudo resistir más el martirio y se fue a su camarote. Ella siguió pensando en él hasta el amanecer, convencida por fin de su amor, y a medida que el anís la abandonaba en oleadas lentas la iba invadiendo la zozobra de que él se hubiera disgustado y no volviera nunca.
Pero volvió el mismo día, a la hora insólita de las once de la mañana, fresco y restaurado, y se desnudó frente a ella con una cierta ostentación. Ella se complació en verlo a plena luz tal como lo había imaginado en la oscuridad: un hombre sin edad, de piel oscura, lúcida y tensa como un paraguas abierto, sin más vellos que los muy escasos y lacios de las axilas y el pubis. Estaba con la guardia en alto, y ella se dio cuenta de que no se dejaba ver el arma por casualidad, sino que la exhibía como un trofeo de guerra para darse valor. Ni siquiera le dio tiempo de quitarse la camisa de dormir que se había puesto cuando empezó la brisa del amanecer, y su prisa de principiante le causó a ella un estremecimiento de compasión. Pero no le molestó, porque en casos como aquel no le era fácil distinguir entre la compasión y el amor. Al final, sin embargo, se sintió vacía.
Era la primera vez que hacía el amor en más de veinte años, y lo había hecho embargada por la curiosidad de sentir cómo podía ser a su edad después de un receso tan prolongado. Pero él no le había dado tiempo de saber si también su cuerpo lo quería. Había sido rápido y triste, y ella pensó: «Ahora hemos jodido todo». Pero se equivocó: a pesar del desencanto de ambos, a pesar del arrepentimiento de él por su torpeza y del remordimiento de ella por la locura del anís, no se separaron un instante en los días siguientes. Apenas si salían del camarote para comer. El capitán Samaritano, que descubría por instinto cualquier misterio que quisiera guardarse en su buque, les mandaba la rosa blanca todas las mañanas, les puso una serenata de valses de su tiempo, les hacía preparar comidas de broma con ingredientes alentadores. No volvieron a intentar el amor hasta mucho después, cuando la inspiración les llegó sin que la buscaran. Les bastaba con la dicha simple de estar juntos.
No hubieran pensado en salir del camarote de no haber sido porque el capitán les anunció en una nota que después del almuerzo llegarían a La Dorada, el puerto final, al cabo de once días de viaje. Fermina Daza y Florentino Ariza vieron desde el camarote el promontorio de casas iluminadas por un sol pálido, y creyeron entender la razón de su nombre, pero les pareció menos evidente cuando sintieron el calor que resollaba como las calderas, y vieron hervir el alquitrán de las calles. Además, el buque no atracó allí sino en la orilla opuesta, donde estaba la estación terminal del ferrocarril de Santa Fe.
Abandonaron el refugio tan pronto como los pasajeros desembarcaron. Fermina Daza respiró el buen aire de la impunidad en el salón vacío, y ambos contemplaron desde la borda la muchedumbre alborotada que identificaba sus equipajes en los vagones de un tren que parecía de juguete. Podía pensarse que venían de Europa, sobre todo las mujeres, cuyos abrigos nórdicos y sombreros del siglo anterior eran un contrasentido en la canícula polvorienta. Algunas llevaban los cabellos adornados con hermosas flores de papa que empezaban a desfallecer con el calor. Acababan de llegar de la planicie andina después de una jornada de tren a través de una sabana de ensueño, y aún no habían tenido tiempo de cambiarse de ropa para el Caribe.
En medio del bullicio de mercado, un hombre muy viejo de aspecto inconsolable se sacaba pollitos de los bolsillos de su abrigo de pordiosero. Había aparecido de repente, abriéndose paso por entre la muchedumbre con un sobretodo en piltrafas que había sido de alguien mucho más alto y corpulento. Se quitó el sombrero, lo puso bocarriba en el muelle por si quisieran echarle una moneda, y empezó a sacarse de los bolsillos puñados de pollitos tiernos y descoloridos que parecían proliferar entre sus dedos. En un momento el muelle parecía tapizado de pollitos inquietos piando por todas partes, entre los viajeros apresurados que los pisoteaban sin sentirlos. Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado en su honor, pues sólo ella lo contemplaba, Fermina Daza no se dio cuenta en qué momento empezaron a subir en el buque los pasajeros del viaje de regreso. Se le acabó la fiesta: entre los que llegaban alcanzó a ver muchas caras conocidas, algunas de amigos que hasta hacía poco la habían acompañado en su duelo, y se apresuró a refugiarse otra vez en el camarote. Florentino Ariza la encontró consternada: prefería morir antes que ser descubierta por los suyos en un viaje de placer, transcurrido tan poco tiempo desde la muerte del esposo. A Florentino Ariza lo afectó tanto su abatimiento, que le prometió pensar en algún modo de protegerla, distinto de la cárcel del camarote.
La idea se le ocurrió de pronto cuando cenaban en el comedor privado. El capitán estaba inquieto con un problema que hacía tiempo quería discutir con Florentino Ariza, pero que él esquivaba siempre con su argumento usual: «Esas vainas las arregla Leona Cassiani mejor que yo». Sin embargo, esta vez lo escuchó. El caso era que los buques llevaban carga de subida, pero bajaban vacíos, mientras que ocurría lo contrario con los pasajeros. «Con la ventaja para la carga, de que paga más y además no come», dijo. Fermina Daza cenaba de mala gana, aburrida con la enervada discusión de los dos hombres sobre la conveniencia de establecer tarifas diferenciales. Pero Florentino Ariza llegó hasta el final, y sólo entonces soltó una pregunta que al capitán le pareció el anuncio de una idea salvadora.
—Y hablando en hipótesis —dijo—: ¿sería posible hacer un viaje directo sin carga ni pasajeros, sin tocar en ningún puerto, sin nada?
El capitán dijo que sólo era posible en hipótesis. La C.F.C. tenía compromisos laborales que Florentino Ariza conocía mejor que nadie, tenía contratos de carga, de pasajeros, de correo, y muchos más, ineludibles en su mayoría. Lo único que permitía saltar por encima de todo era un caso de peste a bordo. El buque se declaraba en cuarentena, se izaba la bandera amarilla y se navegaba en emergencia. El capitán Samaritano había tenido que hacerlo varias veces por los muchos casos de cólera que se presentaban en el río, aunque luego las autoridades sanitarias obligaban a los médicos a expedir certificados de disentería común. Además, muchas veces en la historia del río se izaba la bandera amarilla de la peste para burlar impuestos, para no recoger un pasajero indeseable, para impedir requisas inoportunas. Florentino Ariza encontró la mano de Fermina Daza por debajo de la mesa.
—Pues bien —dijo—: hagamos eso.
El capitán se sorprendió, pero en seguida, con su instinto de zorro viejo, lo vio todo claro.
—Yo mando en este buque, pero usted manda en nosotros —dijo—. De modo que si está hablando en serio, deme la orden por escrito, y nos vamos ahora mismo.
Era en serio, por supuesto, y Florentino Ariza firmó la orden. Al fin y al cabo cualquiera sabía que los tiempos del cólera no habían terminado, a pesar de las cuentas alegres de las autoridades sanitarias. En cuanto al buque, no había problema. Se transfirió la poca carga embarcada, a los pasajeros se les dijo que había un percance de máquinas, y los mandaron esa madrugada en un buque de otra empresa. Si estas cosas se hacían por tantas razones inmorales, y hasta indignas, Florentino Ariza no veía por qué no sería lícito hacerlas por amor. Lo único que el capitán suplicaba era una escala en Puerto Nare, para recoger a alguien que lo acompañara en el viaje: también él tenía su corazón escondido.
Así que el Nueva Fidelidad zarpó al amanecer del día siguiente, sin carga ni pasajeros, y con la bandera amarilla del cólera flotando de júbilo en el asta mayor. Al atardecer recogieron en Puerto Nare una mujer más alta y robusta que el capitán, de una belleza descomunal, a la cual sólo le faltaba la barba para ser contratada en un circo. Se llamaba Zenaida Neves, pero el capitán la llamaba Mi Energúmena: una antigua amiga suya, a la que solía recoger en un puerto para dejarla en otro, y que subió a bordo perseguida por el ventarrón de la dicha. En aquel moridero triste, donde Florentino Ariza revivió las nostalgias de Rosalba cuando vio el tren de Envigado subiendo a duras penas por la antigua cornisa de mulas, se desplomó un aguacero amazónico que había de seguir con muy pocas pausas por el resto del viaje. Pero a nadie le importó: la fiesta navegante tenía su techo propio. Aquella noche, como una contribución personal a la parranda, Fermina Daza bajó a las cocinas, entre las ovaciones de la tripulación, y preparó para todos un plato inventado que Florentino Ariza bautizó para él: berenjenas al amor.
Durante el día jugaban a las cartas, comían a reventar, hacían unas siestas de granito que los dejaban exhaustos, y apenas bajaba el sol soltaban la orquesta, y bebían anisado con salmón hasta más allá de la saciedad. Fue un viaje rápido, con el buque liviano y buenas aguas, mejoradas por las crecientes que se precipitaban desde las cabeceras, donde llovió tanto aquella semana como en todo el trayecto. Desde algunos pueblos les tiraban cañonazos de caridad para espantar el cólera, y ellos se lo agradecían con un bramido triste. Los buques de cualquier compañía que cruzaban en el camino les mandaban señales de condolencia. En la población de Magangué, donde nació Mercedes, cargaron leña para el resto del viaje.
Fermina Daza se asustó cuando empezó a sentir la sirena del buque dentro del oído sano, pero al segundo día de anís oía mejor con ambos. Descubrió que las rosas olían más que antes, que los pájaros cantaban al amanecer mucho mejor que antes, y que Dios había hecho un manatí y lo había puesto en el playón de Tamalameque sólo para que la despertara. El capitán lo oyó, hizo derivar el buque, y vieron por fin a la matrona enorme amamantando a su criatura en los brazos. Ni Florentino ni Fermina se dieron cuenta de cómo se compenetraron tanto: ella lo ayudaba a ponerse las lavativas, se levantaba antes que él para cepillarle la dentadura postiza que él dejaba en el vaso mientras dormía, y resolvió el problema de los lentes perdidos, pues los de él le servían para leer y zurcir. Una mañana, al despertar, lo vio en la penumbra pegando un botón de la camisa, y se apresuró a hacerlo ella, antes de que él repitiera la frase ritual de que necesitaba dos esposas. En cambio, lo único que ella necesitó de él fue que le pusiera una ventosa para un dolor en la espalda.
Florentino Ariza, por su parte, se puso a rebullir nostalgias con el violín de la orquesta, y en medio día fue capaz de ejecutar para ella el valse de La Diosa Coronada, y lo tocó durante horas hasta que lo hicieron parar a la fuerza. Una noche, por primera vez en su vida, Fermina Daza despertó de pronto ahogada por un llanto que no era de rabia sino de pena, por el recuerdo de los ancianos del bote muertos a garrotazos por el remero. En cambio, la lluvia incesante no la conmovió, y pensó demasiado tarde que tal vez París no había sido tan lúgubre como ella lo sentía, ni Santa Fe hubiera tenido tantos entierros por la calle. El sueño de otros viajes futuros con Florentino Ariza se alzó en el horizonte: viajes locos, sin tantos baúles, sin compromisos sociales: viajes de amor.
La víspera de la llegada hicieron una fiesta grande, con guirnaldas de papel y focos de colores. Escampó al atardecer. El capitán y Zenaida bailaron muy juntos los primeros boleros que por esos años empezaban a astillar corazones. Florentino Ariza se atrevió a sugerirle a Fermina Daza que bailaran su valse confidencial, pero ella se negó. Sin embargo, toda la noche llevó el compás con la cabeza y los tacones, y hasta hubo un momento en que bailó sentada sin darse cuenta, mientras el capitán se confundía con su tierna energúmena en la penumbra del bolero. Tomó tanto anisado que tuvieron que ayudarla a subir las escaleras, y sufrió un ataque de risa con lágrimas que llegó a alarmarlos a todos. Sin embargo, cuando logró dominarlo en el remanso perfumado del camarote, hicieron un amor tranquilo y sano, de abuelos percudidos, que iba a fijarse en su memoria como el mejor recuerdo de aquel viaje lunático. No se sentían ya como novios recientes, al contrario de lo que el capitán y Zenaida suponían, y menos como amantes tardíos. Era como si se hubieran saltado el arduo calvario de la vida conyugal, y hubieran ido sin más vueltas al grano del amor. Transcurrían en silencio como dos viejos esposos escaldados por la vida, más allá de las trampas de la pasión, más allá de las burlas brutales de las ilusiones y los espejismos de los desengaños: más allá del amor. Pues habían vivido juntos lo bastante para darse cuenta de que el amor era el amor en cualquier tiempo y en cualquier parte, pero tanto más denso cuanto más cerca de la muerte.
Despertaron a las seis. Ella con el dolor de cabeza perfumado de anís, y con el corazón aturdido por la impresión de que el doctor Juvenal Urbino había vuelto, más gordo y más joven que cuando resbaló del árbol, y estaba sentado en el mecedor, esperándola en la puerta de la casa. Sin embargo, estaba bastante lúcida para darse cuenta de que no era efecto del anís, sino de la inminencia del regreso.
—Va a ser como morirse —dijo.
Florentino Ariza se sorprendió porque era la adivinación de un pensamiento que no lo dejaba vivir desde el inicio del regreso. Ni él ni ella podían concebirse en otra casa distinta del camarote, comiendo de otro modo que en el buque, incorporados a una vida que iba a serles ajena para siempre. Era, en efecto, como morirse. No pudo dormir más. Permaneció boca arriba en la cama, con las dos manos entrelazadas en la nuca. A un cierto momento, la punzada de América Vicuña lo hizo retorcerse de dolor, y no pudo aplazar más la verdad: se encerró en el baño y lloró a su gusto, sin prisa, hasta la última lágrima. Sólo entonces tuvo el valor de confesarse cuánto la había querido.
Cuando se levantaron ya vestidos para desembarcar, habían dejado atrás los caños y las ciénagas del antiguo paso español, y navegaban por entre los escombros de barcos y los estanques de aceites muertos de la bahía. Se alzaba un jueves radiante sobre las cúpulas doradas de la ciudad de los virreyes, pero Fermina Daza no pudo soportar desde la baranda la pestilencia de sus glorias, la arrogancia de sus baluartes profanados por las iguanas: el horror de la vida real. Ni él ni ella, sin decírselo, se sintieron capaces de rendirse de una manera tan fácil.
Encontraron al capitán en el comedor, en un estado de desorden que no estaba de acuerdo con la pulcritud de sus hábitos: sin afeitarse, los ojos inyectados por el insomnio, la ropa sudada de la noche anterior, el habla trastornada por los eructos de anís. Zenaida dormía. Empezaban a desayunar en silencio, cuando un bote de gasolina de la Sanidad del Puerto ordenó detener el barco.
El capitán, desde el puesto de mando, contestó a gritos a las preguntas de la patrulla armada. Querían saber qué clase de peste traían a bordo, cuántos pasajeros venían, cuántos estaban enfermos, qué posibilidades había de nuevos contagios. El capitán contestó que sólo traían tres pasajeros, y todos tenían el cólera, pero se mantenían en reclusión estricta. Ni los que debían subir en La Dorada, ni los veintisiete hombres de la tripulación, habían tenido ningún contacto con ellos. Pero el comandante de la patrulla no quedó satisfecho, y ordenó que salieran de la bahía y esperaran en la ciénaga de Las Mercedes hasta las dos de la tarde, mientras se preparaban los trámites para que el buque quedara en cuarentena. El capitán soltó un petardo de carretero, y con una señal de la mano le ordenó al práctico dar la vuelta en redondo y volver a las ciénagas.
Fermina Daza y Florentino Ariza lo habían oído todo desde la mesa, pero al capitán no parecía importarle. Siguió comiendo en silencio, y el mal humor se le veía hasta en la manera en que violó las leyes de urbanidad que sustentaban la reputación legendaria de los capitanes del río. Reventó con la punta del cuchillo los cuatro huevos fritos, y los rebañó en el plato con patacones de plátano verde que se metía enteros en la boca y masticaba con un deleite salvaje. Fermina Daza y Florentino Ariza lo miraban sin hablar, esperando la lectura de las calificaciones finales en un banco de la escuela. No se habían cruzado una palabra mientras duró el diálogo con la patrulla sanitaria, ni tenían la menor idea de qué iba a ser de sus vidas, pero ambos sabían que el capitán estaba pensando por ellos: se le veía en el latido de las sienes.
Mientras él despachaba la ración de huevos, la bandeja de patacones, la jarra de café con leche, el buque salió de la bahía con las calderas sosegadas, se abrió paso en los caños a través de las colchas de tarulla, lotos fluviales de flores moradas y grandes hojas en forma de corazón, y volvió a las ciénagas. El agua era tornasolada por el mundo de peces que flotaban de costado, muertos por la dinamita de los pescadores furtivos, y los pájaros de la tierra y del agua volaban en círculos sobre ellos con chillidos metálicos. El viento del Caribe se metió por las ventanas con la bullaranga de los pájaros, y Fermina Daza sintió en la sangre los latidos desordenados de su libre albedrío. A la derecha, turbio y parsimonioso, el estuario del río Grande de la Magdalena se explayaba hasta el otro lado del mundo.
Cuando ya no quedó nada que comer en los platos, el capitán se limpió los labios con la esquina del mantel, y habló en una jerga procaz que acabó de una vez con el prestigio del buen decir de los capitanes del río. Pues no habló por ellos ni para nadie, sino tratando de ponerse de acuerdo con su propia rabia. Su conclusión, al cabo de una ristra de improperios bárbaros, fue que no encontraba cómo salir del embrollo en que se había metido con la bandera del cólera.
Florentino Ariza lo escuchó sin pestañear. Luego miró por las ventanas el círculo completo del cuadrante de la rosa náutica, el horizonte nítido, el cielo de diciembre sin una sola nube, las aguas navegables hasta siempre, y dijo:
—Sigamos derecho, derecho, derecho, otra vez hasta La Dorada.
Fermina Daza se estremeció, porque reconoció la antigua voz iluminada por la gracia del Espíritu Santo, y miró al capitán: él era el destino. Pero el capitán no la vio, porque estaba anonadado por el tremendo poder de inspiración de Florentino Ariza.
—¿Lo dice en serio? —le preguntó.
—Desde que nací —dijo Florentino Ariza—, no he dicho una sola cosa que no sea en serio.
El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
—¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? —le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
—Toda la vida —dijo.
FIN