Con ocasión de las festividades del nuevo siglo hubo un novedoso programa de actos públicos, el más memorable de los cuales fue el primer viaje en globo, fruto de la iniciativa inagotable del doctor Juvenal Urbino. Media ciudad se concentró en la Playa del Arsenal para admirar la elevación del enorme balón de tafetán con los colores de la bandera, que llevó el primer correo aéreo a San Juan de la Ciénaga, unas treinta leguas al nordeste en línea recta. El doctor Juvenal Urbino y su esposa, que habían conocido la emoción del vuelo en la Exposición Universal de París, fueron los primeros en subir a la barquilla de mimbre, con el ingeniero de vuelo y seis invitados notables. Llevaban una carta del gobernador provincial para las autoridades municipales de San Juan de la Ciénaga, en la cual se establecía para la historia que aquel era el primer correo transportado por los aires. Un cronista de El Diario del Comercio le preguntó al doctor Juvenal Urbino cuáles serían sus últimas palabras si pereciera en la aventura, y él no se demoró para pensar la respuesta que había de merecerle tantas injurias:
—En mi opinión —dijo— el siglo XIX cambia para todo el mundo, menos para nosotros.
Perdido entre la cándida muchedumbre que cantaba el Himno Nacional mientras el globo ganaba altura, Florentino Ariza se sintió de acuerdo con alguien a quien le oyó comentar en el tumulto que aquella no era una aventura propia de una mujer, y menos a la edad de Fermina Daza. Pero no fue tan peligrosa, después de todo. O al menos no tan peligrosa como depresiva. El globo llegó sin contratiempos a su destino, después de un viaje apacible por un cielo de un azul inverosímil. Volaron bien, muy bajo, con viento plácido y favorable, primero por las estribaciones de las crestas nevadas, y luego sobre el vasto piélago de la Ciénaga Grande.
Desde el cielo, como las veía Dios, vieron las ruinas de la muy antigua y heroica ciudad de Cartagena de Indias, la más bella del mundo, abandonada de sus pobladores por el pánico del cólera, después de haber resistido a toda clase de asedios de ingleses y tropelías de bucaneros durante tres siglos. Vieron las murallas intactas, la maleza de las calles, las fortificaciones devoradas por las trinitarias, los palacios de mármoles y altares de oro con sus virreyes podridos de peste dentro de las armaduras.
Volaron sobre los palafitos de las Trojas de Cataca, pintados de colores de locos, con tambos para criar iguanas de comer, y colgajos de balsaminas y astromelias en los jardines lacustres. Cientos de niños desnudos se lanzaban al agua alborotados por la gritería de todos, se tiraban por las ventanas, se tiraban desde los techos de las casas y desde las canoas que conducían con una habilidad asombrosa, y se zambullían como sábalos para rescatar los bultos de ropa, los frascos de tabonucos para la tos, las comidas de beneficencia que la hermosa mujer del sombrero de plumas les arrojaba desde la barquilla del globo.
Volaron sobre el océano de sombras de los plantíos de banano, cuyo silencio se elevaba hasta ellos como un vapor letal, y Fermina Daza se acordó de ella misma a los tres años, a los cuatro quizás, paseando por la floresta sombría de la mano de su madre, que también era casi una niña en medio de otras mujeres vestidas de muselina, igual que ella, con sombrillas blancas y sombreros de gasa. El ingeniero del globo, que iba observando el mundo con un catalejo, dijo: «Parecen muertos». Le pasó el catalejo al doctor Juvenal Urbino, y este vio las carretas de bueyes entre los sembrados, las guardarrayas de la línea del tren, las acequias heladas, y dondequiera que fijó sus ojos encontró cuerpos humanos esparcidos. Alguien dijo saber que el cólera estaba haciendo estragos en los pueblos de la Ciénaga Grande. El doctor Urbino, mientras hablaba, no dejó de mirar por el catalejo.
—Pues debe ser una modalidad muy especial del cólera —dijo—, porque cada muerto tiene su tiro de gracia en la nuca.
Poco después volaron sobre un mar de espumas, y descendieron sin novedad en un playón ardiente, cuyo suelo agrietado de salitre quemaba como fuego vivo. Allí estaban las autoridades sin más protección contra el sol que los paraguas de diario, estaban las escuelas primarias agitando banderitas al compás de los himnos, las reinas de la belleza con flores achicharradas y coronas de cartón de oro, y la papayera de la próspera población de Gayra, que era por aquellos tiempos la mejor de la costa caribe. Lo único que quería Fermina Daza era ver otra vez su pueblo natal, para confrontarlo con sus recuerdos más antiguos, pero no se lo permitieron a nadie por los riesgos de la peste. El doctor Juvenal Urbino entregó la carta histórica, que luego se traspapeló y nunca más se supo de ella, y la comitiva en pleno estuvo a punto de asfixiarse en el sopor de los discursos. Al final los llevaron en mulas hasta el embarcadero de Pueblo Viejo, donde la ciénaga se juntaba con el mar, porque el ingeniero no consiguió que el globo volviera a elevarse. Fermina Daza estaba segura de haber pasado por ahí con su madre, muy niña, en una carreta tirada por una yunta de bueyes. Ya siendo mayor se lo había contado varias veces a su padre, y él murió empecinado en que no era posible que ella lo recordara.
—Recuerdo muy bien ese viaje, y fue exacto —le dijo él—, pero sucedió por lo menos cinco años antes que tú nacieras.
Los miembros de la expedición en globo regresaron tres días después al puerto de origen, estragados por una mala noche de tormenta, y fueron recibidos como héroes. Perdido en la muchedumbre, desde luego, estaba Florentino Ariza, quien reconoció en el semblante de Fermina Daza las huellas del pavor. Sin embargo, esa misma tarde volvió a verla en una exhibición de ciclismo, también patrocinada por el esposo, y no le quedaba ningún vestigio de cansancio. Manejaba un velocípedo insólito que más bien parecía un aparato de circo, con una rueda delantera muy alta sobre la cual iba sentada, y una posterior muy pequeña que apenas le servía de apoyo. Iba vestida con unos calzones bombachos de cenefas coloradas que provocaron el escándalo de las señoras mayores y el desconcierto de los caballeros, pero nadie fue indiferente a su destreza.
Esa, y tantas otras a lo largo de tantos años, eran imágenes efímeras que se le aparecían de pronto a Florentino Ariza, cuando le daba la gana al azar, y volvían a desaparecer del mismo modo dejando en su corazón una trilla de ansiedad. Pero marcaban la pauta de su vida, pues él había conocido la sevicia del tiempo no tanto en carne propia como en los cambios imperceptibles que notaba en Fermina Daza cada vez que la veía. Cierta noche entró en el Mesón de don Sancho, un restaurante colonial de alto vuelo, y ocupó el rincón más apartado, como solía hacerlo cuando se sentaba solo a comer sus meriendas de pajarito. De pronto vio a Fermina Daza en el gran espejo del fondo, sentada a la mesa con el marido y dos parejas más, y en un ángulo en que él podía verla reflejada en todo su esplendor. Estaba indefensa, conduciendo la conversación con una gracia y una risa que estallaban como fuegos de artificio, y su belleza era más radiante bajo las enormes arañas de lágrimas: Alicia había vuelto a atravesar el espejo.
Florentino Ariza la observó a su gusto con el aliento en vilo, la vio comer, la vio probar apenas el vino, la vio bromear con el cuarto don Sancho de la estirpe, vivió con ella un instante de su vida desde su mesa solitaria, y durante más de una hora se paseó sin ser visto en el recinto vedado de su intimidad. Luego se tomó cuatro tazas más de café para hacer tiempo, hasta que la vio salir confundida con el grupo. Pasaron tan cerca, que él distinguió el olor de ella entre las ráfagas de otros perfumes de sus acompañantes.
Desde esa noche, y durante casi un año, mantuvo un asedio tenaz al propietario del mesón, ofreciéndole lo que quisiera, en dinero o en favores, en lo que más hubiera ansiado en la vida, para que le vendiera el espejo. No fue fácil, pues el viejo don Sancho creía en la leyenda de que aquel precioso marco tallado por ebanistas vieneses era gemelo de otro que perteneció a María Antonieta, y que había desaparecido sin dejar rastros: dos joyas únicas. Cuando por fin cedió, Florentino Ariza colgó el espejo en la sala de su casa, no por los primores del marco, sino por el espacio interior, que había sido ocupado durante dos horas por la imagen amada.
Casi siempre que vio a Fermina Daza, iba del brazo de su esposo, en un concierto perfecto, moviéndose ambos dentro de un ámbito propio, con una asombrosa fluidez de siameses que sólo discordaba cuando lo saludaban a él. En efecto, el doctor Juvenal Urbino le estrechaba la mano con un afecto cálido, y hasta se permitía en ocasiones una palmada en el hombro. Ella, en cambio, lo mantenía condenado al régimen impersonal de los formalismos, y nunca hizo un gesto mínimo que le permitiera sospechar que lo recordaba desde sus tiempos de soltera. Vivían en dos mundos divergentes, pero mientras él hacía toda clase de esfuerzos por reducir la distancia, ella no dio un solo paso que no fuera en sentido contrario. Pasó mucho tiempo antes de que él se atreviera a pensar que aquella indiferencia no era más que una coraza contra el miedo. Se le ocurrió de pronto, en el bautizo del primer buque de agua dulce construido en los astilleros locales, que fue también la primera ocasión oficial en que Florentino Ariza representó al tío León XII como primer vicepresidente de la C.F.C. Esta coincidencia revistió el acto de una solemnidad especial, y no faltó nadie que tuviera alguna significación en la vida de la ciudad.
Florentino Ariza estaba ocupándose de sus invitados en el salón principal del buque, todavía oloroso a pintura reciente y alquitrán derretido, cuando una salva de aplausos estalló en los muelles y la banda atacó una marcha triunfal. Tuvo que reprimir el estremecimiento ya casi tan antiguo como él mismo cuando vio a la hermosa mujer de sus sueños del brazo del esposo, espléndida en su madurez, desfilando como una reina de otro tiempo por entre la guardia de honor en uniforme de parada, bajo una tormenta de serpentinas y pétalos naturales que le arrojaban desde las ventanas. Ambos respondían con la mano a las ovaciones, pero ella era tan deslumbrante que parecía ser la única en medio de la muchedumbre, vestida toda de un dorado imperial, desde las zapatillas de tacones altos y las colas de zorros en el cuello, hasta el sombrero de campana.
Florentino Ariza los esperó en el puente, junto con las autoridades provinciales, en medio del estruendo de la música y los cohetes y los tres bramidos densos del buque que dejaron el muelle empapado de vapor. Juvenal Urbino saludó a la fila de recepción con aquella naturalidad tan suya que hacía pensar a cada uno que le tenía un afecto especial: primero el capitán del buque en uniforme de gala, después el arzobispo, después el gobernador con su esposa y el alcalde con la suya, y después el jefe militar de la plaza, que era un andino recién llegado. A continuación de las autoridades estaba Florentino Ariza, vestido de paño oscuro, casi invisible entre tantos notables. Luego de saludar al comandante de la plaza, Fermina pareció vacilar ante la mano tendida de Florentino Ariza. El militar, dispuesto a presentarlos, le preguntó a ella si no se conocían. Ella no dijo ni que sí ni que no, sino que le tendió la mano a Florentino Ariza con una sonrisa de salón. Aquello había ocurrido en dos ocasiones del pasado, y había de ocurrir otras veces, y Florentino Ariza lo asimiló siempre como un comportamiento propio del carácter de Fermina Daza. Pero aquella tarde se preguntó con su infinita capacidad de ilusión si una indiferencia tan encarnizada no sería un subterfugio para disimular un tormento de amor.
La sola idea le alborotó las querencias. Volvió a rondar la quinta de Fermina Daza con las mismas ansias con que lo hacía tantos años antes en el parquecito de Los Evangelios, pero no con la intención calculada de que ella lo viera, sino con la única de verla para saber que continuaba en el mundo. Sólo que entonces le era difícil pasar inadvertido. El barrio de La Manga estaba en una isla semidesértica, separada de la ciudad histórica por un canal de aguas verdes, y cubierta por matorrales de icaco que habían sido guaridas de enamorados dominicales durante la Colonia. En años recientes habían demolido el viejo puente de piedra de los españoles, y construyeron uno de material con globos de luces, para dar paso a los nuevos tranvías de mulas. Al principio, los habitantes de La Manga tenían que soportar un suplicio que no se tuvo en cuenta en el proyecto, y era dormir tan cerca de la primera planta eléctrica que tuvo la ciudad, cuya trepidación era un temblor de tierra continuo. Ni el doctor Juvenal Urbino con todo su poder había logrado que la mudaran para donde no estorbara, hasta que intercedió en favor suyo su comprobada complicidad con la Divina Providencia. Una noche estalló la caldera de la planta con una explosión pavorosa, voló por encima de las casas nuevas, atravesó media ciudad por los aires y desbarató la galería mayor del antiguo convento de San Julián el Hospitalario. El viejo edificio en ruinas había sido abandonado a principios de aquel año, pero la caldera les causó la muerte a cuatro presos que se habían fugado a prima noche de la cárcel local y estaban escondidos en la capilla.
Aquel suburbio apacible, con tan bellas tradiciones de amor, no fue en cambio muy propicio para los amores contrariados cuando se convirtió en barrio de lujo. Las calles eran polvorientas en verano, pantanosas en invierno y desoladas durante todo el año, y las casas escasas estaban escondidas entre jardines frondosos, con terrazas de mosaicos en vez de los balcones volados de antaño, como hechas a propósito para desalentar a los enamorados furtivos. Menos mal que en aquella época se impuso la moda de pasear por las tardes en las viejas victorias de alquiler arregladas para un solo caballo, y el recorrido terminaba en una eminencia desde donde se apreciaban los crepúsculos desgarrados de octubre mejor que desde la torre del faro, y se veían los tiburones sigilosos acechando la playa de los seminaristas, y el transatlántico de los jueves, inmenso y blanco, que casi podía tocarse con las manos cuando pasaba por el canal del puerto. Florentino Ariza solía alquilar una victoria después de una jornada dura en la oficina, pero no le plegaba la capota como era la costumbre en los meses de calor, sino que permanecía escondido en el fondo del asiento, invisible en la sombra, siempre solo, y ordenando rumbos imprevistos para no alborotar los malos pensamientos del cochero. Lo único que en realidad le interesaba del paseo era el partenón de mármol rosado medio oculto entre matas de plátano y mangos frondosos, réplica sin fortuna de las mansiones idílicas de los algodonales de Luisiana. Los hijos de Fermina Daza volvían a casa poco antes de las cinco. Florentino Ariza los veía llegar en el coche de la familia, y veía salir después al doctor Juvenal Urbino para sus visitas médicas de rutina, pero en casi un año de rondas no pudo ver ni siquiera el celaje que anhelaba.
Una tarde en que insistió en el paseo solitario a pesar de que estaba cayendo el primer aguacero devastador de junio, el caballo resbaló en el fango y se fue de bruces. Florentino Ariza se dio cuenta con horror de que estaban justo frente a la quinta de Fermina Daza, y le hizo una súplica al cochero, sin pensar que su consternación podía delatarlo.
—Aquí no, por favor —le gritó—. En cualquier parte menos aquí.
Ofuscado por el apremio, el cochero trató de levantar el caballo sin desengancharlo, y el eje del coche se rompió. Florentino Ariza salió como pudo, y soportó la vergüenza bajo el rigor de la lluvia hasta que otros paseantes se ofrecieron para llevarlo a su casa. Mientras esperaba, una criada de la familia Urbino lo había visto con la ropa ensopada y chapaleando en el fango hasta las rodillas, y le llevó un paraguas para que se guareciera en la terraza. Florentino Ariza no había soñado con tanta fortuna en el más desaforado de sus delirios, pero aquella tarde hubiera preferido morir a dejarse ver por Fermina Daza en semejante estado.
Cuando vivían en la ciudad vieja, Juvenal Urbino y su familia iban los domingos a pie desde su casa hasta la catedral, a la misa de ocho, que era más un acto mundano que religioso. Más tarde, cuando cambiaron de casa, siguieron yendo en el coche durante varios años, y a veces se demoraban en tertulias de amigos bajo las palmeras del parque. Pero cuando construyeron el templo del seminario conciliar en La Manga, con playa privada y cementerio propio, ya no volvieron a la catedral sino en ocasiones muy solemnes. Ignorante de estos cambios, Florentino Ariza esperó varios domingos en la terraza del Café de la Parroquia, vigilando la salida de las tres misas. Luego cayó en la cuenta de su error y fue a la iglesia nueva, que estuvo de moda hasta hace pocos años, y allí encontró al doctor Juvenal Urbino con sus hijos, puntuales a las ocho en los cuatro domingos de agosto, pero Fermina Daza no estuvo con ellos. Uno de esos domingos visitó el nuevo cementerio contiguo, donde los residentes del barrio de La Manga estaban construyendo sus panteones suntuosos, y el corazón le dio un salto cuando encontró a la sombra de las grandes ceibas el más suntuoso de todos, ya terminado, con vitrales góticos y ángeles de mármol, y con las lápidas doradas para toda la familia en letras doradas. Entre ellas, desde luego, la de doña Fermina Daza de Urbino de la Calle, y a continuación la del esposo, con un epitafio común: Juntos también en la paz del Señor.
En el resto del año, Fermina Daza no asistió a ninguno de los actos cívicos ni sociales, ni siquiera los de Navidad, en los cuales ella y su marido solían ser protagonistas de lujo. Pero donde más se notó su ausencia fue en la sesión inaugural de la temporada de ópera. En el intermedio, Florentino Ariza sorprendió un grupo en el que sin duda hablaban de ella sin mencionarla. Decían que alguien la vio subir una medianoche del junio anterior en el transatlántico de la Cunard, rumbo a Panamá, y que llevaba un velo oscuro para que no se le notaran los estragos de la enfermedad vergonzosa que la iba consumiendo. Alguien preguntó qué mal tan terrible podía ser para atreverse con una mujer de tantos poderes, y la respuesta que recibió estaba saturada de una bilis negra:
—Una dama tan distinguida no puede tener sino la tisis.
Florentino Ariza sabía que los ricos de su tierra no tenían enfermedades cortas. O se morían de repente, casi siempre en vísperas de una fiesta mayor que se echaba a perder por el duelo, o se iban apagando en enfermedades lentas y abominables, cuyas intimidades acababan por ser de dominio público. La reclusión en Panamá era casi una penitencia obligada en la vida de los ricos. Se sometían a lo que Dios quisiera en el Hospital de los Adventistas, un inmenso galpón blanco extraviado en los aguaceros prehistóricos del Darién, donde los enfermos perdían la cuenta de la poca vida que les quedaba, y en cuyos cuartos solitarios con ventanas de anjeo nadie podía saber con certeza si el olor del ácido fénico era de la salud o de la muerte. Los que se restablecían regresaban cargados de regalos espléndidos que repartían a manos llenas con una cierta angustia por hacerse perdonar la indiscreción de seguir vivos. Algunos volvían con el abdomen atravesado de costuras bárbaras que parecían hechas con cáñamo de zapatero, se alzaban la camisa para mostrarlas en las visitas, las comparaban con las de otros que habían muerto sofocados por los excesos de la felicidad, y por el resto de sus días seguían contando y volviendo a contar las apariciones angélicas que habían visto bajo los efectos del cloroformo. En cambio, nadie conoció nunca la visión de los que no regresaron, y entre estos los más tristes: los que murieron desterrados en el pabellón de los tísicos, más por la tristeza de la lluvia que por las molestias de la enfermedad.
Puesto a escoger, Florentino Ariza no sabía qué hubiera preferido para Fermina Daza. Pero antes que nada prefería la verdad, así fuera insoportable, y por mucho que la buscó no dio con ella. Le resultaba inconcebible que nadie pudiera darle al menos un indicio para confirmar la versión. En el mundo de los buques fluviales, que era el suyo, no había misterio que pudiera conservarse ni confidencia que se pudiera guardar. Sin embargo, nadie había oído hablar de la mujer del velo negro. Nadie sabía nada, en una ciudad donde todo se sabía, y donde muchas cosas se sabían inclusive antes de que ocurrieran. Sobre todo las cosas de los ricos. Pero tampoco nadie tenía explicación alguna para la desaparición de Fermina Daza. Florentino Ariza seguía rodando La Manga, oyendo misas sin devoción en la basílica del seminario, asistiendo a actos cívicos que nunca le hubieran interesado en otro estado de ánimo, pero el paso del tiempo no hacía sino aumentar el crédito de la versión. Todo parecía normal en la casa de los Urbino, salvo la falta de la madre.
En medio de tantas averiguaciones encontró otras noticias que no conocía, o que no andaba buscando, y entre ellas la de la muerte de Lorenzo Daza en la aldea cantábrica donde había nacido. Recordaba haberlo visto durante muchos años en las bulliciosas guerras de ajedrez del Café de la Parroquia, con la voz estragada de tanto hablar, y más gordo y áspero a medida que sucumbía en las arenas movedizas de una mala vejez. No habían vuelto a dirigirse la palabra desde el ingrato desayuno de anisado del siglo anterior, y Florentino Ariza estaba seguro de que Lorenzo Daza seguía recordándolo con tanto rencor como él, aun después de conseguir para la hija el matrimonio de fortuna que se le había convertido en la única razón de estar vivo. Pero seguía tan decidido a encontrar una información inequívoca sobre la salud de Fermina Daza, que había vuelto al Café de la Parroquia para obtenerla de su padre, por la época en que se celebró allí el torneo histórico en que Jeremiah de Saint-Amour se enfrentó solo a cuarenta y dos adversarios. Fue así como se enteró de que Lorenzo Daza había muerto, y se alegró de todo corazón, aun a sabiendas de que el precio de aquella alegría podía ser el seguir viviendo sin la verdad. Al final admitió como cierta la versión del hospital de desahuciados, sin más consuelo que un refrán conocido: Mujer enferma, mujer eterna. En sus días de desaliento, se conformaba con la idea de que la noticia de la muerte de Fermina Daza, en caso de que ocurriera, le llegaría de todos modos sin buscarla.
No iba a llegarle nunca. Pues Fermina Daza estaba viva y saludable en la hacienda donde su prima Hildebranda Sánchez vivía olvidada del mundo, a media legua del pueblo de Flores de María. Se había ido sin escándalo, de común acuerdo con el esposo, embrollados ambos como adolescentes con la única crisis seria que habían sufrido en veinticinco años de un matrimonio estable. Los había sorprendido en el reposo de la madurez, cuando ya se sentían a salvo de cualquier emboscada de la adversidad, con los hijos grandes y bien criados, y con el porvenir abierto para aprender a ser viejos sin amarguras. Había sido algo tan imprevisto para ambos, que no quisieron resolverlo a gritos, con lágrimas y mediadores, como era de uso natural en el Caribe, sino con la sabiduría de las naciones de Europa, y de tanto no ser ni de aquí ni de allá terminaron chapaleando en una situación pueril que no era de ninguna parte. Por último, ella había decidido irse, sin saber siquiera por qué, ni para qué, por pura rabia, y él no había sido capaz de persuadirla, impedido por su conciencia de culpa.
Fermina Daza, en efecto, se había embarcado a media noche dentro del mayor sigilo y con la cara cubierta con una mantilla de luto, pero no en un transatlántico de la Cunard con destino a Panamá, sino en el buquecito regular de San Juan de la Ciénaga, la ciudad donde nació y vivió hasta la pubertad, y cuya nostalgia se iba haciendo insoportable con los años. Contra la voluntad del marido y las costumbres de la época, no llevó más acompañante que una ahijada de quince años que se había criado con la servidumbre de su casa, pero habían dado aviso de su viaje a los capitanes de los barcos y a las autoridades de cada puerto. Cuando tomó la determinación irreflexiva, les anunció a los hijos que se iba a temperar por tres meses donde la tía Hildebranda, pero estaba decidida a quedarse. El doctor Juvenal Urbino conocía muy bien la entereza de su carácter, y estaba tan atribulado que lo aceptó con humildad como un castigo de Dios por la gravedad de sus culpas. Pero no se habían perdido de vista las luces del barco cuando ya ambos estaban arrepentidos de sus flaquezas.
A pesar de que mantuvieron una correspondencia formal sobre el estado de los hijos y otros asuntos de la casa, transcurrieron casi dos años sin que ni el uno ni el otro encontrara un camino de regreso que no estuviera minado por el orgullo. Los hijos fueron a pasar en Flores de María las vacaciones escolares del segundo año, y Fermina Daza hizo lo imposible por parecer conforme con su nueva vida. Esa fue al menos la conclusión que sacó Juvenal Urbino de las cartas del hijo. Además, en esos días estuvo por allí en gira pastoral el obispo de Riohacha, montado bajo palio en su célebre mula blanca con gualdrapas bordadas de oro. Detrás vinieron peregrinos de comarcas remotas, músicos de acordeones, vendedores ambulantes de comidas y amuletos, y la hacienda estuvo tres días desbordada de inválidos y desahuciados, que en realidad no venían por los sermones doctos y las indulgencias plenarias, sino por los favores de la mula, de la cual se decía que hacía milagros a escondidas del dueño. El obispo había sido muy de la casa de los Urbino de la Calle desde sus años de cura raso, y un mediodía se escapó de su feria para almorzar en la hacienda de Hildebranda. Después del almuerzo, en el cual sólo se habló de asuntos terrenales, llevó aparte a Fermina Daza y quiso oírla en confesión. Ella se negó, de un modo amable pero firme, con el argumento explícito de que no tenía nada de que arrepentirse. Aunque no fue ese su propósito, al menos consciente, se quedó con la idea de que su respuesta iba a llegar adonde debía.
El doctor Juvenal Urbino solía decir, no sin cierto cinismo, que aquellos dos años amargos de su vida no fueron culpa suya, sino de la mala costumbre que tenía su esposa de oler la ropa que se quitaba la familia, y la que se quitaba ella misma, para saber por el olor si había que mandarla a lavar, aunque pareciera limpia a primera vista. Lo hacía desde niña, y nunca creyó que se notara tanto, hasta que su marido se dio cuenta la misma noche de bodas. Se dio cuenta también de que fumaba por lo menos tres veces al día encerrada en el baño, pero esto no le llamó la atención, pues las mujeres de su clase solían encerrarse en grupos a hablar de hombres y a fumar, y aun a beber aguardiente de a dos cuartillos hasta quedar tiradas por los suelos con una marimonda de albañil. Pero la costumbre de husmear cuanta ropa encontraba a su paso, no sólo le pareció improcedente, sino peligrosa para la salud. Ella lo tomaba a broma, como tomaba todo lo que no quería discutir, y decía que no era por simple adorno por lo que Dios le había puesto en la cara aquella acuciosa nariz de oropéndola. Una mañana, mientras ella andaba de compras, la servidumbre alborotó el vecindario buscando al hijo de tres años que no habían podido encontrar en ningún escondite de la casa. Ella llegó en medio del pánico, dio dos o tres vueltas de mastín rastreador, y encontró al hijo dormido dentro de un ropero, donde nadie pensó que pudiera esconderse. Cuando el marido atónito le preguntó cómo lo había encontrado, ella le contestó:
—Por el olor a caca.
La verdad es que el olfato no le servía sólo para lavar la ropa o para encontrar niños perdidos: era su sentido de orientación en todos los órdenes de la vida, y sobre todo de la vida social. Juvenal Urbino lo había observado a lo largo de su matrimonio, sobre todo al principio, cuando ella era la advenediza en un ambiente predispuesto en contra suya desde hacía trescientos años, y sin embargo braceaba por entre frondas de corales acuchillados sin tropezar con nadie, con un dominio del mundo que no podía ser sino un instinto sobrenatural. Esa facultad temible, que lo mismo podía tener origen en una sabiduría milenaria que en un corazón de pedernal, tuvo su hora de desgracia un mal domingo antes de la misa, cuando Fermina Daza olfateó por pura rutina la ropa que había usado su marido la tarde anterior, y padeció la sensación perturbadora de haber tenido a un hombre distinto en la cama.
Olfateó primero el saco y el chaleco mientras quitaba del ojal el reloj de leontina y sacaba el lapicero y la billetera y las pocas monedas sueltas de los bolsillos y lo iba poniendo todo sobre el tocador, y después olfateó la camisa abastillada mientras quitaba el pisacorbatas y las mancornas de topacio de los puños y el botón de oro del cuello postizo, y después olfateó los pantalones mientras sacaba el llavero con once llaves y el cortaplumas con cachas de nácar, y olfateó por último los calzoncillos y las medias y el pañuelo de hilo con su monograma bordado. No había la menor sombra de duda: en cada una de las prendas había un olor que no había estado en ellas en tantos años de vida en común, un olor imposible de definir, porque no era de flores ni de esencias artificiales, sino de algo propio de la naturaleza humana. No dijo nada, ni volvió a encontrar el olor todos los días, pero ya no husmeaba la ropa del marido con la curiosidad de saber si estaba de lavar, sino con una ansiedad insoportable que le iba carcomiendo las entrañas.
Fermina Daza no supo dónde situar el olor de la ropa dentro de la rutina del esposo. No podía ser entre la clase matinal y el almuerzo, pues suponía que ninguna mujer en su sano juicio iba a hacer un amor apurado a semejantes horas, y menos con una visita, mientras estaba pendiente de barrer la casa, arreglar las camas, hacer el mercado, preparar el almuerzo y tal vez con la angustia de que a uno de los niños lo mandaran de la escuela antes de tiempo descalabrado de una pedrada, y la encontrara desnuda a las once de la mañana en el cuarto sin hacer, y para colmo de vainas con un médico encima. Sabía, por otra parte, que el doctor Juvenal Urbino sólo hacía el amor de noche, y mejor aún en la oscuridad absoluta, y en último caso antes del desayuno al arrullo de los primeros pájaros. Después de esa hora, según él decía, era más el trabajo de quitarse la ropa y volver a ponérsela, que el placer de un amor de gallo. De modo que la contaminación de la ropa sólo podía ocurrir en alguna de las visitas médicas, o en cualquier momento escamoteado a sus noches de ajedrez y de cine. Esto último era difícil de esclarecer, porque al contrario de tantas amigas suyas, Fermina Daza era demasiado orgullosa para espiar al marido, o para pedirle a alguien que lo hiciera por ella. El horario de las visitas, que parecía el más apropiado para la infidelidad, era además el más fácil de vigilar, porque el doctor Juvenal Urbino llevaba una relación minuciosa de cada uno de sus clientes, inclusive con el estado de cuentas de los honorarios, desde que los visitaba por primera vez hasta que los despedía de este mundo con una cruz final y una frase por el bienestar de su alma.
Al cabo de tres semanas, Fermina Daza no había encontrado el olor en la ropa durante varios días, había vuelto a encontrarlo de pronto cuando menos lo esperaba, y lo había encontrado luego más descarnado que nunca por varios días consecutivos, aunque uno de ellos había sido un domingo de fiesta familiar en que ella y él no se separaron ni un instante. Una tarde se encontró en la oficina del esposo, contra su costumbre y aun contra sus deseos, como si no fuera ella sino otra la que estuviera haciendo algo que ella no haría jamás, descifrando con una primorosa lupa de Bengala las intrincadas notas de visitas de los últimos meses. Era la primera vez que entraba sola en esa oficina saturada de relentes de creosota, atiborrada de libros empastados en pieles de animales ignotos, de grabados turbios de grupos escolares, de pergaminos de honor, de astrolabios y puñales de fantasía coleccionados durante años. Un santuario secreto que tuvo siempre como la única parte de la vida privada de su marido a la que ella no tenía acceso porque no estaba incluida en el amor, así que las pocas veces en que estuvo allí había sido con él, siempre para asuntos fugaces. No se sentía con derecho a entrar sola, y menos para hacer escrutinios que no le parecían decentes. Pero allí estaba. Quería encontrar la verdad, y la buscaba con unas ansias apenas comparables al terrible temor de encontrarla, impulsada por un ventarrón incontrolable más imperioso que su altivez congénita, más imperioso aún que su dignidad: un suplicio fascinante.
No pudo sacar nada en claro, porque los pacientes de su marido, salvo los amigos comunes, eran también parte de su dominio estanco, gentes sin identidad que no se conocían por su cara sino por sus dolores, no por el color de sus ojos o las evasiones de su corazón, sino por el tamaño de su hígado, el sarro de su lengua, los grumos de su orina, las alucinaciones de sus noches de fiebre. Gentes que creían en su esposo, que creían vivir por él cuando en realidad vivían para él, y terminaban reducidas a una frase escrita por él de su puño y letra al calce del expediente médico: Tranquilo, Dios te está esperando en la puerta. Fermina Daza abandonó el estudio al cabo de dos horas inútiles con la sensación de haberse dejado tentar por la indecencia.
Azuzada por su fantasía, empezó a descubrir los cambios del marido. Lo encontraba evasivo, inapetente en la mesa y en la cama, propenso a la exasperación y a las réplicas irónicas, y cuando estaba en la casa ya no era el hombre tranquilo de antes, sino un león enjaulado. Por primera vez desde que se casaron vigiló sus tardanzas, las controló al minuto, y le decía mentiras para sacarle verdades, pero luego se sentía herida de muerte por sus contradicciones. Una noche despertó sobresaltada por un estado fantasmal, y era que su marido la estaba mirando en la oscuridad con unos ojos que le parecieron cargados de odio. Había sufrido un estremecimiento semejante en la flor de la juventud, cuando veía a Florentino Ariza a los pies de la cama, sólo que su aparición no era de odio sino de amor. Además, esta vez no era una fantasía: su marido estaba despierto a las dos de la madrugada, y se había incorporado en la cama para mirarla dormida, pero cuando ella le preguntó por qué lo hacía, él lo negó. Volvió a poner la cabeza en la almohada, y dijo:
—Debió ser que lo soñaste.
Después de esa noche, y por otros episodios similares de esa época en que Fermina Daza no sabía a ciencia cierta dónde terminaba la realidad y dónde empezaba el ensueño, tuvo la revelación deslumbrante de que se estaba volviendo loca. Por último cayó en la cuenta de que el esposo no comulgó el jueves de Corpus Christi, ni tampoco en ningún domingo de las últimas semanas, y no encontró tiempo para los retiros espirituales de aquel año. Cuando ella le preguntó a qué se debían esos cambios insólitos en su salud espiritual, recibió una respuesta ofuscada. Esta fue la clave decisiva, porque él no había dejado de comulgar en una fecha tan importante desde que hizo la primera comunión a los ocho años. De este modo se dio cuenta no sólo de que su marido estaba en pecado mortal, sino que había resuelto persistir en él, puesto que no acudía a los auxilios de su confesor. Nunca había imaginado que pudiera sufrirse tanto por algo que parecía ser todo lo contrario del amor, pero en esas estaba, y resolvió que el único recurso para no morirse era meterle fuego al cubil de víboras que le emponzoñaba las entrañas. Así fue. Una tarde se puso a zurcir talones de medias en la terraza, mientras su esposo terminaba su lectura diaria después de la siesta. De pronto, interrumpió la labor, se levantó las gafas hasta la frente, y lo interpeló sin un mínimo signo de dureza:
—Doctor.
Él estaba sumergido en la lectura de L´Île des pingouins, la novela que todo el mundo estaba leyendo por aquellos días, y le contestó sin salir a flote: Oui. Ella insistió:
—Mírame a la cara.
Él lo hizo, mirándola sin verla en la bruma de los lentes de leer, pero no tuvo que quitárselos para quemarse en la brasa de su mirada.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó.
—Tú lo sabes mejor que yo —dijo ella.
No dijo nada más. Volvió a bajarse los lentes y siguió zurciendo las medias. El doctor Juvenal Urbino supo entonces que las largas horas de ansiedad habían terminado. Al contrario de la forma en que él prefiguraba aquel instante, no fue un sacudimiento sísmico del corazón, sino un golpe de paz. Era el grande alivio de que hubiera sucedido más temprano que tarde lo que tarde o temprano tenía que suceder: el fantasma de la señorita Bárbara Lynch había entrado por fin en la casa.
El doctor Juvenal Urbino la había conocido cuatro meses antes, esperando el turno en la consulta externa del Hospital de la Misericordia, y se dio cuenta al instante de que algo irreparable acababa de ocurrir en su destino. Era una mulata alta, elegante, de huesos grandes, con la piel del mismo color y la misma naturaleza tierna de la melaza, vestida aquella mañana con un traje rojo de lunares blancos y un sombrero del mismo género con unas alas muy amplias que le daban sombra hasta los párpados. Parecía de un sexo más definido que el del resto de los humanos. El doctor Juvenal Urbino no atendía en el servicio externo, pero siempre que pasaba por allí con tiempo de sobra entraba a recordarles a sus alumnos mayores que no hay mejor medicina que un buen diagnóstico. De modo que se las arregló para estar presente en el examen de la mulata imprevista, cuidándose de que sus discípulos no le notaran un gesto que no pareciera casual, y apenas sin fijarse en ella, pero anotó muy bien en la memoria los datos de su identidad. Esa tarde, después de la última visita, hizo pasar el coche por la dirección que ella había dado en la consulta, y allí estaba, en efecto, tomando el fresco de marzo en la terraza.
Era una típica casa antillana pintada toda de amarillo hasta el techo de cinc, con ventanas de anjeo y tiestos de claveles y helechos colgados en el portal, y asentada sobre pilotes de madera en la marisma de la Mala Crianza. Un turpial cantaba en la jaula colgada en el alero. En la acera de enfrente había una escuela primaria, y los niños que salían en tropel obligaron al cochero a mantener las riendas firmes para impedir que se espantara el caballo. Fue una suerte, pues la señorita Bárbara Lynch tuvo tiempo de reconocer al doctor. Lo saludó con un ademán de viejos conocidos, lo invitó a tomarse un café mientras pasaba el desorden, y él se lo tomó encantado, en contra de su costumbre, oyéndola hablar de ella misma, que era lo único que le interesaba desde aquella mañana y lo único que iba a interesarle, sin un minuto de paz, en los próximos meses. En alguna ocasión, recién casado, un amigo le había dicho delante de su esposa, que tarde o temprano tendría que enfrentarse a una pasión enloquecedora, capaz de poner en riesgo la estabilidad de su matrimonio. Él, que creía conocerse a sí mismo, que conocía la fortaleza de sus raíces morales, se había reído del pronóstico. Pues bien: ahí estaba.
La señorita Bárbara Lynch, doctora en teología, era la hija única del reverendo Jonathan B. Lynch, un pastor protestante, negro y enjuto, que andaba en una mula por los caseríos indigentes de la marisma, predicando la palabra de uno de los tantos dioses que el doctor Juvenal Urbino escribía con minúscula para distinguirlos del suyo. Hablaba un buen castellano, con una piedrecita en la sintaxis cuyos tropiezos frecuentes aumentaban su gracia. Iba a cumplir veintiocho años en diciembre, se había divorciado poco antes de otro pastor, discípulo de su padre, con el que estuvo mal casada dos años, y no le habían quedado deseos de reincidir. Dijo: «No tengo más amor que mi turpial». Pero el doctor Urbino era demasiado serio para pensar que lo dijera con intención. Al contrario: se preguntó confundido si tantas facilidades juntas no serían una trampa de Dios para después cobrarlas con creces, pero en seguida lo apartó de su mente como un disparate teológico debido a su estado de confusión.
Ya para despedirse, hizo un comentario casual sobre la consulta médica de la mañana, sabiendo que nada le gusta más a un enfermo que hablar de sus dolencias, y ella fue tan espléndida hablando de las suyas, que él le prometió volver al día siguiente, a las cuatro en punto, para hacerle un examen más detenido. Ella se asustó: sabía que un médico de esa clase estaba muy por encima de sus posibilidades, pero él la tranquilizó: «En esta profesión tratamos de que los ricos paguen por los pobres». Luego hizo la nota en su cuaderno de bolsillo: señorita Bárbara Lynch, marisma de la Mala Crianza, sábado, 4 pm. Meses después, Fermina Daza había de leer aquella ficha aumentada con los pormenores del diagnóstico y del tratamiento, y con la evolución de la enfermedad. El nombre le llamó la atención, y de pronto se le ocurrió que era una de esas artistas descarriadas de los barcos fruteros de Nueva Orleans, pero la dirección le hizo pensar que más bien debía ser de Jamaica, y negra, por supuesto, y la descartó sin dolor de los gustos de su marido.
El doctor Juvenal Urbino llegó a la cita del sábado con diez minutos de adelanto, cuando la señorita Lynch no había acabado de vestirse para recibirlo. Desde sus tiempos de París, cuando tenía que presentarse a un examen oral, no había sentido una tensión semejante. Tendida en la cama de lienzo, con una tenue combinación de seda, la señorita Lynch era de una belleza interminable. Todo en ella era grande e intenso: sus muslos de sirena, su piel a fuego lento, sus senos atónitos, sus encías diáfanas de dientes perfectos, y todo su cuerpo irradiaba un vapor de buena salud que era el olor humano que Fermina Daza encontraba en la ropa del esposo. Había ido a la consulta externa porque sufría de algo que ella llamaba con mucha gracia cólicos torcidos, y el doctor Urbino pensaba que era un síntoma de no tomar a la ligera. De modo que palpó sus órganos internos con más intención que atención, y mientras tanto iba olvidándose de su propia sabiduría y descubriendo asombrado que aquella criatura de maravilla era tan bella por dentro como por fuera, y entonces se abandonó a las delicias del tacto, no ya como el médico mejor calificado del litoral caribe, sino como un pobre hombre de Dios atormentado por el desorden de los instintos. Sólo una vez le había ocurrido algo así en su severa vida profesional, y había sido su día de mayor vergüenza, porque la paciente, indignada, le apartó la mano, se sentó en la cama, y le dijo: «Lo que usted quiere puede suceder, pero así no será». La señorita Lynch, en cambio, se abandonó en sus manos, y cuando no tuvo ninguna duda de que el médico ya no estaba pensando en su ciencia, dijo:
—Yo creía que esto era no permitido por la ética.
Él estaba tan ensopado de sudor como si saliera vestido de un estanque, y se secó las manos y la cara con una toalla.
—La ética —dijo— se imagina que los médicos somos de palo.
Ella le tendió una mano agradecida.
—El hecho de que yo lo creía no quiere decir que no se pueda hacer —dijo—. Imagínate lo que será para una pobre negra como yo que se fije en mí un hombre con tanto ruido.
—No he dejado de pensar en usted un solo instante —dijo él.
Fue una confesión tan trémula que hubiera sido digna de lástima. Pero ella lo puso a salvo de todo mal con una carcajada que iluminó el dormitorio.
—Lo sé desde que te vi en la hospital, doctor —dijo—. Negra soy, pero no bruta.
No fue nada fácil. La señorita Lynch quería su honra limpia, quería seguridad y amor, en ese orden, y creía merecerlos. Le dio al doctor Urbino la oportunidad de seducirla, pero sin entrar en el cuarto aun estando ella sola en la casa. Lo más lejos que llegó fue a permitir que él repitiera la ceremonia de palpación y auscultación con todas las violaciones éticas que quisiera, pero sin quitarle la ropa. Él, por su parte, no pudo soltar la carnada una vez mordida, y perseveró en sus asedios casi diarios. Por razones de orden práctico, la relación continuada con la señorita Lynch le era casi imposible, pero él era demasiado débil para detenerse a tiempo, como luego había de serlo también para seguir adelante. Fue su límite.
El reverendo Lynch no tenía una vida regular, se iba en cualquier momento en su mula cargada por un lado de biblias y folletos de propaganda evangélica, y cargada de provisiones por el otro lado, y volvía cuando menos se pensaba. Otro inconveniente era la escuela de enfrente, pues los niños cantaban sus lecciones mirando hacia la calle por las ventanas, y lo que veían mejor era la casa de la acera opuesta, con las puertas y las ventanas de par en par desde las seis de la mañana, y veían a la señorita Lynch colgando la jaula en el alero para que el turpial aprendiera las lecciones cantadas, la veían con un turbante de colores cantándolas ella también con su brillante voz caribe mientras hacía los oficios de la casa, y la veían después sentada en el porche cantando sola en inglés los salmos de la tarde.
Tenían que escoger una hora en que no estuvieran los niños, y sólo había dos posibilidades: en la pausa del almuerzo, entre las doce y las dos, que era cuando también el doctor almorzaba, o al final de la tarde, cuando los niños se iban a sus casas. Esta última fue siempre la mejor hora, pero ya para entonces el doctor había terminado sus visitas y disponía de pocos minutos para llegar a comer en familia. El tercer problema, y el más grave para él, era su propia condición. No le era posible ir sin el coche, que era muy conocido y debía estar siempre en la puerta. Hubiera podido hacer cómplice al cochero, como casi todos sus amigos del Club Social, pero eso estaba fuera del alcance de sus costumbres. Tanto, que cuando las visitas a la señorita Lynch se hicieron demasiado evidentes, el propio cochero familiar de librea se atrevió a preguntarle si no sería mejor que volviera a buscarlo más tarde para que el coche no estuviera tanto tiempo estacionado en la puerta. El doctor Urbino, en una reacción extraña a su modo de ser, lo cortó de un tajo:
—Desde que te conozco es la primera vez que te oigo decir algo que no debías —le dijo—. Pues bien: lo doy por no dicho.
No había solución. En una ciudad como esta era imposible ocultar una enfermedad mientras el coche del médico estuviera en la puerta. A veces el propio médico tomaba la iniciativa de ir a pie, si la distancia lo permitía, o iba en un coche de alquiler, para evitar suposiciones malignas o prematuras. Sin embargo, semejantes engaños no servían de mucho, pues las recetas que se ordenaban en las farmacias permitían descifrar la verdad, a tal punto que el doctor Urbino prescribía medicinas falsas junto con las correctas, para preservar el derecho sagrado de los enfermos a morirse en paz con el secreto de sus enfermedades. También podía justificar de diversos modos honestos la presencia de su coche frente a la casa de la señorita Lynch, pero no habría podido ser por mucho tiempo, y menos por tanto como él hubiera deseado: toda la vida.
El mundo se le volvió un infierno. Pues una vez saciada la locura inicial, ambos tomaron conciencia de los riesgos, y el doctor Juvenal Urbino no tuvo nunca la decisión de afrontar el escándalo. En los delirios de la fiebre lo prometía todo, pero después que todo pasaba todo volvía a quedar para después. En cambio, a medida que aumentaban las ansias de estar con ella aumentaba también el temor de perderla, de modo que los encuentros fueron siendo cada vez más apresurados y difíciles. No pensaba en otra cosa. Esperaba las tardes con una ansiedad insoportable, se le olvidaban los otros compromisos, se le olvidaba todo menos ella, pero a medida que el coche se acercaba a la marisma de la Mala Crianza iba rogando a Dios que un inconveniente de última hora lo obligara a pasar de largo. Iba en tal estado de angustia, que a veces se alegraba de ver desde la esquina la cabeza algodonada del reverendo Lynch leyendo en la terraza, y a la hija en la sala, catequizando a los niños del barrio con los Evangelios cantados. Entonces se iba feliz a su casa para no seguir desafiando al azar, pero después se sentía enloquecer de ansiedad porque volvieran a ser todo el día las cinco de la tarde de todos los días.
De modo que los amores se volvieron imposibles cuando el coche se hizo demasiado notorio en la puerta, y al cabo de tres meses ya no fueron nada más que ridículos. Sin tiempo para decirse nada, la señorita Lynch se metía en el dormitorio tan pronto como veía entrar al amante aturdido. Había adoptado la precaución de ponerse una falda ancha los días en que lo esperaba, una preciosa pollera de Jamaica con volantes de flores coloradas, pero sin ropa interior, sin nada, creyendo que la facilidad iba a ayudarlo contra el miedo. Pero él malgastaba todo cuanto ella hacía por hacerlo feliz. La seguía jadeando hasta el dormitorio, empapado de sudor, y entraba en estampida tirándolo todo por el suelo, el bastón, el maletín de médico, el sombrero panamá, y hacía un amor de pánico con los pantalones enrollados en las corvas, con el saco abotonado para que le estorbara menos, con la leontina de oro en el chaleco, con los zapatos puestos, con todo, y más pendiente de irse cuanto antes que de cumplir con su placer. Ella se quedaba en ayunas, entrando apenas en su túnel de soledad, cuando ya él estaba abotonándose de nuevo, exhausto, como si hubiera hecho el amor absoluto en la línea divisoria de la vida y la muerte, cuando en realidad no había hecho sino lo mucho que el acto de amor tiene de hazaña física. Pero estaba en su ley: el tiempo justo para aplicar una inyección intravenosa en un tratamiento de rutina. Entonces regresaba a la casa avergonzado de su debilidad, con ganas de morirse, maldiciéndose por su falta de valor para pedirle a Fermina Daza que le bajara los pantalones y lo sentara de culo en un brasero.
No cenaba, rezaba sin convicción, fingía continuar en la cama la lectura de la siesta mientras su esposa daba vueltas y vueltas por la casa poniendo el mundo en orden antes de acostarse. A medida que cabeceaba sobre el libro iba hundiéndose poco a poco en el manglar inevitable de la señorita Lynch, en su vaho de floresta yacente, su cama de morir, y entonces no lograba pensar en nada más que en las cinco menos cinco de la tarde de mañana, y ella esperándolo en la cama sin nada más que su monte de estropajo oscuro bajo la falda de loca de Jamaica: el círculo infernal.
Hacía ya unos años que había empezado a tener conciencia del peso de su propio cuerpo. Reconocía los síntomas. Los había leído en los textos, los había visto confirmados en la vida real, en pacientes mayores sin antecedentes graves que de pronto empezaban a describir síndromes perfectos que parecían sacados de los libros de medicina, y que sin embargo resultaban ser imaginarios. Su maestro de clínica infantil de La Salpétriére le había aconsejado la pediatría como la especialidad más honesta, porque los niños sólo se enferman cuando en realidad están enfermos, y no pueden comunicarse con el médico con palabras convencionales sino con síntomas concretos de enfermedades reales. Los adultos, en cambio, a partir de cierta edad, o bien tenían los síntomas sin las enfermedades, o algo peor: enfermedades graves con síntomas de otras inofensivas. Él los entretenía con paliativos, dándole tiempo al tiempo, hasta que aprendían a no sentir sus achaques a fuerza de convivir con ellos en el basurero de la vejez. Lo que nunca pensó el doctor Juvenal Urbino era que un médico de su edad, que creía haberlo visto todo, no pudiera superar la inquietud de sentirse enfermo cuando no lo estaba. O peor: no creer que lo estaba, por puro prejuicio científico, cuando tal vez lo estaba en realidad. Ya a los cuarenta años, medio en serio y medio en broma, había dicho en la cátedra: «Lo único que necesito en la vida es alguien que me entienda». Pero cuando se encontró perdido en el laberinto de la señorita Lynch ya no lo pensó en broma.
Todos los síntomas reales o imaginarios de sus pacientes mayores se acumularon en su cuerpo. Sentía la forma del hígado con tal nitidez, que podía decir su tamaño sin tocárselo. Sentía el gruñido de gato dormido de sus riñones, sentía el brillo tornasolado de su vesícula, sentía el zumbido de la sangre en sus arterias. A veces amanecía como un pez sin aire para respirar. Tenía agua en el corazón. Lo sentía perder el paso un instante, lo sentía retrasarse un latido como en las marchas militares del colegio, una vez y otra vez, y al fin lo sentía recuperarse porque Dios es grande. Pero en vez de apelar a los mismos remedios de distracción que les daba a sus enfermos, estaba ofuscado de terror. Era cierto: lo único que necesitaba en la vida, también a los cincuenta y ocho años, era alguien que lo entendiera. De modo que acudió a Fermina Daza, el ser que más lo amaba y al que más amaba en este mundo, y con la que acababa de poner en paz su conciencia.
Pues esto ocurrió después de que ella lo interrumpió en su lectura de la tarde para pedirle que la mirara a la cara, y él tuvo el primer indicio de que su círculo infernal había sido descubierto. No entendía cómo, sin embargo, porque le habría sido imposible imaginar que Fermina Daza hubiera encontrado la verdad por puro olfato. De todos modos, y desde mucho antes, esta no era una ciudad buena para tener secretos. Al poco tiempo de instalados los primeros teléfonos domésticos, varios matrimonios que parecían estables se acabaron por chismes de llamadas anónimas, y muchas familias atemorizadas suspendieron el servicio o se negaron a tenerlo durante años. El doctor Urbino sabía que su esposa se respetaba tanto a sí misma como para no permitir siquiera un intento de infidencia anónima por teléfono, y no podía imaginarse a nadie tan atrevido como para hacérsela en nombre propio. En cambio, le temía al método antiguo: un papel deslizado por debajo de la puerta por una mano desconocida podía ser eficaz, no sólo porque garantizaba el doble anónimo del remitente y el destinatario, sino porque su estirpe legendaria permitía atribuirle alguna relación metafísica con los designios de la Divina Providencia.
Los celos no conocían su casa: durante más de treinta años de paz conyugal, el doctor Urbino se había preciado en público muchas veces, y hasta entonces había sido cierto, de ser como los fósforos suecos, que sólo encienden en su propia caja. Pero ignoraba cuál podía ser la reacción de una mujer con tanto orgullo como la suya, con tanta dignidad y con un carácter tan fuerte, frente a una infidelidad comprobada. De modo que después de mirarla a la cara como ella se lo había pedido, no se le ocurrió nada más que bajar otra vez la mirada para disimular la turbación, y siguió fingiéndose extraviado en los dulces meandros de la isla de Alca, mientras se le ocurría qué hacer. Fermina Daza, por su parte, tampoco dijo nada más. Cuando terminó de zurcir las medias echó las cosas sin ningún orden dentro del costurero, dio en la cocina instrucciones para la cena, y se fue al dormitorio.
Entonces él tenía su determinación tan bien tomada que a las cinco de la tarde no pasó por la casa de la señorita Lynch. Las promesas de amor eterno, la ilusión de una casa discreta para ella sola donde él pudiera visitarla sin sobresaltos, la felicidad sin prisa hasta la muerte, todo cuanto él había prometido en las llamaradas del amor quedó cancelado por siempre jamás. Lo último que la señorita Lynch tuvo de él fue una diadema de esmeraldas que el cochero le entregó sin comentarios, sin un recado, sin una nota escrita, y dentro de una cajita envuelta con papel de farmacia para que el mismo cochero la creyera una medicina de urgencia. No volvió a verla ni por casualidad en el resto de su vida, y sólo Dios supo cuánto dolor le costó esta resolución heroica, y cuántas lágrimas de hiel tuvo que derramar encerrado en el retrete para sobrevivir a su desastre íntimo. A las cinco, en vez de ir con ella, hizo ante su confesor un acto de contrición profunda, y el domingo siguiente comulgó con el corazón hecho pedazos, pero con el alma tranquila.
La misma noche de la renuncia, mientras se desvestía para dormir, le repitió a Fermina Daza la amarga letanía de sus insomnios matinales, las punzadas súbitas, las ganas de llorar al atardecer, los síntomas cifrados del amor escondido que él le contaba entonces como si fueran las miserias de la vejez. Tenía que hacerlo con alguien para no morirse, para no tener que contar la verdad, y al fin y al cabo aquellos desahogos estaban consagrados en los ritos domésticos del amor. Ella lo oyó con atención, pero sin mirarlo, sin decir nada, mientras iba recibiendo la ropa que él se quitaba. Olía cada pieza sin ningún gesto que delatara su rabia, la enrollaba de cualquier modo, y la tiraba en el canasto de mimbre de la ropa sucia. No encontró el olor, pero daba lo mismo: mañana será otro día. Antes de arrodillarse a rezar frente al altarcito del dormitorio, él concluyó el recuento de sus penurias con un suspiro triste, y sincero, además: «Creo que me voy a morir». Ella no parpadeó siquiera para replicarle.
—Sería lo mejor —dijo—. Así estaremos los dos más tranquilos.
Años antes, en la crisis de una enfermedad peligrosa, él había hablado de la posibilidad de morir, y ella le había dado con la misma réplica brutal. El doctor Urbino la atribuyó a la inclemencia propia de las mujeres, gracias a la cual es posible que la Tierra siga girando alrededor del Sol, porque entonces ignoraba que ella interponía siempre una barrera de rabia para que no se le notara el miedo. Y en ese caso, el más terrible de todos, que era el miedo de quedarse sin él.
Aquella noche, en cambio, le había deseado la muerte con todo el ímpetu de su corazón, y esa certidumbre lo alarmó. Después la sintió sollozar en la oscuridad, muy despacio, mordiendo la almohada para que él no la sintiera. Esto acabó de ofuscarlo, porque sabía que ella no lloraba con facilidad por ningún dolor del cuerpo o del alma. Sólo lloraba por una rabia grande, más aún si esta tenía origen de algún modo en su terror de la culpa, y entonces le daba más rabia cuanto más lloraba, porque no lograba perdonarse la debilidad de llorar. Él no se atrevió a consolarla, sabiendo que habría sido como consolar una tigra atravesada por una lanza, ni tuvo valor para decirle que los motivos de su llanto habían desaparecido esa tarde, y habían sido arrancados de raíz y para siempre hasta de su memoria.
El cansancio lo venció unos minutos. Cuando despertó, ella había encendido su veladora tenue y seguía con los ojos abiertos pero sin llorar. Algo definitivo le ocurrió mientras él dormía: los sedimentos acumulados en el fondo de su edad a través de tantos años habían sido rebullidos por el suplicio de los celos, y habían salido a flote, y la habían envejecido en un instante. Impresionado por sus arrugas instantáneas, sus labios mustios, las cenizas de su cabello, él se arriesgó a decirle que tratara de dormir: eran más de las dos. Ella le habló sin mirarlo, pero ya sin un rastro de rabia en la voz, casi con mansedumbre.
—Tengo derecho a saber quién es —dijo.
Y entonces él se lo contó todo, sintiendo que se quitaba de encima el peso del mundo, porque estaba convencido de que ella lo sabía y sólo le faltaba confirmar los pormenores. Pero no era así, por supuesto, de modo que mientras él hablaba ella volvió a llorar, y no con sollozos tímidos como al principio, sino con unas lágrimas sueltas y salobres que se le escurrían por la cara, y le ardían en el camisón de dormir y le inflamaban la vida, porque él no había hecho lo que ella esperaba con el alma en un hilo, y era que lo negara todo hasta la muerte, que se indignara por la calumnia, que se cagara a gritos en esta sociedad de mala madre que no tenía el menor reparo en pisotear la honra ajena, y que se hubiera mantenido imperturbable aun frente a las pruebas demoledoras de su deslealtad: como un hombre. Luego, cuando él le contó que había estado esa tarde con su confesor, temió quedarse ciega de rabia. Desde el colegio tenía la convicción de que la gente de iglesia carecía de cualquier virtud inspirada por Dios. Esta era una discrepancia esencial en la armonía de la casa, que habían logrado sortear sin tropiezos. Pero que su esposo le hubiera permitido al confesor inmiscuirse hasta ese punto en una intimidad que no era sólo la suya, sino también la de ella, era algo que iba más allá de todo.
—Es como contárselo a un culebrero de los portales —dijo.
Para ella era el final. Estaba segura de que su honra andaba de boca en boca desde antes de que el marido terminara de cumplir la penitencia, y el sentimiento de humillación que eso le causaba era mucho menos soportable que la vergüenza y la rabia y la injusticia de la infidelidad. Y lo peor de todo, carajo: con una negra. Él corrigió: «Mulata». Pero entonces toda precisión salía sobrando: ella había terminado.
—Es la misma vaina —dijo—, y sólo ahora lo entiendo: era un olor de negra.
Esto sucedió un lunes. El viernes a las siete de la noche, Fermina Daza se embarcó en el buquecito regular de San Juan de la Ciénaga, sólo con un baúl, en compañía de la ahijada y con la cara cubierta con una mantilla para evitar preguntas y para evitárselas al marido. El doctor Juvenal Urbino no estuvo en el puerto, por acuerdo de ambos, después de una conversación agotadora de tres días, en la que decidieron que ella se fuera a la hacienda de la prima Hildebranda Sánchez, en la población de Flores de María, con tiempo bastante para reflexionar antes de tomar una determinación final. Los hijos lo entendieron, sin conocer los motivos, como un viaje muchas veces aplazado que ellos mismos deseaban desde hacía tiempo. El doctor Urbino se las arregló para que nadie en su mundillo pérfido pudiera hacer especulaciones maliciosas, y lo hizo tan bien que si Florentino Ariza no encontró ninguna pista de la desaparición de Fermina Daza fue porque en realidad no las había, y no porque le faltaran medios de averiguación. El marido no tenía dudas de que ella volvería a casa tan pronto como se le pasara la rabia. Pero ella se fue segura de que la rabia no se le pasaría jamás.
Sin embargo, muy pronto iba a aprender que esa determinación excesiva no era tanto el fruto del resentimiento como de la nostalgia. Después del viaje de luna de miel había vuelto varias veces a Europa, a pesar de los diez días de mar, y siempre lo había hecho con tiempo de sobra para ser feliz. Conocía el mundo, había aprendido a vivir y a pensar de otro modo, pero nunca había vuelto a San Juan de la Ciénaga después del frustrado vuelo en globo. El regreso a la provincia de la prima Hildebranda tenía para ella algo de redención, así fuera tardía. No lo pensó a propósito de su desastre matrimonial: venía de mucho antes. Así que la sola idea de rescatar sus querencias de adolescente la consolaba de su desdicha.
Cuando desembarcó con la ahijada en San Juan de la Ciénaga, apeló a las grandes reservas de su carácter y reconoció la ciudad contra todas las advertencias. El jefe civil y militar de la plaza, al cual iba recomendada, la invitó en la victoria oficial mientras salía el tren para San Pedro Alejandrino, adonde quiso ir para comprobar lo que le habían dicho, que la cama en que murió El Libertador era tan pequeña como la de un niño. Entonces Fermina Daza volvió a ver su pueblo grande en el marasmo de las dos de la tarde. Volvió a ver las calles que más bien parecían playones con charcos cubiertos de verdín, y volvió a ver las mansiones de los portugueses con sus escudos heráldicos tallados en el pórtico y celosías de bronce en las ventanas, en cuyos salones umbríos se repetían sin compasión los mismos ejercicios de piano, titubeantes y tristes, que su madre recién casada les había enseñado a las niñas de las casas ricas. Vio la plaza desierta sin un árbol en las brasas de caliche, la hilera de coches de capotas fúnebres con los caballos dormidos de pie, el tren amarillo de San Pedro Alejandrino, y en la esquina de la iglesia mayor vio la casa más grande, la más bella, con un corredor de arcadas de piedra verdecida y un portón de monasterio, y la ventana del dormitorio donde iba a nacer Álvaro muchos años después, cuando ya ella no tuviera memoria para recordarlo. Pensó en la tía Escolástica, a quien seguía buscando sin esperanzas por cielo y tierra, y pensando en ella se encontró pensando en Florentino Ariza, en su vestido de literato y su libro de versos bajo los almendros del parquecito, como muy pocas veces le ocurría cuando evocaba sus años ingratos del colegio. Después de muchas vueltas no pudo reconocer la antigua casa familiar, pues donde suponía que estaba no había sino un criadero de cerdos, y a la vuelta de la esquina la calle de los burdeles, con putas del mundo entero haciendo la siesta en los portales, por si acaso pasaba el correo con algo para ellas. No era su pueblo.
Desde el principio del paseo, Fermina Daza se había tapado media cara con la mantilla, no por miedo de ser reconocida donde nadie podía conocerla, sino por la visión de los muertos que se hinchaban al sol por todas partes, desde la estación del tren hasta el cementerio. El jefe civil y militar de la plaza le dijo: «Es el cólera». Ella lo sabía, porque había visto los grumos blancos en la boca de los cadáveres achicharrados, pero notó que ninguno tenía el tiro de gracia en la nuca, como en la época del globo.
—Así es —le dijo el oficial—. También Dios mejora sus métodos.
La distancia de San Juan de la Ciénaga al antiguo ingenio de San Pedro Alejandrino era de sólo nueve leguas, pero el tren amarillo tardaba el día completo, porque el maquinista era amigo de los pasajeros habituales y estos le pedían el favor de parar a cada rato para estirar las piernas caminando por los prados de golf de la compañía bananera, y los hombres se bañaban desnudos en los ríos diáfanos y helados que se precipitaban desde la sierra, y cuando sentían hambre se bajaban a ordeñar las vacas sueltas en los potreros. Fermina Daza llegó aterrorizada, y apenas se dio tiempo para admirar los tamarindos homéricos donde El Libertador colgaba su hamaca de moribundo, y para comprobar que la cama donde murió, tal como se lo habían dicho, no sólo era pequeña para un hombre de tanta gloria, sino inclusive para un sietemesino. Sin embargo, otro visitante que parecía saberlo todo dijo que la cama era una reliquia falsa, pues la verdad era que al Padre de la Patria lo habían dejado morir tirado por los suelos. Fermina Daza estaba tan deprimida con lo que vio y oyó desde que salió de su casa, que en el resto del viaje no se complació en el recuerdo del viaje anterior, como tanto lo había añorado, sino que evitaba el paso por los pueblos de sus nostalgias. Así los preservó y se preservó ella misma de la desilusión. Oía los acordeones desde los atajos por donde se escapaba del desencanto, oía los gritos de la gallera, las salvas de plomo que lo mismo podían ser de guerra que de parranda, y cuando no había más recurso que atravesar el pueblo, se tapaba la cara con la mantilla para seguir evocándolo como era antes.
Una noche, después de mucho eludir el pasado, llegó a la hacienda de la prima Hildebranda, y cuando la vio esperando en la puerta estuvo a punto de desfallecer: era como verse a sí misma en el espejo de la verdad. Estaba gorda y decrépita, y cargada de hijos indómitos que no eran del hombre que seguía amando sin esperanzas, sino de un militar en uso de buen retiro con el que se casó por despecho y que la amó con locura. Pero por dentro del cuerpo devastado seguía siendo la misma. Fermina Daza se recuperó de la impresión con pocos días de campo y buenos recuerdos, pero no salió de la hacienda sino para ir a misa los domingos con los nietos de sus cómplices díscolas de antaño, chalanes en caballos magníficos, y muchachas bellas y bien vestidas, como sus madres a la misma edad, que iban de pie en las carretas de bueyes, cantando a coro, hasta la iglesia de la misión en el fondo del valle. Sólo pasó por el pueblo de Flores de María, donde no había estado en el viaje anterior porque no pensaba que pudiera gustarle, pero cuando lo conoció se quedó fascinada. Su desgracia, o la del pueblo, fue que después no logró recordarlo jamás como era en realidad, sino como se lo imaginaba antes de conocerlo.
El doctor Juvenal Urbino tomó la decisión de ir por ella después de recibir el informe del obispo de Riohacha. Su conclusión fue que la demora de la esposa no se debía a que no quisiera volver sino a que no encontraba cómo sortear el orgullo. Así que se fue sin avisarle, después de un intercambio de cartas con Hildebranda, de las cuales sacó en claro que a la esposa se le habían invertido las nostalgias: ahora sólo pensaba en su casa. Fermina Daza estaba en la cocina a las once de la mañana, preparando berenjenas rellenas, cuando oyó los gritos de los peones, los relinchos, los disparos al aire, y después los pasos resueltos en el zaguán, y la voz del hombre:
—Más vale llegar a tiempo que ser invitado.
Creyó morir de alegría. Sin tiempo para pensarlo, se lavó las manos de cualquier modo, murmurando: «Gracias, Dios mío, gracias, qué bueno eres», pensando que todavía no se había bañado por las malditas berenjenas que le había pedido Hildebranda sin decirle quién era el que venía a almorzar, pensando que estaba tan vieja y fea, y con la cara tan despellejada por el sol, que él iba a arrepentirse de haber venido cuando la viera en este estado, maldita sea. Pero se secó las manos como pudo con el delantal, se arregló la apariencia como pudo, apeló a toda la altivez con que su madre la echó al mundo para ponerle orden al corazón enloquecido, y fue al encuentro del hombre con su dulce andar de venada, la cabeza erguida, la mirada lúcida, la nariz de guerra, y agradecida con su destino por el alivio inmenso de volver a casa, aunque no tan fácil como él creía, desde luego, porque se iba feliz con él, desde luego, pero también resuelta a cobrarle en silencio los sufrimientos amargos que le habían acabado la vida.
Casi dos años después de la desaparición de Fermina Daza, ocurrió una de esas casualidades imposibles que Tránsito Ariza habría calificado como una burla de Dios. Florentino Ariza no se había dejado impresionar de un modo especial por el invento del cine, pero Leona Cassiani lo llevó sin resistencia al estreno espectacular de Cabiria, cuya publicidad se fundaba en los diálogos escritos por el poeta Gabriele D'Annunzio. El gran patio a cielo abierto de don Galileo Daconte, donde algunas noches se disfrutaba más del esplendor de las estrellas que de los amores mudos de la pantalla, había sido desbordado por una clientela selecta. Leona Cassiani seguía las peripecias de la historia con el alma en un hilo. Florentino Ariza, en cambio, cabeceaba de sueño por el peso abrumador del drama. A sus espaldas, una voz de mujer pareció adivinarle el pensamiento:
—¡Dios mío, esto es más largo que un dolor!
Fue lo único que dijo, cohibida tal vez por la resonancia de su voz en la penumbra, pues aún no se había impuesto aquí la costumbre de adornar las películas mudas con acompañamiento de piano, y en la platea en penumbra sólo se escuchaba el susurro de lluvia del proyector. Florentino Ariza no se acordaba de Dios sino en las situaciones más difíciles, pero esa vez le dio gracias con toda su alma. Pues aun a veinte brazas debajo de la tierra habría reconocido de inmediato aquella voz de metales sordos que llevaba en el alma desde la tarde en que le oyó decir en el reguero de hojas amarillas de un parque solitario: «Ahora váyase, y no vuelva hasta que yo le avise». Sabía que estaba sentada en el asiento detrás del suyo, junto al esposo inevitable, y percibía su respiración cálida y bien medida, y aspiraba con amor el aire purificado por la buena salud de su aliento. No la sintió socavada por la polilla de la muerte, como solía imaginársela en el abatimiento de los últimos meses, sino que la evocó otra vez en su edad radiante y feliz, con el vientre curvado por la semilla del primer hijo bajo la túnica de Minerva. La imaginaba como si la estuviera viendo sin mirar hacia atrás, ajeno por completo a los desastres históricos que desbordaban la pantalla. Se deleitaba con los hálitos del perfume de almendras que le llegaba de regreso de su intimidad, ansioso de saber cómo pensaba ella que debían enamorarse las mujeres del cine para que sus amores dolieran menos que los de la vida. Poco antes del final, con un destello de júbilo, se dio cuenta de pronto de que nunca había estado tanto tiempo tan cerca de alguien a quien amaba tanto.
Esperó a que los otros se levantaran cuando se encendieron las luces. Luego se levantó sin prisa, se volvió distraído abotonándose el chaleco que siempre se soltaba durante la función, y los cuatro se encontraron tan cerca que habrían tenido que saludarse de todos modos, aunque alguno de ellos no lo hubiera querido. Juvenal Urbino saludó primero a Leona Cassiani, a quien conocía bien, y luego le estrechó la mano a Florentino Ariza con la gentileza habitual. Fermina Daza les dirigió a ambos una sonrisa cortés, nada más que cortés, pero de todos modos una sonrisa de alguien que los había visto muchas veces, que sabía quiénes eran, y que por tanto no tenían que serle presentados. Leona Cassiani le correspondió con su gracia mulata. En cambio, Florentino Ariza no supo qué hacer, porque se quedó atónito de verla.
Era otra. No había en su rostro ningún indicio de la terrible enfermedad de moda, ni de otra ninguna, y su cuerpo conservaba todavía el peso y la esbeltez de sus tiempos mejores, pero era evidente que los dos últimos años habían pasado por ella con el rigor de diez mal vividos. El cabello corto le sentaba bien, con una curva de ala en las mejillas, pero ya no era de color de miel sino de aluminio, y los hermosos ojos lanceolados habían perdido media vida de luz detrás de las antiparras de abuela. Florentino Ariza la vio alejarse del brazo del esposo entre la muchedumbre que abandonaba el cine, y se sorprendió de que estuviera en un sitio público con una mantilla de pobre y unas chinelas de andar por casa. Pero lo que más lo conmovió fue que el esposo tuvo que agarrarla por el brazo para indicarle el buen camino de la salida, y aun así calculó mal la altura y estuvo a punto de caerse en el escalón de la puerta.
Florentino Ariza era muy sensible a esos tropiezos de la edad. Siendo todavía joven, interrumpía la lectura de versos en los parques para observar a las parejas de ancianos que se ayudaban a atravesar la calle, y eran lecciones de vida que le habían servido para vislumbrar las leyes de su propia vejez. A la edad del doctor Juvenal Urbino aquella noche en el cine, los hombres florecían en una especie de juventud otoñal, parecían más dignos con las primeras canas, se volvían ingeniosos y seductores, sobre todo a los ojos de las mujeres jóvenes, mientras que sus esposas marchitas tenían que aferrarse de su brazo para no tropezar hasta con la propia sombra. Pocos años después, sin embargo, los maridos se desbarrancaban de pronto en el precipicio de una vejez infame del cuerpo y del alma, y entonces eran sus esposas establecidas las que tenían que llevarlos del brazo como ciegos de caridad, susurrándoles al oído, para no herir su orgullo de hombres, que se fijaran bien que eran tres y no dos escalones, que había un charco en mitad de la calle, que ese bulto tirado de través en la acera era un mendigo muerto, y ayudándolos a duras penas a atravesar la calle como si fuera el único vado en el último río de la vida. Florentino Ariza se había visto tantas veces en ese espejo, que no le tuvo nunca tanto miedo a la muerte como a la edad infame en que tuviera que ser llevado del brazo por una mujer. Sabía que ese día, y sólo ese, tendría que renunciar a la esperanza de Fermina Daza.
El encuentro le espantó el sueño. En vez de llevar a Leona Cassiani en el coche, la acompañó a pie a través de la ciudad vieja, donde sus pasos resonaban como herraduras de caballería sobre los adoquines. A veces se escapaban retazos de voces fugitivas por los balcones abiertos, confidencias de alcobas, sollozos de amor magnificados por la acústica fantasmal y la fragancia caliente de los jazmines en las callejuelas dormidas. Una vez más, Florentino Ariza tuvo que apelar a todas sus fuerzas para no revelarle a Leona Cassiani su amor reprimido por Fermina Daza. Caminaban juntos, con sus pasos contados, amándose sin prisa como novios viejos, ella pensando en las gracias de Cabiria, y él pensando en su propia desgracia. Un hombre estaba cantando en un balcón de la Plaza de la Aduana, y su canto fue repitiéndose por todo el recinto en ecos encadenados: Cuando yo cruzaba por las olas inmensas del mar. En la calle de los Santos de Piedra, justo cuando debía despedirla frente a su casa, Florentino Ariza le pidió a Leona Cassiani que lo invitara a un brandy. Era la segunda vez que lo solicitaba en circunstancias similares. La primera, diez años antes, ella le había dicho: «Si subes a esta hora tendrás que quedarte para siempre». Él no subió. Pero ahora habría subido de todos modos, aunque después tuviera que violar su palabra. No obstante, Leona Cassiani lo invitó a subir sin compromisos.
Fue así como se encontró cuando menos lo pensaba en el santuario de un amor extinguido antes de nacer. Los padres de ella habían muerto, su único hermano había hecho fortuna en Curazao, y ella vivía sola en la antigua casa familiar. Años antes, cuando aún no había renunciado a la esperanza de hacerla su amante, Florentino Ariza solía visitarla los domingos con el consentimiento de sus padres, y a veces por las noches hasta muy tarde, y había hecho tantos aportes a los arreglos de la casa que terminó por reconocerla como suya. Sin embargo, aquella noche después del cine tuvo la sensación de que la sala de visitas había sido purificada de sus recuerdos. Los muebles estaban en lugares distintos, había otros cromos colgados en las paredes, y él pensó que tantos cambios encarnizados habían sido hechos a propósito para perpetuar la certidumbre de que él no había existido jamás. El gato no lo reconoció. Asustado por la saña del olvido, dijo: «Ya no se acuerda de mí». Pero ella le replicó de espaldas, mientras servía los brandis, que si eso le preocupaba podía dormir tranquilo, porque los gatos no se acuerdan de nadie.
Recostados en el sofá, muy juntos, hablaron de ellos, de lo que fueron antes de conocerse una tarde de quién sabe cuándo en el tranvía de mulas. Sus vidas transcurrían en oficinas contiguas, y nunca hasta entonces habían hablado de nada distinto del trabajo diario. Mientras conversaban, Florentino Ariza le puso la mano en el muslo, empezó a acariciarlo con su suave tacto de seductor curtido, y ella lo dejó hacer, pero no le devolvió ni un estremecimiento de cortesía. Sólo cuando él trató de ir más lejos le cogió la mano exploradora y le dio un beso en la palma.
—Pórtate bien —le dijo—. Hace mucho tiempo me di cuenta que no eres el hombre que busco.
Siendo muy joven, un hombre fuerte y diestro, al que nunca le vio la cara, la había tumbado por sorpresa en las escolleras, la había desnudado a zarpazos, y le había hecho un amor instantáneo y frenético. Tirada sobre las piedras, llena de cortaduras por todo el cuerpo, ella hubiera querido que ese hombre se quedara allí para siempre, para morirse de amor en sus brazos. No le había visto la cara, no le había oído la voz, pero estaba segura de reconocerlo entre miles por su forma y su medida y su modo de hacer el amor. Desde entonces, a todo el que quiso oírla le decía: «Si alguna vez sabes de un tipo grande y fuerte que violó a una pobre negra de la calle en la Escollera de los Ahogados, un quince de octubre como a las once y media de la noche, dile dónde puede encontrarme». Lo decía por puro hábito, y se lo había dicho a tantos que ya no le quedaban esperanzas. Florentino Ariza le había escuchado muchas veces ese relato como hubiera oído los adioses de un barco en la noche. Cuando dieron las dos de la madrugada se habían tomado tres brandis cada uno, y él sabía, en efecto, que no era el hombre que ella esperaba, y se alegró de saberlo.
—Bravo, leona —le dijo al marcharse—, hemos matado el tigre.
No fue lo único que terminó aquella noche. El infundio maligno del pabellón de tísicos le había estropeado el ensueño, porque le infundió la sospecha inconcebible de que Fermina Daza era mortal, y por tanto podía morir antes que el esposo. Pero cuando la vio tropezar a la salida del cine, dio por su propia cuenta un paso más hacia el abismo, con la revelación súbita de que era él y no ella el que podía morir primero. Fue un presagio, y de los más temibles, porque estaba sustentado en la realidad. Detrás habían quedado los años de la espera inmóvil, de las esperanzas venturosas, pero en el horizonte no se vislumbraba nada más que el piélago insondable de las enfermedades imaginarias, las micciones gota a gota en las madrugadas de insomnio, la muerte diaria al atardecer. Pensó que cada uno de los instantes del día, que antes habían sido más que sus aliados sus cómplices juramentados, empezaban a conspirar en contra suya. Pocos años antes había acudido a una cita aventurada con el corazón oprimido por el terror del azar, había encontrado la puerta sin cerrojo y los goznes acabados de aceitar para que él entrara sin ruido, pero se arrepintió en el último instante, por temor de causarle a una mujer ajena y servicial el perjuicio irreparable de morirse en su cama. De modo que era razonable pensar que la mujer más amada sobre la tierra, a la que había esperado desde un siglo hasta el otro sin un suspiro de desencanto, apenas tendría tiempo de tomarlo del brazo a través de una calle de túmulos lunares y canteros de amapolas desordenadas por el viento, para ayudarlo a llegar sano y salvo a la otra acera de la muerte.
La verdad es que para los criterios de su época, Florentino Ariza había pasado de largo por los linderos de la vejez. Tenía cincuenta y seis años, muy bien cumplidos, y pensaba que eran también los mejor vividos, porque fueron años de amor. Pero ningún hombre de la época hubiera afrontado el ridículo de parecer joven a su edad, así lo fuera o lo creyera, ni todos se hubieran atrevido a confesar sin vergüenza que aún lloraban a escondidas por un desaire del siglo anterior. Era una mala época para ser joven: había un modo de vestirse para cada edad, pero el modo de la vejez empezaba poco después de la adolescencia, y duraba hasta la tumba. Era, más que una edad, una dignidad social. Los jóvenes se vestían como sus abuelos, se hacían más respetables con los lentes prematuros, y el bastón era muy bien visto desde los treinta años. Para las mujeres sólo había dos edades: la edad de casarse, que no iba más allá de los veintidós años, y la edad de ser solteras eternas: las quedadas. Las otras, las casadas, las madres, las viudas, las abuelas, eran una especie distinta que no llevaba la cuenta de su edad en relación con los años vividos, sino en relación con el tiempo que les faltaba para morir.
Florentino Ariza, en cambio, se enfrentó a las insidias de la vejez con una temeridad encarnizada, aun a sabiendas de que tenía la extraña suerte de parecer viejo desde muy niño. Al principio fue una necesidad. Tránsito Ariza desbarataba y volvía a coser para él las ropas que su padre decidía botar en la basura, así que iba a la escuela primaria con unas levitas que le arrastraban cuando se sentaba, y unos sombreros ministeriales que se le hundían hasta las orejas, a pesar de que tenían el cerco disminuido con relleno de algodón. Como además usaba lentes de miope desde los cinco años, y tenía el mismo cabello indio de su madre, que era erizado y grueso como cerdas de caballo, su aspecto no dejaba nada en claro. Por fortuna, después de tantos desórdenes de gobierno por tantas guerras civiles superpuestas, los criterios escolares eran menos selectivos que antes, y había, un revoltijo de orígenes y condiciones sociales en las escuelas públicas. Niños todavía no acabados de criar llegaban a las clases apestando a pólvora de barricada, con insignias y uniformes de oficiales rebeldes ganados a plomo en combates inciertos, y con sus armas de reglamento bien visibles en el cinto. Se enfrentaban a tiros por cualquier pleito de recreo, amenazaban a los maestros si los calificaban mal en los exámenes, y uno de ellos, estudiante de tercer grado en el colegio La Salle y coronel de milicias en retiro, mató de un balazo al hermano Juan Eremita, prefecto de la comunidad, porque dijo en la clase de catecismo que Dios era miembro de número del partido conservador.
Por otra parte, los niños de las grandes familias en desgracia andaban vestidos de príncipes antiguos, y algunos muy pobres andaban descalzos. Entre tantas rarezas venidas de todas partes, Florentino Ariza estaba de todos modos entre los más raros, pero no tanto como para llamar demasiado la atención. Lo más duro que oyó fue que alguien le gritara en la calle: «Al pobre y al feo, todo se les va en deseo». De cualquier modo, aquel atuendo impuesto por la necesidad, era ya desde entonces, y lo fue por el resto de su vida, el más adecuado a su índole enigmática y su carácter sombrío. Cuando le dieron su primer cargo importante en la C.F.C., mandó hacer ropas sobre medida con el mismo estilo que tenían las de su padre, a quien él evocaba como un anciano que había muerto a la venerable edad de Cristo: treinta y tres años. Así que Florentino Ariza pareció siempre mucho mayor de lo que era. Tanto, que la deslenguada Brígida Zuleta, una amante fugaz que le servía las verdades sin pasarlas por agua, le dijo desde el primer día que le gustaba más cuando se quitaba la ropa, porque desnudo tenía veinte años menos. Sin embargo, nunca supo cómo remediarlo, primero porque su gusto personal no le daba para vestirse de otro modo, y segundo porque nadie sabía cómo vestirse de más joven a los veinte años, a menos que sacara otra vez del ropero sus pantalones cortos y la gorra de grumete. Por otra parte, a él mismo no le era posible escapar a la noción de vejez de su tiempo, así que era apenas natural que cuando vio tropezar a Fermina Daza a la salida del cine, lo hubiera estremecido el relámpago pánico de que la puta muerte iba a ganarle sin remedio su encarnizada guerra de amor.
Hasta entonces, su gran batalla librada a brazo partido y perdida sin gloria, había sido la de la calvicie. Desde que vio los primeros cabellos que se quedaban enredados en la peinilla, se dio cuenta de que estaba condenado a un infierno cuyo suplicio es inimaginable para quienes no lo padecen. Resistió durante años. No hubo glostoras ni tricóferos que no probara, ni creencia que no creyera, ni sacrificio que no soportara para defender de la devastación voraz cada pulgada de su cabeza. Se aprendió de memoria las instrucciones del Almanaque Bristol para la agricultura, porque le oyó decir a alguien que el crecimiento del cabello tenía una relación directa con los ciclos de las cosechas. Abandonó a su peluquero de toda la vida, que era calvo de solemnidad, y lo cambió por un foráneo recién llegado que sólo cortaba el cabello cuando la luna entraba en cuarto creciente. El nuevo peluquero había empezado a demostrar que en realidad tenía la mano fértil, cuando se descubrió que era un violador de novicias buscado por varias policías de las Antillas, y se lo llevaron arrastrando cadenas.
Florentino Ariza había recortado para entonces cuanto anuncio para calvos encontró en los periódicos de la cuenca del Caribe, en los cuales publicaban los dos retratos juntos del mismo hombre, primero pelado como un melón y luego más peludo que un león: antes y después de usar la medicina infalible. Al cabo de seis años había ensayado ciento setenta y dos, además de otros métodos complementarios que aparecían en la etiqueta de los frascos, y lo único que consiguió con uno de ellos fue una eccema del cráneo, urticante y fétida, llamada tifia boreal por los santones de la Martinica, porque irradiaba un resplandor fosforescente en la oscuridad. Recurrió por último a cuantas yerbas de indios pregonaban en el mercado público, y a cuantos específicos mágicos y pócimas orientales se vendían en el Portal de los Escribanos, pero cuando vino a darse cuenta de la estafa ya tenía una tonsura de santo. En el año cero, mientras la guerra civil de los Mil Días desangraba el país, pasó por la ciudad un italiano que fabricaba pelucas de cabello natural sobre medida. Costaban una fortuna, y el fabricante no se hacía responsable de nada al cabo de tres meses de uso, pero fueron pocos los calvos solventes que no cedieron a la tentación. Florentino Ariza fue uno de los primeros. Se probó una peluca tan parecida a su cabello original, que él mismo temía que se le erizara con los cambios de humor, pero no pudo asimilar la idea de llevar en la cabeza los cabellos de un muerto. Su único consuelo fue que la avidez de la calvicie no le dio tiempo de conocer el color de sus canas. Un día, uno de los borrachitos felices del muelle fluvial lo abrazó con más efusión que de costumbre cuando lo vio salir de la oficina, le quitó el sombrero ante las burlas de los estibadores, y le dio un beso sonoro en la crisma.
—¡Pelón divino! —gritó.
Esa noche, a los cuarenta y ocho años, se hizo cortar las escasas pelusas que le quedaban en los lados y en la nuca, y asumió a fondo su destino de calvo absoluto. A tal punto, que todas las mañanas antes del baño se cubría de espuma no sólo el mentón, sino también las partes del cráneo donde empezaran a retoñar los cañones, y se dejaba todo como nalgas de niño con una navaja barbera. Hasta entonces no se quitaba el sombrero ni siquiera dentro de la oficina, pues la calvicie le causaba una sensación de desnudez que le parecía indecente. Pero cuando la asimiló a fondo le atribuyó virtudes varoniles de las cuales había oído hablar, y que él menospreciaba como puras fantasías de calvos. Más tarde se acogió a la nueva costumbre de cruzarse el cráneo con los cabellos largos de la crencha derecha, y nunca más la abandonó. Pero aun así siguió usando el sombrero, siempre del mismo estilo fúnebre, aun después de que se impuso la moda del sombrero de tartarita, que era el nombre local del canotié.
La pérdida de los dientes, en cambio, no había sido por una calamidad natural, sino por la chapucería de un dentista errante que decidió cortar por lo sano una infección ordinaria. El terror a las fresas de pedal le había impedido a Florentino Ariza visitar al dentista a pesar de sus continuos dolores de muelas, hasta que fue incapaz de soportarlos. Su madre se asustó al oír toda la noche los quejidos inconsolables en el cuarto contiguo, porque le pareció que eran los mismos de otros tiempos ya casi esfumados en las nieblas de su memoria, pero cuando le hizo abrir la boca para ver dónde era que le dolía el amor, descubrió que estaba postrado de postemillas.
El tío León XII le mandó al doctor Francis Adonay, un gigante negro de polainas y pantalones de montar que andaba en los buques fluviales con un gabinete dental completo dentro de unas alforjas de capataz, y parecía más bien un agente viajero del terror en los pueblos del río. Con una sola mirada dentro de la boca, determinó que a Florentino Ariza había que sacarle hasta los dientes y muelas que le quedaban sanos, para ponerlo de una vez a salvo de nuevos percances. Al contrario de la calvicie, aquella cura de burro no le causó ninguna preocupación, salvo el temor natural de la masacre sin anestesia. Tampoco le disgustó la idea de la dentadura postiza, primero porque una de las nostalgias de su infancia era el recuerdo de un mago de feria que se sacaba las dos mandíbulas y las dejaba hablando solas en una mesa, y segundo porque le ponía término a los dolores de muelas que lo habían atormentado desde niño, casi tanto y con tanta crueldad como los dolores de amor. No le pareció un zarpazo artero de la vejez, como había de parecerle la calvicie, porque estaba convencido de que a pesar del aliento acre del caucho vulcanizado, su apariencia sería más limpia con una sonrisa ortopédica. De modo que se sometió sin resistencia a las tenazas al rojo vivo del doctor Adonay, y sobrellevó la convalecencia con un estoicismo de un burro de carga.
El tío León XII se ocupó de los detalles de la operación como si hubiera sido en carne propia. Tenía un interés singular en las dentaduras postizas, contraído en una de sus primeras navegaciones por el río de La Magdalena, y por culpa de su afición maniática por el bel canto. Una noche de luna llena, a la altura del puerto de Gamarra, apostó con un agrimensor alemán que era capaz de despertar a las criaturas de la selva cantando una romanza napolitana desde la baranda del capitán. Por poco no ganó. En las tinieblas del río se sentían los aleteos de las garzas en los pantanos, el coletazo de los caimanes, el pavor de los sábalos tratando de saltar a tierra firme, pero en la nota culminante, cuando se temió que al cantor se le rompieran las arterias por la potencia del canto, la dentadura postiza se le salió de la boca con el aliento final, y se hundió en el agua.
El buque tuvo que demorarse tres días en el puerto de Tenerife, mientras le hacían otra dentadura de emergencia. Quedó perfecta. Pero en la navegación de regreso, tratando de explicarle al capitán cómo había perdido la dentadura anterior, el tío León XII aspiró a pleno pulmón el aire ardiente de la selva, dio la nota más alta de que fue capaz, la sostuvo hasta el último aliento tratando de espantar a los caimanes asoleados que contemplaban sin parpadear el paso del buque, y también la dentadura nueva se hundió en la corriente. Desde entonces tuvo copias de dientes en todas partes, en distintos lugares de la casa, en la gaveta del escritorio, y una en cada uno de los tres buques de la empresa. Además, cuando comía fuera de casa solía llevar otra de repuesto en el bolsillo dentro de una cajita de pastillas para la tos, porque una se le había quebrado tratando de comerse un chicharrón en un almuerzo campestre. Temiendo que el sobrino fuera víctima de sobresaltos similares, el tío León XII le ordenó al doctor Adonay que le hiciera de una vez dos dentaduras: una de materiales baratos, para uso diario en la oficina, y otra para los domingos y días feriados, con una chispa de oro en la muela de la sonrisa, que le imprimiera un toque adicional de verdad. Por fin, un domingo de ramos alborotado por campanas de fiesta, Florentino Ariza volvió a la calle con una identidad nueva, cuya sonrisa sin errores le dejó la impresión de que alguien distinto de él había ocupado su lugar en el mundo.
Esto fue por la época en que murió su madre y Florentino Ariza quedó solo en la casa. Era un rincón adecuado para su modo de amar, porque la calle era discreta a pesar de que las tantas ventanas de su nombre hicieran pensar en demasiados ojos detrás de los visillos. Pero todo eso había sido hecho para que Fermina Daza fuera feliz, y sólo ella lo sería, de modo que Florentino Ariza prefirió perder muchas oportunidades durante sus años más fructíferos, antes que mancillar su casa con otros amores. Por fortuna, cada peldaño que escalaba en la C.F.C. implicaba nuevos privilegios, sobre todo privilegios secretos, y uno de los más útiles para él fue la posibilidad de usar las oficinas durante la noche, o en domingos y días feriados, con la complacencia de los celadores. Una vez, siendo primer vicepresidente, estaba haciendo un amor de emergencia con una de las muchachas del servicio dominical, él sentado en una silla de escritorio y ella acaballada sobre él, cuando de pronto se abrió la puerta. El tío León XII asomó la cabeza, como si se hubiera equivocado de oficina, y se quedó mirando por encima de los lentes al sobrino aterrorizado. «¡Carajo! —dijo el tío sin el menor asombro—. ¡La misma vaina que tu papá!». Y antes de cerrar otra vez la puerta, con la vista perdida en el vacío, dijo:
—Y usted, señorita, siga sin pena. Le juro por mi honor que no le he visto la cara.
No se volvió a hablar de eso, pero en la oficina de Florentino Ariza fue imposible trabajar la semana siguiente. Los electricistas entraron el lunes en tropel a instalar un ventilador de aspas en el cielo raso. Los cerrajeros llegaron sin anunciarse, y armaron un escándalo de guerra poniendo un cerrojo en la puerta para que pudiera cerrarse por dentro. Los carpinteros tomaron medidas sin decir para qué, los tapiceros llevaron muestras de cretonas para ver si concordaban con el color de las paredes, y la semana siguiente tuvieron que meter por la ventana, pues no cabía por las puertas, un enorme sofá matrimonial con estampados de flores dionisíacas. Trabajaban en las horas menos pensadas, con una impertinencia que no parecía casual, y para todo el que protestaba tenían la misma respuesta: «Orden de la dirección general». Florentino Ariza no supo nunca si semejante intromisión fue una amabilidad del tío, velando por sus amores descarriados, o si era una manera muy suya de hacerle ver su conducta abusiva. No se le ocurrió la verdad, y era que el tío León XII lo estimulaba, porque también a él le había llegado la voz de que el sobrino tenía costumbres distintas a las de la mayoría de los hombres, y esto lo había atormentado como un obstáculo para hacerlo su sucesor.
Al contrario de su hermano, León XII Loayza había tenido un matrimonio estable que duró sesenta años, y siempre se preció de no haber trabajado en domingo. Había tenido cuatro hijos y una hija, y a todos los quiso preparar para herederos de su imperio, pero la vida le deparó una de esas casualidades que eran de uso corriente en las novelas de su tiempo, pero que nadie creía en la vida real: los cuatro hijos habían muerto, uno detrás del otro, a medida que escalaban posiciones de mando, y la hija carecía por completo de vocación fluvial, y prefirió morir contemplando los barcos del Hudson desde una ventana a cincuenta metros de altura. Tanto fue así, que no faltó quien diera por cierta la conseja de que Florentino Ariza, con su aspecto siniestro y su paraguas de vampiro, había hecho algo para que sucedieran tantas casualidades juntas.
Cuando el tío se retiró contra su voluntad, por prescripción médica, Florentino Ariza empezó a sacrificar de buen grado algunos amores dominicales. Se iba a acompañarlo en su refugio campestre, a bordo de uno de los primeros automóviles que se vieron en la ciudad, cuya manivela de arranque tenía tal fuerza de retroceso que le había descuajado el brazo al primer conductor. Hablaban muchas horas, el viejo en la hamaca con su nombre bordado en hilos de seda, lejos de todo y de espaldas al mar, en una antigua hacienda de esclavos desde cuyas terrazas de astromelias se veían por la tarde las crestas nevadas de la sierra. Siempre había sido difícil que Florentino Ariza y su tío pudieran hablar de algo distinto de la navegación fluvial, y siguió siéndolo en aquellas tardes demoradas, en las cuales la muerte fue siempre un invitado invisible. Una de las preocupaciones recurrentes del tío León XII era que la navegación fluvial no pasara a manos de los empresarios del interior vinculados a los consorcios europeos. «Este ha sido siempre un negocio de matacongos —decía—. Si lo cogen los cachacos se lo vuelven a regalar a los alemanes». Su preocupación era consecuente con una convicción política que le gustaba repetir aun cuando no viniera al caso:
—Voy a cumplir cien años, y he visto cambiar todo, hasta la posición de los astros en el universo, pero todavía no he visto cambiar nada en este país —decía—. Aquí se hacen nuevas constituciones, nuevas leyes, nuevas guerras cada tres meses, pero seguimos en la Colonia.
A sus hermanos masones que atribuían todos los males al fracaso del federalismo, les replicaba siempre: «La guerra de los Mil Días se perdió veintitrés años antes, en la guerra del 76». Florentino Ariza, cuya indiferencia política rayaba los límites de lo absoluto, oía estas peroratas cada vez más frecuentes como quien oía el rumor del mar. En cambio, era un contradictor severo en cuanto a la política de la empresa. Contra el criterio del tío, pensaba que el retraso de la navegación fluvial, que siempre parecía al borde del desastre, sólo podía remediarse con la renuncia espontánea al monopolio de los buques de vapor, concedido por el Congreso Nacional a la Compañía Fluvial del Caribe por noventa y nueve años y un día. El tío protestaba: «Estas ideas te las mete en la cabeza mi tocaya Leona con sus novelerías de anarquista». Pero era cierto sólo a medias. Florentino Ariza fundaba sus razones en la experiencia del comodoro alemán Juan B. Elbers, que había estropeado su noble ingenio con la desmesura de su ambición personal. El tío pensaba, en cambio, que el fracaso de Elbers no se debió a sus privilegios, sino a los compromisos irreales que contrajo al mismo tiempo, y que habían sido casi como echarse encima la responsabilidad de la geografía nacional: se hizo cargo de mantener la navegabilidad del río, las instalaciones portuarias, las vías terrestres de acceso, los medios de transporte. Además, decía, la oposición virulenta del presidente Simón Bolívar no fue un obstáculo para echarse a reír.
La mayoría de los socios tomaban aquellas disputas como los pleitos matrimoniales, en los que ambas partes tienen la razón. La tozudez del viejo les parecía natural, no porque la vejez lo hubiera vuelto menos visionario de lo que fue siempre, como solía decirse con demasiada facilidad, sino porque la renuncia al monopolio debía parecerle como botar en la basura los trofeos de una batalla histórica que él y sus hermanos habían librado solos en los tiempos heroicos, contra adversarios poderosos del mundo entero. Así que nadie lo contrarió cuando amarró sus derechos de tal modo, que nadie podría tocarlos antes de su extinción legal. Pero de pronto, cuando ya Florentino Ariza había rendido sus armas en las tardes de meditación de la hacienda, el tío León XII dio su consentimiento para la renuncia del privilegio centenario, con la única condición honorable de que no se hiciera antes de su muerte.
Fue su acto final. No volvió a hablar de negocios, ni permitió siquiera que se le hicieran consultas, ni perdió un solo rizo de su espléndida cabeza imperial, ni un átomo de su lucidez, pero hizo lo posible porque no lo viera nadie que pudiera compadecerlo. Los días se le iban contemplando las nieves perpetuas desde la terraza, meciéndose muy despacio en un mecedor vienés, junto a una mesita donde las criadas le mantenían siempre caliente una olla de café negro y un vaso de agua de bicarbonato con dos dentaduras postizas, que ya no se ponía sino para recibir visitas. Veía a muy pocos amigos, y sólo hablaba de un pasado tan remoto que era muy anterior a la navegación fluvial. Sin embargo, le quedó un tema nuevo: el deseo de que Florentino Ariza se casara. Se lo expresó varias veces, y siempre en la misma forma.
—Si yo tuviera cincuenta años menos —le decía— me casaría con mi tocaya Leona. No puedo imaginarme una esposa mejor.
Florentino Ariza temblaba con la idea de que su labor de tantos años se frustrara a última hora por esta condición imprevista. Hubiera preferido renunciar, echarlo todo por la borda, morirse, antes que fallarle a Fermina Daza. Por fortuna, el tío León XII no insistió. Cuando cumplió los noventa y dos años reconoció al sobrino como heredero único, y se retiró de la empresa.
Seis meses después, por acuerdo unánime de los socios, Florentino Ariza fue nombrado Presidente de la Junta Directiva y Director General. El día en que tomó posesión del cargo, después de la copa de champaña, el viejo león en retiro pidió excusas por hablar sin levantarse del mecedor, e improvisó un breve discurso que más bien pareció una elegía. Dijo que su vida había empezado y terminaba con dos acontecimientos providenciales. El primero fue que el Libertador lo había cargado en sus brazos, en la población de Turbaco, cuando iba en su viaje desdichado hacia la muerte. La otra había sido encontrar, contra todos los obstáculos que le había interpuesto el destino, un sucesor digno de su empresa. Al final, tratando de desdramatizar el drama, concluyó:
—La única frustración que me llevo de esta vida es la de haber cantado en tantos entierros, menos en el mío.
Para cerrar el acto, cómo no, cantó el aria del Adiós a la Vida, de Tosca. La cantó a capella, como más le gustaba, y todavía con voz firme. Florentino Ariza se conmovió, pero apenas si lo dejó notar en el temblor de la voz con que dio las gracias. Tal como había hecho y pensado todo lo que había hecho y pensado en la vida, llegaba a la cumbre sin ninguna otra causa que la determinación encarnizada de estar vivo y en buen estado de salud en el momento de asumir su destino a la sombra de Fermina Daza.
Sin embargo, no sólo fue el recuerdo de ella el que lo acompañó aquella noche en la fiesta que le ofreció Leona Cassiani. Lo acompañó el recuerdo de todas: tanto las que dormían en los cementerios, pensando en él a través de las rosas que les sembraba encima, como las que todavía apoyaban la cabeza sobre la misma almohada en que dormía el marido con los cuernos dorados bajo la luna. A falta de una deseó estar con todas al mismo tiempo, como siempre que estaba asustado. Pues aun en sus épocas más difíciles y en sus momentos peores, había mantenido algún vínculo, por débil que fuera, con las incontables amantes de tantos años: siempre siguió el hilo de sus vidas.
Así que aquella noche se acordó de Rosalba, la más antigua de todas, la que se llevó el trofeo de su virginidad, cuyo recuerdo seguía doliéndole como el primer día. Le bastaba con cerrar los ojos para verla con el traje de muselina y el sombrero de largas cintas de seda, meciendo la jaula del niño en la borda del buque. Varias veces en los años numerosos de su edad lo tuvo todo listo para ir a buscarla sin saber ni siquiera dónde, sin conocer su apellido, sin saber si era ella la que buscaba, pero seguro de encontrarla en cualquier parte entre florestas de orquídeas. Cada vez, por un inconveniente real de última hora, o por una falla intempestiva de su voluntad, el viaje se aplazaba cuando ya estaban a punto de levar la tabla del buque: siempre por un motivo que tenía algo que ver con Fermina Daza.
Se acordó de la viuda de Nazaret, la única con la que profanó la casa materna de la Calle de las Ventanas, aunque no hubiera sido él sino Tránsito Ariza quien la hizo entrar. A ella le consagró más comprensión que a otra ninguna, por ser la única que irradiaba ternura de sobra como para sustituir a Fermina Daza, aun siendo tan lerda en la cama. Pero su vocación de gata errante, más indómita que la misma fuerza de su ternura, los mantuvo a ambos condenados a la infidelidad. Sin embargo, lograron ser amantes intermitentes durante casi treinta años gracias a su divisa de mosqueteros: Infieles, pero no desleales. Fue además la única por la que Florentino Ariza dio la cara: cuando le avisaron que había muerto y que iba a ser enterrada de caridad, la enterró a sus expensas y asistió solo al entierro.
Se acordó de otras viudas amadas. De Prudencia Pitre, la más antigua de las sobrevivientes, conocida de todos como la Viuda de Dos, porque lo era dos veces. Y de la otra Prudencia, la viuda de Arellano, la amorosa, que le arrancaba los botones de la ropa para que él tuviera que demorarse en su casa mientras se los volvía a coser. Y de Josefa, la viuda de Zúñiga, loca de amor por él, que estuvo a punto de cortarle la perinola durante el sueño con las tijeras de podar, para que no fuera de nadie aunque no fuera de ella.
Se acordó de Ángeles Alfaro, la efímera y la más amada de todas, que vino por seis meses a enseñar instrumentos de arco en la Escuela de Música y pasaba con él las noches de luna en la azotea de su casa, como su madre la echó al mundo, tocando las suites más bellas de toda la música en el violonchelo, cuya voz se volvía de hombre entre sus muslos dorados. Desde la primera noche de luna, ambos se hicieron trizas los corazones con un amor de principiantes feroces. Pero Ángeles Alfaro se fue como vino, con su sexo tierno y su violonchelo de pecadora, en un transatlántico abanderado por el olvido, y lo único que quedó de ella en las azoteas de luna fueron sus señas de adiós con un pañuelo blanco que parecía una paloma en el horizonte, solitaria y triste, como en los versos de los Juegos Florales. Con ella aprendió Florentino Ariza lo que ya había padecido muchas veces sin saberlo: que se puede estar enamorado de varias personas a la vez, y de todas con el mismo dolor, sin traicionar a ninguna. Solitario entre la muchedumbre del muelle, se había dicho con un golpe de rabia: «El corazón tiene más cuartos que un hotel de putas». Estaba bañado en lágrimas por el dolor de los adioses. Sin embargo, no bien había desaparecido el barco en la línea del horizonte, cuando ya el recuerdo de Fermina Daza había vuelto a ocupar su espacio total.
Se acordó de Andrea Varón, frente a cuya casa había pasado la semana anterior, pero la luz anaranjada en la ventana del baño le advirtió que no podía entrar: alguien se le había adelantado. Alguien: hombre o mujer, porque Andrea Varón no se detenía en minucias de esa índole en los desórdenes del amor. De todas las de la lista era la única que vivía de su cuerpo, pero lo administraba a su antojo, sin gerente de planta. En sus buenos años había hecho una carrera legendaria de cortesana clandestina, que le valió el nombre de guerra de Nuestra Señora la de Todos. Enloqueció a gobernadores y almirantes, vio llorar en su hombro a algunos próceres de las armas y las letras que no eran tan ilustres como se creían, y aun a algunos que lo eran. Fue verdad, en cambio, que el presidente Rafael Reyes, por sólo media hora apresurada entre dos visitas casuales a la ciudad, le asignó una pensión vitalicia por servicios distinguidos en el Ministerio del Tesoro, donde no había sido empleada ni un día. Repartió sus dádivas de placer hasta donde le alcanzó el cuerpo, y aunque su conducta impropia era de dominio público, nadie hubiera podido exhibir contra ella una prueba terminante, porque sus cómplices insignes la protegieron tanto como a sus propias vidas, conscientes de que no era ella sino ellos los que tenían más que perder con el escándalo. Florentino Ariza había violado por ella su principio sagrado de no pagar, y ella había violado el suyo de no hacerlo gratis ni con el esposo. Se habían puesto de acuerdo en el precio simbólico de un peso por cada vez, pero ella no lo recibía ni él se lo daba en la mano, sino que lo metían en el cochinito de alcancía hasta que fueran suficientes para comprar cualquier ingenio ultramarino en el Portal de los Escribanos. Fue ella la que atribuyó una sensualidad distinta a las lavativas que él usaba para las crisis de estreñimiento, y lo convenció de compartirlas, de aplicárselas juntos en el transcurso de sus tardes locas, tratando de inventar todavía más amor dentro del amor.
Consideraba una fortuna que en medio de tantos encuentros aventurados, la única que le hizo probar una gota de amargura fue la tortuosa Sara Noriega, que terminó sus días en el manicomio de la Divina Pastora, recitando versos seniles de tan desaforada obscenidad, que debieron aislarla para que no acabara de enloquecer a las otras locas. Sin embargo, cuando recibió entera la responsabilidad de la C.F.C. ya no tenía mucho tiempo ni demasiados ánimos para tratar de sustituir con nadie a Fermina Daza: la sabía insustituible. Poco a poco había ido cayendo en la rutina de visitar a las ya establecidas, acostándose con ellas hasta donde le sirvieran, hasta donde le fuera posible, hasta cuando tuvieran vida. El domingo de Pentecostés, cuando murió Juvenal Urbino, ya sólo le quedaba una, una sola, con catorce años apenas cumplidos, y con todo lo que ninguna otra había tenido hasta entonces para volverlo loco de amor.
Se llamaba América Vicuña. Había venido dos años antes de la localidad marítima de Puerto Padre encomendada por su familia a Florentino Ariza, su acudiente, con quien tenían un parentesco sanguíneo reconocido. La mandaban con una beca del gobierno para hacer los estudios de maestra superior, con su petate y su baulito de hojalata que parecía de una muñeca, y desde que bajó del barco con sus botines blancos y su trenza dorada, él tuvo el presentimiento atroz de que iban a hacer juntos la siesta de muchos domingos. Todavía era una niña en todo sentido, con sierras en los dientes y peladuras de la escuela primaria en las rodillas, pero él vislumbró de inmediato la clase de mujer que iba a ser muy pronto, y la cultivó para él en un lento año de sábados de circo, de domingos de parques con helados, de atardeceres infantiles con los que se ganó su confianza, se ganó su cariño, se la fue llevando de la mano con una suave astucia de abuelo bondadoso hacia su matadero clandestino. Para ella fue inmediato: se le abrieron las puertas del cielo. Estalló en una eclosión floral que la dejó flotando en un limbo de dicha, y fue un estímulo eficaz en sus estudios, pues se mantuvo siempre en el primer lugar de la clase para no perder la salida del fin de semana. Para él fue el rincón más abrigado en la ensenada de la vejez. Después de tantos años de amores calculados, el gusto desabrido de la inocencia tenía el encanto de una perversión renovadora.
Coincidieron. Ella se comportaba como lo que era, una niña dispuesta a descubrir la vida bajo la guía de un hombre venerable que no se sorprendía de nada, y él se comportó a conciencia como lo que más había temido ser en la vida: un novio senil. Nunca la identificó con Fermina Daza, a pesar de que el parecido era más que fácil, no sólo por la edad, por el uniforme escolar, por la trenza, por su andar montuno, y hasta por su carácter altivo e imprevisible. Más aún: la idea de la sustitución, que tan buen aliciente había sido para su mendicidad de amor, se borró por completo. Le gustaba por lo que ella era, y terminó amándola por lo que ella era con una fiebre de delicias crepusculares. Fue la única con que tomó precauciones drásticas contra un embarazo accidental. Después de una media docena de encuentros, no había para ambos otro sueño que las tardes de los domingos.
Puesto que él era la única persona autorizada para sacarla del internado, iba a buscarla en el Hudson de seis cilindros de la C.F.C., y a veces le quitaban la capota en las tardes sin sol para pasear por la playa, él con el sombrero tétrico, y ella muerta de risa, sosteniéndose con las dos manos la gorra de marinero del uniforme escolar para que no se la llevara el viento. Alguien le había dicho que no anduviera con su acudiente más de lo indispensable, que no comiera nada que él hubiera probado ni se pusiera muy cerca de su aliento, porque la vejez era contagiosa. Pero a ella no le importaba. Ambos se mostraban indiferentes a lo que pudiera pensarse de ellos, porque el parentesco era bien conocido, y además sus edades extremas los ponían a salvo de toda suspicacia.
Acababan de hacer el amor el domingo de Pentecostés, a las cuatro de la tarde, cuando empezaron los dobles. Florentino Ariza tuvo que sobreponerse al sobresalto del corazón. En su juventud, el ritual de los dobles estaba incluido en el precio de los funerales, y sólo se negaba a los pobres de solemnidad. Pero después de nuestra última guerra, en el puente de los dos siglos, el régimen conservador consolidó sus costumbres coloniales, y las pompas fúnebres se hicieron tan costosas que sólo los más ricos podían pagarlos. Cuando murió el arzobispo Ercole de Luna, las campanas de toda la provincia doblaron sin tregua durante nueve días con sus noches, y fue tal el tormento público que el sucesor eliminó de los funerales el requisito de los dobles, y los dejó reservados para los muertos más ilustres. Por eso cuando Florentino Ariza oyó doblar en la catedral a las cuatro de la tarde de un domingo de Pentecostés, se sintió visitado por un fantasma de sus mocedades perdidas. Nunca imaginó que fueran los dobles que tanto había anhelado durante tantos y tantos años, desde el domingo en que vio a Fermina Daza encinta de seis meses, a la salida de la misa mayor.
—Carajo —dijo en la penumbra—. Tiene que ser un tiburón muy grande para que lo doblen en la catedral.
América Vicuña, desnuda por completo, acabó de despertar.
—Debe ser por el Pentecostés —dijo.
Florentino Ariza no era experto ni mucho menos en los negocios de la iglesia, ni había vuelto a misa desde que tocaba el violín en el coro con un alemán que le enseñó además la ciencia del telégrafo, y de cuyo destino no se tuvo nunca una noticia cierta. Pero sabía sin duda que las campanas no doblaban por el Pentecostés. Había un duelo en la ciudad, por cierto, y él lo sabía. Una comisión de refugiados del Caribe había estado en su casa aquella mañana para informarle que Jeremiah de Saint-Amour había amanecido muerto en su taller de fotógrafo. Aunque Florentino Ariza no era su amigo cercano, lo era de otros muchos refugiados que siempre lo invitaban a sus actos públicos, y sobre todo a sus entierros. Pero estaba seguro de que las campanas no doblaban por Jeremiah de Saint-Amour, que era un incrédulo militante y un anarquista empedernido, y que además había muerto por su propia mano.
—No —dijo—, unos dobles así sólo pueden ser de gobernador para arriba.
América Vicuña, con el pálido cuerpo atigrado por las rayas de luz de las persianas mal cerradas, no tenía edad para pensar en la muerte. Habían hecho el amor después del almuerzo y estaban acostados en la resaca de la siesta, ambos desnudos bajo el ventilador de aspas, cuyo zumbido no alcanzaba a ocultar la crepitación de granizo de los gallinazos caminando sobre el techo de cinc recalentado. Florentino Ariza la amaba como había amado a tantas otras mujeres casuales en su larga vida, pero a esta la amaba con más angustia que a ninguna porque tenía la certidumbre de estar muerto de viejo cuando ella terminara la escuela superior.
El cuarto parecía más bien un camarote de barco, con paredes de listones de madera muchas veces pintados encima de la pintura anterior, como los barcos, pero el calor era más intenso que el de los camarotes de los buques del río a las cuatro de la tarde, aun con el ventilador eléctrico colgado sobre la cama, por la reverberación del techo metálico. No era un dormitorio formal sino un camarote de tierra firme mandado construir por Florentino Ariza detrás de sus oficinas de la C.F.C., sin más propósitos ni pretextos que los de tener una buena guarida para sus amores de viejo. En los días ordinarios era difícil dormir allí con los gritos de los estibadores y el estruendo de las grúas del puerto fluvial, y los bramidos enormes de los buques en el muelle. Sin embargo, para la niña era un paraíso dominical.
El día de Pentecostés pensaban estar juntos hasta que ella tuviera que volver al internado, cinco minutos antes del Ángelus, pero los dobles le hicieron recordar a Florentino Ariza su promesa de asistir al entierro de Jeremiah de Saint-Amour, y se vistió más de prisa que de costumbre. Antes, como siempre, le tejió a la niña la trenza solitaria que él mismo le soltaba antes de hacer el amor, y la subió en la mesa para hacerle el lazo de los zapatos del uniforme, que ella siempre hacía mal. La ayudaba sin malicia, y ella lo ayudaba a ayudarla como si fuera un deber: ambos habían perdido la conciencia de sus edades desde los primeros encuentros, y se trataban con la confianza de dos esposos que se habían ocultado tantas cosas en esta vida que ya no les quedaba casi nada para decirse.
Las oficinas estaban cerradas y a oscuras por el día feriado, y en el muelle desierto había sólo un buque con las calderas apagadas. El bochorno anunciaba lluvias, las primeras del año, pero la transparencia del aire y el silencio dominical del puerto parecían de un mes benigno. Desde allí era más crudo el mundo que en la penumbra del camarote, y dolían más los dobles aun sin saber por quién eran. Florentino Ariza y la niña bajaron al patio de salitre que había servido de puerto negrero a los españoles y donde todavía quedaban restos de la pesa y otros fierros carcomidos del comercio de esclavos. El automóvil los esperaba a la sombra de las bodegas, y no despertaron al chofer dormido sobre el volante mientras no estuvieron instalados en los asientos. El automóvil dio la vuelta por detrás de las bodegas cercadas con alambre de gallinero, atravesó el espacio del antiguo mercado de la bahía de las Ánimas, donde había adultos casi desnudos jugando a la pelota, y salió del puerto fluvial entre una polvareda ardiente. Florentino Ariza estaba seguro de que las honras fúnebres no podían ser por Jeremiah de Saint-Amour, pero la insistencia de los dobles lo hizo dudar. Le puso al chofer la mano en el hombro y le preguntó gritándole al oído por quién estaban doblando las campanas.
—Es por el médico ese de la chivera —dijo el chofer—. ¿Cómo se llama?
Florentino Ariza no tuvo que pensarlo para saber de quién hablaba. Sin embargo, cuando el chofer le contó cómo había muerto, la ilusión instantánea se desvaneció, porque no le pareció verosímil. Nada se parece tanto a una persona como la forma de su muerte, y ninguna podía parecerse menos que esta al hombre que él imaginaba. Pero era el mismo, aunque pareciera absurdo: el médico más viejo y mejor calificado de la ciudad, y uno de sus hombres insignes por otros muchos méritos, había muerto con la espina dorsal despedazada, a los ochenta y un años de edad, al caerse de un palo de mango cuando trataba de coger un loro.
Todo lo que Florentino Ariza había hecho desde que Fermina Daza se casó, estaba fundado en la esperanza de esta noticia. Sin embargo, llegada la hora, no se sintió sacudido por la conmoción de triunfo que tantas veces había previsto en sus insomnios, sino por un zarpazo de terror: la lucidez fantástica de que lo mismo habría podido ser por él por quien tocaran a muerto. Sentada a su lado en el automóvil que rodaba a saltos por las calles de piedras, América Vicuña se asustó de su palidez y le preguntó qué le pasaba. Florentino Ariza le cogió la mano con su mano helada.
—Ay, mi niña —suspiró—, me harían falta otros cincuenta años para contarte.
Se olvidó del entierro de Jeremiah de Saint-Amour. Dejó a la niña en la puerta del internado con la promesa apresurada de que volvería por ella el sábado siguiente, y ordenó al chofer que lo llevara a la casa del doctor Juvenal Urbino. Encontró un tumulto de automóviles y coches de alquiler en las calles contiguas, y una multitud de curiosos frente a la casa. Los invitados del doctor Lácides Olivella, que habían recibido la mala noticia en el apogeo de la fiesta, llegaban en tropel. No era fácil moverse dentro de la casa a causa de la muchedumbre, pero Florentino Ariza logró abrirse paso hasta el dormitorio principal, se empinó por encima de los grupos que bloqueaban la puerta, y vio a Juvenal Urbino en la cama matrimonial como había querido verlo desde que oyó hablar de él por primera vez, chapaleando en la indignidad de la muerte. El carpintero acababa de tomarle las medidas para el ataúd. A su lado, todavía con el mismo vestido de abuela recién casada que se había puesto para la fiesta, Fermina Daza estaba absorta y mustia.
Florentino Ariza había prefigurado aquel momento hasta en sus detalles ínfimos desde los días de su juventud en que se consagró por completo a la causa de ese amor temerario. Por ella había ganado nombre y fortuna sin reparar demasiado en los métodos, por ella había cuidado de su salud y su apariencia personal con un rigor que no les parecía muy varonil a otros hombres de su tiempo, y había esperado aquel día como nadie hubiera podido esperar nada ni a nadie en este mundo: sin un instante de desaliento. La comprobación de que la muerte había intercedido por fin en favor suyo, le infundió el coraje que necesitaba para reiterarle a Fermina Daza, en su primera noche de viuda, el Juramento de su fidelidad eterna y su amor para siempre.
No le negaba a su conciencia que había sido un acto irreflexivo, sin el menor sentido del cómo ni del cuándo, y apresurado por el miedo de que la ocasión no se repitiera jamás. Él lo hubiera querido e incluso se lo había figurado muchas veces de un modo menos brutal, pero la suerte no le había dado para más. Había salido de la casa del duelo con el dolor de dejarla a ella en el mismo estado de conmoción en que él estaba, pero nada habría podido hacer por impedirlo, porque sentía que aquella noche bárbara estaba escrita desde siempre en el destino de ambos.
No volvió a dormir una noche completa en las dos semanas siguientes. Se preguntaba desesperado dónde estaría Fermina Daza sin él, qué estaría pensando, qué iba a hacer en los años que le quedaban por vivir con la carga de espanto que le había dejado en las manos. Sufrió una crisis de estreñimiento que le aventó el vientre como un tambor, y tuvo que recurrir a paliativos menos complacientes que las lavativas. Sus dolencias de viejo, que él soportaba mejor que sus contemporáneos porque las conocía desde joven, lo acometieron todas al mismo tiempo. El miércoles apareció por la oficina después de una semana de faltas, y Leona Cassiani se asustó de verlo en semejante estado de palidez y desidia. Pero él la tranquilizó: era otra vez el insomnio, como siempre, y se volvió a morder la lengua para que no se le saliera la verdad por las tantas goteras que tenía en el corazón. La lluvia no le dio una tregua de sol para pensar. Pasó otra semana irreal, sin poder concentrarse en nada, comiendo mal y durmiendo peor, tratando de percibir señales cifradas que le indicaran el camino de la salvación. Pero desde el viernes lo invadió una placidez sin motivos que interpretó como un anuncio de que nada nuevo iba a suceder, que todo cuanto había hecho en la vida había sido inútil y no tenía como seguir: era el final. El lunes, sin embargo, al llegar a su casa de la Calle de las Ventanas, tropezó con una carta que flotaba en el agua empozada dentro del zaguán, y reconoció de inmediato en el sobre mojado la caligrafía imperiosa que tantos cambios de la vida no habían logrado cambiar, y hasta creyó percibir el perfume nocturno de las gardenias marchitas, porque ya el corazón se lo había dicho todo desde el primer espanto: era la carta que había esperado, sin un instante de sosiego, durante más de medio siglo.