15. SE CIERRA EL CASO

Vivimos para el ahora,

El tiempo es inestable

Vano es el voto

Rota está la fábula

MAXWELL.

—Y la clave de todo —decía Gervase Fen— era sencillamente lo siguiente: el disparo que oímos no fue el que mató a Yseut.

Él, Helen, Nigel y sir Richard estaban otra vez en la habitación que se abría al jardín y al patio. Habían pasado dos días. Acababan de regalarse con una comida opípara en el George (que Helen, haciendo a un lado las protestas de sir Richard y con gran regocijo de Fen, se empeñó en pagar) y ahora escuchaban el Post Mortem cómodamente instalados. Despatarrado en un sillón, Fen hablaba haciendo peligrar con sus ademanes la integridad del vaso que sostenía en la mano.

—Nuestra apresurada suposición al contrario —prosiguió— fue precisamente lo que hizo que el caso pareciera imposible. Y, como les dije, supe la verdad a los tres minutos de haber entrado en ese cuarto. Williams nos aseguró que nadie había entrado o salido; nosotros mismos estábamos convencidos de que nadie podía haberla matado, fraguado el suicidio y huido en ese tiempo; accidente o suicidio igualmente imposibles, por razones ya vistas. ¿Qué otra alternativa quedaba?

Nigel juró por lo bajo.

—Pero si hubo otro disparo —dijo—, ¿dónde fue a parar la bala? ¿Y cómo diablos hizo para disparar y dejar las impresiones de Yseut en el arma después?

—Por supuesto que no disparó con ese revólver. Usó una pistola de fogueo, después de preparar la escena con el revólver verdadero. Eso tenía la ventaja adicional de dejar un conveniente olor a pólvora fresca en el aire; y también dejaba en el rostro de Yseut las quemaduras que sugerían que se había suicidado, o que la habían matado de un tiro a quemarropa.

—¿Entonces no fue así?

—Claro que no. ¿Cómo podía haber sido así? Ella estaba viva cuando entró en ese cuarto, y nadie la siguió dentro.

—Veo una dificultad —terció Helen—. Ese Williams estaba fuera, en el corredor, de manera que desde allí no pudo disparar; Donald y Nicholas ocupaban la habitación de enfrente, por ese lado tampoco pudo ser; y Williams vio a Robert cuando venía hacia aquí, de manera que no pudo haberlo hecho entonces. ¿Cómo se explica? Me sigue pareciendo imposible.

—Sí, claro —concedió Fen—. Ese, estoy de acuerdo, es el punto siguiente. Como comprenderán, inmediatamente después del crimen no tenía la menor idea al respecto. En ese momento sólo sabía lo suficiente para identificar al asesino sin dudas. Solamente una persona habría podido preparar el cuadro del suicidio y disparar el tiro de señuelo, y ese alguien era Warner. Nadie de fuera entró en la habitación; nadie salió de aquí, excepto él. Por lo tanto, no quedaba otra alternativa. Fingió ir al lavabo, hizo los preparativos necesarios, disparó y volvió al lavabo antes de que Williams hiciera acto de presencia (recuerden que Yseut estaba muerta cuando bajó). O tal vez se ocultó detrás del biombo de la salita, para escabullirse fuera cuando Williams entró en el dormitorio. Después salió del lavabo y se encontró con nosotros que bajábamos. Como lo razonable era suponer que únicamente al asesino se le habría ocurrido fraguar un suicidio, entonces, evidentemente, Warner era el asesino. Por otra parte, una visita al lavabo significa una coartada excelente; normalmente nadie lo interroga a uno a fondo acerca de esas intimidades. Y probablemente eso también le haya servido para otro propósito: imagino que en estos momentos por las cloacas de Oxford nadan un par de guantes y una pequeña pistola de fogueo.

—¿Y cuáles fueron esos preparativos? —quiso saber Nigel.

—Abrir la ventana, borrar las impresiones, dejar el revólver junto al cadáver y colocarle el anillo. Después disparó la pistola, sosteniéndola cerca de la cabeza de Yseut para dejar las marcas de pólvora. Todo eso no puede haberle llevado más de tres minutos, a lo sumo cuatro, probablemente menos. Y otra cosa: ¿recuerdan que les llamé la atención sobre el hecho de que en el cuarto no se había tocado nada por lo menos durante el cuarto de hora previo a nuestra llegada? Eso significaba que nadie tocó el revólver para ver si efectivamente había sido disparado hacía poco. En ese caso tenía que estar tibio. Sin duda Warner confió en que nuestro adiestramiento policíaco nos impidiera tocar nada; y como de cualquier manera el asunto para mí ya estaba claro, me atuve a esa regla no escrita.

»Y ahora llegamos al problema de cómo la mataron. Usted, Helen, expuso muy bien las dificultades que surgieron en torno a ese punto; de modo que también aquí el único recurso era proceder por eliminación. Reconozco que la solución me la dio una observación casual de Nicholas, en el sentido de que él y Donald habían cometido esa irreverencia social de escuchar la radio con las ventanas abiertas. ¡Todas las ventanas abiertas! Eso me dio la pauta. Significaba que la única forma en que podían haber disparado contra Yseut era desde el patio que da al oeste, a través de tres ventanas, las dos del cuarto que ocupaban Donald y Nicholas, y la ventana del dormitorio delante de la cual estaba arrodillada Yseut, registrando los cajones de la cómoda.

»Si observan este plano, verán qué sencillo es. Las dos ventanas del cuarto de enfrente coinciden prácticamente con la del dormitorio de Fellowes. En el camino no hay ningún mueble. Y Fellowes y Nicholas estaban, según averigüé, sentados bien lejos de la línea de fuego, frente a la chimenea.

»Por último estaba el hecho de que la radio sonaba fuerte, tocando la obertura de Meistersinger, para ser exactos (recuerden que Heldenleben empezó después de la llegada de Warner). Seguramente empleó un silenciador, que después hizo desaparecer. Hasta con silenciador el ruido de la detonación, aunque más apagado, se habría oído, pero sabiendo elegir el momento, digamos la entrada del tema principal que va en fortissimo antes de la sección contrapunteada donde los tres temas se tocan juntos, era muy difícil que alguien lo oyera, como sin duda habría ocurrido si la hubiese matado cuando salió de este cuarto. Y además, lógicamente, podía quedarse escondido para que los dos ocupantes del cuarto a través del cual disparaba no lo vieran.

—¡Qué idea extraordinaria! —exclamó sir Richard—. Disparar desde el exterior para que el proyectil atraviese una habitación cerrada, vuelva a salir al exterior y penetre en otra habitación cerrada. Con razón no se me ocurrió —parecía resentido ante la posibilidad de que alguien hubiera esperado que se le ocurriese.

—Justamente. A esa altura del razonamiento era relativamente fácil deducir el resto. Los medios de que se valió para conseguir el arma saltaban a la vista. Warner dijo a Jean en la reunión que para el ensayo de la semana siguiente necesitaría un revólver; y probablemente adivinó que se las arreglaría para apoderarse del arma de Graham; aun cuando no lo hiciera, en realidad no tenía mayor importancia, excepto como salvaguardia adicional para su persona; nada le impedía sustraer personalmente el revólver si Jean no lo hacía, y el incidente de Yseut, presenciado por todos los sospechosos, era en sí una coartada razonable. Tal como ocurrieron las cosas, sin embargo, Jean volvió en busca del arma, y como Warner mismo nos dijo, la vio (sin duda estaba al acecho). Lo que omitió decir fue que entró después que ella y sustrajo las balas (esto es una mera suposición, pero parece lo más probable), de manera que cuando tú, Nigel, abriste el cajón, no encontraste ni revólver ni balas. Después no tenía más que sacar el revólver de la sala de guardarropía del teatro, lo que en efecto hizo a la tarde siguiente.

»El viernes por la noche, entonces, vio que Yseut penetraba en la habitación de Donald, o quizá sabía que iría. Y provisto del revólver con silenciador, un par de guantes, y la pistola de fogueo, que por otra parte sacó del teatro junto con el otro, y que usaban para lograr efectos de escena entre bastidores. Pensando que seguramente había una en el teatro, interrogué a Jean al respecto y así descubrí que… —se interrumpió en seco—. ¿De qué estaba hablando?

—De que Warner había visto a Yseut entrar en el colegio —le sopló cortésmente sir Richard.

—Ah, sí. Bueno, Warner entró en el patio que da al oeste por una puertecita exterior, disparó en el momento preciso, salió por donde había entrado, ocultó momentáneamente el silenciador en algún lado, después fue hasta la portería, y lo demás ya lo sabemos. En el momento apropiado bajó e hizo la falsificación. ¿Ves ahora, Nigel, por qué tu lista de horas era tan reveladora? No solamente decía que él era la única persona que podía haber preparado el cuadro de un suicidio, sino que además indicaba que la hora en que afirmaba haber salido del hotel estaba sin confirmar, lo mismo podía haber sido antes o después. En sí eso sólo no habría dicho nada, pero lo echó todo a perder tratando de hacer un criptograma y fraguando un suicidio improbable. Cualquiera (tú, Helen, Rachel, Sheila, Donald, o Nicholas) podía haber disparado desde el patio del oeste; si lo hubiera dejado así, todavía estaría vivo para contarlo, y en libertad; pero como les dije, nadie más que él podía hacer la falsificación.

»Diría que también hubo cierta evidencia fortuita que en sí había sido extremadamente sugestiva, aunque no concluyente. Por un lado estaba el hecho (que tú me comunicaste, Nigel, y que después me tomé el trabajo de verificar) de que Warner había hecho que Jane estudiara el papel de Yseut. Ahora bien, hasta yo sé lo suficiente sobre esta clase de compañías para comprender que, por motivos prácticos, normalmente no tienen dobles, menos todavía para papeles tan pequeños como el que debía representar Yseut. Pero en su ansiedad por hacer de su obra un éxito cometió ese desliz fundamental. Además nos dijo que había tenido que preguntar el camino al portero porque no había estado nunca en el colegio; y sin embargo, conversando con mi mujer inmediatamente después del crimen, sugirió que el criminal podía haber entrado por el patio del lado oeste, de cuya existencia, de ser cierta su otra afirmación, no podía estar enterado. Ese fue otro error nacido de su tendencia a complicar demasiado las cosas.

»Sin embargo, confieso que al principio me pareció que ciertos detalles no encajaban en esta simple y bastante elocuente exposición de los hechos. Y uno de ellos, Nigel, me lo diste tú al recalcar repetidas veces que Donald no se sorprendió al enterarse de la muerte de Yseut. Pero, en tanto te inclinaste a considerarlo consecuencia de cierto estado psicológico anormal, irrazonable, lo estudié desde un ángulo más simple. Significaba que: (a) Donald sabía que se iba a cometer el crimen; o (b) había visto a alguien conocido rondando el lugar antes de que Yseut apareciera muerta (y alguien que la odiaba), y al saber la noticia lo primero que pensó fue que el criminal era esa persona. Ahora bien, (a) era muy improbable. Por cierto que Robert no iba a confiar sus proyectos a Donald, y la probabilidad de que hubiera descubierto el plan de Robert (que en el mejor de los casos dependía en gran parte del azar) era tan mínima que por fuerza había que descartarla. Eso dejaba a (b). En primer lugar, tal vez Donald hubiese visto a Robert. Pero en ese caso ¿por qué encubrirlo? Warner le desagradaba, Donald lo tenía por rival en potencia. Enterado de la muerte de Yseut (no olvides que estaba locamente enamorado), de haber visto a Warner lo más seguro era que lo denunciase. Y sin embargo estaba protegiendo a alguien, pero ¿a quién? Jean Whitelegge era la única respuesta. Y supuse que la había visto en el patio que da al oeste (que era el único sitio donde podía haber estado), probablemente mientras procedía a correr las cortinas de ese lado del cuarto. En tales circunstancias, y siempre sobre suposiciones, llegué a la conclusión de que, primero, Donald había hablado con ella, y segundo, como ella había estado ahí a esa hora quizá vio al asesino, aunque tal vez no en el momento de cometer el hecho; no olvides que oscureció casi en seguida.

«Hasta ahí, pura especulación. Pero me pareció que valía la pena seguir esa pista, aunque sólo fuera por pasar el rato (los hechos primarios del caso estaban dilucidados fuera de toda duda). Y entonces apelé primero a Nicholas, sonsacándole sin dificultad la información de que Donald se había encontrado y hablado con alguien esa noche, si bien Nicholas no quiso decirme con quién; de todos modos eso no importaba, porque tenía bastante certeza al respecto. Pese a mostrarme duro con Donald, no conseguí sacarle nada; se había puesto en el papel del caballero andante, creo que hasta cierto punto la muerte de Yseut fue un alivio para él, y no quiso que Jean, la autora del crimen, a su entender, pagara las consecuencias. En cuanto a la propia Jean, la sometí a una prueba para comprobar la segunda parte de mi teoría, con resultados más positivos. Menospreciando la calidad de la mente del asesino, provoqué un hermoso estallido de furia e indignación. La deducción lógica era que Jean estaba admirando al crimen in vacuo, de modo que sabía quién lo había cometido. Y como en ese momento ella todavía no tenía ninguna noción de las circunstancias que rodeaban al hecho, y por lo tanto no podía haber sacado las mismas conclusiones que yo, era razonable suponer que lo había visto. Dicho sea de paso, no era de extrañar que optase por proteger al criminal. No tenía ningún motivo para querer a Yseut y, como todos sabemos, sentía gran admiración por Warner y su obra; imagino que sus escrúpulos eran los míos: una fuerte renuncia a entregar a una mente creadora brillante, aún no sazonada, a las manos del verdugo. De ahí su negativa a admitir que había estado en el colegio esa noche.

»Le sugerí que viniera a decirme en privado lo que sabía, como en efecto hizo cuando mataron a Donald. Parece ser que entró en el patio siguiendo a Warner y prácticamente lo vio cometer el crimen. Como le habría pasado a cualquiera, en el primer momento no atinó a otra cosa que a esconderse, y aguardó detrás de una columna hasta que él se marchó. Fue entonces, en el momento de salir, cuando Donald la vio y habló con ella. Dadas las circunstancias, la conversación debió de ser un suplicio para la pobre, y con toda seguridad su actitud forzada ratificó luego las sospechas de Donald en el sentido de que era la asesina.

—Supongo —dijo lentamente sir Richard— que después de la muerte de Donald Fellowes habrá querido acudir sin más trámites a la policía, a decir lo que sabía. ¿Cómo hizo para disuadirla? Tengo entendido que ella y Fellowes se habían reconciliado y pensaban casarse.

Fen soltó un quejido.

—Sí —dijo—. La pobre muchacha estaba enloquecida de pena. Pero al mismo tiempo —añadió irritado— yo parecía ser la única persona que sabía lo que estaba pasando, y de ningún modo iba a permitir que estropearan mis planes. Me proponía dejar que el estreno de Metromania transcurriese sin tropiezos, como a la larga ocurrió.

Sir Richard gruñó.

—Sí —dijo—, esa fue la condición para abrirnos las puertas de su admirable cerebro.

Fen lo miró con el ceño fruncido.

—De cualquier forma —dijo— lo cierto es que mentí a Jean, inventé los cuentos más fantásticos para hacerle creer que distintas personas habían cometido los crímenes. La convencí a medias, cuando menos lo bastante para apaciguaría momentáneamente; pero sólo a medias. Al fin terminó por comprender, con los resultados que todos sabemos… —esbozó un ademán de fastidio. No quería recordar lo sucedido.

—Y ahora, por amor del cielo —terció Nigel—, ¿quiere explicarnos lo del móvil? ¿No la mataría nada más que porque no le caía simpática y provocaba en Rachel rabietas temporales? Desde el principio nos ha estado endilgando sentencias y máximas sobre el tema de los móviles. ¿Por qué no se explica ahora?

—Mis sentencias y máximas —respondió Fen gravemente— se reducían a tres: que no creo en el crimen pasional, que el móvil de un crimen es casi siempre dinero, venganza o seguridad; y que de cualquier manera en el fondo está siempre latente el sexo. Les explicaré cómo se justifican esas afirmaciones.

»El móvil inmediato era fuera de duda esa cosa misteriosa que buscaban tanto Yseut como el asesino. Y la primera clave que tuve respecto de su identidad me vino de aquel extraordinariamente vivido relato que tú, Nigel, hiciste la mañana siguiente a la fiesta. Ese día, sin notar al parecer ninguna incongruencia, describiste el comportamiento extraño y deshilvanado de dos personas, y atribuiste sus rarezas a la probabilidad de que Yseut hubiera dormido con Warner la noche anterior y se propusiese hacerlo público y notorio. Déjame recapitular lo que ocurrió, y corrígeme si me equivoco. Uno: Yseut entra en el bar llevando su bolso y una libretita roja, que deposita a su lado. Dos: Robert, al verla, parece primero enojado, después incómodo. Tres: Yseut le arroja una mirada triunfal, como desafiante. Cuatro: ella habla de «chantaje» y de «revelaciones». Cinco: Donald recoge su música y se va. Mientras, seis: Yseut va contigo hasta el mostrador, sin apartar los ojos de Robert. Siete: al volcarle encima el contenido de un vaso distraes su atención por un momento. Ocho: ella vuelve contigo a la mesa y de pronto se pone rígida, arrebatada de rabia, y se marcha muy airada. Nueve: Robert se la queda mirando “sinceramente sorprendido”.

«Ahora bien, pensé cuando lo supe, todo esto es sumamente raro, y tiene por única explicación posible la conjetura de que el centro de tanta conmoción es la libreta roja. Tú habías visto a Yseut salir de la habitación de Robert antes, esa mañana; de acuerdo con los puntos dos y cuatro, supuse que era algo de gran importancia para Warner, probablemente la prueba de un delito grave. Entonces sí, lo demás casaba en forma automática. La actitud de Yseut, sus referencias a un chantaje (sin duda en busca de un contrato en West End antes que de dinero), la forma en que lo vigilaba; en tanto que los dos últimos puntos de mi resumen aparecían especialmente reveladores. Salta a la vista que, en primer lugar, al reanudar su vigilancia luego de la distracción provocada por Nigel, Yseut vio que la libreta había desaparecido, y segundo, no era Warner quien la había tomado.

»Como ven, eso encajaba perfectamente. Explicaba por qué Yseut había estado registrando la habitación de Fellowes; y explicaba por qué la mataron. No obstante el hecho de que ella no tenía en su poder la prueba en sí, sabía demasiado. (Ahí tienen su motivo: seguridad). Me pareció obvio, como después comprendió ella y casi inmediatamente Warner, que Fellowes era quien se había llevado la libreta sin querer, junto con sus piezas de música (no podía haberla tomado a propósito, puesto que ignoraba lo que contenía). Fue a esa altura de mi razonamiento, empero, cuando el viento se llevó mi lógica, y cometí el error fatal de dar por sentado que Warner había encontrado la libreta intacta entre la música de Donald, cuando mató a Yseut, o quizá cuando entró a fraguar el suicidio. En realidad no fue así. Cuando preparó el suicidio no tuvo tiempo de registrar el cuarto, y después quedó bajo vigilancia hasta las cuatro y treinta del domingo. Ese día, no bien levantaron esa vigilancia, lo registró sin encontrar lo que buscaba (como tampoco lo encontré yo antes, y por eso pensé que la tenía en su poder), y después subió al coro. Poca duda cabe, a mi juicio, de que para entonces Fellowes había encontrado la libreta, la había leído y comprendido su significado; dejando de lado cualquier otra consideración, por lo pronto suministraba el único móvil verdadero para el asesino de Yseut. Y dicho sea de paso, en una de sus piezas de música había unas manchitas rojas apenas visibles, donde la libreta había desteñido. Sólo Dios sabe lo que habrá pensado Donald cuando vio aparecer a Robert Warner. Pero éste comprendió que el otro sabía (en realidad había subido preparado para esa eventualidad) y tomó el único curso de acción posible. Sin embargo, antes de morir, Donald nos reveló la identidad de su asesino con el único medio a su alcance, en la loca esperanza de que alguien lo advirtiera. ¿Recuerdan que comenté algo sobre la extraña combinación de registros que había dejado? El inspector la creyó una observación hecha sin ton ni son, nacida de mi espíritu musical, pero no lo era. En la mano derecha, los registros salían en este orden. «Real, Oboe, Bajete, Euphonium, otro Real y Tapadillo». Desde entonces no los han tocado, de manera que si quieren pueden ir y fijarse.

—Pero eso —objetó Nigel— no aclara dónde estaban la música y la libreta, ya que no en el cuarto de Donald.

—Estuvieron todo el tiempo en el coro, por supuesto; era el lugar lógico. En cuanto al contenido de esa libreta, no puedo adelantar más que conjeturas. Pero en un momento dado recordé que Warner fue varias veces a América del Sur antes de la guerra, y se me ocurrió que bien podía haber estado vinculado de algún modo con la profesión por la cual es famosa esa parte del globo: tratante de blancas. Llamé a un amigo que estaba en la secretaría de la Liga, y por él supe que en efecto Warner había sido acusado de complicidad en una cuestión de esa índole, sin que se le hubiera podido probar nada. Eso, naturalmente, fue antes de la guerra; ahora esas actividades no prosperan. Pero en este sentido no me corresponde ningún mérito; fue un simple golpe de azar. Sin embargo, por eso dije que la bestia suelta estaba en la raíz del asunto, aun cuando el motivo en sí fue la seguridad del criminal. Confieso que no sentí mayor indignación al enterarme de las viejas andanzas de Warner. Siempre fui de la opinión de que, a menos que a esas mujeres las dopen, son menos víctimas que pecadoras. Como reverso de un autor teatral tan eximio cuesta creerlo, pero hay que recordar que en el temperamento de Warner había cierta faz irónica, una especie de fatalismo profundo, que le impedía tomar nada en serio. Ni siquiera a los asesinatos les dio importancia; ambos fueron golpes brillantes, arriesgados.

Hubo una larga pausa. Por fin Helen dijo, lentamente:

—Me alegro de que la obra no haya seguido en cartel, aun cuando Rachel se hubiera atrevido a seguir adelante. No sé, pero me parece justo que haya habido una sola representación…, y perfecta.

Fen asintió.

—Un final magnífico, ya lo creo —dijo—. Que no por eso dejó de ser final. Y el mundo lo sentirá.

—¿Y qué ha sido de Rachel? —quiso saber Nigel.

—Se fue al campo. Y a Jean la han enviado a casa de sus padres. Dadas las circunstancias, mal podíamos acusarla, ya que se supone que estaba ayudando a apresar a un criminal prófugo. Aunque la verdad es que el infeliz no tenía ninguna probabilidad de escapar, menos aún después que esa cosa lo aplastó —la voz de Fen sonó dura.

Todos lo miraron. Gervase se pasó la mano por el pelo rebelde, y de pronto pareció viejo y cansado.

—Ha sido un asunto abominable —dijo— que nos ha dejado un sabor amargo en la boca. Ya no habrá más Metromania. Y yo al menos doy gracias a Dios por ello.