He visto allí fantasmas que eran como hombres
Y hombres que eran como fantasmas deslizarse y deambular.
THOMSON.
—Intuición —dijo Gervase Fen, con firmeza—, en eso termina todo a la larga: intuición.
Miró desafiante a su auditorio, como instándolos a que lo contradijeran. Pero nadie lo hizo. Por un lado estaban en las habitaciones del propio Fen, y como todos habían hecho los honores al fino oporto con que el dueño de la casa los había convidado, discutir su punto de vista habría sido una descortesía. Por el otro, hacía un calor espantoso y Nigel, al menos se sentía muy poco inclinado a hacer otra cosa que descansar. Eran las ocho de la noche del viernes, y hacía apenas tres horas que había llegado de Londres, después de un viaje agotador. Estaba fatigado. Estiró las piernas, dispuesto a asimilar lo que Fen tuviera que decir sobre su tópico favorito.
La habitación era amplia, miraba hacia el segundo patio de St. Christopher’s de un lado, y el jardín del otro. Estaba en él primer piso, y le daba acceso un corto tramo de escalones que nacían en el corredor abierto por el que se llegaba al jardín.
Amueblada con sobria elegancia, sólo algunas miniaturas chinas y las filas de libros minuciosamente dispuestos en la estantería baja que cubría las cuatro paredes del cuarto rompían el crema frío de los muros, en marcado contraste con el verde oscuro de la alfombra y las cortinas. Varios medallones y bustos descascarados de los principales maestros de la literatura inglesa: adornaban la repisa de la chimenea, y un enorme escritorio, atestado de papeles y libros en completo desorden, dominaba la pared que daba al norte. La esposa de Fen, una mujercita sencilla, con gafas, dueña de una gran sensibilidad y que contra toda lógica respondía al nombre de Dolly, estaba junto a una esquina de la chimenea, donde ardían innecesariamente unas cuantas brasas. Fen se había situado en el otro extremo, y espaciados a intervalos diversos entre ambos estaban Nigel, sir Richard Freeman y un profesor muy anciano llamado Wilkes, que minutos antes se había unido al grupo sin ninguna razón aparente. Cuando llegó, Fen fue extremadamente grosero con él, pero por hábito siempre lo era con todos; consecuencia natural, reflexionó Nigel, de su monstruoso exceso de vitalidad.
—Oh, usted. ¿Qué desea? —había preguntado al verlo. Pero tras sentarse en una silla, Wilkes había pedido un whisky, decidido evidentemente a quedarse, y hasta tarde.
—Es una lástima que haya venido, ¿sabe? —prosiguió entonces Fen—. Seguramente se aburrirá con esta gente —y nadie habría podido decir en detrimento de quién había hecho el comentario.
Wilkes, no obstante, era un poco sordo. Haciendo caso omiso de esa y otras insinuaciones por el estilo, dedicó una sonrisa benévola a la concurrencia en general y renovó su anterior pedido de whisky. Fen se lo sirvió entre resignado y pesaroso, y a partir de entonces buscó consuelo criticando por lo bajo al viejo colega, lo que resultó muy embarazoso para todos, menos para Mrs. Fen, que, aparentemente acostumbraba a tan extemporáneo comportamiento, soltaba de vez en cuando un: «¡Por favor, Gervase!», en automática reconvención.
Caía la noche. De un lado una breve estructura salida del tablero de Iñigo Jones, del otro el gran parque flaqueado de árboles y canteros se desdibujaban en la penumbra. En el horizonte tres reflectores comenzaron a trazar sus complicados dibujos trigonométricos, mientras que abajo, en el patio, algunos estudiantes bulliciosos entonaban un coro escolar con una letra algo distinta de la incluida en las versiones impresas.
Sir Richard Freeman dejó oír una tosecita desaprobatoria cuando Fen se embarcó en su logomaquia; no era la primera vez que oía esos conceptos. Pero indirectas tan sutiles no hacían mella en Fen, que siguió ampliando sus ideas con numen desbordante.
—Es como siempre le digo, Dick —decía ahora—, la investigación policíaca y la crítica literaria terminan en lo mismo: intuición, esa componente miserable y degradada de nuestras seudofilosofías modernas… Sin embargo —continuó, descartando la intrusa divagación con evidente renuncia— no se trata de eso. Se trata, sencillamente, de que a un detective la relación que existe entre una pista y otra (la naturaleza de la relación entre una y otra pistas, diría yo) se le ocurre exactamente en la misma forma (ya sea por lógica acelerada o cualquier otra facultad perfectamente extrarracional) que el crítico literario capta la naturaleza de la relación que hay, digamos, entre Ben Jonson y Dryden.
Se interrumpió, vacilante, olfateando acaso un fallo inherente en el ejemplo, pero saltándolo apresuradamente volvió a internarse en cambio en las regiones más seguras de la peroración abstracta.
—Así que una vez que a usted se le ocurre una idea, puede trabajar con vistas a corroborarla basándose en algo del texto, o en alguna de las restantes pistas. A veces equivoca el camino, por supuesto, pero siempre está la lógica para confirmarlo o refutarlo. La consecuencia lógica —añadió sonriendo alegremente, al tiempo que movía inquieto los pies— es que si bien un detective no es por fuerza mi buen crítico literario —y aquí señaló triunfante a sir Richard—, los buenos críticos literarios, si se toman la molestia de adquirir el equipo técnico elemental que requiere el trabajo policial —aquí sir Richard soltó un gemido—, son siempre buenos detectives. Yo mismo, como detective, soy bastante competente —concluyó modestamente—. En realidad en toda la ficción soy el único crítico literario detective.
Por un momento los presentes consideraron la pretensión en silencio. Pero ninguno llegó a expresar su opinión al respecto, si tal querían, porque en ese momento sonó uno de los teléfonos que había sobre el escritorio de Fen. Este sé puso en pie de un salto y fue hacia el escritorio a grandes zancadas. Los demás aguardaron, con esa sensación de embarazo que experimentamos al vernos en la necesidad de escuchar una conversación telefónica privada. Wilkes comenzó a tatarear la obertura del Heldenleben de Strauss, que lo llevó hasta tres octavas y media y terminó en una serie de sonidos realmente extraordinaria. Un eco fantasmal, probablemente de una radio o gramófono, lo acompañó desde algún punto del edificio, haciendo pensar a Nigel que Wilkes no era tan sordo si podía oír eso. Pero el canto no bastaba para cubrir lo que Fen decía por el teléfono.
—¿Quién?… Sí, por supuesto. Dígale que suba —colgó el teléfono y se enfrentó a los demás, frotándose las manos, satisfecho—. Era de la portería —anunció—. Robert Warner, el autor teatral, viene a verme. Será una buena oportunidad para ver qué siente cuando escribe, y qué hace para inspirarse.
Un solo gemido de desaliento saludó a sus palabras; el hábito de Fen de interrogar a la gente acerca de su trabajo, aun en contra de la voluntad del interesado, no se contaba precisamente entre sus características más simpáticas.
—No sé si sabrán —añadió— que nosotros, los críticos literarios tenemos la obligación de llegar a la raíz de las cosas —su mirada se posó en Wilkes, a quien, ni corto ni perezoso, preguntó—: ¿No querría dejarnos ahora, Wilkes? Mucho me temo que la conversación le resulte demasiado pesada.
—No, no querría —replicó el aludido, con súbita aspereza—. Acabo de llegar. Y por amor de Dios, hombre, siéntese de una vez —chilló— y deje de dar vueltas, que marea.
Esto abochornó tanto a Fen, que se sentó, y guardó un silencio malhumorado hasta que, a los pocos minutos, entró Robert Warner.
El recién llegado saludó cortésmente a Nigel y fue presentado a los demás, conservando una sangre fría admirable mientras Fen corría a traerle una silla, y algo de beber, y una caja de cigarrillos que en su excitación dejó caer al suelo desparramando todo su contenido. Cuando terminaron de recoger los cigarrillos se sentaron, jadeantes todos y con el rostro encendido, y sobrevino una larga pausa, rota de improviso por Wilkes, que anunció muy resuelto:
—Voy a contarles un cuento de fantasmas.
—¡No, no! —gritó Fen, alarmado—. Verdaderamente no hay necesidad, Wilkes. Espero que podamos sostener algo parecido a una conversación sin llegar a esos extremos.
—Pues opino que sería muy interesante —porfió Wilkes, inexorable—, no sólo porque atañe a este colegio, sino también porque sucede que es una historia verdadera. Además, a diferencia de la mayoría de los cuentos de fantasmas reales, es interesante, emocionante me atreverían afirmar. Pero claro que si les aburre… —paseó por los presentes una mirada mansa.
—¡Aburrirnos, qué esperanza! —dijo sir Richard, granjeándose con el comentario una mirada furibunda de Fen—. Personalmente me vendría bien oír algo entretenido —bostezó—. Tengo sueño.
—Nosotros también —saltó Nigel, para agregar apresuradamente—: Quiero decir que también nos gustaría oír ese cuento.
—¿Entonces no se oponen a que siga? —preguntó Wilkes.
Murmullos vagos, no muy discernibles.
—¿Seguro que nadie tiene nada que objetar?
Nuevos murmullos, acaso más vagos.
—Muy bien, entonces. Hasta cierto punto, lo que voy a contarles se basa en mi experiencia personal. En esa época era estudiante (sería más o menos a fines del siglo pasado), y aunque el pequeño escándalo que provocó el asunto se mantuvo en el más absoluto secreto, conocí personalmente a varios de los protagonistas. Por supuesto que en esos días no había Sociedades de Investigaciones Psíquicas (mejor dicho, si bien es cierto que Sidgwick y Myers formaron una en mil ochocientos ochenta y dos, nadie le tenía mucha estima), y tengo la impresión de que si a alguien se le hubiera dado por investigar el asunto, crucifijos y pentagramas aparte, no habría hecho más que empeorar las cosas. Dejando de lado las suposiciones, lo cierto es que el presidente de entonces, sir Arthur Hobbes, abrazó la causa del sentido común y tomó las medidas que dictaba la razón; aun cuando supongo que nunca sabremos si consiguió o no echarle tierra al asunto. Lo que sí sé es que desde entonces no volvió a ocurrir nada semejante, pero quién puede asegurar que la caja de sorpresas no está todavía allí, esperando a que alguien levante la tapa por segunda, no, por tercera vez.
Wilkes calló, y Nigel, volviéndose rápidamente, miró a los demás. Fen, que al principio había dado claras muestras de impaciencia, estaba ahora inmóvil; sir Richard escuchaba echado hacia atrás, con los ojos cerrados y las manos entrelazadas; Robert fumaba, al parecer atento al relato, pero Nigel tuvo la impresión de que un rincón de su mente estaba ocupado en cosas más importantes; Mrs. Fen tenía la cabeza sobre su labor.
—Todo empezó —siguió diciendo Wilkes— cuando echaron abajo una pared en la antecámara de la capilla, que como ustedes saben está en el ala nordeste del presbiterio. En esa época un arquitecto de Londres bastante competente se encargó de restaurar la capilla, dejándola por último tal como la conocemos ahora. Entonces el edificio era sumamente malsano, no podía quedar así, y en conjunto la belleza original del edificio no sufrió mayormente. De cualquier forma, en esos días prevalecía cierto espíritu reformista, en marcado contraste con nuestros desesperados e incesantes esfuerzos modernos en materia de preservación (simbólicos, sin duda, del hecho de que nos reconocemos incapaces de crear nuevas formas de arte), y no creo que los de la Confraternidad, ni tampoco la comisión de la capilla, se opusieran a la restauración, con la posible excepción del viejo doctor Beddoes, que objetaba por hábito, pero a quien en general nadie hacía caso.
»La historia arquitectónica del colegio está mal documentada, y siempre tuvimos la impresión de que uno de los presidentes que hubo bajo el reinado de Carlos I añadió la antecámara a fin de que le sirviera de bóveda a él y a su numerosa familia. En esencia, esa impresión resultó correcta, excepto en el sentido de que la antecámara era en parte la refección de una estructura anterior, probablemente el vestuario de los monjes benedictinos que originalmente tenían su monasterio en este solar, y del que aún hoy subsisten unos exponentes en el patio del ala norte, y en la capilla. De cualquier modo, quitado el revestimiento de la pared norte de la antecámara (que salió, a decir de los obreros, con facilidad pasmosa después del primer golpe de piqueta), quedó a la vista una pared mucho más antigua, con una losa de piedra bruta en el centro, y que por la parte baja debía de datar del siglo catorce. De más está decir que el descubrimiento causó sensación, y que de los cuatro puntos cardinales vinieron expertos en esas cosas, a pesar de que el capellán, que durante las restauraciones tuvo que celebrar los servicios religiosos en la nave principal, se quejó, según contaban, de que lo único que habían conseguido con eso era hacer más húmeda la capilla; y, en efecto, a los dos días lo atacó una bronquitis, y el presidente tuvo que reemplazarlo en los servicios, y dicho sea de paso, estaba tan desacostumbrado que la mayoría de las veces pasaba por alto la liturgia y el artículo trigésimocuarto.
»Ahora bien, la losa de que les hablaba había sido agregada bastante tiempo después de construida la pared en sí, y tenía cuatro inscripciones breves, o mejor dicho, tres inscripciones y una adición posterior hecha con tinta o tiza indeleble. Encima de todo estaba la fecha: 1556, lo que demostraba que la habían erigido aproximadamente en la época de los mártires. Después venía un nombre: Johannes Kettenburgus. El bibliotecario, que estaba bastante empapado de la historia del colegio, situó sin dificultad en los libros una referencia a un tal John Kettenburgh, alumno ingresado en 1554, que había sido adicto ferviente del grupo de la Reforma, y a quien, dentro de lo que se podía juzgar de acuerdo con un documento contemporáneo preservado por azar, un contingente de pobladores y estudiantes furiosos (seguramente expresó sus ideas en forma demasiado agresiva) persiguieron por todo el colegio y terminaron golpeándolo contra una de las paredes de la capilla hasta darle muerte. Si alguno de ustedes lo desea, puede echar una ojeada al documento en cuestión, aunque, por supuesto, hoy en día lo guardamos bajo llave. Allí no se hace ninguna referencia a la suerte que corrieron los autores del hecho, pero lo más probable es que dadas las circunstancias no se haya tomado ninguna medida de represión severa. Y es fácil suponer que la losa fue colocada no bien subieron los reformistas anglicanos, aunque tampoco en ese sentido hay constancia.
Wilkes hizo una nueva pausa, durante la cual Nigel tuvo una vivida visión del joven estudiante atrapado como un animal contra la pared de la antecámara, y sintió el crujido de los huesos de sus dedos y muñecas, y el golpe final que le partió el cráneo, hundiendo el borde mellado del hueso en el cerebro. Aunque hacía calor, tuvo un estremecimiento, y se alegró al sentir la presión reconfortante del amplio respaldo del sillón contra la espalda.
—Pero, de todas, la tercera inscripción era la más interesante —continuaba ahora Wilkes—. Consistía simplemente en las palabras Quaeram dum inveniam, que significan, supongo: «Buscaré hasta encontrarlo». Mientras que la cuarta, garabateada por un tipo de letra muy posterior, y aparentemente a la carrera, decía: Cave ne exeat.
—«No lo deje salir» —recitó Nigel.
—Exactamente. A quién, o por qué, no lo especificaba, si bien algo más tarde comenzamos a sospechar cuál era la respuesta al primero de los interrogantes. El origen y sentido de las inscripciones dio lugar a infinidad de comentarios y conjeturas, pero nadie pudo llegar a una conclusión concreta, con la excepción de que parecía bastante razonable suponer que otra vez habían removido el revestimiento de la pared, y que la cuarta inscripción la habían agregado en esa oportunidad, antes de reponerlo. Un profesor de Magdalen, que era experto en la materia, identificó la escritura (por la configuración de los rasgos y el material empicado, acerca de los cuales no recuerdo bien los detalles) como perteneciente al siglo dieciocho; y el bibliotecario dedicó cuanto rato libre le quedaba a recorrer la considerable colección de documentos y libros relacionados con ese período.
»Dos o tres días pasaron sin novedad, aparte de que los obreros no parecían trabajar muy a gusto en la antecámara, y uno de los muchachos del coro tuvo un ataque de histeria una mañana, durante el Venite, sin que después pudiera recordar qué lo había provocado, y hubo que sacarlo al patio. Además el polvillo de yeso levantado durante las demoliciones no parecía dispuesto a asentarse nunca, pese a que en la capilla casi no había corriente, y seguía flotando en nieblas y nubes en miniatura; a la larga, en vez de disiparse llegó a ser tan espeso y molesto que hubo que suspender los servicios de emergencia, con gran disgusto del capellán, que tenía ideas propias al respecto y que desde su lecho de enfermo anunció que por lo menos habían tenido un valor preventivo; pero sus protestas chocaron contra un muro de cortés indiferencia.
»Y así llegamos a Mr. Archer, el decano, un hombre meritorio que ocupaba uno de los primeros puestos en la vanguardia intelectual de su tiempo, vanguardia que consistía en una adhesión sin reservas al racionalismo y una admiración concomitante por hombres de la talla de Spencer, Darwin y William Morris. Imagino que sus libros de cabecera debían de ser los ataques de Gibbon contra el Cristianismo, y los trozos más solemnes de Voltaire, y como es lógico, no había demostrado mayor interés, de ninguna clase, en la restauración de la capilla; recuerdo que simplemente solía comentar, sotto voce, que si echaban abajo la capilla íntegra no se perdería gran cosa. Parece ser que cierta noche (esto lo supe por boca de un profesor que era su amigo íntimo) permaneció leyendo hasta tarde y después de vaciar su pipa antes de irse a la cama apagó la luz y, acercándose a la ventana, miró el jardín. Era una noche serena, sin nada de viento, con pocas nubes en el cielo y una luna pálida, anémica (que lo movió, si mal no recuerdo, a citar las líneas apropiadas de Shelley), y a primera vista algo en el aspecto del lugar le llamó la atención, algo raro, fuera de lo común. Interrogado después, sólo pudo decir que tuvo la impresión de que alguien había estado registrando el jardín de punta a punta, buscando algo con prisa febril. Por todo el jardín, las plantas aparecían movidas, apartadas como por obra de una ráfaga de vienta súbita, y entonces, entre fascinado y despavorido, notó entre uno y otro macizos un movimiento irregular (como si alguien corriera entre ellos), algo demasiado metódico y definido como para que resultará tranquilizador. Evidentemente al principio se llevó un susto mayúsculo, y justo es reconocerle el mérito de haberse quedado junto a la ventana en vez de ir en busca de una compañía más grata que eso que había en el jardín. A los pocos minutos su obstinación halló recompensa; detrás de los macizos que hay en el lado opuesto del parque vio emerger una forma oscura, la vio mirar furtivamente alrededor y echar a correr hacia el colegio como alma que lleva el diablo. Cuando la forma estuvo más cerca, Archer reconoció a Parles, el organista becado de la época, y también vio que tenía el rostro transfigurado de miedo. Lo vio zambullirse en la seguridad del colegio, y cuando Archer desvió la vista hacia el jardín le pareció ver todo en orden, no se movía una hoja; apenas si, de reojo, alcanzó a divisar algo blanco en el lado sur de la capilla, en la parte que da al jardín. Pero cuando, de muy buena gana, asomó la cabeza por la ventana para ver mejor, comprobó que, fuera lo que fuese lo que había visto, ya no estaba.
»Ahora bien, ¿qué hacer entonces? Era más de la una, y todo parecía indicar que Jarks había usado el medio menos normal para entrar en el colegio: había escalado el alto muro almenado del fondo. En ese caso una represión disciplinaria en caliente, por así decir, le proporcionaría la perfecta excusa para averiguar qué lo había asustado tanto. Quizá debo explicar que en esa época el decano ocupaba estas mismas habitaciones, y que entonces, como ahora, el organista se alojaba en el cuarto que queda justo debajo de éste, ahora ocupado por Fellowes.
Fen gruñó. Nigel echó una mirada fugaz a la ventana por la que debía de haberse asomado Archer, más de medio siglo atrás, y se sintió menos cómodo de lo que habría creído posible. Ahora la habitación estaba a oscuras, pero nadie sugirió la conveniencia de encender la luz. «Ojalá», deseó, «alguien lo sugiera».
—La cuestión es que Archer bajó a ver a Parles y, para abreviar, lo encontró pálido y tembloroso, pero con parte de su confianza restablecida. Admitió francamente que se le había hecho tarde en el pueblo y que para entrar había escalado la tapia. Pero cuando el decano lo apremió para que dijera qué era lo que lo había sobresaltado de ese modo, sus palabras perdieron coherencia y se mostró muy poco dispuesto a hablar del asunto. Aparentemente había trepado el muro sin dificultad (hecho del que Archer tomó buena nota con vistas al futuro), pero al saltar desde lo alto al jardín aterrizó por así decir en brazos de algo que parecía estar esperándolo y acerca de lo que sólo sabía que tenía huesos y dientes, que algunos de éstos parecían rotos, y que la cosa se había movido con paso vacilante, arrastrando una pierna. Esa, suponía Parks, era la razón de que no hubiera podido darle alcance; aunque Archer, que había presenciado la extraña búsqueda, tenía sus dudas al respecto.
»En síntesis, Archer volvió a la cama, un poco preocupado por haber tenido que dejar a Parks solo y no muy feliz con su propia soledad, pero convencido en fin de que el episodio había sido intrascendente, y de que, por el momento al menos, no había motivo de alarma. Leyó un capítulo de Bradlaugh antes de apagar la luz, sin extraer de la lectura el placer habitual, y le costó conciliar el sueño. A la mañana siguiente Parks apareció vivito y coleando, más tranquilo y hasta, si se quiere, ufano después de su aventura, ya que dadas las circunstancias el decano no había creído prudente castigarlo por la trasnochada. Más entrada esa tarde, sin embargo, oyeron un alarido espantoso que procedía de su cuarto. Naturalmente corrieron a prestarle ayuda, Archer a la cabeza, pero era demasiado tarde. Parks yacía tendido en el suelo, con la cabeza destrozada, pero del arma no había rastros.
—¡Dios santo! —exclamó Sir Richard—. ¡Asesinado!
—Sí, si quiere llamarlo así. Parece ser que su único grito, coherente era la palabra arce, que si la memoria no me falla quiere decir «apártalo» en latín. Y en realidad todos, cuantos lo oyeron estuvieron de acuerdo en afirmar que en afecto era esa la palabra, aun cuando nadie alcanzaba a imaginar por qué el muchacho había hablado en latín en semejantes circunstancias, máxime teniendo en cuenta que no estudiaba los clásicos. Lo único que cabía suponer era que el asunto de las inscripciones descubiertas en la capilla lo había impresionado demasiado (dicho sea de paso, el infeliz había demostrado gran interés en ellas), y que después de su aventura de la víspera había pensado en la frase como una especie de talismán, por si tenía otro encuentro de ese tipo. Creo que después establecieron que la palabrita tiene no sé qué papel en un ritual de exorcismo, y puede que imaginara que le sería de utilidad, aunque Dios sabe que llegado el momento le sirvió de bien poco.
—¿Y nunca descubrieron nada? —preguntó Nigel.
—Lógicamente la policía investigó el caso, pero no sacaron nada en limpio, y el veredicto fue el de siempre: asesinado a mano de persona o personas desconocidas.
—Y usted, ¿qué opina?
Wilkes se encogió de hombros.
—Me inclino a compartir la opinión de las autoridades del colegio. Tras una breve consulta, ordenaron volver a revestir la pared, lo que se hizo en seguida, y transferir la anónima advertencia del siglo dieciocho a una placa pequeña colocada en el exterior, donde todavía pueden verla. Dicho sea de paso, el bibliotecario descubrió una corta anotación donde constaba la demolición anterior (hecha para facilitar la erección de una tumba), y parece ser que parte de la muerte en sí, entonces pasó algo similar. Pregunté al capellán, hombre que a sus inquietudes más normales por la Omnipotencia unía un sano respeto por el enemigo maligno, qué pensaba sobre el objeto de la extraña búsqueda. «En la Biblia se hace referencia a alguien que sale en busca de algo para devorar», me contestó secamente, pero fuera de eso no pude sacarle nada. Creo que la idea de que uno de sus feligreses se hubiera apartado de la buena senda no cayó muy en gracia a su alma anglicana.
—¿Y después pasó algo más? —quiso saber Robert.
—Nada, salvo que con gran sorpresa de todos el decano comenzó a asistir a los servicios religiosos, y fue un sólido creyente el resto de sus días. Ah, y ahora que me acuerdo, debería haber agregado algo más: que el documento que relata la muerte de John Kettenburgh dice que el instigador de la sangrienta persecución fue el organista de entonces, un tal Richard Pegwell. Pero claro que no podría asegurar si eso guardaba alguna relación con el otro asunto.
Permanecieron en silencio mientras Fen corría la cortina negra y encendía las luces. Acercándose discretamente, Robert le susurró una pregunta sobre la situación del lavabo más próximo.
—Al pie de la escalera, a la derecha, querido amigo. Vuelve después, ¿verdad?
—Por supuesto. No tardaré más de un minuto —Robert hizo una inclinación de cabeza y se marchó.
—Una historia muy agradable —comentó sir Richard—. O a la inversa, muy desagradable. ¿Qué le pareció, Mrs. Fen? Estoy seguro de que usted es la persona más sensata de cuantos estamos acá.
—Me agradó —respondió la aludida—, y Mr. Wilkes supo contarla. Pero, sin ánimo de ofender, les diré que me pareció demasiado arreglada y artificial para ser cierta. Como bien dijo Mr. Wilkes, los fantasmas verdaderos suelen ser aburridos, faltos de iniciativa, aunque les aseguro que por mi parte jamás me crucé con ninguno, ni para el caso lo deseo —prosiguió su labor.
Fen la miró con esa mezcla de triunfo, orgullo y cariño del hombre que contempla cómo su perro sostiene un bizcocho en equilibrio en la punta del hocico.
—Esa es exactamente mi opinión —dijo. Y después, desconfiado—: Dígame una cosa, Wilkes, confío en que no será producto de su imaginación.
Impávido, Wilkes meneó la cabeza.
—No —replicó—, no la inventé. Todavía viven dos o tres personas que podrían confirmar lo que he dicho. El asunto, como expliqué, se mantuvo en reserva, probablemente por eso usted no lo conocía.
—¿Y piensa que hay alguna probabilidad de que…, la…, eso vuelva a aparecer? —preguntó Nigel, para arrepentirse en seguida. A la claridad de la luz eléctrica la pregunta pareció bastante más tonta de lo que habría sonado minutos antes.
Sin embargo, Wilkes le respondió muy serio.
—Quizá no en la misma forma. Aún hoy los sacos de huesos asustan, pero en el fondo la gente se cree capaz de comprenderlos y enfrentarlos. Probablemente ocurra de algún otro modo. Al fin de cuentas, lo esencial es el crimen, cualquiera que sea el método elegido. Un crimen engendra siempre otro crimen; o sea que el saldo jamás se cubre. Y si uno lo piensa un poco, John Kettenburgh todavía tiene muchas cuentas que saldar. Por eso me atrevo a decir que algún día, tarde o temprano…
Fue en ese instante cuando oyeron el disparo.