1. PROLOGO DURANTE UN VIAJE EN TREN

¿Por qué cada sabor engendra una agonía?

¿Los mataste? ¡Habla!

MARLOWE.

Para el viajero incauto, Didcot significa la inminencia de su llegada a Oxford; para los más experimentados, por lo menos, otra media hora de desengaño y sinsabor. Y, por regla general, los viajeros se dividen en esas dos categorías; deshaciéndose en disculpas, los primeros bajan sus maletas del portaequipajes al asiento, donde quedan estorbando hasta el final del viaje, una masa de salientes agudos, inesperados; los segundos siguen con la mirada perdida en el paisaje, contemplando aburridos la vasta extensión de bosques y prados donde, vaya uno a saber por qué capricho tonto, alguien puso inexplicablemente la estación, y las filas de camiones que traen mercancías de los cuatro puntos del país, reunidos allí como la isla de los buques perdidos del mito vulgar, en medio de un Mar de los Sargazos. Un persistente acompañamiento de oscuros murmullos y gritos, junto con fuertes crujidos de madera y metal desgarrado reminiscentes de una noche de brujas pasada en el cementerio, sugieren a los pasajeros más imaginativos que están desarmando y volviendo a armar la locomotora. Comúnmente la demora en la estación de Didcot llega por lo menos a veinte minutos.

Después vienen unas tres fauses sorties, que involucran un estrépito infernal; bruscas sacudidas de la máquina abofetean a los viajeros hasta dejarlos sumidos en un estado de abyecta sumisión. De infinita mala gana, el cortejo se pone por fin en marcha, llevando a su infortunada carga en forma por demás desconsiderada a través del llano. Antes de llegar a Oxford hay una cantidad sorprendente de estaciones y paradas, y el tren no desperdicia ninguna, deteniéndose a veces sin que medie razón para ello, ya que nadie sube ni baja; pero tal vez el guarda ha visto que alguien viene corriendo por el camino de la estación, u observado a un lugareño dormido en una esquina y no quiere despertarlo; quizá hay una vaca en las vías, o la señal no nos favorece; sin embargo, una investigación demuestra que no hay tal vaca, ni siquiera señal, en pro o en contra.

Más cerca de Oxford el panorama cobra un poco de animación, cuando queda a la vista, digamos, el canal, o el Tom. Comienza a sentirse un propósito en el ambiente; y solamente apelando a toda nuestra voluntad nos quedamos sentados, sin sombrero ni abrigo, con las maletas todavía en el portaequipajes y el billete en el bolsillo del chaleco, en tanto los pasajeros más optimistas vuelcan su impaciencia en los pasillos. Pero con toda seguridad el tren se detiene justo en las afueras de la estación, entre apariciones monolíticas de un gasógeno de un lado, un cementerio del otro, donde la locomotora se demora con insistencia vampiresca, emitiendo grititos esporádicos y gemidos de deleite necrofílico. Entonces los pasajeros se sienten salvajes, dolorosamente frustrados: allí está Oxford; allí, a pocos metros, la estación, y aquí está el tren, sin que les esté permitido adelantarse por la vía, en el supuesto caso de que alguien tomara la iniciativa en ese sentido; es un verdadero suplicio de Tántalo en el infierno. Este interludio de memento mori, durante el que la compañía ferroviaria recuerda a la juventud dorada a su custodia que inevitablemente en polvo se convertirá, dura por lo general diez minutos, al cabo de los cuales el tren reanuda con desgana su marcha hacia la estación que, como con tanta propiedad señaló Max Beerbohm, «todavía susurra al turista los últimos encantos de la Edad Media».

Pero si cualquiera de los turistas que oyen ese susurro imagina que eso es el final, se equivoca de plano. Al llegar a la estación, cuando hasta los más escépticos se han puesto en movimiento, viene el pavoroso descubrimiento de que el tren no está junto al andén, sino en una de las vías centrales. A ambos lados, amigos y parientes esperan frustrados en la hora undécima del encuentro, corren de aquí para allá agitando pañuelos y soltando exclamaciones de alegría, o escudriñan ansiosos los rostros buscando a los viajeros que se supone han ido a esperar. Es como si la barca de Caronte quedase inextricablemente a la deriva en medio de la Estigia, sin poder avanzar hacia los muertos ni regresar junto a los vivos. Mientras tanto se producen temblores internos de magnitud sísmica que arrojan al impotente pasaje y sus bártulos al suelo de los pasillos, suscitando un coro de gritos y rezongos. A los pocos minutos, quienes aguardan en el andén ven sorprendidos que el tren desaparece en dirección a Manchester, dejando en su lugar una nube de humo y un olor espantoso. Pero, a su tiempo, el tren vuelve y, milagrosamente, el viaje, termina.

Los pasajeros cruzan orgullosos la verja y se dispersan en todas direcciones en busca de automóviles de alquiler, que en tiempo de guerra cobran tarifas sin distinción de rango, edad o procedencia, pero adhiriéndose incondicionalmente a alguna oscura lógica de su invención. La multitud se disemina y disgrega en la conejera de reliquias, monumentos, templos, colegios, bibliotecas, hoteles, tabernas, sastrerías y librerías que es Oxford, los más listos en busca de un trago, los obstinados batallando con su equipaje rumbo a su último destino. Del mar humano no quedan a la larga más que algunos solitarios que a falta de algo mejor holgazanean entre los cántaros de leche descargados en la plataforma.

A la prueba de Dios descrita anteriormente, las once personas que, en distintas oportunidades y por motivos diversos, viajaron de Paddington a Oxford en la semana del 4 al 11 de octubre de 1940, reaccionaron en forma diferente y característica.

Gervase Fen, profesor de Lengua y de Literatura Inglesa en la Universidad de Oxford, no ocultaba su disgusto. Impaciente por naturaleza, las continuas demoras lo inducían a la distracción. Tosía y gruñía y bostezaba y movía los pies, y su cuerpo delgado no hallaba posición cómoda en el rincón que ocupaba. Su rostro animoso, rubicundo, de barba bien rasurada, aparecía más congestionado que de costumbre; el pelo oscuro, cuidadosamente peinado con agua, se abría en mechones descontentos hacia la coronilla. En las circunstancias actuales su excedente normal de energía, que siempre lo mueve a emprender toda clase de tareas para después quejarse amargamente de que no tiene un minuto libre y de que eso no parece importante a nadie, era lisa y llanamente un estorbo. Y como por única distracción tenía uno de sus propios libros, sobre los escritores satíricos menores del siglo dieciocho, que esforzadamente releía a fin de recordar qué opinión le merecían esas personas. La etapa final del viaje fue para él una tortura. Volvía a Oxford después de una de las tantas conferenciás educativas que proliferan como hongos y atienden al objetivo de decidir respecto del futuro de esta o aquella institución, y de cuyas decisiones, si las toman, nadie se acuerda al cabo de un par de días, y mientras el tren serpenteaba a lo largo de la vía, el profesor recordó entre resignado y dolorido la serie de conferencias que debía dar sobre William Dunbar, y fumó un cigarrillo tras otro y se preguntó si le permitirían investigar otro crimen, en caso de que ocurriera. Posteriormente habría de recordar aquel deseo sin satisfacción, puesto que estaba escrito que le sería concedido en esa forma tan abrumadoramente irónica en que los dioses tanto parecen complacerse.

El profesor viajaba en primera, porque siempre había querido darse ese lujo, pero ahora ni siquiera en eso hallaba placer. Ocasionales remordimientos de conciencia le reprochaban aquel despliegue de opulencia relativa; sin embargo había logrado darle cierto justificativo moral, esgrimiendo un débil argumento económico, sacado a relucir ex tempore para beneficio de un imprudente que le echó en cara el despilfarro. «Mi estimado amigo», le había replicado Gervase Fen, «la empresa ferroviaria tiene gastos fijos; si aquellos de nosotros que pueden costeárselo no viajasen en primera, entonces las tarifas de tercera tendrían que subir, y eso no beneficiaría a nadie. Primero hay que alterar el sistema económico», añadió magnánimo, «y entonces no habrá problema». Tiempo después repitió el razonamiento con cierto orgullo en presencia del profesor de Economía, recibiendo en cambio, mortificado, solamente balbuceos de duda.

Ahora, cuando el tren se detuvo en Culham, encendió un cigarrillo, dejó a un lado el libro y exhaló un hondo suspiro. «¡Un crimen!», murmuró. «¡Un crimen difícil y muy complicado!». Y comenzó a inventar crímenes imaginarios para luego resolverlos con increíble rapidez.

Sheila McGaw, la joven directora de la compañía de repertorio de Oxford, viajaba en tercera. La razón era que opinaba que el arte debe volver al pueblo para recobrar la vitalidad perdida, y en ese momento estaba empeñada en mostrar un volumen de dibujos de Gordon Craig al granjero sentado a su lado. Era una mujer alta, vestida con pantalones; de rasgos faciales bien definidos, nariz prominente y melena corta, rubia y lacia. El granjero no parecía muy interesado en la técnica de la escenografía contemporánea; una corta exposición de las desventajas de un escenario giratorio tampoco logró impresionarlo; en realidad, no demostró la menor emoción, salvo quizá repugnancia momentánea al enterarse de que en la Unión Soviética los actores se llamaban Artistas Meritorios del Pueblo y de que José Stalin les pagaba grandes sumas de dinero. Poco antes de llegar a Stanislavski, no viendo posibilidad de fuga, abandonó la defensiva y probó en cambio mi movimiento de flanco. Describió los métodos empleados en su granja; se dejó llevar por su entusiasmo al hablar de los silos, del servicio de las vacas, del tizón, el añublo y otras enfermedades transmitidas por la semilla, de las rastras de cadena de tipo mejorado, y temas similares; criticó, dando profusión de detalles, las actividades del Ministerio de Agricultura. La arenga duró hasta que el tren penetró por fin en Oxford, y entonces se despidió con calor de Sheila y partió levemente sorprendido de su propia elocuencia. En cuanto a la propia Sheila, tomada desprevenida por semejante estallido de oratoria, acabó tratando de convencerse a sí misma mediante una especie de autohipnosis de que todo había sido muy interesante. Por más que reflexionó pesarosa, era muy poco probable que la vida en una granja guardase algún parecido con Deseo bajo los olmos de Eugene O’Neill.

Robert Warner y su amante judía, Rachel West, viajaban juntos para asistir al estreno de la nueva obra del primero, Metromania, en el Teatro de Repertorio de Oxford. Para sus amigos había sido una sorpresa que un dramaturgo satírico tan conocido como Wagner tuviera que estrenar una obra en el interior, pero dos o tres razones motivaban el hecho. En primer lugar, pese a su fama, la última obra representada en Londres no había sido un éxito, y los empresarios, minados por una quiebra teatral de primera clase, se habían puesto sumamente pesados; y segundo, la obra contenía ciertos elementos experimentales de cuyo resultado no estaba muy seguro. Desde cualquier punto de vista se imponía la obra, con la compañía tal como estaba, pero con Rachel, cuya reputación en el West End aseguraba cómodamente un éxito de taquilla, en uno de los papeles protagónicos. Las relaciones entre Robert y Rachel eran apacibles y duraderas, habiéndose transformado prácticamente en platónicas durante el último año; por otra parte, intereses comunes y una genuina estima y simpatía mutua la respaldaban. De Didcot en adelante la pareja no habló. Robert estaba en el umbral de los cuarenta, un hombre alto, más bien delgado, de hirsuto pelo negro (un mechón rebelde le caía sobre la sien), ojos vivarachos de mirar inteligente tras las gafas de gruesa armadura, que vestía un traje oscuro harto convencional. Pero su porte tenía cierto aire autoritario, y sus movimientos daban la impresión de severidad, de ascetismo casi. Soportó las continuas demoras apelando a un autocontrol puesto a prueba muchas veces, levantándose solamente una vez para ir al lavabo. Al pasar por el corredor distinguió a Yseut y Helen Haskell, dos o tres compartimientos más allá, pero se apresuró a pasar de largo sin intentar hablarles y confiando en que no lo hubieran visto. Al volver dijo a Rachel que las muchachas viajaban en el mismo tren.

—Me gusta Helen —comentó Rachel, en tono reposado—. Es una chica encantadora, y muy buena actriz.

—A Yseut la detesto.

—Bueno, será fácil hacernos los desentendidos cuando lleguemos a Oxford. Creí que Yseut te era simpática.

—En absoluto.

—De cualquier manera tendrás que dirigirlas a las dos el jueves. No veo que haya mucha diferencia entre que nos reunamos con ellas ahora o después.

—Por mí, cuanto más tarde, mejor. Con mucho gusto le retorcería el pescuezo a Yseut —dijo Robert Warner, desde su rincón—. Nada me daría más placer.

Yseut Haskell estaba decididamente aburrida; y, como era su costumbre, no trataba de ocultarlo. Pero mientras la impaciencia de Fen era un estallido espontáneo, inconsciente, en Yseut parecía más bien una ostentación. En grado considerable todos nos preocupamos forzosamente de nosotros mismos, pero en su caso la preocupación era exclusiva, y como si eso fuera poco, tenía en gran parte naturaleza sexual. Todavía era joven —andaría por los veinticinco—, de pechos llenos y caderas acentuadas casi con crudeza por la ropa que llevaba, y una espléndida mata de pelo rojo que era la niña de sus ojos. Ahí, no obstante —al menos para la mayoría de la gente—, terminaba su atractivo. Los rasgos de su rostro, de una belleza convencional, no trasuntaban nada de su verdadero temperamento: una pizca de egoísmo, una pizca de vanidad; desde el punto de vista intelectual, su conversación era presuntuosa y nunca hueca; su actitud para con el sexo opuesto demasiado abiertamente provocativa para agradar a más de unos pocos, y a las demás mujeres las miraba con malicia y rencor. Pertenecía a ese enorme contingente de mujeres que en edad temprana adquieren conocimientos sexuales, pero no experiencia, y en ella el aspecto adolescente persistía aún. Dentro de ciertos límites era caritativa, y hasta cierto punto responsable en su trabajo de actriz, pero también en esto lo que más le interesaba era la oportunidad de destacarse. Titulada en el conservatorio de arte dramático, su carrera había sido una sucesión de papeles de reparto, si bien su fugaz amorío con cierto empresario londinense le había supuesto en un tiempo el papel protagonista en una obrita representada en el West End que distó mucho de ser un éxito. Dos años antes había ido a Oxford, y allí se había quedado entonces, hablando de su agente y de la situación del teatro en Londres y de la probabilidad de que volviera a la capital en cualquier momento, y demostrando en general una superioridad condescendiente no sólo injustificada por los hechos, sino que, además, y por causas perfectamente naturales, tenía la virtud de enfurecer a la gente. En nada mejoraba las cosas una deslumbrante serie de romances que le granjeaban la enemistad de las demás actrices de la compañía, hacían que los menores tuvieran que abandonar la habitación sin comprender lo que pasaba, pero molestos, y dejaban en los hombres esa sensación de «y-bueno-al-fin-de-cuentas-todo-es-experiencia» que en general es el único resultado discernible de la promiscuidad sexual. En el teatro seguían tolerándola porque esa clase de compañía, gracias a sus especiales y tornadizos métodos de trabajo y precedencia, existe emocionalmente en un plano muy complejo y excitable, que la menor conmoción puede inclinar; con el resultado de que sus miembros más sensibles se abstenían de toda expresión abierta de desagrado, sabiendo como sabían que a menos que mantuvieran relaciones amistosas entre sí, aunque sólo fuera en apariencia, la tortilla se da la vuelta de una vez y para siempre, se forman camarillas hostiles, y entonces vienen los cambios al por mayor.

Yseut había conocido a Robert Warner un año antes de los acontecimientos que nos ocupan, íntimamente, dicho sea de paso; pero por ser uno de esos hombres que exigen de sus romances más que un menor estimulante corporal, la relación se había interrumpido en seco. Naturalmente Yseut siempre prefería ser quien rompiese esa clase de sociedades, y el hecho de que Robert, harto de ella hasta la saciedad, se le hubiera adelantado en esta ocasión, le había inspirado un odio profundo por el hombre y, como consecuencia lógica, un fuerte deseo de volver a atraparlo. Mecida por el traqueteo del tren, Yseut pensaba en la inminente visita del autor a Oxford, y en la mejor forma de aprovechar la oportunidad. Hasta entonces optó por concentrar su atención en un joven capitán de artillería que viajaba en el extremo opuesto, embebido al parecer en la lectura de Miss Blandish no quiere orquídeas y totalmente ajeno a la lentitud enloquecedora del tren. Varias veces intentó entablar conversación con el capitán, que al poco tiempo, empero, reanudaba la lectura con una sonrisa complacida, pero distante, y ella entonces, comprendiendo que no sacaría nada de allí, volvió a su rincón con una mueca de fastidio. «¡Oh diablos!», protestó. «Si al menos este maldito tren se moviera».

Helen era hermanastra de Yseut. El padre de ambas, experto en literatura francesa medieval y hombre que demostraba muy poco interés en todo lo que no fuera su especialidad, había tenido, sin embargo, el suficiente criterio mundano como para casarse con una mujer rica, e Yseut fue el primer fruto del matrimonio. La madre murió a los tres meses de nacer Yseut, dejándole la mitad de su fortuna en fideicomiso para cuando la niña tuviera veintiún años, con el resultado de que ahora Yseut era excesivamente rica. Antes de que la madre muriera, sin embargo, se había suscitado una violenta discusión centrada en el exótico nombre de Yseut, punto en que el marido había, insistido con firmeza inesperada. Los mejores años de su vida los había pasado en un intensivo y totalmente infructuoso estudio de los romances franceses de Tristán, y estaba resuelto a dejar tras de sí algún símbolo de esa inquietud; a la larga, fue el primer sorprendido al ver que se salía con la suya. A los dos años volvió a contraer matrimonio, y dos años después nacía Helen; en el segundo bautizo los más sarcásticos de sus amigos insinuaron que, de llegar nuevas hijas, se llamarían Nicolette, Heloise, Juliet y Cressida. Pero cuando Helen no tenía más que tres años, sus padres murieron en un accidente ferroviario, y a ella y a Yseut las crió una fría mujer de negocios, prima de su madre, que, cuando Yseut cumplió la mayoría de edad, la convenció (valiéndose sabe Dios de qué medios, ya que Yseut sentía viva antipatía por su hermanastra) de que firmara un acuerdo dejando a Helen, en caso de muerte, la totalidad de su fortuna.

Ahora bien, la antipatía era mutua. Para empezar, ambas hermanas eran diferentes en casi todo. Baja, rubia, delgada y bonita (con una belleza infantil que le hacía representar mucho menos edad de la que tenía), Helen miraba el mundo a través de sus enormes ojos azules de expresión candorosa, y no tenía nada de hipócrita. Aunque no muy intelectual en sus gustos, sabía llevar una conversación con inteligencia y humildad intelectual que complacía y halagaba a la vez. Era dada al flirteo, aunque sólo cuando no interfería en su trabajo, considerado por Helen con seriedad justificada, pero ligeramente cómica. En realidad para su juventud era una actriz bastante competente, y si bien carecía del brillante fulgor intelectual de la actriz de Shaw, en los papeles sencillos era encantadora, y dos años antes había obtenido éxito resonante y merecido encarnando a Julieta. Yseut tenía plena conciencia de la superioridad artística de su hermana, hecho que de ningún modo contribuía a crear una cordialidad adicional entre ellas.

Helen no había hablado en todo el trayecto. Concentrada, con el ceño ligeramente fruncido, leía Cimbelino, sin terminar de hallarla de su agrado. De vez en cuando, si el tren se detenía demasiado tiempo, soltaba un leve suspiro y miraba por la ventanilla, para en seguida volver la atención al libro. «Un mineral mortal», pensaba; ¿qué demonios querrá decir eso? ¿Y quién es hijo de quién, y por qué?

Sir Richard Freeman, jefe de Policía de Oxford, regresaba de una conferencia de su especialidad celebrada en Scotland Yard. Cómodamente reclinado en su asiento de primera, el pelo cano bien alisado y un brillo fiero en la mirada, sostenía en la mano un ejemplar de Los satíricos menores del siglo XVIII de Fen, y evidentemente estaba en categórico desacuerdo con las opiniones de ese experto sobre la obra de Charles Churchill. Enterado luego de esa crítica, Fen no se dejó impresionar: en público al menos no manifestó otra cosa que soberbia indiferencia hacia el tema. Y peculiar en verdad era la relación existente entre los dos hombres, ya que el principal interés de sir Richard era la literatura inglesa, y el de Fen la labor policíaca. Solían estarse exponiendo fantásticas teorías sobre sus respectivos trabajos, y cada uno terminaba demostrando profundo desdén por la idoneidad del otro; y cuando tocaban el tema de las novelas policíacas, de las que Fen era lector asiduo, casi siempre faltaba un tris para que llegasen a las manos, ya que Fen, con malicia, pero sin razón, insistía en que eran el único tipo de literatura que sostenía la verdadera tradición de la novelística inglesa, en tanto sir Richard volcaba su furia contra los problemas ridículos que planteaban esas novelas, y los métodos más ridículos aún empleados para resolverlos. Complicaba más todavía los vínculos que unían a ambos personajes el hecho de que Fen había solucionado varios casos en los que la policía había llegado a un punto muerto, mientras que sir Richard había publicado tres libros de crítica literaria (sobre Shakespeare, Blake y Chaucer) que los semanarios más entusiastas consideraron una crítica académica convencional que tornaba anticuados los conceptos del tipo vertido por Fen. Sin embargo, precisamente su condición de aficionados era la causa del éxito admirable de ambos; si alguna vez cambiaban los papeles, como un travieso colega de Fen sugirió cierta vez, Fen habría hallado la rutina policíaca tan intolerable como sir Richard las sutilezas minuciosas de la crítica de textos; así, en cambio, sus respectivas aficiones tenían una amplitud grácil y más bien indefinida que eliminaba esos detalles tediosos. Pese a todo, su amistad era de larga data, y cada uno disfrutaba enormemente en compañía del otro.

Sir Richard, absorto en el autor del Rosciad, ni siquiera por equivocación se percató del excéntrico comportamiento del tren. Después de apearse en Oxford con aire digno, consiguió un mozo y un taxi sin dificultad. Al subir al automóvil le vino a la mente el aforismo de Johnson sobre Churchill, «Un enorme y fértil majuelo», murmuró, con gran sorpresa del chófer, «un enorme y fértil majuelo». Después, con tono brusco, añadió: «¡No se quede papando moscas, hombre! A Ramsden House». El automóvil arrancó velozmente.

Donald Fellowes volvía de un entretenido fin de semana en Londres, dedicado a asistir a servicios religiosos e intervenir en esas interminables polémicas sobre música sacra, órganos, coros litúrgicos y los pecadillos y excentricidades de otros organistas: esa clase de debate que surge cada vez que se reúnen músicos de iglesia. Cuando el tren salió de Didcot, cerró los ojos, pensativo, y reflexionó sobre la conveniencia de modificar la puntuación del Benedicto, preguntándose hasta cuándo podría seguir atacando el final del Te Deum pianissimo sin que alguien protestara. Donald era bajo y moreno, de temperamento tranquilo, aficionado a las corbatas de lazo y a la ginebra, de aspecto completamente inofensivo (si acaso un poco demasiado indeciso), que se ganaba la vida como organista en el colegio de Fen, que he dado en llamar St. Christopher’s. De estudiante dedicaba tanto tiempo y esfuerzo a la música que sus profesores (entonces estudiaba historia) desesperaban de sacar algo de él, y el tiempo les daría la razón. A la cuarta tentativa el propio interesado y sus maestros desistieron, con gran alivio por ambas partes. Actualmente Fellowes se limitaba a matar el tiempo con su trabajo de organista, preparando vagamente algún examen, haciendo sus prácticas para obtener algún día el diploma de bachiller en Música, y esperando a que lo llamaran a filas. Interrumpía con frecuencia su distante contemplación de los cánticos, una contemplación mucho menos remota de Yseut, de quien estaba, según palabras posteriores de Nicholas Barclay, «muy seriamente enamorado». En cierta forma abstracta percibía los defectos del objeto de su adoración, pero cuando estaba con ella esos defectos perdían toda importancia; no había nada que hacer, Yseut Haskell lo había hecho su esclavo. Pensando en ella se sintió de pronto profundamente desdichado, y las continuas paradas del tren sumaban irritación a su infortunio. «¡Maldita mujer!», dijo para sus adentros. «Y maldito tren… ¿Podrá Ward con ese solo el domingo? Malditos sean todos los compositores por poner “La” agudos en los solos».

Nicholas Barclay y Jean Whitelegge partieron de Londres juntos, después de almorzar malhumorados y silenciosos en Victor’s. Los dos estaban interesados en Donald Fellowes, Nicholas porque lo consideraba un músico brillante que permitía que una mujer lo manejase a su antojo; Jean porque estaba enamorada de él (con el resultado lógico de que le sobraban razones para odiar a Yseut). Verdad es que Nicholas no era quién para criticar a los demás por malograr su talento. De estudiante le habían pronosticado una carrera académica sobresaliente, y entonces había comprado, y leído, todas esas voluminosas ediciones anotadas de los clásicos ingleses que traen la mayor parte de las páginas llenas de comentarios (con un leve reconocimiento hacia el autor en la forma de dos o tres líneas de texto arriba, cerca del número de la página), y cuyo estudio se considera esencial para cuantos tienen la audacia de poner los ojos en un título universitario. Por desgracia, varios días antes del último examen, Nicholas tuvo la aciaga ocurrencia de poner en duda los verdaderos objetivos de la erudición académica. A medida que un libro siguiera a otro, y que las investigaciones se sucediesen, ¿llegaría el día en que se hubiera dicho la última palabra en un tema determinado? Y de no ser así, ¿para qué tanto esfuerzo? Eso no sería nada, razonaba Nicholas, si por lo menos proporcionara placer, pero en su caso no era así. Entonces, ¿qué objeto tenía continuar? No hallando respuesta adecuada a tales argumentos, había dado el paso lógico, o sea abandonar el estudio por completo y dedicarse a la bebida, con calma, pero con persistencia. Al no presentarse a examen, y hacer oídos sordos a reproches y recriminaciones, lo habían expulsado, pero como poseía recursos propios, eso no lo perturbó en lo más mínimo, y desde entonces se conformó con deambular por los bares de Oxford y Londres, cultivar un sentido del humor ligeramente irónico, hacer numerosas amistades y circunscribir sus lecturas a Shakespeare con exclusividad, de cuyas obras podía recitar largos versos de memoria; en las circunstancias actuales hasta había superado la necesidad del libro, y sencillamente podía quedarse cruzado de brazos pensando en Shakespeare, con gran fastidio de sus amigos, que consideraban esa actitud como el colmo de la ociosidad. Mientras el tren avanzaba hacia lo que el propio Nicholas había descrito cierta vez, refiriéndose a su cualidad de pletórico de música, como la Ciudad de los Coros Gritones, se entretenía en dar largos besos a un frasco de whisky y en repasar mentalmente escenas de Macbeth. «Los miedos presentes asustan menos que el horror imaginado: mi pensamiento, cuyo crimen no pasa, empero, de fantástico…».

De Jean no hay tanto que decir. Alta, morena, con gafas y aspecto bastante vulgar, tenía dos intereses en la vida: Donald Fellowes y el Club Teatral de la Universidad de Oxford, grupo de estudiantes que presentaban insulsas obras experimentales (como suelen hacer esos grupos), y del que era secretaria. En lo tocante al primero de estos dos intereses, asumía decididamente las proporciones de obsesión. «Donald, Donald, Donald», pensaba, aferrando con desesperación el brazo del asiento: Donald Fellowes. «¡Oh, diablos! Esto no puede seguir así. Al fin de cuentas está enamorado de Yseut, no de ti…, la muy bruja. Bruja egoísta, presumida. Si no existiera…, si por lo menos alguien…».

Nigel Blake estaba satisfecho, y pensaba en muchas cosas mientras el tren corría: en la alegría que le daría volver a ver a Fen; en lo que le había costado sacar un sobresaliente en inglés hacía tres años; en la vida laboriosa e interesante que llevaba desde entonces, como periodista; en cuánto habían tardado esos quince días de vacaciones, de los cuales pasaría por lo menos siete en Oxford; en que vería la nueva obra de Robert Warner, que con seguridad vala la pena; y, por encima de todo, en Helen Haskell. «Despacio», se reconvino mentalmente, «todavía no la has tratado. Despacio. Es peligroso enamorarse de alguien a quien sólo se ha visto de lejos, en un escenario. Lo más probable es que resulte vanidosa y antipática; o que está comprometida; o casada. Y, al fin y al cabo, seguramente estará rodeada de hombres, y es ridículo suponer que vas a conseguir que se fije en ti en el corto plazo de una semana, cuando ni siquiera te la han presentado…».

«De cualquier modo», añadió decidido, para sí, «voy a hacer la prueba».

Todas esas personas iban a distintos puntos de Oxford: Fen y Donald Fellowes regresaban a St. Christopher’s; Sheila McGaw a su apartamento de Walton Street; Sir Richard Freeman a su casa de Boar’s Hill; Jean Whitelegge a su colegio; Helen e Yseut al teatro y posteriormente a su piso de Beaumont Street; Robert, Rachel, Nigel y Nicholas al Mace and Sceptre, en el centro de la ciudad. El jueves once de octubre todos estaban en Oxford.

Y en la semana siguiente tres de esas once personas morirían de muerte violenta.