«Este mundo —asegura Nietzsche— es la voluntad de poder, y únicamente ella.»[593] Tales palabras son una adaptación de las conclusiones con que Schopenhauer cierra su magnum opus; el modo en que Nietzsche acostumbra a hablar de la «voluntad de poder», inclina a pensar que no hizo sino transformar la voluntad de existencia o voluntad de vivir de Schopenhauer en voluntad de poder. Aunque esta impresión es, en cierto modo, correcta, no debemos pensar que Nietzsche imagina el mundo como apariencia de una unidad metafísica que lo trasciende. Nunca se cansa de combatir la distinción entre este mundo, identificado con una realidad meramente fenoménica, y una realidad trascendente que es «realmente real». El mundo no es para él una ilusión. La voluntad de poder no existe en un estado de trascendencia. El mundo, el universo, es una unidad, un devenir; y es la voluntad de poder en el sentido en que tal voluntad es su carácter inteligible. En todas partes y en cada cosa podemos ver cómo se expresa a sí misma la voluntad de poder. Y aunque quizá pudiera decirse que tal voluntad constituye para Nietzsche la realidad interna del universo, sólo existe en sus manifestaciones. La teoría de Nietzsche es, por tanto, una interpretación del universo, un modo de enfocarlo y describirlo, más que una doctrina metafísica sobre una realidad que subyace tras el mundo visible y lo trasciende.
En el fondo del pensamiento de Nietzsche se encuentra, está claro, la huella de Schopenhauer. Pero Nietzsche no pasó inmediatamente de la lectura de El mundo como voluntad y representación a elaborar una teoría general del universo. Más bien, lo que hizo fue descubrir manifestaciones de la voluntad de poder en los procesos físicos humanos y extender esta idea a la vida orgánica en general. En Más allá del bien y del mal subraya que el método lógico nos impulsa a preguntarnos si podemos hallar un principio informador, una forma básica de actividad causal, a través de la cual podamos unificar los fenómenos vitales. En la voluntad de poder encuentra tal principio. «Toda cosa viva busca, ante todo, descargar su fuerza; la misma vida es voluntad de poder, la autoconservación es, tan sólo, una de las consecuencias indirectas y más comunes de ella.»[594] De ahí Nietzsche extiende tal principio informador al mundo como un todo. «Dado que hemos podido explicar toda nuestra vida instintiva como el desarrollo y la ramificación de una forma fundamental de voluntad, es decir, la voluntad de poder, de acuerdo con mi tesis; dado que pueden referirse todas las funciones orgánicas a tal voluntad de poder…, estamos en el derecho de definir toda fuerza activa como voluntad de poder. El mundo contemplado desde dentro de sí mismo, el mundo definido y caracterizado de acuerdo con su ‘carácter inteligible’, sería ‘voluntad de poder’ y nada más.»[595]
Por tanto, la teoría nietzscheana de la voluntad de poder, más que una tesis metafísica a priori, es una hipótesis empírica radical. Si creemos, dice, en la causalidad de la voluntad, lo que es, realmente, creer en la causalidad misma, «debemos intentar afirmar la hipótesis de la causalidad de la voluntad como forma única de causalidad,».[596] En idea de Nietzsche, al menos, la teoría era una hipótesis explicativa, y en su proyectada magnum opus planeaba aplicarla a diferentes clases de fenómenos, mostrando cómo podrían unificarse mediante tal hipótesis. Las notas que tomó para esta tarea nos indican la trayectoria de su pensamiento y en las dos secciones siguientes me propongo dar algunos ejemplos de sus reflexiones.
«El conocimiento —insiste Nietzsche—, obra como un instrumento del poder. Es obvio, por tanto, que aumenta con el aumento del poder…»[597] El deseo de conocimiento, la voluntad de saber, depende de la voluntad de poder, es decir, del impulso de un tipo determinado de seres de dominar un cierto campo de la realidad y ponerlo a su servicio. El objetivo del conocimiento no es saber, en el sentido de comprender la verdad absoluta en sí misma, sino controlar. Nuestro deseo de elaborar esquemas, de imponer orden y forma a la multiplicidad de sensaciones e impresiones con la amplitud que nuestras necesidades prácticas exigen. La realidad es un devenir; somos nosotros quienes la transformamos en un ser, imponiendo normas estables al flujo del devenir. Tal actividad es una manifestación de la voluntad de poder. La ciencia, por tanto, puede definirse o describirse como la «transformación de la naturaleza con el propósito de gobernarla».[598]
El conocimiento es, por supuesto, un proceso de interpretación. Pero este proceso está basado en las necesidades vitales y expresa el deseo de controlar el flujo del devenir, incontrolable de otro modo. Es cuestión de extraer una interpretación del interior de la realidad, más que de, digamos, sobre ella o fuera de ella. Por ejemplo, el concepto del yo o del self (sí mismo) como una substancia permanente es una interpretación impuesta al flujo del devenir, es una creación nuestra que obedece a motivos prácticos. Ciertamente, la idea de que somos «nosotros» quienes interpretamos los estados psíquicos como similares y quienes los atribuimos a un sujeto permanente, enreda a Nietzsche en dificultades obvias y, a juicio del autor, insolubles. Sin embargo, su argumento general es que no podemos sostener legítimamente la objetividad de una interpretación en base a su utilidad. Pero una mentira útil, una interpretación carente de objetividad, en el sentido en que la entienden los que creen en una verdad absoluta, podría ser indispensable y estar justificada por nuestras necesidades.
Ahora bien, de acuerdo con Nietzsche, no existe la verdad absoluta. El concepto de verdad absoluta es una invención de los filósofos, insatisfechos del mundo del devenir y que anhelan el mundo confortable del ser. «La verdad es ese género de error sin el cual un determinado tipo de seres vivos no podría vivir. La valoración de la vida es, en definitiva, lo más importante.»[599]
Algunas «ficciones», claro está, son muy útiles, y prácticamente necesarias para los hombres, por lo que éstos pasan a considerarlas dogmas indiscutibles. Por ejemplo, «que existen cosas permanentes, que existen cosas iguales, que existen cosas, substancias, cuerpos…».[600] Fue necesario, para poder vivir, que el concepto de cosa o de substancia se impusiese al flujo constante de los fenómenos. «Los seres que no ven correctamente tienen ventajas frente a los que ven que todo ‘fluye’.»[601] Del mismo modo, la ley de la causalidad ha sido asimilada hasta un punto tal por los hombres que «no creer en ella significaría la ruina de nuestra especie».[602] Lo mismo podríamos decir de las leyes de la lógica.
Las ficciones que han mostrado ser menos útiles que otras, o claramente nocivas, se consideran «errores». Sin embargo, aquellas que han probado su utilidad para la especie y han alcanzado el rango de «verdades» indiscutibles, han pasado a formar parte del lenguaje. Precisamente en esto radica el peligro, podemos confundirlas con el lenguaje e imaginar que nuestro modo de hablar sobre el mundo refleja necesariamente la realidad. «Las palabras y los conceptos nos extravían constantemente, llevándonos a creer que las cosas pensadas son más simples de lo que realmente son, que existe una separación entre ellas, que son indivisibles y que existen por sí mismas. Una mitología filosófica yace oculta bajo el lenguaje, y surge continuamente, por mucho cuidado que pongamos.»[603]
Todas las «verdades» son «ficciones»; todas las ficciones son interpretaciones; todas las interpretaciones son perspectivas. Hasta cada instinto tiene una perspectiva propia, un punto de vista que procura imponer a los otros instintos. Las categorías racionales son también ficciones lógicas, perspectivas lógicas, no necesariamente verdades, no formas a priori. Dentro de un punto de vista de perspectiva caben, claro está, diferencias. Algunas perspectivas demuestran ser prácticamente indispensables para el bienestar de la raza. Otras, sin embargo, no lo son en absoluto. En este punto la importancia de las valoraciones adquiere especial relieve. Por ejemplo, el filósofo que interpreta el mundo como la apariencia de un Absoluto que trasciende al cambio y es lo único «realmente real», adopta una perspectiva basada en una valoración negativa del futuro del mundo. Tal actitud muestra, al mismo tiempo, qué tipo de hombre es.
La objeción elemental que podemos enfrentar a la visión nietzscheana de la verdad es que presupone la posibilidad de ocupar una perspectiva absoluta desde la cual puede afirmarse la relatividad de toda verdad, o su carácter ficticio, y que tal presupuesto entra en contradicción con la interpretación relativista de la verdad. Esta objeción no perdería su valor aunque Nietzsche aceptase que también su visión del mundo, y aun de la verdad, constituía una perspectiva, una «ficción».[604] Una pequeña reflexión es suficiente para ver esto con claridad. Aun así, es interesante observar cómo Nietzsche se anticipa a John Dewey en el uso de un enfoque instrumental o pragmático de la verdad, incluso frente a la firme solidez de la verdad absoluta, tanto lógica como teórica. Para él, aun los principios lógicos fundamentales, son simple expresión de la voluntad de poder, instrumentos que posibilitan al hombre el dominio del flujo del devenir.
Si Nietzsche está dispuesto a aplicar su noción de verdad a las supuestas verdades eternas, deberá hacer lo mismo, a fortiori, en lo que respecta a las hipótesis científicas. La teoría atómica, por ejemplo, es, de hecho, una ficción, es decir, un esquema impuesto a los fenómenos por los científicos con el fin de controlarlos.[605] No podemos hacer otra cosa que expresarnos como si realmente existiese una distinción entre la posición de la fuerza o la energía y la fuerza misma. Sin embargo, esto no debe impedirnos ver que el átomo, como entidad, como lugar de energía, es un símbolo inventado por el científico, una proyección mental.
Si damos por supuesto el carácter ficticio de la teoría atómica, podemos pasar a decir que cada átomo es un quantum de energía o, mejor, de la voluntad de poder, que procura descargar su energía, irradiar su fuerza, su poder. Las llamadas leyes físicas representan relaciones de poder entre dos o más fuerzas. Necesitamos unificar, necesitamos fórmulas matemáticas para poder abarcar, clasificar, controlar. Pero esto no prueba que las cosas obedezcan leyes, en el sentido de reglas, o que existan cosas substanciales que ejerzan fuerza o poder. Existen, simplemente, «quanta dinámicos en una relación de tensión con otros quanta dinámicos».[606]
En lo que respecta al mundo orgánico, «llamamos vida a una pluralidad de fuerzas, unidas por un proceso nutritivo común».[607] Podríamos definir la vida como «una forma permanente de procesos de afirmaciones de fuerza, en la cual los distintos contendientes se desarrollan desigualmente».[608] Dicho de otro modo, el organismo es una compleja maraña de sistemas que giran y se desarrollan alrededor del sentimiento de poder y que, siendo expresión de la voluntad de poder, busca obstáculos con el fin de superarlos. Por ejemplo, la alimentación y la asimilación son interpretadas, por Nietzsche, como manifestaciones de la voluntad de poder. Lo mismo podemos decir de todas las demás funciones orgánicas.
Por lo que se refiere a la evolución biológica, Nietzsche ataca al darwinismo. Insiste, por ejemplo, en que durante la mayor parte del tiempo invertido en la formación de un órgano determinado, éste no es de utilidad para su poseedor y no puede ayudarle en su lucha contra las «circunstancias externas» y contra sus enemigos. «Darwin sobreestima de modo absurdo la influencia de las ‘circunstancias externas’. El factor esencial del proceso vital es, precisamente, el tremendo poder para crear y construir formas desde dentro, un poder que usa y explota el medio ambiente.»[609] Además, el supuesto de que la selección natural obra en favor del desarrollo de las especies y de los individuos más fuertes y mejor constituidos de éstas, es, para Nietzsche, gratuito. Precisamente, los mejores individuos son los que perecen y los mediocres los que sobreviven. Salvo excepciones, los mejores son débiles en comparación con la mayoría. Tomados individualmente, los miembros de la mayoría pueden ser inferiores, pero cuando se agrupan, bajo la influencia del miedo y de los instintos gregarios, son más poderosos.
Por tanto, si basamos nuestros valores morales en los datos de la evolución, debemos concluir que «la mediocridad tiene mayor valor que los individuos excepcionales, y que los decadentes son más valorados que los mediocres».[610] Pero los valores más altos hay que buscarlos entre los individuos superiores que, en su soledad, se ven estimulados a proponerse metas sublimes.
En el campo de la psicología humana, Nietzsche encuentra una gran oportunidad de diagnosticar las manifestaciones de la voluntad de poder. Por ejemplo, rechaza, por considerarla totalmente infundada, la teoría psicológica en que se basa el hedonismo, principalmente la noción de que la persecución del placer y la huida del dolor son los motivos fundamentales de la conducta humana. Según Nietzsche placer y dolor son fenómenos concomitantes en la lucha por un aumento de poder. El placer puede definirse como el sentimiento de aumento de poder, y el dolor como el resultado de sentir obstaculizada la voluntad de poder. Al mismo tiempo, el dolor actúa a veces como estímulo de tal voluntad. Todo triunfo presupone un obstáculo, una barrera que debe superarse. Es, por tanto, absurdo considerar al dolor como puro mal. El hombre lo necesita constantemente como estímulo para impulsar su esfuerzo y para obtener nuevas formas de placer que acompañan a los resultados de los triunfos que el dolor incita a perseguir.
Aunque no podamos entrar en detalles del análisis psicológico de Nietzsche, es digno de destacar el importante papel que juega en él el concepto de sublimación. A su entender, por ejemplo, la automortificación y el ascetismo pueden ser formas sublimadas de una crueldad primitiva que es una expresión de la voluntad de poder. Suscita, además, la cuestión de por qué se subliman los instintos en, digamos, la visión estética del mundo. En todas partes ve Nietzsche la acción, a veces tortuosa y oculta, de la voluntad de poder.
Según Nietzsche, el rango está determinado por el poder. «Es la cantidad de poder lo que determina y diferencia los rangos.»[611] De aquí podríamos deducir que si la mayoría mediocre posee mayor poder que los individuos no mediocres, también posee un valor superior al de éstos. Pero éste no es, claro está, el punto de vista de Nietzsche. Él entiende el poder como una cualidad intrínseca del individuo. Así dice, «yo distingo entre un tipo que representa la vida ascendente y otro que representa la decadencia, la descomposición, la debilidad».[612] Aunque la mayoría mediocre unida lograse el poder, no representaría la vida ascendente.
Sin embargo, los mediocres son necesarios. «Una cultura elevada puede existir únicamente sobre una amplia base, sobre una mediocridad poderosa y profundamente consolidada.»[613] De hecho, desde este punto de vista, Nietzsche da la bienvenida a la expansión del socialismo y de la democracia. Ambos ayudan a crear los requisitos básicos de la mediocridad. En un famoso pasaje de la primera parte de Zarathustra, lanza un ataque contra el Estado nacional, «el más frío de todos los fríos monstruos»,[614] el nuevo ídolo que se erige a sí mismo como objeto de adoración e intenta reducirlo todo a un estado común de mediocridad. Pero aunque condena al Estado nacional desde este punto de vista, principalmente por impedir el desarrollo de individuos excepcionales, insiste también en que la mediocridad es necesariamente un medio para un fin: la aparición de un tipo superior de hombre. No es misión de la nueva casta o tipo de hombres más elevado, dirigir a las masas como un pastor dirige su rebaño. Es más bien función de las masas colocar los fundamentos sobre los cuales los nuevos supuestos señores de la tierra puedan dirigir su propia vida, y hacer posible que surjan tipos de hombres aún más superiores. Pero, antes de que esto suceda, han de venir los nuevos bárbaros, según expresión de Nietzsche, que quebrarán el dominio real de las masas, y harán posible, así, el desarrollo libre de individuos excepcionales.
Como un acicate y una meta para los hombres potencialmente superiores, Nietzsche ofrece el mito del superhombre (der Übermensch). «No la ‘humanidad’ sino el superhombre es la meta.»[615] «El hombre es algo que debe ser superado; el hombre es un puente y no un fin.»[616] Pero no debemos deducir de ahí que del hombre surgirá el superhombre a causa de un proceso inevitable. El superhombre es un mito, una meta para la voluntad. «El superhombre es el sentido de la tierra. Deja a tu voluntad decir; el superhombre tiene que ser el sentido de la tierra.»[617] Nietzsche asegura que «el hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, una cuerda sobre un abismo».[618] Pero el hombre no va a evolucionar hasta el superhombre por un proceso de selección natural. De acuerdo con este proceso la cuerda podría caer al abismo. El superhombre no podrá llegar a menos que los individuos superiores tengan la audacia de transformar todos los valores, de quebrar las viejas tablas de valores, especialmente los valores cristianos, y crear otros nuevos partiendo de su vida y de su poder fecundos. Los nuevos valores marcarán una dirección y una meta a los hombres superiores, y el superhombre es, será, su personificación.
Si reprocháramos a Nietzsche su incapacidad para dar una descripción, clara del superhombre, podría replicarnos que, como éste no ha existido aún, difícilmente podría hacer de él una descripción detallada. Pero, aun así, si la idea del superhombre está destinada a actuar como un acicate, un estímulo y una meta, debe poseer algún contenido. Podríamos decir, quizá, que es el concepto de la integración y el desarrollo más altos posibles del poder intelectual, la fortaleza de carácter y de voluntad, la independencia, la pasión, la habilidad y el físico. Nietzsche alude en una ocasión a «el César romano con el alma de Cristo».[619] El superhombre podría ser Goethe y Napoleón en una sola persona, apunta Nietzsche, o el dios epicúreo apareciendo de nuevo sobre la tierra. Sería un hombre profundamente culto, adornado de todas las gracias corporales, poderoso y tolerante a la vez, sin considerar nada prohibido salvo la debilidad, ya bajo la forma de «virtud» ya bajo la de «vicio», el hombre que ha llegado a ser totalmente libre e independiente y que afirma la vida y el universo. En conclusión, el superhombre es todo lo que hubiese anhelado ser el afligido, el solitario, el atormentado y olvidado herr professor doctor Friedrich Nietzsche.
El lector de Zarathustra puede fácilmente pensar que la idea del superhombre, conjugada con la de la transformación de los valores, es la principal de la obra. Y puede sentirse inclinado a concluir que Nietzsche aboga, en definitiva, por un desarrollo constante de las potencias del hombre. Pero Zarathustra no es únicamente el profeta del superhombre sino también el maestro de la doctrina del eterno retorno. Además, en Ecce Homo, Nietzsche nos informa de que la idea fundamental de Zarathustra es la del eterno retorno, que considera «la más alta fórmula de la actitud afirmativa hacia la vida que se haya logrado jamás».[620] También nos dice que este «pensamiento fundamental»[621] de la obra aparece por vez primera en el aforismo último de La Gaya Ciencia. Si, por lo tanto, la doctrina del eterno retorno es la idea fundamental de Zarathustra, difícilmente podemos menospreciarla considerándola una excrecencia extraña en la filosofía de Nietzsche.
Seguramente Nietzsche halló la idea del eterno retorno deprimente y opresiva, pero, como pronto afirmó, la usó como prueba de su fortaleza, de su capacidad de decir «sí» a la vida tal como es. Así, en el notable aforismo de La Gaya Ciencia imagina a un espíritu apareciendo ante él y diciéndole que su vida, hasta en sus detalles más nimios, retornará de nuevo innumerables veces. Se plantea entonces si ha de dejarse vencer por este pensamiento y maldecir al mensajero, o aceptar el mensaje con un espíritu de afirmación de la vida, considerando que el eterno retorno coloca el sello de la eternidad sobre el mundo del devenir. De modo similar, en Más allá del bien y del mal, habla del hombre que acepta el mundo, el cual desea jugar de nuevo un sinnúmero de veces, y que grita encare no sólo al juego sino también a los actores. Nietzsche esgrime la idea contra la «estrechez y la simplicidad mitad alemanas, mitad cristianas»[622] con la que se presenta el pesimismo de la filosofía de Schopenhauer. Además, en la tercera parte de Zarathustra, habla del sentimiento de disgusto ante el hecho de que, aun el hombre más inferior retornará, y que él mismo ha de «volver de nuevo a su propio yo para vivir una vida idéntica, en sus más importantes y en sus más nimios acontecimientos».[623] Entonces procede a dar la bienvenida a ese retorno. «Oh, ¿cómo podría no arder en esta eternidad, en este círculo que enlaza los círculos: el círculo del retorno?»[624] Asimismo, en las notas para su magnum opus se refiere varias veces a la teoría del eterno retorno como un gran pensamiento disciplinario, opresivo y liberador a la vez.
Al mismo tiempo, presenta la teoría como una hipótesis empírica, y no meramente como un pensamiento aleccionador o una prueba de la fuerza interior. Leemos así que «el principio de conservación de la energía exige el retorno eterno»,[625] Si podemos considerar el mundo como un quantum determinado de fuerza o energía y como un número determinado de centros de fuerza, se sigue de ello que el proceso del mundo habrá de tomar la forma de sucesivas combinaciones de centros, siendo el número de tales combinaciones determinable en principio, es decir, finito. «En un tiempo infinito se deberían haber dado todas las combinaciones posibles. Como entre cada combinación y su retorno subsiguiente tendrían que darse todas las otras combinaciones posibles, y como cada una de ellas condiciona la sucesión total de combinaciones en las mismas series, ha de existir un ciclo de series absolutamente idénticas.»[626]
Una de las razones principales de la insistencia de Nietzsche en la teoría del eterno retorno es que le permite salvar un vacío de su filosofía. Traza sobre el flujo del devenir la imagen del ser, sin crear un ser que trascienda al universo. Además, al impedir la introducción de una deidad trascendente, corta el paso al panteísmo, a una nueva introducción subrepticia del concepto de Dios bajo el nombre de universo. De acuerdo con Nietzsche, si decimos que el universo nunca se repite, pero siempre está creando nuevas formas, manifestamos un anhelo de la noción de Dios. El propio universo se asimila al concepto de un Dios creador, y tal asimilación es excluida por la teoría del eterno retorno. La teoría excluye también, evidentemente, la idea de un «más allá» personal, sin embargo, crea un sustituto de la misma aunque la posibilidad de vivir la propia vida de nuevo, en todos sus detalles y un número sin fin de veces, sólo pueda ejercer una atracción muy limitada. En otras palabras, la teoría del eterno retorno expresa la resuelta voluntad de Nietzsche de aceptar el mundo (Diesseitigkeit). El universo está cerrado en sí mismo, su significación es puramente inmanente, y el hombre verdaderamente fuerte, el auténtico hombre dionisíaco, afirmará este universo con firmeza, con coraje y aun con alegría, despreciando el escapismo como una manifestación de debilidad.
Se ha dicho algunas veces que la teoría del eterno retorno y la del superhombre son incompatibles. Pero tal afirmación tiene escaso valor argumental, y difícilmente podemos decir que son lógicamente incompatibles. La teoría de los ciclos de retorno no excluye la del deseo del superhombre, o del superhombre mismo. Si bien es cierto que la teoría del eterno retorno elimina el concepto del superhombre como objetivo final de un proceso de creación no repetible, también lo es que Nietzsche no admite tal concepto, sino que, por el contrario, lo excluye por considerarlo una reintroducción subrepticia de una interpretación teológica del universo.
Algunos discípulos de Nietzsche han procurado transformar su pensamiento en un sistema, que aceptan como una especie de evangelio e intentan propagar. Pero, hablando en términos generales, su influencia ha tomado la forma de pensamiento estimulante en distintas direcciones. Esta influencia estimulante ha sido muy amplia, pero no ha tenido un carácter uniforme. Nietzsche ha significado distintas cosas para distintas gentes. En el campo de la moral y de los valores, por ejemplo, ha contribuido al desarrollo de una crítica naturalista de la moral, en unos casos, mientras que en otros ha llevado a elaborar un fenomenología de los valores. Otras personas, con una mente filosófica menos académica, se han sentido más atraídas por su teoría de la transformación de los valores. En el campo de la filosofía social y cultural algunos lo han utilizado para atacar a la democracia y al socialismo en favor de doctrinas como el nazismo, mientras que otros lo han presentado como un gran europeo, o un gran cosmopolita, un hombre que estaba por encima de cualquier punto de vista nacionalista. Para algunos ha sido, sobre todo, el hombre que diagnosticó la decadencia y el inminente colapso de la civilización occidental, y para otros su filosofía encarnaba el auténtico nihilismo, para el cual él precisamente proclamaba poseer el remedio. En el campo de la religión es para unos un ateo radical, empeñado en demostrar la perniciosa influencia de las creencias religiosas; otros han visto tras su vehemente ataque al cristianismo la evidencia de una preocupación fundamental por el problema de Dios. Algunos lo han analizado principalmente desde el punto de vista literario, como un hombre que supo desarrollar la potencialidad del lenguaje alemán; otros, como Thomas Mann, han sido influidos por su distinción entre los puntos de vista y las actitudes apolíneas y dionisíacas; otros aún, se sienten atraídos por sus análisis psicológicos.
Evidentemente, el método de expresión de Nietzsche es responsable, en parte, de esta diversidad de interpretaciones, ya que muchos de sus libros consisten en aforismos. Sabemos que en algunos casos anotaba los pensamientos que le asaltaban en sus paseos solitarios y los unía después formando un libro. Los resultados son los que de un método tal se puede esperar. Por ejemplo, una reflexión sobre la sumisión de la vida burguesa, y el heroísmo y el autosacrificio presentes en la guerra y en el carácter del guerrero, da lugar a un aforismo o a un pasaje en favor de la guerra y de los guerreros en un momento, mientras que en otra ocasión la reflexión sobre el mismo tema le lleva a escribir sobre la destrucción y la devastación, sobre la pérdida de los mejores elementos de la nación, a menudo sin ganancia apreciable para ésta, sólo en beneficio de un puñado de individuos egoístas, y a concluir condenando la guerra como estúpida y suicida, igual para los vencedores que para los vencidos. De este modo, el comentador tanto puede presentar a Nietzsche como un amante de la guerra, como considerarlo un pacifista. Todo lo que se requiere para aclarar la cuestión es una selección cuidadosa de los textos.
Complica la situación, evidentemente, la relación de la filosofía de Nietzsche con su vida y sus problemas personales. Podemos, además de centrar la atención en la palabra escrita, desarrollar una interpretación psicológica de su pensamiento y, tal como antes apuntamos, es posible hacer una interpretación existencial del significado del todo complejo que forman su vida y su obra.
Es indiscutible que Nietzsche fue, en algunos aspectos, un pensador agudo y profético. Consideremos, por ejemplo, sus investigaciones en el campo de la psicología. Aunque no aceptemos como válido todo su análisis, debemos reconocer que formuló un número importante de ideas que han pasado a ser de uso común en la moderna psicología. Basta con que consideremos su teoría de los ideales y motivaciones que operan encubiertamente o su concepto de la sublimación. Su uso del principio de la voluntad de poder como clave de la psicología humana es una idea que encuentra su expresión clásica en la teoría psicoanalista de Alfred Adler, aunque podamos añadir que Nietzsche lo exagera en extremo, y que, cuanto más amplia se hace la idea, más indefinido pasa a ser su contenido.[627] Al mismo tiempo, el experimento de Nietzsche de usarla como clave de la vida psíquica del hombre, lleva a centrar la atención sobre la actuación de un impulso poderoso, aunque no sea único. Además, si nos detenemos a contemplar los acontecimientos del siglo XX, a la luz de la predicción nietzscheana de la llegada de los «nuevos bárbaros» y de las guerras mundiales, no podemos dejar de reconocer que tuvo una profunda visión de la situación, muy superior a la de sus contemporáneos que se entregaban a una fe optimista y complaciente en la inevitabilidad del progreso.
Aunque Nietzsche tuvo una visión clara en muchas cuestiones, fue, sin embargo, miope en otras. Por ejemplo, cometió un fallo al no haber prestado atención suficiente al problema de si su distinción entre vida ascendente y descendente, y la que estableció entre tipos superiores e inferiores de hombres, no presuponía tácitamente una auténtica objetividad de los valores que él rechazaba. Podría, claro está, hacerlo cuestión de gusto y de preferencia estética, tal como afirmó a veces. Pero entonces puede plantearse un problema semejante respecto a los valores estéticos, aunque quizá la distinción entre lo alto y lo bajo pase a ser simplemente cuestión de sentimiento subjetivo y no se exige que los sentimientos de uno hayan de ser aceptados por los demás como una norma. Además, como ya hemos indicado antes, Nietzsche no prestó la atención necesaria al problema de cómo el hombre puede imponer una estructura inteligible al flujo del devenir, estando él mismo sometido a dicho flujo, y existiendo como sujeto sólo como parte de la estructura que intenta imponer.
En lo que respecta a la actitud de Nietzsche hacia el cristianismo, su ataque cada vez más violento contra él va acompañado de una progresiva incapacidad de hacerle justicia. Puede decirse que la vehemencia de su ataque es expresión en parte de una tensión interna y de una incertidumbre que intenta ahogar.[628] Como él mismo decía, tenía sangre de teólogos en sus venas. Pero, si hacemos abstracción de la vehemencia y la unilateralidad de su ataque al cristianismo en particular, podemos decir que esta actitud forma parte de su campaña general contra todas las creencias y todas las filosofías que, como el idealismo metafísico, atribuye al mundo, a la existencia humana y a la historia, un significado, un propósito, o una meta, distinto al impuesto libremente por el hombre mismo.[629] El rechazar la idea de que el mundo ha sido creado por Dios con un propósito, o que es la automanifestación de la idea absoluta del espíritu, da al hombre la libertad de atribuir a la vida el sentido que él quiera darle. Y la vida no tiene otro sentido.
La idea de Dios, sea teísta o panteísta, da así paso al concepto del hombre como ser que da sentido al mundo y crea valores. ¿No podríamos, sin embargo, decir que es, en último término, el propio mundo el que tiene la última palabra, y que el hombre, que le otorga sentido y establece la moral, es absorbido como una mota insignificante de polvo por los ciclos sin sentido de la historia? Si esto es así, el esfuerzo del hombre para dar sentido y valor a su vida aparece como un «No» desafiante, como un rechazo a la falta de sentido del universo, más que como una actitud positiva respecto a éste.[630] ¿Debemos por el contrario decir que la interpretación del mundo como carente de un sentido preestablecido, o de un propósito, y como una serie de ciclos sin fin es una ficción que manifiesta la voluntad de poder del hombre? Si así es, la cuestión de si el mundo tiene o no un sentido dado, o un propósito, sigue en pie.
Una cuestión final. Los filósofos profesionales que leen a Nietzsche pueden interesarse especialmente en su crítica de la moral, o en su análisis fenomenológico, o en sus teorías psicológicas, pero lo que probablemente llame la atención del lector común son los remedios que el filósofo expone contra la amenaza de lo que denomina nihilismo, la crisis espiritual del hombre moderno. Será su idea de la transformación de los valores, su concepción del orden de rangos y el mito del superhombre lo que atraerá su atención. Podemos decir, sin embargo, que lo realmente significativo, en lo que podríamos llamar el aspecto no académico de Nietzsche, no son sus supuestos antídotos contra el nihilismo sino más bien su propia existencia y su pensamiento, como expresión dramática de una viva crisis espiritual para la cual no hay ninguna salida en su propia filosofía.