A pesar de sus incursiones en la metafísica, tanto materialistas como neokantianos se oponían a la idea de la metafísica como vía de conocimiento positivo. Los primeros apelaron, como justificación, al pensamiento científico, apoyándose los segundos en la teoría kantiana de los límites del conocimiento teórico del hombre. Hubo también un grupo de filósofos que llegaron a la filosofía partiendo de una u otra rama de las ciencias empíricas, persuadidos como estaban de que la visión científica del mundo ha de completarse con la reflexión metafísica. No estaban convencidos de que un sistema metafísico válido pudiera elaborarse a priori o sin tener en cuenta nuestro conocimiento científico. Tendían a considerar las teorías metafísicas como hipotéticas y como merecedoras de un mayor o menor grado de probabilidad. Podemos, pues, hablar de ellas como de metafísicas inductivas.
La metafísica inductiva ha tenido representantes destacados, siendo el más notable, quizás, Henri Bergson. Pero, probablemente, pocas personas están dispuestas a afirmar que la metafísica inductiva alemana de la segunda mitad del siglo XIX es de la misma talla que la de los grandes idealistas. Y uno de los puntos débiles de la metafísica inductiva en general, es su tendencia a dejar sin establecer ni examinar los principios básicos sobre los que se apoya. Debemos, sin embargo, hacer notar que no se puede simplemente dividir a los filósofos alemanes en dos clases: los que elaboraron la metafísica de una forma apriorística, y los que la rechazaban en nombre de la ciencia o de las limitaciones de la mente humana. Hubo también quienes intentaron conseguir una síntesis entre ciencia y metafísica. No pretendían armonizar la ciencia con algún sistema filosófico ya elaborado, sino más bien demostrar que la reflexión sobre el mundo tal como lo conocemos a través de las ciencias particulares, nos lleva lógicamente a las teorías metafísicas.
Entre los representantes de la metafísica inductiva, podemos mencionar a Gustav Theodor Fechner (1801-1887). Fue profesor de física en Leipzig durante muchos años y se hizo célebre como uno de los fundadores de la psicología experimental. Continuó los estudios de E. H. Weber (1795-1878) sobre la relación entre la sensación y el estímulo. En su obra Elemente des Psychophysik (Elementos de psicofísica, 1860) dio forma a la «ley» que establece que la intensidad de la sensación varía en proporción al logaritmo de la intensidad del estímulo. Fechner se dedicó también al estudio psicológico de la estética, publicando su Vorschule der Aesthetik. (Propedéutica a la estética) en 1876.
Estos estudios sobre las ciencias exactas no llevaron a Fechner, sin embargo, a conclusiones materialistas.[541] En psicología fue un paralelista. Es decir, sostenía que los fenómenos psíquicos y físicos se corresponden de una forma parecida a la relación que existe entre un texto y su traducción o entre dos traducciones de un mismo texto. Así lo explicó en sus obras Zend-Avesta (1851) y Elementos de psicofísica. En realidad, lo psíquico y lo físico son para él como dos aspectos de una misma realidad. Y de acuerdo a este principio, postuló la presencia de vida psíquica incluso en las plantas, si bien en una escala menor a la de los animales.[542] Extendió, además, este paralelismo a los planetas y a las estrellas y en realidad a todas las cosas materiales. Justificó este panpsiquismo acudiendo a un principio de analogía. Siempre que los objetos manifiestan una concordancia en sus cualidades o características, se puede suponer hipotéticamente que existe esta misma concordancia en otras cualidades, a condición de que tales hipótesis no contradigan los hechos científicos ya establecidos.
Como procedimiento, esta ley no ofrece muchas garantías. Pero, hay que añadir, haciendo justicia a Fechner, que exigió de las teorías metafísicas cierto fundamento positivo, distinto de la mera ausencia de contradicción con los hechos científicos. Al mismo tiempo, se sirvió también de un principio no destinado a recomendar su metafísica a los ojos de los antimetafísicos o, dado el contenido de la misma, de muchos metafísicos. Me refiero al principio que establece que una hipótesis con algún fundamento positivo y que no se opone a ningún hecho científico establecido, ha de ser aceptada tanto más fácilmente cuanto más feliz haga al hombre.[543]
A la luz de este principio, Fechner contrasta lo que él llama la visión diurna y la visión nocturna, en detrimento de la última.[544] La visión nocturna, atribuida no sólo a los materialistas, sino también a los kantianos, es la visión de la naturaleza como muda y muerta y sin que aporte ninguna pista para desvelar su significado ideológico. La visión diurna da, por el contrario, una idea de la naturaleza de unidad armoniosa, viva y animada por un alma. El alma del universo es Dios, y el universo, considerado como sistema físico, es el aspecto externo de la divinidad. Fechner, además, usó el principio de analogía para extender el paralelismo psicofísico, no sólo de los seres humanos a otra clase de objetos particulares, sino también de cosas particulares al universo como totalidad. Asimismo, se sirvió de él como base para la creencia en la inmortalidad personal. Nuestras percepciones persisten en la memoria y entran una vez más en la conciencia. Podemos suponer, por tanto, que nuestras almas persisten en la memoria divina, pero sin quedar absorbidas por la divinidad.
El panpsiquismo es ciertamente una teoría ya antigua, pero que tiende a reaparecer. No es una invención personal de Fechner. Es difícil, sin embargo, evitar la impresión de que, cuando Fechner deja la esfera puramente científica y se embarca en la filosofía, se convierte en una especie de poeta del universo. Es interesante, de todas formas, observar el elemento programático de su pensamiento. Ya hemos constatado que, desde su punto de vista y en igualdad de condiciones, la teoría que proporciona felicidad es preferible a la que no lo hace. Ahora bien, Fechner no reduce esta cuestión a un problema de simple preferencia individual. Otro de sus principios establece que la posibilidad de una creencia aumenta en proporción al alcance de su supervivencia, especialmente si su aceptación crece junto al desarrollo de la cultura humana. No ha de sorprender que William James se inspirase en Fechner.
Una figura mucho más relevante como filósofo es la de Rudolf Hermann Lotze (1817-1881). Estudió medicina y filosofía en Leipzig, donde también asistió a las conferencias de Fechner sobre física. En 1844, fue nombrado profesor de filosofía en Göttingen. Y, en 1881, pocos años antes de morir, aceptó la cátedra de filosofía de Berlín. Además de obras de fisiología, medicina y psicología, publicó un considerable número de escritos filosóficos.[545] En 1843 apareció su Metafísica, en 1843 la Lógica, y entre 1856 y 1864, una obra en tres volúmenes titulada Mikrokosmus (Microcosmos) sobre antropología filosófica; en 1868, una historia de la estética en Alemania. Finalmente, de 1874 a 1879, su System der Philosophie (Sistema de filosofía). Después de la muerte de Lotze, se publicó una serie de volúmenes basados en notas de conferencias tomadas por sus alumnos. Cubren, en líneas generales, los campos de la psicología, la ética, filosofía de la religión, filosofía de la naturaleza, lógica, metafísica, estética y la historia de la filosofía alemana posterior a Kant. Entre 1885 y 1891 apareció una colección en tres volúmenes de sus escritos menores (Kleine Schriften).
Según Lotze, fue su inclinación a la poesía y al arte lo que le llevó a la filosofía. Por ello, resulta un tanto erróneo afirmar que llegó a la filosofía por el camino de la ciencia. Realizó su aprendizaje científico en la Universidad de Leipzig, donde estudió medicina. Es característico de su pensamiento filosófico sistemático presuponer y tomar en serio lo que él mismo llamó la interpretación mecanicista de la naturaleza.
Reconocía, por supuesto, el hecho evidente de las diferencias de comportamiento entre seres vivientes y no vivientes. Pero Lotze se negaba a admitir que un biólogo pudiera postular algún principio vital, responsable del mantenimiento y funcionamiento del organismo. Para la ciencia, que busca descubrir en todas partes conexiones que puedan ser formuladas en términos de una ley general, «el reino de la vida no se encuentra separado del de la naturaleza inorgánica por fuerza superior alguna, o en sí misma, especial, situándose como algo extraño por encima de los demás modos de acción… sino simplemente, por la forma peculiar de conexión en la que se hallan entrelazados sus múltiples constituyentes…»[546] Equivale a decir que la conducta característica del organismo puede explicarse en función de la combinación de elementos materiales en determinadas direcciones. Es tarea del biólogo llevar esta explicación tan lejos como sea posible sin acudir al recurso de invocar principios vitales especiales. «La conexión de los fenómenos vitales exige en todo momento un tratamiento mecanicista que explique la vida no mediante un peculiar principio de operación, sino por una aplicación de los principios generales de los procesos físicos.»[547]
Esta interpretación mecanicista de la naturaleza, necesaria para el desarrollo de la ciencia, ha de extenderse en la medida de lo posible. Y esto se aplica tanto a la psicología como a la biología. Al mismo tiempo, no estamos autorizados para rechazar a priori la posibilidad de encontrar actos de experiencia que limiten la aplicabilidad de la visión mecanicista. Y debemos encontrarlos. La unidad de la conciencia, por ejemplo, que se manifiesta a sí misma en el simple acto de comparar dos representaciones y decidir si son iguales o no, pone un límite inmediatamente a la posibilidad de describir la vida física del hombre en términos de relación causal entre distintos hechos psíquicos. No se trata de inferir la existencia de un alma, como una especie de átomo psíquico inalterable. Se trata, en realidad, «del hecho de la unidad de la conciencia que es eo ipso el hecho de la existencia de una substancia»,[548] llamada alma. En otras palabras, afirmar la existencia del alma no es postular una conclusión lógica de la unidad de la conciencia ni deducir de esta unidad una entidad oculta. El reconocimiento de la unidad de la conciencia es, al mismo tiempo, el de la existencia del alma, aunque la forma apropiada de describir el alma exige una reflexión más profunda.
Hay, pues, ciertos hechos empíricos que limitan el campo de aplicación de la interpretación mecanicista de la naturaleza. No sirve alegar que descubrimientos científicos posteriores pueden eliminar dichos actos o demostrar que no son tales. Esto es totalmente evidente en el caso de la unidad de la ciencia. Los descubrimientos científicos posteriores de psicología empírica y fisiológica dependen de y presuponen la unidad de la conciencia. La reflexión de Lotze sobre la unidad de la conciencia demuestra que los estados psíquicos deben ser referidos a una realidad inmaterial en calidad de sujetos. El punto en que el límite de la interpretación mecanicista de la vida psíquica del hombre aparece como decisivo y evidente, marca también claramente la necesidad de una psicología metafísica.
Lotze no se propuso, sin embargo, construir un sistema con dos niveles, donde la interpretación mecanicista de la naturaleza material ocupara el inferior y una metafísica superpuesta de la realidad espiritual, el superior. Estaba convencido que al contemplar la naturaleza misma, la interpretación mecanicista ofrece sólo una cara de la pintura. Esta cara es ciertamente válida para fines científicos, pero inadecuada desde un punto de vista metafísico.
La interpretación mecanicista de la naturaleza presupone la existencia de objetos diferentes que se encuentran en una relación causal de interacción. Ésta es una relación relativamente permanente, ya que afecta a sus propios estados de cambio. La interacción, sin embargo, entre A y B es posible, según Lotze, sólo si ambos son miembros de una unidad orgánica. Y la permanencia en relación a los estados de cambio puede interpretarse muy bien como una analogía con el sujeto permanente de cambio que mejor conocemos, es decir, el alma humana, tal como se revela en la unidad de la conciencia. Todo esto nos lleva no sólo al concepto de naturaleza como unidad orgánica, sino también a la idea de las cosas que son, en algún sentido, entidades espirituales o psíquicas. El fundamento de esta unidad, además, ha de concebirse como una analogía con la cosa más elevada que conocemos, el espíritu humano. Por todo esto, el mundo de los espíritus finitos se ha de concebir como la autoexpresión del espíritu infinito de Dios. Todo es inmanente a Dios, y lo que el científico ve como causalidad mecanicista es, simplemente, la expresión de la actividad divina. Dios no crea el mundo para volverle la espalda, si es que éste obedece las leyes que le ha dado. Las llamadas leyes son la misma acción divina, el modo de actuación de Dios.
Partiendo de un punto de vista perspicaz en la concepción mecanicista de la naturaleza, Lotze llega a exponer una teoría metafísica que recuerda la monadología de Leibniz y que supone la conclusión de que el espacio es fenoménico. Pero, si bien es cierta la influencia de Leibniz y Herbart en Lotze, es indudable también su inspiración, como él mismo confiesa, en el idealismo ético de Fichte. No fue un discípulo de Fichte, ni estaba de acuerdo con el método a priori de los idealistas postkantianos, especialmente con Hegel. Sin embargo, la concepción de Fichte del último principio que se autoexpresa en los sujetos finitos y tiende a un fin moral ejerció una poderosa atracción en la mente de Lotze. Fue en la filosofía de los valores donde buscó la clave para hallar el significado de la creación. La experiencia sensorial no nos dice nada sobre la causa final del mundo. Pero constituye una convicción moral el hecho de que el mundo no puede existir sin una finalidad o propósito. Debemos concebir a Dios como manifestándose a sí mismo en el mundo mediante la realización de los valores, de un ideal moral que se está desarrollando constantemente en y a través de la actividad divina. Por lo que respecta a nuestro conocimiento de lo que es esta finalidad o propósito, sólo podemos llegar a una cierta apreciación por medio de un análisis de la idea de Dios, del más alto valor. De esta manera, un análisis fenomenológico de los valores forma parte de la filosofía. En efecto, nuestra creencia en la existencia de Dios se apoya, en última instancia, en nuestra experiencia moral y nuestra apreciación de los valores.[549]
Dios es para Lotze un ser personal. Rechaza la noción de espíritu impersonal como contraria a la razón. Por lo que respecta a la opinión de Fichte y otros filósofos de que la personalidad es necesariamente algo finito y limitado y que, por tanto, no se puede predicar de ella la infinitud, Lotze replica que sólo el espíritu infinito puede ser personal en su pleno sentido. Por sí misma, la finitud implica una limitación de la personalidad. Al mismo tiempo, todo es inmanente a Dios y, como hemos visto, la causalidad mecánica es simplemente la acción divina. En este sentido, Dios es el Absoluto. Pero no hemos de considerar a los espíritus finitos como modificaciones de la substancia divina. Cada uno existe «por sí mismo» y es un centro de actividad. Para Lotze, desde un punto de vista metafísico, el panteísmo es aceptable como posible visión del mundo sólo en el caso de que renuncie a la inclinación de concebir al infinito como distinto del espíritu. El mundo espacial es fenoménico y no puede ser identificado con Dios bajo el nombre de substancia. Desde un punto de vista religioso «no compartimos la inclinación que con frecuencia lleva a la imaginación panteísta a suprimir todo lo que es finito en favor de lo infinito…».[550]
El idealismo teleológico de Lotze tiene afinidades evidentes con el movimiento idealista postkantiano. Su visión del mundo como unidad orgánica que expresa la realización del espíritu infinito de los valores ideales puede verse como una nueva aportación al pensamiento idealista. No creyó, sin embargo, que se pudiera deducir un sistema metafísico y descriptivo de la realidad existente, partiendo de los primeros principios del pensamiento o de las verdades evidentes. Las llamadas verdades eternas de la lógica son de carácter hipotético, en el sentido de que constituyen condiciones de posibilidad. Por ello no pueden emplearse como premisas en una deducción a priori de la realidad existente. Tampoco el ser humano puede establecer un punto de vista absoluto y describir la totalidad de la realidad a la luz de un principio final que ya conozca. La interpretación metafísica del hombre sobre el universo debe basarse en la experiencia. Como ya vimos, Lotze atribuye un significado profundo a los valores. Encontramos esta experiencia en la raíz de la convicción de que el mundo no puede ser un simple sistema mecánico sin propósito o valor ético alguno, sino que ha de concebirse como la realización progresiva de un fin espiritual. Esto no significa que el metafísico que posea esta convicción pueda echar a volar su imaginación sin ningún control del pensamiento lógico sobre la naturaleza de la realidad. Por el contrario, la interpretación sistemática del filósofo sobre el universo deberá, inevitablemente, ser algo más que hipotética.
La influencia de Lotze fue considerable. En el campo de la psicología, por ejemplo, Cari Stumpf (1848-1936) y Franz Brentano sintieron su influencia. De ellos diremos algo en el último capítulo. Ésta también se dejó sentir de manera especial en la filosofía de los valores. Entre la serie de pensadores ingleses que se sintieron influenciados por Lotze, podemos citar a James Ward (1843-1925). En América, el idealista Josiah Royce (1855-1916) recibió el impacto del personalismo idealista de Lotze.
Entre los filósofos alemanes de la segunda mitad del siglo XIX que llegaron a la filosofía desde el campo de la ciencia, hay que mencionar a Wilhelm Wundt (1832-1920). Después de estudiar medicina, Wundt realizó por su cuenta investigaciones en fisiología y psicología. Entre 1863 y 1864, publicó una serie de Vorlesungen über die Menschenund Tierseele (Conferencias sobre el alma humana y la animal). Después de nueve años como profesor extraordinario de fisiología en Heidelberg, fue nombrado catedrático de filosofía inductiva en Zúrich en 1874. Al año siguiente, se trasladó a Leipzig, donde fue catedrático de filosofía hasta 1918, y donde fundó el primer laboratorio de psicología experimental. La primera edición de sus Grundzüge der physiologischen Psychologie (Principios generales de psicología) se publicó en 1874. Dentro del campo filosófico publicó una Lógica en dos volúmenes (1880-1883),[551] una Ética en 1886, un Sistema de filosofía, en 1889,[552] y una Metafísica en 1907. No abandonó, sin embargo, sus estudios psicológicos, y en 1904, publicó una Völkerpsychologie (Psicología de los pueblos) en dos volúmenes, que fue reeditada considerablemente ampliada entre 1911 y 1920.
Cuando Wundt habla de psicología experimental y de método experimental, se refiere a la psicología introspectiva y al método introspectivo. Más exactamente, Wundt considera la introspección como el método apropiado para la investigación en psicología individual como contrapuesta a la psicología social. La introspección revela, como dato inmediato, la conexión de los acontecimientos o procesos físicos y no el alma substancial, ni una serie de objetos relativamente permanentes. Ninguno de los acontecimientos revelados por la introspección permanece idéntico en todo momento. Al mismo tiempo, hay una unidad de conexión. Y así como el científico trata de establecer las leyes causales que operan en el campo físico, el psicólogo introspectivista se esfuerza por encontrar las leyes fundamentales de la relación y desarrollo que rigen la idea de causalidad psíquica. Cuando interpreta la vida psíquica del hombre, Wundt acentúa el aspecto volitivo más que los elementos cognoscitivos. Naturalmente que no niega la existencia de estos últimos, pero el elemento volitivo se considera como fundamental y como clave para la interpretación de la vida psíquica del hombre en su totalidad.
Si de la vida psíquica, manifestada en la introspección, pasamos a la sociedad humana, nos encontramos con la existencia de productos comunes y relativamente permanentes como el lenguaje, el mito y las costumbres. La labor del psicólogo social será investigar la energía psíquica responsable de estos productos comunes que, por otra parte, forma el espíritu o alma de un pueblo. Este espíritu existe sólo en y a través de los individuos, pero no es reducible a ellos, cuando lo tomamos separadamente. En otras palabras, en una sociedad surge, a través de los individuos, una realidad: el espíritu de un pueblo que se manifiesta en las realizaciones espirituales comunes. La psicología social estudia el desarrollo de estas realidades, lo mismo que la evolución del concepto de humanidad, el de espíritu general del hombre que se manifiesta, por ejemplo, en el despertar de lo universal frente a las religiones puramente nacionales, en el desarrollo de la ciencia, en la evolución de la idea de los derechos humanos comunes, etc. Así pues, Wundt asigna un amplísimo programa a la psicología social. Su tarea consiste en estudiar, desde un punto de vista psicológico, el desarrollo de la sociedad y de la cultura en sus principales manifestaciones.
La filosofía, según Wundt, presupone las ciencias naturales y la psicología. Se construye sobre ellas y las incorpora en una síntesis. Al mismo tiempo, la filosofía va más allá de las ciencias. Con todo, nada razonable puede objetarse a este proceder en base a que es contrario al espíritu científico. En las mismas ciencias particulares se adelantan hipótesis de explicación que van más allá de los datos empíricos. A nivel de conocimiento del entendimiento (Vernunfterkenntnis) en el que surgen ciencias como la física y la psicología, las representaciones se sintetizan con la ayuda de métodos y técnicas lógicas. A nivel del conocimiento racional (Vernunfterkenntnis), la filosofía, especialmente la metafísica, trata de construir una síntesis sistemática con los resultados del nivel anterior. A todo nivel cognoscitivo la mente busca la ausencia de contradicciones dentro de una síntesis progresiva de representaciones que constituye el punto de partida fundamental para el conocimiento humano.
En este cuadro metafísico de la realidad, Wundt concibe el mundo como la totalidad de agentes particulares o centros activos que han de considerarse como unidades volitivas de diferentes grados. Estas unidades volitivas forman una serie en evolución que tiende hacia la aparición del espíritu total (Gesamtgeist). En términos más concretos, existe un movimiento hacia la completa unificación espiritual del hombre o la humanidad. Y los seres humanos están llamados a actuar según los valores que contribuyen a esta finalidad. La metafísica y la ética se hallan, de esta manera, íntimamente relacionadas y ambas adquieren su culminación natural en el idealismo religioso. El concepto de un proceso cósmico, dirigido hacia un ideal, conduce a una visión religiosa del mundo.
Hemos visto que, aunque Lotze tiende a desarrollar una teoría metafísica de la naturaleza espiritual de la realidad, no permite que el biólogo se atribuya autoridad alguna para rechazar la interpretación mecanicista de la naturaleza, propia de las ciencias empíricas; y postular un especial principio vital para explicar el comportamiento del organismo. Si nos fijamos en Hans Driesch (1867-1941), en un principio discípulo de
Haeckel, vemos, sin embargo, que se dejó llevar en sus investigaciones sobre zoología y biología hacia una teoría dinámico-vitalista y a la convicción de que la finalidad es una categoría esencial en biología. Llegó a convencerse de que en el cuerpo orgánico existe un principio activo y autónomo que dirige el proceso vital y que no puede explicarse por una simple teoría mecanicista de la vida.
Driesch dio el nombre de entelequia a este principio, haciendo uso de un término aristotélico, pero se abstuvo cuidadosamente de describir la entelequia o principio vital como algo psíquico. Consideró que este término no es apropiado, teniendo en cuenta tanto las asociaciones humanas como sus ambigüedades.
Una vez formado el concepto de entelequia, Driesch pasó a manifestarse como filósofo. En 1907-1908 dio las conferencias de Gifford en Aberdeen, y en 1909 publicó en dos volúmenes su Philosophie des Organischen (Filosofía de lo orgánico). En 1911, obtuvo una cátedra de filosofía en Heidelberg y, después, fue profesor, primero en Colonia y luego en Leipzig. En su filosofía general[553] extrapoló el concepto de organismo para aplicarlo al mundo como totalidad. Su metafísica culminaba en la idea de una entelequia suprema, Dios. El cuadro concebido por él es el de una entelequia cósmica, cuya actividad teleológica se dirige a la realización del nivel más alto posible de conocimiento. Pero el problema del teísmo o panteísmo fue dejado en suspenso.
Driesch ejerció una notable influencia a través de su ataque a la biología mecanicista. Pero no todos los que estaban de acuerdo con él en que una interpretación mecanicista era inadecuada y en que el organismo manifiesta una finalidad estaban dispuestos a aceptar la teoría de las entelequias. Basta con mencionar a dos ingleses, que, como Driesch, llegaron a la filosofía a partir de la ciencia y que a su debido tiempo pronunciaron series de conferencias de Gifford. Tales son, Lloyd Morgan (1852-1936) que rechazó el vitalismo de Driesch, y J. A. Thomson (1861-1933). Este último intentó hallar un puente entre lo que consideraba la Escila metafísica de la teoría de la entelequia y la Caribdis del materialismo mecanicista.
Los filósofos que hemos considerado en este capítulo tuvieron todos ellos una formación científica. Posteriormente, o desde el estudio de una ciencia particular o de la ciencia en general, llegaron a la especulación filosófica o a la combinación de ambas. Podemos ahora hablar brevemente del pensador Rudolf Eucken (1846-1926), que ciertamente no llegó a la filosofía a partir de la ciencia, pero que ya de estudiante[554] se interesó por los problemas filosóficos y religiosos, dedicándose al estudio de la filosofía en las universidades de Göttingen y Berlín. En 1871, fue nombrado profesor de filosofía en Basilea, y en 1874, aceptó la cátedra de filosofía de Jena.
Eucken no simpatizaba mucho con la idea de la filosofía como simple interpretación teorética del mundo. La filosofía era, para él, como para los estoicos, una sabiduría para la vida y también una expresión de ésta. En su opinión, la interpretación de los sistemas filosóficos como otras tantas visiones de la vida (Lebensanschauungen), contiene una verdad profunda, es decir, la filosofía está enraizada en la vida y va de la mano de ella. Al mismo tiempo, deseaba superar la fragmentación de la filosofía y su limitación a reacciones puramente personales ante la vida y sus ideales. Llegó a la conclusión de que si la filosofía, como expresión de vida, había de tener algo más que una significación subjetiva y puramente personal, ésta sería la expresión de la vida universal que libera al hombre de su mera particularidad.
Eucken identificó esta vida universal con lo que él llama vida espiritual (das Geistesleben). Desde el punto de vista puramente materialista, la vida psíquica «constituye un simple medio o instrumento para preservar a los seres en la dura lucha por la existencia».[555] La vida espiritual, sin embargo, es una realidad activa que produce un nuevo mundo espiritual. «Surgen, además, campos como la ciencia y el arte, el derecho y la moral, que desarrollan su propio contenido, sus propias fuerzas motrices y sus propias leyes.»[556] Si el hombre abandona el punto de vista naturalista y egoísta, puede llegar a participar en esta vida espiritual. Entonces llega a ser «más que un mero punto. La vida universal se convierte en su propia vida».[557]
La vida espiritual, por tanto, es una realidad activa que actúa en y a través del hombre. Y ha de considerarse como el movimiento de la realidad hacia la total realización del espíritu. Éste es, como si dijéramos, la realidad que se organiza a sí misma, desde dentro, en unidad espiritual. El hombre adquiere su personalidad real participando en esta vida. Por eso, la vida, que es el fundamento de la personalidad humana, ha de considerarse como algo personal. De hecho, la vida es Dios. «El concepto de Dios recibe aquí el significado de vida espiritual absoluta,[558] la vida espiritual que consigue la completa independencia y que al mismo tiempo abarca dentro de sí misma toda la realidad.”[559]
La filosofía es o debería ser la expresión de la vida. «La síntesis de la pluralidad que la filosofía intenta no ha de imponerse a la realidad desde fuera, ha de arrancar de la misma realidad y contribuir a su desarrollo.»[560] En otras palabras, la filosofía tiene que ser la expresión conceptual de la actividad unificadora de la vida espiritual. Y, al mismo tiempo, debe contribuir al desarrollo de esta vida, facilitando a los hombres la comprensión de su relación con ella.
El concepto de das Geistesleben nos recuerda la filosofía de Hegel. Desde este punto de vista, el pensamiento de Eucken puede describirse como un neoidealismo. Pero, si Hegel acentuó la solución conceptual de los problemas, Eucken se inclina a pensar que los problemas importantes de la vida se solucionan mediante la acción. El hombre alcanza la verdad en la medida que supera la presión de su naturaleza no espiritual y participa activamente en la única vida espiritual. De aquí que Eucken describa su filosofía como un «activismo».[561] Por lo que respecta a las afinidades entre su filosofía y el pragmatismo, Eucken creía que el pragmatismo reducía la verdad a un instrumento al servicio de la mera búsqueda egoísta para «satisfacción del hombre», favoreciendo de este modo la excesiva fragmentación de la filosofía que precisamente él quería superar. Para Eucken, la verdad es aquello hacia lo que tiende activamente la vida espiritual.
Eucken gozó de una considerable reputación en su tiempo. Pero lo que nos ofrece es evidentemente una cosmovisión más, otra Lebensanschauung, mejor que una superación efectiva del conflicto de los sistemas. En su filosofía, los elementos de relación y explicación precisa no son precisamente modelos de claridad. Está muy bien, por ejemplo, hablar de solucionar los problemas por la acción. Pero cuando se trata de problemas teóricos, el concepto de solución mediante la acción requiere un análisis mucho más cuidadoso que el ofrecido por Eucken.
Hegel, como es sabido, dio un poderoso impulso al estudio de la historia de la filosofía. Para él, sin embargo, la historia de la filosofía era idealismo absoluto en evolución o, para expresar el problema metafísicamente, la comprensión progresiva que el espíritu absoluto hace de sí mismo. El historiador de la filosofía que se halla imbuido en los principios hegelianos ve en el desarrollo del pensamiento filosófico un constante avance dialéctico, ya que los sistemas posteriores presuponen y asumen fases anteriores del pensamiento. Es comprensible, sin embargo, que haya otros filósofos que vean las fases previas del pensamiento como fuentes valiosas de discernimiento y que han sido olvidadas o abandonadas, sin ser reelaboradas o vueltas a considerar en sucesivos sistemas.
Como ejemplo de los filósofos que pusieron especial interés en el estudio objetivo del pasado con el fin de volver a tratar y reapropiarse de elementos valiosos perennes, podemos mencionar a Adolf Trendelenburg (1802-1872). Fue catedrático de filosofía en Berlín y ejerció una influencia considerable en el desarrollo de los estudios históricos. Se dedicó especialmente al estudio de Aristóteles, aunque sus estudios históricos tratan también de Spinoza, Kant, Hegel y Herbart. Vigoroso oponente tanto de Hegel como de Herbart, contribuyó al declive del prestigio del primero a mediados de siglo. Dirigió la atención humana a las valiosas y perennes fuentes de la filosofía europea dentro del pensamiento griego. Pero estaba convencido de que las concepciones de la filosofía griega necesitaban repensarse y adaptarse a la luz de la concepción científica moderna del mundo.
La filosofía de Trendelenburg, calificada por él mismo como de «cosmovisión orgánica» (organische Weltanschauung), quedó desarrollada en su obra de dos volúmenes Logische Untersuchungen (Investigaciones lógicas, 1840). Su filosofía debe mucho a Aristóteles, y, como en el aristotelismo, la idea de finalidad resulta fundamental. Al mismo tiempo, Trendelenburg se esforzó en conciliar a Aristóteles y Kant, describiendo el espacio, el tiempo y las categorías como formas del ser y del pensamiento. Intentó también dar un fundamento moral a las ideas de derecho y ley en sus obras Die sittliche Idee des Rechts (La idea moral del derecho, 1849) y Naturrecht auf dem Grunde der Ethik (El derecho natural en el origen de la ética, 1860).
Los estudios aristotélicos fueron proseguidos por Gustav Teichmüller (1832-1888), que llegó a Berlín bajo la influencia de Trendelenburg, Posteriormente, sin embargo, Teichmüller desarrolló una filosofía inspirada por Leibniz y Lotze, especialmente por el primero.
Entre los discípulos de Trendelenburg se encuentra Otto Willmann (1839-1920), que, partiendo de Aristóteles y a través de una crítica al idealismo y materialismo, llegó a la filosofía tomista. Cabe hacer aquí alguna alusión a la readaptación de la filosofía medieval, especialmente del pensamiento de santo Tomás de Aquino, aunque es bastante difícil tratar este tema solamente en el contexto de la filosofía alemana del siglo XIX. El renacimiento del tomismo fue un fenómeno dentro de la vida intelectual de la Iglesia católica en general, y no se puede decir que la contribución alemana fuese precisamente la más importante. Tampoco se puede, sin embargo, pasar por alto este resurgimiento.
En los siglos XVII y XVIII, así como en los primeros años del XIX, la filosofía en los seminarios eclesiásticos e instituciones de enseñanza tendió hacia un aristotelismo escolástico falto de inspiración. Estaba amalgamado con ideas tomadas de otras corrientes de pensamiento, especialmente del cartesianismo y más tarde de la filosofía de Wolff. Le faltaba el vigor intrínseco necesario para hacer sentir su presencia por mucho tiempo en el mundo intelectual. En la primera parte del siglo XIX, hubo, además, una serie de pensadores católicos en Francia, Italia y Alemania cuyas ideas desarrolladas en actitud dialogante o bajo la influencia del pensamiento contemporáneo, les pareció a las autoridades eclesiásticas que comprometían, directa e indirectamente, la integridad de la fe católica. Así, Georg Hermes (1775-1831), profesor de teología primero en Münster y luego en Bonn, fue acusado en Alemania por la Iglesia de haber tomado demasiadas cosas de los filósofos a los que intentaba oponerse, como Kant y Fichte. Se le acusó asimismo de haber lanzado el dogma católico al campo resbaladizo de la filosofía especulativa. Antón Günther (1783-1863), en su entusiasmo por renovar la teología, intentó hacer uso de la dialéctica hegeliana para explicar y demostrar la doctrina de la Trinidad.[562] A su vez, Jakob Froschammer (1821-1893), sacerdote y profesor de filosofía en Múnich, fue acusado de subordinar la fe sobrenatural y la revelación a la filosofía idealista.[563]
A lo largo del siglo XIX, sin embargo, una serie de pensadores católicos se empeñó en la readaptación del pensamiento medieval, y especialmente en la síntesis teológico-filosófica desarrollada en el siglo XIII por santo Tomás de Aquino. Por lo que respecta a Alemania, el resurgimiento del interés por la escolástica en general y por el tomismo en particular debió mucho a obras como las de Joseph Kleutgen (1811-1883), Albert Stöckl (1832-1895) y Konstantin Gutberlet (1837-1928). La mayor parte de las obras de Gutberlet aparecieron después de la publicación, en 1879, de la encíclica de León XIII, Aeterni Patris. En ella afirmaba el papa el valor permanente del tomismo y animaba a los filósofos católicos a buscar su inspiración en él. Se les urgía, al mismo tiempo, a desarrollarlo para salir al encuentro de las necesidades modernas. Pero el Lehrbuch der Philosophie (Tratado de filosofía) de Stöckl había aparecido en 1868. Y las primeras ediciones de la Die Theologie der Vorzeit verteidigt (Teología de los primeros tiempos defendida) así como la Die Philosophie der Vorzeit verteidigt (Filosofía de los primeros tiempos defendida) habían aparecido respectivamente entre 1853-1860 y 1860-1863. No es, por tanto, totalmente exacto decir que León XIII inauguró el renacimiento del tomismo. Lo que hizo fue dar un poderoso impulso a un movimiento ya existente.
El renacimiento del tomismo exigía, naturalmente, conocimiento y comprensión reales, no sólo del pensamiento de santo Tomás, sino también de la filosofía medieval. Es natural que la primera fase de este renacimiento fuera seguida de estudios especializados en este campo, como los de Clemens Baeumker (1853-1924) y Martin Grabmann (1875-1949) en Alemania, de Maurice De Wulf (1867-1947) en Bélgica, y de Pierre Mandonnet (1858-1936) y de Etienne Gilgon (nacido en 1884) en Francia.
Hay que notar que, si el tomismo había de ser presentado como un sistema vivo de pensamiento y no como poseedor de un simple interés histórico, debía mostrar, primero, que no estaba mezclado con sistemas físicos anticuados ni hipótesis científicas superadas. En segundo lugar, que era capaz de evolución y de aportar luz a los problemas filosóficos que se presentan a una mente moderna. Para el cumplimiento de la primera tarea fue decisiva la obra del cardenal Mercier (1851-1926) y sus colaboradores y sucesores en la Universidad de Lovaina.[564] Con respecto a la segunda, hemos de mencionar los nombres de Joseph Geyser (1869-1948) en Alemania y de Jacques Maritain (n. en 1882) en Francia.
Habiéndose presentado, digámoslo así, como sistema respetable de pensamiento, el tomismo tenía entonces que demostrar que era capaz de asimilar los elementos válidos de otras filosofías sin autodestruirse. Este, sin embargo, es un tema que pertenece a la historia del pensamiento tomista en el siglo actual.