En los capítulos referentes al desarrollo del pensamiento de Schelling se mencionó ya, explícitamente, la distinción entre filosofía positiva y negativa. La filosofía negativa se mueve en el ámbito de las ideas y es una deducción de conceptos o esencias. La filosofía positiva versa sobre el qué de las cosas, sobre su existencia. La filosofía positiva no puede prescindir de la negativa; pero la filosofía negativa pasa por alto toda existencia actual. Hegel fue su principal representante en la filosofía moderna.
Entre los oyentes de Schelling en Berlín, donde expuso esta distinción, estaba el danés Sören Kierkegaard. Este pensador mostró poca simpatía por el modo en que Schelling exponía su idea sobre la filosofía positiva, pero estaba completamente de acuerdo con la crítica de Schelling a Hegel. Ahora bien, Kierkegaard no dejaba por ello de admirar y apreciar la magnitud de la obra de Hegel. Por el contrario, le consideraba el más importante de los filósofos especulativos y como un pensador que había realizado un extraordinario tour de force intelectual. Pero ahí está precisamente el fallo de Hegel, en su gigantesco tour de force y nada más. Intentó captar toda la realidad en la red conceptual de su dialéctica, mientras la existencia se le escapaba a través de la malla.
Para Kierkegaard, según va a explicarse, la existencia es una categoría que se refiere al individuo libre. Existir significa realizarse a sí mismo por medio de la libre elección entre alternativas y por el propio compromiso. Existir, por tanto, significa llegar a ser, cada vez más, un individuo, y cada vez menos, un simple miembro de un grupo. Significa, en otras palabras, trascender la universalidad en beneficio de la individualidad. Por tanto Kierkegaard sentía escasa simpatía por lo que consideraba núcleo de la visión hegeliana, es decir, que el hombre realiza su verdadera esencia o ser al trascender su particularidad, y llegar a ser espectador de todo tiempo y existencia como un momento en la vida del pensamiento universal. En el hegelianismo, en opinión de Kierkegaard, no hay lugar para el individuo existente y sólo puede universalizarlo fantásticamente. Lo que no podía ser universalizado se relegaba a un plano secundario, cuando precisamente lo no universalizable es lo más importante y significativo. Unirse o fundirse uno mismo en lo universal, ya sea el Estado o el pensamiento universal, equivale a rechazar la responsabilidad personal y la existencia auténtica.
Con la insistencia en el compromiso por la decisión libre, autocompromiso que evidentemente implica la elección de una alternativa y el rechazo de la otra, Kierkegaard pone de manifiesto su tendencia a subrayar las antítesis y distinciones en vez de paliarlas. Así por ejemplo: Dios no es hombre, y el hombre no es Dios. La dialéctica no ofrece posibilidad de salvar el abismo que los separa. Solamente puede establecerse la relación por el salto de la fe, por el acto voluntario que religa el yo mismo con Dios, como criatura con el creador, como individuo finito con el Absoluto trascendental. Hegel, sin embargo, confunde lo que debe ser distinguido y su mediación dialéctica entre lo finito y lo infinito, entre el hombre y Dios, nos deja sin Dios y sin hombre. Sólo queda el pálido espectro de un pensamiento hipostasiado, dignificado con el nombre de espíritu absoluto.
Con su acentuación del individuo, de la elección y el compromiso, el pensamiento filosófico de Kierkegaard tiende a provocar una clarificación de las cuestiones, una llamada a la decisión y un intento de llevar al hombre a ver su situación existencial y las grandes alternativas que ha de afrontar. No es un intento de dominar la realidad con el pensamiento y exponerlo como un sistema necesario de conceptos. Esta idea le era ajena y repugnaba a su espíritu. Para él, la filosofía especulativa sistemática —de la cual el idealismo constituye el ejemplo más representativo— concebía de un modo radicalmente equivocado la existencia humana. Los problemas realmente importantes, es decir, los que importan profesionalmente al individuo existente no se resuelven por el pensamiento, adoptando el punto de vista absoluto del filósofo especulativo, sino por un acto de elección al nivel de la existencia, no al de la reflexión independiente y objetiva.
La filosofía de Kierkegaard es una doctrina personal. En cierto sentido todo filósofo merecedor de este nombre es un pensador personal porque es él mismo quien piensa. Pero para Kierkegaard hay una conexión más íntima que en otros pensadores entre su vida y su filosofía. No se limita a considerar los problemas tradicionales o los más discutidos en círculos filosóficos contemporáneos e intentar resolverlos con un espíritu puramente objetivo y desinteresado. Sus problemas arrancan de su propia vida en el sentido de que se le presentan en forma de alternativas para una opción personal, opción que implica un compromiso radical. Su filosofía es una filosofía vivida, y su objeción al hegelianismo es que no se puede vivir con su filosofía. Es obvio que Kierkegaard ha de universalizar. Sin universalización su filosofía sería solamente autobiografía. Por otra parte, es perfectamente claro que no es el espectador, sino el actor, quien habla.
Este rasgo peculiar de su filosofía constituye su deficiencia. Dicho de otra forma, su pensamiento puede dar la impresión de excesiva subjetividad, demasiado hostil a toda objetividad; y, en efecto, no faltan quienes se niegan a considerar la doctrina kierkegaardiana como filosofía. Desde otro punto de vista, sin embargo, el carácter intensamente personal del pensamiento de este filósofo constituye su fuerza. Da a sus escritos el carácter de seriedad y de profundidad suficiente para apartarlos de un concepto de filosofía como juego o distracción académica adecuados para los que tienen la aptitud y vocación requeridas.
Aparte de razones cronológicas, he incluido el capítulo dedicado a la filosofía de Kierkegaard en esta parte del presente volumen considerando que el pensamiento del filósofo danés se desarrolla en una actitud de oposición consciente al hegelianismo —o bien a la filosofía especulativa tal y como la representan los idealistas alemanes—. Prescindiendo de la cronología y tomando como criterio la influencia efectiva kierkegaardiana, hubiera resultado más conveniente posponer el estudio de este filósofo a un período posterior. A pesar de que fue uno de los pensadores más apasionados de su tiempo, su doctrina pasó desapercibida. Kierkegaard no logró suscitar interés real alguno. Los alemanes de las primeras décadas del presente siglo fueron quienes descubrieron el pensamiento del filósofo danés. Su pensamiento ha ejercido una profunda influencia en algunas fases del movimiento existencialista y también en el ámbito de la teología protestante moderna representada por Karl Barth. La preocupación de Kierkegaard por el hegelianismo en tanto que filosofía dominante en aquella época y ambiente cultural, constituye el elemento que permite ubicar el pensamiento de este filósofo. Ahora bien, las ideas que opone al hegelianismo revelan un significado totalmente independiente, y de hecho ejercieron mayor influencia en un contexto posterior.
Sören Aabye Kierkegaard nació en Copenhague el 15 de mayo de 1813. Su padre le dio una educación extremadamente religiosa, pues sufría de melancolía y creía firmemente que la maldición de Dios recaía sobre sí y sobre su familia.[475] Kierkegaard mismo sufría de igual melancolía, si bien en menor grado, y la disfrazaba de ingenioso sarcasmo.
En 1830 Kierkegaard emprendió estudios de teología en la Universidad de Copenhague, sin duda siguiendo los deseos de su padre. Le interesaban poco los estudios teológicos y pronto se dedicó a los de filosofía, literatura e historia. Durante estos años se familiarizó con el hegelianismo. Kierkegaard fue en esta época un agudísimo observador de la vida, cínico y desilusionado, aunque integrado en la vida social universitaria. Alejado de su padre y de la religión que éste le había inculcado, hablaba de la «asfixiante atmósfera» creada por el cristianismo y sostenía la incompatibilidad de la filosofía con la doctrina cristiana. Su falta de fe iba acompañada de una cierta laxitud en sus principios morales. Su actitud correspondía a lo que más tarde llamaría el estadio estético de la vida.
En la primavera de 1836 Kierkegaard intentó suicidarse después de haber tenido una visión interna de su cinismo. En junio del mismo año pasó por una conversión moral, en el sentido de que adoptó ciertos principios morales a los que procuró atenerse, pero que no siempre siguió.[476] Este período de su vida es el que corresponde al estadio ético de su posterior dialéctica.
El 19 de mayo de 1838, año en que falleció su padre, Kierkegaard experimentó una conversión religiosa y, con ello, una «alegría indescriptible». Volvió a la práctica de su religión y en 1840 se licenció en teología. Renunció a su compromiso con Regina Olsen, después de un año de relaciones. Kierkegaard se consideraba justificadamente inadecuado por completo para la vida matrimonial. Estaba convencido de ser un hombre destinado a cumplir una misión y que su matrimonio interferiría en su vocación.
En 1843 publica Kierkegaard O lo uno o lo otro, obra que esclarece su actitud frente a la vida y que pone de relieve sus sentimientos de aversión a lo que él creía el «Lo uno y lo otro» de Hegel. Seguidamente publica Temor y temblor y Repetición. Siguen en 1844, El concepto de la angustia y Fragmentos filosóficos; en 1845, Estadios de la vida y en 1846, Postscriptum no científico, tomo de extraordinaria amplitud a pesar del título. En este mismo año publica sus «discursos edificantes». Las obras de esta etapa aparecieron todas bajo diversos seudónimos, aunque la identidad de su autor era bien conocida en Copenhague. En lo que respecta a la fe cristiana, conviene observar que las obras de este filósofo fueron escritas a partir del punto de vista de un observador por comunicación indirecta —en términos de Kierkegaard— más que desde el punto de vista de un apostólico intento de comunicación directa de la verdad.
En la primavera de 1848, Kierkegaard tuvo una experiencia religiosa que, según él mismo expone en su Diario, le hizo cambiar de carácter y le indujo a escribir en términos de comunicación directa. No abandonó inmediatamente el empleo de seudónimos, pero el Anti-Climacus puso de manifiesto su recién estrenada orientación hacia la presentación directa y positiva de la fe cristiana. En 1848 aparecen los Discursos cristianos y escribió El punto de vista, aunque no fue publicado hasta después de su muerte. En 1849 aparece La enfermedad mortal.
Kierkegaard estaba ideando un ataque directo a la Iglesia danesa oficial, la cual, en su opinión, de cristiana sólo conservaba el nombre. El filósofo afirma que dicha institución eclesiástica, al menos en lo que respecta a sus representantes, había reducido el cristianismo a un humanismo moral y cortés con un reducido número de creencias religiosas, que evitaran las posibles ofensas a la susceptibilidad de los que tenían una formación superior. Kierkegaard, sin embargo, no manifestó directamente su oposición a la Iglesia danesa hasta después de la muerte del amigo de su difunto padre, el obispo Mynster, a quien no quería ofender personalmente. De esta manera, en 1854, inició una vigorosa controversia que, en su opinión, no era más que la manifestación de simples y normales sentimientos de honradez. Sostenía que la cristiandad afeminada de la Iglesia danesa oficial tiene la obligación de reconocer que no era cristiana.
Kierkegaard falleció el día 4 de noviembre de 1855. El funeral se vio perturbado por una desagradable escena cuando su sobrino interrumpió al deán protestando contra la apropiación, por parte de la Iglesia danesa, de un hombre que tan vigorosamente la había condenado.
Es evidente que todo ser humano es un individuo que se distingue de las demás personas y de las cosas. En este sentido hay que destacar que incluso los miembros de una masa enfurecida son individuos. Es cierto, sin embargo, que también en este sentido la individualidad de dichos miembros se ha sumergido en una conciencia común. La masa está dominada por una emoción común y es capaz de realizar acciones que no realizarían sus miembros como individuos.
Es realmente un ejemplo extremo. Pero lo he escogido para poder evaluar fácilmente el ser más o menos individual del hombre. Hay ejemplos menos dramáticos. Suponiendo que mis opiniones estén predominantemente dictadas por lo que «se piensa», mis reacciones emotivas por lo que «se siente», y mis actos por las convenciones sociales del medio ambiente en que uno se encuentra, resulta evidente que se piensa, siente y actúa como miembro de una colectividad impersonal, no como un individuo. Pero, si me doy cuenta de esta situación anónima, y empiezo a formar mis propios principios de conducta, y a actuar decididamente de acuerdo con ellos, aunque signifique ir en contra de los modos habituales de actuación de mi contexto social en un determinado sentido, puede decirse que me he aproximado más a ser un individuo, a pesar de que en otro sentido no soy ni más ni menos individual que antes.
Estos conceptos merecen un análisis detallado, pero, desgraciadamente, no hay lugar para ello en el presente libro. Sin embargo, incluso la exposición sin el análisis adecuado, puede servir para facilitar la comprensión de la siguiente afirmación de Kierkegaard: «Una masa —no esta o aquella masa concreta, tampoco la masa que existe actualmente o la que ha dejado de existir hace siglos, ni la masa formada por gentes humildes y la que forman las clases superiores, las que constituyen los pobres y los ricos, etc.— una masa en cuanto tal es siempre una falacia, porque convierte al individuo en un ser por completo impenitente e irresponsable o, al menos, porque debilita el sentido de responsabilidad del hombre individual y lo reduce a un fragmento».[477] Por supuesto que Kierkegaard no se limita a considerar los peligros de dejarse integrar como miembro de una multitud en el sentido de masa. Su punto de vista es que la filosofía, con su valoración de lo universal sobre lo particular, ha intentado mostrar que el hombre realiza su verdadera esencia proporcionalmente a su elevación sobre lo que se mira despectivamente como mera particularidad y llega a ser un momento en la vida de lo universal. Kierkegaard arguye que esta teoría es falsa, tanto si lo universal es el Estado o una clase social o económica, la humanidad o el pensamiento absoluto. «He procurado expresar el siguiente pensamiento: el hecho de utilizar la categoría ‘género’ para indicar lo que ha de ser un hombre, sobre todo en cuanto indicación de su más alto logro, no es más que un malentendido y mero paganismo, ya que el género humano difiere del género animal, no sólo por su superioridad como género, sino por la característica humana, de la que todo individuo singular dentro del género —y no sólo los individuos distinguidos, sino todo individuo— es superior al género. Porque la relación de cada uno con Dios es algo superior a la relación del individuo con el género, y de éste con Dios.»[478]
En la última frase de esta cita se expresa la dirección general del pensamiento kierkegaardiano. La máxima actualización del hombre en cuanto individuo es la relación de sí mismo con Dios en cuanto tú absoluto, y no en tanto que pensamiento universal absoluto. Explicaciones más detalladas acerca del significado que para Kierkegaard tiene el hecho de devenir un individuo, se ofrecen en el contexto de la teoría de los tres estadios. De momento, es suficiente observar que significa lo opuesto a la autodispersión dentro «del uno»: autosumersión del hombre en lo universal en cualquiera de sus formas. Según Kierkegaard, la exaltación de lo universal, de la colectividad, de la totalidad, es «mero paganismo». Pero insiste en que el paganismo histórico estaba orientado hacia el cristianismo, a diferencia del paganismo actual que es un alejamiento o apostasía del cristianismo.[479]
Hegel expone en la Fenomenología del espíritu su dialéctica de las etapas por las que el espíritu llega a la autoconciencia, a la conciencia universal y al pensamiento absoluto. La dialéctica de Kierkegaard es radicalmente distinta de la de Hegel. En primer lugar, el proceso por el cual se actualiza el espíritu en forma de individualidad: el individuo existente, no en forma de lo universal omnicomprensivo. En segundo lugar la transición de una etapa a la siguiente, se realiza no por el pensamiento sino por la opción, mediante un acto de la voluntad, y en este sentido: por un salto. No es posible superar las antítesis por medio de un proceso de síntesis conceptual, hay una opción entre alternativas, y la opción por una alternativa superior, es decir, la transición aun estadio más alto de la dialéctica, es un compromiso voluntario del hombre total.
La primera esfera es la que define como estadio estético[480] que se caracteriza por la autodispersión a nivel de la sensibilidad. El hombre estético está dominado por la sensibilidad, por el impulso y la emoción. Pero no debemos concebirlo simplemente como el hombre groseramente sensual. El estadio estético puede ejemplificarse en el romántico o en el poeta que convierte el mundo en un reino de la imaginación. Los rasgos característicos y esenciales de la conciencia estética son: ausencia de principios morales universalmente determinados, ausencia de una determinada fe religiosa, y la presencia del deseo de gozar toda experiencia emotiva y sensual. Es cierto que puede presentarse una discriminación. Sin embargo, el principio por el que se rige la discriminación es estético y no constituye un principio de obediencia y sumisión a una ley moral universal en cuanto dictado de la razón impersonal. El hombre estético busca la infinitud en cuanto que ésta no es más que ausencia de toda limitación que no esté determinada por sus gustos. Abierto a toda experiencia emotiva y sensual, reuniendo el néctar de cada flor que encuentre, el hombre estético odia todo cuanto pueda suponer una limitación de su campo elegido, y por ello nunca revela una forma de vida definida. Dicho de otra manera, su forma de vida es la ausencia de toda forma, una autodispersión a nivel de las sensaciones.
El hombre estético cree que su existencia es la expresión de la libertad. Pero, de hecho, es más que un organismo psicofísico, dotado de facultades emotivas e imaginativas y de la capacidad de goce sensible. «La síntesis alma-cuerpo está proyectada en todo hombre hacia el espíritu; tal es el edificio humano. El hombre, sin embargo, prefiere permanecer en su sótano, es decir, prefiere seguir dominado por la sensualidad.»[481]
La conciencia estética o la actitud frente a la vida aparece, a veces, acompañada de una vaga conciencia de este hecho, y de una vaga insatisfacción causada por la dispersión del ser humano en busca del goce y el placer sensible. Además, el hombre está tanto más cerca de la «desesperación» cuanto más consciente sea de estar viviendo en lo que Kierkegaard llama el sótano de su propio edificio. A tal nivel, no halla ningún remedio ni salvación. Por tanto, el hombre se enfrenta a dos alternativas. O bien permanece desesperado en el nivel estético, o bien ha de efectuar la transición al nivel superior, por un acto de decisión y un compromiso. El mero pensamiento no le salvará. Se trata de una opción: o lo uno o lo otro.
El segundo estadio es el ético. El hombre acepta determinados principios y obligaciones morales, se somete a los dictados de la razón universal a raíz de los cuales define la forma y consistencia de su vida. El estadio estético está representado por don Juan, el estadio ético por Sócrates. El ejemplo más sencillo de transición de la conciencia estética a la moral es, según Kierkegaard, el del hombre que renuncia a la satisfacción que proporcionan los impulsos sexuales sabiendo que no es más que una atracción pasajera, y prefiere contraer matrimonio aceptando todas las obligaciones que éste implica. El matrimonio es, según Kierkegaard, una institución ética, es expresión de la ley universal de la razón.
Ahora bien, el estadio ético tiene su propia heroicidad. Es capaz de producir lo que él llama el héroe trágico. «El héroe trágico renuncia a sí mismo a fin de poder expresar lo universal.»[482] Es lo que hizo Sócrates, y Antígona, dispuesta a dar su propia vida en defensa de la ley natural no escrita. La conciencia ética en cuanto tal no comprende el pecado. Es posible que el hombre ético cuente con la debilidad humana, pero piensa que es superable por medio de la fuerza de voluntad, iluminada por ideas claras. Cree en la autosuficiencia moral del hombre en cuanto ejemplifica la actitud característica de la conciencia ética como tal. Sin embargo, de hecho, el hombre puede llegar a darse cuenta de su propia incapacidad de cumplir la ley moral y adquirir la perfección de la virtud. Puede, asimismo, llegar a ser consciente de su falta de autosuficiencia, y de su pecado y culpa. Al llegar a una situación tal, ha de enfrentarse a la elección o al rechazo del punto de vista de la fe. Así como la desesperación forma la antítesis de la conciencia estética, antítesis que únicamente puede resolver o superar el compromiso ético del hombre, del mismo modo la conciencia de pecado da lugar a la antítesis en el estadio ético, antítesis que únicamente el acto de fe puede superar al relacionar el hombre mismo con Dios.
Afirmar la relación del hombre con Dios, el Absoluto personal y trascendente, equivale a afirmarse uno mismo en cuanto espíritu. «Al relacionarse uno mismo, con su propio ser, y al tener la voluntad de ser uno mismo el yo se fundamenta de modo transparente en el poder que lo constituye. Esta formulación… es la que define la fe.»[483]
Todo hombre es una mezcla de finito e infinito. Considerado en cuanto finito, el hombre está separado de Dios, alejado de Él. Al considerar al hombre en tanto que infinito, se observa que no es Dios pero es un movimiento hacia Dios, es el movimiento hacia el espíritu. El hombre que realiza y afirma su relación con Dios en la fe deviene lo que realmente es: un individuo ante Dios.
Kierkegaard recurre al símbolo de la voluntariedad de Abraham que sacrifica a su hijo Isaac porque así lo ordena Dios, para destacar la diferencia entre el segundo y el tercer estadio. El héroe trágico, Sócrates, por ejemplo, se sacrifica a sí mismo en defensa de la ley moral universal; Abraham, empero, en la opinión de Kierkegaard, no hace nada por lo universal. «De esta manera nos hallamos ante una paradoja; o el individuo en cuanto individuo es capaz de mantener una relación absoluta con el Absoluto, y en tal caso la ética no es suprema, o Abraham está perdido; no será un héroe trágico, ni tampoco un héroe estético.»[484] Se sobreentiende que Kierkegaard no pretende enunciar la proposición general que la religión implica la negación de la moralidad. Kierkegaard habla en el sentido de que el hombre de fe está en relación directa con un Dios personal cuyas exigencias son absolutas y por lo tanto no se pueden medir en términos de razón humana. En el trasfondo del pensamiento de Kierkegaard se descubre, sin duda alguna, el recuerdo de su comportamiento con Regina Olsen. El matrimonio es una institución ética, es la expresión de lo universal; por ello, si la ética, lo universal, es supremo, no hay forma de excusar la conducta de Kierkegaard. Sólo se podía justificar si tenía una misión personal de Dios, y su absoluta exigencia se dirigiera al individuo. No quiero sugerir que Kierkegaard universalizara su propia experiencia en el sentido de suponer que todos tengan la misma experiencia específica. La universaliza para expresar su significación universal.
Si la dialéctica de Kierkegaard es una dialéctica de la discontinuidad, ya que la transición de un estadio a otro se realiza por una opción, por un compromiso, y no por un proceso continuo de mediación conceptual, es lógico que desvalorice el papel de la razón y acentúe el de la voluntad al tratar de la fe religiosa. Desde su punto de vista, la fe es un salto, una aventura, un riesgo, un compromiso con una incertidumbre objetiva. Dios es el Absoluto trascendente, el tú absoluto; no es un objeto cuya existencia pueda ser demostrada. Dios se revela a la conciencia humana, en tanto que el hombre tiene la posibilidad de tomar conciencia de su pecado y su alienación a la vez que de su necesidad de Dios. La respuesta del hombre es un riesgo, un acto de fe en un ser que está fuera del alcance de la filosofía especulativa. Este acto de fe no es algo que se pueda realizar una vez por todas, sino que ha de ser repetido constantemente. Dios se ha revelado al hombre en Cristo, en el Dios-Hombre. Cristo es la paradoja; para los judíos escándalo y para los griegos locura. La fe es un riesgo, un salto.
La exposición kierkegaardiana del punto de vista de la fe es una vigorosa protesta contra la vía que sigue la filosofía especulativa, representada principalmente por Hegel, para eliminar la distinción entre el hombre y Dios, y racionalizar los dogmas convirtiéndolos en conclusiones filosóficamente demostrables. En él «la distinción cualitativa entre Dios y el hombre se ha abolido panteísticamente».[485] El sistema presenta un atractivo panorama de «un país ilusorio, que a los ojos de cualquier mortal parece tener un grado de certeza superior a la de la fe».[486] Pero este espejismo es destructor de la fe, y su pretensión de representar el cristianismo es falsa. «El rasgo no socrático de la filosofía moderna estriba en pretender hacerse creer a sí mismo y a nosotros que es el cristianismo.»[487] Dicho de otra forma, Kierkegaard se niega a admitir la posibilidad de hallar en esta vida un punto de vista superior al de la fe. La transformación de la fe en conocimiento especulativo no es más que una vana ilusión.
A pesar de que en estos fragmentos se refiere al hegelianismo, no hay razón para afirmar que simpatiza con la idea de demostrar la existencia de Dios con argumentos metafísicos, aun partiendo de una concepción inequívocamente teísta de Dios.
El hombre es eternamente responsable de su creencia o incredulidad y, en consecuencia, la fe no consiste en la aceptación de la consecuencia de un argumento demostrativo, sino en un acto de voluntad. Los teólogos católicos pretenderían hacer determinadas distinciones. Pero Kierkegaard no es un teólogo católico. Acentúa deliberadamente que la esencia de la fe es un salto. No se trata, pues, de una simple oposición al racionalismo hegeliano.
Es lo que expresa claramente en su interpretación de la verdad como subjetividad: «La verdad es una incertidumbre objetiva ligada a un proceso de apropiación de la interioridad más apasionada; ésta es la verdad más alta que puede alcanzar el individuo existente»…[488] Kierkegaard no pretende negar la posibilidad de una verdad objetiva e impersonal. Pero las verdades matemáticas, por ejemplo, no afectan al «individuo existente» en cuanto tal; en otras palabras, son verdades irrelevantes para la vida comprometida del hombre total. Las acepta, no puede dejar de hacerlo, pero no se compromete. No puedo comprometerme en aquello que no puedo negar sin caer en una contradicción lógica, o con lo que es tan evidente que su negación es un absurdo.
Sólo puedo arriesgarme por algo que sea dudoso, pero tan importante para mí, que su aceptación implique un compromiso apasionado: es mi verdad. «La verdad es precisamente el riesgo que elige una incertidumbre objetiva con la pasión del infinito. Contemplo el orden de la naturaleza con la esperanza de encontrar a Dios, y veo omnipotencia y sabiduría, pero también veo lo que confunde mi espíritu y provoca ansiedad. La suma es una incertidumbre objetiva. Pero por esta misma razón, la interiorización llega a ser tan intensa, porque abraza esta incertidumbre objetiva con la pasión total del infinito.»[489]
Es obvio que la verdad definida en tales términos viene a ser lo que Kierkegaard entiende por fe. La definición de la verdad en tanto que subjetividad es idéntica a la definición de la fe. «No se da fe que no implique algún riesgo. La fe es precisamente la contradicción que se establece entre la pasión infinita de la interiorización del individuo y la incertidumbre objetiva.»[490] Kierkegaard afirma más de una vez que la verdad eterna no es, en sí, una paradoja; si bien se convierte en verdad paradójica a partir del momento en que entra en relación con el hombre. En efecto, la naturaleza pone en evidencia la obra de Dios, pero al mismo tiempo ofrece un campo de visión que delata la autenticidad de una dirección opuesta. Tanto desde el punto de vista de la naturaleza como del punto de vista evangelizante, se observa la inevitable permanencia de una «incertidumbre objetiva». La idea de Dios-Hombre es en sí un concepto paradójico en lo que respecta a la razón finita. La fe abarca lo objetivamente incierto, y lo afirma; sin embargo, ha de mantenerse por encima de un nivel insondable. La verdad religiosa existe únicamente en la «pasión» por la apropiación manifiesta en la incertidumbre objetiva.[491]
Kierkegaard no niega en ninguna ocasión la validez de posibles motivos racionales para profesar la fe, ni considera el acto de fe como simple excepción de una elección arbitraria. En cambio tiende a minimizar la importancia de los motivos racionales de la creencia religiosa y a acentuar la subjetividad de la verdad y la naturaleza de la fe como un salto. Da la impresión de que para él la fe es un acto arbitrario de la voluntad. Los teólogos católicos critican este aspecto de su filosofía. Pero si prescindimos del análisis teológico de la fe y examinamos su aspecto psicológico, es fácil reconocer que tanto católicos como protestantes pueden comprender a partir de su propia experiencia lo que quiere decir Kierkegaard cuando describe la fe como ventura o riesgo. En general, el análisis fenomenológico de Kierkegaard de las tres actitudes o móviles de conciencia que describe, posee un valor y poder estimulante que no quedan afectados por sus características exageraciones.
En el pasaje citado anteriormente, en el que se contiene la definición de verdad, se menciona «el individuo existente». Ya se ha explicado que el término «existente», usado por Kierkegaard, es una categoría específicamente humana, que no puede aplicarse, por ejemplo, a una piedra. Pero es preciso añadir algo más.
Para ilustrar el sentido de su concepto de existencia se vale de la siguiente analogía. Un hombre en su carro lleva las riendas, pero el caballo sigue su camino habitual sin que el conductor —que puede estar dormido— le dirija activamente. Otro hombre guía su caballo. Se puede llamar conductores a los dos. Pero en sentido estricto sólo puede decirse que el segundo es el conductor. Análogamente, aquel que se deja arrastrar por la masa y se sumerge en «uno» anónimo no se puede decir que exista, en sentido estricto, porque no es el «individuo existente» que se dirige decididamente hacia un objetivo, que nunca podrá ser logrado por completo, y que se encuentra en un estado de devenir, de irse haciendo a través de sucesivos actos de elección libre. El hombre que se contenta con el papel de espectador del mundo y de la vida y todo lo transforma en una dialéctica de conceptos abstractos, existe, pero no puede decirse que exista en sentido propio. Porque desea comprenderlo todo, pero no se compromete con nada. El «individuo existente» es el actor y no el espectador. Se compromete a sí mismo y, de este modo, da sentido y dirección a su vida. Existe en virtud de un objetivo por el que se esfuerza activamente escogiendo esto y rechazando aquello. En otras palabras, para Kierkegaard, el término «existencia» tiene aproximadamente el mismo sentido que el de «existencia auténtica», usado por algunos filósofos existencialistas modernos.
Si se entiende simplemente de este modo, el término «existencia» es neutral y puede aplicarse en cada uno de los tres estadios de la dialéctica. Kierkegaard dice explícitamente que «hay tres esferas de la existencia: la estética, la ética y la religiosa».[492] Un hombre puede existir en la esfera estética si en forma deliberada, decidida y consistente actúa como hombre estético, sin alternativas. En este sentido, don Juan tipifica el individuo existente en la esfera estética. Análogamente, el que sacrifica sus propias inclinaciones a la ley moral universal y constantemente se esfuerza por realizar un ideal moral que le incita siempre a superarse, es un individuo existente en la esfera ética. «Un individuo existente está en un proceso de devenir… En el individuo existente la consigna es siempre adelante».[493]
Pero, aunque el término existencia tiene este amplio campo de aplicación, su connotación tiende a ser específicamente religiosa. No es sorprendente, ya que la forma suprema de realización del hombre como espíritu es su autorreligación al Absoluto personal. «La existencia es una síntesis de infinito y finito, y el individuo existente es a la vez infinito y finito.»[494] Pero decir que el individuo existente es infinito no implica su identificación con Dios. Quiere decir que su devenir es un constante esfuerzo hacia Dios. «La existencia misma, el acto de existir, es un esfuerzo… [y] el esfuerzo es infinito.»[495] «La existencia es el niño que ha nacido de cara a lo infinito y lo finito, de lo eterno a lo temporal y es, por tanto, un esfuerzo constante.»[496] Se puede afirmar, consecuentemente, que la existencia comprende dos momentos: el de la separación o finitud, y, en este contexto, el del continuo esfuerzo hacia Dios. El esfuerzo tiene que ser constantemente un continuo devenir, porque la autorreligación con Dios por la fe no puede realizarse una vez por todas: ha de tomar la forma de un autocompromiso repetido constantemente.
No puede pretenderse que la definición o las descripciones kierkegaardianas de la existencia sean de una claridad cristalina, aunque la noción general es suficientemente comprensible. Es obvio que, para él, el individuo existente por excelencia es el individuo ante Dios, el hombre situado en el punto de vista de la fe.
En los escritos de los existencialistas, el concepto de angustia es fundamental. Pero el término no es usado del mismo modo por cada uno de los autores. En Kierkegaard se sitúa en el ámbito de lo religioso. Y en El concepto de la angustia está íntimamente asociado a la idea de pecado. Sin embargo, pienso que puede ampliarse en el campo de aplicación y decir que la angustia es el estado que precede al salto cualitativo de uno a otro de los estadios de la vida.
Kierkegaard define la angustia como una «simpatía antipática y una antipatía simpática».[497] Es el caso del muchacho que siente una atracción por la aventura, «una sed de lo prodigioso y misterioso»;[498] al muchacho le atrae lo desconocido, pero al mismo tiempo le repele, como una amenaza a su seguridad. Van entrelazadas atracción y repulsión, simpatía y antipatía. El muchacho se encuentra en un estado de angustia, no de miedo. Porque el miedo se refiere a algo completamente definido, real o imaginario, una serpiente bajo la cama, una avispa que puede picarle, mientras que la angustia apunta a lo indefinido y desconocido, y es precisamente lo misterioso y desconocido lo que atrae y repele a la vez al muchacho. Kierkegaard aplica esta idea al pecado. En el estado de inocencia, el espíritu está como en un sueño, en un estado de inmediatez. Aún no conoce el pecado. Puede sentir una vaga atracción, no por el pecado como algo definido, sino por el uso de la libertad y por la posibilidad de pecar. «Angustia es la posibilidad de libertad.»[499] Kierkegaard propone como ilustración el caso de Adán. Cuando a Adán, en estado de inocencia, se le prohibió comer el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, bajo la amenaza de que moriría, no podía saber qué significaban el mal y la muerte, puesto que sólo obtendría este conocimiento si desobedecía la prohibición. Pero la prohibición despertó en él «la posibilidad de la libertad… la alarmante posibilidad de ser capaz de».[500] Es lo que le produjo a la vez atracción y repulsión.
Pero hay también, según Kierkegaard, una angustia en relación con el bien. Supongamos, por ejemplo, un hombre hundido en el pecado. Puede darse cuenta de la posibilidad de salir de su estado, y esto le atrae. Pero al mismo tiempo le repele tal perspectiva, porque se siente bien en su situación pecaminosa. Entonces está poseído por la angustia del bien. Y es realmente una angustia de la libertad si suponemos que se halla en el dominio esclavizador del pecado. Para él la libertad es objeto de una antipatía simpática y de una simpatía antipática. Y esta angustia es en sí misma la posibilidad de la libertad. La noción de angustia será probablemente más comprensible si la aplicamos a otro caso. Supongamos que un hombre ha llegado a la conciencia de pecado y de su falta total de autosuficiencia. Se encuentra ante la posibilidad del salto de la fe,[501] que, como hemos expuesto, significa autocompromiso con una incertidumbre objetiva, salto a lo desconocido. Es como un hombre al borde del precipicio, consciente de la posibilidad de arrojarse, y que siente al mismo tiempo atracción y repulsión. La angustia de tal posibilidad le retiene como su presa, hasta que pueda liberarse y salvarse en la fe. No hay otro lugar donde pueda encontrar reposo.[502] Esto parece indicar que la angustia es superada por el salto. Pero si mantenerse en el punto de vista de la fe implica un auto-compromiso repetido con una certidumbre objetiva, la angustia reaparece como la tonalidad emotiva del salto repetido.
Kierkegaard era, en primer lugar y ante todo, un pensador religioso. Aunque para sus contemporáneos fue una voz clamando en el desierto, su idea de la religión cristiana ha ejercido una influencia poderosa en algunas de las corrientes más importantes de la teología protestante moderna. Ya hemos mencionado el nombre de Karl Barth, cuya hostilidad a la «teología natural» está de acuerdo con la actitud de Kierkegaard contra toda injerencia de la metafísica en la esfera de la fe. Por supuesto, se puede afirmar justamente que en la teología representada por Karl Barth no se trata tanto de seguir a Kierkegaard como de tomar de nuevo contacto con las fuentes originales del pensamiento y la espiritualidad protestante. Pero algunos efectos de los escritores de Kierkegaard, se deben precisamente a que, en parte, sus ideas eran característicamente luteranas.
Al mismo tiempo, es evidente que sus escritos son capaces de ejercer influencias en otras direcciones. Por otra parte, ha tenido que proferir expresiones muy duras sobre el protestantismo. Y discernimos en su actitud no sólo un alejamiento del protestantismo afeminado, sino incluso del protestantismo en cuanto tal. No es mi propósito argüir que si hubiese vivido más tiempo habría llegado a ser católico. Es una cuestión que no se puede resolver y, por tanto, es inútil discutirla. Pero, de hecho, sus escritos han surtido efecto en algunas mentalidades que han vuelto sus ojos al catolicismo que ha mantenido siempre el ideal de lo que llamaba la cristiandad número uno. Por otra parte, se puede tener en cuenta la posibilidad de que sus escritos contribuyan a alejar a sus lectores del cristianismo. Podemos imaginar a un hombre diciendo: Sí, en efecto, Kierkegaard tiene razón. Yo no soy realmente cristiano. Y lo que es más, no quiero serlo. No me interesan los saltos, ni me apasionan las incertidumbres objetivas.
No ha de sorprender, por tanto, que en el desarrollo del movimiento existencialista moderno encontremos ciertos temas kierkegaardianos divorciados de su primitivo sentido religioso y empleados dentro de un sistema ateo. Tal es el caso de la filosofía de Sartre. En lo que respecta a Karl Jaspers, el más cercano a Kierkegaard de todos los filósofos comúnmente clasificados como existencialistas,[503] se mantiene el sentido religioso del concepto de la existencia.[504] Pero la filosofía de Sartre nos recuerda que los conceptos de la auténtica existencia, del libre autocompromiso y de la angustia pueden ser desplazados de este entorno.
Estas observaciones no pretenden dar a entender que los orígenes del existencialismo moderno hayan de atribuirse a la influencia póstuma de Kierkegaard. Sería un grave error. Pero los temas kierkegaardianos inciden en el existencialismo, aunque el contexto histórico haya cambiado.
Los críticos del movimiento existencialista están en perfecto derecho de ver al pensador danés como su antepasado espiritual, aunque no, naturalmente, como su causa suficiente. Al mismo tiempo, Kierkegaard ha ejercido una influencia estimulante sobre muchas personas que no se califican de existencialistas y que, por lo mismo, no son filósofos o teólogos profesionales. Como advertimos en la primera sección de este capítulo, su pensamiento filosófico tiende a convertirse en un intento de que los hombres vean su situación existencial y las alternativas a que están enfrentados. Es asimismo una llamada a elegir, a autocomprometerse, a ser «individuos existentes». Es también, naturalmente, una protesta en nombre del individuo o persona libre contra el hundimiento en la colectividad. Kierkegaard exagera, ciertamente. Y su exageración se hace más evidente cuando al concepto de existencia se le priva de la significación religiosa que él le dio. Pero la exageración sirve con frecuencia para llamar la atención sobre lo que realmente vale la pena decir.