Para Schopenhauer, la raíz de todo mal reside en la esclavitud de la voluntad, esclavitud dependiente de la voluntad de vivir. Ya se ha mencionado su reivindicación del intelecto humano al que concede la capacidad de sobrepasar el nivel de desarrollo preciso para satisfacer las necesidades físicas. Éste produce, aparte de la energía que se requiere para cumplir su función primaria y práctica, una energía suplementaria por la que el hombre puede escapar tanto a la inútil vivencia del deseo y el esfuerzo, como a la egoísta autoafirmación y sus conflictos.
Schopenhauer propone dos caminos para liberarnos de la esclavitud a que nos somete la voluntad. Uno es temporal —un oasis en medio del desierto— y otro más duradero. El primero es el de la contemplación estética, el arte, y el segundo es el ascetismo, verdadera vía de salvación. Nos ocuparemos, en primer lugar, del camino que nos libera a través del arte.
El hombre, dedicado a la contemplación estética, llega a ser un observador desinteresado. Obviamente, la contemplación estética excluye el interés. Cuando, por ejemplo, yo veo una cosa hermosa como objeto de deseo o como estímulo de un deseo, mi punto de vista no es, ciertamente, el de la contemplación estética; soy un espectador «interesado». De hecho, soy un instrumento de la voluntad, o estoy a su servicio. Sin embargo, puedo perfectamente no considerar un objeto hermoso ni como objeto de deseo en sí mismo ni como estímulo, y admirarlo únicamente por el significado estético que pueda tener. En tal caso soy un espectador desinteresado, y, al menos entonces, me libero de la esclavitud de la voluntad.
La teoría de Schopenhauer sobre la contemplación estética de los objetos naturales o de las obras de arte como liberación temporal se relaciona con una teoría metafísica sobre lo que él llama ideas platónicas. Se dice de la voluntad que se objetiva inmediatamente en ideas que se refieren a las cosas individuales, igual que ocurre en los arquetipos y sus copias. Son «determinadas especies o formas originarias inmutables y propiedades de todos los cuerpos naturales, tanto orgánicos como inorgánicos, y son también fuerzas naturales que se manifiestan a sí mismas de acuerdo con las leyes naturales».[402]
Existen ideas de fuerzas naturales, tales como la de la gravedad, e ideas de especies, pero no existen, sin embargo, ideas de géneros, pues, mientras haya especies naturales, según Schopenhauer, no habrá géneros naturales.
No debe confundirse la idea de especie con la forma inmanente de las cosas. Se dice que los miembros individuales de las diversas especies, o clases naturales, son «el correlativo empírico de la idea».[403] Y la idea es un arquetipo eterno. Por esta razón, Schopenhauer identifica sus ideas con las formas o ideas platónicas.
No me explico cómo la voluntad, ciega, o el impulso continuo, puedan objetivarse a sí mismos en ideas platónicas. Creo que Schopenhauer, a pesar de sus críticas, en lo que se refiere al significado metafísico del arte y de la intuición estética, comparte sus ideas con Schelling y Hegel, pero que, al darse cuenta de que la contemplación estética ofrece la posibilidad de una liberación temporal del deseo, se atuvo a la doctrina de Platón, a quien tanto admiraba, sobre las ideas, pero esta doctrina no tiene ninguna conexión explícita con la definición de voluntad ciega, impulso o esfuerzo autotorturante. No hay por qué insistir más en ello. Lo importante es que el genio del artista es capaz de aprehender las ideas y de darles una expresión en la obra de arte. Y, en esta contemplación estética, el espectador participa al aprehender las ideas. De esta forma, se eleva sobre lo temporal y variable y contempla lo eterno e inmutable. Su actitud es contemplativa y no apetitiva. El apetito se anula en la experiencia estética.
Schopenhauer exalta el papel que desempeña el genio del artista, y esto le acerca al espíritu del romanticismo. Sin embargo, no habla con mucha precisión acerca de la naturaleza del genio y de su diferencia con el hombre corriente. Algunas veces parece implicitar que genio no significa solamente la capacidad de aprehender ideas sino que también supone la posibilidad de expresarlas en obras de arte. En otras ocasiones, parece querer decir que genio es solamente la facultad de intuir ideas, y que la capacidad de darles una expresión externa es un asunto que incumbe a la técnica y que, por tanto, puede adquirirse con la práctica y el estudio. La primera hipótesis está más cerca de lo que normalmente pensamos: el genio artístico supone, sobre todo, la facultad de creación. Si un hombre no posee esta facultad no se nos ocurriría considerarle como un artista. De otra manera, cualquiera que fuese capaz de la contemplación y apreciación estética sería un genio. Pero se puede argüir, de acuerdo con Benedetto Croce, que la intuición estética implica una expresión interior, en el sentido de una recreación imaginativa, a diferencia de la expresión externa. En este caso, tanto el artista creador como el hombre que contempla y aprecia la obra de arte «expresarían», aunque ambos lo harían de distinto modo. En todo caso, a pesar de que es posible aproximar estos dos modos de expresar, en mi opinión Schopenhauer integra ambas facultades, la de intuir ideas y la de darles una forma externa, aunque para ello resulte indispensable el aprendizaje técnico. De este modo, el hombre que no es capaz de producir obras de arte puede compartir con el genio la intuición de las ideas en y por la expresión externa de las mismas.
Sin embargo, lo importante es el hecho de que el hombre trascienda en la contemplación estética la sujeción original del conocimiento a la voluntad, al deseo. Se convierte en «sujeto de conocimiento, propiamente sin voluntad, y ya no establece relaciones según el principio de razón suficiente, sino que permanece y se sumerge en la contemplación del objeto presentado, sin considerar su conexión con cualquier otro».[404] Estamos en relación directa con lo bello cuando el objeto de la contemplación es una simple forma significativa y la idea se presenta a la percepción como algo concreto. Sin embargo, si un hombre percibe el objeto que contempla como algo hostil o amenazador para su cuerpo, es decir, la objetivación de la voluntad en forma de cuerpo humano, entonces se halla en presencia de lo sublime. Esto es, contempla lo sublime, y, a pesar de reconocer el carácter amenazador del objeto, persiste en la contemplación objetiva sin dejarse sobrecoger por la emoción egocentrista del temor. Puede decirse, por ejemplo, que quien contempla la espectacular grandeza de una tormenta sobre el mar desde una pequeña embarcación, está contemplando lo sublime si fija su atención en la grandeza de la escena y la fuerza de los elementos de la naturaleza.[405] El hombre se libera temporalmente de la esclavitud de la voluntad al contemplar lo bello o lo sublime. Su espíritu goza de un descanso al no ser un mero instrumento de satisfacción de un deseo, porque adopta una actitud puramente objetiva y desinteresada.
Tanto Schelling como Hegel concibieron las bellas artes como series ascendientes. Schopenhauer respeta la división de las artes que ellos hicieron y clasifica las bellas artes en una serie de objetivaciones de la voluntad, más o menos perfectas. La arquitectura, por ejemplo, es la manifestación de las ideas en su grado inferior, como la gravedad, la cohesión, la rigidez, la dureza, es decir, las cualidades universales de la piedra. La arquitectura es la expresión indirecta del conflicto de la voluntad, a través de la tensión material que se establece entre gravedad y rigidez. Artes hidráulicas son una manifestación de las ideas de la materia fluida; estas artes encuentran expresión en las fuentes y saltos de agua artificiales. La horticultura y la jardinería son artes que ponen de relieve las ideas que expresan el mundo vegetal. Cuadros de valor histórico y esculturas son la expresión de la idea del hombre, si bien la escultura está más en relación con la belleza y la gracia, y la pintura expresa sobre todo el carácter y la pasión humana. La poesía es la más perfecta de las artes porque resume todas las demás. Su material inmediato son los conceptos; el poeta intenta facilitar el conocimiento de los conceptos abstractos haciendo uso de epítetos a nivel de la percepción y, de esta manera, estimula la imaginación del auditor y del lector y, con ello también, su capacidad de aprehender la idea representada en el objeto perceptible.[406] Pero el objetivo principal de la poesía, a pesar de su facultad de expresar cualquiera de las manifestaciones de las ideas, es la representación del hombre como expresión de sí mismo por medio de una serie de actos y pensamientos, y las respectivas emociones que acompañan a ambos.
Surgían por aquel entonces una serie de controversias entre escritores y estetas referente al rango que debía ocupar el concepto de las bellas artes. No vamos a considerar aquí la posibilidad de incluir la horticultura y las artes hidráulicas en las bellas artes. Tampoco es necesario exponer una división de las bellas artes, que en todo caso depende de su correlación con un sistema metafísico discutible. Sin embargo, conviene matizar los dos puntos siguientes:
En primer lugar, hay que destacar, como es de suponer, el hecho de que, para Schopenhauer, la expresión más noble de las artes poéticas sea la tragedia. En la tragedia se representa el carácter real de la vida humana y los espectadores la presencian cuando ya está transformada en arte y expresada de forma dramática; presencian el «gran dolor, el lamento de la humanidad entera, el triunfo del mal, las burlas de la suerte, la irremediable degeneración de los justos e inocentes».[407]
En segundo lugar, debe considerarse el hecho de que el arte superior a todas las demás artes no sea la tragedia sino la música. Esto lo justifica Schopenhauer estimando que la música no expresa una idea, o ideas, es decir, la objetivación de la voluntad, sino que expresa la voluntad misma, la naturaleza interna de la cosa en sí misma.[408] El hombre recibe, al escuchar música, una revelación directa, aunque no de forma conceptual, de la realidad subyacente de los fenómenos. Intuye esta realidad que se le revela en forma de arte, de un modo objetivo y desinteresado y no como expresión de la tiranía de la voluntad. Además, en caso de que fuese posible expresar audazmente en conceptos todo lo que la música expresa prescindiendo de los conceptos, nos encontraríamos ante la filosofía verdadera.
La contemplación estética no ofrece más que una liberación temporal de la esclavitud de la voluntad. Schopenhauer, sin embargo, revela una liberación duradera; y ésta se consigue renunciando a la voluntad que nos induce a vivir. Sin duda alguna, el progreso moral tiene que adoptar esta forma si es posible la moralidad. Todo el mal del mundo, según Schopenhauer, emana de la voluntad de vivir, de sus manifestaciones de egoísmo, de autoafirmación, de odio y de conflictos. «En el corazón de cada uno de nosotros reside una mala bestia al acecho de oportunidades para saciar sus instintos voraces atacando a los demás y que, si no la evitamos, nos descuartiza.»[409] Esta bestia salvaje, este mal radical, es la expresión directa de la voluntad de vivir. De aquí deduce Schopenhauer que la moralidad, si es posible, tiene forzosamente que implicar un rechazo de dicha voluntad, y, considerando que el hombre es una objetivación de la voluntad, rechazar ésta significa negarse a sí mismo; significa ascetismo y mortificación.
Schopenhauer dice que el mundo posee un significado moral. Pero lo que quiere decir con esta afirmación, tan sorprendente a primera vista, es lo siguiente: la existencia, la vida, es un crimen ya de por sí; es nuestro pecado original y lo expiamos exclusivamente por medio del sufrimiento y de la muerte. Por ello, se puede decir que en el mundo reina la justicia, y que, según la famosa sentencia hegeliana, «el mundo mismo es su propio tribunal de justicia».[410] Es en este sentido en el que resulta exacta la afirmación de que el mundo posee un significado moral. «Si pudiéramos poner toda la miseria del mundo en un platillo de la balanza y toda la culpa del mundo en el otro, la aguja señalaría precisamente el centro.»[411] Schopenhauer habla de la voluntad como si ésta fuese culpable de todo el mal y como si, al mismo tiempo, pagara por ello; porque se objetiva a sí misma y porque sufre en ese estado de objetivación. Esta forma de exponer el tema quizá parezca un tanto extravagante, puesto que los sufrimientos de los hombres han de ser fenoménicos, según las premisas de Schopenhauer, es decir, que apenas pueden afectar a la cosa en sí misma. Prescindiendo de esta dificultad, podemos, sin embargo, deducir a partir de aquella afirmación, que la existencia o la vida misma es un crimen y que la moralidad, si existiera, se podría expresar únicamente rechazando la voluntad de vivir, apartándose de la vida.
Una vez asentadas estas premisas, parece que sólo hay una conclusión posible: el máximo acto moral es el suicidio. Pero, según Schopenhauer, el suicidio no es más que un acto de sumisión a la voluntad, de ningún modo su negación. Esto lo justifica diciendo que el hombre comete un suicidio sólo a fin de librarse de ciertos males y que si pudiera escaparse de esos males que le acosan, sin recurrir al suicidio, lo haría gustosamente. Por esta razón, el suicidio, paradójicamente, es la expresión de una concesión hecha a la voluntad de vivir. En consecuencia, la negación y la renuncia a vivir han de adoptar una forma que no sea el suicidio.
Pero ¿acaso hay algún lugar para la moralidad dentro de la filosofía de Schopenhauer? El ser humano como individuo no es más que una objetivación de la voluntad individual y única, por tanto, sus actos están determinados por ella. Schopenhauer traza una línea divisoria entre carácter inteligible y carácter empírico. La voluntad metafísica se objetiva a sí misma en la voluntad individual, y esta voluntad individual, considerada en sí misma y anteriormente a sus actos, es el carácter inteligible o nouménico. La voluntad individual, que se manifiesta a través de sus actos sucesivos, es el carácter empírico. El objeto de la conciencia lo constituyen los actos particulares de la voluntad; éstos se suceden el uno al otro. Así, un hombre sólo puede conocerse a sí mismo gradual e imperfectamente. En un principio, su posición es la de cualquier intruso. Es incapaz de prever sus actos futuros voluntarios; únicamente tiene conciencia de los actos ya realizados. Por ello, él mismo se cree libre, y esta sensación de libertad le resulta muy natural. Sin embargo, el acto empírico es realmente un despliegue de su carácter inteligible o nouménico. El primero es consecuencia del último y está determinado por éste. Como pensó ya Spinoza, la sensación o la convicción de libertad no es más que el efecto real de la ignorancia de las causas que determinan los actos de uno mismo.
A primera vista, puede parecer inútil hacer observaciones acerca de la manera cómo debiera actuar la gente para escaparse de la esclavitud a que les someten el deseo y el esfuerzo, considerando que sus acciones están determinadas por los respectivos caracteres. Estos caracteres son objetivaciones de la voluntad, de la voluntad de vivir, que se pone de manifiesto precisamente en el deseo y esfuerzo constantes.
Schopenhauer afirma, sin embargo, que el determinismo del carácter no excluye la posibilidad de cambios de conducta. Supongamos que estoy acostumbrado a actuar según mis conveniencias económicas. Pero, un buen día, alguien me convence de que la gloria celestial es más valiosa que la terrestre. Mi nueva convicción me llevará a cambiar de comportamiento. En lugar de intentar hacerme rico a expensas de alguien, le cedo a éste la oportunidad de ganancia económica. Mis amigos, suponiendo que los tuviera, dirán que he cambiado de carácter. Pero, de hecho, sigo siendo el mismo hombre de siempre. A pesar de que mis acciones hayan cambiado, mi carácter sigue siendo el mismo. Sigo obrando en virtud de un motivo personal, es decir, en virtud de una ganancia. Lo único que ha cambiado es mi concepto de qué es lo más beneficioso. Dicho de otra forma, mi carácter inteligible determina el tipo de motivos que me inducen a obrar; el motivo esencial será el mismo, tanto si me dedico a acumular riquezas en la tierra, como si renuncio a ellas para alcanzar el cielo.
Este ejemplo no ayuda a entender cómo es posible negar la voluntad de vivir. Sólo ilustra un egoísmo permanente y no la emergencia de una radical negación de sí mismo. Aunque puede servir para conciliar la teoría del determinismo del carácter con los hechos empíricos que ponen de manifiesto la posibilidad de cambios de carácter, no explica de qué manera puede la voluntad de vivir volver sobre sí misma en la objetivación y a través de ella, para negarse a sí misma. De momento, basta con observar que la idea de cambio del propio punto de vista tiene un papel muy importante en la filosofía de Schopenhauer, al igual que en la de Spinoza. Schopenhauer descubre una visión progresiva, a través del velo de Maya, del mundo fenoménico de la individualidad y la multiplicidad. Esto es posible gracias a la capacidad del intelecto de cumplir sus funciones prácticas primarias. Los grados de avance moral corresponden a los de penetración del velo de Maya.
La individualidad es fenoménica. El noúmeno es uno; una pluralidad de individuos sólo existe para el sujeto fenoménico. El hombre puede desde un principio romper la ilusión de la individualidad y llegar así a poner a los demás a su mismo nivel y no dañarles. Este hombre sería justo y no aquel que, dentro del velo de Maya, se afirma a sí mismo excluyendo a los demás.
Aún se puede ir más lejos. Un hombre puede penetrar el velo de Maya hasta llegar a ver que todos los individuos en realidad sólo son uno, pues todos ellos son fenómenos de una voluntad única e indivisible. Entonces nos encontramos en el nivel ético de la simpatía. Tenemos entonces bondad o virtud que se caracterizan por el amor desinteresado a los demás. La bondad verdadera no consiste, como creyó Kant, en la obediencia al imperativo categórico, exclusivamente por cumplir el deber. La bondad verdadera es amor, agape o caritas, a diferencia del eros que está dirigido hacia sí mismo. Amor es simpatía. «Todo amor verdadero y puro es simpatía (Mitleid) y cualquier amor que no sea simpatía es egoísmo (Selbstsucht). Eros es egoísmo; ágape es simpatía.»[412] Schopenhauer combina este entusiasmo por la filosofía hindú de Maya con una gran admiración por Buda. Quizás estaba más cerca de la ética budista que de los conceptos occidentales más dinámicos de altruismo.
Sin embargo, aún podemos avanzar otro paso. En la voluntad, y a través de la misma, el hombre puede llegar a un conocimiento tan claro de sí, que le lleve a sentir horror de sí mismo y a negarse a sí mismo. La verdad humana deja de sentirse en relación con las cosas y el hombre marcha por el camino del ascetismo y la santidad. Schopenhauer ensalza la castidad voluntaria, la pobreza y la mortificación del yo, alaba a quien se entrega a la muerte para salvarse de la esclavitud de la voluntad.
Ya hemos aludido antes a la dificultad de entender el modo como la voluntad puede negarse a sí misma. Schopenhauer reconoce esta dificultad, admitiendo sinceramente que es una contradicción que la voluntad, que se manifiesta u objetiva en el fenómeno, se niegue a sí misma y renuncie a lo que el fenómeno expresa, es decir, a la voluntad de vivir. Pero, en cualquier caso, este acto de radical negación de sí mismo es posible, aunque tal vez sea excepcional. La voluntad en sí misma es libre, ya que no está sujeta al principio de razón suficiente. En el caso de una negación total de sí misma, de una total renuncia de sí misma, la libertad esencial de la voluntad, la cosa en sí, se manifiesta en el fenómeno. Dicho de otra forma, Schopenhauer admite una excepción en el principio del determinismo. La voluntad metafísica, que es libre, «niega la naturaleza que fundamenta al fenómeno, mientras que el propio fenómeno continúa existiendo en el tiempo y, por ello, aparece una contradicción del fenómeno consigo mismo».[413] Es decir, que el santo no se mata a sí mismo, continúa existiendo en el tiempo, pero renuncia por completo a la realidad que le fundamenta como fenómeno, negándola por completo. Esto es una contradicción, pero es una contradicción que manifiesta que la voluntad trasciende el principio de razón suficiente.
Por último, podemos preguntarnos, ¿qué objeto tienen la virtud y la santidad? Es evidente que el hombre que niega la voluntad se moverá en el mundo como si éste no fuera nada, ya que lo único que niega es la apariencia de la voluntad. Al menos en este sentido, es cierto que, cuando la voluntad se niega a sí misma, «nuestro mundo con todos sus soles y sus galaxias no es nada».[414] Pero ¿qué ocurre con la muerte?, ¿supone una total extinción?
Schopenhauer dice que «ante nosotros, en realidad, sólo está la nada»[415] y, si se niega la inmortalidad personal, en cierto sentido, es verdad. Si la individualidad es fenoménica, Maya, y después muerte, la salida del mundo fenoménico significa necesariamente la extinción de la conciencia. Tal vez se dé la posibilidad de una integración en la voluntad única. Schopenhauer parece creer, aunque no lo exprese muy claramente, que, para el hombre que ha negado la voluntad, la muerte significa una total extinción. Estar en vida redujo su existencia al temor y, con la muerte, la destruye. El hombre llegó a su última meta que es la negación de la voluntad de vivir.
Schopenhauer habla de otra posibilidad más.[416] Como ya se ha visto, afirma que la cosa en sí, como realidad última, puede poseer atributos que no sean, ni puedan ser conocidos. En ese caso, estos atributos pueden subsistir cuando la voluntad se haya negado a sí misma como tal voluntad. Probablemente, se dé la posibilidad de alcanzar un grado de ser por la renuncia de sí mismo, un ser que no se hunda en la nada. Este estado, difícilmente podría ser un estado de conocimiento, ya que la relación sujeto-objeto es fenoménica. Pero puede ser semejante a la experiencia incomunicable a que los místicos aluden confusamente.
Aunque es fácil criticar esta afirmación, no vamos a hacerlo aquí. Schopenhauer se veía obligado, a ello teniendo en cuenta su tesis de que conocemos la realidad última como manifestación de la voluntad pero no en sí misma. Quizá Schopenhauer pensaba que no debía excluirse la posibilidad de que las experiencias de los místicos no puedan explicarse según su filosofía de la voluntad. Sería exagerado decir que Schopenhauer supone que tanto el teísmo como el panteísmo pueden ser ciertos. Schopenhauer afirma que el teísmo es una doctrina infantil y, por tanto, incapaz de satisfacer a una mente madura. El panteísmo, en su opinión, es todavía más absurdo y, además, es incompatible con cualquier tipo de moral. Identificar al mundo, con su mal, su crueldad y su sufrimiento, con la divinidad, o interpretarlo como una teofanía, en el sentido literal, es algo inconcebible, una estupidez que sólo a Hegel pudo habérsele ocurrido. Más todavía, semejante identificación lleva a justificar todo lo que ocurre y tal justificación es incompatible con las exigencias de la moral.
Pero, si la realidad última posee unos atributos distintos de los derivados de su definición como voluntad ciega, la filosofía nada puede saber de ellos. La voluntad es la cosa en sí, y negar la voluntad significa, por tanto, negar la realidad de todo lo que existe, o al menos de todo lo que podemos saber que existe. La siguiente conclusión de la filosofía es obligada; «no hay voluntad, no hay representación ni mundo».[417] Si la voluntad se vuelve sobre sí misma y se «niega» a sí misma, no queda nada.
El lector tal vez se sorprenda de que la filosofía de Schopenhauer haya sido considerada dentro del idealismo metafísico. En cierto modo esta sorpresa está justificada, ya que, a pesar de la constante referencia de Schopenhauer a Fichte, Schelling y Hegel, su sistema sólo marginalmente puede incluirse dentro del idealismo especulativo. Schopenhauer substituye el yo de Fichte y el logos o idea de Hegel por la voluntad, pero la distinción entre fenómeno y noúmeno y la teoría del carácter subjetivo y fenoménico del espacio, del tiempo y la causalidad, proceden de Kant. No es ilógico describir el sistema de Schopenhauer como un idealismo voluntarista trascendental, ya que es un idealismo desde el momento en que el mundo es una representación. Es voluntarista porque el concepto de voluntad, más que el de razón o pensamiento, es la clave de la realidad. Es trascendental, en el sentido de que la voluntad individual es una voluntad absoluta que se manifiesta a sí misma en los múltiples fenómenos de la experiencia.
Si consideramos la filosofía de Schopenhauer desde este triple punto de vista, se nos presenta como uno de los sistemas especulativos poskantianos al igual que los de Fichte, Schelling y Hegel; sin embargo, las diferencias con respecto a estos tres últimos filósofos son considerables. La realidad última en el sistema de Hegel es la razón, el pensamiento que se piensa a sí mismo y que se actualiza a sí mismo como espíritu concreto. Lo real es lo racional y lo racional es lo real. Para Schopenhauer, la realidad es más irracional que racional: el mundo es la manifestación de un impulso ciego. Es cierto que hay semejanzas entre la razón cósmica de Hegel y la voluntad de Schopenhauer. Por ejemplo, para Hegel, la razón se pone a sí misma como su propio fin, del mismo modo que, para Schopenhauer, lo hace la voluntad. Hay una gran diferencia entre la idea del universo como vida de la razón que se despliega a sí misma y la idea del universo como expresión de un impulso ciego e irracional de vida o existencia. Es cierto que hay elementos de «irracionalidad» en el idealismo alemán. La teoría de Schelling de la voluntad irracional en la divinidad es un caso aparte. Pero Schopenhauer convierte los rasgos irracionales de la existencia en su fundamento, llegando a ser la verdad central del mundo, y no su verdad parcial.
Este irracionalismo metafísico de la filosofía de Schopenhauer se acentúa más en su teoría del arte que ofrece la posibilidad de transmutar los horrores de la existencia en el sereno mundo de la contemplación estética. Por una parte, aquí se substituye el optimismo metafísico del idealismo absoluto por el pesimismo metafísico y, por otra, el carácter deductivo del idealismo metafísico, que es muy lógico si consideramos la realidad como razón o pensamiento que se despliega a sí mismo, da paso a una vía de aproximación empírica. El carácter metafísico de la filosofía de Schopenhauer, junto con sus elementos marcadamente románticos, hacen que se asemeje a los sistemas poskantianos. Todo ello permite interpretar el pensamiento de Schopenhauer como una hipótesis basada en la generalización de datos de la experiencia, y, aunque esté justificado el incluirlo dentro de la metafísica especulativa poskantiana, por otra parte, es evidente que la filosofía de Schopenhauer es un precedente de la metafísica inductiva que sucedió al colapso del idealismo absoluto.
Si consideramos el sistema de Schopenhauer desde la historia posterior de la filosofía, lo veremos como una transición desde el movimiento idealista a las posteriores filosofías de la vida. Pero, por otra parte, su sistema sólo es él mismo y no «una transición». Esto no niega sus relaciones con el movimiento filosófico general, pero también es excesivo considerarlo como un puente entre el idealismo y la filosofía vitalista en Alemania y Francia. Se puede argüir que Schopenhauer insiste en una noción de vida carente de sentido. La vida es algo que hay que negar y no algo que deba afirmarse. La teoría de Schopenhauer de renuncia y negación sólo puede ser alcanzada por una filosofía que subraye la idea de la voluntad de vivir e interprete el mundo a la luz de esta idea. El instinto y la razón son, para Schopenhauer, instrumentos biológicos, aun cuando predique el desprendimiento del intelecto humano de su orientación práctica. De esta forma, aporta el material para la substitución de la idea del pensamiento, como idea central de la filosofía, por la idea de la vida. El pesimismo de Schopenhauer no vuelve a surgir en el vitalismo posterior, pero esto no altera el hecho de que la idea de la vida constituya el núcleo de su sistema. Es cierto que la idea de vida aparece ya en la filosofía de Fichte y Hegel, pero Schopenhauer concede al término «vida» una importancia esencialmente biológica, interpreta la razón (que también es una forma de vida) como un instrumento de vida, en el sentido biológico.
Después de la muerte de Hegel y del fracaso de la revolución de 1848, se creó un clima de opinión más favorable al pesimismo irracionalista de Schopenhauer, quien empezó a tener seguidores. Entre ellos estaba Julius Frauenstädt (1813-1879) que, del hegelianismo, se convirtió a la filosofía de Schopenhauer en el curso de unas conversaciones que mantuvo con él en Frankfurt. Frauenstädt modificó ligeramente la posición de su maestro al sostener que el espacio, el tiempo y la causalidad no son meras formas subjetivas y que la individualidad y la multiplicidad no son meras apariencias. Pero defendió la teoría de que la realidad última es voluntad, y publicó una edición de los escritos de Schopenhauer.
Las obras de Schopenhauer estimularon en Alemania el interés por la filosofía y la religión orientales. Entre los filósofos influenciados por Schopenhauer podemos citar a Paul Deussen (1845-1919), fundador de la Schopenhauer-Gesellschaft (Asociación Schopenhauer) y amigo de Nietzsche. Deussen tenía una cátedra en la Universidad de Kiel. Además de una historia general de la filosofía, publicó varias obras sobre el pensamiento hindú, y contribuyó a dar a conocer la filosofía oriental como una parte más de la historia de la filosofía.
La influencia de Schopenhauer fue muy importante fuera de los círculos filosóficos. Richard Wagner le concedió gran importancia. La teoría de la música como arte superior era muy del gusto del gran compositor, que llegó a considerarse como una encarnación del genio descrito por Schopenhauer.[418] Sin embargo, no puede reducirse la visión del mundo de Wagner a la filosofía de Schopenhauer, ya que muchas de sus ideas eran anteriores a su contacto con esta filosofía y, a lo largo del tiempo, fue modificándolas. De cualquier manera, cuando en 1854 leyó a Schopenhauer, escribió una carta de reconocimiento al filósofo, y se dice que Tristán e Iseo reflejan la influencia de Schopenhauer. Éste también fue muy apreciado por Thomas Mann.
Schopenhauer, dentro de los círculos filosóficos, supuso más un estímulo que una fuente de inspiración continua. Sus escritos impresionaron profundamente al joven Nietzsche, aunque posteriormente repudiara la actitud de Schopenhauer frente a la vida. También hay que citar los nombres de Wilhelm Wundt y Hans Vaihinger, como filósofos influenciados por Schopenhauer, aunque ninguno de ellos pueda ser considerado como discípulo del gran pesimista. Por lo que a Francia respecta, como ya hemos hecho notar, el error de suponer que la semejanza de ideas revela necesariamente una influencia. El desarrollo de la filosofía vitalista en Francia se comprende sin recurrir a Schopenhauer, lo que no excluye la influencia directa o indirecta que este filósofo pueda haber ejercido sobre los filósofos alemanes y franceses de esta escuela.
Sin embargo, tenemos que referirnos a un pensador muy similar a Schopenhauer, Eduard von Hartmann (1842-1906), oficial de artillería retirado que de dedicó a escribir sobre filosofía. Von Hartmann, que también debe mucho a Leibniz y a Schelling, trató de desarrollar la filosofía de Schopenhauer acercándola al hegelianismo. Afirmó que había elaborado su propio sistema partiendo de una base empírica y científica. Su obra más conocida es Die Philosophie des Unbewussten (La filosofía del inconsciente, 1869).
Según Hartmann, la realidad última es inconsciente, pero no puede ser, como creía Schopenhauer, una voluntad ciega. Schopenhauer suponía que la voluntad está provista de finalidad, pero debemos reconocer que el principio inconsciente tiene dos atributos correlativos e irreductibles, la voluntad y la idea. Podemos decir, de otra manera, que el principio inconsciente tiene dos funciones coordinadas: como voluntad es responsable del qué de la existencia del mundo; como idea es responsable del qué de la naturaleza del mundo.
Hartmann pretende conseguir una síntesis entre Schopenhauer y Hegel. La voluntad no puede originar el proceso teleológico del mundo y la idea no puede objetivarse a sí misma en un mundo existente. Por tanto, la realidad última ha de ser a la vez la voluntad y la idea. Por el contrario, hemos de volver a Schelling para considerar la noción de una idea inconsciente más allá de la naturaleza. El mundo tiene más de un único aspecto. La voluntad se manifiesta a sí misma, según Schopenhauer, en el dolor, el sufrimiento, y el mal. Pero, como sostenía Schelling, la idea inconsciente se manifiesta a sí misma en la finalidad, teleología, desarrollo inteligible y avance hacia la conciencia.
Von Hartmann, no satisfecho con reconciliar a Schopenhauer, a Hegel y a Schelling, se preocupó por realizar una síntesis del pesimismo de Schopenhauer y el optimismo de Leibniz. La manifestación de absoluto inconsciente como voluntad justifica el pesimismo, mientras que su manifestación como idea justifica el optimismo. El absoluto inconsciente es uno y, por tanto, es imprescindible reconciliar el pesimismo con el optimismo. Esto exige modificar el análisis que Schopenhauer hace del placer que considera «negativo». Los placeres de la contemplación estética y de la actividad intelectual son, ciertamente, positivos.
Ahora bien, en tanto que von Hartmann sostiene que el fin o telos del proceso cósmico es la liberación de la idea de esclavitud de la voluntad por medio del desarrollo de la conciencia, es de suponer que el optimismo tiene la última palabra. Von Hartmann, a pesar de insistir en la manera en que el desarrollo del intelecto pueda posibilitar los placeres supremos, concretamente los que proporciona la contemplación estética, observa que la capacidad de sufrimiento aumenta en proporción al desarrollo intelectual. Por ello, la gente primitiva y subdesarrollada es más feliz que la gente civilizada y culta.
Pensar que el progreso de la civilización y del desarrollo intelectual supone un aumento de felicidad, no es más que una ilusión. Los paganos creían en la posibilidad de alcanzar la felicidad en este mundo, y esto era una quimera. Los cristianos reconocieron que la felicidad sólo se puede hallar en el cielo. Esto, sin embargo, también era una ilusión. Aquéllos que lo reconocen como tal, tienden a caer en la tentación de forjarse una tercera idea, otra ilusión más, concretamente la de creer que el paraíso terrenal es algo que se puede alcanzar sin dificultad. Fracasan al no comprender dos verdades. En primer lugar olvidan que, aumentando el desarrollo intelectual y fomentando la cultura, sólo logran aumentar la capacidad de sufrimiento. En segundo lugar, olvidan que el progreso material de la civilización va acompañado por el desprecio a los valores espirituales y por la decadencia del genio.
Todas estas ilusiones son la obra del principio inconsciente que se pone de manifiesto al inducir a la raza humana a perpetuarse. Von Hartmann espera con ansias el momento en que la raza humana en general logre desarrollar su conciencia del estado real de las cosas, y, por tanto, se verifique un suicidio cósmico. Schopenhauer estaba equivocado al creer que el individuo puede aniquilarse a sí mismo por medio de la negación de sí mismo y el ascetismo. Para esto requiere el máximo desarrollo posible de la conciencia, de modo que la humanidad pueda, finalmente, comprender la locura de la volición, cometer suicidio, y, destruyéndose a sí misma, poner fin al proceso del mundo. Entonces, la volición del absoluto inconsciente, que es el responsable de la existencia del mundo, habrá pasado ya, o habrá sido objetivada en humanidad. Por ello, el suicidio, por parte de la humanidad, pondrá fin al mundo.
La mayoría de los lectores dirán que esta asombrosa teoría es pesimista; Von Hartmann no lo cree así. El suicidio cósmico requiere, como condición esencial, el máximo grado de evolución de la conciencia y el triunfo del intelecto sobre la volición. Pero esto, precisamente, es el objetivo al que aspira el Absoluto como idea, como espíritu inconsciente. Por ello se puede afirmar que el mundo será redimido por el suicidio cósmico y por su propia desaparición. El mejor mundo posible es un mundo que haya alcanzado la redención.
Sólo haré dos comentarios de la filosofía de Von Hartmann. En primer lugar, alegaré que un hombre que haya escrito tan cuantiosamente como lo hizo von Hartmann, no puede evitar incurrir en ciertas contradicciones. En segundo lugar, observaré que si la raza humana quiere destruirse a sí misma, cosa que hoy en día es materialmente posible, no es este un deseo derivado de la sabiduría, sino de la demencia, o, en términos de Von Hartmann, es un deseo debido al triunfo de la voluntad, pero no al de la idea.