Como ya hemos visto, Hegel rechazaba la opinión, expuesta por Schelling en su llamado sistema de identidad, de que el Absoluto en sí mismo es, para el pensamiento conceptual, el punto en el que desaparecen todas las diferencias, una identidad absoluta que no puede describirse salvo en términos negativos y que sólo puede captarse, si es que se puede, por medio de la intuición mística. Hegel estaba convencido de que la razón especulativa puede penetrar la esencia interior del Absoluto, la esencia que se manifiesta en la naturaleza y en la historia del espíritu humano.
Para Hegel, la lógica es la parte de la filosofía que se encarga de exponer la esencia interior del Absoluto. Para cualquiera que esté acostumbrado a considerar la lógica como una pura ciencia formal, completamente disociada de la metafísica, esto puede parecer extraordinario y absurdo. Pero hemos de tener en cuenta que, para Hegel, el Absoluto es el pensamiento puro. Este pensamiento puede ser considerado en sí mismo, aparte de su exteriorización o manifestación, y la ciencia del pensamiento puro en sí mismo es la lógica. Además, como quiera que el pensamiento puro es la substancia de la realidad, la lógica coincide necesariamente con la metafísica, en cuanto se ocupa del Absoluto en sí mismo.
La cosa puede aclararse más si comparamos el concepto hegeliano de la lógica con el punto de vista kantiano sobre la lógica trascendente. En la filosofía de Kant, las categorías que dan figura y forma a los fenómenos son a priori categorías del pensamiento humano. La mente humana no crea cosas en sí mismas, sino que determina el carácter básico del mundo fenoménico, del mundo de las apariencias. Basándonos en las premisas kantianas, por lo tanto, no podemos suponer que las categorías de la mente humana se refieren a la realidad misma; su función cognoscitiva se limita al mundo de los fenómenos. Pero, como ya explicamos en el capítulo introductorio, al eliminar la cosa en sí no cognoscible, y al transformar la filosofía crítica en un puro idealismo, las categorías se convierten en las categorías del pensamiento creador en todo el sentido de la palabra. Y si queremos evitar una postura subjetivista, susceptible de convertirse en solipsismo, el pensamiento creador ha de interpretarse como pensamiento absoluto. Las categorías, por lo tanto, se convierten en categorías del pensamiento absoluto, categorías de la realidad. Y la lógica, la ciencia que las estudia, se convierte en metafísica; revela la esencia o naturaleza del pensamiento absoluto que se manifiesta en la naturaleza y en la historia.
Ahora bien, Hegel habla del Absoluto en sí mismo como de Dios en sí mismo. El objeto de la lógica es por tanto «la verdad en sí misma sin cáscara ninguna. Puede pues decirse que su contenido es la presencia de Dios tal como es en su esencia eterna antes de la creación de la naturaleza y del espíritu finito».[277] Y esta forma de expresarse nos sugiere el extraño espectáculo del lógico penetrando la esencia interior de una deidad trascendente y describiéndola como un sistema de categorías. Pero el lenguaje religioso que utiliza puede conducir a error. Tenemos que recordar que, aunque su Absoluto es ciertamente trascendente en el sentido de que no puede ser identificado con ninguna entidad finita o conjunto de entidades, no lo es en el sentido del Dios cristiano trascendiendo el universo creado. El Absoluto de Hegel es la totalidad y esta totalidad se define como llegando a conocerse a sí misma en y a través del espíritu finito, en la medida que este espíritu finito alcanza el nivel del «conocimiento absoluto». La lógica, por lo tanto, es el conocimiento de lo Absoluto de sí mismo y en sí mismo, haciendo abstracción de sus manifestaciones concretas en la naturaleza y en la historia. Es decir, la lógica es el conocimiento por el pensamiento absoluto de su propia esencia, la esencia que existe concretamente en el proceso de la realidad.
Si utilizamos la palabra «categoría» en un sentido algo más amplio que el empleado por Hegel, podemos decir que su lógica es un sistema de categorías. Pero si decimos esto, es esencial comprender que todo el sistema de categorías es una definición progresiva del Absoluto en sí mismo. Hegel comienza con el concepto de ser porque es para él el más indeterminado y el primero desde un punto de vista lógico. Continúa después demostrando cómo este concepto va pasando sucesivamente a otros conceptos hasta alcanzar la idea absoluta, el concepto o categoría de autoconocimiento, o autoconciencia, pensamiento que se piensa a sí mismo. Pero el Absoluto no es, desde luego, un cordón o cadena de categorías o conceptos. Si preguntamos en qué consiste el Absoluto, podremos responder que se trata del ser, y si seguimos preguntando por el ser, nos veremos forzados a responder que el ser es el pensamiento que se piensa a sí mismo o espíritu. El proceso por el que se demuestra que esto es así, tal como lo desarrolla el lógico, es sin duda un proceso temporal. Pero el Absoluto en sí mismo no comienza, para expresarlo de una forma clara, a las siete de la mañana y termina de ser lo que es a las siete de la tarde. Decir que el Absoluto es el ser es decir que es el pensamiento que se piensa a sí mismo, pero la demostración lógica del hecho, su formulación dialéctica y sistemática del significado del ser, es un proceso temporal. La misión del lógico es demostrar que todo el sistema de categorías vuelve a replegarse sobre sí mismo. El comienzo es el fin y el fin es el comienzo. Es decir, la primera categoría o concepto contiene a todas las demás de una manera implícita, y la última de ellas es la explicación final de la primera, la que proporciona su verdadero significado.
El problema se entiende fácilmente si utilizamos el lenguaje teológico o religioso que Hegel usa con tanta frecuencia. Dios es el ser, es también el pensamiento que piensa a sí mismo. Pero la palabra «también» es en realidad inapropiada, ya que decir que Dios es el ser es lo mismo que afirmar que él es el pensamiento que se piensa a sí mismo. La exposición sistemática que hace el filósofo de este hecho es un proceso temporal. Pero esta temporalidad no afecta en absoluto a la esencia divina en sí misma. Existe, sin duda, una gran diferencia entre el Absoluto hegeliano y el Dios de la teología cristiana, pero, aunque el Absoluto de Hegel es el proceso de su propio devenir, no nos interesa desde un punto de vista lógico este proceso, la actualización del Logos, sino el Absoluto en «sí mismo», la idea lógica, y esto ya no es un proceso temporal.
El movimiento dialéctico de la lógica de Hegel puede ilustrarse por medio de las tres primeras categorías. El concepto que tiene una prioridad lógica en el Absoluto es el concepto de ser, pero el concepto o categoría del ser puro (reines Sein) está completamente indeterminado, y el concepto de ser completamente indeterminado se convierte en el concepto de no-ser. Es decir, que si pensamos en un ser completamente indeterminado, nos encontramos con que no pensamos en nada. La mente pasa del ser al no ser y del no ser al ser, y cada vez desaparece, por así decirlo, en su opuesto. «Su verdad es, por lo tanto, este movimiento de la desaparición inmediata de uno en otro.»[278] Y este movimiento del ser al no ser y del no ser al ser es el devenir. El devenir es pues la síntesis del ser y el no ser, es su unidad y su verdad, por lo que hay que concebir el ser como devenir. En otras palabras, «el concepto de lo Absoluto como ser es el concepto de lo Absoluto como devenir, como un proceso de autodesarrollo».[279]
De acuerdo con nuestra forma ordinaria de considerar las cosas, una contradicción nos llevaría a un punto muerto; el ser y el no ser se excluyen mutuamente. Pero pensamos así porque concebimos al ser como ser determinado y al no ser como el no ser de esta determinación. El ser puro, sin embargo, para Hegel está indeterminado, vacío, y por esta razón puede afirmarse de él que pasa a convertirse en su contrario. La contradicción es para Hegel una fuerza positiva que revela, tanto la tesis como la antítesis, como momentos abstractos en una unidad o síntesis superior y esta unidad de los conceptos de ser y no ser es el concepto de devenir. Pero la unidad da lugar a su vez a una «contradicción», de forma que la mente se lanza hacia adelante en busca del significado del ser, de la naturaleza o esencia del Absoluto en sí mismo.
El ser, el no ser o la nada, y el devenir, forman la primera tríada de la primera parte de la lógica de Hegel, de la llamada lógica del ser (die Logik des Seins). Esta sección trata de las categorías del ser-en-sí-mismo, como distintas de las categorías de relación, y las tres clases principales de categorías en esta parte de la lógica son la cualidad, que incluye la tríada antes mencionada, la cantidad y la medida. La medida se define como la síntesis de la cualidad y la cantidad, ya que se trata del concepto de un quantum específico determinado por la naturaleza del objeto, es decir, por su cualidad.
En la segunda parte de la Lógica, la lógica de la esencia (die Logik des Wesens), Hegel deduce pares de categorías relacionadas entre sí, tales como esencia y existencia, fuerza y expresión, substancia y accidente, causa y efecto, acción y reacción. Estas categorías se llaman categorías de reflexión porque corresponden a la conciencia reflexiva que penetra por debajo de la superficie del ser. La esencia, por ejemplo, se concibe como lo que está más allá de la apariencia, y la fuerza se concibe como la realidad desplegada en su expresión. En otras palabras, para la conciencia refleja el ser-en-sí-mismo sufre una disgregación e irrumpe dentro de las categorías relacionadas.
Pero la lógica de la esencia no nos enfrenta con la división del ser en esencia interior y existencia fenoménica exterior. Porque la principal subdivisión se dedica a la categoría de actualidad (die Wirklichkeit) que se describe como «la unidad de esencia y existencia».[280] Es decir, lo actual es la esencia interior que existe, la fuerza que ha encontrado su expresión completa. Si identificamos el ser con la apariencia, con su manifestación exterior, sería una abstracción unilateral, pero también lo es identificar el ser con la esencia oculta que subyace en la apariencia. El ser como actualidad es la unidad de lo interior y lo exterior, es la esencia manifestándose a sí misma, y debe, necesariamente, manifestarse a sí misma.
Bajo el título general de la categoría de realidad, Hegel deduce las categorías de substancia y accidente, causa y efecto, acción y reacción de una acción recíproca. Y como ya hemos dicho que su lógica es una definición progresiva, o la determinación de la naturaleza del Absoluto en sí mismo, puede parecer que para él sólo existe una substancia y una causa, lo Absoluto. En otras palabras, puede parecer que Hegel acepta el spinozismo. Sin embargo, ésta sería una interpretación falsa de lo que quiere decir. La deducción de las categorías de substancia y causa, no trata de implicar, por ejemplo, que no puedan existir cosas tales como una causa finita, porque lo Absoluto como realidad es la esencia que se manifiesta a sí misma, y esta manifestación constituye el universo que conocemos. El Absoluto no es solamente el Uno; es el Uno pero es también el muchos; es la identidad-en-la-diferencia.
De la lógica de la esencia Hegel pasa a la lógica del concepto (die Logik des Begriffs) que es la tercera parte importante de su obra. En la lógica del ser cada categoría es independiente a primera vista, siendo autosuficiente, aun cuando el movimiento dialéctico del pensamiento rompa esta aparente autocontención. En la lógica de la esencia nos ocupamos de categorías que sin duda están relacionadas unas con otras, tal como causa y efecto, substancia y accidente, etc. Nos encontramos por lo tanto en la esfera de las mediaciones. Pero cada uno de los pares de categorías relacionadas entre sí se concibe como mediatizada «por otra», es decir, por algo diferente de sí misma. La causa, por ejemplo, se constituye como causa al pasar a su opuesto, es decir, el efecto, que se concibe como algo distinto de la causa. De igual forma, el efecto se constituye como tal por su relación con algo diferente a sí mismo, es decir, con la causa. La síntesis de las esferas de inmediatez y de mediación por otra, será la esfera de automediación. Se dice que un ser es automediador cuando se le concibe como convirtiéndose en su opuesto y permaneciendo al mismo tiempo idéntico a sí mismo, incluso en esta autooposición. Y a esta automediación es a lo que Hegel llama el concepto o noción.[281]
No hace falta decir que la lógica del concepto tiene tres subdivisiones principales. En la primera de ellas Hegel lo considera como «subjetividad», como si lo considerara en sus aspectos formales, y esta parte trata más o menos de la lógica en el sentido ordinario. Hegel trata de demostrar cómo la idea general del ser saliéndose de sí mismo y regresando a sí mismo a un nivel superior puede verificarse de un modo formal en el movimiento del pensamiento lógico. Así pues, la unidad del concepto universal se divide en el juicio y se restablece después a un nivel superior en el silogismo.
Después de considerar al concepto como subjetividad, Hegel pasa a considerarlo como objetividad. En esta primera fase o parte de la lógica del concepto, encuentra tres momentos diferentes: el concepto universal, el juicio y la inferencia silogística, de la misma forma que en la segunda fase se encuentra también con tres momentos: mecanicismo, proceso químico y teleología. Anticipa así las principales ideas de la filosofía de la naturaleza, pero él se ocupa aquí del pensamiento o concepto de lo objetivo más bien que de la naturaleza considerada como una realidad empíricamente dada. La naturaleza del Absoluto es tal que comprende en sí el concepto de autoobjetivación.
Dado el carácter de la dialéctica hegeliana, la tercera parte de la lógica del concepto será sin duda la síntesis o unidad en un plano superior de la subjetividad y la objetividad. En este contexto, el concepto recibe el nombre de idea. En la idea los factores unilaterales de lo formal y lo material, lo subjetivo y lo objetivo, se convierten en una misma cosa. Pero también la idea tiene sus fases o momentos. En la subdivisión final de la lógica del concepto, Hegel estudia la vida, el conocimiento, y su unión en la idea absoluta, que es la unión de la subjetividad y la objetividad enriquecidas con la vida racional. En otras palabras, la idea absoluta es el concepto o categoría de la autoconciencia, la personalidad, el pensamiento que se piensa a sí mismo, que se reconoce a sí mismo en su objeto y a su objeto como a sí mismo. Se trata pues de la categoría del espíritu, y en lenguaje religioso sería Dios en y para sí mismo, que se conoce en la totalidad.
Después de una larga divagación dialéctica, el ser se revela al fin como la idea absoluta, como el pensamiento que se piensa a sí mismo. El Absoluto es el ser, y el significado de esta afirmación ha comenzado ahora a hacerse inteligible y explícito. «La idea absoluta sola es el ser, la vida eterna, la verdad que se conoce a sí misma, y que es toda verdad, Es el único objeto y contenido de la filosofía.»[282] Hegel no quiere decir con esto, por supuesto, que la idea lógica, considerada precisamente como tal, sea el único objeto de la filosofía, pero la filosofía se ocupa de la realidad en su totalidad, con el Absoluto, y la realidad, en el sentido de la naturaleza y en la esfera del espíritu humano, es el proceso por el cual la idea lógica o logos se realiza a sí misma. De aquí se deduce que la filosofía se ocupa siempre de la idea.
Ahora bien, si hablamos de la idea lógica o logos, tal como se manifiesta o se presenta en la naturaleza y en la esfera del espíritu humano, nos encontramos sin lugar a dudas con la pregunta de cuál es el status ontológico de la idea lógica o del Absoluto en sí mismo. ¿Se trata de una realidad que existe independientemente del mundo y se manifiesta a sí misma en él, o no? Y si lo es, ¿cómo puede haber una idea que subsista? Y si no, ¿cómo podemos hablar de la idea como manifestándose o realizándose a sí misma?
Al final de la Lógica, en la Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas,[283] Hegel afirma que la idea «en su libertad absoluta… decide abandonar su momento de particularidad…, la idea inmediata como su imagen refleja, y seguir libremente saliendo fuera de sí misma como naturaleza».[284] En este párrafo, por lo tanto, Hegel no sólo parece querer decir que la naturaleza se deriva de un modo ontológico de la idea, sino también que la idea pone libremente la naturaleza. Y si esta afirmación se tomara al pie de la letra, tendríamos necesariamente que interpretar la idea como el nombre que se da a una deidad personal creadora, ya que sería absurdo considerar de cualquier otro modo a una idea que puede «decidirse» a hacer algo.
Por otra parte, sin embargo, si consideramos el sistema hegeliano en su totalidad, parece ser que este párrafo constituiría una intrusión, por así decirlo, de la manera de hablar característica de una conciencia religiosa cristiana, y que no hay que tomarse demasiado en serio las implicaciones que de ella se deriven. Parece ser que para Hegel está muy claro que la doctrina de la creación libre del mundo por Dios pertenece a un modo de hablar figurativo o pictórico de la conciencia religiosa. Expresa sin duda una verdad, pero no lo hace en el lenguaje de la filosofía pura. Desde un punto de vista estrictamente filosófico, el Absoluto en sí mismo se manifiesta necesariamente en la naturaleza; es obvio, por otra parte, que nada exterior a él le obliga a actuar de esta forma. La necesidad, pues, es una necesidad interior de la naturaleza. La única libertad en la automanifestación del logos es la libertad de la espontaneidad, y de aquí se sigue que, desde un punto de vista filosófico, no tiene ningún sentido decir que el Absoluto en sí mismo existe «antes» de la creación. Si la naturaleza se deriva ontológicamente de la idea, esta última no es anterior en el tiempo a la primera.[285] Además, aunque algunos autores han interpretado a Hegel en un sentido teísta, al sostener que, según ellos, el Absoluto en sí mismo es un ser personal, que existe independientemente de la naturaleza y de la esfera del espíritu humano, no me parece a mí que esta interpretación sea correcta. Es cierto que pueden citarse algunos párrafos que parecen avalarla, pero pueden de igual modo interpretarse como expresión de la conciencia religiosa, como afirmaciones pictóricas o figurativas de la verdad. Por otra parte, la naturaleza del sistema hegeliano en su conjunto sugiere más bien que el Absoluto sólo alcanza su verdadera autoconciencia en y a través del espíritu humano. Como ya hemos dicho antes, esto no quiere decir que la conciencia humana pueda identificarse sin más con la autoconciencia divina, ya que al decir que el Absoluto se conoce a sí mismo en y a través del espíritu humano, se entiende que es sólo en la medida en que este espíritu humano se eleva por encima de la simple finitud y particularidad y alcanza el nivel del conocimiento absoluto. Pero el caso es que, si el Absoluto deviene existente sólo en y a través del espíritu humano, no se puede decir del Absoluto en sí mismo, de la idea lógica, que pueda «decidir», poner el mundo, que es la condición previa objetiva para la existencia de la esfera del espíritu. Si utilizamos este lenguaje, haríamos una concesión al modo de pensamiento característico de la conciencia religiosa.
Si, por el contrario, excluimos la interpretación teísta del Absoluto en sí mismo,[286] ¿cómo podremos concebir la transición de la idea lógica a la naturaleza? Si la entendemos como una transición realmente ontológica, es decir, si concebimos una idea subsistente manifestándose necesariamente en la naturaleza, estamos sin duda atribuyendo a Hegel una tesis que, en el mejor de los casos, es algo extraña, y le exponemos inmediatamente a la crítica hecha por Schelling en su polémica contra la «filosofía negativa», en el sentido de que a partir de las ideas, sólo podremos deducir otras ideas, y que de una idea es muy difícil deducir un mundo existente.
Es comprensible, por lo tanto, que algunos autores hayan tratado de excluir por completo el concepto de una derivación ontológica de la naturaleza a partir de la idea. El Absoluto es la totalidad, el universo, y esta totalidad es un proceso teleológico, la realización del pensamiento que se piensa a sí mismo. La naturaleza esencial de este proceso puede considerarse en abstracto, y toma entonces la forma de la idea lógica, pero ésta no existe como una realidad subsistente lógicamente anterior a la naturaleza y que es la causa eficiente de la misma. La idea refleja el fin o resultado del proceso más bien que una realidad substancial que se da al comienzo del mismo. De aquí se deduce que no puede hablarse de que la naturaleza se derive ontológicamente de la idea lógica como causa eficiente. Y lo que se llama deducción de la naturaleza a partir de la idea es en realidad una demostración del hecho, o de lo que se pretende que sea un hecho, de que la naturaleza es una condición previa necesaria para la realización de la finalidad del proceso total de la realidad, el conocimiento que el universo tiene de sí mismo en y a través del espíritu humano.
Me parece a mí que la interpretación precedente puede ser aceptada en la medida en que niega la existencia separada de la idea lógica como realidad distinta del mundo o como causa externa eficiente del mundo. Para Hegel el infinito existe en y a través de lo finito; lo universal vive y posee un ser en y a través de los particulares. De aquí se deduce que en su sistema no a lugar para la causa eficiente que transciende al mundo en el sentido de que existe independientemente de él. Al mismo tiempo, aun cuando el infinito exista en y a través de lo finito, es obvio que las cosas finitas surgen y desaparecen. Son lo que podría llamarse manifestaciones transitorias de una vida infinita. Y Hegel tiende de hecho a hablar del logos como si estuviera pulsando la vida, la razón dinámica o pensamiento. Existe, es cierto, solamente en y a través de sus manifestaciones, pero como se trata de una vida continua, del ser que se realiza a sí mismo como lo que es en potencia, es decir, como espíritu, es normal que se consideren las manifestaciones pasajeras como dependientes ontológicamente de la vida inmanente, como un «exterior» en relación con un «interior». Y Hegel puede por tanto hablar de que el logos se manifiesta de forma espontánea en o transformándose en naturaleza, pues el ser, el Absoluto, la totalidad infinita, no es una mera colección de cosas finitas, sino una vida infinita, el espíritu autorrealizándose. Es el universal de los universales, y si bien existe solamente en y a través de los particulares, él persiste mientras que éstos no. Por ello es perfectamente razonable hablar del logos como expresándose o manifestándose en las cosas finitas. Y como es el espíritu absoluto el que pasa a existir como tal a través del proceso de su propio autodesarrollo, la naturaleza material se concibe entonces como su opuesto, el opuesto que es una condición previa para alcanzar el fin o telos del proceso.
Esta interpretación puede parecer un intento de conciliar los dos extremos. Por un lado se admite que la idea lógica no existe como realidad substancial que crea la naturaleza desde fuera; por el otro, se dice que la idea lógica, en el sentido de la estructura esencial o significado del ser tal como lo capta el metafísico, representa una realidad metafísica que, aunque sólo existe en y a través de su automanifestación, es en cierto sentido previa lógicamente a su manifestación. Pero no creo que podamos excluir la metafísica del pensamiento hegeliano o eliminar del todo un cierto elemento de trascendencia. El intentarlo sería ignorar la doctrina de Hegel sobre el Absoluto infinito. El Absoluto es ciertamente la totalidad, el universo, considerado como el proceso de su propio autodesarrollo, pero en mi opinión no podemos salir del paso haciendo una distinción entre el interior y el exterior, entre la vida infinita, el espíritu autorrealizante y las manifestaciones finitas en y a través de las cuales vive y tiene su ser. Y en este caso podemos igualmente decir que las manifestaciones finitas extraen su realidad de la vida que se expresa en ellas. Si existe una cierta ambigüedad en la postura de Hegel no hay que sorprenderse por ello, ya que, de no existir dicho elemento, su filosofía no hubiera dado lugar a interpretaciones tan divergentes.
«La naturaleza —dice Hegel— es en sí misma, en la idea, divina… Pero tal como existe, su ser no corresponde con su concepto.»[287] En el lenguaje religioso, la idea de naturaleza en la mente divina es divina, pero la objetivación de esta idea en la naturaleza existente no puede ser llamada divina, pues el hecho de que la idea se exprese en el mundo material, en lo que menos se parece a Dios, significa que se expresa sólo de manera inadecuada. Dios no se puede manifestar adecuadamente en el mundo material. En el lenguaje filosófico, lo Absoluto se define como espíritu. De ello se sigue que sólo puede manifestarse adecuadamente en la esfera del espíritu. La naturaleza es una condición previa de la existencia de esta esfera, pero no es en sí misma espíritu, aun cuando en su estructura racional lleva la impronta del espíritu. Puede decirse con Schelling que es espíritu latente o espíritu visible, pero no es espíritu propiamente dicho, espíritu consciente de sí mismo.
El espíritu es libertad; la naturaleza, en cambio, pertenece a la esfera de la necesidad, que es también la esfera de la contingencia (Zufälligkeit). Por ejemplo, no muestra de manera clara las distinciones postuladas por un modelo puramente racional. Existen «monstruos» en la naturaleza que no concuerdan claramente con ningún tipo específico, y existen incluso especies naturales que parecen debidas a una especie de danza u orgía báquica por parte de la naturaleza y no a ninguna necesidad racional. La naturaleza parece que corre a rienda suelta tanto en la variedad de formas que produce como en el número de miembros individuales o especies dadas que eluden toda deducción lógica. Es evidente que puede darse una explicación empírica de cualquier objeto en términos de causalidad física. Pero dar una explicación empírica en términos de causalidad física no es lo mismo que hacer una deducción lógica.
Por supuesto, la naturaleza no puede existir sin que existan sus componentes particulares. La teleología inmanente, por ejemplo, no puede existir sin los organismos en cuestión. Lo universal sólo existe en y a través de sus correspondientes particulares, pero de aquí no se deduce que cualquier individuo sea deducible de una forma lógica del concepto de su tipo específico o de otro concepto más general. No se trata sólo de que sea muy difícil o prácticamente imposible que la mente finita infiera pormenores que en principio podría deducir una mente infinita, pues Hegel parece afirmar que los objetos particulares en la naturaleza no son deducibles aunque sean físicamente explicables. De una forma paradójica, la contingencia es necesaria en la naturaleza, ya que sin ella no podría haber naturaleza. Pero la contingencia es no menos real, en el sentido de que constituye un factor de la naturaleza imposible de eliminar por el filósofo. Hegel lo atribuye a la impotencia de la naturaleza[288] para permanecer fiel a la determinación del concepto. Habla aquí sobre la manera en que la naturaleza mezcla tipos específicos, produciendo formas intermedias, pero lo más importante es que la contingencia se achaca a la impotencia de la misma naturaleza y no a la incapacidad de la mente finita para dar una explicación puramente racional de la naturaleza. Es extraño que, de acuerdo con sus principios, Hegel aceptase la contingencia en la naturaleza, pero el hecho de que lo hizo así no admite controversia. Por esto es por lo que a veces habla de la naturaleza como de una caída (Abfall) de la idea. En otras palabras, la contingencia representa la exterioridad de la naturaleza en relación con la idea. De aquí se deduce que la naturaleza «no tiene que ser deificada».[289] Es sin duda un error, dice Hegel, considerar los fenómenos naturales, tales como los cuerpos celestes, como obras de Dios en un sentido más elevado que las creaciones del espíritu humano, tales como las obras de arte o el Estado. Hegel coincidía con Schelling en atribuir a la naturaleza un status del que no disfrutaba en la filosofía de Fichte. Al mismo tiempo, no muestra inclinación ninguna a compartir la divinización romántica de la naturaleza.
Pero aunque Hegel rechaza cualquier deificación de la naturaleza existente, lo que sí admite es que, si la naturaleza es real, debe ser sin duda un momento de la vida del Absoluto, ya que el Absoluto es la totalidad. Hegel se encuentra por lo tanto en una posición difícil. Por una parte no quiere negar que existe una naturaleza objetiva. De hecho, para su sistema es esencial admitir que existe, pues el Absoluto es la identidad-en-la diferencia de la subjetividad y la objetividad. Y, si existe una subjetividad real, tiene que existir una objetividad real. Por otra parte, no le resulta fácil explicar cómo la contingencia puede tener puesto alguno en un sistema de idealismo absoluto. Y esto es comprensible si queremos darnos cuenta de la marcada tendencia a adoptar una postura platónica al distinguir entre el interior de la naturaleza, su estructura racional o reflejo de la idea, y su exterior, su aspecto contingente, y al relegar esta última a la esfera de lo irracional y lo irreal. Tiene que existir por supuesto una naturaleza objetiva, pues la idea ha de tomar la forma de objetividad, y no puede existir una naturaleza objetiva sin contingencia. Pero el filósofo no puede controlar este elemento más allá que registrando el hecho de su existencia. Así sucede que, lo que el profesor Hegel no puede explicar, tiende a desecharlo como irracional e irreal, ya que lo racional es real y lo real es racional. Por supuesto, una vez reconocida la existencia de la contingencia, Hegel se ve obligado, bien a admitir alguna clase de dualismo, o a deslizarse por encima del elemento contingente de la naturaleza como si no fuera «realmente real».
A pesar de todo esto, la naturaleza, en la medida en que pueda ser objeto de la investigación del filósofo, «debe considerarse como un sistema de estadios, de los cuales uno precede necesariamente al otro».[290] Debe entenderse claramente, sin embargo, que este sistema de estadios o niveles, en la naturaleza, es un desarrollo dialéctico de los conceptos y no una historia empírica de la naturaleza. Es muy divertido ver cómo Hegel rechaza la hipótesis evolutiva con un ademán caballeresco.[291] Sin embargo, una hipótesis física de esta clase, no afecta en nada a la filosofía de la naturaleza expuesta por Hegel, ya que introduciría la idea de sucesión temporal, que no tiene lugar en la deducción dialéctica de los niveles de la naturaleza. Y, por otra parte, si Hegel hubiera vivido en los tiempos en que la hipótesis evolucionista estaba en todo su apogeo, hubiera salido fácilmente del paso diciendo: «Bien, admito que estaba equivocado sobre la evolución, pero, en todo caso, se trata de una hipótesis empírica y, su aceptación o negación, no afecta para nada la validez de mi dialéctica».
Como cabía esperar, las divisiones hegelianas de la filosofía de la naturaleza son tres en número. En la Enciclopedia se señalan como matemáticas, física y física orgánica, mientras que en las conferencias sobre filosofía de la naturaleza, las divide en mecánica, física y física orgánica. En ambos casos, sin embargo, Hegel empieza con el espacio, con lo que está más alejado de la mente o espíritu y avanza dialécticamente hasta los organismos animales que, de todos los niveles de la naturaleza, son los más cercanos al espíritu. Mientras el espacio es pura exterioridad, en el organismo nos encontramos con interioridad. Puede decirse que la subjetividad aparece en el organismo animal, aunque no en forma de autoconciencia. La naturaleza nos lleva a las puertas del espíritu, pero sólo a sus puertas.
No merece la pena seguir a Hegel en todos los detalles de su filosofía de la naturaleza, pero conviene llamar la atención sobre el hecho de que él no trata de ocupar el puesto del científico para hacer lo que hace éste siguiendo un método filosófico propio. Su interés se centra más bien en encontrar en la naturaleza, tal como se conoce a través de la observación y la ciencia, la ejemplificación de un modelo racional y dinámico. Esto puede conducir a veces a extraños intentos para demostrar que los fenómenos naturales son lo que son, o lo que Hegel cree que son, simplemente porque son racionales y, por así decirlo, porque sería mejor que fueran lo que son. Podemos sentirnos un tanto escépticos sobre el valor de esta clase de física especulativa o superior, así como divertidos por la tendencia del filósofo a mirar la ciencia empírica desde una posición de superioridad. Pero hay que entender que Hegel da por supuesta la existencia y validez de la ciencia empírica, aunque a veces toma partido por o en contra de ella, en puntos cuestionables. Se trata más bien de ajustar los hechos a un esquema conceptual que de deducirlos en una forma puramente a priori.
«El Absoluto es espíritu: ésta es la más elevada definición del Absoluto. Encontrar esta definición y entender su contenido fue la finalidad de todas las culturas y filosofías. Todas las religiones y las ciencias se han esforzado por alcanzar este punto.»[292] El Absoluto en sí mismo es espíritu, pero se trata de espíritu potencial más que actual.[293] El Absoluto por sí mismo, la naturaleza, es espíritu, pero es «espíritu autoalienado»,[294] o poniéndolo en lenguaje religioso como hace Hegel, es Dios en su otredad. El espíritu comienza a existir como tal solamente cuando llegamos al espíritu humano, que es estudiado por Hegel en la tercera parte de su sistema, la filosofía del espíritu.
La filosofía del espíritu, no hace falta decirlo, está dividida en tres partes. «Las dos primeras del espíritu finito»,[295] mientras que la tercera se refiere al espíritu absoluto, al logos en su existencia concreta como pensamiento que se piensa a sí mismo. En esta sección, nos ocuparemos solamente de la primera parte, a la que Hegel llama «espíritu subjetivo».
La primera parte de la filosofía del espíritu se subdivide, según el esquema dialéctico hegeliano, en tres partes subordinadas. Bajo el epígrafe de antropología trata del alma (Seele) como sujeto capaz de sensaciones y sentimientos. El alma es un punto de transición entre la naturaleza y el espíritu. Por una parte revela el idealismo de la naturaleza, mientras que por otra es «sólo el sueño del espíritu».[296] Es decir, goza de autosentimiento (Selbstgefühl) pero no de autoconciencia reflexiva. Está sumida en la particularidad de sus sentimientos y existe precisamente en la medida en que está metida en un cuerpo, siendo éste la exteriorización del alma. En el organismo humano, el alma y el cuerpo constituyen sus aspectos interno y externo respectivamente.
Una vez establecido el concepto de alma de esta manera tan restringida, Hegel pasa a la fenomenología de la conciencia, resumiendo algunos de los temas tratados ya en La fenomenología del espíritu. El alma de la sección dedicada a la antropología era espíritu subjetivo considerado en su nivel más bajo, como una unidad todavía sin diferenciar. Al nivel de la conciencia, sin embargo, el espíritu subjetivo se enfrenta con un objeto, en primer lugar, con un objeto considerado como externo e independiente del sujeto, después, como autoconciencia de sí mismo. Finalmente, se describe al sujeto como elevándose a una autoconciencia universal en la que reconoce a otros sujetos distintos e iguales a sí mismo al mismo tiempo. En este caso, por lo tanto, se unen en un nivel superior la conciencia (es decir, la conciencia de algo exterior al sujeto) y la autoconciencia.
La tercera sección de la filosofía del espíritu subjetivo se titula «mente» o «espíritu» (Geist), y considera las facultades o formas generales de la actividad del espíritu finito como tal. Ya no se trata solamente del espíritu latente, del «alma» a la que se refería la sección dedicada a la antropología, ni, como en la fenomenología, del yo o sujeto en relación con un objeto. Aquí hemos vuelto desde el espíritu finito como término de una relación, al espíritu mismo, pero a un nivel superior que el del alma. En cierto sentido se trata más bien de psicología que de fenomenología de la conciencia, pero la psicología en cuestión no es psicología empírica sino una deducción dialéctica de los conceptos de las etapas que se suceden lógicamente en la actividad del espíritu finito en sí mismo.
Hegel estudia la actividad del espíritu finito tanto en su aspecto teórico como en el práctico. Bajo el aspecto teórico, por ejemplo, trata de la intuición, la memoria, la imaginación y el pensamiento, mientras que bajo el aspecto práctico considera los sentimientos, los impulsos y la voluntad. Su conclusión es que «la verdadera voluntad libre es la unión del espíritu teórico y el práctico; la libre voluntad que existe por sí misma como libre voluntad».[297] Se refiere, por supuesto, a la voluntad como consciente de su propia libertad, y ésta es la «voluntad como inteligencia libre».[298] Podemos decir, por lo tanto, que el concepto de espíritu en sí mismo es el concepto de la voluntad racional (der vernünftige Wille).
Pero «regiones enteras del mundo, África y Oriente, nunca han tenido esta idea y todavía no la tienen. Tampoco la tuvieron los griegos y los romanos, Platón y Aristóteles, ni los estoicos. Por el contrario creían que el hombre es realmente libre por nacimiento (como ciudadano de Atenas, Esparta, etc.), o por la fuerza de su carácter, educación o filosofía (el hombre sabio es libre aun cuando esté encadenado). Esta idea penetró en el mundo con el cristianismo, según el cual el individuo como tal posee un valor infinito…, es decir, el hombre en sí mismo está destinado a la más alta libertad».[299] Esta idea de la realización de la libertad es esencial en la filosofía de la historia de Hegel.
Ya hemos visto que el Absoluto en sí mismo se objetiviza o se expresa a sí mismo en la naturaleza. Esto es lo que hace también el espíritu al objetivarse o expresarse, saliendo de su estado de inmediatez. Llegamos así a la esfera del «espíritu objetivo», a la segunda parte de la filosofía del espíritu.
La primera fase del espíritu objetivo es la esfera del derecho (das Recht). La persona, el sujeto individual consciente de su libertad, ha de dar expresión exterior de su naturaleza como espíritu libre; ha de «darse a sí mismo una esfera externa de la libertad».[300] Y hace esto expresando su voluntad en el campo del mundo material. Es decir, expresa su libre voluntad apropiándose efectivamente y utilizando las cosas materiales. La personalidad confiere la capacidad para detentar y ejercer derechos como el de propiedad. Un objeto material, precisamente porque es material y no espiritual, no puede tener derechos: es un simple instrumento para la expresión de la voluntad racional. La naturaleza no personal de una cosa se revela como tal y su destino se cumple cuando es poseída y utilizada. Y de hecho lo es al elevarse y ponerse en relación con un ser racional.
Una persona se convierte en el dueño de una cosa, no por un mero acto interno de voluntad, sino por la apropiación efectiva de la misma, por encarnar su voluntad en dicha cosa.[301] Pero también puede retirar su voluntad de la cosa enajenándola y esto es posible porque la cosa es exterior a la persona. Un hombre puede renunciar a su derecho, por ejemplo, a una casa, y puede también renunciar a su derecho a trabajar durante un tiempo limitado y por la razón específica, pues su trabajo puede considerarse como algo externo a él. Pero no puede enajenar su total libertad ofreciéndose como esclavo, pues su total libertad no es y no se puede considerar en justicia como algo externo a él mismo, ni tampoco puede considerarse su conciencia moral o su religión como algo externo a sí mismo.[302]
En la progresión dialéctica hegeliana, el concepto de enajenación de la propiedad nos conduce al concepto de contrato (Vertrag). Es cierto que la enajenación de la propiedad puede tomar la forma de retirar la voluntad de una cosa dejándola sin propietario. De esta forma, podría enajenar un paraguas, pero entonces nos quedaríamos dentro de la esfera del concepto abstracto de propiedad. Para salirnos de esta esfera, hemos de introducir el concepto de la unidad de la voluntad de dos o más individuos con respecto a la propiedad, es decir, desarrollar el concepto de contrato. Cuando un hombre da, vende o cambia por convenio, se juntan dos voluntades. Pero puede también estar de acuerdo con una o más personas para poseer y utilizar cierta propiedad en común para un fin común. Y aquí es aún más evidente la unión de voluntades, mediatizadas por una cosa exterior.
Pero aunque el contrato se quede en una simple unión de voluntades, no existe de hecho garantía de que las voluntades particulares de las partes contratantes permanezcan unidas. En este sentido, puede hablarse de la contingencia de una unión de voluntades en una voluntad común, que comprende dentro de sí misma la posibilidad de su propia negación. Esta negación se hace realidad en la injusticia. El concepto de injusticia, sin embargo, pasa por varias fases, y Hegel considera a su vez la injusticia civil (que es consecuencia de una interpretación incorrecta más que de la mala intención o falta de respeto por los derechos de otras personas), el fraude, el crimen y la violencia. El concepto de delito le lleva al tema del castigo, que interpreta como una cancelación de la injusticia, cancelación que dice estar exigida incluso por la voluntad implícita del mismo delincuente. Un criminal, según Hegel, no ha de ser tratado como un animal al que hay que desterrar o reformar. Como ser racional, consiente de manera implícita, e incluso exige, la cancelación de su crimen por medio del castigo.
Es fácil ver cómo pasa Hegel del concepto de contrato al de injusticia, pues el contrato, como acto libre que es, lleva en sí la posibilidad de su violación. Lo que ya no es tan fácil es ver cómo puede considerarlo de forma razonable como unidad en un plano superior de los conceptos de propiedad y contrato. Sin embargo, está claro que la dialéctica de Hegel es más a menudo un proceso de reflexión racional en el que una idea lleva de forma más o menos natural a otra, que un proceso estrictamente deductivo. Y aun cuando persiste en observar su esquema uniforme de tríadas, no sirve de mucho el forzarlo.
En la injusticia existe una oposición entre la voluntad particular y la universal o principio de razón, implícito en la voluntad común expresada en el contrato. Esto es así por lo menos en lo que se refiere a la injusticia que toma la forma de delito. La voluntad particular niega el derecho y, al hacerlo, niega el concepto de voluntad, que es universal, la libre voluntad racional como tal. Como ya hemos visto, el castigo es la negación de la negación, pero el castigo es externo en el sentido de que es infligido por una autoridad exterior. La oposición o negación sólo puede suprimirse correctamente cuando la voluntad particular está de acuerdo con la universal, es decir, cuando se convierte otra vez en lo que hubiera debido ser, y está de acuerdo con el concepto de voluntad elevado por encima de meros particularismos y egoísmos. Tal voluntad es la voluntad moral. Nos vemos pues conducidos desde el concepto de derecho al de moralidad (Moralität).
Es importante notar que el término «moralidad» es usado por Hegel en un sentido mucho más restringido que el que tiene en la acepción corriente. Es cierto que el término se puede utilizar de muchas maneras en el lenguaje ordinario, pero cuando hablamos de moralidad nos referimos generalmente al cumplimiento de normas positivas, especialmente en un contexto social, mientras que Hegel hace abstracción de los deberes particulares para con la familia, por ejemplo, o el Estado, y utiliza el término para lo que él llama «una determinación de la voluntad (Willensbestimmtheit), en tanto en cuanto esté en el interior de la voluntad en general».[303] La voluntad moral es libre, voluntad que ha vuelto a sí misma, es decir, que es consciente de sí misma como libre y que se reconoce solamente a sí misma, y no a ninguna autoridad exterior como el principio de sus acciones. En este sentido se dice que la voluntad es «infinita» o universal, no sólo en sí misma sino también para sí misma. «El enfoque moral es el punto de vista de la voluntad en la medida en que es infinita, no simplemente en sí misma sino también para sí misma.»[304] Es la voluntad como consciente de sí misma la que es fuente de su propio principio de acción de una forma ilimitada. Hegel introduce de pasada el tema de la obligación o deber (Sollen), pues la voluntad considerada como un particular finito puede que no esté de acuerdo con la voluntad considerada como universal, y lo que es deseado por la segunda, se aparece a la primera como un requisito u obligación. Y, como ya hemos visto, trata de la acción desde el punto de vista de la responsabilidad del sujeto con dicha acción. Su tratamiento de la moralidad se ocupa de la libre voluntad autónoma y de su aspecto subjetivo, es decir, del aspecto puramente formal de la moralidad (en el más amplio sentido del término).
Este tratamiento puramente formal de la moralidad es, por supuesto, una herencia desafortunada de la filosofía kantiana, y es muy importante tenerlo en cuenta para entender que la moralidad, tal como Hegel utiliza el término, es un concepto unilateral en el que no se puede detener la mente. Pero Hegel no intenta afirmar que la moralidad consista simplemente en «interioridad», por el contrario, su intención es demostrar que el concepto puramente formal de moralidad es inadecuado. Podemos decir, por lo tanto, que aborda la moral kantiana como un momento unilateral del desarrollo dialéctico de la conciencia plenamente moral. Si, entonces, utilizamos el término «moralidad» para significar la vida ética completa del hombre, sería incorrecto decir que Hegel lo hace enteramente formal e «interior» o subjetivo, pues no es así. Al mismo tiempo, puede sostenerse que en la transición de la moralidad en el sentido restringido del término (Moralitat) a la vida ética concreta (Sittlichkeit) se omiten, o por lo menos se subvaloran, algunos elementos importantes de la conciencia moral.
La subjetividad se exterioriza en la acción, pero la libre voluntad, como autodeterminada, tiene el derecho a considerar como acciones propias, por las que se le pueda responsabilizar, solamente aquellos actos que tengan alguna relación con ella. ¿Podemos decir, por lo tanto, que Hegel plantea la cuestión de por qué actos puede responsabilizarse a una persona? Hay que recordar que Hegel se refiere a las características generales formales de las acciones, y que, en este estadio, no se ocupa de averiguar cuáles son los deberes morales concretos de una persona. Por eso mismo, una persona puede ser responsable tanto de lo malo como de lo bueno y Hegel va más allá de la distinción entre bueno y malo a las características de la acción que hacen posible decir que una persona ha actuado de una forma moral o no.
En primer lugar, cualquier cambio o alteración en el mundo que pueda realizar una persona se llama su «hecho» (Handlung), pero ella tiene el derecho a reconocer como su «acción» (That) sólo aquellos hechos que fueran provocados (Vorsatz) por su voluntad. El mundo exterior es la esfera de la contingencia, y no puedo responsabilizarme de las consecuencias imprevisibles de mi acción. No se sigue de ello, por supuesto, que pueda desautorizar todas sus consecuencias, ya que algunas son simplemente la forma exterior que asume mi acción de una manera necesaria, y hay que considerarlas como comprendidas dentro de mi propósito. Pero sería contrario a la idea de la voluntad libre y autodeterminada hacerme responsable de las consecuencias imprevisibles o las alteraciones del mundo que son en cierto sentido mi hecho pero que realmente no estaban comprendidas dentro de mis propósitos.
El propósito es pues la primera fase de la moralidad. La segunda es la intención (Absicht) o, más exactamente, la intención y el bienestar (das Wohl). Conviene aclarar que, si bien utilizamos generalmente las palabras «propósito» e «intención» como sinónimos, Hegel las distingue entre sí. Si aplico una cerilla encendida a un producto inflamable en la parrilla del hogar, lo natural y previsible es que mi acción provoque el fuego. Mi propósito era encender el fuego. Pero no llevaré a cabo esta acción salvo con una intención concreta, ya sea calentarme o secar la habitación. Y es esta intención la que importa para el carácter moral de la acción, si bien no es el único factor de importancia. Hegel no dice que cualquier acción esté justificada por una buena intención, pero la intención es, de todos modos, un momento o factor importante en la moralidad.
Hegel supone que las intenciones se dirigen hacia el bienestar, e insiste en que el agente moral tiene derecho a buscar su propio beneficio, la satisfacción de sus necesidades en tanto que ser humano. No sugiere, por supuesto, que el egoísmo sea la norma de la moralidad pero, en este momento, estamos estudiando la moralidad como desligada de su contexto social. Cuando Hegel afirma que un hombre tiene el derecho a buscar su propio beneficio, afirma que la satisfacción de las necesidades propias, en tanto que ser humano, son parte de la moralidad y no se oponen a ella. En otras palabras, defiende el concepto griego de moral, representado por Aristóteles, y rechaza la idea kantiana de que un acto pierde su carácter moral si se realiza por una inclinación. En su opinión, es erróneo suponer que la moralidad consiste en una lucha constante contra las inclinaciones e impulsos naturales.
Pero, aunque el individuo está en su derecho al perseguir su bienestar, la moralidad no consiste, por supuesto, en una voluntad particular que busca su propio bien. Al mismo tiempo, esta idea tiene que ser conservada y no negada simplemente, lo que nos lleva a una voluntad particular que se identifica con la voluntad racional y universal y que pretende el bienestar universal. Y la unión de la voluntad particular con el concepto de la voluntad en sí misma (es decir, con la voluntad racional como tal) es lo bueno (das Gute), que puede describirse como «la realización de la libertad, el propósito final y absoluto del mundo».[305]
La voluntad racional como tal es la voluntad verdadera del hombre, su voluntad como ser racional y libre. La necesidad de conformar su voluntad particular, su voluntad como este individuo particular, con la voluntad racional (con su verdadero ser, podría decirse) se presenta como una obligación o deber. Como la moralidad se abstrae de todos los deberes positivos y concretos, en consecuencia deber ha de cumplirse por el deber mismo. El hombre deberá hacer coincidir su voluntad particular con la voluntad universal, que es su voluntad real o verdadera, y deberá hacerlo así simplemente porque es su deber. Pero esto no nos aclara nada sobre lo que el hombre debería desear en particular; lo único que podemos decir es que la buena voluntad está determinada por la certeza interior del sujeto que constituye la conciencia (Gewissen). «La conciencia expresa el derecho absoluto de la autoconciencia subjetiva a conocer en sí misma y a través de sí misma lo que es el derecho y el deber, y a no reconocer como bueno salvo lo que ella sepa que es bueno, asegurando al mismo tiempo que lo que ella conoce y desea como bueno es verdaderamente el derecho y el deber».[306]
Hegel incorpora pues en su descripción de la moralidad, lo que tal vez podamos llamar la insistencia protestante en la interioridad y en la absoluta autoridad de la conciencia. Sin embargo, el puro subjetivismo y la completa interioridad le son odiosos y, en consecuencia, pasa enseguida a sostener que confiar en una conciencia puramente subjetiva es ser malo en potencia. Si se hubiera contentado con decir que la conciencia de una persona puede equivocarse y que es necesario tener alguna norma objetiva de conducta, hubiera expuesto una postura familiar y fácilmente comprensible. Pero da la impresión de que trata de establecer una conexión entre una moral interior fuerte y la maldad, por lo menos como una posibilidad. Pero sin caer en la exageración, su opinión es que no podemos dar un contenido definitivo a la moralidad a nivel de la pura interioridad, y que, en todo caso, hemos de tener en cuenta la sociedad organizada.
Los conceptos de derecho abstracto y moralidad son, por lo tanto, para Hegel, conceptos unilaterales que no se han unido a un nivel superior al concepto de vida ética (die Sittlichkeit). Es decir, en el desarrollo dialéctico de la esfera del espíritu objetivo, se revelan a sí mismos como momentos o fases en el desenvolvimiento del concepto de la ética concreta, fases que, a su vez, han de ser negadas, conservadas y elevadas.
La ética concreta para Hegel es la ética social. Es la posición de cada uno dentro de la sociedad la que señala los deberes específicos de cada cual. Así pues, la ética social es la síntesis o unidad a un nivel superior de los conceptos unilaterales de derecho y moralidad.
La forma que tiene Hegel de abordar la vida concreta es deducir los tres momentos de lo que él llama «la substancia ética» (die Sittliche Substanz), que son la familia, la sociedad civil y el Estado. En contra de lo que pudiera esperarse, no estudia los deberes concretos del hombre en este marco social, sino que estudia la naturaleza fundamental de la familia, la sociedad civil y el Estado, y muestra cómo se pasa de un concepto a otro. No es necesario, señala, decir qué deberes concretos tiene el hombre para la familia o para el Estado, ya que estos se deducirán con la suficiente claridad de la naturaleza o esencia de dichas sociedades. En todo caso, no puede esperarse que el filósofo trace todo un código de deberes, puesto que su misión es estudiar los conceptos universales y el desarrollo dialéctico de los mismos más que moralizar.
La familia, el primer momento de «la substancia ética» o unión de la subjetividad y la objetividad, es «el espíritu ético natural o inmediato».[307] En la esfera social el espíritu humano, saliéndose de su interioridad, se objetiva o exterioriza en primer lugar en la familia. Esto no quiere decir para Hegel que la familia sea una institución transitoria que desaparece cuando otro tipo de sociedad se ha desarrollado por completo, sino que la familia es la sociedad lógica previa, en tanto representa lo universal en su primer momento lógico o inmediatez. Se considera a los miembros de la familia como uno, unidos principalmente por el lazo del sentimiento, es decir, por el amor.[308] La familia constituye lo que podríamos llamar un sentimiento de totalidad. Es, por así decirlo, una persona cuya voluntad se expresa en la propiedad, la propiedad común de la familia.
Pero si consideramos la familia de esta forma, hemos de añadir que contiene dentro de sí las semillas de su propia disolución. En la familia, considerada como un sentimiento de totalidad y representando un momento de la universalidad, los niños existen simplemente como miembros. Hay, por supuesto, personas individuales, pero existen en sí mismas y no para ellas mismas. Con el transcurso del tiempo, sin embargo, se salen de la unidad de la vida familiar para pasar a la condición de individuos, cada uno de los cuales tiene sus propios planes en la vida, etc. Es como si los particulares surgieran de la universalidad de la vida familiar y se afirmaran como particulares.
Pero el concepto del núcleo familiar, relativamente indiferenciado y unido, desmoronándose en la particularidad, no constituye por supuesto la noción de sociedad, sino más bien la disolución o negación de la misma. Y esta negación se niega o supera en lo que Hegel llama «sociedad civil» (die bürgerliche Gesellschaft), que representa el segundo momento en el desarrollo de la ética social.
Para comprender bien lo que Hegel quiere decir cuando habla de la sociedad civil, podemos representar primero una pluralidad de individuos, cada uno de los cuales busca su propio beneficio y trata de satisfacer sus propias necesidades. Nos los representaremos después unidos, formando una organización económica para la mejor consecución de sus fines. Esta voluntad implica la especialización del trabajo y el desarrollo de las clases sociales y las corporaciones. Además, una organización económica de este tipo requiere para su estabilidad la institución de la ley y el mecanismo de la puesta en vigor de dichas leyes, es decir, los tribunales, el cuerpo jurídico y la policía.
Como quiera que Hegel incluye la constitución política y el gobierno bajo el epígrafe de Estado y no bajo el de sociedad civil, tal vez nos sintamos inclinados a admitir que ésta pudiera no existir en ningún momento, pues, ¿cómo pueden darse leyes y administrarse justicia excepto dentro de un Estado? La respuesta es, desde luego, que no pueden, pero a Hegel no le preocupa demostrar que la sociedad civil, en la forma precisa en que él la describe, haya existido nunca. El concepto de sociedad civil es para él una forma unilateral e inadecuada de llamar al Estado. Es el Estado como «Estado externo».[309] Es decir, es el Estado prescindiendo de su característica más esencial.
En otras palabras, Hegel se ocupa del desarrollo dialéctico del concepto de Estado, y lo hace tomando dos conceptos unilaterales de la sociedad y demostrando que ambos representan ideas que están unidas en un plano superior en el concepto de Estado. La familia, por supuesto, persiste dentro del Estado, así como la sociedad civil, que representa un aspecto del Estado, si bien se trata sólo de un aspecto parcial. Pero no se deduce de ello que este aspecto, tomado aisladamente y llamándolo «sociedad civil», existiera nunca, en realidad, precisamente como tal. El desarrollo dialéctico del concepto de Estado es de tipo conceptual, y no equivale a afirmar que, históricamente, la familia existió primero, después la sociedad civil, y luego el Estado, como si cada uno de estos conceptos fuera excluyente de los otros. Si interpretamos a Hegel de esta forma, nos veremos sin duda inclinados a pensar que trata de exponer una teoría del Estado de carácter completamente totalitario como, por ejemplo, la teoría de Herbert Spencer que corresponde más o menos, aunque con ciertas diferencias importantes, al concepto de sociedad civil. Pero aunque Hegel hubiera considerado la teoría de la sociedad de Spencer como muy inadecuada, pensó también en el momento de particularidad representado por el concepto de sociedad civil, mantenido, y no simplemente desplazado, en el Estado.
La familia representa el momento de universalidad en el sentido de unidad indiferenciada. La sociedad civil representa el momento de particularidad. El Estado representa la unidad de lo universal y lo particular. En lugar de unidad indiferenciada, nos encontramos en el Estado con una universalidad diferenciada, es decir, con una unidad en diferencia. Y en lugar de encontrarnos con una mera particularidad,[310] vemos una identificación de lo particular con la voluntad universal. Para explicarlo de otra manera, en el Estado, la autoconciencia se ha elevado al nivel de la autoconciencia universal. El individuo es consciente de sí mismo como miembro de la totalidad, de tal forma que su personalidad es afirmada en lugar de anulada. El Estado no es un universal abstracto que prevalece por encima y en contra de sus miembros, sino que existe en y a través de ellos. Al mismo tiempo, por la participación en el mismo, sus miembros se elevan por encima de su mera particularidad. En otras palabras, el Estado es una unidad orgánica, un universal concreto que existe en y a través de los particulares que son distintos y él mismo a la vez.
Se dice que el Estado es la «substancia ética autoconsciente».[311] Es «el entendimientos ético como voluntad substancial manifiesta y clara para sí misma, que piensa y se conoce así misma y qué realiza lo que conoce en tanto lo conoce».[312] El Estado es la realización de la voluntad racional cuando ésta se ha elevado al plano de la autoconciencia universal, y se trata por lo tanto de la más alta expresión del espíritu objetivo, en el cual se resumen y sintetizan todos los momentos precedentes a esta fase. Por ejemplo, los derechos se establecen y mantienen como expresión de una voluntad racional universal, adquiriendo así la moralidad su contenido. Es decir, los deberes del hombre se determinan por su posición en el organismo social. Esto no quiere decir, desde luego, que un hombre tenga deberes solamente para con el Estado y ninguno para con su familia, pues la familia no se anula en el Estado, sino que constituye un momento esencial, si bien subordinado, en la vida del Estado, tampoco quiere decir Hegel que los deberes del hombre se determinen de una vez para siempre por una posición socialmente inmóvil, pues, si bien insiste en que el bienestar de todo el organismo social es muy importante, insiste asimismo en que el principio de libertad individual y decisión personal no se anula en el Estado, sino que se mantiene. La teoría de «mi situación y sus deberes», utilizando la famosa frase de Bradley, no significa la aceptación de un sistema de castas.
No se puede negar que Hegel habla del Estado en los términos más encomiásticos, llegando incluso a describirlo, por ejemplo, como «este Dios real»,[313] pero hay que tener en cuenta unas cuantas circunstancias. En primer lugar, el Estado, como espíritu objetivo, es necesariamente «divino» en algunos casos. Y de la misma manera que el Absoluto es identidad-en-la-diferencia, también lo es el Estado, aunque a escala más reducida. En segundo lugar, es muy importante recordar que Hegel habla siempre del concepto de Estado, de su esencia ideal. No intenta sugerir que los Estados históricos sean inmunes a toda crítica. De hecho, deja esto bien claro. «El Estado no es ninguna obra de arte, existe en el mundo y, por lo tanto, en la esfera del capricho, de la contingencia y del error, y puede ser desfigurado por la mala conducta de muchas maneras. Pero el más feo de los seres humanos, el criminal, el enfermo, el tullido, cada uno de ellos, es un hombre vivo. El elemento positivo, la vida, permanece a pesar de la privación, y es con esto con lo que aquí estamos enfrentados.»[314]
En tercer lugar, hemos de tener en cuenta la insistencia de Hegel sobre el hecho de que el Estado maduro o desarrollado mantiene el principio de libertad privada en el sentido vulgar del término. Mantiene por supuesto que la voluntad del Estado debe prevalecer sobre la de los particulares cuando se da una colisión entre ambas. Y, como quiera que la voluntad del Estado, la voluntad universal o general, es para él, en algunos casos, la voluntad «real» del individuo, se deduce de ello que la identificación de los intereses del individuo con los del Estado es la realización de la libertad, pues la libertad es potencialmente universal y, como universal, desea el bien general. Hay una gran dosis de rousseaunanismo en las doctrinas políticas de Hegel. Al mismo tiempo, sería injusto, teniendo en cuenta la pomposidad con que habla de la majestad y divinidad del Estado, deducir que su ideal es un Estado totalitario en el que la libertad y la iniciativa privadas se reducen a un mínimo. Por el contrario, un Estado maduro es para Hegel el que asegura el máximo desarrollo de la libertad personal, compatible con los derechos soberanos de la voluntad universal. Insiste pues en que, mientras que la estabilidad del Estado requiere que sus miembros conviertan el objetivo universal en su propio objetivo,[315] de acuerdo con sus diferentes posturas y capacidades, también se requiere que el Estado sea realmente un medio eficaz para la satisfacción de los fines individuales.[316] Como ya hemos hecho notar, el concepto de sociedad civil no está simplemente anulado en el concepto de Estado.
En sus consideraciones sobre el Estado, Hegel discute en primer lugar la constitución política, y juzga la monarquía como la forma más racional, considerando el Estado corporativo como más coherente que la democracia según el modelo inglés. Es decir, sostiene que el ciudadano debe participar en los asuntos del Estado como miembro de entidades corporativas más que como individuo. O, más exactamente, los mandatarios o delegados deberán representar a corporaciones más que a individuos como tales. Esta opinión parece desprenderse del esquema dialéctico hegeliano, pues el concepto de sociedad civil, salvaguardada en la de Estado, culmina en la idea de corporación.
Se ha dicho con frecuencia que, al definir la monarquía constitucional como la forma más racional de la organización política, Hegel canonizaba el Estado prusiano de su tiempo. Pero aunque, al igual que Fichte, consideraba el Estado prusiano como el instrumento más prometedor para educar a los germanos en la autoconciencia política, su sentido histórico nos da a entender que ningún tipo particular de constitución podría adoptarse ventajosamente por alguna nación sin tener en cuenta sus circunstancias históricas, tradiciones y espíritu. Puede que hablara mucho sobre el Estado racional, pero era demasiado razonable para pensar que podía imponerse una constitución a todas las naciones simplemente porque se adaptara a los requisitos de la razón abstracta. «Una constitución se deriva del espíritu de una nación sólo identificándose con el propio desarrollo de este espíritu, y atraviesa, junto con dicho espíritu, los grados de formación y las alteraciones requeridas por el mismo. Las constituciones se han hecho y se hacen de acuerdo con el espíritu y la historia de la nación (y, desde luego, la historia es sencillamente la historia de este espíritu).»[317] Por ejemplo, «Napoleón deseaba dar a los españoles una constitución a priori, pero el intento no cuajó porque una constitución no es un mero producto artificial, sino la labor de siglos, la idea y la conciencia de lo racional en la medida en que se ha desarrollado en un pueblo… Lo que Napoleón daba a los españoles era más racional que lo que tenían antes y, sin embargo, éstos lo rechazaron como algo ajeno a ellos.».[318]
Hegel observa además que, desde un cierto punto de vista, es vano preguntar si la monarquía o la democracia son mejores como forma de gobierno. El hecho es que cualquier constitución es incompleta e inadecuada a menos que encarne el principio de subjetividad (es decir, el principio de libertad personal) y cumpla los requisitos de la «razón madura».[319] En otras palabras, una constitución más racional significa una constitución más liberal, por lo menos en el sentido de que permitirá un mayor desarrollo de la personalidad individual y respetará mejor los derechos de los ciudadanos. Hegel no era, según se desprende, tan reaccionario como se ha dicho a veces, y no ansiaba en modo alguno la vuelta del ancien régime.
Merece la pena llamar la atención sobre la idea general que tiene Hegel de la teoría política. Su insistencia en que el filósofo ha de ocuparse del Concepto o esencia ideal del Estado puede sugerir que, en su opinión, la labor del filósofo es mostrar el camino a seguir a los políticos y estadistas, proponiendo en abstracto un Estado supuestamente ideal, que subsiste en el mundo más o menos platónico de las esencias. Pero si leemos el prefacio a La filosofía del derecho nos encontramos con que Hegel niega explícitamente que la labor del filósofo sea hacer nada por el estilo. El filósofo se ocupa de entender lo actual más que de ofrecer esquemas políticos y panaceas, y, en cierto sentido, lo actual es el pasado, pues cuando el filósofo intenta entender lo actual, está ya volviendo al pasado y creando nuevas formas. Utilizando las famosas palabras de Hegel, «cuando la filosofía pinta su gris sobre gris, hay un aspecto de la vida que ha envejecido. Y por este gris sobre gris sólo puede entenderse, no rejuvenecerse. El búho de Minerva extiende sus alas al anochecer»[320]
Algunos pensadores, desde luego, han supuesto que estaban trazando un modelo eterno, una esencia ideal incambiable, pero, según Hegel, están equivocados. «Incluso la República de Platón que figura proverbialmente como un ideal vacío, no era en esencia otra cosa que una interpretación de la vida ética de los griegos.»[321] Después de todo, «todo individuo es hijo de su tiempo [y] es tan tonto suponer que una filosofía pueda trascender su mundo contemporáneo, como creer que un individuo puede salirse de su tiempo…».[322]
La expresión correcta de este punto de vista constituye una clara respuesta a los que toman demasiado en serio la aparente canonización del Estado prusiano por Hegel. Es difícil suponer que un hombre que entendía muy bien que Aristóteles, por ejemplo, canonizara la polis griega o ciudad-Estado en un tiempo en que su vigorosa vida estaba ya declinando, supusiera realmente que el Estado contemporáneo de su propio período representaba la forma final y culminante del desarrollo político. Y aunque Hegel pensara eso, no hay nada en su filosofía que confirme este prejuicio. Por el contrario, cabe esperar de ella que la esfera del espíritu objetivo siga desarrollándose mientras dure la historia.
De acuerdo con esta interpretación de la filosofía política, la conclusión natural que se desprende es que el filósofo debe ocuparse de explicitar lo que podríamos llamar la idea funcional de la cultura o nación a la que pertenece. Es un intérprete del espíritu de su tiempo (die Zeitgeist). En él y a través de él, los ideales políticos de una sociedad se elevan al nivel de la conciencia reflexiva y la sociedad se hace autoconsciente sólo cuando ha alcanzado la madurez y mira hacia atrás, sobre sí misma, en un determinado momento, es decir, cuando la forma de vida se ha actualizado ya y está a punto de convertirse en o dar lugar a otra.
Sin duda es esto lo que Hegel quiere decir y así lo demuestran sus consideraciones sobre la República de Platón. Pero en este caso, cabe preguntarse cómo puede hablar al mismo tiempo de que la misión del filósofo es estudiar el concepto de la esencia del Estado.
La respuesta viene dada, a mi parecer, en términos de metafísica hegeliana. El proceso histórico es la autorrealización del espíritu o la razón. «Lo que es racional es real y lo que es real es racional».[323] Y el concepto de espíritu es el concepto de identidad-en-la-diferencia al nivel de la vida racional. El espíritu objetivo, por lo tanto, que culmina en el Estado, tiende a manifestarse como identidad-en-la-diferencia en la vida política. Y esto quiere decir que un Estado maduro o racional unificará en sí mismo los momentos de universalidad y diferencia. Abarcará la autoconciencia universal o la voluntad general de la autoconciencia, y lo hará a través de los diferentes espíritus finitos, cada uno de los cuales, como tal espíritu, posee un valor «infinito». Así pues, ningún Estado puede ser por completo maduro o racional (no puede coincidir con el concepto de Estado) a menos que reconcilie la concepción del Estado, como una totalidad orgánica, con el principio de libertad individual. Y el filósofo, que refleja en el pasado y el presente la organización política, puede discernir en qué medida se aproxima a los requisitos del Estado como tal. Pero este Estado no consiste en una substancia existente en un mundo celestial; es el telos o fin del movimiento del espíritu o la razón en la vida social del hombre. El filósofo puede distinguir este telos en su plan general, porque entiende la naturaleza de la realidad, pero de ello no se deduce que esté en una posición mejor, como filósofo, que cualquier otra persona para profetizar el futuro o decir a los hombres de Estado y a los políticos lo que deben hacer. «La filosofía llega siempre demasiado tarde a escena para hacer esto.»[324] Puede que Platón dijera a sus contemporáneos cómo debían organizar la ciudad-Estado, pero, en todo caso, lo hizo demasiado tarde, pues la forma de vida que quería reorganizar se estaba enfriando y había de caducar no mucho tiempo después. Los esquemas utópicos son superados siempre por los movimientos de la historia.
Cada Estado es, en relación con los otros, un individuo soberano y requiere ser reconocido como tal. Las relaciones mutuas entre los Estados están reguladas en parte por los tratados y por las leyes internacionales, lo que presupone una aceptación por los Estados en cuestión. Pero si esta aceptación es rechazada o retirada, el último árbitro de toda disputa es la guerra, pues no existe poder soberano alguno por encima de los Estados individuales.
Ahora bien, si Hegel estuviera solamente registrando un hecho empíricamente demostrable en la vida internacional de su tiempo, no habría razón para hacer ningún comentario en contra, pero vemos que justifica la guerra como si fuera un rasgo esencial en la historia de la humanidad. Es cierto que admite que la guerra puede traer consigo muchas injusticias, crueldad y ruina, pero sostiene que tiene un aspecto ético y que no puede considerarse como «un mal absoluto y como una mera contingencia externa».[325] Por el contrario, se trata de una necesidad racional. «Es necesario que lo finito, la propiedad y la vida, se planteen como contingentes…»[326] Y esto es precisamente lo que hace la guerra. Se trata de «la condición en la que hemos de tomar seriamente la vanidad de los bienes temporales y de las cosas que, en otro caso, sería sólo una frase edificante».[327]
Hay que hacer notar que Hegel no dice simplemente que en la guerra pueden desplegarse las cualidades morales del hombre a escala heroica, lo cual es cierto. Tampoco se contenta con decir que la guerra nos trae el carácter transitorio de lo finito. Lo que afirma es que la guerra es un fenómeno racional necesario. Para él, es el medio por el que la dialéctica de la historia da un paso adelante. Evita el estancamiento y mantiene, como él dice, la salud moral de las naciones. Es el medio principal por el que el espíritu del pueblo adquiere vigor renovado o por el que un organismo políticamente en decadencia es descartado y deja surgir una manifestación más vigorosa del espíritu. Hegel rechaza, por lo tanto, la idea kantiana de la paz perpetua.[328]
Evidentemente, Hegel no tenía ninguna experiencia de lo que él llama guerra total, y no podía tener frescas en la memoria las guerras napoleónicas y las luchas prusianas por su independencia, pero, cuando se lee lo que decía sobre la guerra y su rechazo del ideal kantiano de la paz perpetua, uno no puede por menos de tener la impresión, en parte cómica y en parte desagradable, de un profesor de universidad que trata de darle un aire romántico a un aspecto sombrío de la historia humana y vestirlo con galas metafísicas.[329]
Mencionar las relaciones internacionales y la guerra como instrumento por el cual progresa la dialéctica histórica, nos lleva al tema del concepto hegeliano de la historia mundial.
Hegel distingue tres clases principales de historia, o, más bien, de historiografía. En primer lugar está la «historia original», es decir, la descripción de los hechos y acontecimientos que el historiador tiene frente a sí. La historia de Tucídides es un modelo apropiado de esta variedad de historia. En segundo lugar está la «historia reflexiva», que sería una historia general que fuese más allá de los límites de la experiencia histórica. Ésta constituiría la historia didáctica. En tercer lugar está la «historia filosófica» o la filosofía de la historia. Este término, dice Hegel, no significa otra cosa que «la consideración reflexiva y cuidadosa de la historia».[330] Pero no puede decirse que esta definición tan simple sea demasiado iluminadora y, como el mismo Hegel admite, hay que añadir algo más que lo aclare suficientemente.
Decir que la filosofía de la historia es la consideración reflexiva de la historia, es lo mismo que afirmar que el pensamiento pasa a intervenir en dicha consideración. Pero el pensamiento en cuestión no es, insiste Hegel, un plan preconcebido o esquema en el cual los hechos tienen que casar de algún modo. «La única idea que la filosofía aporta [es decir, a la contemplación de la historia] es la simple idea de razón, que la razón domina al mundo y que la historia mundial es un proceso racional.»[331] En cuanto a la filosofía, esta verdad la proporciona la metafísica, pero en la historia como tal, se trata sólo de una hipótesis. Así pues, la verdad de que la historia mundial es el autodesenvolvimiento del espíritu ha de presentarse como resultado de la reflexión sobre la historia. En nuestra reflexión, la historia «ha de tomarse tal como es, y hemos de proceder históricamente, empíricamente».[332]
El comentario que sale al paso es que, aun cuando Hegel rechace todo intento de meter a la historia en un molde preconcebido, el pensamiento o idea que el filósofo aporta al estudio de la historia tiene sin duda que ejercer una gran influencia en la interpretación de los acontecimientos. Aun cuando la idea se propusiese declaradamente como una hipótesis empíricamente verificable, el filósofo que, como el mismo Hegel, crea que su verdad se ha demostrado en la metafísica, propenderá, indudablemente, a insistir en aquellos aspectos de la historia que parecen avalar dicha hipótesis. Por añadidura, para el hegeliano, la hipótesis no es realmente una hipótesis sino una verdad demostrada.
Hegel hace notar, sin embargo, que incluso los historiadores «imparciales» aplican sus categorías al estudio de la historia. La imparcialidad absoluta es un mito, y no puede haber un mejor principio de interpretación que una verdad filosóficamente probada. Es evidente que la idea general de Hegel es poco más o menos la siguiente. Del mismo modo que el filósofo sabe que la realidad es el autodesenvolvimiento de la razón infinita, sabe también que la razón ha de operar en la historia de la humanidad, pero no se puede decir de antemano en qué forma va a actuar. Para descubrirlo, hemos de estudiar los acontecimientos tal como los describen los historiadores en el sentido ordinario, y tratar de discernir el proceso racional significativo entre toda la masa de material contingente. En lenguaje teológico, sabemos de antemano que la providencia divina actúa en la historia, pero para saber cómo actúa, hemos de estudiar los datos históricos.
Ahora bien, la historia mundial es el proceso por el cual el espíritu llega a una conciencia real de sí mismo como libertad. Así pues, «la historia mundial es el progreso de la conciencia de la libertad».[333] Pero esta conciencia se obtiene sólo en y a través de la mente humana. Y el espíritu divino, tal como se manifiesta en la historia a través de la conciencia del hombre, es el espíritu del mundo (der Weltgeist). La historia, por lo tanto, es el proceso por el cual el espíritu del mundo llega a explicitar la conciencia que tiene de sí mismo como libre.
Pero aunque el Weltgeist alcanza la conciencia de sí mismo como libre sólo en y a través de la mente humana, el historiador ha de ocuparse de las naciones más que de los individuos. Así, la unidad en el desarrollo concreto del espíritu del mundo es el espíritu nacional o espíritu del pueblo (der Volksgeist). Con esto se refiere Hegel a la cultura del pueblo manifestada no sólo en su constitución política y en sus tradiciones, sino también en su moral, su arte, religión y filosofía. Pero un espíritu nacional no estriba por supuesto sólo en las formas legales, obras de arte, etc., sino que se trata de una totalidad viva, del espíritu de un pueblo viviendo en y a través de la gente. Y el individuo es portador del Weltgeist en la medida en que participa en la modalidad más limitada, el Volksgeist, que es a su vez una fase o momento en la vida del espíritu del mundo.
Hegel afirma, desde luego, que «en la historia del mundo, los individuos que intervienen son los pueblos, las totalidades son Estados».[334] Pero puede utilizar los términos «Estado» y «espíritu nacional» de una forma más o menos intercambiable porque el primer término significa para él algo más que el Estado jurídico. Entiende por Estado en este contexto una totalidad que existe en y a través de sus miembros, aunque no es idéntica a cualquier conjunto de ciudadanos que existen aquí y ahora, y que da forma concreta al espíritu y cultura de un pueblo o nación.
Hay que notar, sin embargo, que una razón importante por la que Hegel insiste en que la historia del mundo es la historia de los Estados es que, a su parecer, el espíritu nacional existe por sí mismo (es decir, como conciencia de sí mismo), sólo en y a través del Estado. Así pues, los pueblos que no están constituidos en Estados nacionales quedan prácticamente excluidos de la historia del mundo, pues sus espíritus están solamente implícitos: no existen «por sí mismos».
Cada espíritu nacional, por lo tanto, que se encuentre englobado en un Estado, es una fase o momento en la vida del Weltgeist. Por supuesto, este espíritu del mundo es realmente el resultado de una interacción de espíritus nacionales. Son, por así decirlo, los momentos de su actualización. Los espíritus nacionales son limitados y finitos y «sus destinos y actos en sus relaciones con otros revelan la dialéctica de la finitud de estos espíritus. De esta dialéctica surge el espíritu universal, el espíritu del mundo ilimitado que emite su juicio —y su juicio no permite apelación— sobre los espíritus finitos nacionales. Lo hace dentro de la historia del mundo, que es el tribunal mundial para los juicios».[335] El juicio de las naciones es para Hegel inmanente en la historia, y el verdadero destino de cada nación constituye su juicio.
El espíritu, por lo tanto, en su avance hacia una completa y explícita autoconciencia, toma la forma de manifestaciones limitadas y unilaterales de sí mismo, de los diversos espíritus nacionales. Y Hegel supone que en cualquier época del espíritu del mundo hay una nación determinada que representa de forma especial el desarrollo del espíritu del mundo. «Este pueblo es el que predomina en la historia mundial de su época, y solamente puede estar una vez en este puesto privilegiado.»[336] Su espíritu nacional se desarrolla, alcanza el cénit y vuelve a declinar, después de lo cual, la nación desciende a un segundo plano de las etapas históricas. Hegel piensa, sin duda, en la forma en que España, por ejemplo, se convirtió en un gran imperio, con un sello y una cultura peculiares, para después declinar. Pero supone también sin más, que una nación no puede ocupar nunca el centro del escenario más de una vez, y esta afirmación es discutible, a menos, desde luego, que mantengamos que una nación que disfruta del primer puesto en el mundo por segunda vez, es en realidad una nación diferente con un espíritu distinto. En todo caso, el deseo de Hegel de encontrar una determinada nación mundialmente histórica para cada época, contribuye a limitar su concepción de la historia.
El decir esto, sin embargo, no le impide que, en sus conferencias sobre filosofía de la historia, Hegel cubra un amplio campo. Como trata de la historia mundial, está obligado a hacerlo así. La primera parte de su obra se refiere al mundo oriental, incluida la China, India, Persia, Asia Menor, Palestina y Egipto. En su segunda parte trata del mundo griego, y en la tercera, del mundo romano, incluyendo el surgir del cristianismo y su puesto como potencia histórica (geschichtliche Macht). La cuarta parte está dedicada a lo que Hegel llama el mundo germánico. El período abarca desde el imperio bizantino hasta la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas. El mahometismo recibe una breve atención en esta cuarta parte.
Los orientales, de acuerdo con Hegel, no sabían que el hombre era libre como tal, y al desconocerlo, no lo fueron. Sólo sabían que un hombre, el déspota, era libre. «Pero por esta misma razón, esta libertad es sólo capricho, ferocidad o pasión brutal, o bien una suave docilidad en las pasiones que es por sí mismo un accidente de la naturaleza o un capricho. El único hombre libre es por tanto sólo un déspota y no es un hombre libre ni un verdadero ser humano.»[337]
En el mundo grecorromano surge la conciencia de libertad. Pero los griegos y los romanos de los tiempos clásicos sabían solamente que algunos hombres son libres, es decir, los hombres libres opuestos a los esclavos. Incluso hombres como Platón y Aristóteles fueron ejemplo de esta fase inadecuada en el crecimiento de la conciencia de la libertad.
En opinión de Hegel, fueron los pueblos germánicos los que, bajo la influencia del cristianismo llegaron primero a tener conciencia de que el hombre es libre por el simple hecho de serlo. Pero si bien este principio fue siempre reconocido por el cristianismo, no quiere decir que encontrara en todo momento su expresión en las leyes, la organización gubernamental y política y las instituciones. La conciencia interior de la libertad del espíritu hubo de objetivarse explícitamente y aquí es donde Hegel atribuye un papel preponderante a los pueblos germánicos.
Ahora bien, hemos visto que las unidades a las que se da mayor importancia en la historia mundial son los Estados nacionales, pero también es cierto que Hegel atribuye gran trascendencia a los que él llama individuos de importancia histórica mundial (die weltgeschichtlichen Individuen), tales como Alejandro Magno, Julio César y Napoleón, lo que tal vez implique una cierta incoherencia. Pero los espíritus nacionales y el espíritu del mundo que surge de su dialéctica de la existencia, viven y operan sólo en y a través de los seres humanos. El punto de vista de Hegel es que el espíritu del mundo ha utilizado a ciertos individuos como sus instrumentos, de forma muy significativa. Utilizando un lenguaje religioso, serían los instrumentos especiales de la divina providencia.
Tenían, desde luego, sus pasiones subjetivas y motivos privados. Napoleón, por ejemplo, puede que estuviera dominado por las ambiciones personales y la megalomanía. Pero aunque los motivos privados, conscientes e inconscientes, de un César o un Napoleón son interesantes para el biógrafo o el psicólogo, no son demasiado importantes para el filósofo de la historia que se interesa en tales hombres por lo que tienen de instrumentos del espíritu del mundo. Nada verdaderamente importante, señala Hegel, se hace en este mundo sin pasión, pero las pasiones de las grandes figuras de la historia son utilizadas como instrumentos del espíritu del mundo y muestran «la astucia de la razón». Cualesquiera que fuesen los motivos que tuvo Julio César para cruzar el Rubicón, su acción tuvo una importancia histórica que trascendió probablemente todo lo que él podía comprender entonces. Cualesquiera que fueran sus intereses privados, la razón cósmica del espíritu en su «astucia» utilizó estos intereses para transformar la república en imperio y para elevar el genio y el espíritu romanos a la cumbre de su desarrollo.
Si hacemos abstracción de toda la metafísica implícita, no hay duda de que Hegel está diciendo algo muy razonable. No es absurdo afirmar, por ejemplo, que el historiador está, o debiera estar, más interesado por lo que Stalin realizó realmente por Rusia que en la psicología del tirano. Pero la visión teleológica de la historia que tiene Hegel, implica además, por supuesto, que lo que Stalin hizo no tuvo más remedio que hacerse, y que el dictador ruso, con todas sus desagradables características, fue un instrumento en las manos del espíritu del mundo.[338]
En vista de la ya excesiva extensión de este capítulo, no quiero ni repetir ni ampliar las consideraciones generales sobre la filosofía de la historia que hice en el volumen anterior,[339] pero pueden ser apropiados uno o dos comentarios relacionados con el concepto hegeliano de la historia mundial.
En primer lugar, si la historia es un proceso racional en el sentido de que es un proceso teleológico, un movimiento hacia una meta que está determinada por la naturaleza del Absoluto más que por ninguna decisión humana, puede parecer que todo lo que ocurre está justificado por el mismo hecho de que ocurra. Y si la historia del mundo es por sí misma el más alto tribunal, en el que se juzga a las naciones, puede parecer que el poder es la razón. Por ejemplo, si una nación conquista a otra, parece deducirse de ello que su acción está justificada por su éxito.
Pero decir que «el poder tiene la razón» se entiende, por lo general, como la expresión de ese tipo de postura cínica manifestado por Calicles en el Gorgias de Platón. Para él, el concepto de una ley moral universalmente obligatoria y fundamentalmente incambiable es la creación de un instinto de autodefensa por parte de los débiles que tratan de este modo de esclavizar al fuerte y libre. El hombre verdaderamente libre y fuerte va más allá de esta noción de moralidad y la rechaza. Ve que la única razón es la fuerza. En sus juicios, los débiles, esclavos de la naturaleza, admiten de forma implícita la verdad de este juicio, aunque no son conscientes del hecho. Pues, débiles individualmente, tratan de ejercer un poder colectivo imponiendo en los fuertes un código que sirve para su propia defensa.
Pero Hegel no era un cínico, como ya hemos visto. Estaba convencido del valor de la persona humana como tal y no sólo del de algunas. Su caso no es tanto el del cínico que cree que el poder es la razón, como del exageradamente optimista que piensa que en la historia lo racional es el factor dominante.
Es discutible, sin embargo, que a la larga no lleguen a la misma meta Hegel y el cínico, si bien partieron en un principio de supuestos diferentes. Si la razón prevalece siempre en la historia, el poder triunfante está siempre justificado, aunque lo está porque tiene razón y no porque es fuerte. Hegel admite, por ejemplo, que los juicios morales pueden aplicarse a los que él llama los individuos de importancia histórica mundial, pero aclara también que tales juicios tienen para él una mera rectitud formal. Desde el punto de vista de un sistema dado de ética social, un gran revolucionario, por ejemplo, puede ser un hombre malo. Pero desde el punto de vista de la historia mundial, sus hechos están justificados porque cumple los requerimientos del espíritu universal. Y, si una nación conquista a otra, su acción está justificada por ser un momento en la dialéctica de la historia del mundo, cualquiera que sea el juicio moral que merezcan los individuos implicados cuando se les considera como sujetos de sus características privadas. La historia del mundo no está interesada en este segundo aspecto de la situación.
Podemos decir, por lo tanto, que es la postura metafísica de Hegel más que su carácter cínico la que le lleva a justificar todos los acontecimientos propios del historiador o del filósofo de la historia. Hegel sostiene que lo único que hace es tomar en serio y aplicar a la historia en su totalidad, la doctrina cristiana de la divina providencia. Pero existen claras diferencias. Cuando se ha transformado al Dios trascendente en un Absoluto hegeliano y el juicio se ha hecho puramente inmanente a la historia, no puede por menos de llegarse a la conclusión que, desde el punto de vista de la historia universal, todos los acontecimientos y acciones que constituyan momentos en la automanifestación del Absoluto están justificados sin más, y todos los aspectos morales que tanto importan desde un punto de vista cristiano, carecen de importancia. No quiero decir, por supuesto, que de ello se deduce que Hegel está equivocado, y tampoco digo que el historiador cristiano está obligado a moralizar. Pero la filosofía de la historia de Hegel es mucho más que lo que los historiadores entienden corrientemente por historia. Es una interpretación metafísica de la historia, y mi opinión es que la metafísica de Hegel le lleva a conclusiones con las que el teólogo cristiano no estaría de acuerdo. Es cierto que Hegel creía que él estaba dando la esencia filosófica de la doctrina cristiana de la providencia, pero, de hecho, esta «desmitificación» era en realidad una transformación.
El mencionar la metafísica de Hegel sugiere otro comentario. Si, tal como mantiene Hegel, la historia mundial es el proceso por el cual el espíritu universal se realiza a sí mismo en el tiempo, es difícil entender por qué el fin del proceso no había de ser un Estado mundial universal, o una sociedad mundial, en el que la libertad personal se realizara perfectamente dentro de una unidad omnicomprensiva. Aun cuando Hegel quisiera insistir en que lo universal es una manifestación de lo particular y que lo particular en cuestión lo constituyen los espíritus nacionales, parece razonable que el objetivo ideal de todo el movimiento fuera una federación mundial que representara el universal concreto.
Pero Hegel no adoptó este punto de vista y la historia universal es para él esencialmente la dialéctica del espíritu de las naciones o Estados, que son la forma especial que el espíritu asume en la historia. Si consideramos al espíritu elevándose por encima de estas formas finitas particulares, entramos en la esfera del espíritu absoluto, que constituirá el tema del siguiente capítulo.