Capítulo IX Hegel. —I

1. Vida y obras.

Georg Wilhelm Friedrich Hegel, el más importante idealista alemán y uno de los primeros filósofos occidentales, nació en Stuttgart el 27 de agosto de 1770.[254] Su padre era un funcionario público. Durante sus años escolares en Stuttgart, el futuro filósofo no se distinguió en ningún aspecto especial, aunque fue entonces cuando sintió por primera vez la atracción del genio griego, quedando impresionado especialmente por las obras de Sófocles, sobre todo con Antígona.

En 1788 Hegel se inscribió como estudiante en la fundación teológica protestante de la Universidad de Tubinga, donde entabló relaciones amistosas con Schelling y Hölderlin. Los amigos estudiaban a Rousseau y compartían un entusiasmo común por los ideales de la Revolución Francesa. Sin embargo, durante estos años Hegel no dio muestras de estar excepcionalmente dotado, y cuando dejó la universidad en 1793, en su certificado de estudios se hacía mención a su buen carácter, sus conocimientos de teología y filología y su escasa facilidad para la filosofía. La inteligencia de Hegel no era precoz como la de Schelling y necesitó más tiempo para madurar. Pero debe anotarse otro aspecto de sus actividades. Por entonces había comenzado ya a dedicar su atención a las relaciones entre la filosofía y la teología, pero no había enseñado sus apuntes a sus profesores, que no parece fueran extraordinarios en ningún aspecto y en los que, en todo caso, Hegel no tenía demasiada confianza.

Después de dejar la universidad, Hegel se ganó la vida como preceptor familiar, primero en Berna, Suiza (1793-1796) y después en Frankfurt (1797-1800). Aunque sin manifestaciones exteriores notables, estos años representaron un período muy importante para su maduración filosófica. Los ensayos que escribió en aquella época fueron publicados por primera vez en 1907 por Hermann Nohl bajo el título de Hegels theologische Jugendschriften (Escritos teológicos de juventud), en la próxima sección diremos algo sobre su contenido. Es cierto que si sólo contáramos con dichos escritos, no nos podríamos hacer ninguna idea del sistema filosófico que desarrollaría después y no habría razón para dedicarle espacio en una historia de la filosofía. En este sentido, estos ensayos no son demasiado importantes. Pero cuando los consideramos a la luz del sistema filosófico que más tarde desarrolló, podemos apreciar una cierta continuidad en su problemática y entender mejor cómo llegó a formular su sistema y cuáles eran sus ideas preponderantes. Como hemos visto, sus primeros escritos fueron calificados de «teológicos» y, hay que reconocer que, aunque Hegel se convirtió más tarde en un filósofo más bien que en un teólogo, su filosofía fue siempre teología en el sentido de que su objeto era, él mismo insistió en afirmarlo, el mismo que el de la teología, es decir el Absoluto, o, si empleamos el lenguaje religioso, Dios y las relaciones existentes entre lo finito y lo infinito.

En 1801 Hegel obtuvo un puesto en la Universidad de Jena, y también en ese año publicó su primera obra sobre las Differenz des Fichteschen und Schellingschen Systems (Diferencias entre los sistemas filosóficos de Fichte y Schelling). De esta obra se deduce que él era, en todos los aspectos, un discípulo de Schelling, y esta impresión se reforzó debido a su colaboración con éste en la edición del Diario crítico de filosofía (1802-1803). Sin embargo, las conferencias de Hegel en Jena, que no fueron publicadas hasta este siglo, demuestran que ya por entonces estaba elaborando una postura propia e independiente. Sus divergencias con Schelling se hicieron patentes en su primera gran obra Die Phänomenologie des Geistes (La fenomenología del espíritu) que apareció en 1807. En la quinta sección de este capítulo haremos referencia más amplia a este libro.

Después de la batalla de Jena, que interrumpió la vida universitaria, Hegel se vio prácticamente destituido, y de 1807 a 1808, editó un periódico en Bamberg. Fue nombrado rector del Gymnasium de Núremberg, cargo que desempeñó hasta 1816. Se casó en 1811. Como rector del Gymnasium Hegel promocionó los estudios clásicos, aunque no hasta el extremo de perjudicar la lengua materna. También instruyó a sus discípulos en los rudimentos de la filosofía, pero parece que más por complacer a su jefe Niethammer que por un especial entusiasmo personal en introducir la filosofía como disciplina del programa académico. Podemos imaginar que los alumnos experimentarían grandes dificultades en entender a Hegel. Al mismo tiempo, el filósofo continuó sus estudios y reflexiones, y durante su estancia en Núremberg produjo una de sus principales obras, la Wissenschaft der Logik (Ciencia de la lógica, 1812-1816).

El mismo año que aparecieron el segundo y tercer volumen, de esta obra, Hegel recibió tres ofertas de cátedra de filosofía en Erlangen, Heidelberg y Berlín. Aceptó la de Heidelberg y, aunque su influencia en los estudiantes de aquella universidad no parece que fuera apreciable, su reputación como filósofo siguió aumentando, y creció más aún con la publicación, en 1817, de la Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften im Grundriss (Enciclopedia de las ciencias filosóficas en esbozo), en la que da una visión general de su sistema, de acuerdo con sus tres divisiones principales, lógica, filosofía de la naturaleza y filosofía del espíritu. Es de notar también que fue en Heidelberg donde Hegel dio sus primeras clases sobre estética.

En 1818 Hegel aceptó las repetidas propuestas de Berlín y ocupó una cátedra de filosofía en la universidad hasta el 14 de noviembre de 1831, en que murió a causa del cólera. Durante este período alcanzó una posición única como filósofo, no solamente en Berlín sino en toda Alemania. En cierta medida, se le consideraba como el filósofo oficial, aunque su influencia como maestro no se debía, por cierto, a sus relaciones con el gobierno, ni al don de la elocuencia. Como orador, era inferior a Schelling. Su influencia se debía más bien a su evidente y completa dedicación al pensamiento puro, unido a su extraordinaria habilidad para abarcar un vasto campo del pensamiento dentro del marco de su dialéctica. Sus discípulos sentían que, siguiendo sus enseñanzas, se revelaba a su conocimiento la naturaleza interna y el proceso de la realidad, incluida la historia del hombre, su vida política y actividades espirituales.

Durante el período en que ocupó su cátedra en Berlín, Hegel escribió comparativamente poco. Sus Grundlinien der Philosophie des Rechts (Líneas fundamentales de la filosofía del derecho) aparecieron en 1821, y en 1827 y 1830 se publicaron nuevas ediciones de la Enciclopedia. Cuando murió, Hegel estaba revisando La fenomenología del espíritu, pero durante todo este período también estuvo dando clases y el texto de sus cursos, basados en parte en los apuntes de los alumnos, fueron publicados póstumamente.

En opinión de Hölderling, Hegel era un hombre de entendimiento sereno y prosaico. En la vida cotidiana, por lo menos, nunca dio la impresión de poseer un genio exuberante. Cuidadoso, metódico, consciente, sociable, era, desde un cierto punto de vista, el honrado burgués profesor universitario, digno hijo de un buen funcionario. Al mismo tiempo, estaba inspirado por una profunda visión del movimiento y significado de la historia cósmica y humana, a cuya expresión dedicó su vida. Esto no quiere decir que fuera lo que comúnmente se entiende por un visionario, ya que le horrorizaba recurrir a intuiciones místicas y a los sentimientos, por lo menos en lo concerniente a la filosofía. Creía firmemente en la unidad de la forma y el contenido. Estaba convencido de que el contenido, en verdad, solamente existe en filosofía en su forma sistemática y conceptual. Lo real es lo racional y lo racional es lo real, y la realidad sólo puede captarse en su construcción racional. Pero Hegel no se servía de las filosofías que tomaban atajos, por así decirlo, recurriendo a visiones místicas o a las que, en su opinión, pretendían edificar un sistema más que intentar una comprensión sistemática. Pero el hecho es que obsequió al género humano con una de las más grandiosas e impresionantes panorámicas del universo que pueden encontrarse en la historia de la filosofía. Y, en este sentido, se le puede considerar como un gran visionario.

2. Escritos teológicos de juventud.

Ya hemos visto que Hegel se sintió atraído por el genio griego cuando estaba todavía en la enseñanza media. En sus años de universidad, esta atracción ejerció una notable influencia sobre su actitud para con la religión cristiana. La teología que le enseñaron sus profesores en Tubinga era, en su mayor parte, cristianismo adaptado a las ideas de la Ilustración, es decir, teísmo racionalista con una cierta infusión o tinte de supernaturalismo bíblico. Pero esta religión del entendimiento, como Hegel la describió, le parecía no solamente árida y estéril, sino también divorciada del espíritu y necesidades de su generación. La comparaba, desfavorablemente, con la religión griega que estaba enraizada en el espíritu del pueblo griego y formaba parte integral de su cultura. El cristianismo, pensaba, es una religión de libro, y el libro en cuestión, la Biblia, es el producto de una raza extraña, ajeno al alma alemana. Hegel no proponía, por supuesto, una substitución literal de la religión cristiana por la griega; lo que afirmaba es que la religión griega era una Volksreligion, íntimamente relacionada con el espíritu y genio del pueblo y que formaba un elemento más de la cultura del mismo, mientras que el cristianismo, al menos tal como se lo habían presentado a él sus profesores, era algo impuesto desde fuera. Además, el cristianismo, creía él, era contrario a la felicidad y la libertad humanas, e indiferente a la belleza.

Este entusiasmo juvenil de Hegel por el genio y la cultura griegos, pronto se modificó a causa de su estudio de Kant. Si bien nunca abandonó su admiración por el espíritu griego, llegó a considerarlo falto de profundidad moral. En su opinión, este elemento de profundidad moral y fervor, lo había proporcionado Kant, quien había expuesto al mismo tiempo una religión ética libre de la carga del dogma y de la adoración a la Biblia. Está claro que Hegel no quiso decir que la humanidad había tenido que esperar a Kant para gozar de una profundidad moral. Por el contrario, atribuía una moralidad kantiana al fundador del cristianismo. En su Das Leben Jesu (Vida de Jesús, 1795), escrito mientras trabajaba como preceptor en Berna, describía a Jesús exclusivamente como un predicador moral y casi como un expositor de la ética kantiana. Es cierto que Cristo insistía en su misión personal, pero, según Hegel, se vio obligado a hacerlo así simplemente porque los judíos estaban acostumbrados a pensar que todas las religiones y concepciones morales eran reveladas y provenían de una fuente divina. Por ello, para convencer a los judíos de que le escucharan, Cristo tuvo que presentarse como legado o mensajero de Dios. Pero su intención no era ni hacer de sí mismo el único mediador entre Dios y los hombres, ni imponer dogmas revelados.

¿Cómo se entiende entonces que el cristianismo se convirtiera en un sistema autoritario, eclesiástico y dogmático? Hegel estudia este problema en su libro Die Positivität der christlichen Religion (La positividad de la religión cristiana), cuyas dos primeras partes fueron escritas en 1795-1796 y la tercera algo más tarde, en 1798-1799. Como podía esperarse, la transformación del cristianismo se atribuye en gran parte a los apóstoles y otros discípulos de Cristo. El resultado de esta transformación es descrito como la alienación del hombre de su verdadero ser. La libertad de pensamiento se perdió a través de la imposición de dogmas, y la libertad moral desapareció por la imposición desde fuera de una normatividad moral. Además de esto, se consideraba al hombre como alienado de Dios. Sólo podía reconciliarse con él a través de la fe y, en el catolicismo por lo menos, a través de los sacramentos de la iglesia.

Pero el período que permaneció en Frankfurt, la actitud de Hegel para con el cristianismo sufrió ciertos cambios que encontraron su expresión en la obra Der Geist des Christentums und sein Schicksal (El espíritu del Cristianismo y su destino, 1800). En este ensayo, el culpable pasa a ser el judaísmo con su moralidad legalista, pues el Dios judío es el dueño y el hombre sólo el esclavo obligado a realizar la voluntad de su amo. El Dios cristiano, en cambio, es amor, vida en el hombre y la alienación que éste sufre con respecto a Dios puede ser salvada por la unión y una vida de amor. La insistencia de Kant en la ley y el deber, y la importancia que da a la necesidad de vencer las pasiones e impulsos le parecen ahora a Hegel que expresan un concepto inadecuado de la moralidad y que, a su manera, vuelve a caer en la relación amo-esclavo, característica de la concepción judaica. Cristo, en cambio, se eleva por encima del legalismo judío y el moralismo kantiano. Reconoce, por supuesto, la lucha moral, pero su ideal es que la moralidad cese de consistir en la obediencia a la ley y se convierta en la expresión espontánea de una vida que es, en sí misma, una participación en la vida divina infinita. Esto no quiere decir que Cristo suprima la moralidad en lo que a su contenido se refiere, sino que la despoja de la forma legal y substituye la obediencia a la ley por el amor.

Como puede observarse, la atención de Hegel se dirige ya a los temas de la alienación y la recuperación de la unidad perdida. En los tiempos en que comparaba la religión cristiana con la griega, a favor de ésta, ya estaba insatisfecho con la concepción de la divinidad como algo remoto y puramente trascendente. En el poema titulado Eleusis, que escribió al final de su estancia en Berna y que dedicó a Hölderlin, expresaba su sentimiento por la Totalidad infinita. Y en Frankfurt representaba a Cristo predicando la superación del abismo existente entre el hombre y Dios, el infinito y lo finito, por medio de la vida en amor. El Absoluto es vida infinita y el amor es la conciencia de la unidad de esta vida, de la unidad con la vida infinita misma y con otros hombres a través de su vida.

En 1800, mientras estaba todavía en Frankfurt, Hegel escribió algunas notas, que Hermann Nohl tituló Systemfragment (Fragmento de un sistema), pues a partir de una alusión hecha en una carta de Hegel a Schelling, Nohl y Dilthey pensaron que las notas en cuestión representaban un esbozo de un sistema completo. Esta conclusión parece estar basada en una evidencia algo insuficiente, al menos si la palabra «sistema» se entiende en los términos en que Hegel desarrolló su filosofía. A pesar de ello, las notas revisten un considerable interés y merecen ser mencionadas.

Hegel aborda el problema de superar las oposiciones o antítesis, sobre todo las planteadas entre lo finito y lo infinito. Si nos colocamos en la posición de meros espectadores, el movimiento de la vida se nos aparece como una multiplicidad infinita organizada de individuos finitos, es decir, como naturaleza. Por supuesto, la naturaleza puede también considerarse como la vida planteada para la reflexión o el entendimiento, pero los objetos individuales, cuya organización constituye la naturaleza, son transitorios y perecederos. El pensamiento, que es en sí mismo una forma de la vida, piensa la unidad entre las cosas como una vida infinita y creativa, que está libre de la mortalidad que afecta a los individuos finitos. Esta vida creadora, que se concibe como llevando en sí misma la multiplicidad y no como una simple abstracción conceptual, recibe el nombre de Dios. También puede definirse como espíritu (Geist), pues no es ni un vínculo externo entre las cosas finitas ni un concepto puramente abstracto de la vida, un universal abstracto. La vida infinita une todas las cosas finitas desde dentro, pero sin aniquilarlas como tales. Se trata pues de la unidad viva de lo múltiple.

Hegel introduce, por tanto, un término, espíritu, que adquiere una gran importancia en su concepción filosófica. Pero el problema es si, por medio del pensamiento conceptual, somos capaces de unir lo infinito y lo finito de tal forma que ninguno de los dos se disuelva en el otro mientras, al mismo tiempo, están realmente unidos. En el llamado Fragmento de un sistema, Hegel mantiene que no es posible. Es decir, si se niega la existencia del abismo presente entre lo finito y lo infinito, el pensamiento conceptual tiende inevitablemente a mezclarlos sin distinción o a reducir uno al otro, mientras que, si se afirma su unidad, no hay más remedio que negar su distinción. Podemos darnos cuenta de la necesidad de una síntesis en la que la unión no excluya la distinción, pero no podemos, en realidad, pensar en ella. La unificación de lo múltiple en Uno sin la disolución del primero, sólo puede alcanzarse viviéndolo, es decir, a través de la propia elevación del hombre de lo finito a la vida infinita, y este proceso no es otra cosa que la religión.

De esto se deduce que la filosofía se detiene en la religión y que, en este sentido, es su subordinada. La filosofía nos muestra lo que es necesario para superar la oposición entre lo finito y lo infinito, pero no puede por sí misma realizar lo necesario para hacerlo. Para ello, hemos de recurrir a la religión, es decir, a la religión cristiana. Los judíos objetivaron a Dios como un ser puesto por encima y fuera de lo finito, lo cual constituye una idea equivocada de lo finito, un «mal» infinito. Cristo, sin embargo, descubrió la vida infinita dentro de sí mismo como fuente de su pensamiento y de su acción. Y aquí está la idea correcta de lo infinito, es decir, considerarlo como inmanente en lo finito y como comprendiendo en sí mismo lo finito. Pero esta síntesis sólo puede vivirse tal como la vivió Cristo, es decir, en el amor. El órgano de mediación entre lo finito y lo infinito es el amor, no la reflexión. Es cierto que en uno de los pasajes parece adivinarse lo que más tarde iba a constituir el método dialéctico de Hegel, pero al mismo tiempo afirma que la síntesis completa trasciende la reflexión.

Sin embargo, si se presupone que la filosofía exige la superación de las oposiciones que ella misma plantea, parece que debería esperarse que la misma filosofía cumpliera este cometido. E incluso, si decimos que es la vida en el amor, la vida religiosa, la que lo hace, la filosofía intentará al menos comprender qué es lo que hace la religión y cómo lo hace. No es sorprendente, pues, que Hegel trate de realizar por medio de la reflexión lo que previamente había declarado imposible. Lo que necesita para realizar su labor es un nuevo tipo de lógica, una lógica que sea capaz de seguir el movimiento de la vida y que no deje a los conceptos opuestos en una oposición irremediable. La adopción de este nuevo tipo de lógica significa la transición del Hegel teólogo al Hegel filósofo, o, mejor aún, de una concepción que cree que la religión está por encima de todo y que la filosofía no puede substituirla, a otra que cree que la filosofía especulativa constituye la suprema verdad. Pero el problema sigue siendo el mismo: la relación entre lo finito y lo infinito, y la idea de lo infinito como espíritu.

3. Relaciones de Hegel con Fichte y Schelling.

Unos seis meses después de su llegada a Jena, Hegel publicó su obra sobre las Diferencias entre los sistemas filosóficos de Fichte y Schelling (1801). Su finalidad inmediata era doble: en primer lugar, demostrar que estos sistemas eran realmente diferentes y no, como creían algunos, iguales, y, en segundo lugar, probar que el sistema de Schelling representaba un avance sobre el de Fichte. Pero las consideraciones de Hegel sobre estos temas, le llevan de una manera natural a reflexiones generales sobre la finalidad de la filosofía.

El fin fundamental de la filosofía, mantiene Hegel, es el de superar las oposiciones y divisiones. «La división [Entzweiung] es la fuente de la necesidad de la filosofía.[255] En el mundo de la experiencia, nos encontramos con diferencias, oposiciones, aparentes contradicciones, y tratamos de construir un todo unido, que salve la armonía rota, como dice Hegel. Estas divisiones y oposiciones se presentan a la inteligencia humana en diferentes formas según las distintas épocas culturales, y esto ayuda a comprender las peculiares características de los diferentes sistemas. En un tiempo, por ejemplo, la inteligencia humana se encontró con el problema de la división y oposición entre el alma y el cuerpo, mientras que en otro, el problema que se presentó fue el de la relación entre el sujeto y el objeto, la inteligencia y la naturaleza. Pero cualquiera que sea la forma o formas en que se presenta el problema, el interés fundamental de la razón (Vernunft) es el mismo, es decir, alcanzar una síntesis unificadora.

Esto significa, de hecho, que «hay que construir el Absoluto para la conciencia, y ésta es la labor de la filosofía».[256] La síntesis ha de abarcar, a la larga, la realidad como una totalidad, y ha de superar la oposición básica entre lo finito y lo infinito, no negando toda realidad a lo finito, no reduciendo lo infinito a una simple multiplicidad de finitos particulares como tales, sino integrando lo finito en lo infinito.

No obstante, enseguida se presenta una dificultad. Si ha de construirse la vida de lo Absoluto por medio de la filosofía, el instrumento para hacerlo será la reflexión filosófica. Pero dejada a sí misma, la reflexión tiende a operar como un entendimiento (Verstand) y a plantear y perpetuar las oposiciones. Habrá, por tanto, que emplear también la intuición trascendente que descubre la interpenetración de lo ideal y lo real, de la idea y el ser, del sujeto y el objeto. La reflexión se eleva entonces al nivel de la razón (Vernunft), y nos encontramos con un conocimiento especulativo que «ha de concebirse como la identidad de la reflexión y la intuición».[257] Hegel escribe, sin duda, bajo la influencia de las ideas de Schelling.

Ahora bien, en el sistema de Kant, tal como lo ve Hegel, nos encontramos repetidamente con dualismos u oposiciones irreconciliables entre los fenómenos y los noúmenos, la sensibilidad y el entendimiento, etc. Hegel muestra, por lo tanto, una viva simpatía por el intento de Fichte para remediar esta situación, y está de acuerdo, por ejemplo, con la eliminación que hace Fichte de la incognoscible cosa-en-sí, considerando su sistema como un importante intento hacia el verdadero filosofar. «El principio absoluto, el único fundamento real y firme de la filosofía, es en la filosofía de Fichte, como en la de Schelling, intuición intelectual, o, utilizando una expresión propia del pensamiento reflexivo, la identidad entre el objeto y el sujeto. En la ciencia, esta intuición se convierte en el objeto de la reflexión, y la reflexión filosófica es, por lo tanto, intuición trascendental que se convierte a sí misma en su propio objeto y se hace una con él. Es, en consecuencia, especulación. La filosofía de Fichte es, entonces, un verdadero producto de la especulación.»[258]

Pero, aunque Fichte ve que el supuesto previo para una filosofía especulativa es la unidad última y comienzo del principio de identidad, «el principio de identidad no constituye el principio del sistema: tan pronto como empieza la construcción del sistema, desaparece la identidad».[259] En la deducción teórica de la conciencia, es sólo la idea del mundo objetivo la que se deduce, no el mundo mismo. Nos quedamos pues sólo con la subjetividad. En la deducción práctica, nos encontramos de hecho con el mundo real, pero la naturaleza se plantea sólo como el opuesto del yo. En otras palabras, nos vemos enfrentados con un dualismo que no puede resolverse.

En el caso de Schelling, sin embargo, la situación es muy diferente, pues para él «el principio de identidad es el principio absoluto de todo el sistema de Schelling. La filosofía y el sistema coinciden, y la identidad no se pierde en las partes, y mucho menos en el resultado».[260] Es decir, Schelling empieza con la idea del Absoluto como la identidad de subjetividad y objetividad, y persiste como la idea guía de todas las partes del sistema. En la filosofía de la naturaleza, de Schelling, se demuestra que la naturaleza no es simplemente lo opuesto del ideal, sino que, aunque real, es también ideal: es espíritu visible. En el sistema del idealismo trascendente, muestra cómo la subjetividad se objetiva a sí misma, cómo lo ideal es también lo real. El principio de identidad se mantiene, por lo tanto, a lo largo de todo el sistema.

En la obra de Hegel sobre los sistemas de Fichte y Schelling, se ven signos de divergencia con este último. Por ejemplo, está claro que la intuición intelectual no significa para él una intuición mística de un oscuro e impenetrable abismo, el punto en que desaparecen todas las diferencias, sino más bien la comprensión interior por parte de la razón de la antítesis como un momento de la vida omnicomprensible de lo Absoluto. Sin embargo, como el trabajo se propone demostrar la superioridad del sistema de Schelling sobre el de Fichte, Hegel no explícita de una manera clara sus puntos de divergencia con la filosofía del primero. La independencia de su pensamiento se hace patente, sin embargo, en sus clases durante su estancia en la Universidad de Jena.

En dichas clases, Hegel afirma, por ejemplo, que si lo finito y lo infinito chocan uno contra otro como conceptos opuestos, no se da una conversión de lo uno en lo otro, es imposible una síntesis. Pero en la realidad, sin embargo, no podemos pensar en lo finito sin pensar en lo infinito. El concepto de finito no es un concepto autosuficiente y aislado, sino que está limitado por lo que no es él mismo. En el lenguaje de Hegel, está afectado por la negación. Pero lo finito no es simplemente la negación, por lo cual hemos de negar también la negación. Al hacerlo, afirmamos que lo finito trasciende su ser finito, es decir, es un momento de la vida de lo infinito. De aquí se deduce que construir la vida de lo Absoluto, que es la tarea de la filosofía, es construirla en y a través de lo finito, demostrando cómo lo Absoluto se expresa necesariamente como espíritu, como autoconciencia, en y a través de la mente humana, porque la mente humana, aunque finita, es al mismo tiempo más que finita y puede alcanzar un punto en el que se convierte en el vehículo del conocimiento absoluto de sí misma.

Hasta cierto punto, por supuesto, esto está de acuerdo con la filosofía de Schelling, pero existe al mismo tiempo una diferencia muy importante. Para Schelling, el Absoluto en sí mismo trasciende el pensamiento conceptual, y hemos de abordarlo por vía negativa, prescindiendo y eliminando los atributos y distinciones de lo finito.[261] Para Hegel, el Absoluto no es una identidad sobre la que no se puede decir nada, sino el proceso total de la autoexpresión, de la automanifestación en y a través de lo finito. No es sorprendente, por lo tanto, encontrar en el Prefacio a La fenomenología del espíritu un rechazo total de la concepción que Schelling tiene del Absoluto. Es cierto que no se menciona el nombre de Schelling, pero la referencia es lo suficientemente clara, y lo fue para el mismo Schelling que se sintió profundamente herido. Hegel habla de un formalismo monótono y de una universalidad abstracta a la que se considera Absoluto. Pone todo el énfasis en el universal en su forma desnuda de identidad. «Y vemos cómo la contemplación especulativa se identifica con la disolución de lo preciso y determinado, o más bien con precipitarlo en el abismo de la vacuidad sin otra justificación.»[262] Considerar una cosa en el Absoluto ha venido a significar que se encuentra diluida en una unidad indiferenciada e idéntica a sí misma. Pero «enterrar este conocimiento, es decir, afirmar que en el Absoluto todo es uno, en contra del conocimiento determinado y completo o el conocimiento que por lo menos investiga y exige completarse —proclamar el Absoluto como la noche en la que, como se dice, todos los gatos son pardos—, en esto consiste la ingenuidad del conocimiento vacío».[263] No es sumergiéndonos en una noche mística como podemos conocer el Absoluto. Lo conoceremos solamente comprendiendo un contexto determinado, la vida que se desarrolla a sí misma del Absoluto en la naturaleza y en el espíritu. Es cierto que, en su filosofía de la naturaleza y en su sistema del idealismo trascendental, Schelling consideraba determinados contenidos, y, de acuerdo con estos contenidos, intentó llevar a cabo una demostración sistemática de la identidad de lo ideal y lo real. Pero al Absoluto en sí mismo lo concebía, por lo menos en lo que se refiere al pensamiento conceptual, como una identidad vacía, un punto en el que desaparecían todas las diferencias, mientras que, para Hegel, el Absoluto no es una realidad impenetrable que existe, por encima y detrás de sus manifestaciones concretas, sino que es la manifestación de sí mismo.

4. La vida del Absoluto y la naturaleza de la filosofía.

Este punto es de gran importancia para comprender a Hegel. El objeto de la filosofía es desde luego el Absoluto, pero el Absoluto es la totalidad, la realidad entera, el universo. «La filosofía se ocupa de la verdad y la verdad es la totalidad.»[264] Además, esta totalidad es la vida infinita, un proceso de autodesarrollo. El Absoluto es «el proceso de su propio devenir, el círculo que presupone su fin y su objeto y cuyo fin está al principio. Se convierte en algo concreto y real, sólo por su desarrollo y a través del fin que le es propio».[265] En otras palabras, la realidad es un proceso teleológico, y el término ideal presupone el proceso completo y le da su significado. Desde luego, podemos decir que el Absoluto es «en esencia un resultado»,[266] pues si consideramos el proceso total del autodesarrollo de una esencia, la realización de una idea eterna, podemos ver cómo es el final o término del proceso el que revela lo que el Absoluto es en realidad. El Absoluto es desde luego el proceso en su totalidad, pero en un proceso teleológico es el telos o fin el que muestra su naturaleza, su significado. Y la filosofía ha de tomar la forma de una comprensión sistemática de este proceso teleológico. «La verdadera forma en que existe la verdad sólo puede ser el sistema científico del mismo.»[267]

Ahora bien, si decimos que el Absoluto es el todo de la realidad, el universo, puede parecer que estamos incurriendo en el spinozismo, al afirmar que el Absoluto es la substancia infinita. Pero, para Hegel, esta es una descripción muy inadecuada del Absoluto. «En mi opinión, una opinión que sólo puede justificarse a través de la exposición del sistema mismo, todo depende de que se capte la verdad no sólo como substancia sino también como sujeto».[268] Pero si el Absoluto es sujeto, ¿cuál es entonces su objeto? La única respuesta posible es que su objeto es él mismo. En este caso, se trata del pensamiento que se piensa a sí mismo, del pensamiento autopensante. Y decir esto equivale a proclamar que el Absoluto es espíritu, el sujeto infinito autoluminoso o autoconsciente. La afirmación de que el Absoluto es espíritu constituye para Hegel su definición suprema.

Al decir que el Absoluto es el pensamiento autopensante, Hegel está, sin duda, repitiendo la definición de Dios que da Aristóteles, hecho del que es bien consciente. Pero sería una gran equivocación pensar que Hegel está hablando de una deidad trascendente. El Absoluto es, tal como hemos visto, la totalidad, la realidad toda, y esta totalidad es también un proceso. En otras palabras, el Absoluto es un proceso de autorreflexión: la realidad llega a conocerse a sí misma, y lo hace en y a través del espíritu humano. La naturaleza es una condición necesaria previa de la conciencia humana en general, y proporciona la esfera de lo objetivo sin la cual no puede existir la esfera de lo subjetivo. Pero ambos son momentos de la vida de lo Absoluto. En la naturaleza, el Absoluto penetra, por así decirlo, o se expresa a sí mismo en la objetividad. Para Hegel no puede decirse que la naturaleza sea irreal o simplemente idea en un sentido subjetivista. En la esfera de la conciencia humana, el Absoluto vuelve a sí mismo, es decir, al espíritu, y la reflexión filosófica de la humanidad es el autoconocimiento del Absoluto. Es decir, la historia de la filosofía es el proceso por el cual la razón llega a ver toda la historia del cosmos y toda la historia del hombre como autodesarrollo del Absoluto.

También se puede plantear de esta manera. Hegel está de acuerdo con Aristóteles en que Dios es el pensamiento que se piensa a sí mismo,[269] y en que este pensamiento autopensante es el telos o fin que conduce al mundo a su causa final. Pero mientras el pensamiento que se piensa a sí mismo de Aristóteles es, digamos, una autoconciencia ya constituida que no depende del mundo, el pensamiento que se piensa a sí mismo de Hegel no es una realidad trascendente sino el conocimiento que el mundo tiene de sí mismo. Todo el proceso de la realidad es un movimiento teleológico hacia la realización del pensamiento autopensante, y, en este sentido, el pensamiento que se piensa a sí mismo es el telos o fin del universo. Pero se trata de un fin que es inmanente al proceso mismo. El Absoluto, el universo o totalidad, puede definirse, por supuesto, como pensamiento autopensante, pero es un pensamiento que llega a pensarse a sí mismo y en este sentido podemos decir, al igual que Hegel, que el Absoluto es esencialmente un resultado.

Decir, por lo tanto, que el Absoluto es pensamiento que se piensa a sí mismo, es afirmar la identidad de lo ideal y lo real, de la subjetividad y la objetividad. Pero esto es una identidad-en-la-diferencia, no una identidad vacía e indiferenciada. El espíritu se ve a sí mismo en la naturaleza: ve a la naturaleza como la manifestación objetiva del Absoluto, como una manifestación que es la condición necesaria para su propia existencia. En otras palabras, el Absoluto se conoce a sí mismo como la totalidad, como el proceso completo de su devenir, pero al mismo tiempo conoce las distinciones entre las fases de su propia vida. Se conoce a sí mismo como una identidad-en-la-diferencia, como la unidad que comprende las fases distinguibles dentro de sí mismo.

Como hemos visto, la labor de la filosofía es construir la vida del Absoluto, es decir, debe mostrar de una forma sistemática la estructura dinámica racional, el proceso teleológico o movimiento de la razón cósmica, en la naturaleza y la esfera del espíritu humano que culmina en el conocimiento del Absoluto de sí mismo. No es cuestión, por supuesto, de que la filosofía trate de hacer otra vez, o de hacer mejor, el trabajo realizado ya por la ciencia empírica o por la historia. Este conocimiento se supone de antemano. Más bien, podemos decir que la misión de la filosofía es esclarecer el proceso teleológico básico que, en forma distinta, se encuentra inmanente en el mundo material, el proceso que da a dicha materia su significación metafísica. En otras palabras, la filosofía ha de mostrar de forma sistemática la autorrealización de la razón infinita en y a través de lo finito.

Ahora bien, tal como Hegel cree, como lo racional es lo real y lo real es lo racional, en el sentido de que realidad es el proceso necesario por el cual la razón infinita, el pensamiento autopensante, se realiza a sí mismo, podemos afirmar entonces que la naturaleza y la esfera del espíritu humano son el campo en el que se manifiesta la idea eterna o la esencia eterna. Es decir, podemos distinguir entre la idea o esencia que se realiza y el campo de dicha realización. Podemos entonces tener una panorámica de la idea eterna o logos manifestándose a sí mismo en la naturaleza y en el espíritu. En la naturaleza el logos se vuelca, por así decirlo, en la objetividad, en el mundo material, que es su antítesis. En el espíritu (la esfera del espíritu humano), el logos vuelve a sí mismo en el sentido de que se manifiesta a sí mismo como lo que es esencialmente. La vida del Absoluto comprende entonces tres fases principales: la idea lógica o concepto,[270] la naturaleza, y el espíritu. Y el sistema filosófico se dividirá en tres partes principales: lógica, que para Hegel es la metafísica en tanto estudia la naturaleza de lo Absoluto «en sí mismo»; la filosofía de la naturaleza; y la filosofía del espíritu. Estas tres partes juntas forman la construcción filosófica de la vida del Absoluto.

Sin duda, si hablamos de la idea eterna «manifestándose a sí misma» en la naturaleza y en el espíritu, queremos decir con ello que el logos posee una naturaleza ontológica propia, independiente de las cosas. Y cuando Hegel utiliza, como hace tan frecuentemente, el lenguaje religioso y habla de la idea lógica como de Dios en-sí-mismo, tiende inevitablemente a dar la impresión de que para él el logos es una realidad trascendente que se manifiesta a sí misma de forma externa en la naturaleza. Pero esta utilización del lenguaje religioso no justifica necesariamente esta conclusión sobre su significado. Sin embargo, no quiero discutir este problema aquí. Por el momento, podemos dejar en suspenso la cuestión de si el pensamiento autopensante que forma la categoría culminante de la lógica de Hegel puede decirse que existe con propiedad, es decir, independientemente de lo finito. Es suficiente con haber reparado en las tres partes principales de la filosofía, cada una de las cuales se ocupa del Absoluto. La lógica estudia el Absoluto «en sí mismo»; la filosofía de la naturaleza estudia el Absoluto «para sí mismo»; y la filosofía del espíritu estudia el Absoluto «en y para sí mismo». Juntos, constituyen la construcción completa de la vida del Absoluto.

La filosofía debe, por supuesto, mostrar esta vida en forma conceptual, pues no hay otra forma en que pueda hacerlo. Y si la vida del Absoluto es un proceso necesario de autorrealización, esta necesidad ha de reflejarse en el sistema filosófico. Es decir, ha de demostrarse que el concepto A da lugar al concepto B. Y si el Absoluto es la totalidad, la filosofía debe ser un sistema autosuficiente, que demuestre el hecho de que el Absoluto es a la vez alfa y omega. Una filosofía verdadera y adecuada sería el sistema total de la verdad, la verdad completa, la perfecta reflexión conceptual de la vida del Absoluto. Será, de hecho, el conocimiento que el Absoluto tenga de sí mismo en y a través de la mente humana, la automediación de la totalidad. De aquí se deduce, en términos hegelianos, que no se podría comparar la filosofía del absoluto con el Absoluto, como si la primera fuera una relación puramente externa del segundo, de forma que tuviéramos que compararlos para ver si la filosofía se adaptaba a la realidad que describía. Porque la filosofía del absoluto sería el conocimiento que el Absoluto tiene de sí mismo.

Pero si afirmamos que la filosofía ha de mostrar la vida del Absoluto en forma conceptual, surge enseguida una dificultad. El Absoluto es, como ya hemos visto, identidad-en-la-diferencia. Por ejemplo, es la identidad-en-la-diferencia del infinito y de lo finito, del Uno y de lo múltiple. Pero los conceptos de infinito y finito como del Uno y lo múltiple, parecen excluirse mutuamente. Si, por lo tanto, la filosofía funciona con conceptos claramente definidos, ¿cómo puede construir la vida de lo Absoluto? Y si opera con conceptos vagos y mal definidos, ¿cómo puede ser un instrumento apto para entender cualquier cosa? ¿No sería mejor decir, como hace Schelling, que el Absoluto trasciende el pensamiento conceptual?

Para Hegel, esta dificultad surge a nivel de entendimiento (Verstand), pues el entendimiento plantea y fija perpetuamente conceptos estáticos de tal naturaleza que no puede superar las oposiciones que él mismo plantea. Tomando el mismo ejemplo que hemos dado ya, para el entendimiento los conceptos de lo finito y lo infinito están irrevocablemente opuestos. Si finito, entonces no infinito; si infinito, entonces no finito. Pero la conclusión que se obtiene es que el entendimiento es un instrumento inadecuado para el desarrollo de la filosofía especulativa, no que la filosofía sea imposible. Está claro que si el término «entendimiento» se toma en un sentido amplio, la filosofía es un entendimiento. Pero si el término se toma en un sentido restringido (Verstand), la mente, funcionando de esta manera, no es capaz de producir el entendimiento (en el sentido amplio) que es, o debiera ser, característico de la filosofía.

Hegel no tiene, desde luego, la intención de negar que el entendimiento, en el sentido de la mente funcionando como Verstand, tiene su cometido en la vida humana. En la práctica, a menudo es importante mantener conceptos y oposiciones claros. La oposición entre lo real y lo aparente podría ser algo a tener en cuenta. Además, gran parte del trabajo científico, tal como las matemáticas, está basado en el Verstand. Pero es diferente cuando la mente trata de captar la vida del Absoluto, la identidad-en-la-diferencia. No se puede entonces quedar satisfecho con el nivel de entendimiento que, para Hegel, es un nivel superficial. Hay que penetrar más profundamente en los conceptos, que son categorías de la realidad, y se verá entonces cómo un concepto dado tiende a ser o a provocar su contrario. Por ejemplo, si la mente piensa el concepto de infinito, lo ve perdiendo su rígida autosuficiencia y emergiendo el concepto de lo infinito. De igual forma, si la mente piensa realmente en el concepto de realidad como opuesto a la apariencia, verá lo absurdo o «contradictorio» de una realidad que no aparece ni se manifiesta a sí misma en modo alguno. Por otra parte, desde el punto de vista del sentido común y de la vida práctica, una cosa es diferente de todas las demás, es idéntica a sí misma y niega a todas las demás. Y mientras que no nos preocupemos de pensar lo que quiere decir en realidad, la idea tiene su utilización práctica. Pero una vez tratemos de pensarla realmente, veremos lo absurdo del concepto de una cosa por completo aislada, y obligados a negar la negación original.

Así pues, en la filosofía especulativa, la mente ha de elevarse a sí misma desde el nivel del entendimiento, en un sentido estricto, al nivel del pensamiento dialéctico, que supera la rigidez de los conceptos del entendimiento y ve a un concepto generando o pasando a ser su contrario. Sólo así puede pensarse en captar la vida del Absoluto en el que un momento o fase pasa necesariamente a otro. Pero esto no es suficiente. Si para los conceptos intelectuales A y B están irrevocablemente opuestos, mientras que para la más profunda penetración del pensamiento dialéctico A pasa a B y B a A, tiene que haber una unidad superior o síntesis que los una sin anular sus diferencias. Y captar este momento de identidad-en-la-diferencia, es función de la razón (Vernunft). Así pues, la filosofía exige la elevación del entendimiento, a través del pensamiento dialéctico, al nivel de la razón o del pensamiento especulativo, que es capaz de aprehender la identidad-en-la-diferencia.[271]

Tal vez no sea necesario añadir que, desde el punto de vista de Hegel, no se trata de esgrimir un nuevo tipo de lógica que le permita establecer una concepción preconcebida y arbitraria de la realidad, pues él cree sinceramente que el pensamiento dialéctico penetra más profundamente en la realidad que el entendimiento, en el sentido estricto del término. Por ejemplo, no se trata, para Hegel, de insistir en que el concepto de lo finito pase a ser o provocar en sí el concepto de lo infinito simplemente porque existe una creencia preconcebida de que el infinito existe en y a través de lo finito. Está convencido por completo de que no podemos pensar lo finito si no lo relacionamos con lo infinito. No somos nosotros los que hacemos algo con el concepto, haciendo malabares con él, sino que es el concepto mismo el que pierde rigidez y se hace pedazos ante la mirada atenta de la mente. Y este hecho, que nos revela la naturaleza de lo finito, tiene una significación metafísica.

En la descripción que hace Hegel del pensamiento dialéctico, utiliza el término «contradicción» de una forma bastante desconcertante. A través de lo que él llama el poder de lo negativo, el concepto del entendimiento da lugar a una contradicción. Es decir, la contradicción implícita en el concepto se hace explícita cuando el concepto pierde su rigidez y autosuficiencia y pasa a convertirse en su contrario. Por otra parte, Hegel no duda en expresarse como si las contradicciones existieran no sólo en el pensamiento conceptual o discursivo, sino en las cosas mismas. Y, de hecho, esto tiene que ser así de alguna forma, si es cierto que la dialéctica es reflejo de la vida del Absoluto. Además, esta insistencia sobre el papel de la contradicción no es un mero incidente del pensamiento de Hegel, pues el surgimiento de la contradicción es la fuerza motriz, dijéramos, del movimiento dialéctico. El conflicto entre los conceptos opuestos y la resolución de dichos conflictos en una síntesis, que da lugar ella misma a otra contradicción, es lo que dirige sin descanso a la mente hacia un término ideal, una síntesis que todo lo abarca, el sistema completo de la verdad. Y, tal como hemos hecho notar, esto no significa que la contradicción y conflicto estén confinados al discurso sobre la realidad. Cuando la filosofía considera, por ejemplo, la historia del hombre, descubre el movimiento dialéctico en pleno funcionamiento.

Esta utilización de la palabra «contradicción» ha llevado a algunos críticos de Hegel a acusarle de negar el principio lógico de la no-contradicción, al decir que los conceptos o proposiciones contradictorias pueden darse juntos. Como refutación de esta acusación se ha señalado a menudo que, para Hegel, es precisamente la imposibilidad de satisfacerse con una clara contradicción lo que fuerza a la mente a buscar la síntesis en la que esta contradicción se supere. Esta respuesta, sin embargo, puede llevar a decir que Hegel no comparte la opinión de Fichte de que las contradicciones o antinomias que surgen en el curso del pensamiento dialéctico son mera apariencia. Por el contrario, insiste en su realidad. Y en la síntesis, se mantienen los llamados conceptos contradictorios. Puede responderse a su vez, sin embargo, que aunque se mantengan los conceptos no lo son en una relación de mutua exclusividad, ya que se muestran como momentos esenciales y complementarios de una unidad superior. Y en este sentido se resuelve la contradicción. Así pues, la simple afirmación de que Hegel niega el principio de no-contradicción, da una visión bastante inadecuada de la situación. Lo que hace Hegel es dar una interpretación dinámica del principio en lugar de la interpretación estática característica del nivel del entendimiento. El principio funciona en el pensamiento dialéctico, pero funciona como un principio de movimiento.

Esta discusión podría prolongarse, pero sería inútil sin preguntar primero en qué sentido entiende Hegel el término «contradicción», en tanto que se ocupa más en desentrañar su filosofía dialéctica que en hablar de una forma abstracta sobre el pensamiento dialéctico. Es importante notar que el resultado de dicha investigación es demostrar que Hegel no utiliza el término en un sentido preciso e invariable. A veces nos encontramos con una contradicción verbal. Así, se dice que el concepto de ser da lugar y se convierte en el concepto de no-ser, mientras que éste se convierte en el concepto de ser. Esta oscilación dialéctica da lugar al concepto de devenir que sintetiza el ser y el no-ser. Pero, como veremos en la sección dedicada a la lógica de Hegel, el significado de este funcionamiento dialéctico es claramente inteligible, estemos o no de acuerdo con lo que dice Hegel. En todo caso, en las llamadas contradicciones de Hegel se trata mucho más a menudo de conceptos contrarios que de contradictorios, propiamente dichos. La idea es que un contrario exige la existencia del otro, idea que, verdadera o falsa, no significa la negación del principio de no-contradicción. Por otra parte, los llamados conceptos contradictorios u opuestos pueden ser conceptos simplemente complementarios. Una abstracción unilateral evoca otra abstracción de la misma especie. Y la unilateralidad de cada una se supera en la síntesis. Además de esto, afirmar que todo es contradictorio quiere decir, a veces, que una cosa en un estado de completo aislamiento, aparte de sus relaciones esenciales, sería imposible y «contradictoria». La razón no puede permanecer en la idea de una cosa completamente aislada y finita. Tampoco aquí se trata de negar el principio de no-contradicción.

Hemos utilizado la palabra «síntesis» para el momento de la identidad-en-la-diferencia dentro del avance dialéctico, pero en realidad, los términos «tesis», «antítesis» y «síntesis» son más característicos de Fichte que de Hegel, que apenas los usa. Al mismo tiempo, una rápida ojeada al sistema hegeliano basta para comprobar su preocupación por las tríadas. Así pues, existen tres fases principales en la construcción de la vida del Absoluto: la idea lógica, la naturaleza y el espíritu. Cada fase se divide y subdivide en tríadas. Por otra parte, todo el sistema es, o trata de ser, un desarrollo necesario. Es decir, para la reflexión filosófica, un estadio se revela como exigiendo el siguiente por una necesidad interior. Por lo tanto, y al menos en teoría, si empezamos por la primera categoría de la Lógica, la necesidad interior de las fuerzas del desarrollo dialéctico obligan a la mente a proceder no solamente hasta la categoría final de la Lógica, sino también hasta la última fase de la filosofía del espíritu.

En cuanto a la preocupación que siente Hegel por el desarrollo en tríadas, podemos pensar que es innecesario y que a veces hasta produce resultados artificiales, pero no podemos por menos de admitirlo como un hecho. Sin embargo, aunque es verdad que desarrolla su sistema de acuerdo con este modelo, no hay que deducir de aquí que el desarrollo siempre posee el carácter de necesidad que Hegel quiere implicar. Y si no lo tiene de verdad es fácilmente comprensible, pues cuando Hegel se ocupa, por ejemplo, de la vida del espíritu en el arte y en la religión, se enfrenta con una multitud de datos históricos que extrae de las fuentes necesarias y que interpreta de acuerdo con un esquema dialéctico. Está claro que podrían haber diversas formas de agrupar e interpretar dichos datos, ninguna de las cuales sería estrictamente necesaria. El descubrimiento de la mejor sería una cuestión de reflexión y visión interna más que de pura deducción. Decir esto no implica necesariamente condenar el método de Hegel, pues, de hecho, su interpretación de una gran masa de datos puede ser iluminadora y estimulante, aun cuando no se esté de acuerdo con ella. Al mismo tiempo, las transiciones entre las etapas de su dialéctica no son siempre todo lo lógicas que pudiera esperarse de su afirmación de que la filosofía es un sistema deductivo de carácter necesario, aun cuando la observancia persistente del mismo esquema exterior, es decir, la disposición en tríada, tiende a oscurecer la complejidad subyacente.

Ni que decir tiene que cuando Hegel afirma que la filosofía es, o debería ser, un sistema deductivo necesario, no quiere decir en realidad que se trata de la misma clase de sistema deductivo que podría conseguirse con una máquina. Si lo fuera, pertenecería a la esfera del entendimiento más que a la de la razón. La filosofía se ocupa de la vida del espíritu absoluto, y discernir el desenvolvimiento de esta vida en la historia humana, por medio de una deducción a priori, es claramente insuficiente. El material empírico no puede proporcionarlo la filosofía, aunque es ella quien discierne el modelo teológico que informa este material. Al mismo tiempo, todo el movimiento dialéctico del sistema hegeliano debería, en teoría por lo menos, imponerse a la inteligencia humana por su propia necesidad interna. De lo contrario, el sistema no podría ser, como Hegel pretende, su propia justificación. A pesar de ello, está claro que Hegel llega a la filosofía con ciertas convicciones básicas, por ejemplo, que lo racional es lo real y que lo real es lo racional, que la realidad es la automanifestación de la razón infinita y que la razón infinita es el pensamiento que se piensa a sí mismo, que se realiza a sí mismo en el proceso histórico. Es cierto que lo que sostiene Hegel es que la verdad de estas convicciones está demostrada en el sistema. Pero también puede argüirse que el sistema depende realmente de ellas y que ésta es una de las principales razones por las que quienes no comparten, o por lo menos no están favorablemente dispuestos hacia las convicciones iniciales de Hegel, no se sienten demasiado impresionados por lo que podemos llamar confirmación empírica de su esquema metafísico general. Les parece que su interpretación del material está dirigida por un esquema preconcebido y que, incluso, si el sistema constituye un notable tour de force intelectual, demuestra, en el mejor de los casos, solamente sobre qué líneas hemos de interpretar los diversos aspectos de la realidad, si nos hemos decidido ya a que la realidad en su conjunto sea de una cierta naturaleza. Esta crítica sería invalidada si el sistema demostrara que la interpretación de Hegel sobre el proceso de la realidad era la única interpretación que satisfacía las exigencias de la razón. Pero es dudoso que esto se pueda demostrar sin dar a la palabra «razón» un significado que fuera una petición de principio de toda la cuestión.

Tal vez se podría descuidar o pasar por alto la teoría hegeliana de la necesidad, inherente al desarrollo dialéctico del sistema, y considerar su filosofía simplemente como una de las formas posibles de satisfacer el impulso de la mente para obtener un dominio conceptual sobre toda la multiplicidad de los datos empíricos, o para interpretar el mundo en su conjunto, así como las relaciones del hombre con él. Podríamos entonces compararlo con otras interpretaciones a gran escala, o visiones del universo, y tratar de encontrar el criterio para elegir entre ellos. Pero, aunque este procedimiento podría parecer eminentemente razonable a mucha gente, no concuerda con la estimación que Hegel tiene de su propia filosofía, ya que, aunque él no creyera que su exposición del sistema filosófico fuera toda la verdad en su forma final, sí creía, sin duda, que se representaba el más alto estadio que el conocimiento del Absoluto había alcanzado de su propio devenir hasta la fecha.

Tal vez parezca esto un concepto extraño en extremo, pero hemos de tener en cuenta que, para Hegel, el Absoluto es identidad-en-la diferencia. Lo infinito existe en y a través de lo finito, y la razón infinita o espíritu, se conoce a sí misma en y a través del espíritu finito o entendimiento. Pero no se puede decir que toda clase de pensamiento de la mente finita sea un momento del desarrollo del autoconocimiento del Absoluto infinito. Es el conocimiento que tiene el hombre de lo Absoluto lo que constituye el conocimiento que éste tiene de sí mismo. A pesar de ello, podemos afirmar que el conocimiento que tiene cada mente finita del Absoluto, es idéntico al que éste tiene de sí mismo, ya que éste trasciende cualquier mente finita o conjunto de mentes finitas. Platón y Aristóteles, por ejemplo, están muertos, pero, de acuerdo con la interpretación hegeliana de la historia de la filosofía, los elementos esenciales en sus respectivas captaciones de la realidad fueron incorporados y persisten todavía en el movimiento total dialéctico de la filosofía a través de los siglos. Y esto es el movimiento evolutivo, que es el conocimiento que el Absoluto tiene de su propio desarrollo. No existe aparte de las mentes finitas, pero, desde luego, no está confinado a ninguna mente o conjunto de mentes humanas.[272]

5. La fenomenología de la conciencia.

Podemos hablar, por lo tanto, de la mente humana que se eleva a una participación del autoconocimiento de lo Absoluto. Algunos escritores han interpretado a Hegel sobre unas coordenadas más o menos teístas. Es decir, han entendido que, para Hegel, Dios es perfectamente lúcido de sí mismo y completamente independiente del hombre, si bien el hombre es capaz de participar en este autoconocimiento. Por mi parte, creo que lo que quiere decir es que el conocimiento que tiene el hombre de lo Absoluto y el conocimiento de éste de sí mismo, son dos aspectos distintos de la misma realidad. Aun ateniéndonos a esta interpretación, podemos afirmar, sin embargo, que la mente finita se eleva a una participación en el autoconocimiento divino. Pues, como ya hemos visto, no todos los pensamientos e ideas de la mente humana pueden considerarse como momentos del autoconocimiento del Absoluto. No todo nivel de conciencia participa en la autoconciencia de lo divino. Para alcanzar esta participación, la inteligencia finita ha de elevarse al nivel que Hegel llama conocimiento absoluto.

En este caso, sería marcar los sucesivos estadios de la conciencia desde el más bajo al más elevado de los niveles. Y esto es lo que hace Hegel en La fenomenología del espíritu, que puede describirse como una historia de la conciencia. Si consideramos el entendimiento humano y su actividad en sí mismos, sin relacionarlos con ningún objeto, nos encontramos con la psicología. Si, por el contrario, consideramos la mente como relacionada con un objeto, exterior o interior, tendremos la conciencia. Y, en este sentido, la fenomenología es la ciencia de la conciencia. Hegel comienza con la conciencia natural acientífica y continúa siguiendo el desarrollo dialéctico de esta conciencia, demostrando cómo los niveles inferiores son subsumidos en los superiores, de acuerdo con una perspectiva más adecuada, hasta que alcanzan el nivel del conocimiento absoluto.

En un cierto sentido, La fenomenología puede considerarse como una introducción a la filosofía. Es decir, traza sistemáticamente el desarrollo de la conciencia hasta un nivel en el que podemos llamarla, con propiedad, consciencia filosófica. Pero no se trata de una introducción a la filosofía en el sentido de ser una preparación externa para filosofar, ya que Hegel no creía que una introducción de este tipo fuera posible. En todo caso, la obra constituye un ejemplo extraordinario de la reflexión filosófica sostenida. Podemos considerarla como la conciencia filosófica reflejándose en la fenomenología de su propia génesis. Por otra parte, aun cuando la obra constituye en cierta medida una introducción al punto de vista requerido por el sistema hegeliano, se entrecruza con él. El sistema en sí encuentra el lugar apropiado para la fenomenología de la conciencia. La fenomenología contiene, a su vez, un plan general de gran parte de los temas que Hegel tratará más tarde con mayor amplitud, entre los que se encuentra el estudio de la conciencia religiosa. Por último, por mucho que se esfuerce la imaginación, La fenomenología no puede ser descrita como una introducción a la filosofía en el sentido de una filosofía-sin-lágrimas. Por el contrario, es una obra muy profunda y, a menudo, muy difícil de comprender.

La fenomenología está dividida en tres partes principales, que corresponden a las tres fases más importantes de la conciencia. La primera de estas fases es la conciencia del objeto como cosa sensible que se opone al sujeto, y es a esta fase a la que Hegel da el nombre de «conciencia» (Bewusstsein). La segunda fase es la de la autoconciencia (Selbstbewusstsein), y aquí Hegel trata con gran amplitud el problema de la conciencia social. La tercera fase es la de la razón (Vernunft), a la que se representa como la síntesis o unidad de las fases precedentes en un nivel superior. En otras palabras, la razón es la síntesis de la objetividad y la subjetividad. Ni que decir tiene que cada una de estas divisiones de la obra posee sus subdivisiones. El procedimiento seguido por Hegel consiste en describir en primer lugar la actitud espontánea de la conciencia a un determinado nivel y proceder entonces a un análisis de la misma, como resultado del cual la mente se verá obligada a proceder a un nivel superior, que se considera como una perspectiva o actitud más adecuada.

Hegel comienza por lo que él llama certeza sensible, que consiste en la captación acrítica, por medio de los sentidos, de los objetos particulares, que, para las conciencias ingenuas aparece no sólo como la forma más segura de conocimiento, sino también como la más rica. Un análisis adecuado muestra que se trata de una forma peculiarmente vacía y abstracta de conocimiento. La conciencia ingenua siente que a través de la aprehensión sensible se relaciona directamente con el objeto en cuestión, pero cuando tratamos de describir qué es lo que en realidad conocemos, es decir, definir el objeto con el que creemos estar en contacto directo, nos encontramos con que sólo podemos describirlo en términos universales aplicables también a otras cosas. Podemos, por supuesto, intentar apoderarnos del objeto utilizando términos tales como «éste», «aquí y “ahora», y acompañándolos quizá con gestos evidentes, pero al minuto siguiente, vemos que esos mismos términos pueden referirse a otros objetos. Está claro, dice Hegel, que es imposible dar a palabras como «éste», un significado genuinamente particular, por mucho que deseemos e intentemos hacerlo así.

Tal vez deberíamos decir que Hegel se está refiriendo solamente a un aspecto del lenguaje, y él sabe, por supuesto, que habla del lenguaje cuando se expresa de este modo, pero su preocupación más importante es la epistemológica. Quiere demostrar que el pretender que la «certeza sensible» es el conocimiento por excelencia carece de base, y extrae la conclusión de que este nivel de conocimiento, en su trayectoria hacia un conocimiento verdadero, ha de pasar por el nivel de la percepción para el que el objeto es algo concebido como centro de propiedades y caracteres bien definidos. Pero el análisis de este nivel de conciencia demuestra que no es posible, mientras nos quedemos simplemente a nivel de los sentidos, reconciliar de forma satisfactoria los elementos de unidad y multiplicidad postulables desde este punto de vista al considerar el objeto. Y la mente pasa, por lo tanto, por varios estadios hasta llegar al nivel del entendimiento científico que utiliza las entidades metafenoménicas o inobservables para explicar los fenómenos sensibles.

Por ejemplo, la mente ve los fenómenos sensibles como la manifestación de las fuerzas ocultas, pero Hegel mantiene que no puede quedarse en este estadio y debe pasar sin más a la idea de las leyes. Las leyes naturales son formas de ordenar y describir los fenómenos pero no proporcionan ninguna explicación, por lo que no pueden realizar la función para la que se las requiere, es decir, no pueden explicar los fenómenos sensibles. Hegel no intenta negar, por supuesto, que el concepto de ley natural tenga una función útil que cumplir a un nivel apropiado, lo que dice es que no proporciona la clase de conocimiento que, a su parecer, busca la mente al aplicarla.

Al final, la mente ve que todo el campo de los metafenómenos a que se ha recurrido para explicar los fenómenos sensibles, es el producto del entendimiento mismo. La conciencia se vuelve a sí misma como a la realidad que está detrás de los fenómenos y se hace autoconsciencia.

Hegel comienza con la autoconsciencia en forma de deseo (Begierde). El yo sigue ocupándose del objeto externo, pero lo característico de la actitud de deseo es que el yo subordine el objeto a sí mismo, tratando de utilizarlo para su satisfacción, de apropiárselo, incluso de consumirlo. Esta actitud puede demostrarse, por supuesto, con respecto a las cosas vivas y no-vivas, pero cuando el yo se enfrenta con otro yo, la actitud se desmorona, pues la presencia del otro es esencial en Hegel para la autoconciencia. La autoconciencia desarrollada puede surgir sólo cuando el yo reconoce la personalidad en sí mismo y en los demás. Ha de tomar la forma, por lo tanto, de una verdadera conciencia social o conciencia de nosotros, el reconocimiento a nivel de la autoconsciencia de la identidad-en-la-diferencia. Pero en la evolución dialéctica de esta fase de la conciencia, la autoconsciencia desarrollada no se alcanza inmediatamente. El estudio que hace Hegel de los estadios sucesivos constituye una de las partes más interesantes e influyentes de La fenomenología.

La existencia de otra persona es, ya lo hemos dicho, una condición de la autoconsciencia, pero la primera reacción espontánea de un ser enfrentado con otro, es afirmar su propia existencia como yo, en oposición al otro. Un ser desea anular o suprimir al otro como medio de afirmación triunfante de su propio yo; sin embargo, una destrucción real iría en detrimento de este mismo propósito, pues la conciencia de una persona requiere como condición, el reconocimiento de su personalidad por otro ser que también la tenga. De aquí surge la relación amo-esclavo. El amo es el que consigue el reconocimiento de otro, en el sentido de que se impone a sí mismo como valor del otro, y el esclavo es el que ve realizada en otro su propia personalidad.

Paradójicamente, sin embargo, la situación de origen cambia, y tiene que hacerlo así debido a la contradicción latente en la misma. Por una parte, al no reconocer al esclavo como verdadera persona, el amo se priva a sí mismo del reconocimiento de su propia libertad, necesaria para el desarrollo de la autoconciencia, se sumerge en una condición infrahumana. Por otra, el esclavo, al realizar la voluntad de su amo, se objetiva a través del trabajo que transforma las cosas materiales. Se forma, pues, a sí mismo y se eleva al nivel de verdadera existencia.[273]

Está claro que el concepto de la relación amo-esclavo, tiene dos aspectos. Puede considerarse como una etapa en el desarrollo dialéctico de la conciencia, y también puede ser estudiada en relación con la historia; pero los dos aspectos distan mucho de ser incompatibles. La historia humana revela el desarrollo del espíritu, los esfuerzos del espíritu por alcanzar su objetivo. Por lo tanto, no debemos sorprendernos de que a partir de la relación amo-esclavo, en su primera fase, Hegel pase a una actitud o estado de conciencia, al que le da un nombre con asociaciones históricas explícitas, a saber, la conciencia estoica.

En la conciencia estoica, las contradicciones inherentes a la relación amo-esclavo no se superan de una manera real; sólo se superan en la medida en que tanto el amo (simbolizado por Marco Aurelio) como el esclavo (simbolizado por Epicteto) se liberan en la interioridad y exaltan la idea de la verdadera libertad interior o autosuficiencia interna, dejando iguales las relaciones concretas. Como consecuencia de ello, según Hegel, esta actitud negativa hacia lo concreto y lo externo, pasa fácilmente a una conciencia escéptica para la cual sólo prevalece la persona mientras que todo lo demás se somete a duda y se niega.

Pero la conciencia escéptica contiene una contradicción implícita, ya que es imposible para el escéptico eliminar la conciencia natural, y, así, la afirmación y la negación coexisten en la misma actitud. Cuando esta contradicción se hace explícita, nos encontramos con lo que Hegel llama la «conciencia infeliz» (das unglückliche Bewusstsein) que es una conciencia dividida. A este nivel, la relación amo-esclavo, que no fue superada con éxito ni por la conciencia estoica ni por la escéptica, vuelve en otra forma. En la propia relación amo-esclavo, los elementos de verdadera autoconciencia, reconocimiento del yo y libertad, tanto de uno mismo como del otro, estaban divididos entre dos conciencias individuales. El amo reconocía la personalidad y la libertad sólo en sí mismo y no en el esclavo, mientras que el esclavo la reconocía sólo en el amo, no en sí mismo. En la llamada conciencia infeliz, sin embargo, la división se produce en el mismo yo. Por ejemplo, el yo es consciente de un abismo entre un yo cambiante, inconsistente y voluble, y otro ideal e incambiable. Mientras que el primero aparece en cierta medida como un falso yo, como algo que hay que rechazar, el segundo aparece como un yo verdadero que todavía no se ha alcanzado. Y este ser ideal puede proyectarse en la esfera del mundo de los demás e identificarse con la perfección absoluta, como Dios existiendo aparte del mundo y del yo finito.[274] La conciencia humana está entonces dividida, autoalienada, «infeliz».

Las contradicciones o divisiones implícitas en la autoconciencia se salvan en la tercera parte de La fenomenología, cuando el sujeto finito se eleva a la autoconciencia universal. A este nivel, la autoconciencia deja de tomar la forma de una sabiduría unilateral de uno mismo, amenazada y en conflicto con los demás seres autoconscientes, para reconocer plenamente la personalidad subjetiva en uno mismo y en los demás, y este reconocimiento es por lo menos un conocimiento implícito de la vida del universal, del espíritu infinito, en y a través de los seres finitos, considerándolos en su conjunto pero no anulándolos. Este conocimiento de la identidad-en-la-diferencia —característico de la vida del espíritu— presente de una forma implícita e imperfecta en la conciencia moral desarrollada, para la cual la única voluntad racional se expresa en una multiplicidad de vocaciones morales concretas en el orden social, alcanza una expresión más elevada y explícita en el desarrollo de la conciencia religiosa, para la que la vida divina es inmanente en todos los seres, conteniéndolos en sí misma al tiempo que conserva sus características diferenciadoras. En la idea de una unión viva con Dios se supera la división existente dentro de una conciencia infeliz o dividida. El verdadero yo deja de considerarse como un ideal del que el yo real se encuentra irremediablemente alejado, y pasa a ser el núcleo vivo, por llamarlo así, del verdadero yo, que se expresa a través de sus manifestaciones finitas.

La tercera fase de la historia fenomenológica de la conciencia, a la que, como ya hemos visto, Hegel llama razón, se representa como la síntesis de la conciencia y de la autoconciencia, es decir, de las dos primeras fases. En la conciencia en el sentido estricto (Bewusstsein), el sujeto es consciente del objeto sensible como de algo externo y distinto a sí mismo. En la autoconciencia (Selbstbewusstsein), la atención del sujeto se vuelve hacia sí mismo como hacia un ser finito. Al nivel de la razón, el sujeto contempla la naturaleza como la expresión objetiva del espíritu infinito con el que él mismo está unido. Pero esta conciencia puede tomar formas diferentes. En la conciencia religiosa desarrollada el sujeto considera la naturaleza como la creación y la automanifestación de Dios, con el que él está unido en el fondo de su ser y a través del cual está unido a otros seres. Y esta visión religiosa de la realidad es verdadera, pero a nivel de la conciencia religiosa, la verdad encuentra su expresión en forma de pensamiento figurativo o pictórico (Vorstellung), mientras que en el nivel supremo del «conocimiento absoluto» (das absolute Wissen), la misma verdad se capta en forma filosófica. El sujeto finito es consciente de manera explícita de su ser más profundo, como de un momento en la vida del espíritu infinito y universal, como un momento del pensamiento absoluto. Y, como tal, considera la naturaleza como su propia objetivación y como la condición previa para la existencia de su propia vida. Esto no significa, por supuesto, que el sujeto finito, considerado precisamente como tal, vea la naturaleza como un producto propio, sino que el sujeto finito, consciente de sí mismo como más que finito, como un momento de la vida más profunda del espíritu absoluto, considera la naturaleza como un estadio necesario en la marcha progresiva del espíritu en su proceso de autorrealización. En otras palabras, el conocimiento absoluto es el nivel en el cual el sujeto finito participa en la vida del pensamiento que se piensa a sí mismo, el Absoluto. O, para expresarlo de otra forma, es el nivel en el que el Absoluto, la totalidad, se piensa a sí mismo como identidad-en-la diferencia, en y a través de la mente finita del filósofo.

Al igual que en las otras fases principales de la fenomenología de la conciencia, Hegel llega a la tercera fase, la de la razón, rebasando una serie de estadios dialécticos. Trata primero de observar la razón como atenta a cualquier manifestación de su propio reflejo en la naturaleza (a través de la idea de finalidad, por ejemplo); luego, volviéndose a sí misma para estudiar la lógica formal y la psicología empírica; y, finalmente, manifestándose en una serie de actitudes éticas, que van desde la búsqueda de la felicidad hasta una crítica de las leyes morales universales, dictadas por la razón práctica y derivadas del reconocimiento del hecho de que una ley universal necesita tantos requisitos que, al final, termina perdiendo su verdadero significado. Esto prepara el camino para la transición a una vida moral concreta en la sociedad. Aquí Hegel va desde una vida ética irreflexiva, en la que los seres humanos siguen simplemente las costumbres y las tradiciones de su comunidad, a la forma de cultura en la que los individuos se alejan de este estado de irreflexión y emiten juicios sobre el mismo. Los dos momentos se sintetizan en el desarrollo de la conciencia moral para el cual la voluntad racional general no es algo por encima de los individuos en la sociedad, sino una vida común que los une como personas libres. En el primer momento, podemos decir que el espíritu es irreflexivo, como en el caso de la moralidad en la antigua Grecia antes del advenimiento de los llamados sofistas. En el segundo momento, el espíritu se hace reflexivo pero, al mismo tiempo, se aleja de la sociedad real y de sus tradiciones, a las que somete a juicio. En casos extremos, como en el del terror jacobino, aniquila a las personas físicas en nombre de la libertad abstracta. En el tercer momento, sin embargo, el espíritu está éticamente seguro de sí mismo. Toma la forma de una comunidad de personas libres, en la que la voluntad general opera como unidad viva.

Esta unidad viva, sin embargo, en la que cada miembro de la comunidad es para los demás un ser libre, exige un reconocimiento explícito de la idea de identidad-en-la-diferencia, de una vida que está presente en todos como su lazo interior de unión, aunque no los anule como individuos. Exige un reconocimiento explícito de la idea de lo universal concreto que se diferencie de, o se manifieste en, sus particularidades en tanto se une consigo mismo. En otras palabras, la moralidad pasa a convertirse, de una forma dialéctica, en religión, y la moral en una conciencia religiosa, para la cual esta unidad viva se reconoce de manera explícita en la forma de Dios.

En la religión, por lo tanto, vemos cómo el espíritu absoluto se hace explícitamente consciente de sí mismo. Pero la religión, por supuesto, tiene su historia y, en esta historia, vemos cómo se repiten las primeras fases del ser dialéctico. Así pues, Hegel se mueve a partir de lo que él llama «religión natural», en la que lo divino aparece bajo la forma de objetos perceptibles o naturaleza, hasta llegar a la religión del arte o de la belleza en la que, cómo en la religión griega, lo divino se ve como la autoconciencia que se asocia con lo físico. La estatua, por ejemplo, representa la deidad antropomórfica. Por último, en la religión absoluta, el cristianismo, se reconoce al espíritu como lo que es, es decir, como espíritu. La naturaleza se considera como una creación divina, como la expresión del mundo, y el Espíritu Santo se considera como inmanente a los seres finitos y uniéndolos entre sí.

Pero la conciencia religiosa se expresa a sí misma, como ya hemos visto, en formas pictóricas. Exige, por tanto, que se la transforme en la forma conceptual y pura que es la filosofía, que al mismo tiempo expresa la transición de la fe al conocimiento de la ciencia. Es decir, la idea pictórica de la deidad personalmente trascendente, que salva al hombre por una encarnación única y el poder de la gracia, se convierte en el concepto del espíritu absoluto, el pensamiento infinito que se piensa a sí mismo y se conoce a sí mismo en la naturaleza (como su objetivación y como condición para su propia realización) y reconoce en la historia de la cultura humana, con sus formas y niveles sucesivos, su propia odisea. Hegel no quiere decir con esto que la religión no sea verdadera. Por el contrario, afirma que la religión absoluta, o sea el cristianismo, es la absoluta verdad; lo que dice es que se expresa de una forma imaginativa o pictórica que corresponde a la conciencia religiosa. En filosofía, esta verdad se convierte en el conocimiento absoluto que es el «espíritu que se conoce a sí mismo como tal espíritu».[275] El Absoluto, la totalidad, llega a conocerse a sí mismo, en y a través del espíritu humano, en la medida en que el espíritu humano se eleva por encima de su finitud y se identifica con el pensamiento puro. Dios no puede ser equiparado con el hombre, pues Dios es el ser, la totalidad, mientras que el hombre no lo es. Pero la totalidad llega a conocerse a sí misma en y a través del espíritu del hombre, a nivel del pensamiento pictórico en la evolución de la conciencia religiosa, a nivel de la ciencia o del conocimiento conceptual puro en la historia de la filosofía, cuyo término ideal es la completa verdad sobre la realidad en forma del conocimiento que el Absoluto tiene de sí mismo.

En La fenomenología del espíritu, Hegel empieza, por lo tanto, con los más bajos niveles de la conciencia humana para proseguir dialécticamente hacia arriba, hasta el nivel en el que la mente humana alcanza el punto de vista absoluto y se convierte en el vehículo del espíritu de la autoconciencia infinita. Las conexiones existentes entre un nivel y otro, son a menudo muy tenues desde el punto de vista lógico. Algunos de los estadios, por ejemplo, resultan no tanto de las exigencias del desarrollo dialéctico como por las reflexiones de Hegel sobre el espíritu y la actitud de las diferentes fases culturales y épocas. Además, algunos de los temas de los que trata Hegel sorprenden al lector moderno como algo extraño, por ejemplo, un tratamiento crítico de la frenología[276]. Al mismo tiempo, como estudio de la odisea del espíritu humano, del cambio de una actitud o planteamiento unilateral e inadecuado a otro diferente, la obra es impresionante y fascinante. También son muy interesantes las correlaciones que establece entre las etapas de la dialéctica de la conciencia y las actitudes que se manifiestan históricamente (el espíritu de la Ilustración, el espíritu romántico, etc.). Tal vez se puede dudar de los resúmenes e interpretaciones del espíritu de las distintas épocas y sus culturas, y su exaltación del conocimiento filosófico puede parecer a veces que tiene un lado cómico, pero a pesar de todas las reservas y desacuerdos, el lector que trata seriamente de penetrar en el pensamiento de Hegel no puede dejar de pensar que La fenomenología es una de las grandes obras de la filosofía especulativa.