En 1790 Fichte escribió algunas notas o Aphorismen über Religion und Deismus (Aforismos sobre la religión y el deísmo), en las que pone de relieve las divergencias entre simple piedad cristiana y filosofía especulativa o, como tradicionalmente suele decirse, entre el Dios de la religión y el Dios de los filósofos. «La religión cristiana parece haber sido concebida para satisfacción del corazón más que para la del entendimiento.»[85] El corazón busca un Dios que responda a las plegarias, un Dios que conozca la compasión y el amor; el cristianismo colma estas necesidades. Pero el entendimiento, representado por lo que Fichte llama deísmo, nos revela un ser inmutable y necesario como causa última del acontecer universal. El cristianismo da una visión antropomórfica de la divinidad, visión que se adapta a los sentimientos y exigencias religiosas. La filosofía especulativa descubre la idea de una causa primera e inmutable y elabora un sistema en que los seres finitos son regidos por el determinismo. Esta manera de concebir el entendimiento no choca con las necesidades del corazón. Ambos son compatibles porque la filosofía especulativa deja intacta la validez subjetiva de la religión. Para el cristiano piadoso, que nada o muy poco sabe de filosofía, no hay problema. Pero ¿qué ocurre con el hombre cuyo corazón exige un Dios concebido en términos humanos pero que, al mismo tiempo, la reflexión filosófica forma una parte de su naturaleza? Bien está decir que debe poner límites al alcance de la reflexión filosófica. «Pero ¿puede hacerlo por más que lo desee?»[86]
De todas formas, la propia reflexión de Fichte sigue los pasos de la concepción kantiana de Dios y de la religión, más bien que los del deísmo anterior a Kant. En su Ensayo sobre la crítica de toda revelación, 1792, intentó desarrollar el punto de vista kantiano. Insistió en la diferencia entre «teología» y religión. La idea de la posibilidad de la ley moral supone la creencia en Dios, no sólo como fuerza que rige la naturaleza y que es capaz de sintetizar la virtud y la felicidad, sino como encarnación absoluta del ideal moral, como un ser divino y bien supremo. Pero aceptar estas proposiciones sobre Dios (tales como «Dios es santo y justo») no es lo mismo que la religión que, «de acuerdo con el significado de la palabra [religio], debiera ser algo que nos une y, en efecto, nos une más fuertemente que si no existiera».[87] Esta unión se produce al aceptar la moral racional natural como ley divina, como expresión de la voluntad de Dios.
No hace falta decir que Fichte no cree que el contenido de la ley moral esté arbitrariamente determinado por la voluntad divina, de tal forma que no podamos conocerlo sin la ayuda de la revelación. Tampoco propone substituir el concepto kantiano de autonomía de la razón práctica por el concepto de heteronomía, de autoritarismo ético. Para justificar su postura recurre a la idea de la presencia en el hombre de un mal radical, es decir, a la idea de la posibilidad ingénita del mal, a causa de la fuerza de las pasiones, y al consiguiente oscurecimiento del conocimiento humano de la ley moral. El concepto de Dios como legislador moral y el de la obediencia a la voluntad de Dios ayuda al hombre a cumplir la ley moral y ésta es la base de la religión como puente de unión con la divinidad. Por lo demás, como el conocimiento de Dios y de su ley puede quedar oscurecido, es deseable la revelación que hace Dios de sí mismo como legislador moral.
Posiblemente, esto suene como si Fichte hubiera ido mucho más allá de Kant, pero la diferencia no es tan grande como parece. Fichte no determina el lugar en que pueda encontrarse la revelación. Sin embargo, da criterios generales para decidir si la supuesta revelación es lo que realmente pretende ser. Así, por ejemplo, ninguna revelación puede ser considerada como tal si contradice la ley moral. Y toda supuesta revelación que vaya más allá de la ley moral como expresión de la voluntad divina no es revelación. Por ello, Fichte no trasciende los límites de la concepción kantiana de la religión. La simpatía que posteriormente mostró por los dogmas cristianos no aparece en esta etapa de su pensamiento.
Evidentemente, se puede objetar que, para decidir si la revelación es realmente revelación, es preciso un conocimiento previo de la ley moral. Por esta razón no añade ningún conocimiento, aparte de que al cumplir la ley moral se cumple también la voluntad divina. Es cierto que este elemento adicional es lo peculiar de la religión. Pero, de las premisas propuestas por Fichte se desprende que la religión es sólo una concesión a la debilidad humana, la que debe fortificarse con los conceptos de obediencia al legislador divino. Por ello, si Fichte no está dispuesto a abandonar la idea kantiana de la autonomía de la razón práctica y, si al mismo tiempo desea conservar y potenciar la idea de la religión, se ve obligado a revisar el concepto de Dios. Y, como veremos inmediatamente, su sistema de idealismo trascendental, al menos en su primera versión, no se lo permitía en modo alguno.
En la primera exposición de Fichte de la Wissenschaftslehre (Teoría de la ciencia) Dios aparece sólo en raras ocasiones. Por otra parte, no había mayores posibilidades de hacerlo. Fichte estaba obligado a deducir o reconstruir la conciencia a partir de un primer principio inmanente en ella. Como ya hemos visto, el yo no es un ser que se encuentre tras la conciencia sino que es una actividad inmanente de la misma. La intuición intelectual por la que se aprehende el yo no consiste en la captación mística de la divinidad sino en una intuición del principio del yo que se revela a sí mismo como una actividad o un hacer (Tun). Por ello, si consideramos el aspecto fenomenológico de la teoría de la ciencia o del conocimiento de Fichte, resulta que no había más razón para definir el yo como Dios que la que hubiera tenido Kant para definir como Dios el yo trascendental.
El aspecto fenomenológico no es el único. En virtud de la eliminación de la cosa en sí y de la transformación de la filosofía crítica en idealismo, Fichte está obligado a atribuir al yo una categoría ontológica y una función que Kant no había atribuido a su yo trascendental como condición lógica de la unidad de la ciencia. Si no queda más remedio que eliminar la cosa en sí, es necesario deducir las cosas sensibles, en toda su realidad, de un último principio procedente del sujeto, es decir, del yo absoluto. La palabra «absoluto» se define como tal con referencia a lo que en primer lugar consideramos esencial en una deducción trascendental de la conciencia realizada a partir de un principio inmanente de la conciencia y no con respecto a un ser más allá de ella. En un sistema de idealismo transcendental, postular este ser significaría renunciar al intento de reducir el ser al pensamiento.
Es cierto que, a medida que se desarrollan los aspectos metafísicos de la teoría del yo absoluto, éste adopta progresivamente un carácter divino y llega a aparecer como actividad infinita y productora en sí mismo del mundo de la naturaleza y de los seres finitos. Pero Fichte, dedicado fundamentalmente a transformar el sistema kantiano en idealismo y a deducir la experiencia del yo transcendental, no pensó en definir este yo como Dios, ya que el empleo de la palabra «yo» en el lenguaje comente demuestra que la noción que se tiene del yo puro, trascendental y absoluto, se relaciona hasta tal punto con la conciencia humana que su identificación con Dios forzosamente resulta imposible.
Por otra parte, el término «Dios», para Fichte, alude a un ser consciente de sí mismo. Sin embargo, el yo absoluto no es un ser consciente de sí mismo. La actividad que produce la conciencia, y que tiende hacia la autoconciencia, no puede ser consciente de por sí. Por esta razón no puede identificarse el yo absoluto con Dios; más aún, la idea de Dios es, en estas condiciones, impensable. El concepto de conciencia implica la distinción entre sujeto y objeto, entre el yo y el no-yo. La autoconciencia presupone la afirmación de la categoría del no-yo y, ya de por sí, implica la distinción entre el yo sujeto y el yo objeto. La idea de Dios es, sin embargo, la idea de un ser en el que no es posible esta distinción y que es perfectamente clara por sí misma y por completo independiente de la existencia del mundo. Pero somos incapaces de concebir tal idea; podemos, por supuesto, hablar de ella, pero no puede decirse que la concibamos. De hecho, al intentar pensar lo que se dice introducimos necesariamente aquellas distinciones que queremos negar. La idea de un sujeto al que nada se opone es la «impensable idea del ser de Dios.».[88]
Conviene observar que Fichte no afirma nunca que sea imposible la existencia de Dios. Cuando Jean-Paul Sartre afirma que la autoconciencia necesariamente implica una distinción y que es contradictoria la idea de una autoconciencia infinita en la que sujeto y objeto coincidan absolutamente, sin posible distinción, lo presenta como una prueba del ateísmo, suponiendo que el teísmo implica la idea que se demuestra contradictoria. Pero Fichte evita cuidadosamente decir que es imposible que Dios exista. Parece dejar abierta la posibilidad de que exista un ser capaz de transcender el orden del pensamiento y de los conceptos humanos. En todo caso, hay que resaltar que Fichte no sostiene una posición atea.
Sin embargo, no es difícil comprender que Fichte fuera acusado de ateísmo. A propósito de ello, podemos recordar la famosa controversia en torno al ateísmo que costó al filósofo su cátedra en Jena. Ueber den Grund unseres Glaubens an eine göttliche Weltregierung.
Fichte expone detalladamente su idea de Dios en su trabajo Ueber den Grund unseres Glaubens an eine göttliche Weltregierung (Sobre los fundamentos de nuestra creencia en la Divina Providencia, 1798). En primer término, debemos admitir que miramos el mundo desde el punto de vista de la conciencia ordinaria, el mismo punto de vista que adoptan las ciencias empíricas. A partir de aquí, es decir, del punto de vista de la conciencia empírica, nos descubrimos como siendo en el mundo, en el universo, y no podemos trascenderlo recurriendo a una prueba metafísica de la existencia de un ser sobrenatural. «El mundo es simplemente porque es, y es lo que es simplemente porque es lo que es. Este punto de vista nos ofrece, desde un principio, la existencia de un ser absoluto, que es el mundo: ambos conceptos son idénticos.»[89] Explicar la existencia del mundo como creación de la inteligencia divina es, desde un punto de vista científico, un «contrasentido» (totaler Unsinn). El mundo es un todo que se organiza a sí mismo y que contiene en sí la causa de todos los fenómenos que en él se producen.
Consideremos ahora el mundo desde el punto de vista del idealismo trascendental. Según éste, se limita a existir para la conciencia y a ser una posición del yo puro. Pero, en este caso, el problema de buscar una causa del mundo aparte del yo no se plantea. Por ello, no podemos demostrar la existencia de un creador trascendente, ni con los datos que las ciencias nos suministran, ni desde el punto de vista del idealismo trascendental.
Sin embargo, hay un tercer punto de vista, el de la moral. Y desde esta posición el mundo parece ser «la materia sensible para (cumplir) nuestro deber».[90] El yo aparece entonces como perteneciente a un orden moral suprasensible; orden moral que no es otra cosa que Dios. «El orden moral viviente y operante es Dios mismo. No necesitamos otro Dios, ni tampoco podemos concebirlo.»[91] «En esto consiste la verdadera fe; lo divino es el orden moral… Ésta se constituye con las acciones justas.»[92] Hablar de Dios como substancia, o persona, o como alguien que ejerce una benevolente y previsora providencia, es absurdo. La creencia en la divina providencia supondría la afirmación de que las acciones morales conducirían siempre a lo mejor y que, por el contrario, los actos inmorales nunca producirían buenos resultados.
No sorprende, pues, que semejantes tesis fueran tachadas de ateas. Para la mayoría de los lectores de Fichte, Dios queda reducido a un ideal moral; y esto no es lo que suele entenderse por teísmo, ya que, al fin y al cabo, también hay ateos con ideales morales. Sin embargo, Fichte rechazó indignado esta acusación a la que respondió con extensas razones. Su contestación no alcanzó el deseado resultado de limpiar su nombre a los ojos de sus adversarios, pero esto carece de importancia para lo que aquí nos proponemos, ya que sólo debe importarnos lo que el filósofo dijo.
En primer lugar, Fichte expuso las razones por las que él no podía definir a Dios como persona o substancia ya que, en su opinión, la persona era algo esencialmente finito, y la substancia algo que sólo puede darse en el espacio y en el tiempo, es decir, una cosa material. De hecho, ninguno de los atributos de las cosas o seres puede predicarse de Dios. «Hablando de un modo estrictamente filosófico habría que decir de Dios lo siguiente: no es… un ser sino actividad pura, es la vida y principio suprasensible del orden del mundo.»[93]
En segundo lugar Fichte sostenía que sus críticos no habían entendido lo que él quería decir cuando hablaba del orden moral del mundo. Interpretaban que él afirmaba que Dios era un orden moral semejante al establecido por un ama de casa que coloca los objetos y distribuye los muebles de una habitación. Pero lo que realmente sostenía era que Dios es el que activamente ordena el orden, un ordo ordinans, un orden moral viviente y activo, y no un ordo ordinatus, es decir, algo meramente construido por el esfuerzo humano. Dios es ein tätiges Ordnen, una actividad ordenadora más que un Ordnung, esto es, un orden edificado por el hombre.[94] El yo finito, considerado en su actuación de acuerdo con el deber, es «un elemento del orden suprasensible del mundo».[95]
Quizá podamos observar la fusión de dos líneas de pensamiento en la idea de Fichte de Dios como orden moral del mundo. Primeramente aparece el concepto de la unidad dinámica de todos los seres racionales. En el Fundamento de la teoría total de la ciencia Fichte no tiene ocasión de introducir la pluralidad de las personas individuales. Le interesaba fundamentalmente la deducción abstracta de la «experiencia», en el sentido antes mencionado. En Fundamentos del derecho natural, insistió, como ya hemos visto, en la necesidad de una pluralidad de seres racionales. «El hombre sólo llega a ser hombre entre los hombres; y, dado que no puede ser otra cosa que hombre y que no existiría si no fuese hombre, se impone que exista una pluralidad de hombres en el caso de que haya algún hombre.»[96] Por esta razón, naturalmente, Fichte estaba llamado a establecer un nexo o unión entre los hombres. En Sirreich keitslehre (La ciencia de la ética), su interés se centraba en la ley moral en cuanto tal y en la moralidad de la persona. Expresa su convicción de que todos los seres racionales caminan hacia un fin moral común y habla de la ley moral como si el individuo fuera un instrumento para la realización de sí mismo en el mundo sensible. Partiendo de estos supuestos, la transición a la idea del orden moral del mundo que se cumple por los seres racionales y en ellos mismos fundiéndolos con él, es fácil.
La segunda línea de pensamiento de Fichte consiste en su marcada concepción moralista de la religión. En la época en que escribió el ensayo que dio origen a las acusaciones de ateísmo, tendía, igual que Kant anteriormente, a identificar religión y moralidad. La verdadera religión no está en las oraciones sino en el cumplimiento del propio deber. Es cierto que Fichte concedió que la vida moral tiene un destacado aspecto religioso, concretamente por su tesis de que cualquier apariencia capaz de inducir al cumplimiento del propio deber, siempre da un resultado bueno, por el mero hecho de formar parte del orden moral que se realiza a sí mismo. Dada la interpretación moralista de Fichte de la religión, se comprende que la fe en el orden moral del mundo equivalga, en su opinión, a la fe en Dios, especialmente, si se tiene en cuenta que, a partir de sus premisas, no puede pensar en Dios como un ser personal y transcendente.
En su trabajo titulado Papeles privados (1800), su concepción moralista de la religión aparece claramente. El puesto de la religión, según Fichte, se encuentra en la obediencia a una ley moral. La fe religiosa significa fe en el orden moral. En la acción considerada desde el punto de vista natural y no moral, el hombre confía en el orden natural, es decir, en la uniformidad y estabilidad de la naturaleza. Si se trata de acciones morales, confía en un orden moral suprasensible en el que su propia acción tiene un papel determinado y que le asegura su fecundidad moral. «Cualquier creencia en un ser divino que contenga algo más que el concepto de orden moral, no es más que imaginación y superstición.» [97]
Evidentemente, los que creían que Fichte era ateo, en cierto modo tenían razón. Porque el filósofo no admitía lo que el teísmo, en general, suele afirmar. Pero, al mismo tiempo, resulta comprensible su indignada protesta ante las acusaciones de ateísmo, ya que nunca afirmó que nada existe sino los seres finitos y el mundo sensible. Pues existe, al menos como objeto de fe práctica, un orden moral suprasensible del mundo que se autorealiza a través del hombre y en el hombre mismo.
Pero si este orden moral del mundo es realmente un ordo ordinans, una ordenación activa, es evidente que tiene que poseer una categoría ontológica. Y, en La misión del hombre (1800), lo presenta como una voluntad eterna e infinita. «Esta voluntad me une con ella misma: también me une con todos los seres finitos semejantes a mí y es el mediador común entre todos nosotros.»[98] Es también una razón infinita; pero esta razón, dinámica y creadora, es voluntad. Fichte la describe también como vida creadora.
Si tomamos literalmente algunas expresiones de Fichte, probablemente nos sintamos inclinados a interpretar su doctrina de la voluntad infinita en un sentido teísta. Fichte se ha referido incluso a «la sublime y viva voluntad que no puede ser nombrada con ningún nombre ni conocida mediante conceptos».[99] Pero, sin embargo, insiste en que el concepto de persona es algo limitado y finito y que, por tanto, no puede aplicarse a Dios. Lo infinito difiere de lo finito por su naturaleza; las diferencias no son únicamente de grado. Además, el filósofo repite que la verdadera religión consiste en el cumplimiento de la propia vocación moral. Al mismo tiempo, esta idea de que realizando su propio deber se cumple también la propia vocación moral, indudablemente es infundida por una actitud de devoto abandono y de confianza plena en la voluntad divina.
Para valorar el papel de La misión del hombre en el desarrollo de la filosofía posterior de Fichte, es importante tener en cuenta que la doctrina de la voluntad infinita se presenta como materia de fe. Esta obra un tanto extraña y ampulosa, dividida en tres partes, Duda, Conocimiento y Fe, se halla precedida por una introducción en la que Fichte indica que no se dirige a los filósofos profesionales y que el «yo» del diálogo no siempre representa al autor mismo. En la segunda parte entiende el idealismo en el sentido de que no sólo existen para la conciencia los objetos externos sino también el mismo yo en cuanto se tiene una idea de él, y llega a la conclusión de que todo queda reducido a imágenes o representaciones (Bilder), sin que ninguna de estas realidades tenga un ser distinto de su imagen. «Cualquier realidad se transforma en un sueño maravilloso, sin una vida soñada y sin una mente que la sueñe, en un sueño que consiste en un sueño de un sueño. La intuición es un sueño; el pensamiento —fuente de todo ser y de toda la realidad que el yo imagina para sí mismo, de mi ser, de mi energía y de mis propósitos— es el sueño de aquel sueño.»[100] Dicho de otra forma, el idealismo subjetivo reduce todo a representaciones, sin que haya ningún ser como su objeto o que sirva para formar las representaciones. Cuando intento captar el ser para cuya conciencia existen las representaciones, necesariamente este ser se convierte en una de las representaciones. Por ello, el conocimiento, es decir, la filosofía idealista, no puede hallar nada vivo o sólido, ningún ser; pero el intelecto no puede persistir en tal posición. La fe moral o práctica, basada en una conciencia de mí mismo como voluntad moral, sujeto a la moral imperativa, no deja de afirmar la voluntad infinita, oculta tras el ser finito, que es la creadora del mundo en la única forma en que esto es posible, «en la razón finita».[101]
Fichte conserva la doctrina idealista pero, al mismo tiempo, va más allá de la filosofía del yo y llega a postular la voluntad infinita subyacente. Semejante posición en conjunto produce un cambio dramático en su filosofía originaria. No pretendo insinuar que no haya conexión entre ambas. La teoría de la voluntad se puede considerar implícita en la deducción práctica de la conciencia de la Teoría de la ciencia (Wissenschaftslehre) primera. Pero, al mismo tiempo, el yo se retira del primer plano para pasar a la realidad infinita que ya no se define como yo absoluto. «Sólo existe la razón; lo infinito en sí mismo, lo finito en y a través de él. Únicamente en nuestras mentes él crea el mundo, al menos aquel mundo del que y por el que se despliega la llamada del deber, los sentimientos de armonía, la intuición y las leyes del pensamiento.»[102]
Como ya hemos dicho, el idealismo panteísta y dinámico no es, para Fichte, un conocimiento sino una cuestión de fe práctica. Para cumplir debidamente con nuestra vocación moral necesitamos una fe en un orden moral viviente y activo y éste sólo se puede interpretar como razón dinámica e infinita, como voluntad infinita. Éste es el único y verdadero ser que existe tras la esfera de las representaciones, a la que crea y sostiene por medio de los seres finitos que en sí mismos sólo existen como manifestaciones de la voluntad infinita. El desarrollo de las últimas doctrinas de Fichte está ampliamente condicionado por la necesidad de pensar este concepto del ser absoluto, por darle una formulación filosófica. En La misión del hombre, este concepto todavía queda limitado al campo de la fe moral.
En la Exposición de la teoría de la ciencia,[103] redactada en 1801, Fichte establece claramente que «todo conocimiento presupone… su propio ser».[104] Para Fichte el conocimiento es «un ser para sí mismo y en sí mismo»;[105] es «autopenetración» del ser[106] y, por tanto, expresión de la libertad. El conocimiento absoluto, por esta razón, presupone la existencia de un ser absoluto: el primero es la autopenetración del segundo.
Esto supone una clara inversión de las tesis de Fichte en su primera forma de la doctrina del conocimiento. Primeramente sostenía que todo ser es ser para la conciencia. Por esta razón no le era posible admitir la idea de la existencia de un ser absoluto y divino más allá de la conciencia. El mero hecho de concebir un ser tal lo condicionaba y lo hacía dependiente de la conciencia. La idea de un ser absoluto era una idea contradictoria para el primer Fichte. Sin embargo, más tarde afirmará la primacía del ser. El ser absoluto viene a existir «para sí mismo» en el conocimiento absoluto y, por ello, éste tiene que presuponer a aquél. Y este ser absoluto no puede ser otro que el ser divino.
Evidentemente, de aquí no se deduce que el ser absoluto sea, para Fichte, un Dios personal. El ser se «penetra a sí mismo», alcanza el conocimiento o la conciencia de sí mismo en el conocimiento humano de la realidad y por medio de él. En otras palabras, el ser absoluto se expresa a sí mismo en todos los seres racionales finitos e incluye a todos y cada uno de ellos. El conocimiento que éstos tienen sobre el ser es el conocimiento que aquél tiene de sí mismo. Al mismo tiempo, Fichte subraya que el ser absoluto nunca podrá ser totalmente entendido por una mente finita; ésta es incapaz de comprenderlo. En este aspecto es donde Dios transciende el entendimiento humano.
Pero una dificultad salta a la vista. Por una parte, se dice que el ser absoluto se autopenetra en el conocimiento absoluto y, por otra, parece que el conocimiento absoluto queda fuera. Pero si excluimos el teísmo cristiano, según el cual Dios goza de un perfecto autoconocimiento, independientemente del espíritu humano, resulta que Fichte lógicamente habría de adoptar el punto de vista hegeliano de que el conocimiento filosófico, que penetra en la esencia interior del Absoluto, es el propio conocimiento absoluto del Absoluto. Pero de hecho Fichte no piensa así, sino que mantiene siempre la idea de que el ser absoluto transciende en sí mismo el alcance del intelecto humano. Conocemos imágenes, representaciones y nunca la realidad en sí misma.
En las conferencias sobre la Teoría de la ciencia que dio en 1804, Fichte ponía un énfasis especial en la idea de concebir el ser absoluto como luz,[107] idea que se remonta a Platón y a la tradición platónica. Esta luz viviente, al irradiarse, se divide en ser y pensamiento (Denken). Pero Fichte insiste en que el pensamiento conceptual nunca puede alcanzar el ser absoluto en sí mismo puesto que éste es incomprensible. Esta incomprensibilidad es «la negación del concepto».[108] Quizá pueda esperarse que Fichte llegue a la conclusión de que el intelecto humano sólo es capaz de aproximarse al Absoluto por medio de la negación. Pero el filósofo establece una serie de afirmaciones positivas cuando por ejemplo dice que el ser, la vida y el esse son una misma cosa, y que el Absoluto en sí mismo nunca puede dividirse.[109] Sólo en su apariencia, es decir, en la irradiación de la luz, puede tener cabida la división.
En La naturaleza del intelectual (1806), la versión publicada de las conferencias pronunciadas en Erlangen en 1805, insiste en que el ser divino es vida y en que ésta es de por sí inmutable y eterna. Se expresa en el desarrollo de la vida humana a lo largo de los tiempos: «una vida en constante e infinito autodesarrollo que avanza siempre hacia una autorrealización superior, en el flujo del tiempo inacabable».[110] Dicho de otra forma, la vida exterior de Dios camina avanzando hacia la realización de un ideal que, en términos antropomórficos, se puede definir como «Idea y noción fundamental de Dios en la producción del mundo, propósito y proyecto de Dios para el mundo».[111] En este sentido, la idea divina es «el fundamento último y absoluto de todas las apariencias».[112]
Esta doctrina ha sido elaborada más extensamente en El camino hacia una vida santa o la doctrina de la religión (1806), que comprende una serie de conferencias pronunciadas en Berlín. Dios es un ser absoluto; decir esto equivale a afirmar que Dios es vida infinita, ya que «el ser y la vida son uno y lo mismo».[113] Esta vida es en sí misma una, indivisible e inmutable, y sin embargo, se expresa o se manifiesta a sí misma hacia el exterior. La única forma en que puede hacerlo es por medio de la conciencia que es precisamente existencia (Dasein) de Dios. «El ser ex-iste [ist da] y la ex-istencia del ser es necesariamente conciencia o reflejo.»[114] En esta manifestación externa surge la división o distinción, pues la conciencia implica siempre la relación entre sujeto y objeto.
Este sujeto no puede ser otro que el sujeto limitado y finito, es decir, el espíritu humano. Pero ¿qué es el objeto? Sin duda alguna el ser, ya que la conciencia, el Dasein divino, es la conciencia del ser. El ser en sí mismo, la vida, inmediata e infinita, transciende la capacidad de comprensión del intelecto humano. Por ello, el objeto de la conciencia tiene que ser la imagen o la representación o el schema del Absoluto. Y éste es el mundo. «¿Cuál es el contenido de esta conciencia? Creo que cada uno de ustedes podrá contestarlo: el mundo y nada más que el mundo… La vida divina se transforma en la conciencia en un mundo consistente.»[115] Dicho de otra manera, el ser se objetiva como mundo para la conciencia.
A pesar de la insistencia de Fichte en que el Absoluto transciende el alcance del intelecto humano, no debemos olvidar que si un espíritu finito no tiene posibilidad de conocer la vida infinita en sí, al menos sabe que el mundo de la conciencia es la imagen o schema del Absoluto. Resulta por tanto que hay dos formas de vida posibles para el hombre. Este puede sumirse en una vida aparencial (das Scheinleben) que se realiza en el marco de lo finito y mutable, vida dirigida hacia la satisfacción de los impulsos naturales. Pero precisamente a causa de su unión con la vida divina e infinita, el espíritu humano no puede quedar satisfecho con el amor a lo finito y sensible. En realidad, la búsqueda sin fin de fuentes finitas de satisfacción demuestra que incluso la vida apariencial es informada y conducida por el deseo de alcanzar lo infinito y eterno que es «la raíz más profunda de toda existencia finita».[116] Gracias a ello el hombre es capaz de vivir una vida verdadera (das wahrhaftige Leben) caracterizada por el amor a Dios, ya que, según Fichte, el amor es el centro de la vida.
La respuesta que Fichte da a la pregunta de en qué consiste la vida verdadera todavía queda encerrada en el ámbito de la moral. Principalmente consiste en cumplir la vocación moral y por este cumplimiento de su vocación moral el hombre se libera de la esclavitud del mundo sensible y se esfuerza continuamente para alcanzar sus fines ideales. El tono marcadamente ético de las primeras tesis de Fichte sobre la religión se va atenuando, de manera que el punto de vista religioso ya no puede identificarse posteriormente con el punto de vista moral. Aquél implica la convicción fundamental de que sólo Dios es, de que Dios es la única realidad verdadera. Es cierto que Dios, en cuanto tal, no puede ser aprehendido por el entendimiento finito, pero el hombre religioso sabe que la vida divina e infinita es inmanente y que su vocación moral es para él una vocación divina. En la realización creadora de los ideales y valores a través de la acción[117] este hombre ve la imagen o schema de la vida divina.
A pesar de que en La doctrina de la religión domine un ambiente religioso, puede advertirse una clara tendencia a subordinar el punto de vista religioso al filosófico. Según Fichte, mientras que el punto de vista religioso implica la creencia en el Absoluto como fundamento de la pluralidad y de la existencia finita, la filosofía transforma esta creencia en conocimiento. Por este motivo el filósofo trató de establecer la identidad entre los dogmas cristianos y su propio sistema. Este intento puede considerarse como una expresión de su creciente simpatía por la teología cristiana, pero también puede pensarse que fue un ensayo para «desmitologizarla». Así, por ejemplo, en la VI conferencia alude al Evangelio de San Juan arguyendo que su doctrina sobre el Verbo divino, traducida al lenguaje filosófico, es idéntica a la suya propia sobre la divina existencia o Dasein. La doctrina de San Juan de que todas las cosas proceden del Verbo significa, considerada desde el punto de vista de la filosofía, que el mundo y todo lo que en él es, sólo existe en el ámbito de la conciencia como existencia de lo Absoluto.
En el desarrollo de la filosofía del ser se aprecia un progreso en la manera de entender la religión. La actividad moral, considerada desde un punto de vista religioso es amor a Dios y cumplimiento de su voluntad y ésta persiste gracias a la fe y a la confianza en Dios. Sólo existimos en Dios y por Dios, vida infinita. Este sentimiento de unión con Dios es esencial para vivir religiosa y santamente (das selige Leben).
El camino hacia una vida santa es una serie de conferencias de vulgarización y no un trabajo estrictamente filosófico. En ellas el filósofo trataba de edificar e ilustrar a sus oyentes sin perder de vista la necesidad de tranquilizarles, asegurándoles que su filosofía no estaba en contradicción con la religión cristiana. Las tesis fundamentales vuelven a aparecer en sus escritos posteriores, pero, ciertamente, las deja un poco en la sombra teniendo en cuenta el público al que se dirigía. En Los hechos de la conciencia (1810) nos dice que «el conocimiento no es sólo conocimiento de sí mismo… es conocimiento de un ser, es decir, del único ser que lo es verdaderamente, de Dios».[118] Pero este objeto del conocimiento no puede alcanzarse en sí mismo, ya que se fragmenta en formas diversas de conocimiento. «La demostración de la necesidad de estas formas es precisamente la filosofía o la Wissenschaftslehre.»[119] Del mismo modo, leemos en La teoría de la ciencia en sus aspectos generales (1810), que «sólo hay un ser que existe por sí mismo, Dios… y ni fuera ni dentro del mismo puede surgir otro ser».[120] La única cosa que puede ser externa a Dios es el schema o representación del ser en sí mismo que es «el ser de Dios fuera de su ser»,[121] la autoexteriorización divina en la conciencia. Por ello toda la actividad productiva, reconstruida o deducida en la teoría de la ciencia, no es más que la esquematización o representación de Dios, la autoexteriorización espontánea de la vida divina.
En El sistema de la ética (1812), Fichte afirma que mientras desde el punto de vista científico el mundo es primario y el concepto un reflejo secundario o representación, desde el punto de vista de la ética, el concepto es primario. De hecho «el concepto es la base del mundo y del ser».[122] Esta afirmación fuera de su contexto parece contradecir la doctrina de Fichte, tal y como la hemos expuesto, en la que el ser es primario. Fichte dice ahora que «el concepto es la base del ser y que se puede expresar de la siguiente forma: razón o concepto son prácticos».[123] Luego expone que a pesar de que el concepto o la razón sean de hecho la representación de un ser superior, es decir, la representación de Dios, «la ética no puede ni debe saber nada de ellos… La ética no tiene porqué saber nada de Dios sino que debe limitarse a considerar el concepto como lo Absoluto».[124] Dicho de otra forma, la doctrina del ser absoluto, tal y como se expone en la Teoría de la ciencia, trasciende el campo de la ética que trata de la causalidad del concepto, es decir, la idea o el ideal capaz de realizarse a sí mismo.
Hubo quienes representaron la filosofía última de Fichte como un sistema nuevo que implica una ruptura con su filosofía del yo. El mismo sostenía que no había tal ruptura. Si, al principio, Fichte hubiera concebido al mundo como creación del yo finito como tal, según la opinión de la mayoría de sus comentaristas, realmente su última teoría sobre el ser absoluto significaría un importante cambio. Sin embargo, él nunca pretendió esto. El sujeto finito y su objeto, los dos polos de la conciencia, nunca dejaron de constituir para él la expresión de un principio ilimitado o infinito. Por lo tanto, su doctrina de la conciencia como campo en que existe la vida o el ser infinito, no contradecía sino que significaba una evolución de su concepción anterior. Dicho de otra forma, la filosofía del ser no ocupa el lugar de la Teoría de la ciencia sino que viene a ser su complemento.
De hecho se puede argüir que, a no ser que Fichte estuviese dispuesto a defender un idealismo subjetivo —cosa que le hubiese resultado difícil de disociar de una implicación solipsista—, estaba obligado a recorrer un largo camino para superar los límites iniciales que él mismo había impuesto, e ir más allá de la conciencia para hallar la causa de ésta en el ser absoluto. Además, admite explícitamente que el yo absoluto tiene forzosamente que constituir la identidad entre subjetividad y objetividad al trascender la relación que éste origina entre sujeto y objeto. Por ello es natural que Fichte tienda, según vaya desarrollando el aspecto metafísico de su filosofía, a descartar la palabra «yo» desechándola como término poco adecuado e ilustrativo de su último principio. Realmente, dicho término se asocia demasiado estrechamente a la idea de diferencia entre sujeto y objeto. En este sentido hay que considerar su doctrina posterior como ampliación de su primer pensamiento.
Pero, al mismo tiempo, conviene destacar el hecho de que la filosofía del ser está de tal manera superpuesta a la Teoría de la ciencia que resultan incompatibles. Según la Teoría de la ciencia el mundo sólo existe para la conciencia. Esta tesis es dependiente de la premisa de que el ser ha de reducirse al pensamiento o a la conciencia. Sin embargo, la doctrina de Fichte sobre el ser absoluto es una clara muestra de la prioridad del ser frente al pensamiento. En su teoría posterior, el filósofo no niega su primera tesis en la que afirma que el mundo sólo tiene realidad en el ámbito de la conciencia. Al contrario, la reafirma. Representa la esfera total de la conciencia como una exteriorización del ser absoluto en sí. Pero no es fácil comprender esta idea de exteriorización partiendo de la base de que el ser absoluto es, y permanece, único e inmutable; no podemos, de ningún modo, interpretar la tesis de Fichte como si el ser significara devenir consciente. Suponiendo que se da un reflejo eterno de Dios en el ámbito de la conciencia, y, si esto significa que la divina autoconciencia procede eternamente de Dios al igual que el Nous plotiniano emana eternamente de lo Uno, se llega a la conclusión de que siempre tuvo que haber existido un espíritu humano.
Por supuesto que Fichte pudo haber representado el ser absoluto como actividad infinita dirigida hacia la autoconciencia en y a través del espíritu humano. Pero entonces sería lógico concebir la vida infinita como algo que se expresa a sí misma inmediatamente en la naturaleza objetiva como condición necesaria para la vida del espíritu humano. Dicho de otra forma, proceder hacia el idealismo hegeliano no sería más que una consecuencia lógica. Pero esto implica someter la Teoría de la ciencia a un cambio más importante del que Fichte estaba dispuesto a realizar. Afirma, ciertamente, que es aquella única vida, no la vida individual como tal, la que «intuye» el mundo material. A lo largo de todas sus doctrinas sostiene la idea de que el mundo, como imagen o schema de Dios, sólo tiene realidad en el ámbito de la conciencia. Pero, considerando que el ser absoluto no es propiamente consciente, ello significa que se refiere exclusivamente a la conciencia humana. La transición al idealismo absoluto de Hegel no será posible mientras persista un elemento subjetivo en el idealismo.
Otra posibilidad sería la de concebir el ser absoluto como eternamente autoconsciente. Pero Fichte difícilmente puede optar por el camino del teísmo tradicional, considerando que su idea acerca de las implicaciones de la autoconciencia le impide atribuir ésta al Uno. Por ello la conciencia ha de ser un derivado y éste lo constituye, precisamente, la conciencia humana. Pero no puede existir ningún otro ser aparte de Dios; esto da pie al hecho de que la conciencia humana sea la conciencia misma del Absoluto, en algún aspecto u otro. Ahora surge el problema de en cuál de los aspectos posibles. En mi opinión; no se desprende ninguna respuesta clara y convincente del pensamiento de Fichte, ya que su filosofía del ser no se puede sencillamente superponer a la Teoría de la ciencia. Para encontrar una respuesta que determinase el aspecto a considerar se requiere hacer una revisión mucho más amplia.
La reinterpretación de la filosofía de Fichte a partir del idealismo absoluto de Hegel o del teísmo, implica una desvalorización de sus características intrínsecas. Esto es verdadero en el sentido de que Fichte tiene su propia visión ética de la realidad, visión a la que se ha aludido en los últimos capítulos. Hemos visto ya que la voluntad infinita se expresa a sí misma en los seres finitos para los cuales la naturaleza viene a constituir la escena y el material que necesitan para cumplir con sus diversas vocaciones morales. Hemos visto, también, que estas vocaciones convergen hacia la realización de un orden moral universal, objeto de la propia voluntad infinita. La grandeza de esta visión de la realidad, del idealismo ético y dinámico de Fichte en sus líneas más generales, es indiscutible. Fichte no presenta su filosofía como si fuese una visión impresionista de la realidad o como poesía, sino, sencillamente como la verdad de la realidad. Por esta razón están justificadas las críticas que a tal respecto se hagan. Después de todo, conviene recordar que no es la visión de una realización del ideal universal, orden moral del mundo, la que ha sido sometida a una crítica adversa. Esta visión es, sin duda alguna, muy valiosa, y puede servir para corregir la interpretación de la realidad en simples términos de ciencia empírica. Tanto estímulo como inspiración son elementos que pueden derivarse de la doctrina de Fichte; sin embargo, el beneficio que suponen exige que se deseche gran parte del marco teórico que le da a su visión.
Como hemos expuesto anteriormente, Fichte no puede, sino muy difícilmente, aceptar el camino del teísmo tradicional. Algunos autores, sin embargo, opinan que su última filosofía es una forma de teísmo. Para justificar su punto de vista recurren a ciertas afirmaciones, representativas de convicciones firmes del pensador, y que no resulten simples observaciones, u obiter dicta, con miras a asegurarse la confianza de los lectores u oyentes más ortodoxos. Así, por ejemplo, Fichte insiste en la idea de que el ser absoluto no está sujeto a cambio ni corrupción; es el Uno eterno e inmutable. No es el Uno estático y carente de vida, sino la plenitud de la vida infinita. Es cierto que la creación es libre, aunque únicamente en cuanto que es espontánea, pero la creación no produce ningún cambio en Dios. Fichte se niega a predicar la personalidad de Dios, aunque emplee con frecuencia el lenguaje cristiano y hable de Dios llamándole sencillamente «Él». El hecho de que el filósofo considere la personalidad como necesariamente finita, le impide, obviamente, atribuírsela a un ser infinito. Esto, sin embargo, no significa que considere a Dios como algo infrapersonal. Dios es suprapersonal. En lenguaje escolástico Fichte no tiene ningún concepto analógico de personalidad, y esto le impide emplear términos teístas. El concepto del ser absoluto que trasciende la esfera de las distinciones que necesariamente existen entre los seres finitos supone un paso evidente hacia el teísmo. El yo ha dejado de ser el centro en torno al cual giraba su concepción de la realidad, para ceder este puesto a la vida infinita, inmutable y eterna de por sí.
Hasta aquí todo resulta muy claro, y es cierto que Fichte se niega a predicar la personalidad de Dios porque, en su opinión, dicha personalidad implica la finitud. Dios trasciende —más que no alcanza— la esfera de la personalidad. Pero la radical ambigüedad de pensamientos en que Fichte está implicado se puede atribuir a la total ausencia de una idea clara sobre la analogía. Dios es un ser infinito; por ello, no puede surgir ningún otro ser aparte de Dios. Dios no sería infinito si no fuese único. El Absoluto es el único ser. Esta línea de pensamiento deja entrever la tendencia al panteísmo. Pero Fichte está decidido a mantener firme su idea sobre la existencia del ámbito de la conciencia con todas sus distinciones entre el yo finito y el mundo, en cierto sentido fuera de Dios. Pero ¿en qué sentido? Fichte se conforma con decir que la distinción entre el ser divino y la existencia divina surge únicamente para la conciencia. La pregunta se plantea inevitablemente: ¿Son seres los yo finitos, o no lo son? Si estos yo no son seres hay que aceptar la teoría del monismo. Pero aceptar esta teoría significa la imposibilidad de explicar cómo surge la conciencia, con todas las distinciones que ella misma introduce. Sin embargo, si resulta que los yo finitos realmente son seres, habrá que plantear la siguiente cuestión: ¿Cómo armonizar esto con la afirmación de que Dios es el único ser, si no recurriendo a una teoría de la analogía? Fichte pretende integrar ambos en su doctrina. Es decir, pretende afirmar a la vez que el ámbito de la conciencia, con todas sus distinciones entre el yo finito y el objeto, existe fuera de Dios, y, que Dios es el único ser. Por ello, el filósofo permanece en una postura ambigua no decidiendo a definirse frente al teísmo o al panteísmo. Con todo esto no pretendo negar la mayor proximidad al teísmo en el pensamiento de Fichte, según éste iba desarrollando su filosofía del ser. Me parece, sin embargo, que si un autor que admira a Fichte por su método trascendental de reflexión o por su idealismo ético procede a interpretar su filosofía de la última época como evidente afirmación de teísmo, está sobrepasando los límites de la evidencia histórica.
Si, por último, se pregunta si Fichte abandona el idealismo en su filosofía del ser, la respuesta debe deducirse de lo expuesto. Fichte no contradice nunca su Teoría de la ciencia, y sólo en este sentido se puede afirmar que persiste el idealismo. Cuando dice que es la vida única y no el sujeto individual quien intuye (y por tanto produce) el mundo material, se refiere, sin duda alguna, a un mundo material que aparece como algo dado al sujeto finito, como un objeto ya constituido. Desde el principio de su pensamiento, Fichte viene diciendo que esto es precisamente lo que debe explicar el idealismo, y no negarlo. Pero, al mismo tiempo, conviene observar que se aleja del idealismo cuando expone y asevera la primacía del ser sobre el aspecto de simples derivados de éste que tienen la conciencia y el conocimiento. Si ello proviene de las exigencias de su propio pensamiento, el idealismo de Fichte tiende a superar sus propios límites. Pero no se puede afirmar que el filósofo haya llegado a expresar de un modo claro y explícito su ruptura con el idealismo. En todo caso, aunque recientemente se ha acentuado la valoración del pensamiento posterior de Fichte, la grandiosidad de su visión de la realidad se expresa en su sistema del idealismo ético más que en las oscuras elucubraciones sobre el ser absoluto y el Dasein divino.