En la sección dedicada a la vida y la obra de Fichte, vimos como publicó su Fundamento del derecho natural en 1796, dos años antes de la publicación de El sistema de la ética. En su opinión, la teoría del derecho y de la sociedad política podía, y debía, deducirse independientemente de la deducción de los principios éticos. Esto no quiere, decir que Fichte creyera que las dos ramas de la filosofía no tuvieran ninguna conexión entre sí. Por una parte, las dos deducciones tienen su raíz en el concepto del yo como esfuerzo y como actividad libre, y, por otra, el sistema de los derechos y de la sociedad política proporciona un campo adecuado para la aplicación de la ley moral. Pero Fichte pensaba que este campo cae fuera de la ética, en el sentido de que no se trata de una deducción de los principios éticos fundamentales sino de un marco dentro del cual, y con respecto a él se puede desarrollar la vida moral. Por ejemplo, el hombre puede tener deberes morales para con el Estado, que, a su vez, deberá establecer las condiciones en las que pueda desarrollarse la vida moral. Pero el Estado se concibe como un medio hipotéticamente necesario para salvaguardar y proteger el sistema de derechos. Si la naturaleza moral del Hombre pudiera desarrollarse por completo, el Estado desaparecería. Además, aunque el derecho a la propiedad privada recibe de la moral lo que Fichte llama una sanción adicional o ratificación, su deducción primitiva no tiene nada que ver con la moral.
Una de las principales razones por la que Fichte hace esta distinción entre la teoría del derecho y la teoría política por un lado y la ética por el otro, es que él considera a la ética relacionada sólo con la moral interior, la conciencia y los principios formales de la moralidad, mientras que la teoría del derecho y de la sociedad política se ocupa de las relaciones exteriores entre los seres humanos. Por otro lado, si alguien dijera que la doctrina del derecho podría considerarse como una ética aplicada, en el sentido de que puede ser deducida como una aplicación de la ley moral, Fichte se apresuraría sin duda a negar esta suposición. El hecho de que se tenga un derecho no significa necesariamente que se esté obligado a ejercerlo y, algunas veces, el bien común puede exigir la limitación o impedimento en el ejercicio de los derechos. La ley moral, sin embargo, es categórica, limitándose a decir, «Haz esto» o «No hagas aquello», por lo que no puede afirmarse que el sistema de derechos y obligaciones se deduzca de la ley moral, si bien estamos obligados, por supuesto, a respetar el sistema de leyes vigentes en una comunidad determinada. En este sentido, puede decirse que la ley moral ratifica las leyes jurídicas, pero éstas no constituyen su fuente original.
Según Hegel, Fichte no logró superar el formalismo de la ética kantiana, si bien proporcionó muchos de los medios para poder hacerlo. En realidad, fue Hegel, y no Fichte, quien sintetizó los conceptos de norma legal, moralidad interior y sociedad dentro del concepto general de la vida moral del hombre. La razón que me ha llevado a detenerme en la primera parte de este capítulo sobre la distinción que hace Fichte entre la doctrina del derecho y la teoría ética, es mi propósito de tratar sobre la teoría moral del filósofo antes de pasar a exponer su teoría sobre las normas legales y el Estado. Y esta disposición tal vez pudiera dar pie a creer erróneamente que Fichte consideraba la teoría de la norma legal como derivada de la ley ética.
El hombre puede conocer, dice Fichte, su naturaleza moral, su sujeción a un imperativo ético, de dos maneras diferentes. En primer lugar puede saberlo a nivel de la conciencia de la moral común. Es decir, puede ser consciente de un imperativo ético que le ordena hacer esto o no hacer aquello. Este conocimiento inmediato es suficiente para conocer las propias obligaciones y el comportamiento que ha de mantener. En segundo lugar, el hombre puede aceptar esta conciencia de la moral ordinaria como algo dado, y dedicarse a profundizar en sus fundamentos. La deducción sistemática de la conciencia moral a partir de sus raíces en el yo, constituye la llamada ciencia ética y proporciona un «conocimiento docto».[54] En cierto sentido, este conocimiento docto deja todo en el mismo lugar que estaba anteriormente ya que no crea obligaciones nuevas ni substituye por otros deberes aquellos que uno sabe que tiene. No dará al hombre una naturaleza moral, pero le permitirá entender la que ya tiene.
¿Qué se entiende por naturaleza moral del hombre? Fichte nos dice que existe en el hombre un impulso que le lleva a hacer actos sin otro fin que su propia realización, sin otras consideraciones de orden externo, y a dejar de hacer otros por la misma razón, sin que tampoco existan consideraciones de otra índole. Y en la medida en que este impulso se manifiesta necesariamente en el hombre, puede hablarse de «naturaleza moral o ética».[55] La tarea de la ética es entender los fundamentos en que se asienta dicha naturaleza moral.
El yo se caracteriza por la actividad, por el esfuerzo. Y tal como vimos cuando hablábamos de la deducción práctica de la conciencia, la forma básica que adopta el esfuerzo que constituye el yo, es el impulso subconsciente o fuerza. De aquí puede deducirse que una forma de considerar al hombre es como un sistema de impulsos, siendo el instinto de conservación el impulso que puede atribuirse al sistema como un todo. Según esto, el hombre puede considerarse como un producto organizado de la naturaleza. Y al tener conciencia de mí mismo como de un sistema de impulsos, puedo decir: «Me considero a mí mismo como un producto organizado de la naturaleza».[56] Es decir, afirmo esto de mí mismo cuando me considero como un objeto.
Pero el hombre es también inteligencia, el sujeto de la conciencia, y como tal, el yo tiende a determinarse a través de sí mismo solamente, es decir, a esforzarse y luchar por la completa libertad y por la independencia. Por lo tanto, como quiera que los impulsos y deseos naturales que pertenecen al hombre como producto de la naturaleza tienden a su autosatisfacción a través de su relación con un objeto natural determinado y, en consecuencia, aparecen como dependiendo de dicho objeto, tenemos por necesidad que contrastar estos impulsos con el impulso espiritual del yo como inteligencia, es decir, el impulso para completar su autodeterminación. Al hablar de los deseos inferiores y de los superiores, de la esfera de la necesidad y de la libertad, introducimos una dicotomía en la naturaleza humana.
Fichte no niega, por supuesto, que tal distinción tiene, por así decirlo, un valor efectivo, ya que el hombre puede ser considerado desde dos diferentes puntos de vista, como objeto y como sujeto. Como ya hemos visto, puedo ser consciente de mí mismo como un objeto dentro del mundo natural, como un producto organizado de la naturaleza, y puedo por el contrario considerarme como un sujeto para el cual existe la naturaleza, incluido en ella yo como objeto. Es así como se justifica la distinción kantiana entre los aspectos fenoménicos y nouménicos del hombre.
Fichte insiste, por otra parte, en que esta distinción no es definitiva. Por ejemplo, el impulso natural que tiende a la satisfacción y el impulso espiritual que persigue la independencia y la libertad absolutas son, desde un punto de vista transcendental o fenoménico, un solo impulso. Es un error suponer que el hombre, como producto organizado de la naturaleza, está en la esfera del puro mecanicismo. Como Fichte dice, «No tengo hambre porque exista el alimento para mí, sino que ciertos objetos se convierten en alimento porque tengo hambre».[57] El organismo se afirma a sí mismo: tiende a la actividad, y es precisamente ese mismo impulso a la actividad el que se da en forma de impulso espiritual para la realización de la completa libertad, pues este impulso fundamental no puede acallarse por la satisfacción temporal de los sentidos, sino que se prolonga hasta el infinito. Es decir, por supuesto, que el impulso básico o esfuerzo por satisfacer las necesidades no puede convertirse en un impulso superior de orden espiritual sin que intervenga la conciencia. La conciencia constituye una línea divisoria entre el hombre como producto organizado de la naturaleza y el hombre como ente racional, como espíritu. Pero desde un punto de vista filosófico, en último extremo sólo existe un impulso y el hombre es a la vez sujeto y objeto. «Mi impulso en tanto que ser natural y mi tendencia cómo espíritu puro, ¿pueden considerarse como dos impulsos diferentes? No, pues desde un punto de vista trascendental mi ser está constituido por un solo impulso que abarca a los dos, considerados desde dos puntos de vista diferentes. Es decir, yo soy un sujeto-objeto, y mi verdadero ser estriba precisamente en la identidad e inseparabilidad de ambos. Si me considero a mí mismo como un objeto, determinado por las leyes de la intuición sensible y del pensamiento discursivo, entonces lo que es mi propio impulso se convierte en un impulso natural, pues yo soy la naturaleza. Si, por el contrario, me considero como un sujeto, el impulso sería de carácter puramente espiritual, una ley de autodeterminación. Todos los fenómenos del yo se producen simplemente debido a la reciprocidad de estos dos impulsos, que constituye por otra parte una relación recíproca de uno y el mimo impulso.»[58]
Esta teoría sobre la unidad del hombre como sujeto de un solo impulso tiene una gran importancia en el terreno ético. Fichte hace una distinción entre la libertad formal y la material. La libertad formal solamente requiere un estado de conciencia. Aun en el caso en que un hombre siguiera siempre sus impulsos para la consecución del placer, sólo actuaría libremente si lo hiciese de una manera consciente y deliberada.[59] La libertad material, sin embargo, se expresa en una serie de acciones que tienden a la independencia completa del yo, y que son las acciones morales. Ahora bien, si forzamos esta distinción nos encontraremos con la dificultad de dar un contenido a la actuación moral. Tendríamos por un lado los actos realizados de acuerdo con el impulso natural, determinados por su referencia a objetos concretos, y, por otro, acciones que excluyen toda determinación material y que se realizan exclusivamente de acuerdo con la idea de libertad y en nombre de la misma. Esta segunda clase de acciones estarían libres de toda determinación. Fichte sale al paso de esto diciendo que debemos hacer una síntesis, necesaria por el hecho de que el impulso o tendencia que constituye la naturaleza humana es en última instancia un único impulso. El impulso inferior, o la forma inferior del impulso único, debe sacrificar la consecución de su objetivo, es decir el placer, al mismo tiempo que el impulso más elevado, o la forma superior del impulso único, debe sacrificar su pureza, es decir su falta de determinante concreto.
La idea fichteana de síntesis parece extremadamente oscura cuando se expresa en esta forma tan abstracta, si bien las nociones fundamentales están lo suficientemente claras. Por ejemplo, está claro que no puede exigirse al sujeto ético que no realice aquellas acciones a que le impulsan sus instintos naturales, tales como comer, beber, etc. No se le puede exigir que viva como un espíritu desprovisto de cuerpo, lo que se le exige es que no realice sus actos simplemente con vistas a la inmediata satisfacción, sino que dichos actos formen parte de una serie convergente hacia el fin ideal que el hombre se propone en tanto que sujeto espiritual. El hombre se realizará como ente moral en la medida en que cumpla dicho requisito.
Esto viene a sugerir, por supuesto, que la vida moral implica la substitución de unos fines por otros, la satisfacción de las necesidades naturales y el placer por un ideal espiritual. Esta idea puede parecer que choca con la concepción fichteana de moralidad, ya que exige que se realicen ciertos actos sólo por su misma realización y que dejen de efectuarse otros también por esa misma razón. Sin embargo, el ideal espiritual en cuestión es para Fichte actividad propia, acciones determinadas solamente a través del yo. Fichte cree que esta actividad deberá consistir en una serie de actos determinados por el mundo, pero que al mismo tiempo deben estar determinados por el mismo yo, y expresar más bien una libertad que la sujeción al mundo natural. Esto significa que tales acciones deberán realizarse por sí mismas solamente.
Puede afirmarse, por lo tanto, que Fichte hace un verdadero esfuerzo por demostrar la unidad de la naturaleza humana, y la existencia de una continuidad entre la vida del hombre como organismo natural y la vida del mismo como sujeto espiritual de conciencia. Al mismo tiempo, puede apreciarse con gran claridad la influencia del formalismo kantiano, sobre todo en la descripción que Fichte hace del principio supremo de moralidad.
Cuando habla del yo como simple objeto natural, Fichte afirma que «lo que caracteriza al yo y hace que se diferencie de todo aquello externo a sí mismo, es una tendencia a la propia actividad [Selbsttätigkeit] por la actividad misma. Y es en esta tendencia en la que se piensa cuando se concibe al yo en sí mismo y para sí mismo sin relación alguna con nada exterior».[60] Pero es el yo como sujeto, como inteligencia, el que se piensa a sí mismo como objeto. Y cuando se concibe a sí mismo como una tendencia a la actividad por la actividad misma, se concibe necesariamente como libre, como capaz de realizar acciones libres, y con poder de autodeterminación. Además, el yo no puede concebirse a sí mismo sin pensarse como un sujeto de ley, de la ley de determinarse a sí mismo de acuerdo con el concepto de autodeterminación. En otras palabras, si entiendo que mi esencia objetiva es el poder de autodeterminación, la facultad de realizar una actividad absolutamente propia, debo considerarme también obligado a realizar dicha esencia.
Nos encontramos por lo tanto con las dos ideas de libertad y ley. Pero de la misma forma que el yo como objeto y el yo como sujeto, si bien se distinguen en la conciencia, son en última instancia inseparables y una misma cosa, así son también inseparables y una misma cosa los conceptos de ley y libertad. «Cuando te piensas a ti mismo como ser libre, te ves obligado a considerar tu libertad dentro de una legalidad, y cuando piensas en dicha ley te ves obligado a considerarte a ti mismo como ser libre. La libertad no es consecuencia de la ley, del mismo modo que ésta no es consecuencia de la libertad. Son dos conceptos diferentes, de los cuales uno puede pensarse como dependiente del otro, si bien ambos constituyen un mismo concepto. Se trata, por lo tanto, de una síntesis.»[61]
De esta forma un tanto tortuosa, Fichte deduce el principio básico de la moralidad, «el concepto necesario de la inteligencia por el cual deberá determinar su libertad exclusivamente y sin excepción, de acuerdo con el concepto de independencia [Selbstständigkeit]».[62] El ser libre deberá someter su libertad a una ley, la ley de la completa autodeterminación, de la absoluta independencia (ausencia de una determinación que provenga de un objeto exterior). Y esta ley no estará sujeta a excepción alguna, ya que expresa la naturaleza misma del ser libre.
Ahora bien, un ser racional y finito no puede atribuirse la libertad sin pensar en la posibilidad de una serie de actos libremente determinados, causados por una voluntad capaz de ejercer una actividad causal real. Pero la realización de esta posibilidad exige la existencia de un mundo objetivo en el que el ser racional pueda tender a un fin a través de una serie de actos particulares. El mundo natural, la esfera del no-yo, puede considerarse por tanto como el material o instrumento para el cumplimiento de nuestro deber, y los objetos sensibles se nos presentan como especificaciones del deber puro. Ya hemos visto que, de acuerdo con Fichte, el yo absoluto pone el mundo como un obstáculo o prueba que hace posible que el yo se concentre en sí mismo para llegar a la autoconciencia. Y nos encontramos ahora al mundo en un contexto más específicamente ético. Se trata de la condición necesaria para la realización racional del ser y para alcanzar su vocación ética. Sin el mundo no podría existir el deber puro.
Para ser un acto moral, cada uno de estos actos particulares ha de cumplir una cierta condición formal. «Actúa siempre de acuerdo con la mejor convicción que tengas sobre tu deber, o actúa según tu conciencia. Esta es la condición formal de la moralidad de nuestros actos…».[63] La voluntad que actúa de esta manera es la buena voluntad. Aquí se ve la influencia de Kant sobre Fichte.
«Actúa de acuerdo con tu conciencia.» Fichte define la conciencia como «la conciencia inmediata de nuestro deber».[64] Es decir, conciencia es el conocimiento inmediato de una determinada obligación. De esta definición se deduce claramente que la conciencia no puede caer nunca en el error, ya que, si definimos la conciencia como el conocimiento inmediato de un deber, sería contradictorio afirmar que puede darse un no-conocimiento de dicho deber.
Está claro que Fichte desea hallar un criterio absoluto para el bien y el mal. Está claro también que, al igual que Kant, desea evitar la heteronomía. El criterio necesario no puede proceder de ninguna autoridad exterior. Además, este criterio deberá estar al alcance de cualquier persona, instruida o no. Fichte se centra, por lo tanto, en la conciencia y la describe como un sentimiento inmediato (Gefühl), ya que al tener prioridad la capacidad práctica sobre la teórica, es la primera la que debe considerarse como fuente de la conciencia, y, como la capacidad práctica no puede juzgar, ha de tratarse sin duda de un sentimiento.
La manera en que Fichte describe la conciencia, como un sentimiento inmediato, está de acuerdo con la concepción que el hombre común tiene de sus convicciones morales. Un hombre podría decir, por ejemplo, «Creo que esto es lo que debo hacer y que cualquier otra línea de acción sería equivocada», y sentirse seguro de esta afirmación. Podría argüirse que el sentimiento no es un criterio infalible para determinar el deber. Pero Fichte dirá entonces que el sentimiento inmediato en cuestión expresa el acuerdo o armonía que existe entre nuestro «yo empírico y el yo puro, siendo este último nuestro único ser verdadero, todo ser posible y toda posible verdad».[65] De aquí se sigue que el sentimiento que constituye la conciencia nunca puede ser equivocado o erróneo.
Para entender la teoría de Fichte, hemos de darnos cuenta que él no excluye de la vida moral del hombre toda actividad en la que se emplea la capacidad teórica. La tendencia fundamental del yo para completar la libertad y la independencia estimula la capacidad de determinar el contenido del deber. Después de todo, podemos reflexionar, y de hecho lo hacemos, sobre lo que hemos de hacer en ésta u otras circunstancias. Pero cualquier juicio teórico que hagamos puede estar equivocado. La función del argumento es atraer la atención sobre los diferentes aspectos de la situación de la que se trate y hacer armonizar el yo empírico con el yo puro. Esta armonización se expresa en un sentimiento que es la conciencia inmediata del deber de cada uno. Y es este conocimiento inmediato del deber el que termina con la investigación y la argumentación que, de otro modo, podría prolongarse indefinidamente.
Fichte no admite que cualquiera que tenga una conciencia inmediata de su deber puede decidir no cumplir con él, precisamente por tratarse del deber. «Tal máxima sería diabólica, pero el concepto de mal es contradictorio en sí mismo.»[66] Al mismo tiempo «ningún hombre, de hecho ningún ser que conozcamos, es bueno sin ninguna duda».[67] La conciencia como tal no puede estar equivocada, pero puede estar oscurecida o, incluso, desaparecida. Así pues, el concepto de deber permanecerá, aunque la conciencia de su relación con una determinada acción pueda estar oscurecida. Para hablar claramente, puedo no dar a mi yo empírico la posibilidad de armonizarse con el yo puro.[68] Por otra parte, la conciencia del deber puede desaparecer prácticamente, en cuyo caso «podemos actuar, bien de acuerdo con el principio del beneficio propio, o según el impulso ciego que nos lleva a imponer en todas partes nuestra voluntad sin freno».[69] Así pues, aun cuando se excluye la posibilidad del mal demoníaco, la doctrina de la infalibilidad de la conciencia no excluye la posibilidad de actuar erróneamente, ya que puede suceder que permita a mi conciencia oscurecerse e incluso desaparecer por completo.
De acuerdo con Fichte, por lo tanto, el hombre ordinario tiene a su disposición, si desea utilizarlo, un criterio infalible para determinar cuáles son sus deberes, criterio que no depende del conocimiento de la ética. Pero el filósofo puede investigar el fundamento de tal criterio, y Fichte, como ya hemos visto, nos da una explicación metafísica del mismo.
La conciencia es pues el juez supremo en la vida moral práctica. Sin embargo, sus dictados no son arbitrarios y caprichosos, ya que el «sentimiento» de que habla Fichte es realmente la expresión de nuestro conocimiento implícito de que una acción determinada cae dentro o fuera del conjunto de acciones que cumplen con el impulso fundamental del yo puro. De ello se deduce que, aun cuando la conciencia constituye una guía suficiente para la conducta moral, no hay razón por la que el filósofo no sea capaz de demostrar teóricamente que ciertas acciones pertenecen o no al tipo de aquellas que conducen al objetivo final del yo moral. No se pueden deducir las obligaciones particulares a partir de los individuos particulares, ya que esto sería función de la conciencia; pero, dentro de los límites o normas de carácter general, puede hacerse una aplicación filosófica de los principios básicos de la moralidad.
Para tomar un ejemplo: yo tengo la obligación de actuar, pues sólo a través de la acción puedo cumplir con mi ley moral. El cuerpo es un instrumento necesario para la acción. Por lo tanto, no puedo considerar a mi cuerpo como un fin en sí mismo, pero he de cuidarlo y preservarlo como un instrumento necesario para la acción. Así pues, la automutilación, por ejemplo, sería un acto erróneo a menos que fuera necesaria para proteger al cuerpo en su totalidad. El determinar en qué caso es o no apropiada la mutilación es función de la conciencia más que del filósofo. Lo que he de hacer, por lo tanto, es considerar la situación bajo sus diferentes aspectos y actuar de acuerdo con la conciencia inmediata que tenga sobre mi deber, confiando, según Fichte, que este «sentimiento» inmediato no puede estar nunca equivocado.
De forma similar, se pueden formular normas generales sobre la utilización de las facultades cognoscitivas. El profundo respeto que experimenta Fichte hacia el investigador científico está expresado en su insistencia en la necesidad de combinar la libertad completa de pensamiento e investigación con la convicción de que «el conocimiento de mi deber ha de constituir siempre el fin último de todo mi conocimiento, mi pensamiento y mi investigación».[70] La norma que sintetiza esta actitud es que el investigador filosófico debe llevar a cabo sus investigaciones con un espíritu de devoción hacia el deber más que por simple curiosidad o por tener algo que hacer.
El filósofo debe, por lo tanto, dejar sentadas una serie de normas de conducta que resulten de la aplicación de los principios básicos morales. Pero la vocación moral de un individuo está formada de innumerables obligaciones particulares, con respecto a las cuales la conciencia constituye la guía infalible. Cada individuo tiene por tanto su propia vocación moral, su propia contribución personal que hacer a la serie convergente de actos que tienden a constituir un orden moral mundial, la norma perfecta de la razón en el mundo. Para alcanzar esta meta ideal hace falta, por así decirlo, una división del trabajo moral. El principio de moralidad podría ser enunciado de la siguiente forma: «Cumple siempre con tu vocación moral».[71]
Con esto están ya claras las líneas generales de la visión que Fichte tiene de la realidad. La realidad última, que según nuestra opinión podría describirse como el yo absoluto o voluntad infinita, se esfuerza de una manera espontánea por llegar a una perfecta conciencia de sí misma como ser libre, hacia una perfecta autoposesión. Pero, según Fichte, la autoconciencia ha de presentarse como autoconciencia finita, y sólo realizando las voluntades finitas podrá llevarse a cabo la realización de la voluntad infinita. Así pues, la actividad infinita se manifiesta espontáneamente en una multiplicidad de yo finitos, o seres libres y racionales. Pero la autoconciencia no es posible sin el no-yo, a partir del cual el yo finito pueda replegarse en sí mismo, y la realización de la voluntad libre y finita a través de las acciones requiere la existencia de un mundo en el cual y a través del cual sea posible la acción. El yo absoluto, o voluntad infinita, ha de contar por tanto con el mundo, con la naturaleza, si ha de hacerse consciente de su propia libertad a través de los «yo» finitos, y las vocaciones morales de estos «yo» hacia un fin común pueden demostrarse por la forma en que el yo absoluto o voluntad infinita se mueve hacia su fin. La naturaleza es solamente la condición, si bien se trata de una condición necesaria, para la expresión de la voluntad moral. El rasgo realmente significativo de la realidad empírica es la actividad moral de los seres humanos, que es en sí misma la expresión de la voluntad infinita, la forma que la voluntad infinita —que se trata de una actividad más que de un ser que actúa— asume de manera espontánea y necesaria.
Pasaremos ahora a la teoría del derecho y del Estado, es decir, al marco dentro del cual se desenvuelve la vida moral del hombre. Pero la teoría del derecho y la teoría política al tratar, como de hecho hace, de las relaciones entre los seres humanos, presupone una pluralidad de «yo» y, por consiguiente, será apropiado empezar diciendo algo más sobre la deducción que hace Fichte de dicha pluralidad.
Como ya hemos visto, el yo absoluto ha de limitarse en forma de yo finito si ha de darse la autoconciencia. Pero «ningún ser libre toma conciencia de sí mismo sin tener conciencia al mismo tiempo de otros seres similares».[72] Sólo distinguiéndome de otros seres que reconozco como racionales y libres puedo hacerme consciente de mí mismo como de un individuo libremente determinado. La intersubjetividad es una condición de la autoconciencia. Se necesita por lo tanto una comunidad de seres si se quiere que surja la autoconciencia. La inteligencia, en su existencia, es múltiple. De hecho se trata de «una multiplicidad cerrada, es decir, de un sistema de seres racionales»,[73] ya que todos ellos son limitaciones del yo absoluto, de la actividad infinita.
Este reconocimiento de uno mismo como parte de una comunidad o sistema de seres racionales necesita, como condición previa, al mundo sensible, ya que yo percibo mi libertad manifestada en acciones que se entrelazan con las acciones de los demás. Y para que ese sistema de acciones sea posible ha de existir un mundo común sensible en el que se puedan expresar los diferentes entes racionales.
Ahora bien, si no puedo ser consciente de mí mismo como ser libre sin considerarme miembro de una comunidad de seres racionales libres, de ello se deduce que no puedo adscribirme a mí solo la totalidad de la libertad infinita. «Me limito a mí mismo en la apropiación de libertad, por el hecho de que reconozco también la libertad de los otros.» [74] Al mismo tiempo, he de pensar que cada miembro de la comunidad limita la expresión externa de su libertad de tal manera que todos los demás miembros puedan expresarla también.
Esta idea de que cada miembro de la comunidad de seres racionales limita la expresión de su libertad de tal manera que todos los demás miembros puedan también expresar su libertad, constituye el concepto de derecho. Fichte expresa el principio o norma de derecho (Rechtsregel) de la siguiente forma: «Limita tu libertad por el concepto de la libertad de todas las demás personas con las que entras en relación».[75] El concepto de derecho, para Fichte, es esencialmente un concepto social. Surge junto con la idea de otros seres racionales que pueden interferirse con la propia actividad y con cuyas actividades podemos nosotros interferimos a la vez. Si prescindo de todos los demás seres racionales, excepto de mí mismo, resultará entonces que tengo facultades y que el ejercicio de todas o de algunas de ellas puede constituir un deber moral, pero en tal caso, no cabría hablar de tener un derecho a ejercerlas. Por ejemplo, tengo la facultad de la libre expresión verbal, pero si prescindo de todos los demás seres racionales es absurdo, según Fichte, hablar de que tengo el derecho a la libre expresión, ya que no tendría ningún sentido, a menos que conciba la existencia de otros seres capaces de interferirse en mi ejercicio de la facultad de expresar mis ideas libremente. De igual forma, no tiene sentido hablar del derecho a la propiedad privada si no es dentro de un contexto social. Es cierto que si yo fuera el único ser racional tendría el deber de actuar y utilizar las cosas materiales, expresando mi libertad en y a través de ellas, tendría posesiones; pero el concepto del derecho a la propiedad privada en el sentido estricto surge solamente cuando concibo a otros seres humanos a los que tengo que aplicar derechos similares. ¿Qué puede significar la propiedad privada fuera del contexto social?
Ahora bien, aunque la existencia de una comunidad de seres libres exige que cada miembro considere el derecho a actuar como el principio operativo de su conducta, ninguna voluntad individual está sometida a la norma. Fichte afirma, sin embargo, que la unión de muchas voluntades en una puede producir una voluntad dirigida constantemente por la norma. «Si hay un millón de hombres juntos, puede suceder muy bien que cada uno de ellos quiera para sí toda la libertad posible. Pero si unimos la libertad de todos en un concepto como una sola libertad, esto dividirá la suma de posibles libertades en partes iguales. Alcanzará a todos de tal manera que la libertad de cada individuo esté limitada por la libertad de todos los demás.» [76] Esta unión se expresa a sí misma como un mutuo reconocimiento de derechos. Y es este reconocimiento mutuo el que da lugar al derecho a la propiedad privada, considerada como el derecho a la posesión exclusiva de ciertas cosas.[77] «El derecho a la posesión exclusiva surge por reconocimiento mutuo, y no existe sin esta condición. Toda propiedad se basa en la unión de muchas voluntades en una.» [78]
Si la estabilidad de los derechos descansa en un reconocimiento común, se requiere la lealtad recíproca y la confianza en las personas implicadas, pero éstas son condiciones morales con las que no se puede contar con entera seguridad. Por esto, deberá existir un poder que haga cumplir los derechos. Además, este poder, para ser la expresión de la libertad de la persona humana, ha de establecerse libremente. Hará falta, por lo tanto, un contrato o pacto por el cual las partes contratantes estén de acuerdo en que todo el que infrinja los derechos de los otros estará sujeto a la norma coercitiva. Pero este contrato será válido solamente cuando tome la forma de un contrato social por el cual se establece el Estado,[79] y dotado del poder necesario para conseguir el fin deseado por la voluntad general, es decir, la estabilidad del sistema de derechos y la protección de la libertad de todos. La unión de todas las voluntades en una sola toma la forma de una voluntad general encarnada en el Estado.
La influencia de Rousseau[80] salta a la vista, tanto en la teoría fichteana de la voluntad general como en su idea del contrato social. Pero ello no se debe solamente al respeto y admiración que el filósofo francés pudiera merecerle, ya que la deducción de lo que para Fichte es el Estado, consiste en una argumentación progresiva que demuestra que el Estado es una condición necesaria para mantener las relaciones de derecho sin las cuales no se puede concebir una comunidad de personas libres. Y esta comunidad es, a su vez, una condición para la autorrealización del yo absoluto como libertad infinita. El Estado ha de interpretarse, por lo tanto, como la expresión de la libertad, y para ello sirven las teorías de Rousseau del contrato social y la voluntad general.
Fichte habla del Estado como una totalidad y lo compara con un producto organizado de la naturaleza. No podemos decir, por lo tanto, que la teoría orgánica del Estado no esté incluida en el pensamiento político de Fichte. Al mismo tiempo, pone muy de relieve el hecho de que el Estado no sólo expresa libertad, sino que también existe para crear un estado de cosas en el cual cada ciudadano pueda ejercer su libertad personal siempre que ésta sea compatible con la libertad de los demás. Además, el Estado, considerado como un poder coercitivo, sólo es necesario de un modo hipotético. Es decir, es necesario en la hipótesis de que el desarrollo moral del hombre no haya alcanzado un punto en el cual cada miembro de la sociedad respete los derechos y libertades de los demás basándose sólo en motivos morales. Si este estadio se hubiera alcanzado, el Estado, como poder coercitivo, dejaría de ser necesario. De hecho, como quiera que una de las funciones del Estado es facilitar el desarrollo moral del hombre, podemos decir que, para Fichte, el Estado debería esforzarse en procurar las condiciones necesarias para su propia desaparición. Utilizando una expresión marxista, Fichte persigue la extinción del Estado, por lo menos como una posibilidad ideal. No puede, por lo tanto, considerar al Estado como un fin en sí mismo.
Establecidas estas premisas, Fichte rechaza de una manera natural el despotismo, pero, lo que puede parecer sorprendente en un simpatizante de la Revolución Francesa, rechaza también la democracia. «Ningún Estado puede ser dirigido ni despótica ni democráticamente.»[81] Entiende por democracia el gobierno directo por todo el pueblo, y su objeción a ella es que en una democracia, entendida de un modo literal, no habría autoridad pata obligar a la multitud a observar sus propias leyes. Aun en el caso de que existan muchos ciudadanos individualmente bien dispuestos, no habría poder capaz de evitar la degeneración de la comunidad y su conversión en una masa caprichosa e irresponsable. Sin embargo, una vez eliminados los dos extremos de despotismo y democracia, no podemos decir qué forma de constitución es la mejor. Se trata de un asunto político y no filosófico.
Al mismo tiempo, el reflexionar sobre la posibilidad de abuso de poder por la autoridad civil condujo a Fichte a dar una gran importancia al establecimiento de una especie de tribunal supremo, el «eforato», que no poseería poder legislativo, ejecutivo o judicial en el sentido ordinario. Sus funciones consistirían en vigilar la observancia de las leyes y de la constitución, y en caso de un abuso importante del poder por parte de las autoridades civiles, los éforos tendrían la facultad de suspenderlas del ejercicio de sus funciones por medio de una prohibición estatal. Habría que recurrir entonces a un referéndum para conocer la voluntad del pueblo en cuanto a un cambio en la constitución, la ley o el gobierno, según hubiera sido el caso en cuestión.
Está lo suficientemente claro que Fichte no sentía ninguna inclinación a deificar el Estado, pero, por otra parte, su teoría política puede llevar a creer que es partidario de minimizar las funciones del Estado defendiendo una política puramente de laissez-faire. Pero, a mi parecer, esto tampoco reflejaría su opinión. Es cierto que mantiene que el fin del Estado es garantizar la seguridad pública y el sistema de derechos, y de esto cabría deducir su opinión de que la interferencia en la libertad del individuo debería reducirse al límite necesario para el cumplimiento de este fin. Pero el establecimiento y mantenimiento de un sistema de derechos y su ajuste al bien común puede requerir una considerable actividad estatal. Es inútil, por ejemplo, insistir en que todo el mundo tiene el derecho a vivir de su trabajo si no lo permiten las condiciones del sistema. Además, si bien el Estado no es la fuente de la ley moral, su misión es proporcionar las condiciones que faciliten el desarrollo moral sin el cual no existiría verdadera libertad. Esto es especialmente cierto en el caso de la educación.
Así pues, no es extraño que en El Estado comercial cerrado, veamos a Fichte imaginando una economía planificada. Presupone que todo ser humano tiene derecho, no sólo a vivir, sino a vivir una vida decente, y surge entonces el problema de cómo puede ejercerse este derecho de la forma más efectiva. En primer lugar, como Platón reconoció hace siglos, ha de existir una división del trabajo que dé lugar a las principales clases económicas.[82] En segundo lugar, ha de mantenerse un estado de equilibrio armónico; si una clase económica crece desproporcionalmente, toda la economía puede verse perturbada por ello. En El sistema de la ética Fichte señala el deber que el individuo tiene de elegir su profesión de acuerdo con sus capacidades y circunstancias personales. En El Estado comercial cerrado se ocupa preferentemente del bien común y hace hincapié sobre la necesidad que tiene el Estado de vigilar y reglamentar la división del trabajo para el bien de la comunidad. Es cierto que las circunstancias cambiantes requerirán, a su vez, cambios en las normas estatales. Pero, en todo caso, la planificación y la supervisión serán indispensables.
Según Fichte, una economía equilibrada, una vez establecida, no puede mantenerse a menos que el Estado tenga la facultad de evitar ser derrocado por un individuo o grupo de individuos. De ello saca la conclusión de que todas las relaciones comerciales con los países extranjeros deberán estar en manos del Estado o sujetas a un estricto control estatal. «En un Estado racional, no se permitirá a los ciudadanos individuales ejercer el comercio con súbditos extranjeros.» [83] El ideal de Fichte es una economía cerrada en el sentido de una comunidad económica autosuficiente,[84] pero si tiene que haber comercio con el exterior, no se dejará a la iniciativa y juicio de las personas individuales.
Lo que Fichte preconiza, por tanto, es una forma de socialismo nacional, y piensa en la economía planificada como medio de proporcionar las condiciones materiales necesarias para un mayor desarrollo intelectual y moral del pueblo. De hecho, por «Estado racional» (der Vernunftstaat) entiende un Estado dirigido de acuerdo con los principios de su propia filosofía, y no podemos ser demasiado optimistas sobre los resultados de un Estado que protegiera un sistema filosófico determinado. Pero en opinión de Fichte, los gobernantes que estuvieran de acuerdo con los principios del idealismo trascendental, nunca abusarían del poder ni restringirían la libertad privada más de lo estrictamente necesario para conseguir el fin que constituye en sí mismo la expresión de la libertad.
Desde un punto de vista económico, a Fichte se le puede calificar como uno de los primeros escritores socialistas alemanes. Desde un ángulo político, sin embargo, partía de una actitud cosmopolita anterior sobre el problema del nacionalismo alemán. En el Fundamento del derecho natural, interpreta la idea de la voluntad general como conducente a una unión de todas las voluntades humanas en una comunidad universal, y preconiza una confederación de naciones. El sistema de derechos, creía él, sólo podía hacerse estable a través de la instauración de una comunidad mundial y, en cierta medida, siempre mantuvo estas miras universalistas, ya que su ideal fue siempre el avance de todos los hombres hacia la libertad espiritual. Pensaba, sin embargo, que los ideales de la Revolución Francesa, que habían suscitado sus entusiasmos juveniles, habían sido traicionados por Napoleón y que los alemanes estaban mejor dotados que los franceses para conducir al género humano a esta meta. Después de todo, ¿acaso no estaban los alemanes inmejorablemente dotados para entender los principios de la Teoría de la ciencia y, por tanto, para iluminar a los hombres y enseñarles con su ejemplo los efectos de la verdad? En otras palabras, Fichte creía que Alemania tenía una misión cultural que cumplir y estaba convencido que no podría cumplir bien esta misión si no se efectuaba antes la unidad política del pueblo germánico. La unidad cultural y lingüística van siempre juntas, y ninguna cultura puede unificarse y ser duradera sin estar apoyada en una unidad política. De aquí se deduce que Fichte deseaba la formación de un Reich alemán que terminara con la división de los alemanes en una multiplicidad de estados, y esperaba la aparición de un jefe que consiguiera esta unificación política de los alemanes en un sólo «Estado racional».
Si consideramos las esperanzas y deseos de Fichte a la luz de la historia de Alemania en la primera mitad del siglo XX, toman un carácter siniestro y ominoso, pero, como ya hemos advertido antes, hay que tener en cuenta las circunstancias históricas de su tiempo. En todo caso, el lector puede hacer las consideraciones que crea oportunas.