En el mundo filosófico alemán de la primera mitad del siglo XIX surge uno de los más extraordinarios florecimientos de la especulación metafísica que se han producido en la larga historia de la filosofía occidental. Nos encontramos con una sucesión de sistemas, de interpretaciones originales de la realidad y de la vida e historia del hombre, que poseen una grandeza que difícilmente puede discutirse y que son aún capaces de ejercer, sobre algunas mentes por lo menos, un extraordinario poder de seducción, ya que cada uno de los filósofos más destacados de este período se propone resolver el enigma del mundo, revelar el secreto del universo y el significado de la existencia humana. Antes de la muerte de Schelling en 1854, Auguste Comte, en Francia, había ya publicado su Curso de filosofía positiva en el que la metafísica era concebida como un estadio pasajero de la historia del pensamiento humano. Alemania iba también a tener sus propios movimientos materialistas y positivistas, los cuales, a pesar de no acabar con la metafísica, iban a obligar a los metafísicos a expresar y definir con más precisión la relación entre la filosofía y las ciencias particulares. Pero, en las primeras décadas del siglo XIX, la sombra del positivismo no se había aún proyectado sobre la escena, y la filosofía especulativa disfrutaba de un período de desarrollo exuberante. En los grandes idealistas alemanes encontramos una enorme confianza en el poder de la razón humana y en el alcance de la filosofía. Al considerar la realidad como la automanifestación de la razón infinita, pensaron que la vida de autoexpresión de esta razón podía ser trazada de nuevo en la reflexión filosófica. No eran hombres inquietos, preocupados por saber si los críticos decían de ellos que estaban produciendo sólo efusiones poéticas bajo el fino disfraz de la filosofía teórica, o que su profundidad y lenguaje oscuro eran una máscara para la falta de claridad del pensamiento. Al contrario, estaban convencidos de que el espíritu humano había, por lo menos, llegado hasta ellos y de que la naturaleza de la realidad había sido por fin revelada claramente a la conciencia humana. Y cada uno de ellos expuso su visión del universo con una extraordinaria confianza en su verdad objetiva.
Difícilmente se puede negar que el idealismo alemán dé hoy a casi todos la impresión de pertenecer a otro mundo, a otro modo de pensar. Y podemos decir que la muerte de Hegel en 1831 marcó el final de una época, seguida por el colapso del idealismo absoluto[1] y la aparición de otros tipos de pensamiento. Incluso la metafísica tomó un ritmo distinto, y la extraordinaria confianza en el poder y alcance de la filosofía especulativa, que fue característica de Hegel, nunca fue recuperada.
Pero, aunque el idealismo alemán cruzó el cielo como un meteorito y después de un tiempo relativamente corto se desintegró y cayó a tierra, su vuelo dejó mucha huella. A pesar de mis fallos, representa uno de los intentos más serios que la historia del pensamiento ha conocido para conseguir un dominio intelectual unificado de la realidad y de la experiencia como un todo. E incluso si se rechazan los presupuestos del idealismo, los sistemas idealistas pueden aún conservar el poder de estimular el impulso natural del espíritu reflexivo a esforzarse en llegar a una síntesis conceptual unificada.
Muchos están convencidos realmente de que la elaboración de una visión totalitaria de la realidad no es la tarea apropiada de la filosofía científica. E incluso los que no comparten esta convicción quizá piensen que la consecución de una síntesis final sistemática está más allá de la capacidad de cualquier hombre y es más un objetivo ideal que una posibilidad práctica. Pero tendríamos que estar preparados para reconocer la superioridad intelectual cuando nos encontramos ante ella: Hegel, en particular, se destaca con una grandeza impresionante sobre la enorme mayoría de todos aquellos que han querido empequeñecerle. Y podemos siempre aprender de un filósofo eminente, aunque sólo sea exponiendo nuestras razones de estar en desacuerdo con él. El colapso histórico del idealismo metafísico no lleva necesariamente a la conclusión de que los grandes idealistas no tienen nada valioso que ofrecer. El idealismo alemán tiene sus aspectos fantásticos, pero los escritos de los principales idealistas están muy lejos de ser sólo fantasía.
Lo que tenemos que considerar aquí no es el colapso del idealismo alemán, sino su nacimiento. Y esto verdaderamente exige alguna explicación. Por una parte, la base filosófica inmediata del movimiento idealista le fue proporcionada por la filosofía crítica de Immanuel Kant, que se había enfrentado con las pretensiones de los metafísicos de proporcionar un conocimiento teórico sobre la realidad. Por otra parte, los idealistas alemanes se consideraban a sí mismos como los sucesores espirituales de Kant y no simplemente como los que luchaban contra sus ideas. Lo que tenemos que explicar, por lo tanto, es cómo el idealismo metafísico pudo surgir del sistema de un pensador cuyo nombre ha quedado asociado para siempre con el escepticismo respecto a las pretensiones metafísicas de proporcionarnos un conocimiento teórico sobre la realidad como un todo, o sobre cualquier realidad que no sea la estructura a priori del conocimiento y la experiencia humanos.[2]
El punto de partida más conveniente para una explicación del desarrollo del idealismo metafísico a partir de la filosofía crítica es la noción kantiana de la cosa-en-sí.[3] Según Fichte, Kant se había colocado en una postura imposible al negarse categóricamente a abandonar esta noción. Por una parte, si Kant hubiera afirmado la existencia de la cosa-en-sí como causa del elemento dado o material en la sensación, hubiera caído en una patente contradicción, ya que, según su propia filosofía, el concepto de causa no puede ser empleado para extender nuestro conocimiento más allá de la esfera de los fenómenos. Por otra parte, si Kant conservó la idea de la cosa-en-sí simplemente como una noción problemática y limitante, esto equivalía a mantener una reliquia espiritual de aquel mismo dogmatismo que la filosofía crítica tenía la misión de combatir. La revolución copernicana de Kant fue un gran paso adelante y no se trataba para Fichte de volver atrás a una postura prekantiana. Si se tenía una comprensión mínima del desarrollo de la filosofía y de las exigencias del pensamiento moderno, sólo cabía seguir adelante y completar la obra de Kant. Y esto significaba eliminar la cosa-en-sí, ya que, teniendo en cuenta las premisas de Kant, no quedaba sitio para una entidad oculta incognoscible que se suponía independiente del espíritu. En otras palabras, la filosofía crítica debía convertirse en un idealismo consistente; y esto significaba que las cosas tenían que ser consideradas en su totalidad como productos del pensamiento.
Ahora bien, parece evidente que lo que concebimos como el mundo extramental no puede interpretarse como el producto de una actividad consciente creadora del espíritu humano. En lo que se refiere a la consciencia ordinaria, me encuentro en un mundo de objetos que me afectan de diversos modos y de los que yo espontáneamente pienso que existen independientemente de mi pensamiento y voluntad. Por lo tanto, el filósofo idealista debe ir más allá de la conciencia, y exponer el proceso de la actividad inconsciente que la fundamenta.
Pero tenemos que ir todavía más lejos y admitir que la producción del mundo no puede ser atribuida de ningún modo al yo individual, ni siquiera a su actividad inconsciente. Porque, si fuera atribuida al yo individual finito en cuanto tal, sería muy difícil, si no imposible, evitar el solipsismo, postura que difícilmente puede ser mantenida en serio. El idealismo se ve pues obligado a ir más allá del sujeto finito hasta una inteligencia supraindividual, un sujeto absoluto.
Sin embargo, la palabra «sujeto» no es muy apropiada, excepto si se quiere indicar que el principio productor último se encuentra, para hablar así, del lado del pensamiento y no del lado de la cosa sensible. Porque las palabras «objeto» y «sujeto» son correlativas. Y el principio último, considerado en sí mismo, no tiene objeto. Fundamenta la relación sujeto-objeto y, en sí mismo, trasciende esta relación. Es sujeto y objeto en identidad, la actividad infinita de la que proceden ambos.
El idealismo postkantiano fue pues necesariamente una metafísica. Fichte, partiendo de la postura de Kant y llevándola al idealismo, empezó llamando a su primer principio el yo, y convirtió el yo trascendental de Kant en un principio metafísico u ontológico. Explicó que entendía con esto el yo absoluto, no el yo finito individual. Pero los otros idealistas (y el mismo Fichte en su última filosofía) no emplean la palabra «yo» en este sentido. Con Hegel el principio último es la razón infinita, el espíritu infinito. Y podemos decir que, para el idealismo metafísico en general, la realidad es el proceso de la autoexpresión o automanifestación del pensamiento o razón infinita.
Evidentemente, esto no quiere decir que se reduzca el mundo a un proceso de pensamiento en el sentido habitual. El pensamiento o razón absoluta es considerada como una actividad, como una razón productora que se coloca o se expresa a sí misma en el mundo. Y el mundo conserva toda la realidad que vemos que posee. El idealismo metafísico no implica la tesis de que la realidad empírica está constituida por ideas subjetivas, pero supone la visión del mundo y de la historia humana como la expresión objetiva de la razón creadora. Esta visión era fundamental en el pensamiento del idealista alemán: no pudo evitarla, porque aceptó la necesidad de transformar la filosofía crítica en idealismo. Y esta transformación significó que el mundo en su totalidad tendría que ser considerado como el producto del pensamiento o razón creadora. Si, por lo tanto, consideramos como una premisa la necesidad de transformar la filosofía de Kant en idealismo, podemos decir que esta premisa determinó la visión básica de los idealistas postkantianos. Pero, si se trata de explicar lo que significa decir que la realidad es un proceso del pensamiento creador, caben entonces distintas interpretaciones según las diversas visiones particulares de los diferentes filósofos idealistas.
La influencia directa del pensamiento de Kant fue naturalmente más fuerte en Fichte que en Schelling o Hegel, ya que la filosofía de Schelling presuponía los primeros pasos del pensamiento de Fichte, y el idealismo absoluto de Hegel presuponía los primeros pasos de las filosofías de Fichte y Schelling. Pero esto no altera el hecho de que el movimiento del idealismo alemán como un todo presupuso la filosofía crítica. Y, en su resumen de la historia de la filosofía moderna, Hegel describió al sistema kantiano como representando un progreso sobre los estadios anteriores de pensamiento y como exigiendo ser él mismo desarrollado y superado en estadios posteriores.
En este trabajo nos hemos referido sólo al proceso de eliminar la cosa-en-sí y de llevar la filosofía de Kant al idealismo metafísico. Pero no era ciertamente mi intención sugerir que los idealistas postkantianos estuvieran sólo influidos por la idea de que la cosa-en-sí tenía que ser eliminada. Estuvieron también influidos por otros aspectos de la filosofía crítica. Por ejemplo, la doctrina de Kant del primado de la razón práctica ejerció una poderosa atracción sobre el pensamiento ético de Fichte. Y le vemos interpretando el yo absoluto como una razón práctica o voluntad moral infinita que concibe a la naturaleza como campo e instrumento para la actividad moral. En su filosofía los conceptos de acción, deber y vocación moral son muy importantes. Y quizá se pueda decir incluso que Fichte convirtió en metafísica la segunda Crítica de Kant, empleando su desarrollo de la primera Crítica como un medio para hacerlo. Sin embargo, a Schelling, el énfasis sobre la filosofía del arte, el papel del genio y la significación metafísica de la intuición estética y la creación artística le vincula más con la tercera Crítica que con la primera o segunda.
Pero, en vez de extendernos sobre las formas particulares en las que las distintas partes o aspectos de la filosofía de Kant se reflejaron en uno u otro idealista, será más adecuado, en nuestro capítulo de introducción, esbozar una visión más amplia y general de la relación entre la filosofía crítica y el idealismo metafísico.
El deseo de llegar a una interpretación coherente y uniforme de la realidad es natural para la mente que piensa. Pero la tarea real que hay que efectuar se presenta de distintos modos en distintos momentos. Por ejemplo, el desarrollo de la ciencia física en el mundo postmedieval significaba que el filósofo que quería construir una interpretación total tenía que enfrentarse con el problema de conciliar la visión científica del mundo como un sistema mecánico con las exigencias de la conciencia moral y religiosa. Descartes se encontró con este problema. Y lo mismo le ocurrió a Kant.[4] Pero, aunque Kant rechazara las formas de tratar este problema que eran características de sus antecesores y diera su propia solución original, se puede admitir que, a la larga, nos dejó una «realidad bifurcada».[5] Por una parte, tenemos el mundo fenoménico, el mundo de la ciencia newtoniana, regido por leyes causales necesarias.[6] Por otra, el mundo suprasensible del agente moral libre y de Dios. No hay ninguna razón válida para suponer que el mundo fenoménico es la única realidad.[7] Pero, al mismo tiempo, no existe ninguna prueba teórica de la existencia de una realidad suprasensible. Es una cuestión de fe práctica que se apoya en la conciencia moral. Es cierto que en la tercera Crítica Kant intentó salvar la distancia entre los dos mundos hasta el límite en que lo creía posible para el espíritu humano.[8] Pero se puede comprender que otros filósofos no se contentaran con este logro. Los idealistas alemanes supieron ir más lejos desarrollando y transformando la filosofía de Kant. Si la realidad es el proceso unificado por el que el pensamiento absoluto o razón se manifiesta a sí mismo, es inteligible. Y es inteligible para el espíritu humano, suponiendo que este espíritu pueda ser considerado como el vehículo del pensamiento absoluto reflejándose sobre sí mismo.
Esta condición tiene una importancia obvia si tiene que haber una continuidad entre la idea kantiana de la única metafísica científica posible y la concepción de la metafísica en los idealistas. Para Kant la metafísica del futuro es una crítica trascendental de la experiencia y del conocimiento humanos. Podemos decir de hecho que es el conocimiento reflexivo que tiene la mente humana de su propia actividad espontánea formativa. Sin embargo, en el idealismo metafísico, la actividad en cuestión es productiva en el sentido más pleno (habiendo sido eliminada la cosa-en-sí); y esta actividad no es atribuida al espíritu humano finito en cuanto tal, sino al pensamiento absoluto o razón. Así pues, la filosofía, que es una reflexión del espíritu humano, no puede ser considerada como el conocimiento reflexivo que tiene de sí misma la mente humana, a menos que este espíritu sea capaz de elevarse hasta el punto de vista absoluto y convertirse en el vehículo del pensamiento absoluto o conocimiento reflexivo por la razón de su propia actividad. Si se cumple esta condición, existe una cierta continuidad entre la idea kantiana del único tipo científico posible de metafísica y el concepto idealista de la metafísica. Hay también, por así decirlo, una inflación obvia. Esto quiere decir que la teoría kantiana del conocimiento se convierte en una metafísica de la realidad. Pero este proceso de inflación conserva en cierto modo su continuidad. A pesar de ir más allá de lo que pudo imaginar el propio Kant, no es una simple vuelta a un concepto prekantiano de la metafísica.
La transformación de la teoría kantiana del conocimiento en una metafísica de la realidad lleva consigo, naturalmente, importantes cambios. Por ejemplo, si con la eliminación de la cosa-en-sí, el mundo se convierte en la automanifestación del pensamiento o razón, la distinción entre lo a priori y lo a posteriori pierde su carácter absoluto. Y las categorías, en vez de ser formas subjetivas o moldes conceptuales de la comprensión humana, se convierten en categorías de la realidad, y recuperan un status objetivo.
El juicio teleológico ya no es subjetivo como en Kant, puesto que, en el idealismo metafísico, la idea de finalidad en la naturaleza no puede ser simplemente un principio eurístico o regulador del espíritu humano, un principio que cumple una función útil, pero cuya objetividad no puede ser probada teóricamente. Si la naturaleza es la expresión y manifestación del pensamiento o razón en su movimiento hacia un fin, el proceso de la naturaleza tiene que tener un carácter teleológico.
No puede negarse que existe una diferencia muy grande entre la idea modesta de Kant sobre el alcance y poder de la metafísica y la noción de los idealistas sobre lo que la filosofía metafísica era capaz de conseguir. El mismo Kant rechazó la propuesta de Fichte de transformar la filosofía crítica en un idealismo puro, eliminando la cosa-en-sí.
Y es fácil comprender la actitud de los neokantianos quienes, más a finales de siglo, anunciaron que estaban hastiados de las fantásticas especulaciones metafísicas de los idealistas y que ya era hora de volver al espíritu del mismo Kant. Al mismo tiempo, la transformación del sistema de Kant en el idealismo metafísico es también comprensible y las observaciones que hemos hecho pueden haber ayudado a explicar cómo los idealistas fueron capaces de considerarse como los sucesores espirituales legítimos de Kant.
Se puede deducir claramente de lo que se ha dicho sobre el desarrollo del idealismo metafísico que los idealistas postkantianos no fueron idealistas subjetivos en el sentido de sostener que el espíritu humano conoce sólo sus propias ideas como distintas de las cosas existentes extramentalmente. Tampoco fueron idealistas subjetivos porque defendieran que todos los objetivos de conocimiento son los productos del sujeto humano finito. En realidad, el empleo que hizo Fichte de la palabra «yo» en sus primeros escritos dejaba entender que esto era precisamente lo que sostenía. Pero no era así, ya que Fichte insistía en que el sujeto productivo no era el yo finito como tal, sino el yo absoluto, un principio trascendental y supraindividual. Y tanto para Schelling como para Hegel, cualquier reducción de las cosas a productos del espíritu individual finito era enteramente extraña a su pensamiento.
Pero, aunque es fácilmente comprensible que el idealismo postkantiano no implica el idealismo subjetivo en ninguno de los sentidos aludidos en el último párrafo, no es tan fácil dar una descripción general del movimiento que pueda aplicarse a todos los principales sistemas idealistas. Éstos difieren en aspectos importantes. Además, el pensamiento de Schelling, por ejemplo, pasó por diversas fases. Al mismo tiempo encontramos, naturalmente, un parentesco entre los diferentes sistemas. Y este hecho justifica que nos arriesguemos a hacer algunas generalizaciones.
En cuanto que considera la realidad como la autoexpresión del pensamiento absoluto o razón, hay una gran tendencia en el idealismo alemán a asimilar la relación causal a la relación lógica de implicación. Por ejemplo, el mundo empírico es concebido por Fichte y por Schelling (por lo menos en las primeras fases de su pensamiento) como dependiendo del principio productivo último en la relación de consiguiente a antecedente.
Y esto significa, naturalmente, que el mundo proviene necesariamente del primer principio productivo, cuya prioridad es lógica y no temporal. Evidentemente, no hay ni puede haber una cuestión de compulsión externa. Pero lo Absoluto se manifiesta espontánea e inevitablemente en el mundo. Y no queda ningún lugar para la idea de creación en el tiempo, en el sentido de existir un primer momento del tiempo idealmente asignable.[9]
Esta noción de la realidad, como el autodespliegue de la razón absoluta, ayuda a explicar la insistencia de los idealistas en el sistema, ya que, si la filosofía es la reconstrucción reflexiva de la estructura de un proceso racional dinámico, debería ser sistemática, en el sentido de que debería empezar con el primer principio y presentar la estructura racional esencial de la realidad como viniendo de él. Y realmente, la idea de que una deducción puramente teórica no ocupa en la práctica un lugar tan importante en el idealismo metafísico como la primera visión del proceso dialéctico de Fichte y sobre todo de Hegel, parece sugerir —ya que la filosofía idealista no es un análisis estricto del significado e implicaciones de una o más proposiciones básicas iniciales, sino más bien la reconstrucción conceptual de una actividad dinámica— una vida infinita que se despliega a sí misma. Pero la visión general del mundo está contenida en embrión en la idea inicial del mundo como el proceso de la automanifestación de la razón absoluta. Y la tarea del filósofo consiste en una vinculación sistemática a esta idea, haciendo vivir de nuevo el proceso, por decirlo así, en el plano del conocimiento reflexivo. Por lo tanto, aunque sería posible partir de las manifestaciones empíricas de la razón absoluta y retroceder, el idealismo metafísico sigue una forma deductiva de exposición, en el sentido de que vuelve a trazar sistemáticamente un movimiento teleológico.
Ahora bien, si admitimos que la realidad es un proceso racional y que su estructura dinámica esencial puede ser captada por el filósofo, esta presunción debe acompañarse de una confianza en el poder y alcance de la metafísica que contrasta con la modesta valoración de Kant sobre lo que ésta puede conseguir. Y este contraste es muy evidente si se compara la filosofía crítica con el sistema hegeliano del idealismo absoluto. Es lícito afirmar que la confianza de Hegel en el poder y alcance de la filosofía no fue igualada por ningún otro filósofo anterior. Al mismo tiempo, hemos visto que existía una cierta continuidad entre la filosofía de Kant y el idealismo metafísico. Y podemos incluso decir, aunque sea una afirmación paradójica, que cuanto más cerca se mantenía el idealismo de la idea kantiana de la única forma posible de metafísica científica, mayor era su confianza en el poder y alcance de la filosofía. Porque, si suponemos que la filosofía es el conocimiento reflexivo del pensamiento de su propia actividad espontánea, y si substituimos el contexto de la teoría kantiana del conocimiento y la experiencia humana por el contexto de la metafísica idealista, tenemos entonces la idea del proceso racional, que es la realidad, tomando conciencia de sí misma en y mediante la reflexión filosófica del hombre. En este caso, la historia de la filosofía es la historia de la autorreflexión de la razón absoluta. En otras palabras, el universo se conoce a sí mismo en y a través del espíritu del hombre. Y la filosofía puede ser concebida como el autoconocimiento de lo Absoluto.
En realidad, esta concepción de la filosofía es más característica de Hegel que de los otros idealistas destacados. Fichte acabó por insistir en un Absoluto divino que en sí mismo trasciende lo que puede alcanzar el pensamiento humano, y Schelling, en su última filosofía de la religión, insistió en la idea de un Dios personal que se revela al hombre. Con Hegel cobra importancia la idea del dominio conceptual del filósofo sobre toda la realidad y la interpretación de este dominio como la autorreflexión de lo Absoluto. Pero decir esto es simplemente afirmar que es en el hegelianismo, la máxima consecución del idealismo metafísico, donde la fe en el poder y alcance de la filosofía especulativa que inspiró el movimiento idealista conoció su expresión más pura y más grandiosa.
Acabamos de mencionar la última doctrina de lo Absoluto de Fichte y la filosofía de la religión de Schelling. Podríamos decir algo ahora sobre las relaciones entre el idealismo alemán y la teología, ya que es importante comprender que el movimiento idealista no fue simplemente el resultado de una transformación de la filosofía crítica en metafísica. Los tres grandes idealistas debutaron como estudiantes de teología: Fichte en Jena, Schelling y Hegel en Tubinga. Y, aunque es cierto que muy pronto se dedicaron a la filosofía, los temas teológicos desempeñaron un papel importante en el desarrollo del idealismo alemán. La afirmación de Nietzsche de que estos filósofos eran teólogos ocultos era exagerada en algunos aspectos, pero no carecía de fundamento.
La importancia del papel desempeñado por los temas teológicos en el idealismo alemán puede ser ilustrada por el siguiente contraste. Aunque no fuera un científico profesional, Kant estuvo siempre interesado por la ciencia. Sus primeros escritos mostraron una gran preocupación por los temas científicos,[10] y una de sus primeras discusiones fue sobre las condiciones que hacen posible el conocimiento científico. Sin embargo, Hegel llegó a la filosofía a partir de la teología. Sus primeros escritos tuvieron un carácter teológico. Iba más tarde a afirmar que el objeto de la filosofía es Dios y nada más que Dios. Si la palabra «Dios», tal como es empleada aquí, debe ser entendida o no de un modo teísta, es algo que no debe preocuparnos ahora. Lo que nos interesa es que el punto de partida de Hegel era el tema de la relación entre lo infinito y lo finito, entre Dios y las criaturas. No podía contentarse con una distinción categórica entre el ser infinito por una parte y los seres finitos por otra, e intentó juntarlos viendo lo infinito en lo finito y lo finito en lo infinito. En la fase teológica de su desarrollo, estuvo inclinado a pensar que la elevación de lo finito a lo infinito podría tener lugar sólo en la vida de amor y entonces llegó a la conclusión de que, a la larga, la filosofía cedería su lugar a la religión. Como filósofo intentó mostrar la relación entre lo infinito y lo finito conceptualmente en el pensamiento, y se inclinó a considerar la reflexión filosófica como un modo de comprensión más elevado que la forma de pensar que es característica de la conciencia religiosa. Pero el tema general de la relación entre lo infinito y lo finito que impregna todo su sistema filosófico procede, por decirlo así, de sus primeras reflexiones teológicas.
Sin embargo, esto no es sólo una cuestión de Hegel. En la primera filosofía de Fichte, no aparece aún el tema de la relación entre lo infinito y lo finito, porque estaba sobre todo preocupado por el problema kantiano de la deducción de la conciencia. Pero más tarde aparece en su pensamiento la idea de una vida divina infinita y se desarrollan los aspectos religiosos de su filosofía. Como Schelling, no dudó en decir que la relación entre lo infinito divino y lo finito es el principal problema de la filosofía. Y su último pensamiento tuvo un carácter profundamente religioso, desempeñando un papel muy importante las ideas de la alienación del hombre lejos de Dios y de su vuelta a Dios.
En cuanto filósofos, los idealistas intentaron, naturalmente, comprender la relación entre lo infinito y lo finito. Y se inclinaron a concebirla según la analogía de la implicación lógica. Además, si hacemos la excepción necesaria de la última filosofía religiosa de Schelling, podemos decir que la idea de un Dios personal infinito y totalmente trascendente pareció a los idealistas ilógica e indebidamente antropomórfica. Así encontramos una tendencia a transformar la idea de Dios en la idea de lo Absoluto, en el sentido de una totalidad que lo abarca todo. Al mismo tiempo, los idealistas no tuvieron intención de negar la realidad de lo finito. Por consiguiente, el problema con el que se enfrentaron fue el de incluir lo finito dentro de la vida de lo infinito sin despojar al primero de su realidad. Y la dificultad de resolver este problema es responsable de gran parte de la ambigüedad del idealismo metafísico cuando se trata de definir su relación con el teísmo, por una parte, y el panteísmo, por otra. Pero, en cualquier caso, está claro que un tema teológico central, la relación entre Dios y el mundo, ocupa un lugar importante en las especulaciones de los idealistas alemanes.
Se ha dicho anteriormente que la descripción que hace Nietzsche de los idealistas alemanes como teólogos ocultos es exagerada, ya que sugiere que los idealistas estaban preocupados por reintroducir el cristianismo por la puerta trasera, cuando en realidad encontramos una clara tendencia a substituir la fe por la metafísica y a racionalizar los misterios revelados del cristianismo, considerándolos a la luz de la razón especulativa. Para usar un término moderno, encontramos una tendencia a desmitificar los dogmas cristianos, convirtiéndolos en un proceso dentro de una filosofía especulativa. Por esto no podemos menos de sonreír ante la imagen de Hegel que nos presenta J. H. Stirling como gran campeón filosófico del cristianismo. Nos parecería más fácil admitir el punto de vista de McTaggart, y también de Kierkegaard, según los cuales la filosofía hegeliana minó el cristianismo desde dentro, dejando al descubierto el contenido racional de las doctrinas cristianas en su forma tradicional. Y podemos pensar que era en cierto modo sutil la relación que Fichte intentó establecer entre su última filosofía de lo Absoluto y el primer capítulo del Evangelio de San Juan.
Al mismo tiempo, no hay ninguna razón convincente para suponer, por ejemplo, que Hegel fuera insincero cuando se refirió a san Anselmo y al proceso de la fe buscando comprensión. Sus primeros ensayos mostraban una clara hostilidad hacia el cristianismo positivo; pero cambió de actitud y admitió la fe cristiana. Sería absurdo pretender que Hegel era un cristiano ortodoxo. Pero fue sin duda sincero cuando representó la relación entre el cristianismo y el hegelianismo, como la de la religión absoluta con la filosofía absoluta, dos formas diferentes de aprehender y expresar el mismo contenido de verdad. Desde una posición teológica ortodoxa se puede considerar que Hegel sustituyó la fe por la razón, la revelación por la filosofía, y defendió el cristianismo racionalizándolo y convirtiéndolo, para emplear una frase de McTaggart, en hegelianismo esotérico. Pero esto no altera el que Hegel pensara que había demostrado la verdad de la religión cristiana. La afirmación de Nietzsche, por lo tanto, no era del todo errónea, sobre todo si se tiene en cuenta el desarrollo de los aspectos religiosos del pensamiento de Fichte y las últimas fases de la filosofía de Schelling. Y en cualquier caso, los idealistas alemanes atribuyeron ciertamente un significado y un valor a la conciencia religiosa y encontraron un lugar para ella en sus sistemas. Pudieron haber abandonado la teología por la filosofía, pero estuvieron muy lejos de ser hombres irreligiosos y racionalistas en el sentido moderno.
Pero hay otro aspecto del idealismo metafísico que merece ser mencionado, su relación con el movimiento romántico en Alemania. La descripción del idealismo alemán como la filosofía del romanticismo se presta evidentemente a serias objeciones. En primer lugar, sugiere la idea de que existe una relación en un solo sentido. Es decir, supone que los grandes sistemas idealistas fueron simplemente la expresión ideológica del espíritu romántico, cuando en realidad fueron las filosofías de Fichte y Schelling las que ejercieron una considerable influencia sobre algunos de los románticos. En segundo lugar, los principales filósofos idealistas no estuvieron siempre de acuerdo con los románticos. Podemos admitir que Schelling reflejó el espíritu del movimiento romántico, pero Fichte criticó duramente a los románticos a pesar de que éstos se inspiraran en algunas de sus ideas. Y Hegel no tuvo mucha simpatía por algunos aspectos del romanticismo. En tercer lugar, es posible que el término «filosofía del romanticismo» pudiera aplicarse mejor a las ideas especulativas desarrolladas por románticos como Friedrich Schlegel (1772-1829) y Novalis (1772-1801) que a los grandes sistemas idealistas. Al mismo tiempo, hubo indudablemente alguna afinidad espiritual entre los movimientos idealista y romántico. El espíritu romántico en cuanto tal era verdaderamente una actitud frente a la vida y al universo más que una filosofía sistemática. Se puede quizás emplear los términos de Rudolf Carnap y hablar de él como de un Lebensgefühl o Lebenseinstellung.[11]
Y es perfectamente comprensible que Hegel viera una considerable diferencia entre la reflexión filosófica sistemática y las digresiones de los románticos. Pero cuando volvemos la vista hacia la escena alemana de la primera parte del siglo XIX, estamos tan sorprendidos por las afinidades como por las diferencias. Después de todo, el idealismo metafísico y el romanticismo fueron fenómenos culturales alemanes más o menos contemporáneos, y lo único que puede esperarse encontrar es una afinidad espiritual fundamental.
Es muy difícil definir el espíritu romántico, pero se puede evidentemente mencionar algunos de sus rasgos característicos. Por ejemplo, frente a la gran preocupación de la Ilustración por la comprensión crítica, analítica y científica, los románticos exaltaron el poder de la imaginación creadora y el papel del sentimiento y la intuición.[12] El genio artístico ocupó el lugar de le philosophe. Pero la insistencia en la imaginación creadora y en el genio artístico formaba parte de una insistencia general en el desarrollo libre y pleno de la personalidad humana, en los poderes creadores del hombre y en el goce de la riqueza de toda posible experiencia humana. En otras palabras, se destacaba más la originalidad de cada persona humana que lo que es común a todos los hombres. Y esta insistencia en la personalidad creadora estuvo a veces asociada con una inclinación hacia el subjetivismo ético. Esto significó que hubo una tendencia a despreciar las leyes o normas morales universales fijas en beneficio del libre desarrollo del yo de acuerdo con valores que corresponden a la personalidad individual y arraigados en ella. No quiero decir con esto que los románticos no se preocuparan por la moralidad o los valores morales. Pero hubo una tendencia, en F. Schlegel, por ejemplo, a insistir en la libre persecución por el individuo de su propio ideal moral (la realización de su propia «Idea»), en vez de la obediencia a leyes universales dictadas por la razón práctica impersonal.
Al desarrollar sus ideas de la personalidad creadora, algunos de los románticos buscaron su inspiración y estímulo en las primeras ideas de Fichte. Esto es verdad tanto para Schlegel como para Novalis. Pero no equivale a decir que el empleo que hicieron de las ideas de Fichte correspondiera siempre a las intenciones del filósofo. Un ejemplo aclarará esto. Como hemos visto en su transformación de la filosofía kantiana en idealismo puro, Fichte tomó por último principio creador el yo trascendental, considerado como actividad ilimitada. Y en su deducción sistemática o reconstrucción de la conciencia utilizó mucho la idea de imaginación productiva. Novalis hizo suyas estas ideas y consideró que Fichte le había permitido ver las maravillas del yo creador, pero hizo un cambio importante. Fichte intentó explicar con principios idealistas la situación en la que el sujeto finito se descubre a sí mismo en un mundo de objetos que le son dados y que le afectan de diversas formas, como en la sensación. Representó, por lo tanto, la actividad de la llamada imaginación productiva cuando pone el objeto como afectando al yo finito, como teniendo lugar por debajo del nivel de la conciencia. Por la reflexión trascendental el filósofo puede conocer que esta actividad tiene lugar, pero ni él ni ninguna otra persona puede conocerla como teniendo lugar, ya que la posición del objeto es lógicamente anterior a todo conocimiento o conciencia. Y esta actividad de la imaginación productiva no depende ciertamente de la voluntad del yo finito. Sin embargo, Novalis admitió que esta actividad de la imaginación productiva podía ser modificada por la voluntad. Del mismo modo que el artista crea obras de arte, así el hombre es también un poder creador no sólo en la esfera moral, sino también, en principio por lo menos, en la esfera natural. De este modo, el idealismo trascendental de Fichte se había convertido en el «idealismo mágico» de Novalis. La exaltación romántica del yo creador de Novalis tiene por base algunas doctrinas de Fichte. La importancia dada por los románticos al genio creador les aproxima más a Schelling que a Fichte. Como veremos, fue Schelling quien insistió en la significación metafísica del arte y en la importancia del genio artístico en el proceso de creación. Cuando Friedrich Schlegel afirma que el mundo del arte es superior a cualquier otro y que el artista muestra la Idea modelándola en sus obras en forma finita, y cuando Novalis dice que el poeta es el verdadero «mago», la encarnación de las fuerzas creadoras de la humanidad, estos autores están más cerca del pensamiento de Schelling que de la consideración fundamentalmente ética de Fichte.
A pesar de todo, el énfasis puesto en el genio creador es sólo uno de los muchos aspectos del romanticismo; la concepción romántica de la naturaleza es otro no menos importante. Los románticos, en vez de considerarla como un sistema mecánico, lo que les obligaría a destacar los contrastes y diferencias entre el hombre y la naturaleza —como en el caso del pensamiento cartesiano—, tienden a considerarla como un todo orgánico y viviente que vibra al unísono con el espíritu, revestida del mismo misterio y belleza que éste. Algunos románticos mostraban gran simpatía por Spinoza, es decir, procedieron a una transformación romántica del filósofo.
Esta visión de la naturaleza como totalidad orgánica correlacionada con el espíritu es una de las características más propias de los románticos y también de Schelling. La idea de los filósofos sobre la naturaleza y del hombre como espíritu adormecido y del espíritu humano como órgano de la conciencia de la naturaleza se incluye en este mismo orden de cosas. Es significativo que el poeta Hölderlin (1770-1843) fuera amigo íntimo de Schelling cuando estudiaban en Tubinga. Hölderlin veía la naturaleza como una totalidad viviente y esto pudo haber influido en las ideas de Schelling. La filosofía de la naturaleza de Schelling ejerció una poderosa influencia sobre algunos escritores románticos. La simpatía que mostraron por Spinoza fue compartida por el filósofo y teólogo Schleiermacher, pero no por Fichte a quien repugnaba cualquier forma de divinización de la naturaleza, a la que él consideró solamente como el campo e instrumento de la actividad moral libre. En este aspecto, la concepción de Fichte era anti-romántica.
El apego que los románticos tenían a la idea de la naturaleza como totalidad orgánica y viviente no significaba que concedieran a ésta mayor importancia que al hombre. Ya hemos visto cómo insistieron en la libertad de la personalidad creadora. La naturaleza llega al punto más elevado de su desarrollo en el espíritu humano. Por esta razón, el concepto romántico de la naturaleza incluía una clara apreciación del desarrollo histórico y cultural y del significado de períodos culturales anteriores como momentos necesarios para el despliegue de las posibilidades del espíritu humano. Hölderlin, por ejemplo, sentía un entusiasmo romántico por el genio de la antigua Grecia,[13] entusiasmo que fue compartido por Hegel en sus tiempos de estudiante. Conviene, sin embargo, no olvidar el interés que volvió a suscitar la Edad Media. El hombre de la Ilustración tendía a considerar los tiempos medievales como una noche oscura que precedía al Renacimiento y al florecimiento de les philosophes. Para Novalis, la Edad Media representaba, aunque imperfectamente, el ideal de unidad orgánica de la fe y la cultura. Por lo demás, los románticos mostraron su predilección por lo popular (Volksgeist) y sus manifestaciones culturales, como la lengua, fueron por primera vez apreciadas. En este aspecto Novalis fue un discípulo de Herder.[14]
Los filósofos idealistas compartían naturalmente esta creencia en la continuidad del desarrollo histórico. Para ellos, la historia era la realización en el tiempo de una idea espiritual, un telos o una finalidad. Cada uno de los grandes idealistas tuvo una filosofía de la historia propia; la de Hegel es especialmente interesante. Fichte consideraba la naturaleza ante todo como un instrumento para la actividad moral y, por ello, daba más importancia a la esfera del espíritu humano y a la historia en cuanto que era un movimiento encaminado a la realización del orden del mundo moral e ideal. En la filosofía de la religión de Schelling la historia aparece como la narración del retorno a Dios de la humanidad, narración de los movimientos del hombre separado del verdadero centro de su ser. En Hegel juega un papel prominente la idea de la dialéctica de los espíritus nacionales, acompañada de la noción de los llamados mundos históricos individuales. El movimiento de la historia como un todo ha sido reducido al movimiento para la realización de la libertad espiritual. Puede decirse que, por lo general, los grandes idealistas creían que, en su época, el espíritu humano había llegado a ser consciente de la significación de su propia actividad dentro de la historia y del sentido o dirección del proceso histórico global.
Pero, fundamentalmente, el romanticismo se caracteriza por el sentimiento y la nostalgia de lo infinito. Las ideas sobre la naturaleza y sobre la historia de la humanidad se fundían al ser consideradas como dos manifestaciones de la vida infinita, como aspectos de una especie de poema divino. La idea de la vida infinita era el factor unificador de la visión romántica del mundo. A primera vista, la apreciación romántica del Volksgeist puede parecer sólo una variación de la importancia concedida al libre desarrollo de la personalidad de los individuos. No son radicalmente incompatibles, dado que la totalidad infinita se concebía como vida infinita que se manifiesta a sí misma en los seres finitos y gracias a ellos, aunque nunca negándolos o reduciéndolos a simples instrumentos mecánicos. El espíritu de los pueblos se concebía como una manifestación de esta misma vida infinita, como totalidades que necesitaban para alcanzar su pleno desarrollo la libre expresión de las personalidades de los individuos, quienes venían a ser portadoras de este espíritu. Del mismo modo se puede hablar del Estado considerado como encarnación política del espíritu del pueblo.
El romanticismo concebía la totalidad infinita de una manera fundamentalmente estética, como un todo orgánico en el que el hombre podía sentirse como individuo, esto es, podía alcanzar esta unidad más bien por la intuición y la sensación. El pensamiento conceptual tiende a fijar y perpetuar límites y fronteras definidas, mientras que el pensamiento romántico tiende a borrarlos y disolverlos en el flujo infinito de la vida. Dicho de otra forma, el sentimiento romántico de lo infinito con frecuencia era un sentimiento de lo indefinido. Esta característica puede observarse en la tendencia a oscurecer la separación entre lo finito y lo infinito, en la frecuente fusión de filosofía y poesía y, en el campo del arte, en la mezcla de las diversas artes.
En parte se trataba de reconocer afinidades y de sintetizar los diversos tipos de experiencias del hombre. F. Schlegel consideraba que la filosofía era una forma de religión, ya que ambas se relacionaban con lo infinito y que todas las relaciones del hombre con lo infinito pertenecen al ámbito religioso. En este sentido, el arte también es religioso; el artista creador ve lo infinito en lo finito al captar y expresar la belleza. Sin embargo, la repugnancia de los románticos por las formas definidas fue una de las razones por las que Goethe lanzó su famosa afirmación de que lo clásico es lo sano y lo romántico lo enfermo. No obstante, algunos románticos sintieron la necesidad de dar forma definida a sus visiones vagas e intuitivas de la vida y de la realidad, de manera que la nostalgia de lo infinito y la libre expansión de la personalidad humana pudieran ser más fácilmente reconocidas. Schlegel, por ejemplo, creyó que el catolicismo podía satisfacer esta necesidad.
Evidentemente, el sentimiento del infinito es un rasgo común del romanticismo y del idealismo. La idea del Absoluto infinito, concebido como vida infinita, es básica en los últimos escritos de Fichte; el Absoluto también es el tema central en el pensamiento de Schelling, de Schleiermacher y de Hegel. Por lo demás, puede decirse que los idealistas alemanes tienden a concebir el infinito no como algo opuesto a lo finito, sino como vida o actividad infinita que se expresa a sí misma precisamente en lo finito. Concretamente, Hegel hizo un intento deliberado de relacionar lo finito y lo infinito, de establecer entre ambas ideas una conexión que no las identifique, ni reste valor a lo finito haciéndolo aparecer como irreal o ilusorio. La totalidad vive en sus manifestaciones particulares y por medio de ellas, tanto si es una totalidad infinita —el Absoluto— como una totalidad relativa —el Estado—,
La afinidad espiritual entre el movimiento romántico y el idealismo es indudable y los ejemplos de ella son múltiples. Cuando Hegel considera el arte, la religión y la filosofía en relación con el Absoluto, se advierten claras semejanzas con las ideas de Schlegel a las que ya he aludido. Sin embargo, no debe olvidarse los contrastes entre los grandes filósofos idealistas y los románticos. Schlegel identifica filosofía y poesía y sueña con el día en que ambas sean realmente una sola cosa. Cree que el filosofar es ante todo una actividad intuitiva y no un razonar deductivo. Cualquier demostración lo es de algo antes intuido; la intuición precede a los argumentos deductivos y, por ello, el razonamiento conceptual es siempre secundario.[15] Como dijo Schlegel, Leibniz afirma y Wolff demuestra. Evidentemente, esta afirmación no era un elogio de Wolff. Pero la filosofía está en relación con el universo, con la totalidad; no podemos demostrar la existencia de la totalidad ya que ésta sólo puede ser captada intuitivamente. Tampoco puede ser descrita del mismo modo como puede describirse una cosa concreta y sus relaciones con las otras cosas concretas. En cierto modo, la totalidad puede mostrarse —como, por ejemplo, en la poesía—, pero decir concretamente lo que es está fuera del alcance humano. Por ello, el filósofo se enfrenta con la ardua tarea de tratar de decir lo que no se puede decir. La filosofía y el propio filósofo son para el filósofo un asunto irónico.
Sin embargo, cuando pasamos de Schlegel, el romántico, a Hegel, buen representante del idealismo, apreciamos la clara insistencia de este último en la necesidad del pensamiento conceptual y sistemático, y la negativa a recurrir a cualquier tipo de misticismo del sentimiento. Hegel, desde luego, se preocupó de la totalidad, del Absoluto, pero debía pensarlo para expresar la vida de lo infinito y sus relaciones con lo finito en un pensamiento conceptual. Es cierto que interpretó el arte, incluida la poesía, como algo centrado en el mismo tema esencial de la filosofía, el espíritu absoluto, pero no perdió de vista nunca la diferencia formal entre arte y filosofía. Son cosas distintas que no conviene confundir.
Se puede alegar que el contraste entre la idea de los románticos sobre la filosofía y la de los grandes idealistas es menor que el que existe entre las posiciones de Schlegel y Hegel. Fichte postulaba una intuición intelectual básica del yo puro o absoluto, y su concepción influyó considerablemente en algunos románticos. Schelling insistía en que, al menos en una etapa del filosofar, es posible la aprehensión del Absoluto en sí y que esto sólo es posible mediante la intuición mística. También le daba mucha importancia a la intuición estética por la que se capta la naturaleza del Absoluto en su forma simbólica. Además, incluso dentro de la lógica dialéctica de Hegel, que es una lógica en movimiento destinada a mostrar la vida interior del Espíritu y a superar las antítesis conceptuales que la lógica ordinaria considera fijas y permanentes, pueden advertirse rasgos románticos. La manera como Hegel concibe el espíritu humano, haciéndolo pasar sucesivamente por una serie de fases, y como un movimiento incesante de una posición a otra, puede ser considerada como una expresión de la actitud romántica. La lógica de Hegel se aparta del espíritu romántico y es la base de su pensamiento, sin embargo, podemos advertir una profunda afinidad espiritual con el romanticismo.
No se trata de negar la existencia de una afinidad espiritual entre el idealismo metafísico y el romanticismo, sino de indicar que, en líneas generales, los filósofos idealistas se ocupan del pensamiento sistemático mientras que los románticos subrayan el papel de la intuición y el sentimiento, y confunden filosofía y poesía. Schelling y Schleiermacher estaban más cerca del espíritu romántico que Fichte y Hegel. Fichte postulaba la intuición intelectual básica del yo puro o absoluto, pero no creía que esto supusiera una visión mística privilegiada. Era la intuición de una actividad que se manifiesta a sí misma en la conciencia reflexiva. No se requiere una capacidad mística o poética sino la reflexión transcendental. En su ataque a los románticos, Fichte insiste en que la filosofía, a pesar de exigir una intuición intelectual básica del yo como actividad, es sobre todo pensamiento lógico que produce ciencia, es decir, un cierto conocimiento. Filosofía es conocimiento del conocimiento, la ciencia fundamental; no un intento de decir lo que no se puede decir. En cuanto a Hegel, es indudable que incluso en su dialéctica pueden encontrarse rasgos románticos. Pero esto no altera el hecho de que para él la filosofía no sea una colección de elucubraciones apocalípticas, de rapsodias románticas o de intuiciones místicas, sino un pensamiento lógico y sistemático que piensa sus objetos conceptualmente. La labor del filósofo consiste en entender la realidad y en hacer que los demás la entiendan y no en construir o sugerir significados por medio de imágenes poéticas.
Como hemos visto, la transformación inicial de la filosofía kantiana en idealismo puro supone que la realidad debe ser considerada como un proceso de pensamiento o de razón productiva. Dicho de otra forma, el ser tiene que ser identificado con el pensamiento. El programa natural del idealismo consistirá, pues, en mostrar la verdad de esta identificación para poder así reconstruir deductivamente la estructura dinámica esencial de la vida y del pensamiento o razón absoluta. Por otra parte, para conservar la concepción kantiana de la filosofía como pensamiento reflexivo, consciente de su propia actividad espontánea, la reflexión filosófica debe presentarse como autoconciencia de la razón absoluta en la mente humana. Por ello, mostrar la verdad de esta interpretación de la reflexión filosófica es otra de las misiones del programa natural del idealismo.
Si pasamos a la historia concreta del movimiento idealista, observaremos las dificultades con que tropezó al desarrollar este programa. Prueba de ello son las acusadas divergencias que se produjeron al transformar la filosofía crítica en idealismo transcendental. Fichte, por ejemplo, comienza por afirmar que no irá más allá de la conciencia, en el sentido de postular como primer principio un ser que la transcienda. De ahí que su primer principio, el yo puro tal como se manifiesta en la conciencia, no pueda ser una cosa sino una actividad. Las exigencias del idealismo transcendental le obligan a desplazar la realidad última más allá de la conciencia, de manera que, en la exposición posterior de su filosofía, Fichte postula un ser infinito y absoluto que transciende el pensamiento.
Con Schelling asistimos a un proceso inverso. Mientras que en una etapa de su peregrinación filosófica afirma la existencia de un Absoluto que transciende el pensamiento humano y la conceptualización, en su filosofía de la religión intenta reconstruir reflexivamente la esencia interna de la divinidad personal. Pero, al mismo tiempo, abandona la idea de deducir a priori la existencia y estructura de la realidad empírica y, por el contrario, insiste en la libre revelación que Dios hizo de sí mismo. Persiste, sin embargo, la tendencia del idealismo a considerar lo finito como si fuera una consecuencia lógica de lo infinito; pero, después de haber introducido la idea de un Dios personal y libre, se vio obligado a ampliar sus especulaciones a distancias cada vez mayores del modelo original del idealismo metafísico.
Es inútil decir que el hecho de que tanto Fichte como Schelling desarrollaran y modificaran sus posiciones iniciales no constituye ninguna prueba de que las modificaciones y desarrollos fueran injustificados. Creo que precisamente estas variaciones son una prueba de la dificultad de realizar lo que he llamado antes programa natural del idealismo. Se puede afirmar que, ni con Schelling ni con Fichte, el ser quedó reducido al pensamiento.
Hegel efectuó los intentos más eficaces para cumplir este programa. No dudó en afirmar que lo racional es lo real y lo real lo racional. Creía que era completamente erróneo pensar que la mente humana fuera algo finito y, partiendo de aquí, no se puede poner en duda la capacidad de entender la vida del Absoluto infinito. La mente tiene aspectos finitos, pero es infinita en el sentido de que es capaz, de elevarse a un nivel de pensamiento absoluto, nivel en el que el conocimiento que tiene el Absoluto de sí mismo se identifica con el conocimiento humano del Absoluto. Hegel intenta demostrar de manera sistemática y detallada de qué modo la realidad es la vida de la razón absoluta en su movimiento hacia el conocimiento de sí misma hasta llegar a ser, en su existencia real, lo que siempre fue en esencia, concretamente pensamiento que se piensa a sí mismo.
Evidentemente, Hegel identifica el conocimiento que el Absoluto tiene de sí mismo con el conocimiento que el hombre tiene del Absoluto y, cuanto más lejos se lleva este proceso, tanto más perfectamente se cumple el programa natural del idealismo que exige que la filosofía sea una autorreflexión del pensamiento o razón absoluta. Si el Absoluto fuera un Dios personal que gozara de autoconciencia eterna, independiente del espíritu humano, el conocimiento que el hombre tuviera de Dios sería una visión externa. Sin embargo, si el Absoluto fuera totalmente realidad —el universo—, interpretado como desarrollo del pensamiento absoluto que alcanza una autorreflexión en el espíritu humano, el conocimiento que el hombre tendría del Absoluto vendría a ser el conocimiento que el Absoluto tiene de sí mismo. La filosofía es un pensamiento productivo que se piensa a sí mismo.
¿Qué se entiende por pensamiento productivo? Puede decirse que es el universo considerado teleológicamente, como un proceso universal en marcha hacia el autoconocimiento, y que este autoconocimiento no es más que el conocimiento por parte del hombre de la naturaleza, de sí mismo y de su historia. En este caso, no hay nada más allá del universo, ningún pensamiento ni razón que se exprese a sí misma en la naturaleza y que a la vez exprese la historia humana como si la causa eficiente se expresara a sí misma en sus efectos. Teleológicamente considerado, el pensamiento es primario, en el sentido de que es a la vez el fin del mismo proceso, y lo que le da significación. Pero lo que es real e históricamente primario es el ser, en forma de naturaleza objetiva. En este caso, el modelo del idealismo sugerido por la transformación inicial procedente de la filosofía kantiana ha sufrido una notable alteración, puesto que esta transformación supone una imagen de la actividad del pensamiento infinito en cuanto que produce o crea el mundo objetivo, mientras que la idea que acabamos de exponer supone únicamente el mundo real de la experiencia, interpretado como proceso teleológico. El telos del proceso se considera que es la autorreflexión del mundo en la mente humana y gracias a ella. Pero esta finalidad es un ideal que en ningún momento puede cumplirse. Por ello, la identificación del ser y del pensamiento nunca se consigue de verdad.
Otro de los aspectos de las divergencias del modelo natural del idealismo postkantiano es el siguiente; F. H. Bradley, representante del idealismo absoluto en Inglaterra, insiste en el concepto de Dios como concepto que inevitablemente se transfiere al de Absoluto, es decir, que si la mente trata de pensar lo infinito de una manera rigurosa, acaba por tener que reconocer que el infinito no puede ser más que el universo del ser, la realidad como un todo, la totalidad. La religión desaparece en esta transformación de Dios en el Absoluto. «Dios no puede quedarse junto al Absoluto y, habiendo llegado a ello, se perdió, y con él la religión.»[16] Algo parecido afirmó R. G. Collingwood: «Dios y el Absoluto no son idénticos sino distintos. Pero son idénticos en este sentido: Dios es la forma imaginativa o intuitiva en la que el Absoluto se revela a sí mismo a la conciencia religiosa».[17] Si conservamos la metafísica especulativa, tenemos que admitir que el teísmo está a medio camino entre el antropomorfismo politeísta y la idea del Absoluto omnicomprensivo.
Es evidente que, a falta de una noción clara sobre la analogía del ente, no es posible el concepto del ser finito como ontológicamente distinto del ser infinito. Pero, pasando esto por alto, lo importante es que el idealismo postkantiano es fundamentalmente antropomórfico. El modelo de la conciencia humana es transferido a la totalidad de la realidad. Supongamos que el yo humano sólo alcanza indirectamente la autoconciencia, es decir, que se va antes al no-yo. Entonces éste debe ser puesto junto al yo, no en el sentido de que el no-yo sea ontológicamente creado por el yo, sino en el de que ha de ser reconocido como objeto para que haya conciencia. El yo puede volver a sí mismo y llega así a ser reflexivamente consciente de sí mismo. En el idealismo postkantiano este proceso de la conciencia humana es la idea clave que sirve para interpretar toda la realidad. El yo absoluto, o razón absoluta, o como quiera llamársele, se considera (en un sentido ontológico) que ha de poner el mundo objetivo de la naturaleza como condición necesaria para la vuelta a sí mismo en el espíritu humano y merced a su actividad.
Este esquema general es una consecuencia de la transformación de la filosofía kantiana en idealismo metafísico. Pero este hiperdesarrollo de la teoría kantiana del conocimiento hasta transformarse en una metafísica cósmica implica una interpretación del proceso de la realidad como un todo, de acuerdo con el modelo de la conciencia humana. En este sentido, el idealismo postkantiano contiene marcados elementos antropomórficos; éste es un hecho que hay que hacer notar, si se tiene en cuenta que frecuentemente se ha juzgado que era mucho menos antropomórfica la concepción idealista que la teísta. Es evidente que Dios sólo puede ser concebido analógicamente; tampoco podemos concebir la conciencia divina más que de manera analógica respecto a la conciencia humana. Pero se puede intentar la eliminación de aquellos aspectos de la conciencia relacionados con la finitud. Aunque se puede argüir que para atribuir al infinito un proceso de reflexión autoconsciente es necesario este elemento antropomórfico.
Ahora bien, si hay una realidad espiritual que —en todo caso— es lógicamente anterior a la naturaleza y llega a ser autoconsciente en el hombre y gracias a él, ¿cómo puede ser concebida? Si la concebimos como actividad ilimitada, no consciente en sí misma pero que fundamenta la conciencia, estamos prácticamente repitiendo la tesis del yo absoluto de Fichte.
El concepto de una realidad última que es a un tiempo espiritual e inconsciente es difícil de comprender. Tampoco tiene mucho parecido con el concepto cristiano de Dios. Si creemos, al igual que Schelling en sus últimos escritos sobre la religión, que la realidad espiritual que se esconde tras la naturaleza es un ser personal, el modelo del esquema idealista queda muy deformado. En este caso ya es imposible sostener la idea de que la realidad espiritual última llega a ser consciente de sí misma en el proceso del mundo. Puesto que Schelling vivió unos veinte años más que Hegel, puede decirse que (cronológicamente considerado) el movimiento idealista que sigue inmediatamente a la filosofía crítica de Kant acababa en una segunda aproximación al teísmo filosófico. Ya hemos visto cómo Bradley sostenía que el concepto de Dios es una exigencia de la conciencia religiosa, pero que, desde un punto de vista filosófico, este concepto debe ser transformado en el de Absoluto. Schelling hubiera aceptado la primera parte de la afirmación, pero hubiese rechazado la segunda, al menos tal y como Bradley la formuló. La filosofía de los últimos años de Schelling era una filosofía de la conciencia religiosa. Creía que la conciencia religiosa exigía una transformación de sus primeras ideas sobre el Absoluto en la idea de un Dios personal. En sus especulaciones teosóficas, evidentemente, introdujo elementos antropomórficos. Pero su camino hacia el teísmo representaba un alejamiento de la línea fundamental del idealismo.
Aún queda una tercera posibilidad. Podemos eliminar la idea de una realidad espiritual, consciente o inconsciente, que produzca la naturaleza y, al mismo tiempo, conservar la idea del Absoluto que deviene autoconsciente. En este caso, el Absoluto es el mundo, el universo. Así obtenemos la imagen del conocimiento que el hombre tiene del mundo y de su propia historia como autoconocimiento del Absoluto. En esta imagen, que representa la línea general de una de las interpretaciones más importantes del idealismo,[18] el mundo de la experiencia no es más que el resultado del proceso teleológico del mundo, es decir, ningún ser transcendente es necesario desde este punto de vista; el universo se interpreta como un proceso que evoluciona hacia una meta ideal, concretamente hacia la autorreflexión en el espíritu humano.
Esta interpretación de Hegel difícilmente puede considerarse equivalente a la afirmación empírica de que el hombre aparece en un momento dado de la historia del mundo y de que es capaz de conocerse a sí mismo y de aumentar este conocimiento, además de conocer su historia y su medio ambiente. Es de suponer que nadie, ya sea materialista, idealista, teísta, panteísta o ateo, tenga el menor inconveniente en aceptar estas afirmaciones. La interpretación hegeliana es teleológica, y supone un movimiento del universo hacia el conocimiento humano, y este movimiento es el conocimiento que el universo tiene de sí mismo. Pero, a no ser que estemos dispuestos a admitir que esto es sólo una de las posibilidades de considerar el proceso del mundo y, de esta forma, permanezcamos expuestos a la objeción de que nuestra elección de este modelo particular está determinada por un prejuicio intelectual favorable al conocimiento (esto en cuanto a un juicio de valor particular), estamos obligados a reivindicar que el mundo se mueve por una necesidad inherente hacia su autoconocimiento en y por el hombre. Pero ¿con qué otro fundamento podemos hacerlo sino a partir de la creencia de que la naturaleza en sí es una mente inconsciente —lo que Schelling llamaba espíritu adormecido— que se esfuerza por alcanzar una conciencia, o que tras ella yace una razón o mente inconsciente que, espontáneamente, pone la naturaleza como una condición previa y necesaria para alcanzar la conciencia en y por el espíritu humano? Cualquiera de estas dos proposiciones que admitamos nos obliga a transferir al universo como totalidad el modelo del desarrollo de la conciencia humana. Este procedimiento exige la transformación de la filosofía crítica en idealismo metafísico; pero es indudable que no por ello tiene un carácter menos antropomórfico que el teísmo como filosofía explícita.
En este capítulo hemos considerado el idealismo alemán como una teoría, o más bien, un conjunto de teorías sobre la realidad como un todo, como la automanifestación del Absoluto. La filosofía del hombre es una de las notas más sobresalientes del movimiento idealista, como fácilmente puede deducirse al considerar las premisas metafísicas de sus más conspicuos representantes. Según Fichte, el yo absoluto es una actividad ilimitada que se puede representar como movimiento tendente a la consecución de su propia libertad. Pero la conciencia existe sólo como conciencia individual; por ello, el yo absoluto se expresa a sí mismo en una serie de sujetos o seres finitos que tienden a elevarse hasta su verdadera libertad. Aquí irrumpe, como no puede ser por menos, la consideración moral de la actuación humana. La filosofía de Fichte es fundamentalmente un idealismo ético dinámico. Para Hegel el Absoluto es un espíritu, o un pensamiento que se piensa a sí mismo, y, por lo tanto, puede revelarse mejor en el espíritu humano que en la naturaleza. Debe insistirse en la consideración reflexiva de la vida espiritual —la vida del hombre como ser racional— más que en la filosofía de la naturaleza. En cuanto a Schelling, cuando afirma la existencia de un Dios libre y personal, se enfrenta con el problema de la libertad humana y con el retorno del hombre a Dios.
Las tesis del idealismo sobre el hombre y la sociedad reafirman siempre la libertad, pero esta palabra no tiene en todos los casos el mismo significado. Fichte ve la libertad del individuo manifestándose en la acción, tal vez a consecuencia del propio carácter del filósofo, enérgico y decidido. En cierto modo, para Fichte el hombre es un sistema de tendencias, instintos e impulsos naturales; y, desde este punto de vista, no puede hablarse de libertad humana. Pero el hombre, en cuanto que es espíritu, no está obligado a satisfacer automáticamente un deseo tras otro y puede dirigir su actividad hacia una meta ideal según su concepto del deber. Como para Kant, la libertad significa algo que surge a un nivel más elevado que el de la vida de los impulsos sensoriales y corresponde a la acción de un ser moral y racional. Fichte se inclina más bien a pensar que la actividad misma es también su propia meta, y el énfasis con que recalca la libre acción nunca transciende esta acción.
Pero, a pesar de que para Fichte lo principal sea la actividad del individuo por su capacidad de elevarse por encima de la esclavitud del impulso natural hasta una vida de acción concorde con su deber, cree que, en cierto modo, se debe dar algún contenido a la idea de la libre acción moral. Esto es posible gracias a la ampliación del concepto de la misión moral del hombre. Esta misión moral y la serie de actos que el hombre debe realizar en el mundo se determinan en alto grado por la situación social del individuo, así, por ejemplo, la posición de padre de familia. Finalmente obtenemos una visión de la gran variedad de misiones morales en cuanto que éstas convergen hacia una finalidad ideal común, es decir, hacia el establecimiento de un orden moral del mundo.
Fichte en su juventud fue entusiasta partidario de la Revolución Francesa que creía liberaría a los hombres de las formas opresivas de la vida social y política que, según él, eran el mayor obstáculo para el desarrollo de la moralidad libre del hombre. Posteriormente surgió la pregunta, ¿cuál es la forma de organización social, económica y política mejor para que el hombre desarrolle más su moralidad? Fichte se vio obligado a potenciar el papel de la sociedad política como fuerza educativa y moral. En sus últimos años, se preocupó mucho por los acontecimientos políticos de la época, especialmente por la dominación napoleónica y la guerra de liberación. Estas reflexiones le llevaron a una visión nacionalista de un Estado unificado alemán con una misión cultural en el que los alemanes encontrarían, por fin, su propia libertad. Pero lo que caracteriza su pensamiento es la idea de que el Estado es el instrumento necesario para proteger los derechos del hombre hasta que éste no haya desarrollado por completo su misión moral. Cuando el hombre alcance su plenitud moral, el Estado debe desaparecer.
Si volvemos a Hegel, nos hallamos ante una posición distinta. También en su juventud vio con simpatía la Revolución Francesa a la que consideraba como una posibilidad de libertad y esta palabra juega un importante papel en su filosofía. Como más tarde veremos, Hegel representa la historia humana como un movimiento hacia la plena realización de la libertad. Hace una clara distinción entre libertad negativa, que es la mera ausencia de limitaciones, y la libertad positiva. Como ya decía Kant, la libertad moral implica obediencia a la ley que uno se da a sí mismo en cuanto ser racional; pero lo racional es lo universal. La libertad positiva supone la identificación de uno mismo con una finalidad que transciende los propios deseos. Al identificar la voluntad personal del individuo con la voluntad general de Rousseau, que se expresa en el Estado, se alcanza la libertad positiva. La moralidad es esencialmente moralidad social. La ley moral formal encuentra su aplicación en la vida social, especialmente en el Estado.
Fichte y Hegel trataron, por estas razones, de superar el formalismo de la ética kantiana dando a la moralidad una situación social. Pero se aprecia una diferencia entre ambos. Fichte insiste en la libertad individual y en la actividad del hombre según el deber que le impone la conciencia personal. Además, conviene añadir que la vocación moral del individuo es un elemento de un sistema de vocaciones morales y, de esta manera, se incluye en la sociedad. En la ética de Fichte, lo más importante es la lucha que mantiene el individuo para superarse a sí mismo, es decir, para ponerse a sí mismo en concordancia con la voluntad libre que tiende hacia la libertad total. Hegel, por el contrario, subraya desde un principio la sociedad política en la que el individuo se encuentra incluido y, por ello, resalta el aspecto social de la ética. La libertad positiva se consigue gracias a la participación en la totalidad social orgánica. Para contrarrestar esta visión un poco parcial que hemos dado, añadiremos que para Hegel el Estado sólo llega a ser completamente racional si reconoce el valor de la libertad subjetiva o individual. Cuando Hegel daba lecciones en Berlín sobre teoría política describiendo el Estado en términos muy retóricos, pretendía que sus oyentes tomaran conciencia social y política, y su interés básico estaba en la superación de lo que él había llamado preponderancia unilateral y nefasta de la moralidad interior. La propaganda del totalitarismo estaba muy lejos de su intención. Por otra parte, según Hegel, las instituciones políticas son el fundamento necesario de las actividades espirituales superiores del hombre, como el arte, la religión y la filosofía, en las que la libertad espiritual alcanza su expresión suprema.
Lo que se echa de menos, tanto en Fichte como en Hegel, tal vez sea una teoría clara sobre los valores morales absolutos. Si tenemos en cuenta que para Fichte la acción sólo existe para sí misma y la libertad también acaba en sí misma, comprenderemos el carácter único de la vocación moral de cada uno de los seres humanos. Al mismo tiempo, corremos el riesgo de exagerar la importancia de la personalidad creadora y la originalidad de su vocación moral a expensas de la universalidad de la ley moral. Sin embargo, si socializamos la moralidad como lo hizo Hegel, evitamos el formalismo de la ética kantiana, pero nos exponemos a relativizar las normas y valores morales según los distintos períodos culturales y sociales en los que se produzcan. Evidentemente, muchos suscribirían esta afirmación, pero, si no la aceptamos, sentimos la necesidad de una teoría más explícita sobre los valores morales que la de Hegel, en la que su carácter absoluto sea indudable.
El pensamiento de Schelling se apartaba mucho de los de Fichte y Hegel. En uno de los estadios de su desarrollo, recogió muchas de sus ideas anteriores y llegó a representar la actividad moral del hombre como algo que tiende a crear una segunda naturaleza, es decir, un orden moral del mundo, un mundo moral dentro del mundo físico. Pero la diferencia entre su posición y la de Fichte es mayor porque Schelling añade una filosofía del arte y de la intuición estética a las que atribuye una decisiva importancia para la metafísica.
Con Fichte, el centro de gravedad caía en la lucha moral y en la libre acción moral, mientras que en Schelling se sitúa en la intuición estética a la que consideraba como llave para penetrar en la naturaleza última de la realidad. El genio del artista brilla más que el héroe moral en el pensamiento ético de Schelling. Sin embargo, cuando los problemas teológicos absorben completamente su atención, su filosofía del hombre adopta inmediatamente un subido matiz religioso. Schelling pensaba que la libertad es la capacidad de elegir entre lo bueno y lo malo, y que la personalidad moral es innata y resplandece en la oscuridad del mundo físico por la sublimación de la naturaleza inferior del hombre y la subordinación a la voluntad racional. Pero estos temas aparecen en forma metafísica. Por ejemplo, las ideas sobre la libertad y la personalidad que hemos mencionado condujeron a Schelling a especulaciones teosóficas sobre la naturaleza de Dios. Sus tesis sobre la naturaleza divina repercuten en su visión del hombre.
Volvamos a Hegel, el más grande de los idealistas alemanes. Sus análisis de la sociedad humana y su filosofía de la historia son impresionantes. Muchos de los que asistieron a sus clases sobre la historia deben haber sentido la importancia del pasado y el movimiento de la historia como algo presente. Hegel no se preocupaba sólo de hacer comprender el pasado. Hemos visto cómo su interés principal consistía en ayudar a sus alumnos a que tomaran conciencia social, política y ética. Creía que su análisis del Estado racional aportaría un esquema a la vida política de su tiempo, especialmente a la política alemana. Pero Hegel insiste siempre en la comprensión. No en vano dijo que el búho de Minerva sólo extiende sus alas al oscurecer y que cuando la filosofía desprende un color grisáceo es que algún carácter de la vida se ha enfriado. Hegel creyó que la filosofía política servía para justificar formas sociales y políticas de una sociedad o cultura que estaban a punto de desaparecer. Una cultura o sociedad maduras, o incluso más que maduras, llegan a ser conscientes de sí mismas en la reflexión filosófica y precisamente gracias a ella. Esto sólo puede producirse en un momento en que el desarrollo de la vida exige y ofrece nuevas sociedades y nuevas formas sociopolíticas.
Con Marx aparece una actitud diferente. La tarea del filósofo radica en comprender el movimiento de la historia para así poder cambiar las instituciones y formas de organización social de acuerdo con el movimiento teleológico de la historia. Marx no niega el valor y la necesidad de la comprensión, pero insiste en su función revolucionaria, y, en este sentido, sí que puede decirse que Hegel mira hacia atrás y Marx hacia adelante. No hay necesidad de discutir aquí la validez de las ideas de Marx sobre la función del filósofo. Basta con señalar las diferentes posiciones de los grandes idealistas y de los revolucionarios sociales. Para encontrar en el campo idealista algo semejante al celo proselitista de Marx hemos de volver a Fichte y no a Hegel. Como veremos, Fichte creía que su propia filosofía debía ser salvada para bien de la sociedad humana. Hegel, por el contrario, sentía todo el peso de la historia sobre sus hombros y, lanzando una mirada retrospectiva sobre la historia del mundo, su ambición esencial era la de comprenderla. Además, a pesar de que nunca pensó que la historia se hubiera detenido al abrirse el siglo XIX, su sentimiento histórico era lo bastante agudo como para preservarle de cualquier utopía filosófica sobre la historia.