20

Hacia el Este la niebla cede en su cerrazón con el primer rayo de la amanecida, la espera dentro del coche, limpia con la mano el vaho del parabrisas, a pesar del escalofrío baja la ventanilla con un giro lento de manivela, con la misma parsimonia se sube el cuello del comando, con la brisa inundan el vehículo los ruidos de muy de mañana, el piar de los pájaros, todavía existen, el gruñir del acero mordido por el laminador, la tos seca, metálica, de las forjas e imponiendo su delicadeza el olor del campo tras la lluvia, saborea el ozono, el olor es muy importante y aguarda solitario el nacimiento de las formas según avanza la claridad del día.

El amanecer le encuentra aparcado al borde de la escombrera, en la senda marcada por la rodadura de los camiones y el golpe de los volquetes, donde el verde paisaje de las lomas se degrada en la montaña artificial de escoria y chatarra inútil, cerro que se desfleca en inverosímiles objetos deteriorados, la taza de un váter, el pedal de una bicicleta, la junta de caucho y fracciones herrumbrosas de difícil identificación.

Lizarraga abre la portezuela y desciende del coche, el desolador panorama acentúa su soledad, es un hombre solitario y lo comprueba, meticuloso mira en todas direcciones, los pájaros, el ozono y la fuga de una rata, ningún otro signo de vida alrededor, sacude los pies entumecidos, guarda las manos en los bolsillos del chaquetón y se dirige hacia el camino de tablas y cascajo.

Sube con parsimonia, las tablas, simplemente tiradas sobre el suelo, permiten la ascensión de carretillas sin que se hundan sus ruedas en el barro, los zapatos no emiten ningún ruido sobre ellas, si se las abandona sí, la heterodoxa composición de la montaña cruje bajo las pisadas, recuerda los tiempos heroicos con trasiego de pirámides, cierra los ojos, reproduce la marcha última encapuchado, los ruidos devienen familiares, superpuestos en la memoria coinciden salvo en el rumor de fondo, la acería estaba muda por la huelga.

Llega a la garita y abre la puerta descerrajada, es un barracón de tableros mal encajados y sin lucir, el primitivo tingladillo sobre el horno histórico evolucionó de depósito de herramientas a refugio del vigilante nocturno, hasta quedar en el más absoluto de los abandonos según crecía la montaña artificial y la fábrica se prolongaba hacia el interior del valle, entra, está en el espacio teórico del primitivo tragante de su primer horno alto y ahora, prevenido, el tufo le golpea con la fuerza de una prensa, porque lo espera, es algo impalpable pero real, algo que aún revolotea en el ambiente, que rezuma bajo la capa de escombro, el gas de los desmayos espectaculares ya no marea, sólo el advertido olerá un algo cerrado y ocre, un olor de ambigua identidad, ni siquiera tapiza el paladar con su primitivo regusto metálico, pero está ahí, indeleble, impregnando las paredes y la ropa de quien viva días y noches en continuo roce con sus tablas mal encoladas, suspira, no estaba en Francia, en algún lugar de Euskadi Norte, estaba en casa, en su propiedad privada, lo pone en varios letrerones destartalados bajo el trébol de cuatro hojas con la huella de los impactos de carabinas de aire comprimido, blanco ideal para juegos infantiles, propiedad privada, prohibido arrojar basura.

Aplica el ojo a una de las rendijas, se ven los dientes de sierra de la fábrica, casi toda la mole de la número dos, las primeras casas del pueblo y la torre de la iglesia, lo que significa que allí está la plaza y en consecuencia, en los soportales de enfrente, su hogar, y en el primer piso, tras el balcón de hierro forjado, su dormitorio. Libe se habrá despertado sola en la cama preguntándose adonde habrá ido este hombre sin desayunar, ama birgiña, tan temprano y con este tiempo le va a dar un patatús, agobiada en faenas domésticas murmurará la recomendación paradójica y sempiterna, deja que trabajen los jóvenes, tú ya has hecho bastante. Tapa la rendija con la mano para sentirla corriente de aire.

Se vuelve hacia el interior, ningún signo de habitabilidad, la tienda de lona no existe pero sí tiene que existir la huella de una evidencia, se agacha, en cuclillas va tanteando, su fuerza de voluntad sensibiliza la yema de los dedos en una auscultación decisiva, pasa y repasa entre la capa de polvo, le duelen los riñones, se incorpora, se limpia las manos con el pañuelo y vuelve a palpar el suelo en una sistemática triangulación topográfica que revela clavos, trozos de carbón, acumulo de años, tose por el polvo, ya no diferencia el olor, lo tiene dentro, asimilado, el muñón del anular izquierdo da la alarma al contactar con una diminuta astilla, tantea, es el mugido berrendo de la ballena embarrancada, la pesada maniobra del camión y las órdenes, silencio, al suelo, mentalmente revive la circunstancia angustiosa y el sudor acude reflejo, allí está la pequeña huella del cuchillo manejado a lo berbiquí, un orificio troncocónico, cierra los ojos y reproduce el tacto, la misma sensación de las migas de serrín, buscándole por medio mundo y no había abandonado su casa, la confirmación le tambalea, se apoya en la rústica jamba de la puerta, respira hondo el aire libre, lo que hubiera dado por poderlo hacer días atrás.

Peor, mucho peor de lo que se figuraba puesto que nadie podría imaginarse un refugio tan ideal salvo aquellas personas que conocieran su existencia, que supieran el elemental funcionamiento de la escombrera fuera de servicio y las costumbres rutinarias del mantenimiento, personas muy familiarizadas con los hábitos de la empresa, una traición absoluta porque sólo podía proceder de un íntimo, ¿Patxi?, ¿Abad?, ¿Mondragón?, daba igual el nombre, la traición era de la idea, la falsedad de la gran familia hermanada en la producción de acero, veía cada uno de los detalles del rapto con una lucidez especial en una nueva película del hombre en trance de ahogarse, sabían cosas, le interpelaban con cosas íntimas, le echaban en cara fragmentos del pasado, anécdotas históricas como la de Jáuregui, y lo de Jáuregui no lo sabía nadie, cuando ampliaron con los segundos hornos, la cosa iba bien pero el dinero contante escaseaba, Jáuregui era el contratista y la obra nueva se convertía en vieja, se retrasaba a pesar de los hombres, el cupo de cemento y las demás facilidades que le daba, lo que necesites pero termina, no te preocupes de los plazos, le había impuesto una penalización leonina, acaba, el caso es acabar y cuando acabó no había una peseta, créditos volanderos, se trataba de Jáuregui o Lizarraga y no le quedó más remedio que aplicar el contrato a rajatabla, se arruinó él solo, por comprometerse a lo que no podía cumplir, discutió con el único testigo, su amigo íntimo, su brazo derecho, más que un hermano, si te dedicas a rescatar ineptos te hundes con ellos, Mikel, el otro «Jenti» se enfureció y ahí empezaron a enfriarse sus relaciones, cuando murió atravesado por la varilla, mejor no pensarlo, fue un accidente, nadie se suicida por los negocios, los de Wall Street eran enfermos mentales, Jáuregui con el tiempo se hizo de oro construyendo en la Costa del Sol, por arruinarse a tiempo, en Eibain no hubiera pasado de albañil distinguido, pero lo de los plazos, la promesa rota de no te preocupes de los plazos, tenía un único testigo, Olaso, y estaba muerto, estaba claro como la luz del día y explicaba toda una conducta, a través de las conversaciones domésticas la transmisión de un ideario con ejemplos concretos.

Desciende de la lúgubre montaña con el amargo sentimiento de haber reconstruido el puzzle, el arrabio desplaza al aroma de la tierra húmeda, monta en el coche y medita una decisión contra natura sin prestar atención al hecho físico de conducir por un trayecto que se sabe de memoria.

—Hola, Feli, ¿puedo pasar?

—¿Cómo que si puedes, Joshemari? Estás en tu casa, adelante. Qué milagro, después de tanto tiempo. No sabes lo que me alegro, pobre, estás muy bien para lo que has pasado, nos tuviste rezando todo el día, muy bien te encuentro, pero que muy bien.

—Mala hierba nunca muere, ya sabes. ¿Está tu hijo?

—Sí, durmiendo, hace el turno de noche, ¿quieres que le avise?, ¿quieres tomar algo?

—Quisiera darle una sorpresa. A solas. Es cosa de hombres.

—Lleva una temporada fatal, de los nervios. La huelga nos ha afectado a todos.

—Mientras me preparas un café, ¿hace?

La viuda de Olaso se retira a la cocina. Lizarraga cruza el breve comedor desviando la vista de su amigo, la foto de boda preside la estancia, el otro «Jenti», encorbatado, sonríe del brazo de su esposa. Por los bordes del marco de alpaca añora el sepia de los años. Llama con los nudillos antes de entrar.

—¿Mikel? Soy yo.

—Adelante, don yo.

Sentado en la cama, en camiseta, podría ser su amigo redivivo, las facciones del rostro no son iguales, pero tienen el mismo aire de familia recio y obstinado, inconfundible. El tórax, con los músculos prolongados hacia los hombros de forma rotunda, tienen la misma anchura recubierta de vello oscuro, se lo figura en tensión forcejeando contra él como en los buenos tiempos, compitiendo en el juego y el trabajo, apostando. Le afecta el parecido.

—Hola.

—¿Qué pasa? ¿Viene solo? Viene a por algo, todo lo hace por algo, ¿qué quiere?

—Hablar contigo, Abelbi.

El hombre da un respingo, un escorzo rápido y la Parabellum dormida bajo la almohada luce su negra opacidad en una mano firme que no tiembla. El hombre de acción adulto se contradice en un cuarto de soltero demasiado juvenil para sus años con los posters de Che Guevara, Miss Janvier y Euskalherria, un plano rematado por el guiño circular de Logroñaldea.

—Ni un grito, ni un movimiento, las manos quietas.

—Deja el circo, he venido solo, no le daría un disgusto así a tu madre por nada del mundo. Sólo quiero hablar contigo.

—Pues desembucha mientras me visto.

—Deja la pistola, ya no me das miedo y tampoco te atreverías a disparar en tu casa.

—No des consejos, coño, y larga lo que sea.

Tuteando e iracundo la voz se le vuelve más grave, bajo una máscara se identificaría plenamente con la del recuerdo, la del odio capaz de inducir a una fuga desesperada.

—¿Por qué?

—¿Por qué? No lo diré, eres la rehostia de listo, adivínalo, ni aunque me torturen que no podrán, me largo.

—No hace falta.

—¿No me has denunciado?

—No, ni pienso hacerlo.

—Eso no te lo crees ni tú, cabrón.

—Desaparecido el misterio se acabó el miedo, así que no me vuelvas a insultar o te pego una leche.

—¿Con el brazo roto?

—No está roto.

—Lo siento.

—Me habéis convencido, así que no voy a tomar ninguna represalia contra ti ni contra nadie, a los demás no los conozco y tampoco tengo el menor interés en saber quiénes son.

—Angelical criatura. Mantendrás los sueldos, no discriminarás a los readmitidos, regalas cincuenta millones, ¿y qué más?

—Ya te digo, me habéis convencido y renuncio a mi papel de cerdo capitalista. Vendo a los americanos. Me retiro por el foro y así Eibain podrá conocer una prosperidad sin límites.

—Eso es una cabronada.

—Es la jubilación. La partida de cartas, la siesta y no jorobar al prójimo. Es lo que queríais, ¿no?

—No podrás. El pueblo se te pondría en contra, perderías la fuerza carismática que tanto te gusta.

—Ya he podido.

—No podrás vivir sin tener a la gente bajo tu pata, no sabes vivir sin mandar a todo cristo.

—Espera y verás lo que es bueno. Vendo.

—No serás capaz de dejarlo, estás viejo y necesitas tu droga. Tienes demasiado orgullo del pasado y demasiado miedo del futuro.

—Espera y lo verás. No necesitas huir.

—¿A qué has venido?

—A comprobar mi teoría, pero sobre todo a saber por qué has participado tú, ¿por qué, di?

—Estoy hasta los huevos de tu paternalismo.

—Eso no es una razón para empuñar la pistola, ¿de dónde te sale tanto odio?, ¿de dónde?

En realidad se lo estoy preguntando a tu padre, al amigo que jamás me traicionó, nos fuimos separando ideológicamente, él nunca quiso ser patrón pero nunca dejó de ser amigo, en las discusiones se ponía de parte de los que consideraba más débiles, discutíamos pero después me compensaba con su esfuerzo sobrehumano, me lo dedicaba a mí, a nuestra amistad que también él notaba se iba debilitando, nunca pensé en ello, pero a lo mejor, no, no puede ser, no quiero que sea así, su esfuerzo productivo le llevó a las exhibiciones peligrosas, a la enseñanza de los curveros, al lanzazo que le atravesó de parte a parte, por mi culpa, no fue por mi culpa, ya está bien, me retiro y que cada uno haga lo que quiera, es muy cómodo hacer responsable al de arriba pero siempre, en toda sociedad, en todas las fábricas, hay uno arriba dando órdenes, es el gran culpable, el chivo expiatorio, la coartada de los débiles, pero sin él la cosa no anda, alguien me sustituirá y ese alguien me pondrá en los altares, y si no al tiempo.

—De las pelotas.

—Me gustaría una explicación más racional.

—En el encierro lo hablamos todo.

—Y también leído, ¿no?

Mientras se viste, al abrir el cajón de la mesilla de noche y sacar el reloj, la cartera, se ve un libro, la mitad del título, «ital», y del autor, «arx», reconocible entre un millón de volúmenes, aun perdido en la vasta estantería de la biblioteca universal lo detectaría sin el menor esfuerzo. Es el mismo. Lo señala irónico con sonrisa cansada.

—¿Eh? ¿Qué?

—¿Lo has leído?

—Dijiste que no lo habíamos leído los del grupo, yo desde luego no y eso estaba haciendo, pero es un rollo, mejor que lo acabes tú, toma, te lo regalo, a lo mejor te sirve de prueba.

—No te voy a denunciar.

—Me la trae floja, de todas formas me largo.

—Te doy mi palabra.

—Eres tan sádico que preferirías eso, guardarte la denuncia para chantajearme el agradecimiento eterno, para tenerme bajo tu pata, cosa que nunca has podido.

—Tienes un cerebro sucio y rencoroso.

—Quién fue a hablar, el de la venganza vendedora, otros vendrán que me harán bueno, ¿eh? No podrás renunciar, ya lo verás. Media vuelta, las manos contra la pared.

—¿Qué pretendes?

—Largarme.

—Y si no te obedezco, ¿qué?, ¿serás capaz de disparar con tu madre ahí al lado?

—La pobre amatxo en la cocina preparando el café para el gran jefe, todo el mundo corre a cumplir tus menores deseos, eso es lo que te gusta y no podrás renunciar a ello.

—Le destrozarás el corazón si te fugas.

—Si no me he liberado ha sido por ella, por no hacerla daño, pero ya lo has conseguido, eres tú quien destroza todo lo que te rodea, no me dejas otra salida. Media vuelta o disparo.

—¿Qué vas a hacer?

—Espera, por curiosidad, ¿quién ganó el famoso pulso de los dos «Jenti»? ¿Mi padre o tú?

—¿Qué importancia tiene eso ahora?

—Por curiosidad.

Honek, el que no está.

—Bravo, la amistad más allá de la muerte, él me contestó lo mismo, Honek, el que no está. Os pusisteis de acuerdo para guardar el secreto, ¿eh?, no para morir.

—Tu padre fue mi mejor amigo, jamás haré nada en contra de uno de los suyos, no necesitas largarte.

—Me rompes el corazón. Hala, contra la pared.

—No hagas nada de lo que después tengas que arrepentirte, piensa en tu madre.

—¿A qué viniste entonces?

—Quería sa…

—¡Revienta de una vez!

Sobre la sombra de su silueta, en el muro empapelado, crece la mancha oscura, geométrica, del cañón del modelo Brigadier, nueve largo, inencasquillable, un signo de admiración que se desploma en el vértigo, el acero choca sabio contra el cráneo, detrás de la oreja y el industrial se derrumba arrastrando consigo sombra y consciencia, la sangre fluye generosa.