Arriba, y le habían tenido que sacudir para despertarle, para emerger de la profunda beatitud fisiológica del tranquilizante de la que todavía no se había desembarazado, no era como las otras veces, arriba, arriba, y el latigazo del nervio atento, de animal acosado, le incorporaba de golpe tropezando con la atadura del saco, la cremallera tropezaba siempre en el mismo punto, ahora hilvanaba la trama del dolor, el brazo roto o lo que fuera, de su loco intento de fuga, la inyección hipnótica y de nuevo se repitieron las escenas del rapto, la asfixiante capucha de franela ahogándole y por segunda vez se encontró en el coche tirado como una alfombra en un viaje hacia, despertó, hacia casa o el paredón, así le había informado la última voz antes de dormirse, el recuerdo de un acento persuasivo como el de los anuncios audiovisuales, un diamante es para toda la vida, y con la toma de conciencia plena, despejado, se dio cuenta de que la vida, la suya, podía acabar de un momento a otro, el viaje sin retorno del amanecer, con el sueño helando los tuétanos, con las nieblas forcejeando por escapar del valle, así se los llevaban al amanecer cuando el famoso paseo, le dieron el paseo, al amanecer, y la alborada sorprendía la escarcha de cadáveres tapizando la cuneta, en la guerra como en la guerra, del dolor del brazo irradiaba la angustia física del temor a la muerte, célula a célula se transmitía a todo el cuerpo y el sudor frío, eterno compañero de cautiverio, le atenazaba la garganta impidiéndole hablar, se lo habían prohibido, sólo escuchar, quizá orientarse, actividad imposible, el ruido del motor y el traqueteo de los baches proporcionaban una información nula, sobre las duras botas que le oprimían contra el suelo los hombres parecían seres inanimados, afilando las armas, en un descampado, en una borda, en un barranco, ¿por qué no en la extraña tienda de lona?, ¿por qué el trabajo del desplazamiento con el peligro de ser descubiertos?, por desembarazarse del cadáver, en la costa, junto al mar de los balleneros y se veía desplazado entre la espuma de las rocas, desangrándose en un pajar con las gallinas picoteando alrededor, rematado entre los helechos del bosque bajo el agitar de alas huyendo del disparo, enterrado bajo el alud de un barreno en la cantera de áridos, contaminando el agua potable del embalse abrazado a cien kilos de palanquilla y en un segundo, el corto espacio eterno del presente viaje, junto a las mil imágenes de su propia muerte, el recuerdo de toda una vida que cambiaría por el brazo escayolado, por taparle la boca al dolor, al incontenible griterío del miedo que ya no aleteaba en el corazón, se disparaba en la boca en gruñidos pánicos, atemorizado por el grito de temor que se le iba a escapar, y la extremidad lacerada, cómplice involuntario, se abatía sobre el horrendo abismo mordiendo la franela para sostener el edificio de una dignidad que sabía era cuestión de tiempo, unos segundos más, el desplome definitivo, material de derribo, escombro, sintió el freno antes de desaparecer en la sima, y el alarido cedió su plaza a un corazón desbocado, llegaban al final de su historia, mañana en los periódicos podría leerse, en tal sitio, al amanecer.
—Sí, es aquí, no enciendas.
—Atención, señor Lizarraga. Instrucciones. Baje del coche y siéntese en el suelo. Cuente hasta cien. Entonces puede quitarse la capucha. Después haga lo que quiera pero no llame a la policía hasta dentro de media hora. Calcule a ojo pero largo. Si cumple bien, quedará libre. Si lo hace mal, muerto. Media hora. ¿Comprendido?
—¿Libre…? ¿Quiere decir…? Sí, sí, media hora, lo que quiera, una hora, comprendido.
—Baje con cuidado no se rompa más cosas.
—¿Libre…?
—Agur, jauna.
—¿Agur…?
Dio un traspiés, no controlaba sus movimientos ni emociones con el rigor que hubiera deseado y se sentó, inclinándose, dejándose caer, tocó hierba, intentó respirar profundo y la franela por poco le ahoga, empezó a contar, conteo angustioso de segundos, cadáveres, corderos, piezas troqueladas, acarició el suave pasto, alrededor habría algún trébol, lauburu de cuatro hojas, su marca, o a lo mejor ninguno, sin suerte, sería una broma nefanda el tenerle así engañado para rematarle sin que opusiera resistencia, tan confiado, acababa, noventa, noventa y uno, noventa y sonó el disparo, algo tiró de la subclavia paralizándole el brazo sano, el izquierdo, un rayo de fuego, de hielo, el amago de un infarto para caer desplomado, el disparo de un acelerón al ponerlo en marcha, el ruido del motor alejándose de su campo auditivo, un susto de muerte, jadea, va recuperando el aliento, pasó, más de cien porque no había parado de contar, ahora sí, podía quitarse la capucha, tiró de la agria tela y el mundo le volteó los sentidos, el mareo de la libertad, el campo, el paisaje de siempre, desde su niñez, pero algo no cuadraba, la ausencia del sol, no amanecía, la luna y las estrellas forcejeaban contra las nubes sin intención de retirarse, era de noche, un paseo nocturno con la maravillosa posibilidad del retorno a casa, volver del paseo, era un hombre libre, un hombre en libertad condicional como todos los hombres, y las lágrimas saltaron la barra de los párpados inundándole el alma y cuando se quiso dar cuenta estaba arrancando a puñados la hierba y metiéndosela en la boca, masticándola por sentir el verde sabor de la libertad y así estuvo voluntariamente, en la noche, llorando y masticando hierba durante una incontrolable sucesión de minutos hasta que los nervios volvieron a su cauce.
Nadie, una campa desierta, y abajo, junto a la arboleda, al final de la valla, la sombra de una casa con la palabra bar mal iluminada y más lejos otras casas con el aire de ser un pueblo español, no francés, y el relente de la noche golpeando su cuarteada ropa le animó, no sería una trampa, demasiado barroca, y empezó a andar consciente ya de sus actos, sacudiéndose la chaqueta, se veía entrar como una aparición, sucio, roto, mal encarado, se frotó los ojos, se alisó el cabello, se veía con el aire de un trasgo huidizo y las gentes huyendo de veras ante su presencia fantasmagórica, no tenía dinero, apoyó la palma en la puerta del bar y empujó con un suspiro resignado.
Un hombre levantaba las sillas y las colocaba sobre las mesas para despejar el terrazo. La mujer y la hija barrían. Ningún cliente salvo el borracho o dormido del rincón, quizá el abuelo. No huyeron.
—Buenas noches.
—Buenas.
—Está esto muy tranquilo, ¿no?
—Como siempre. A estas horas qué quiere, íbamos a cerrar.
—Vamos a ver, ¿podría sentarme, descansar un rato, comer algo?
—Para eso estamos.
—¿Qué podría comer? Algo sólido, sencillo.
—La carta.
—¿No me reconoce?
—No, ¿por qué?
—Por nada, es una tontería, perdone, como voy de estas pintas, ha sido un largo viaje, estoy agotado, en realidad no me hace falta la carta, algo caliente, lo que sea.
—Usted dirá.
El sentido del gastrónomo no coincide con el del hombre hambriento, los días que fueran, a base de conserva, le habían acercado a la elementalidad de la infancia, a la sencillez del caserío, ni langosta, ni caviar, ni salmón, ni faisán, ni siquiera había pensado en otra cosa que no fuera el plato cotidiano de colores violentos, nutritivos y la boca se le hizo agua al pronunciarlo.
—Huevos fritos, txistorra o chorizo frito, es igual, y patatas fritas, muchas. ¿Es posible?
—Sí, claro.
—¿Tiene teléfono?
—Sí.
—¿Podría llamar? No es conferencia, bueno, llamaré después de comer, será mejor.
—Cuando quiera.
—¿Podrían darse prisa? Estoy agotado y algo nervioso, ¿de veras no nos conocemos? No, déjelo. Para beber tinto, un buen rioja, un Viña Cumbrero.
—No tenemos.
—El que tengan.
—Paternina.
—Vale, deprisa, por favor.
En el caserío las yemas eran de un rojo brillante, las gallinas comían maíz y los ponían en cualquier sitio, el amarillo de estos huevos daba la opacidad del progreso, pobres, encarceladas y con luz eléctrica simulando soles para forzar sus puestas, sabía lo que era ese encierro, pero mojó el pan y saboreó la gloria de a pesar de todo seguir vivo, rebañó el plato con fruición, hasta dejarlo como la patena. No se atrevió a pedir más, el estómago lo acusaba. Remoloneó el pensamiento, los jerezanos están acaparando el vino de la Rioja, demoró los sentidos, el calendario de la Caja de Ahorros planteaba la existencia de una escuela de escultura vasca en doce láminas, hierros absurdos, tenía que decidirse.
—¿El teléfono?
—Al fondo a la derecha, junto al servicio. Es de pesetas.
—Oiga, es que…
—¿Qué?
—¿Podría dejármelas? No tengo suelto.
—Tome.
El dedo se le resistía entre los orificios del disco, nunca marcaba directamente, otra persona le ponía en comunicación con cualquier lugar del mundo, con su domicilio particular, y el número de casa también se resistía, hizo memoria, con la izquierda más difícil, marcó varias veces, las obras de la telefónica, por fin dio la llamada y esperó asustado el sí, quién es, dígame, bai, ni naiz[48], reconoció la voz de su hermano, lo repitió para que entendiese.
—Sí, soy yo, José María.
—Bien, estoy bien, eso creo, libre, sí.
—No hay moros, no hay nadie, solo, pero no pidas explicaciones, estoy nervioso, ahora mismo, venir rápido.
—Aquí, espera un momento, no lo sé. Oiga, por favor, ¿dónde estamos?, ¿qué pueblo es éste?
—Gainchurizqueta, ¿qué otro iba a ser?
—Gainchurizqueta, en un bar de las afueras, no sé, a ver, un momento, ¿cómo se llama el bar?
—Zubiaurre. Venir rápido, oye, voy a colgar, estoy muy nervioso, espera. ¿Y Libe? ¿Está bien?
—Rápido, por favor.
Colgó sin despedirse. Dio media vuelta y se enfrentó a cuatro pares de ojos expectantes, había sentido su fija curiosidad en la nuca, la cara del tabernero era un cuestionario.
—¿Le pasa algo?
—Soy Lizarraga, acaban de soltarme.
—Cojonian, haberlo dicho, hombre de Dios, pero si está todo el país pendiente de usted, lo acaba de dar el telediario, siéntese, estará agotado. Maite, saca la botella de Martell, una copa levanta el ánimo, si quiere algo, si podemos hacer algo por usted no tiene más que decirlo.
—¿No me reconoció?
—Pues no, mire que ha salido su foto todos estos días pero no, con esa facha, perdone, pero si se ve en un espejo se dará cuenta, tiene que haberlas pasado de a kilo, ¿no?, una facha que hasta me temía el pufo de la comida, si quiere algo a pedir, ¿un puro mientras espera?
—No fumo, gracias, ¿darán con este sitio?
—Fácil, no es el Palace pero se conoce. Por cierto, quien le habría reconocido de estar aquí es un sobrinillo que trabaja para usted, Andoni, de representante, es un chaval más despierto que el aire, se las sabe todas, ése es capaz de vender catecismos en Rusia, llegará si se le echa una mano, el jefe de ventas le tiene entre ceja y ceja, le ve espabilado y teme la competen…
Entró la policía armada, la metralleta lista, el rostro forzando un gesto amable, los números cubrieron el espacio con reflejos profesionales, el de los galones preguntó.
—¿El señor Lizarraga?
—Yo soy.
—A sus órdenes. Ahora mismo llega una ambulancia para trasladarle a su domicilio, esté tranquilo, está a salvo.
—Ya lo sé, muchas gracias.
—¿Podría indicarnos el lugar exacto en que le soltaron y cuánto tiempo hace de ello?
—Aquí, en la puerta, ahora mismo.
—¿Está seguro?
—No estoy seguro de nada.
—Déjele.
Ordenó el de paisano, de la brigada especial antiterrorismo. Hizo salir a los hombres armados con un gesto y para crear un clima de más confianza pidió una cerveza. Mientras se la abrían preguntó al dueño del bar.
—¿Cuánto tiempo hace que entró?