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Las horas se suceden lentas, monótonas, iguales a sí mismas, baraja las cartas de modo automático, no puede distinguir los interminables solitarios de ayer de los de mañana, sin reloj el abrumador conteo de piezas troqueladas, de segundos, de borregos, de cadáveres, le difumina la noche del día, indefinibles en la cámara oscura de lona con la obsesiva luz eléctrica del flexo, sol perenne, contando cartas por variar e indefectiblemente salen cuarenta, se agota en sí mismo el recurso de apostar contra el azar, esperando y temiendo la intervención de los inexorables Abeles, uno siempre, eterno, en el vértice más alejado, el arma en la mano, observándole, presencia obsesiva, corta y reparte a un compañero imaginario de partida confusa, a la escoba, cálculos elementales de jugador veterano, sumar quince es la matemática ganadora, el velo, el siete de oros, es el azar quien gana salvo cuando me dejan ganar y se creen que no me doy cuenta, los ordenadores se basan en la teoría de los juegos le explicaba el nuevo ingeniero electrónico también imberbe de los que se dejan barba, mucho hablar para ocultar su incompetencia, éste es el país de las teorías, de fuertes exportadores de principios e importadores de productos, teorizar sobre las teorías de otro era el juego favorito de la mimética o la progre y tecnocrática.

Me aburro.

Aunque me gusta darle a las cartas, me aburro, uno solo no tiene gracia, lo malo es que ya no distingo si lo he dicho en voz alta o para mí, la emoción de jugarse todo a cara o cruz no me convence, es todo azar y ni siquiera vale el que te dejen, con las chapas es a cara o cruz, con dos monedas de cobre por el aire, el café, la copa y el puro a la escoba, el puro lo perdono, es otra cosa, le da la salsa y no llega a vicio, a las chapas sí era vicio, jugábamos de chavales en las fiestas de Irún, Rentería, Hernani, jugaban fuerte, hasta la vida, allá en Ponferrada en los locos años del wolframio, parecía el Oeste y me costó un buen pellizco cuando fui a lo del carbón con el sinvergüenza de Celso, buen maniobrero, siempre íbamos de cráneo con el combustible, por no hacerle un feo a los leoneses y resulta que la mitad eran vascos, ahora lo importante es jugar o pensar, lo que sea pero de corrido, aplastar el pánico que aún se sostiene en un razonable fondo de inconsciencia, no dejarle aflorar y tener la mente lúcida, tantos vascos que hasta la plaza principal según me han dicho se llama de Lazúrtegui o Gaiztarro, no sé, dicen que siguen dándole a las dos monedas de cobre, a caras o cruces a pesar de la prohibición, por aquí ya desapareció ese juego, para perder con clase lo que se lleva es el póquer y los esnobs a Biarritz, a la ruleta, verdaderamente no sé por qué se prohíbe una cosa que todo el mundo sigue practicando y de la que nadie se confiesa, claro que confesar ya nadie se confiesa en el confesionario, salvo Libe, y el juego en sí, en el fondo, me aburre, hasta el miedo puede resultar monótono.

—¿Algo nuevo?

—Se aburre.

Fue la información al relevo, ni siquiera le había oído entrar, la tensión se concentraba en la mente, en juegos enmascarantes de la bestia negra del pánico y los sentidos se relajaban con tal de hacer algo con las manos, barajar. Contempló ajeno el trasiego de armas y el rasgarse de la puerta cremallera.

—Más aburrido es el trabajo en cadena, repetitivo, parcelario, no sólo lleva a la fatiga física, sino a una absoluta alienación.

Aceptó el reto, el recién llegado le contestaba a él, mejor discutir con el de carne y hueso que filosofar mientras le sumas quince al invisible compañero de escoba.

—La productividad exige el sometimiento a un sistema, sin organización adiós fábrica. ¿Qué iba a hacer cada uno? ¿Lo que más le gustara?

—En Suecia, la Saak, utiliza una experiencia en isla, por equipos completos que terminan…

—En España sería el desmadre.

—Lo que usted y sus secuaces Taylor, Fayol, Bedeaux y toda la jarea denominan organización científica del trabajo no es más que un estudio concienzudo de explotación y amortización de todas las máquinas entre las que sin duda incluyen, en primer lugar, al hombre, al obrero.

—Mire, a mí todos esos sistemas me la traen floja, hace unos días he rechazado el centesimal o así, de Harvard, me parecen unos sacacuartos, el trabajo en la fábrica lo organizo yo.

—Y sigue la regla de oro tayloriana, el requisito básico para un hombre que va a manejar el hierro de primera fusión, como trabajo normal, es que sea tan estúpido y flemático como un asno.

—Yo he ocupado todos los puestos de fábrica por la sencilla razón de que los he parido uno a uno y no me considero ningún asno.

—Un cabrón.

El insulto lo emitió el saliente Abelbi. No había dicho una palabra en toda su guardia y ahora dudaba con la puerta abierta.

—Calla, discutamos a lo civilizado. Usted era el amo, estaba en lo suyo y además podía abandonar la cadena cuando quisiera. Hay una ligera diferencia, ¿no?

—Me he desriñonado dando ejemplo.

—Ya, pero al final los que sacamos la viruta somos nosotros.

—Lo siento pero es una maldición divina, ganarás el pan con el sudor de tu frente…

—Del de enfrente.

Y no podemos quitarla del medio, lo que es ingreso para el obrero es costo para el empresario.

—No te jode el misántropo, y el valor añadido, la plusvalía, ¿para quién es?

Decididamente Abelbi prefería ahora charlar en vez de marcharse, entornó la lona de salida.

—En otras palabras, ¿qué son los dividendos sino la cesta de la compra del proletariado?

—La cesta vacía, puntualiza.

—Están haciendo demagogia, yo no sé ni quiero saber de política, pero ¿qué es la plusvalía? Los cacereños de Eibain tenían en sus bofes, en su pueblo, la misma plusvalía que aquí y no se la podían comer, por algo será, la prueba es que prefieren ser metalúrgicos a seguir siendo aceituneros altivos.

—Vamos, que la plusvalía se pierde como el virgo.

—Para que valga alguien tiene que comprarla, ¿no?

—Quedársela.

—La ley del embudo, con su organización científica, les exprimen la plusvalía a modo, al cacereño y al koxkero[22], empiezan a cronometrar según la base de un tío normal capaz de correr ocho kilómetros en una hora, ¿es eso la normalidad?, ¿por qué son ocho y no siete?

—Desconozco esa teoría, pero algún módulo habrá que tener, supongo. No he aceptado ninguna valoración de puesto de trabajo que no pudiera cumplir yo mismo.

—Tenía fama de supermán, ¿no le llamaban Jenti por eso?

—Lo anormal hoy en día es tener afán de superación, el atleta que quiere batir un récord es un alienígena.

—Claro, hombre, así las primas son la liebre mecánica…

—Ahí está el truco semántico, el que gana una medalla de oro sale de entre miles de deportistas anónimos, se confunde lo normal con lo ideal. Exigen las mismas condiciones de normalidad que se exigen a los astronautas, las ideales.

—… y cuando desaparecen las horas extras al putiempleo.

—Exageran.

—Por eso no ha contratado en la número dos a nadie con más de cuarenta años.

—Es un trabajo muy duro.

—Y una máquina de cuarenta años, padre de familia numerosa, es un material de desecho, chatarra.

—Me gustaría verles en mi puesto.

—No creo que le gustara.

—Salud.

De nuevo la ráfaga solar empañada en nieblas recónditas, entró el tercer Abel con algo familiar bajo el brazo, un estímulo para los sentidos deseosos de conectar con el mundo exterior, en el encierro cualquier objeto de la cotidianidad truncada adquiere una imprevista categoría.

—¿Trae noticias?

—La prensa, tome.

Cogió los dos periódicos, su nombre muy visible en letras grandes de primera plana, sensacionalistas para el resto de la humanidad, para él insuficientes, el Diario Vasco muy arrugado en varios dobleces, el Sud-Ouest en dos, impoluto. Le plus fort tirage de la Loire aux Pyrénées. Notó la diferencia mucho más tarde.

EL SECUESTRO DE DON JOSÉ MARÍA LIZARRAGA. Eibain, 14 (Cifra).

A los cinco días de haber sido arrebatado de su domicilio particular a punta de pistola se recibe una carta del EARE, posible rama desgajada de ETA que no explícita su sigla, pidiendo cincuenta millones de rescate. La carta está franqueada en Bayona.

NOTA DE LA ESPOSA Y HERMANOS A LOS SECUESTRADORES. Eibain, 14 (Cifra).

Nos encontramos serenos y bien de salud, esperando con mucha ansiedad tu vuelta. Recibe nuestros más grandes abrazos y estate tranquilo. Pedimos a los que están contigo que te traten con humanidad y acordándose de sus madres, mujeres e hijas se den cuenta de lo que nos están haciendo sufrir. Esperamos que se pongan en contacto con nosotros para seguir sus instrucciones.

—¿Son buenas noticias?

—Su pregunta me parece una impertinencia de muy mal gusto.

—No los he leído, de veras.

—Porque no le hace falta.

—¿Tiene miedo?

—No el que usted quisiera, tengo un miedo digamos razonable, algo similar al riesgo calculado en la toma de decisión.

—Pero no está seguro de nada, ¿no es así?

—Por supuesto que no, pero se equivoca de sentimiento y clase, la falta de seguridad provoca miedo en la burguesía no en el empresario industrial, la inseguridad ha sido mi más fiel compañera.

—Se equivoca usted, hablo de la inseguridad física, fiel compañera del proletariado, en especial de sus obreros, han muerto unos cuantos, ¿no le parece?

—La siderurgia es un oficio peligroso.

—Pero como más cornadas da el hambre, que se aguanten.

—Estadísticamente la número dos está a un nivel medio de accidentes en la provincia.

—Díselo a la viuda del pobre Martín, las estadísticas puedes metértelas en el culo.

El agresivo no cejaba, la alusión fue como un golpe en el bajo vientre y tenía que relajarse, la vista consoladora del mar, el viaje a la ballena, ideas recurrentes desde el confortable refugio de Kiskitza con la capilla cuajada de exvotos marineros, la trainera, el arpón, el remo, no merecía la pena desperdiciar fuerzas resistiendo.

—¿Puedo hacer mis necesidades?

—Cuando guste.

Le acercó el bote Abeliru, el recién llegado que aparentaba la máxima autoridad, el más sensato, quizá por eso mismo el más peligroso, pero bajo el punto de vista de su integridad física el más seguro, pues no se dejaría llevar por la cólera, sólo actuaría, notó erizarse el cabello de la nuca, si no se cumplían las condiciones del rescate, notó los pelos de la barba, se sentía muy molesto, la eléctrica no era posible sin enchufes y la cuchilla se la negaron, es cuestión de pocos días, se pondrá a la moda, el cuello lo tenía eccematoso con poros infestados, esta vez el bidón era de Antar Molygraphite, el truco de los lubrificantes sólidos para multiplicar por diez el precio de grasas y aceites, había una tendencia a lo francés, el periódico, los alimentos, la baraja no, era de Vitoria, a lo mejor querían insinuar el paso de la frontera, en cualquier caso desconcertarle, a lo peor era verdad que estaban en Francia, desde joven, en el caserío, no había vuelto a defecar en cuclillas, dicen que es bueno para las hemorroides, se limpiaba sin más preámbulos con una berza o una piedra, francamente molesto con un par de ojos fijos en su menor movimiento, muy humillante, si pudiera los laminaría, utilizó el periódico, los anuncios por palabras.

—Ya puede retirarlo.

—Comerás gloria, pero cagas mierda.

—De la abundancia del corazón habla la boca. No me parece muy digna tu insolencia aprovechándote de las circunstancias, en igualdad de condiciones no te atreverías jamás.

—Vete al pedo, matusa.

—Discúlpele. En realidad todos nos aprovechamos de las circunstancias y de eso usted tiene experiencia, por ejemplo, si no me equivoco, cuando todo el Norte estaba patas arriba en la guerra civil agarró la ola guipuzcoana, se embarcó en la producción de armas y obtuvo sustanciosas ventajas de capitalización y tal, sería interesante que nos lo contara.

—No fue así.

—¿Cómo?

—Los toros se ven bien desde la barrera, muchacho, ya sé que tú en mi lugar te hubieras dejado matar, pero preferiría que tuvieras más años para discutir este asunto.

—¿No se justifica?

—No tengo justificación, en aquellas circunstancias y en sus contrarias hubiera obrado del mismo modo, haciendo lo único que sé hacer, trabajar, ése es mi gran pecado, el trabajo, y no lo justifico.

Es mi mismidad, me empuja al trabajo empresarial como una droga, los negocios industriales como una de las bellas artes, el pintor tampoco puede vivir sin pintar y nadie le acusa por ello, es una dedicación plena para sentirse alguien mucho más allá del dinero que me produzca, tampoco el poder aunque si lo veo como una tentación más sólida, quizá, en un fondo profundo, el ansia de una libertad individual que no sé en qué consiste, en realidad el trabajo tiene significación propia en sí mismo y mientras se realiza lo demás carece de la suficiente importancia como para decidir nada y esa abstracción es lo único que me interesa, en ella me realizo, no me importaría arriesgar todo mi capital para seguir con el juego de la empresa y de hecho no sería la primera vez, el trabajo y el riesgo, si tienen éxito, es algo que la gente no perdona.

—Yo, yo, yo, cojonudo, y el prójimo contra una esquina.

—Se priva por las opiniones gratuitas.

—Y usted por cobrar hasta el aire que respiramos.

—No es mi objetivo el dinero.

—Toma rollo, mientras no se demuestre lo contrario el móvil de la empresa capitalista es el lucro.

—Yo soy un industrial, no un capitalista.

Jová, cómo matiza.

—No pertenezco al consejo de ningún banco ni especulo en bolsa, son cosas que no me van, se las dejo a los vizcaínos.

—De la misma carnada.

—Además, visto desde vuestra perspectiva, si no hemos combatido el poder político del régimen al menos le hemos disputado el económico. Euskadi no podrá ser libre sin una economía fuerte.

—No sea tierno. El Euskadi que a nosotros nos interesa es otro. De las cien familias más ricas del franquismo la mitad son vascas y catalanas y no creo que hubieran podido medrar de una forma tan descarada en un sistema socialista vasco o catalán.

—Son los colaboracionistas distinguidos del régimen, su columna vertebral.

—Amantes de la familia hasta decir basta, su nepotismo deja chiquitos a los padrinos de la mafia.

—Bueno…

Cortó Abeliru.

—Ni bueno, ni malo. Se acabó la charla, cada uno a su tarea.

Agur.

Al salir la pareja se produjo la breve iluminación natural de la estancia y sintió el mismo palpito de lo familiar, un quiebro de luz, era de día, por la mañana o por la tarde, el ritmo de sueño y comida no se ajustaba al horario convencional y el único dato confortable eran las cápsulas, suponiendo respetasen las dos diarias estaba en su quinta jornada y empezaba a desconfiar de la cuenta pues la número nueve no estaba seguro de si la había tomado o la iba a tomar, problemas arduos, mejor eliminarlos por sustitución, dar trabajo al cerebro con sota, caballo y rey, el solitario era otra forma de contar, de pasar el tiempo aferrado al vacío de no saber dónde ni cuándo, la fecha del periódico no tenía por qué ser la de hoy y entonces, de golpe, desapareció todo interés por los cálculos teóricos.

—¿Puedo fumar?

—No fuma, según tengo entendido tampoco deja fumar a los demás en las reuniones.

—Me gustaría por pasar el rato.

—Está prohibido. Puede entretenerse leyendo o escribiendo sus memorias, serían interesantes.

—No son mis deportes favoritos.

—Un libro sí puedo traerle.

Algo sin fecha, clásico, eso le distraería, se podrían contar las hojas, las repeticiones de palabras, las líneas, incluso leerlo. Fue algo instintivo.

El Capital.

—No joda.

—¿No es Marx el que armó el jaleo? Pues ya que no leí nunca un libro de economía venga ése.

—¿De veras que nunca leyó un libro de economía?

—¿Qué tiene de raro?

—¿Y ensayos sociológicos?, ¿novela?

—No suelo perder el tiempo teorizando, con los libros de mantenimiento, rapports e informes tengo de sobra.

—La pera. Bueno, procuraré localizárselo.

—Muy amable.

También lo pensó, Abelbat era el más amable de los tres, en realidad el único amable, quizá la fisura del triángulo.