3

—Vamos, señor Lizarraga, arriba.

—¿Eh? ¿Qué?

—Arriba.

De golpe, se despertó con un síncope angustioso, pasarían muchos años aún para evitar el reflejo condicionado, arriba España, viva Franco, miles de eslóganes patrióticos a favor y en contra pintados por las paredes, del alquitrán al spray toda una teoría del desarrollo, con turbia desazón se incorporó rodando por el suelo, a cuatro patas, el obstáculo del saco y la falta de visión le llevaron a la realidad desconocida, desagradable, la ropa se le arrugaba incómoda y la barba y el sarro y el arañazo y unas ganas incontenibles de orinar le desasosegaban.

—¿Qué queréis?

—Atención, ya es mañana. Levántese. Puede quitarse el gorro. Si sigue al pie de la letra las instrucciones su estancia entre nosotros puede ser confortable. Relativamente, claro. Y también corta. ¿Comprende?

—Comprendo.

Tiró de la capucha con verdadero placer, pero tuvo que cerrar los ojos, hacer la pantalla con las manos para acostumbrarse a la claridad y eso que todavía era de noche, por la somnolencia, miró a su alrededor haciendo acopio de calma, la iluminación procedía de un flexo sobre una simple mesa en el centro de la desnuda estancia, una mesa tijera de las que se utilizan en las excursiones, dos sillas plegables y ni un mueble más, sí, dos sacos de dormir, el suyo y otro, quizá se equivocara, podía ser de día pues la habitación no mostraba el menor resquicio, ni un respiradero, al menos visible, por el destemple del cuerpo podía ser de madrugada, imposible deducir la hora.

—Siéntese.

Lo hizo con movimientos agarrotados. Eran tres, seguían encapuchados, hablaba el teórico Abeliru mientras los otros dos se repartían las funciones, uno la de vigilar en el vértice más alejado empuñando la pistola y el otro la de manipular sobre la mesa, primero un desayuno de leche en polvo, el bote de Nestlé era francés, la caja de galletas también tenía los rótulos franceses, después, sobre un mazo de cuartillas en blanco, dejó unas gafas y una cápsula azul y amarilla.

—No necesito gafas.

—Para escribir sí, pruébeselas.

—Son las mías.

—Y la pastilla de Cardiol.

—Muy amables.

—Desayune, le sentará bien.

Empuñó el vaso, tenía hambre pero no quería delatar ninguna de sus sensaciones. El gusto sintético anuló el efecto reconfortable del calor.

—¿No le habrán añadido nada especial, supongo?

—Veneno.

—Entonces no hay peligro, ¿verdad?

En contra del sabor apuró medio vaso de un trago, mojó las galletas con parsimonia y trató de hacerse una composición de lugar, la habitación mal iluminada, mal ventilada, provocaba una sudoración extra, influiría en ello el esfuerzo por mantener el miedo dentro de un nivel anímicamente controlable, las paredes, el suelo, el techo eran de lona, una gigantesca tienda de campaña, pero el tacto bajo los zapatos, a través de la tela, no era silvestre, parecían maderas mal encajadas, alabeadas por la intemperie y le vino un mareo claustrofóbico, de momento lo podía dominar, pero allí estaba, al acecho, un inconveniente más acumulando desasosiego.

—Como puede ver, le tratamos con amabilidad.

—Sí, mucha.

—Y por lo tanto quisiéramos que usted se portara de la misma forma con nosotros.

—¿Con quiénes?

—Con nosotros.

—¿Y quiénes sois? ¿Gánsteres independientes o a sueldo de algún partido? ¿Quizá de ETA?

—La cosa es más compleja, digamos que se trata de un comité de coordinación de sus enemigos naturales.

—Yo no tengo enemigos.

—¡Dirás amigos, cerdo!

—Calla, coño, Abelbi.

—Vale.

—Pues afloja la pipa, por poco se te dispara.

El encapuchado de guardia jugueteó con la pistola, puso el seguro, lo quitó, estaba furioso, por fin decidió colocarla en el cinto, a la cubana.

—Déjele hablar, tiene derecho.

—Atención. Señor Lizarraga, no se haga el osado, le perjudica, tras un mes y medio de huelga los ánimos no están para bromas. Firme en dos folios. Abajo. En otro ponga lo que quiera a su familia y firme. ¿Comprende?

—Nunca firmo en blanco.

Era una prueba de fuerza, por ver hasta dónde serían capaces de llegar, por comprobar su propia resistencia, la explosión de Abelbi le había impresionado, era el de la pistola y con el insulto había rodeado el gatillo de una forma peligrosamente instintiva, pero por eso mismo tenía que forcejear, un pulso le aclararía las ideas, la vejiga le punzaba, nunca se había sentido tan incómodo.

—Firme.

—No.

—¿Prefiere la tortura?

—No le creo.

—Acierta, no somos torturadores de la Gestapo, somos trabajadores y durante una huelga tenemos mucho tiempo para pasar hambre y sobre todo para esperar a que firme, no tenemos prisa.

—Vaya, hombre, ya salió, vosotros sois trabajadores y yo ¿qué? ¿Un señorito andaluz? ¿De qué te crees que tengo yo esta mano así? ¡Di! ¿De qué?

La mano herida, una herramienta de la que se sentía orgulloso, jugando a pala, dando tortas, golpeando el yunque, con cicatrices restañadas por el tiempo, callos genéticos, desmesuradamente ancha, sólo el tremendo poder de los saltones huesos de la muñeca podían conferirle la proporción a escala humana, ahora disimulaba su grandiosidad con los pliegues y pecas de los años, orgulloso de la mutilación por fallar el cierre de un molde, chascó la matriz su grito de acero sobre el del operario que no la pudo retirar a tiempo, él era ese operario, dos falanges del índice y una del anular, exhibía orgulloso su certificado laboral.

—A ver, no, la otra, la izquierda.

—¿Eh? ¿Qué?

Resultaba humillante, el encapuchado se fijaba sólo en el arañazo infantil del reloj, le escocía algo, quizá tuviera algún cristalito incrustado, algo sin importancia.

—¿Con qué se lo ha hecho? Atención. No juegue a James Bond. No provoque disturbios. Va mal. Saque todo lo que lleve en los bolsillos. Voy a cachearlo. ¿Comprende?

—Es ridículo.

—Abra las piernas. Levante los brazos.

Así se forja el resentimiento del orgullo, en la humillación. Quisiera estrangularle, nadie le ha puesto las manos encima impunemente, en los sobacos, en los muslos, en los testículos es más bien un puñetazo, se encoge, la vejiga le atraviesa con su punzada. Lo mataría. Como averigüe quién es, lo mato.

—Se queda sin reloj.

—No tiene importancia.

—Firme los papeles.

—No firmo.

—Allá usted, no se queje después.

Abelbat recoge el exiguo botín, calderilla, un billete de cien, pañuelo, cartera y bolígrafo, hace un paquete y abandona la estancia. Es una puerta de cremallera, por un momento la luz natural hace acto de presencia, un relámpago empañado en nieblas, parece dar a otra habitación mejor iluminada, abierta al campo.

—Eres la hostia, viejo, nos vas a dar la fiesta pero a ver quién se cansa antes.

—Déjeme en paz.

Contempla el papel, pocas veces ha escrito nada personalmente, ni siquiera cartas de novio, no sabría qué decirle a la pobre Libe, nunca fueron novios, querrán dinero, querrán que ceda a sus condiciones, que digan lo que quieren y se dejen de misterios, cederé a todo mientras esté detenido, con la vida en peligro, después será otra cosa, puede haber otro después, siempre lo hay, no le gustan los guardaespaldas ofrecidos por el gobernador y los sistemas automáticos de seguridad no funcionan, la tranquilidad es la que siempre estará en peligro, es un triste después, pero ahora tiene que centrarse en el minuto presente, o mejor no, porque sólo de pensarlo se está meando, no puede resistir más, no le soluciona nada el truco de contar segundos, latidos, piezas troqueladas, cadáveres y lo dice.

—Quiero mear.

—Firma.

Maldita sea, cuanto más se piensa en ello más ganas entran y así, pensándolo, sin darse cuenta, se suelta la vejiga y ya nada ni nadie puede contener el acto supremo de la micción, se abandona a gusto, es un chorro cálido que le empapa, pantalones abajo, hasta los calcetines, un charco humillante, son las carcajadas de los Abeles las que encienden sus mejillas, se siente ruborizar, cuántas sensaciones nuevas o remotas se acumulan por momentos, aprieta los puños y les mira a los ojos, se taladran sin decir una palabra durante un siglo interminable, la eternidad infernal será algo parecido, hasta el nuevo relámpago de la luz tamizada, vista y no vista con el golpe de cremallera.

—El nene se ha hecho pis.

—No conocía esa faceta suya, señor Lizarraga, si se enteran sus socios bajan las acciones, seguro.

—Me las pagará.

—¿No le parece que es más bien usted el que tiene que pagar muchas cuentas pendientes? No complique su situación y firme.

—No.

—Como quiera. Mientras llegan otras necesidades más perentorias vamos a aprovechar el tiempo. Le voy a sacar unas fotos.

—No.

El relámpago del flash sí fue deslumbrante de veras, casi un impacto físico, cerró los ojos e intentó evitar el dedo invisible que le señalaba. Abelbat tiró de la placa de la Polaroid y despegó la lámina con cuidado, las manchas se delinearon y el color se concentró en formas hasta dar la imagen del prisionero.

—Mire, movido, despeinado y con cara de susto. No está presentable. Arréglese.

Le costó reconocerse, no por lo que le decían, que sí era verdad, sino por el aura de cansancio, un aura que aún no dejaba traslucir la más peligrosa del miedo. Se alisó los cabellos, tiró del cuello de la camisa y compuso el gesto.

—Así, quieto.

La cámara relampagueó varias veces.

—Vale, ahora la más dramática, no se asuste, es únicamente por asustar al personal, por si hace falta. Abelbi. El más silencioso de la trinca se aproxima.

—¿Así?

—¿Pero qué hace? Las carga el diablo y se disparan solas, no juegue con la…

—Pon cara feroche.

—De matador.

Mientras el iracundo se coloca en pose, la pistola danza por delante de sus ojos, en realidad tiene la vista imantada en los reflejos pavonados, angulares, de la Parabellum Brigadier de 9 mm inencasquillable, doscientos dólares en origen le explicaron o leyó o le pareció saber de siempre como las historias de aquelarres esotéricos, de niños todos los niños creían en la existencia de lamias, pero desaparecieron cuando se empezaron a fabricar armas en Éibar, dice una leyenda mezclada con la realidad del recuerdo, la mano del padre en el viaje a la ballena.

—Quietos.

Con la apreciada arma apoyada en su sien izquierda, sintió la eterna huella del frío orificio provocándole chorros de sudor, le empapaba una fétida humedad mezcla de fluidos, la foto resultó realmente dramática, perfecta.

—Vale.

—Bueno, la mitad solucionada. Volvamos a la otra, ¿firma?

—Bonito mundo el de vuestra juventud, antes la palabra tenía un valor, se cumplía por encima de todo, ahora ninguno, tiene que estar escrito, firmado y sellado, hasta necesitáis fotografías para que os crean que me habéis raptado.

—Ése es su mundo, señor empresario.

—Yo siempre cumplo mi palabra.

—¿Respetaste los plazos de Jáuregui? Tenía tu palabra, ¿no? Podía retrasarse sin peligro y de hecho cumplió.

—Al raíl, por favor.

—Déjele hablar, a ver si nos entendemos de una vez. No cumplió. Ésa es una historia muy vieja y tuve mis razones que no son del caso. Ahora, antes de la huelga, empeñé mi palabra con los negociadores y sabéis que siempre la respeto. ¿Por qué os aferráis a la huelga? Es suicida y acabará con todos nosotros.

—¿Firma?

—Jamás hasta ahora tuve una huelga, siempre pacté y lo hice sin rencores, al fin y al cabo vamos en el mismo barco, ¿por qué? ¿Por qué esta salvajada?

—Firme.

—Vete al carajo.

Quedaron pétreos, inmóviles, en un silencio de horas, la mugre, el picor, la incomodidad forcejeando contra el deseo de no ceder, tenía fama de duro y correoso, pero el deseo de aclarar unas circunstancias que rebasaban su teoría del comportamiento humano le obligó a preguntarlo, no era mala táctica puesto que el tiempo trabajaba en contra, la mejor defensa es el ataque.

—Sois vascos como yo y tenéis que comprenderme.

—Usted no es vasco.

—¿Cómo que no? Nací en la Argentina de puñetera casualidad, pero mis apellidos son vascos, Lizarraga, Múgica, Aranzábal, Aramburu, Aurteneche, Otaño, Echeveste y Sagastiberri, ocho, ¿son bastantes? ¿Quieres más?

—Usted es capitalista.

—Lo que quieras, pero vasco.

—Y nosotros somos la fuerza del trabajo en armas, esto no es un problema racial sino la lucha de clases.

—Cuando hayáis trabajado la mitad que yo podréis hablar de representar al trabajo.

—Usted pertenece a la inefable raza de los capitalistas españoles que, con sus mini-empresas no competitivas, son tan nefastos para la clase obrera como los señoritos andaluces de los latifundios que ambos despreciamos.

No contestó y los jóvenes volvieron a quedarse pétreos, hieráticos ángeles de la venganza, los mismos quizá que aplaudieron cuando el número de la medalla del trabajo, el de la placa de los empleados agradecidos en su onomástica y la maqueta de la ferrería costeada por suscripción espontánea de la base, nunca le habían gustado las exhibiciones y aquel cumpleaños fue el peor de su vida, lo notaba falso, pero un odio tan profundo tampoco lo hubiera sospechado, no lo entendía, él nunca tuvo facilidades y sin embargo había dado muchas a los demás, entre otras eso que llamaban puestos de trabajo, iban los alcaldes, los concejales y comisiones enteras de vecinos a pedírselo, venga a mi pueblo, le cedemos el terreno, lo que sea, pero traiga puestos de trabajo, malditos silenciosos, soltad lo que queréis de veras, casas gratis, jornadas ridículas, sueldos fabulosos, seguridad social, la jubilación rápida, no dar golpe y exigir, siempre exigir, a cambio la chapuza, el ya vale como los instaladores de mi sistema de seguridad, el más caro e ineficaz de Europa.

—Pero bueno, vamos a ver, hablé con los enlaces sindicales, con los de las comisiones obreras y con el moro Muza, a todos les prometí mejorar un convenio del metal que ya teníamos mejorado cien veces, ¿en dónde está el problema?

—Si no lo sabe es inútil explicárselo.

—¿A cuántos líderes obreros ha descabezado? Es su deporte favorito, ¿no? Lo mismo que tirar al pichón, el mismo resultado, muerto, nadie le da trabajo al de la bola negra.

—Falso, más falso que Judas, para decir una cosa así hay que poder probarla.

—¿Y Mario?

—¿Qué Mario?

—Basta. Esto no es un juicio, ni un careo, ni necesitamos demostrar nada. Firme por las buenas o…

—No quiero.

—Si me dejas, le hago firmar a leche limpia.

—Calla.

El silencio se hace más tenso. Abeliru pasea a zancadas y mira el reloj.

—Atención. Vamos a llegar a un acuerdo amistoso puesto que se trata de una cabezonada. Le doy el texto de los dos mensajes y los firma ahora mismo. Si se niega, punto final. ¿Comprende? Punto final.

—¿Qué pasa si me niego?

—Le ejecutamos. Un tiro en la nuca.

—Se muestra muy convincente. Firmaré porque los puedo leer antes, no por la amenaza.

—Por supuesto, pero firme.

—Lástima. Siéntete héroe y no firmes, estoy deseando utilizar la pipa.

—Al raíl, por favor.

Abeliru saca dos folios doblados del bolsillo interior de la cazadora, los alisa sobre la mesa frotando con la palma y se los ofrece con el mismo ademán con que le ofrecen en el despacho el libro de firmas.

—Léalos, puesto que tiene tanto interés.

«S. D. Ignacio Lizarraga Múgica. Vicepresidente de Lizarraga S. A. Eibain

»Muy Señor Nuestro:

»Para acabar con la angustiosa situación de los obreros que luchan por sus justas reivindicaciones, sin que el hambre ni las fuerzas represivas puedan doblegarles, hemos detenido a su hermano y jefe supremo, José María Lizarraga, puesto que parece que este tipo de diálogo es el que mejor entienden los grandes patronos y así podremos llegar antes a un acuerdo.

»El arresto terminará una vez que la justa reclamación del proletariado de la factoría número dos sea atendida en su totalidad, según se especifica en carta anexa y sean entregados, en concepto de indemnización, cincuenta millones de pesetas. Para la entrega del dinero deberá enviar a un intermediario político solvente que se pondrá en contacto con los medios vascos de Euskadi Norte. Lugar y fecha le serán indicados oportunamente. El dinero en billetes usados de cien y mil pesetas. Es fundamental que la operación se mantenga bajo su más absoluto control, tanto en interés nuestro como en el suyo propio.

»Avalamos el arresto con la firma del interesado y una foto del mismo. Esperamos que la foto sea lo suficientemente expresiva. Si atiende las reclamaciones y paga la multa, le será devuelta la libertad a su hermano y jefe supremo. En caso contrario procederemos a su inmediata ejecución.

ȃsta es la forma en que estamos dispuestos a intervenir a favor de la clase obrera y el pueblo vasco, en su nombre y por su poder.

»Firmado: Comité coordinador del FARE.»

«Al Consejo y Dirección de Lizarraga S. A. Eibain.

»Yo, D. José María Lizarraga Múgica, responsabilizándome de lo que me pudiera ocurrir si falto a ello, me comprometo a efectuar en la llamada factoría número dos de Lizarraga S. A. lo siguiente:

»— Poner al día, sin regatear esfuerzo económico alguno, la seguridad e higiene de la empresa incluyendo la asistencia médica necesaria.

»— Actualizar la pensión de la viuda del Sr. Martín, con el 100 por 100 del salario de su difunto esposo y la correspondiente escala móvil según la carestía real de la vida.

»— Readmisión de todos los despedidos con renuncia a cualquier tipo de futura discriminación o represalia.

»— Aceptar el aumento salarial en línea que se ha propuesto a la Comisión Mixta y

»— Jornada semanal de 40 horas.

»— 25 días laborables de vacaciones.

»— IRTP y Seguridad Social a cargo de la empresa.

»— 100 por 100 de salario real en caso de paro.

»— Facilitar el derecho de reunión, expresión y asociación de la clase trabajadora en el interior de la factoría.

»Sirva la presente de orden para que empiecen a tomarse las medidas oportunas a fin de normalizar la convivencia ciudadana. Cualquier circunstancia o duda que suscite la aplicación de esta normativa deberá entenderse a favor de la parte social.

»Firmado: J. M. Lizarraga.»

—¿Qué significa FARE?

—Es largo de explicar, la coordinación de sus enemigos naturales, una experiencia interesante.

—¿No sois ETA?

—Bueno, digamos que de momento cooperativistas.

—Es una locura.

—Tranquilo, la Operación Caín la tenemos al detalle, saldrá níquel.

—Lo del dinero es una locura, cincuenta millones no los tiene la empresa en efectivo.

—Pero usted sí.

—Ni siquiera necesitas tocar tu cuenta suiza.

—Nunca he tenido ese dinero, todo lo que gano lo invierto en la fábrica, desde siempre.

—¿Firma?

—Qué remedio.

—Póngale unas letras a su mujer, aparte.

La firma, firmado y rubricado, ilegible, un garabato inconsciente al que termina uno por acostumbrarse y no le presta mayor atención se convierte de golpe en el único nexo de contacto con el mundo exterior, el de las personas que disfrutan de mucha más libertad de la que se imaginan y pueden perder, lo difícil era escribirle a ella, qué decirle en su única carta. Jamás le había escrito, si acaso llamar por teléfono, otra rutina la conversación telefónica, estoy bien, no te preocupes, por aquí hace buen tiempo, si tuvieran niños sería otra cosa, debería prestarle más atención, era una buena mujer, pues lo de siempre, Libe, estoy bien, no te preocupes, pronto nos veremos, un abrazo y eso sí, Joshe, una firma distinta, sólo el nombre de pila, no era automático y sí un detalle de amor, de algo parecido al amor, el Joshe era un detalle entrañable pero no de amor, de intimidad, camaradería, de reconocimiento, ella era la única persona del mundo que le llamaba Joshe.

—Ahí las tiene.

—No es muy expresivo, ¿eh?

—Eso es cuenta mía.

—Correcto, pero no se nos estire y recuerde la fatiga del metal, el mejor acero casca doblegándole el suficiente número de veces.

—El vuestro también.

—Sí, pero recuerde que antes de que eso ocurra cualquiera de nosotros le levantará la tapa de los sesos con mucho gusto, ahí radica la diferencia de fatigas.

—Dejadme en paz, estoy cansado.

Cincuenta millones es mucho dinero, aunque sean de pesetas, y cuántas veces le costó convertirlas en divisas para importar el equipo necesario para un nuevo proyecto, con ellas podía hacer lo que hizo con bastante menos y lo que hizo con demasiado más, la locura de invertir en lo que ya no le era necesario con la vida asegurada, jugándoselo todo porque su vida era su industria y sin crecer la empresa se ahogaba en una medianía deleznable propia de estómagos satisfechos con la pobre pitanza de cada día, la locura de la opción constante, crecer en contra de los consejos paternos, fraternos, amistosos, tecnocráticos, la decisión solitaria de la apuesta a una sola carta, a un pulso, cincuenta a caras, la sublime y terrible soledad en la toma de decisión, momento supremo, la hora del tigre a cambio de las siete vidas del gato, eso habrá que hacer y aurrera, adelante, cuando las cocinas, el horno alto, la acería, el tren de laminación, en contra de los espíritus mezquinos orgullosos de su adocenado éxito económico, nunca había tenido dinero para otra cosa, la seguridad en sí mismo era el único tesoro y resultaba intransferible, era su fortuna y tiraría cincuenta millones por la borda, a la basura de la juerga revolucionaria para poder seguir el crecimiento de su vida-empresa y, tras decidirse, desde la plataforma de su actual incomodidad física, por primera vez atisbo la turbadora faceta de si merecía la pena tan complicado poliedro.