—¿Quién anda ahí?
—Nadie, hombre, no te preocupes. Estate tranquilo de una vez, toma.
Libe puso la bandeja con el vaso de leche y la cápsula diaria sobre el montón de periódicos, en la camilla. Revolvió las tres cucharadas de azúcar, cumplía el rito de la cotidianidad pasara lo que pasara fuera.
—¿Se ha ido la Miren?
—Sí, y le ha dado al chisme, yo misma lo he comprobado.
—Ya lo sé.
—Entonces, tranquilo, pronto pasará la cosa, no hay mal que cien años dure.
—No tengo sueño.
—¿Pongo la tele?
—No.
—¿La radio?
—Dentro de media hora, a ver si Radio París dice algo, mira que tiene gracia. ¿Has oído?
—Nada.
—No disimules, estás temblando. Voy a ver si…
—No vayas.
—Quieto.
Con angustia, superponiéndose al diálogo, la palabra quieto se vocalizó en el mismo tono de la conversación intimista, a espaldas del matrimonio. El encapuchado dio un lento rodeo a la habitación comprobando la puerta entornada, las persianas bajas, detalles meticulosos, por fin les encaró a la luz de la lámpara de pie, adelantando el cañón de la pistola.
—Buenas noches.
El tono era igualmente confidencial, pero distinto, había por lo menos dos extraños en la sala, el del quieto seguía a sus espaldas, invisible.
—¿Cómo ha entrado?
—Atención. Esto es un rapto. Normas para conservar la vida. Las manos siempre a la vista con los dedos extendidos. No hablar. Obedecer. Los movimientos suaves. ¿Comprende?
Había un algo voluntarioso y forzado en aquel hablar entre telegrama y manual de instrucciones. Imponía un extraño respeto. El temor se concentraba en el negro orificio, prolongación de la mano enguantada.
—De sobra, ¿quién es y qué…?
—Calla, Joshe, por favor.
—No lo ha entendido. Recapacite.
Levantó el percutor. El chasquido metálico dio paso a un silencio denso, pegajoso, al rumor de un tráiler sobre el viaducto, a un ladrido agonioso, a una íntima ausencia.
—Así me gusta. Ha comprendido. Abelbi, acompaña a la etxekoandre[1] a la cocina. Usted termine su mala leche.
Se movió desde atrás. La figura corpulenta de Abelbi, también encapuchada, por un momento resultó familiar, casi provoca un nombre propio, absurdo, quizá la complexión de los hombros, un reflejo que se disipó ante la inquietud inmediata.
—¡A ella ni tocarla!
—Calla, Joshe, por el amor de Dios.
Los ojos enmarcados en la tela negra fueron más persuasivos que el ruego y el arma, fijos, cargados de un mensaje indescifrable, telegrama en clave, imponían el respeto del miedo.
—Es su segundo fallo, señor Lizarraga, al tercero se acaba el rapto. Nunca le preocupó demasiado a la seguridad en el trabajo, ¿verdad?
—No la tocaremos, está fuera de la operación.
—No te salgas del raíl.
Abelbi admitió el error de la frase con un movimiento de cabeza. Educado cedió el paso a la mujer, conocía el camino. La patética pareja abandonó la sala.
—¿Ha terminado? ¿Tomó la pastilla? Levántese, así, muy bien, despacio, al hall. ¿Esa chaqueta es suya? Póngasela. La boina. Baje las escaleras, a la calle. Alto. Hay que esperar.
Llegó el segundo hombre sin precederle ningún rumor de pisadas. Del bolso de mano sacó una linterna sorda, enchufó el haz luminoso al ojo del receptor fotoeléctrico y así cruzaron el sistema de alarma conectado con la comisaría sin el menor inconveniente. Antes de abrir la puerta confirmaron la situación.
—¿Abelbat?
Les respondió el carraspeo de un motor, una aceleración larga y dos cortas.
—Salga y túmbese en el asiento trasero, en el suelo.
Obedeció, era un mil doscientos. Sintió algo duro en los riñones al mismo tiempo que una masa amorfa le envolvía la cabeza, era una bolsa de fieltro sin orificios, le angustió más la posible falta de respiro que de visión, hizo de alfombra, en marcha, sin prisas, procuró orientarse por los baches y el cambio a segunda, bajaban las curvas de Arrizar hacia la carretera general, cualquier detalle podría servirle.
—Tuerce.
—Calla.
El del volante seguía mudo; el acento, los ademanes de los otros dos eran demasiado familiares, demasiado comunes al hombre común del pueblo. No era la general, el traqueteo parecía de campo a través, sin ruido de cruces, ni adelantamientos, ni tráfico urbano, el de Villafranca, por ejemplo, a esa velocidad y en la dirección correcta deberían estarla atravesando, aunque tan tarde no se sabe, nunca se escucha el ambiente nocturno bajo una máscara hermética, volvió a ladrar un perro agónico, lo dijo por incidir en las circunstancias de forma exploratoria.
—Me hacen daño.
—Cállese, es mi último aviso.
Presionaron más las suelas de goma contra su cuerpo, pero ya su mente estaba dando vueltas al fallo que consideraba inexcusable, no se preocupe, usted tranquilo, dijeron los instaladores; del hilo musical sabrían mucho pero de alarmas electrónicas lo dudaba, insistió en lo del haz infrarrojo y no le hicieron caso, seguro ciento por ciento, si lo sabremos nosotros, siempre que oía él no se preocupe le daba algo, la bandera que tremolan los ineficaces es siempre la misma, no se preocupe, en realidad debieran decir nosotros no nos preocupamos de que alguien entre en su casa y le meta un cargador en las tripas, de momento no se lo habían metido y le parecía absurdo estar más preocupado por el fallo del sistema de seguridad que por lo del cargador, toda orientación era ilusoria, deberían estar dando vueltas sabe Dios por dónde, el más caro, el más eficaz del mercado, el dos por pronto pago y fuera de servicio sin la menor dificultad, ya les daría por chapuzas, muy largo para stop, parada, tampoco podía calcular el tiempo, los nervios, no quería reconocerlo pero eran los nervios.
—Atención. Hemos llegado. Incorpórese despacio. Deme la mano y avance sin ningún movimiento brusco. Sin hablar. ¿Comprende? Mueva la cabeza para contestar.
La movió afirmativamente. Oprimió la mano enguantada, muy ancha y fuerte, como la suya o más.
—Ahora vamos.
Intentó dominarlo, adelantarse al posible pánico que sentía amagado en un fondo aún profundo, jamás en la vida consintió su flameo exterior, sabía mantener el tipo y el hábito ayudaba, pero tenía miedo. Al contacto con la brisa se le evaporaron las gotas de sudor escalofriándole. Estaban en un descampado. Le sorprendió el ruido de los sigilosos pasos que le rodeaban, sin embargo los suyos no producían el menor sonido audible, pisaba algo un tanto elástico y resbaladizo, un andamio suspendido en el vacío, imposible, pero hacían equilibrios, con un chasquido, de puerta, de rama rota, cambió el suelo a firme y sin diferencia con las demás pisadas avanzó sobre algo similar a un parqué mal igualado.
—Final de trayecto.
—¿Puedo hablar?
—Y gritar si eso le desahoga, pero preferiría una actitud comedida.
—No soy ningún histérico.
—Según.
—Quiero saber lo que pretenden, ¿qué me van a hacer?, ¿a qué viene todo este misterio?
—Lo sabe de sobra.
—No te salgas del raíl.
—Vale, perdona.
—Atención. Siéntese en el suelo. A su derecha hay un saco de dormir. Utilícelo. No se quite la máscara. No intente huir. Mañana seguirá la operación. Eso es todo. ¿Comprende?
—Estoy demasiado nervioso para dormir, quiero saber si corre peligro la vida de mi mujer y la mía.
—Mañana.
—Pero bueno, es que…
—¡Mañana!
El primer síntoma de pasión fue imperativo, lo recibió casi como un consuelo ante el monótono platicar anterior de letanía sin inflexiones. Se sentó tanteando hasta dar con el saco y corrió la cremallera, acolchado, parecía nuevo, nunca había dormido en un saco, en el suelo sí, muchas veces, muchos años atrás en agostos de viento sur, sobre la hierba, bajo el nogal de la entrada, era otro el olor, tan distinto y al mismo tiempo tan familiar, de nuevo le empapaba el sudor, intentó acomodarse inútilmente, pero quedó inmóvil, escuchando, se habían alejado de él, ¿cuánto?, diez o más metros, muy lejos para una habitación, muy abrigado para almacén, para nave industrial, se estaban relajando o lo hacían a propósito para confundirle con pistas falsas, marcha, ¿no?
—Mejor no podía haber salido, de telenuit. Te quedas y ya sabes, las normas a rajatabla.
—Okey.
—A ver si dormimos un rato, nos sentará bien.
—Si lo necesitas, llama.
—Iros, leche.
—Agur.
El cerebro le flaqueaba con la falta de información sensorial, las emociones confundían el proceso normal del raciocinio, aguzó el oído, nada, ¿estaba solo?, imposible, una loca noche de imposibles con el circuito inutilizado por una simple linterna, como para no preocuparse, el único resquicio hacia la claridad era cerrar los ojos, apretarlos y saborear las aguas confluyentes de los distintos negros, la ceguera es algo terrible, el tacto sí le respondía y la espalda lo acusaba, rígida por la columna, blanda por el amenazante lumbago, se agitó reptilíneo para provocar alguna reacción, para acomodarse en el embutido saco, nada, algo más cómodo salvo el cuello con la misma flexión caediza por falta de apoyo, de almohada, procuró concentrarse, abandonar la obsesiva idea del fallo del sistema de seguridad y pensar en el peligro inmediato, si sólo fuera un rapto tranquilo, si fuera una ejecución, imposible, eso es de telediario, noticias del extranjero, tanteó el reloj, si pudiera quitarle el cristal sabría la hora, no era tan fácil, se haría el dormido contando, ¿ovejas?, ¿las piezas que escupía la máquina de troquelar? Qué tontería, segundos, despacio, de uno en uno hasta mil, mejor intentar lo del cristal aparentando un vencimiento por el sueño, iban unos cuantos muertos, policías, chivatos, traidores, pero de los raptados nadie, claro que principio requieren las cosas y siempre hay un primero de la lista.
¿Por qué yo?
Se encontró a sí mismo contando cadáveres, hombres lanudos con forma de borrego, colgados del nogal de la entrada, recientes, sangrantes, se había dormido, una cabezada, lo del reloj era interesante por hacer algo, apoyó el borde del cristal en la punta de la hebilla del cinturón, la ley de la palanca, un brazo de potencia y moveré el mundo, falló por el deslizamiento, probó en diferentes ángulos, tras varios resbalones le sorprendió el clinc, con el cristal se fueron las agujas y parte de la piel, adiós a la hora, sangraba de verdad, volvió a contar evitando los borregos, segundos, latidos, la herida no le molestaba, pero la tensión nerviosa se hacía insoportable.
¡Por qué yo!
El grito de la agoniosa pregunta resonó en su alma, sólo allí, en ningún sitio. Inició el movimiento ralentizado de quitarse lo que fuera le cubría la cabeza, necesitaba ver y más aún respirar, airear el rostro empapado, llenar los pulmones sin el obstáculo de la felpa ya húmeda de baba y sudor, un poco más arriba, sintió el fresco en el cuello.
—Quieto, matusa.
—Necesito respirar.
—No sigas o te frío. Mañana harás de todo.
—¿Qué Abel eres tú?
—Eso no te importa.
—Sois tres, ¿no? Supongo que nos conoceremos por la abundancia de capuchas, al menos de vista. Jóvenes imberbes, espero que seáis tan conscientes de lo que queréis como audaces en los medios para conseguirlo.
—No deduzcas tan deprisa. Yo llevo barba.
—Ya.
—Pero puede ser postiza, o puede que no y mañana me la afeite, todo es relativo.
—Quisiera una almohada.
—Lo siento, no estaba prevista. Mañana.
Eterna canción la de los imprevistos, seguía dándole vueltas a la poca habilidad del timbre de alarma, si no compruebas personalmente los detalles estás perdido y estos muchachos no podían ser una excepción, porque eran muchachos, ningún activista llega a los treinta años, ni siquiera a los veinte, corpulentos, atléticos, el vientre liso quién lo pillara, ¿y por qué activistas?, podían ser simples gánsteres, por el rescate, ahora caigo en el rescate, sería lo de menos, nimio detalle, si estás atento ganas la partida, evitas el robo si evitas la oportunidad, tanta técnica policiaca, allá por los tiempos del robo institucionalizado en forma de estraperlo y la mejor medida fue la más simple, aparcar los camiones muy cerca uno del otro, los ladrones no tenían suficiente espacio para abrir las puertas y se le ocurrió a él, siempre la misma canción del imprevisto, Abel bat, bi, hiru, lau[2], así hasta cien, se sorprendió contando raptores, segundos, latidos.
—¿Abel?
No contesta pero lo intuye allí; tenso, vigilante.
—¿Por qué lo de Abel? ¿Qué significa?
—Si tú eres el Caín, nosotros somos los Abeles. Ya va siendo hora de que cambie el curso de la historia.
—No creo en historias, ¿a cuál te refieres?
—A la de un proteccionismo tan considerable como mal aprovechado del que algún día tendrás que rendir cuentas, está en la Biblia.
—Vaya, hombre.
—Una historia tan antigua que puede que empezara en la guerra del catorce o algo así.
—No soy tan viejo.
—Eres eterno.
Para él es historia, para mí es infancia, recuerdo tantas cosas atropelladas, síntoma de vejez, de miedo, dicen que antes de morir acude de golpe la biografía entera a despedirse en apoteosis final, como en las revistas de antes con el escenario lleno de coristas emplumadas y en traje de baño, lo dicen los ahogados que pudieron salvarse con un boca a boca a tiempo, en un instante la película entera de la vida y hacia atrás, hacia el claustro materno, así lo veo yo porque me siento morir, me siento en peligro de muerte y no echo de menos al cura ni a mi sufrida Libe, ¿qué estará haciendo la pobre? Si acaso la policía, nunca han sido muy despiertos para estas cosas ni para ninguna de las mías y no me gusta recurrir a la fuerza pública, como si me estuviera viviendo de nuevo y soy incapaz de diferenciar lo que es vivencia propia de lo que es cosa oída, las repetidas anécdotas familiares de tan sabidas se convierten en la mismidad intransferible, en lo íntimo recóndito, parece que fue ayer cuando el paseo a Zumaya, a la ballena, de la mano del padre, contacto protector que barría la influencia maléfica del monstruo, extrañas conexiones con el antiquísimo arpón vascongado en punta de lanza, buen hierro y mejor temple, de niño, mar y acero se hacen mis egoísmos mezclados, la preocupación vergonzante por mí mismo, yo y nadie más que yo, eso es lo que me preocupa de forma obsesiva y sin remedio.