IV

Tus esfuerzos de reconstitución y de síntesis tropezaban con un grave obstáculo. Merced a los documentos y pruebas atesorados en las carpetas podías desempolvar de tu memoria sucesos e incidentes que tiempo atrás hubieras dado por perdidos y que rescatados del olvido por medio de aquéllos permitían iluminar no sólo tu biografía, sino también facetas oscuras y reveladoras de la vida en España (juntamente personales y colectivos, públicos y privados, conjugando de modo armonioso la búsqueda interior y el testimonio objetivo, la comprensión íntima de ti mismo y el desenvolvimiento de la conciencia civil en los reinos de Taifa), pero, a raíz de tu voluntaria expatriación a París y tu existencia errabunda por Europa, la comunión anterior se había desvanecido y, extirpado tú del solar ingrato (cuna de héroes y conquistadores, santos y visionarios, locos e inquisidores: toda la extraña fauna ibera) tu aventura propia y la de tu patria habían tomado rumbos divergentes: por un lado ibas tú, rotos los vínculos que te ligaron antaño a la tribu, borracho y atónito de tu nueva e increíble libertad; por otro aquélla, con el grupo de tus amigos que persistían en el noble empeño de transformarla pagando con su cuerpo el precio que por indiferencia o cobardía habías rehusado pagar tú, alcanzando su madurez a costa de los indispensables errores, adultos ellos con el temple conciso que te faltaba a ti: la dura experiencia de la cárcel que nunca conociste; la conciencia estricta de los límites de vuestra dignidad enajenada. Vacía tu memoria por diez años de destierro, ¿cómo rehacer sin daño la perdida unidad?

Desde entonces (anota bien la fecha: octubre de 1952) la historia ajena de tus amigos se yuxtaponía a la tuya propia y, para abarcar ambas a un tiempo, te era preciso alternar los datos: barajarlos como si se tratara de naipes de diferente juego, simultaneando lo vivido con lo escuchado (Barcelona y París, París y Águilas), sin llegar jamás a fundirlos del todo. El diario de vigilancias de la Brigada Regional de Investigación Social (confiado a Antonio por su abogado defensor después del proceso), expedientes y actas del juzgado de Instrucción que viera la causa, asociaciones de ideas y recuerdos no filtrados aún por el severo tamiz de la memoria (pertenecientes a épocas distintas, sin ningún denominador común) interpolaban de modo caótico el relato de Antonio sobre su detención y confinamiento (rehecho luego por ti con ayuda de Dolores). Sometida a los cánones imperiosos de lo real tu imaginación se resarcía componiendo con morosidad las situaciones, limando las aristas del diálogo, atando cabos y rellenando huecos, manejando con soltura su influjo catalizador.

En la clara y luminosa jornada de verano (la solanera del estanque impregnada de aromas vegetales, el fresco y oreado jardín, la galería atestada de cojines y fundas de discos variopintas y heteróclitas), reunidos los tres como la víspera, habíais proseguido la elíptica y sinuosa conversación mientras el sol matizaba con distributiva justicia viñedos, pinos, alcornoques, olivares. Bandas de gorriones rasgaban un cielo tenue y liso, ligero, transparente. La suave trabazón de las colinas os protegía de la loca caravana de vehículos que circulaban por la costa y en el silencio insólito del lugar, como en los viejos tiempos, reinaba, dueña y señora, la palabra.

Folio 61. Diligencias — Habiéndose apreciado por ciertos síntomas el recrudecimiento de las actividades comunistas y teniendo en cuenta los informes que señalan la presencia en Barcelona de algunos elementos dirigentes del Partido venidos a estructurar la organización y a convertirla en cabeza rectora del PSUC en la clandestinidad, de acuerdo con las directrices de su Comité Central radicado en países del otro lado del telón de acero, el Jefe Superior de Policía da instrucciones para que se extremen las medidas de vigilancia y el jefe de la Brigada Regional de Investigación Social dispone que, por el grupo segundo de la misma, a las órdenes del inspector Florencio Ruiz García y compuesto por los funcionarios Eloy Sánchez Romero, Mariano Domínguez Soto, Juan Domingo Anechina, Francisco Parra Morlans, Melchor Porcel Mallorquí, José Luis Martínez Sobona, Eduardo García Barrios, Mamerto Cuixart López, Máximo Olmos Martín, Dámaso Gutiérrez Badosa y Enrique Santos Morube, auxiliados como secretario por Aurelio Gómez García, se monten los oportunos servicios de vigilancia y observación para tratar de localizar a los elementos infiltrados del exterior así como sus actividades, gestiones, contactos y viajes.

Hacía largo tiempo que no rompía las suelas por allí. Los dos últimos años de oposiciones había pasado el verano en el extranjero perfeccionando idiomas y cuando, recién admitido en la escuela, se disponía a visitar a su madre poco antes de las fiestas de Navidad, la policía se presentó en la pensión a las seis de la mañana y, tras poner la habitación patas arriba y confiscar la totalidad de sus libros, lo llevó, esposado, a los calabozos de Jefatura y allí —setenta y dos horas más tarde— a la galería de presos políticos de la cárcel Modelo: dieciocho meses de reposo forzado y soledad en compañía, soñar despierto en la celda y vagabundear por el patio de modo incansable, con el oído atento a los rumores de fuera —la voz de una mujer llamando a su chico, el ruido familiar del tranvía— hasta el juicio secreto de los dieciséis encartados y la inopinada fijación de residencia. La prisión atenuada le había pillado desprevenido: durante el período de detención el pueblo se había convertido en su único punto de mira, en un objetivo arduo, difícil, inalcanzable. A más y mejor se acordaba del sol pugnaz, del mar quieto y azul, del reverbero de la luz en las casas enjalbegadas. De su niñez en los muelles y la Pescadería, acechando el regreso de los hombres, cuando disponía libremente de su tiempo e iba, en bote, a calar palangres en el Hornillo. La decisión del juez había destruido de golpe aquella apasionada espera al transformar en lugar de castigo el refugio tantas veces soñado. Frustrado doblemente en su deseo de escapar al mundo, a medida que se acercaba al pueblo en el incómodo coche de línea pensaba con inquietud creciente en su madre y en el derrumbe de sus ilusiones respecto a su futuro: en la llegada, no como brillante alumno de la escuela diplomática —imagen que ella asociaba ingenuamente al Cadillac último modelo propiedad del Cónsul general de España en Alejandría con el que don Carlos Aguilera solía visitar a la familia durante sus vacaciones anuales—, sino como reo condenado a tres años de cárcel que venía a cumplir el resto de la pena escoltado por una pareja de civiles.

Pasado el primer momento de euforia —el encuentro con Ricardo, Paco, Artigas y los demás amigos del grupo, la nerviosa preparación del viaje, el paseo de despedida por las Ramblas— su excitación había decaído paulatinamente y las diligencias y formalidades de cada etapa del camino —la obligada presentación a las autoridades en Valencia, Alicante, Murcia— le habían abocado poco a poco a un lamentable estado de abulia, cansancio y desasosiego. En Lorca el sargento de la guardia civil había leído y releído su hoja de ruta escudriñándole con quieta sospecha y, en un arranque de celo no previsto en el programa, decidió confiarle a la solicitud de dos números —un gañán andaluz y un gallego ya viejo— que permanecían a su lado amodorrados, contemplando el paisaje desierto, tocados con sus tricornios de charol y con el mosquetón entre las piernas. El autocar bajaba y subía por los badenes de una carretera cuyo trazado conocía de memoria y que en el duermevela de la celda se entretenía en imaginar a menudo con todos sus pormenores: cumbreras de la sierra lavadas y como esculpidas por la erosión, albarizas salpicadas de matos de encina e higueras enanas, ramblas orilladas de adelfas y pitas, bardales de chumberas, cortijos blancos. La última vez que había ido allí —durante el rodaje del documental de 16 mm sobre la emigración— Dolores conducía el Dofín, mientras, desde la ventanilla, Álvaro filmaba las mieses agostadas, los olivares secos, las chozas abandonadas por sus moradores, los arruinados aljibes y depósitos de agualluvia. Después del cruce de Mazarrón la vista se despeja. La labor sonámbula de muchas generaciones ha abancado cuidadosamente la ladera del monte y, entre jorfe y jorfe, hay almendros y olivos rodeados de paratas circulares. Conforme el terreno baja, el campo reverdece y cobra vida. Los mozos de una hacienda cercana apozaban un naranjal. Más lejos había parraleras granadas y huertos sembrados de tomate y lechuga. Cuando el mar surgió al fin, comprendió las razones profundas de aquel peregrinaje al pasado, al decorado mítico y fabuloso de su niñez: el pueblo aparecía milagrosamente blanco en la atmósfera luminosa e intacta y, a la izquierda, las montañas recortaban sus formas obtusas en un cielo sereno, moteado a trechos por una algodonosa baba de buey; el color del mar era de un azul intenso bajo la escarpa casi vertical de Cope y el islote del Fraile emergía su poderosa grupa, medio oculto tras el cercano penacho de las palmeras. Cuando sus amigos vinieron para el rodaje del documental recordaba que estacionaron el automóvil en lo alto de un repentillo y, abarcando el paisaje africano —pitas, nopales, norias, molinos— que se extiende hacia las salinas de San Juan de los Terreros, Álvaro había encendido un cigarrillo y, encarándose de improviso con él, había exclamado: «¿En qué país naciste, charnego?, ¿en medio de una tribu de tuarégs?».

El autocar avanzaba en línea recta a través de los tempranales y, al cruzar el paso a nivel, le sorprendió la palpitación desacompasada del corazón. Una mujer montada sobre un asno se defendía del sol con un paraguas descolorido, docenas de niños correteaban medio desnudos por la calle y perseguían un perro a cantazos. Casi en seguida el chófer torció a la derecha, en dirección a la carretera de Almería. No obstante el calor, la gente estaba de casinillo en la acera y los ociosos de costumbre hacían el arrimón junto a los bares. Al llegar al cruce el autocar redujo su velocidad hasta inmovilizarse del todo y Antonio se apeó con la maleta, acompañado de los guardias civiles. El viejo surtidor de gasolina se había transformado en una estación de servicio, una muchacha rubia fumaba apoyada en el guardabarros de un automóvil descapotado. Los corros de curiosos habían interrumpido las conversaciones y les examinaban en silencio.

—En marcha —dijo el gallego.

Escoltado por los tricornios, Antonio se encaminó hacia el cuartelillo. Sentía las miradas del pueblo fijas en él y, con una acongojada sensación de culpa, pensaba en el inevitable encuentro con su madre.

DIARIO DE VIGILANCIA.

Sábado 2 de noviembre de 1960 — Sobre las 11.15 horas funcionarios encargados del descubrimiento y observación de las actividades comunistas clandestinas fijan su atención en la Avda. José Antonio de esta capital en un sujeto de 40 o 50 años de 1,68 de altura aproximadamente, fornido, ancho de hombros, andar balanceante, pelo castaño, frente amplia, coronilla descubierta, cara alargada de abultados rasgos. Se encamina a la calle Entenza cargado con una caja de regulares dimensiones. Bautizado por el nombre convenido de Gorila entra en el taller de automóviles Pereda en el número 81 de dicha calle. A los pocos momentos reaparece con un individuo al que llamaremos Azul y se dirigen al bar Pichi, sito en el chaflán de Diputación. Salen del bar, vuelve Azul al taller y a las 12.55 va Gorila al kiosco de periódicos existente en la Avda. José Antonio frente al cine Rex. Contacta con dos individuos. Éstos le entregan una maleta de color marrón claro y marchan con él al bar Manola, en el cruce Diputación-Rocafort. Sale Gorila al cabo de unos minutos con la maleta, va al taller de Azul, la deposita en él, camina hacia la parada de autobuses y, al comprobar que los coches no paran allí a causa de las obras, continúa por la calle Sepúlveda hasta Muntaner; en el cruce con Ronda San Antonio toma un taxi y se traslada al número 51 de la calle de Almansa, en el barrio de Las Roquetas. Penetra en dicha casa y se mantiene la vigilancia.

Mientras tanto los dos individuos que entregaron la maleta y habían quedado en el bar Mariola salen unos minutos después, suben a un Seat 600, matrícula B-143211 y desaparecen. Más tarde este coche es localizado al final de la calle Calabria, en la acera de los pares, junto a un vallado. Los dos sujetos, bautizados con los nombres convenidos de Rubio y Mozo, son de las siguientes señas: Mozo de unos 30 años, 1,7O de altura, complexión normal y pelo castaño; Rubio, unos 40 años, de 1,75, pelo rubio, corto y claro, complexión fuerte, aspecto extranjero. Poco después se comprueba que el Seat 600 se halla inscrito en la Jefatura de Policía de Tráfico a nombre de Enrique Casanova Miret de 32 años, abogado, vecino de Barcelona, calle Londres 101, sin antecedentes. El llamado Azul es de 1,73 de altura, fuerte, cara alargada, pelo liso, vestido con indumentaria de mecánico. Al andar no estira por completo uno de los brazos.

Volviendo a Gorila, no se le vio salir de la calle Almansa por ser sitio peligroso para acercarse mucho en servicio de observación. No obstante se le recupera sobre las 18.15 en las cercanías del taller de Azul en unión de otro individuo bautizado Gitano, de edad aproximada a la de Gorila, un poco más alto que él, delgado, pelo negro, aspecto agitanado. Entran ambos en el taller de Azul y, no encontrándolo, marchan a Consejo de Ciento 145, finca nueva de color cemento. Permanecen un rato en la porteña, desaparecen durante cierto tiempo y de nuevo bajan a la portería. Sobre las 19.15 salen acompañados de Azul, van los tres al bar Pichi y están en él 25 minutos. Vuelven al taller de Azul y se despiden de éste. Gitano y Gorila se dirigen a la parada de autobuses de Avda. José Antonio, esperan un coche y, como se demora, cogen un taxi y van a Almansa 51, de donde ya no salen pese a mantenerse la vigilancia hasta principios de madrugada.

Este mismo día son identificados: Azul como Enrique Medina Soto, domiciliado en Barcelona, c/ Consejo de Ciento 145; tiene antecedentes de haber servido de apoyo a la Agrupación Guerrillera de Cataluña; detenido en 1948 estuvo en los penales de Ocaña y Burgos; salió a la calle en enero de 1956 y el 3 de octubre de dicho año quedó en libertad definitiva; ya en esta situación fijó su residencia en Barcelona y se relacionó otra vez con elementos del PSUC, como consta en las diligencias que fueron instruidas a Miguel Prieto Vernet en 1958. El llamado Gitano resulta ser Manuel Morera Torres, domiciliado en Barcelona, c/ Almansa 51; condenado en el 46 en Madrid por organización clandestina permaneció siete años en Ocaña y el Dueso; liberto en 1953 se estableció en Barcelona en 1954.

En tu primera y única visita al lugar habías estacionado el automóvil en la embocadura de la calle y la madre acudió a recibiros, consciente de su importancia. Dolores vestía unos téjanos muy ceñidos y un chicuelo apuntó hacia ella con el dedo y dijo: «Antonio viene con una francesa».

Era a comienzos de agosto del año 58 y el pueblo andaba de fiesta. La madre había porfiado en prepararos un gazpacho de su especialidad y, cuando terminasteis la cena, el cielo estaba estrellado. Después del bochorno de la canícula la brisa era reparadora. Durante unos minutos habíais recorrido las callejuelas del pueblo amparados en la oscuridad de la noche. De la explanada del muelle subía un confuso runrún de música entreverado con la voz rasposa de un locutor y el demencial galope de una aireada proyección cinematográfica: «Helen, los Sioux», con el inconfundible acento del chuleta madrileño. La respiración desacompasada de la feria impregnaba la atmósfera de una vida penetrante y sutil. Los moradores del cerro convergían por pequeños grupos al centro de la población y, al desembocar en la plaza, el panorama cambiaba de modo súbito. Palmeras y ficus parecían más verdes que de ordinario a la luz de los focos y un río de gente ocupaba la calzada de la calle como un ejército endomingado y feliz, bruscamente abandonado por sus jefes.

A la entrada de la feria las autoridades habían elevado un arco triunfal. Conforme os aproximabais al muelle el bullicio y la confusión aumentaban. Las fuerzas vivas mataban el tedio en los salones vetustos del Casino y, con la cámara imaginaria de un Eisenstein, escudriñaste aquellos ancianos obesos que incrustados en sus butacas (en estrecha simbiosis con ellas) acechaban el ir y venir de las mozas, orondos e inmóviles como budas.

A la izquierda, encaramados en un escenario decorado de forma de concha, unos músicos vestidos con americanas azules y corbatas de lazo rojas interpretaban un bolero empalagoso y dulzón. Algunas parejas evolucionaban holgadamente por la pista en medio de la envidiosa curiosidad de los mirones apiñados a lo largo de la barrera divisoria. Era el baile de los señoritos, a cinco duros por barba, y Antonio os habló de la época en que, sin un céntimo en el bolsillo, se acercaba a espiar con los chiquillos de su edad, fascinado también por el espectáculo de un universo (para él, entonces) afelpado y muelle, remoto e inaccesible.

A la derecha otra orquesta desfogaba su entusiasmo en la ejecución (capital, dijo Dolores) de un cha-cha-cha. El chuleta madrileño sostenía un dúo dramático con Helen, cercado por una banda de sioux (la terraza del cine de verano lindaba con la feria y el volumen del sonoro era positivamente aterrador). El bar de Constancio estaba de bote en bote. Entrasteis en él y Antonio os presentó sus amigos. Cuando os fuisteis, creíais recordar, andabas un poco borracho.

Fue la eterna conversación sobre el sexo y la aperreada vida del oficio ante una caña de cerveza y un platillo de aceitunas que conocerías más tarde, a medida que el rodaje del documental avanzaba, hasta la extrema saciedad. En tu primer contacto con el Sur la vitalidad ruda y silvestre de aquellos hombres te cautivaba (hasta el punto de irritar a Dolores) y, reanimado por la reciente experiencia de Antonio (referida prolijamente por él), el recuerdo de tu velada bautismal en el pueblo renacía del olvido como un fénix, densa, cegadora, brillante. Al enterarse de tu residencia los pescadores querían saber si tenías amistades influyentes en el extranjero y, supersticiosamente, te pedían que anotaras sus señas.

—Si se empareja la ocasión me voy con usté adonde ordene. Al que me saque de acá le beso, bueno: hasta las suelas de los zapatos.

—Para vivir en este pueblo hay que endoblar jornales o mover el rabo cuando pasan los señores.

—Solamente de mi barrio se han marchado más de diez.

—Los españoles vamos siempre como el caracol, con la casa a cuestas.

(Tu oreja se habituaría pronto a la letanía pero no tu corazón. Consciente de la imposibilidad de resolverles personalmente sus problemas, sentías no obstante al escucharlos, a pesar de la ominosa costumbre, el sentimiento confuso, diríase, de una espuria y subrepticia culpabilidad.)

Cuando despertasteis, el día siguiente, la explanada estaba vacía. La luz avasalladora del Sur mediatizaba el mar azul e inmóvil, las montañas erosionadas y desnudas, el cielo liso como una pared. Antonio os aguardaba en el bar de Constancio y, con la recién adquirida Pathé de 16 mm, salisteis a filmar en dirección a la almadraba.

Domingo, día 3 — A las 8.45 salen Gorila y Gitano de casa de éste y se trasladan en autobús al final de la calle Mallorca, en las inmediaciones de la Sagrada Familia. En la portería del 530 contactan con un individúo bautizado Ramallets. Van los tres al bar Compostela y toman un café. Ramallets vuelve a su casa. Gitano y Gorila se dirigen en tranvía a la estación de MZA. El primero coge un tren en dirección a Mataró; el segundo va en autobús a Sicilia 390, y no reaparece hasta la hora de comer. A las 14.30 regresa a su domicilio, recoge a su esposa y entran en un bar. Mientras tanto Gorila se apea en la estación de Ocata-Teyá, tuerce por una de las bocacalles que desembocan en la carretera, se interna en ella y comienza a buscar una casa determinada. Vuelve sobre sus pasos y pregunta a una mujer. Baja luego a la carretera, sigue hasta Masnou, sube por la calle Gral. Goded y llama al timbre de la casa número 71, en cuyo interior permanece más de dos horas. Sale a las 14, regresa en tren a Barcelona; frente a la estación toma el autobús hacia Las Roquetas y a las 15.55 entra en Almansa 51, domicilio de Gitano. Se identifica Ramallets como Ismael Rodríguez Cepeda, residente en Barcelona, c/ Mallorca 530, portería. Se identifica a la persona titular de Gral. Goded 71, Masnou, como Lucía Soler Villafranca, sin antecedentes.

Lunes, día 4 — A las 8 sale Gitano de su casa en dirección a su trabajo. Se supone que Gorila permanece alojado en aquélla, pues no se le ve en toda la mañana. Aparece a las 14.35 y va en autobús a la calle Ausiás March 63, oficinas de transportes La Catalana. Entra en un bar próximo, vuelve a las indicadas oficinas y, frente a la parada de tranvías, hace contacto con un individuo bajo, grueso, con muchas canas, cara ancha, sonrisa jovial. Charla con él cinco minutos y se separan. Gorila se dirige a la estación de MZA, penetra en el vestíbulo, consulta el horario de los trenes. A las 15.45 llega Lucía Soler Villafranca, a quien llamaremos Graja. Van juntos a plaza Palacio y toman un autobús hasta Urquinaona; se apean en el chaflán de Ausiàs March, suben por Bruch y se detienen ante el número 23. Entran en él a las 16.30 y a los 10 minutos salen acompañados de una mujer morena, vestida de negro, de estatura semejante a la de Gorila, peso mediano. Andan a la portería de Bailén 35, reaparecen en seguida y se despiden de la mujer. Gorila y Graja se encaminan a Avda. José Antonio y se les pierde de vista en Lauria. A las 18 se recupera a Gorila con Gitano en el bar Pichi. Van al taller de Azul, cogen la maleta que dejó Gorila el sábado y marchan los tres al bar Mariola. Pocos minutos después se separan de Azul y a las 19.20 Gorila y Gitano se trasladan en taxi a casa de este último.

Se identifica el sujeto con quien habló Gorila frente a transportes La Catalana, y al que bautizamos Nikita, como Ramiro Sauret Gómez, c/Princesa 40, Barcelona. Antes de la guerra pertenecía a la CNT y durante la Cruzada fue vocal del Comité de Control de dicha Sindical. Ingresó después en el PC siendo encarcelado en Valencia por los casadistas; detenido el 16-4-39 recibió una condena de doce años y salió a la calle al cabo de 3 y medio. Recién liberado enlaza de nuevo con el PC clandestino y en marzo del 44 se le condena a 20 años como secretario de organización del PSUC. El 5 de mayo de 1959 realizó su primera presentación en esta Brigada como liberto procedente del penal de Burgos, situación en la que se encuentra ahora.

«Vamos a ver si nos entendemos. Has jugado y has perdido… Estás en nuestras manos y podemos hacer de ti lo que se nos antoje… Hasta matarte… No serías el primero que desaparece…» El hombre le miraba fijamente, casi con ternura: «Ya sé lo que estás pensando. Tengo que mantenerme firme… No hablar… No denunciar a mis compañeros…». Le tendía una mano blanca cubierta de vello y la posó cariñosamente sobre su hombro: «Tonterías, aquí habla todo el mundo. Unos tardan más y otros menos… Los listos sin necesidad de que les toquemos un pelo y los tontos con las toallas mojadas o las corrientes eléctricas… Vamos a ver si tú eres de los listos o juegas al duro… En cualquier caso, al final hablarás».

De repente, con gran alivio, se encontró en el patio de la cárcel, en medio de los comunes. El inspector se había eclipsado y con otros reclusos jugaba al fútbol con una pelota de trapo. Casi en seguida el oficial los convocó para el recuento. Era la hora de la comida y sus compañeros hacían sonar los cubiertos en los platos de aluminio. Esperaba oír su nombre para responder presente y el grito se estranguló en su garganta.

Durante los primeros meses de detención los sueños evocaban invariablemente su vida de ciudadano libre —paseos vagabundos, lugares despejados, espacios abiertos— como si, rehusando en bloque la efectividad de la cárcel, el subconsciente se aferrara de modo ciego a una existencia anterior que la negaba y la destruía. Pero, al cabo de un tiempo, la prisión se había infiltrado en sus noches hasta adueñarse por entero de ellas y reducir la variedad de sus paisajes a un decorado monótono y obsesivo: el patio, la celda, los calabozos de jefatura. Si soñaba en su pueblo, era un pueblo con alambradas; si veía a su madre, su madre estaba presa. La decisión del juez no había calado todavía en su subconsciente. En virtud de un proceso inverso al de la detención, el destierro a su país natal era una cortina de humo que ocultaba engañosamente una realidad más profunda: quisiéralo o no, su universo natural seguía siendo la cárcel.

Fermín le aguardaba en el bar de Constancio, acodado en el mostrador. Su ex compañero de equipo juvenil de fútbol había engordado un tanto desde la última visita de Antonio y le sonrió amistosamente.

—Enhorabuena, Lenin. En cuanto me enteré que andabas libre me vine hacia acá corriendo… ¿Qué tal te encuentras?

—Jodido pero contento —dijo Antonio.

—Bueno, pues óyeme bien. De ahora en adelante olvidas lo que has hecho y te quedas aquí, con nosotros. Así no volverás a meterte en líos. En el pueblo te cuidaremos.

—¿Qué tal va el trabajo?

—El que tenía antes lo dejé, ¿te lo han dicho? El año pasado me establecí por mi cuenta… Un taller de reparación de motos y automóviles. Luego te lo enseñaré.

—Lo celebro.

—Tengo dos aprendices y, entre los tres, nos barajamos bien. En verano cierro a medianoche y ni siquiera doy abasto. Ahora ya no es como antes. Cada día vienen más coches y todo quisque quiere su moto. Si a uno le falta dinero para pagarla a tocateja se la merca a plazos.

Se sentaron junto a la ventana, de cara al muelle y Constancio sirvió tres tazas de café. Fermín era un muchacho despierto, con inquietudes políticas y, durante algún tiempo, su idea fija había sido marcharse a Francia. Al rodar el documental sobre la emigración, Álvaro le había dado sus señas en París y, como de costumbre, había prometido buscarle trabajo.

—¿Cómo van tus amigos? —preguntó de pronto, adivinándole el pensamiento—. ¿Terminaron la película?

—No lo sé —repuso Antonio—. Anteayer vi a Ricardo en Barcelona y no me dijo nada… Dolores sigue en París y creo que Álvaro se fue a Cuba.

En contra de lo que suponía, Fermín no hizo ningún comentario. Sus ojos brillaban como rescoldos.

—¿Te acuerdas, cuando jugábamos al fútbol, la tarde que ganamos al equipo de Vera y tuvimos que salir del campo a puñetazo limpio?… El gol de la victoria lo metió Ángel de penalti un minuto antes de que acabara el encuentro…

—Eran los buenos tiempos —dijo Antonio—. ¿Qué se ha hecho de los demás?

—Ángel recaló en Alemania y, en cinco años, ahorró medio millón de pesetas… un señor potentado, imagínate. Esta primavera vino con un Volkswagen y, nada más en aperar el cortijo de su familia, lleva gastados veinte mil duros. Si quieres iremos un día a Pulpí con mi moto. Es un buen tipo. Estoy seguro de que se llevará un alegrón.

—Yo lo envié a Barcelona y de allí se largó al extranjero —explicó Constancio—. Ahora se dedica a exportar tomates.

—Si pinta que llueva se va a forrar los bolsillos —dijo Fermín.

—¿Y Lucio?

—Ese casi no asoma los bigotes por el pueblo. —La mujer de Constancio hablaba con voz cantarina—: Está tan ennoviado que sus amigos ya ni le ven. Si se acerca algún domingo sólo viene aquí de entra y sal.

El teniente le había puesto en guardia contra los ex presos y Antonio preguntó por el Rojas.

—Por ahí anda —dijo Fermín—. Precisamente ayer me crucé con él en el baile.

Constancio se levantó a servir a un cliente. Como Fermín callaba, insistió:

—¿No le han vuelto a molestar?

—El pueblo es chico y todos saben de qué pie cojea. Aunque quisiera moverse no podría.

—¿Trabaja en la almadraba?

—No, ahora va en El joven Carlos, al arrastre. Pero, con lo que gana, no puede mantener a la familia.

—La pesca no es ya un oficio —dijo la mujer.

—Ése anochecerá el mejor día y échale un galgo…

Su cuñada me dijo que estaba arreglando los papeles para irse fuera.

Un automóvil de tipo americano atravesaba lentamente la explanada del muelle. Al volante había un hombre con uniforme azul y, amontonados en el asiento trasero, Antonio distinguió dos muchachas rubias y una cáfila de chiquillos con sombreros téjanos. Tras describir un silencioso semicírculo el coche se detuvo frente a la puerta del cine. Sin hacer caso del chófer que, con la gorra de plato en la mano, se había precipitado a abrirles la portezuela, las jóvenes consultaron el programa a través de la ventanilla. Sus caras descoloridas e insulsas reflejaron en seguida una viva contrariedad. Al cabo de unos momentos, con la misma suavidad con que antes había frenado —dócil como un bello animal doméstico— el vehículo se puso de nuevo en marcha y desapareció de su campo visual envuelto en una nube de polvo.

—Es el Cadillac de don Carlos Aguilera —dijo la mujer de Constancio—. Su familia llegó anteayer de Egipto.

Hubo una pausa. Los carabineros se habían asomado a beber un trago con el práctico del puerto y Fermín cambió un guiño de inteligencia con Antonio y se incorporó.

—Anda —dijo.

Tras una ojeada fugaz, el sol se había ocultado entre las nubes y, hacia la isla del Fraile, la oscuridad era más densa que nunca.

—¿Adónde vamos? ¿Al Balneario?

Fermín lo llevaba del brazo y se detuvo a alumbrar un cigarrillo.

—Por las mañanas suele estar muerto —repuso—. Además, el personal no es el mismo de antes. El nuevo barman y su ayudante los trajo don Gonzalo desde Madrid.

Antonio se acordó de Lolita, el año en que la invitó a las procesiones de Lorca y, de vuelta al pueblo, detuvo el coche de Álvaro junto a un olivar y se acostó con ella al sereno. Preguntó qué se había hecho de ella.

—¿La hija de Dámaso?

—Sí.

—A ésa se le pegó el arroz y se tuvo que casar aprisa y corriendo para darle un padre a la criatura.

—¿Quién es el marido?

—Un come y calla que la chulea y se le pule los cuartos. La muy zorra sigue entendiéndose con el otro, y él, como si nada… ¿Te interesa verla?

—No —dijo—. Es simple curiosidad.

—Recuerdo que en una época ella se timaba contigo. Entonces estaba la mar de bien. Ahora no. Ha engordado mucho y ya no se pinta ni se arregla. Por el camino que va acabará por largarse a Barcelona y hacer la vida.

—¿Y la hija de Arturo?

—Ésa riñó con el novio y se fue del pueblo. —Fermín caminaba ensimismado—. Hay que ver cómo son las cosas. Ninguna de las chavalas de mi edad vale ya la pena… Casi todas se han casado y tienen hijos y empiezan a parecerse a sus madres. Y las jovencitas que me gustan me encuentran aburrido y prefieren festejar con los tipos de veinte años que fuman rubio y saben bailar el mádison…

—Estamos pasados de moda —dijo Antonio.

—Sí, y lo que es peor aún, las cosas se componen por sí solas, como si ni tú ni yo existiéramos. Mientras estabas a la sombra lo pensaba muchas veces: cuando Antonio salga lo encontrará todo distinto. El país ha cambiado sin necesidad de nosotros, ¿te das cuenta?

—En la cárcel he tenido tiempo de reflexionar —repuso.

—Los tipos mejores se van a Alemania, y los que quedamos, no decimos ni pío. Unos más, otros menos, nos las apañamos para ir tirando… La gente cree que respira y, en realidad, ellos continúan mangoneándolo todo.

Para consolarle le habló de los que, habiendo hecho la revolución y perdido la guerra, vivían desde entonces condenados al recuerdo estéril de su juventud, pero Fermín no dio su brazo a torcer:

—Nuestro caso es peor que el suyo. A lo menos ellos han tenido una juventud, como tú dices. Nosotros ni eso. Nos hemos preparado para algo y no ha pasado nada. Envejecemos sin conocer responsabilidades, ¿comprendes?

Habían llegado a la plaza y Fermín se detuvo y señaló los corros de ociosos que conversaban frente a la terraza del bar.

—La mayoría de ésos eran republicanos y se volvieron la chaqueta después de la guerra. Luego se hicieron falangistas y, cuando las cosas se les pusieron feas, rompieron el carné. Ahora se dedican a vender playas a los alemanes. Pase lo que pase siempre quedan encima, como el aceite.

—¿Quieres tomar un café?

—¿Aquí? —Fermín sonrió con amargura—. Bien se ve que vienes de lejos… La gente importante ya no frecuenta estos parajes, ¿no lo sabías?

—¿Dónde se reúne?

—Este verano han abierto dos cafeterías con música y camareras uniformadas que saben dar las gracias en francés. Según cuentan el dinero es de don Gonzalo… Ven, la más elegante está muy cerca.

—Enséñame antes el taller —dijo Antonio.

Lo acompañó en dirección al mercado mientras Fermín desfogaba su cólera contra las fuerzas vivas del pueblo. En el primer cruce había un anuncio con el nombre y apellido de su amigo y, al doblar la esquina, Antonio divisó un muchacho pelirrojo que, instalado en medio de la acera, examinaba cuidadosamente la llanta de un automóvil. Dentro del local otro chiquillo iba y venía de un lado a otro con un destornillador y unos alicates.

—¿Algo nuevo? —preguntó Fermín.

—Manolo vino por los platinos —repuso el pelirrojo—. Me dijo que volvería esta tarde.

Antonio se asomó a dar un vistazo a las piezas de recambio y Fermín le puso al corriente de las diversas facetas del negocio. El dinero del traspaso se lo había adelantado la Caja de Ahorros merced a una carta de recomendación del alcalde y, durante unos minutos, habló como un experto en créditos, intereses y letras.

—El día en que menos lo pienses —concluyó, riendo zumbonamente— me verás sentado en los salones del casino con los señoritos.

—Para eso te hace falta engordar unos kilos —repuso Antonio.

Fermín quería mostrarle la nueva cafetería, pero pretextó una cita y se despidió de él. Las nubes se condensaban sobre la sierra oscuras y amazacotadas y, a intervalos, la lucerada repentina de un relámpago iluminaba teatralmente el paisaje adelantándose unos segundos al tableteo lejano e intermitente de los truenos. La soledad volvía a ceñirle como en los peores momentos de su detención y los límites imprecisos de su libertad le aparecieron de pronto más crueles que los barrotes de la cárcel. Al arrancarle del cómodo maniqueísmo de la prisión, el destierro le introducía en un universo maleable y ambiguo. En adelante podía errar por el pueblo, emborracharse en las tabernas, zambullirse en el mar como cualquier hijo de madre y sentirse no obstante cautivo en lo más profundo de sí mismo, insensible al espejismo de aquel azar gratuito e inesperado.

Las embarcaciones de recreo se balanceaban suavemente y reconoció en seguida el yate de don Gonzalo. La niebla envolvía la isla del Fraile y esfumaba las covachas miserables de la Punta. Las gaviotas volaban bajo, calaban en busca de una presa, se cernían de nuevo en el aire, volvían a caer. En el extremo del dique un hombre miraba el mar con gesto absorto y, antes de que alcanzara a vislumbrar el motivo, el corazón le dio un vuelco.

Muchos años atrás —¿quince, veinte?— Antonio había ido a la escollera a coger erizos y divisó a lo lejos, de espaldas, la silueta de un individuo encorvado y pobre que, como un espantapájaros, observaba la línea del horizonte con la chaqueta y los pantalones hinchados, frenéticamente escurridos por el viento. Su desamparo solitario le había impresionado de tal modo que, mientras se aproximaba a él, pensó inocentemente: «Si este hombre fuera papá me suicidaría».

Fue su primera experiencia del dolor moral, el eslabón inicial de una larga serie. Aquella noche, repasando la lista de las humillaciones paternas desde su salida del campo de concentración —el rencor silencioso de la madre, la búsqueda inútil de un empleo, la voluntad premonitoria de sustraerse a las miradas del prójimo—, lloró con la cara apretada sobre la almohada y la herida abierta entonces no cicatrizó jamás. La vergüenza mutua de su encuentro se remontaba al año en que tío Gabriel pagó su pensión de bachiller en un internado de Murcia. Antonio no se había suicidado pero, unas semanas después del paseo por el espigón, su padre desapareció para siempre. Una noche, la madre y él lo esperaron en vano a comer. Fue Antonio quien lo descubrió al día siguiente, con su chaqueta y pantalones astrados, columpiándose imperceptiblemente en el aire, colgado de una viga.

Martes, día 5 — Gorila sale a las 14.30 en unión de Gitano y se trasladan en autobús a plaza Palacio. Entran en un bar; Gorila va a la estación MZA, compra un billete, regresa al bar y, no hallando a Gitano, vuelve sobre sus pasos. A las 16 horas coge el tren en el andén número uno. Llega a Mataró a las 16.40, se encamina al centro de la población, se para frente a un kiosco de la Avda. Clavé y contacta con un hombre que está en el interior del mismo; habla con él y pocos minutos después aparece otro individuo que saluda con efusión a Gorila. Charlan un rato los tres juntos. Al del kiosco se le llama K1 y al otro K2. Gorila y K2 toman un café en el bar La Maresma, salen y se detienen frente a otro kiosco. K2 entra en él con mucha confianza, charla con la dueña y se la presenta a Gorila. Sobre las 18.45 éste se separa de K2, marcha por una bocacalle y a unos 15 metros le sigue K2 con un saco que parece de lona penetrando los dos por fin en Gral. Aranda 12, bajos. A las 19.20 la mujer del segundo kiosco lo cierra, va a comprar carne y se dirige también a la dirección mencionada. Como el lugar no ofrece condiciones para los funcionarios del servicio de observación se levanta la vigilancia.

Miércoles, día 6 — A las 16.15 Gorila llega a la estación de MZA, procedente de Mataró. Coge el tranvía, se asoma al taller de Azul, reaparece con éste y se dirigen al Pichi. Azul va y viene del bar al taller en cinco ocasiones. A las 18.50 sale Gorila y marcha a la calle Viladomat. Enlaza con Nikita a las 19.05, pasean juntos, charlan, visitan dos bares de la Avda. Mistral. En el cruce Borrell-Floridablanca, Nikita saca unos papeles de la cartera y, tras leerlos ambos, los guarda Gorila. Se separan en Urgel-José Antonio y Gorila se traslada en taxi a casa de Gitano en donde entra a las 20.30.

Identificado K1 como Jorge Todo Salichs, condenado el 4-5-46 a seis años de cárcel por actividades clandestinas; liberado en el 49 y residente en Mataré, c/ Cabrera 36. K2 es Damián Roig Pujol, fichado como simpatizante comunista desde la huelga de abril de 1951; durante el año en curso ha realizado dos viajes a Francia. Su domicilio es Gral. Aranda 12, bajos.

Jueves, día 7 — Sale Gorila a las 15 horas de casa de Gitano, toma el tren para Masnou, entra en el domicilio de Graja y reaparece en seguida; regresa a la carretera y en la puerta de una panadería próxima da con aquélla; pasean y charlan juntos, se despiden y Gorila va por la calle Manila hasta el chalé en cuya puerta está aparcado un Peugeot 403, matrícula 9089 MG 75, de color gris. A los 10 minutos de penetrar en la casa sale solo, coge el tren y vuelve a Barcelona. Se reúne con Gitano en el Paralelo y van en busca de Azul. No lo encuentran en el taller, entran en el Pichi y allí se les une Azul. A las 19 éste se separa de ellos; los otros dos se trasladan al domicilio de Gitano y ya no se les ve.

El propietario del coche es Theo Batet Juanico, c/Manila 35, Masnou, un individuo procedente de Francia, trabaja en la empresa de Hidrocarburos del Norte, SA. Habla perfectamente el español. Durante nuestra Cruzada fue teniente piloto de la aviación roja. El 4-2-58 declaró en el Consulado de España en París que antes de la guerra vivía en Barcelona y deseaba volver allí a visitar a unos familiares, siendo autorizado el 24-5-58.

Viernes, día 8 — Salen Gitano y Gorila a las 14.30 y la policía pierde de vista al último a las 16.30 en la calle Pelayo.

Sábado, día 9 — A las 18.15 se recupera a Gorila con una maleta en las inmediaciones del taller de Azul. Toma un taxi y poco después se le pierde de insta a causa del tráfico, no localizándosele en todo el día pese a montarse sérmelo en las estaciones por si pretendiera salir de Barcelona. En vista de que no viene se levanta la vigilancia de la calle Almansa a las 2.30 de la madrugada del domingo.

Domingo, día 10 — Se divisa a Gitano a las 9.15 y a las 10 entra en el bar Pichi. Gorila se presenta poco después, habla con él unos instantes y sale solo. En la puerta del bar Manola le aguarda un individuo a quien bautizamos Zapatón, de unos 50 años, de altura, pelo castaño claro, gafas graduadas tipo Truman, chaqueta de ante, pantalón gris, zapatos negros de buena calidad; al andar, camina un poco zambo. Van al bar Escocés, en la calle Rocafort. Hablan por espacio de 20 minutos y se despiden en Entenza-Avda. José Antonio dando Gorila unas indicaciones como si Zapatón no conociera bien la ciudad. Tras deambular por varias calles, el último se traslada en taxi al apeadero de Aragón y saca un billete para Zaragoza en el tren de las 12.30.

Gorila entra en el bar del chaflán José Antonio-Rocafort y unos dos minutos después llega Gitano con un paquete pequeño. Esperan un rato, dan la vuelta a la manzana y regresan al bar. Continúan Rocafort abajo y en el cruce con Sepúlveda se paran a hablar con un joven a quien conoceremos por Ondulado, de 28 ó 30 años, 1,68 de altura, moreno, pelo negro, rizado y abundante. Al poco aparece Azul y van juntos al bar Mariola. Salen a los diez minutos, se encaminan al bar Pichi. Ondulado se separa de ellos y se dirige a la Avda. José Antonio teniendo que abandonarse su pista ante el interés que supone determinar el nuevo domicilio de Gorila. Este último, Azul y Gitano visitan el baria Habana, sito en la calle Diputación. Azul desaparece en el cruce de Villamarí; Gitano toma el autobús con el paquete de que se habló y Gorila el tranvía hasta la estación MZA. Son las 13 horas. Diez minutos más tarde coge el tren de Masnouy a las 14.30 entra en casa de Graja.

Como al padre de Antonio, sin su resolución brusca, la tentación del suicidio te habría rondado también.

La perspectiva evoca irresistiblemente las láminas educativas de la anacrónica enciclopedia escolar que constituyera tu libro de lectura predilecto en el anémico y dilatado limbo de tu mocedad burguesa. Desde la verja protectora de la rué de l’Aqueduc dominas a tus pies, en primer término, el paisaje industrioso de la gare du Nord con sus elementos integrantes reunidos aposta como en una minuciosa y detallada estación de juguete: muelle, grúa, container, cercha, vías, señales luminosas, puesto de guardagujas, arca de agua, pilón, cable transportador, placa giratoria, tinglados; en tu nivel, a doscientos metros de distancia, el puente del bulevar de la Chapelle con su denso tráfico de camiones, automóviles, motocicletas, triciclos; y, sobre el andén central del mismo, en los lejos del cuadro, el metro aéreo, con sus vagones fantásticos e irreales recortados en un cielo aterido y ventoso, descolorido por un sol de nítida blancura. El conjunto parece especialmente dispuesto para el alumno estudioso que hubo en ti y, en más de una ocasión, durante tus paseos vagabundos por el barrio, la imagen de las aulas escolares con su corolario secreto de humillaciones, temor y castigos, aflora, desabrida, a tu recuerdo y resucita, contra su universo, el odio liberador y catártico de tu evaporada juventud.

Cinco meses atrás, en un domingo arisco y brumoso del mes de marzo, habías errado horas y horas, las manos hundidas en los bolsillos de tu abrigo y la vista fija en la punta de los zapatos, ajeno a la vida que discurría en torno de ti, con la conciencia clara de que la realidad se descomponía entre tus dedos y de manera lenta pero irreversible iniciabas el proceso de liquidación y de ruina que debía conducirte, como a todos, al ominoso final. Llevabas contigo el borrador cien veces corregido de la carta que jamás enviaste a Dolores y una breve nota de ella escrita en la época en que, enamorados uno del otro, procedíais a la dulce y morosa exploración de vuestros cuerpos, jóvenes e indemnes los dos, como dos desconocidos que se tantean y se buscan, antes de penetrarla tú con tu deseo. La releías mientras andabas con la certeza ruda de que en lo futuro no volverías a ser feliz y, al desembocar tras una larga caminata, en la place de la Bastille, un tanto ofuscado por los Ricards que bebieras durante el trayecto, contemplaste con el cerebro en blanco el genio esbelto de la columna esfuminado por la neblina y la feria instalada en la acera, entre la boca del metro y el canal. Violenta, imperiosa, la idea destructiva te fulminó como una revelación.

Atravesaste la plaza sorteando la vertiginosa circulación de los automóviles. Puestos de tiro al blanco, ruedas de la fortuna, carromatos de adivinadoras, tenderetes de golosinas, montañas rusas, tiovivos, barcas imantaban un público elemental y ruidoso que se apiñaba alrededor de quienes probaban su fuerza, su suerte, su destreza, su puntería. Alegres grupos de beatles aguardaban turno para precipitarse al asalto de los cochecitos eléctricos y asientos giratorios del descabellado tobogán. Una náusea imprecisa te envolvía, meliflua y algodonosa.

Una escena bucólica con ciervos, trineos, abetos, colinas nevadas, pastores, servía de telón de fondo a una rifa de batería de cocina. Giraba una niña, solitaria y feliz, sobre las alas de un cisne resignado y lunático. La música de los altavoces ahogaba y confundía la labia inagotable de los feriantes. Caminabas perdido entre la muchedumbre cuando un anuncio escrito con pintura roja cautivó bruscamente tu atención

1 Franc le Voyage

Fragiles du Coeur s’abstenir

Un charlatán —un individuo de tez morena y bigotes torcidos— entregaba una ficha de carton a los chiquillos y jovenzuelos que hacían cola frente a la entrada: «Avancez, messieurs-dames… Profitez d’un prix exceptionnel pour faire un voyage surprise que vous n’oublierez jamais… Un voyage qui fera battre votre coeur trois fois plus vite que d’ordinaire… Si vous avez le coeur fragile surtout ne montez pas, messieurs-dames… Vous risqueriez inutilement un accident et le Tobogán Fou de Malatesta ne serait tenu pour responsable devant aucun tribunal… Avancez, messieurs-dames, avancez… Le tout pour le prix incroyable d’un seul Franc».

Las sienes te punzaban, la frente te dolía, el corazón te palpitaba. El rostro bulboso del hombre te atraía y repugnaba al mismo tiempo. En lo alto de la columna conmemorativa el genio de la Bastille brincaba con elasticidad inútil, rehén del invierno y de la niebla. Había llegado tu turno y sacaste una moneda del bolsillo.

—Une place, s’il vous plaít —dijiste.

Lunes, día 11 — Hay que modificar todo el dispositivo de vigilancia. Sale Gorila del domicilio de Graja a las 16.10, toma el tren para Barcelona, se traslada en taxi al cruce Calabria-Avda. José Antonio y marcha al taller de Azul. Poco después reaparece con éste y en el bar Pichi se les une Nikita. Charlan los tres aunque Azul se asoma a menudo a vigilar el trabajo del taller. A las 18.15 Gorila y Nikita dan una vuelta completa a la manzana de viviendas opuesta a aquella en la que se encuentra el bar Pichi. Se despiden y Nikita se aleja a pie.

Regresa Gorila al bar Pichi en donde aguarda Gitano. Son las 18.45. Van al bar Mariola, se les agrega Azul y permanecen juntos hasta las 19.20. Salen Gitano y Azul y se alejan. Queda Gorila solo, se encamina al centro de la ciudad y a causa del tráfico se le pierde a las 19.45.

Martes, día 12 — A las 9.50 Gorila coge el tren para Barcelona. Sube al tranvía, se apea en plaza de España, se encamina al taller de Azul. Sale de él, va al bar Pichi y minutos después aparece Azul. Visitan luego el bar Escocés, permaneciendo en él por espacio de hora y media. Vuelven al taller y se separan a las 13.04.

Marcha Gorila al centro, deteniéndose a comer en una cervecería. A las 16.35 llega a las oficinas de la compañía de transportes sita en Diputación-Paseo de Gracia y saca un billete de autobús para Gerona. A las 16.55 sube por Vía Layetana. En la esquina del pasaje Permanyer contacta con un individuo que llamaremos Zarpas, de unos 50 años, 1,70 de altura, flaco, cejas pobladas, manos grandes, rostro bermejo. Van al bar Las Antillas, en la esquina con Aragón. Consumen y conversan unos 15 minutos. A las 17.10 se separan. Gorila anda sin prisa hasta el bar Pichi y se pone a hablar con un sujeto a quien bautizaremos Gris, de unos 55 años, 1,75 de altura, nariz grande, pelo canoso, un mechón blanco en medio de la cabeza; su aspecto es de jornalero o campesino. Conversa con él unos 20 minutos, dirigiéndose luego los dos al bar Manola. A las 18.20 se reúnen con Gitano en el Pichi y están allí más de tres cuartos de hora. Tras asomarse a un par de bares marcha cada uno con rumbo distinto: Gorila a casa de Graja, adonde llega a las 21.30, Gitano a su domicilio y Gris al grupo de viviendas Barón de Viver, junto al puente de Santa Coloma.

Se identifica a Zarpas como Felipe Moreno Vázquez, Llagostera 9, Barcelona, empleado en talleres Orión, Lauria 131. Moreno pasó de la zona nacional a la roja y se incorporó al ejército republicano. Condenado por deserción al final de la guerra, fijó su residencia en Tarragona en 1945 y estableció contactos con elementos del PSUC siendo detenido en diciembre del mismo año; en libertad condicional el 6-5-54 pasó a residir a Barcelona.

Miércoles, día 13 — Gorila sube al tren a las 10.45 cargado con una maleta cartera de color negro. Se apea en la estación de MZA y después de un breve recorrido por el mercado del Borne, se encamina a Princesa 40, y entra en el domicilio de Nikita. A las 15.45 sale con su maleta. Va en autobús a la compañía de transportes en donde estuvo la víspera, ocupa un asiento en el coche de línea de Gerona y, antes de arrancar, compra media docena de periódicos. El autocar parte a las 17.30. Le siguen tres funcionarios de esta Brigada.

Viernes, día 15 — A las 18.30 se localiza de nuevo a Gorila en el taller de Azul en compañía de éste y tres individuos más que parecen empleados. Marchan Gorila y uno de ellos al Pichi y regresan al taller. Gorila pasea por la acera. Sale Azul y se encaminan los dos a Artes Gráficas Roig, calle Villamarí 96. Después de 20 minutos de conversación se dirigen a la cafetería Puerto Rico pero, al llegar un coche patrulla de esta Jefatura y entrar dos funcionarios en el bar, Gorila y Azul se retiran precipitadamente.

Sucedieron varios días de calma: de baños de mar en el Hornillo, comidas en el bar de Constancio, morosas traducciones de libros, veladas apacibles con la madre. Al finalizar el mes de agosto la feria cerró y las orquestas se retiraron. Los días se acortaron sensiblemente y, pasado el bochorno de la canícula, las noches eran suaves y frescas. Los sábados, Antonio se presentaba a firmar en la casa cuartel y platicaba unos minutos con el teniente. El cabo le entregaba la correspondencia censurada: postales de Ricardo y Artigas, revistas francesas, la edición española de Life. La respuesta de tío Gabriel cifraba una profunda desilusión respecto a su conducta; en vista del fracaso de su educación, concluía, su mujer y él habían decidido en lo futuro consagrar sus esfuerzos al fomento de vocaciones religiosas y misioneras. Un día el cartero le trajo directamente un telegrama. Era de Dolores y decía simplemente: «SALUDOS CORDIALES LLEGARÉ VIERNES».

Aquella noche, en el torpor inerme del insomnio, el recuerdo de su vida de universitario le atormentó hasta la madrugada. Multitud de episodios dispares se barajaban caprichosamente en su cerebro: la escapada a París con Enrique, la preparación del documental de Álvaro, el accidentado viaje a Yeste. Su tentativa de desarraigo y olvido se había derrumbado como un castillo de naipes y, mientras tomaba disposiciones para el alojamiento de Dolores en el hotel y forjaba planes para su estancia, el compás de espera se le antojó larguísimo.

La aguardó toda la mañana apostado en el café de la carretera y, al atisbarla, al volante de su Dofín rojo, corrió hacia el medio de la calzada y la obligó a frenar bruscamente. Dolores parecía más joven con los cabellos cortos y la blusa sin mangas y le observó unos segundos, sorprendida y feliz, antes de estrecharle en sus brazos.

—Con esa barba no te reconocía, te lo juro. ¡Oh!, qué susto me has dado…

—Si quieres que me afeite…

—No —dijo ella—. Me da igual. Lo importante es que andes suelto.

Los dos se sentían emocionados y, para ocultarlo, evitaban mirarse de frente. Antonio se había acomodado junto a ella y le preguntó por Álvaro.

—Todavía sigue en Cuba —dijo Dolores—. No sé cuándo volverá.

—¿Te escribe?

—De tarde en tarde. Ya sabes cómo es él. A veces pasa meses enteros sin resollar.

—¿Vienes por mucho tiempo?

—Oh, no; sólo de paso. Mis padres regresaron a España, ¿lo sabías?

—Te he reservado una habitación en el hotel.

—Es imposible, Antonio. Mamá me espera desde hace diez días… Me he asomado únicamente para abrazarte y charlar unos minutos.

Su desilusión se transparentaba sin duda, pues ella se interrumpió y, de improviso, sus ojos se aguaron.

—Lo siento. Te debo parecer egoísta.

—Hace meses que no puedo confiarme a nadie.

—Perdóname —Dolores cogió su mano entre las suyas y la apretó unos instantes con fuerza—: Me quedaré a dormir en el pueblo. Tenemos que hablar de tantas cosas que no sé por dónde empezar.

—Yo tampoco —dijo Antonio.

—La gente nos mira como si fuéramos criminales peligrosos… ¿A qué sitio podemos ir?

—Mientras no nos alejemos del pueblo adonde tú quieras.

—¿Recuerdas la otra vez que estuve aquí? —dijo ella—. ¿Por qué no vamos a la almadraba?

Continuaron por la calle Mayor hasta el puerto y, a través del paso a nivel, tomaron la carretera de Cope.

—Dios mío —dijo Dolores—. Cuánto tiempo…

Habían dejado atrás las últimas chozas grises y el motor zumbaba desmayadamente en medio del silencio opaco. El sol brillaba con obsesiva fijeza en las grupas escurridas de las colinas, vertía oleadas de luz rubia sobre el testuz inmóvil de las montañas. La vida parecía haberse retirado súbitamente del paisaje y, desvanecidos por la calina, los troncos nudosos de los olivos, las higueras retorcidas y escuetas, los vallados de pitas, las chumberas, producían una vaga impresión de acartonamiento y falsedad. Era una desolación luminosa y muda que evocaba la idea de la muerte, la agonía del animal sediento perdido en el ramblizo, la achuzada del águila sobre la presa, el grávido hedor del cadáver descomponiéndose al sol. Sólo viento, nubes de polvo amarillo, destellos de alguna charca agrietada y seca, sorda protesta de cigarras.

Estaban en una estepa árida y recocida, avara y hermética, de aljibes blancos y casas en ruina, borricos y norias, hierbas marchitas, colmenares, palmeras desplumadas. Bastaba alzar los ojos un momento para sentirse aprisionado entre el cielo y la piedra, huésped inútil de un universo mineral y vacío que pareciera castigo de Dios y era obra del hombre —¿quién había escalonado de bancales aquella tierra ingrata, abierto bocas de minas que bostezaban al sol con infinito cansancio?—, trabajo anónimo de varias generaciones abandonado un día por una razón oscura, olvidada ya por sus resignados habitantes: un mundo baldío y hueco, sin nubes ni pájaros, como aislado bajo una campana de vidrio. La carretera era de piso terrizo y la tolvanera del automóvil envolvió una pareja de civiles montados en bicicletas. La casa-cuartel se asentaba en lo alto de un repentino, cuadrada y maciza en medio de aquella decrepitud borrosa. El camino hacía breves asomadas al mar y, a trechos, el suelo pizarroso reverberaba cegadoramente.

Dolores contemplaba deslumbrada el paisaje y, en el cruce de El Cantal, torcieron a la derecha. La luz cabrilleaba sobre la cara del agua y la playa se tendía perezosamente entre dos promontorios rocosos. Cuando frenaron unas mujeres avanzaban en fila india por el rastrojal, defendiéndose de la resolana con paraguas descoloridos y mustios. Debían de ser familia de los guardias civiles —algunas llevaban un niño en los brazos— y, al alcanzar la orilla, se sumergieron vestidas en el mar, siempre bajo el sombraje de los paraguas, lanzando gritos y ciñéndose las faldas escurridas, temerosas de que el viento las levantase. Dolores se desnudaba en el interior del automóvil y Antonio se tumbó boca arriba en la arena y cerró los ojos.

El sol caía a mazo sobre la tierra cautiva, reverberaba en el mar azul y quieto. Dolores braceaba enérgicamente hacia las rocas y, de vuelta a la playa, le comunicó sus inquietudes respecto a la dificultad de vivir de Álvaro.

—Cuando dimitió de la France Presse me alegré. Creía que una experiencia como la de Cuba le sacudiría un poco… Ahora ya no sé qué pensar.

—¿Por qué no volvéis a España? —preguntó Antonio.

Como ella callaba desvió la cabeza y examinó con aire absorto las lomas estrictas y mondas, las remotas y calcinadas montañas, el fulgor incoloro de las alturas.

—¿Y tú?, ¿qué tal te encuentras?

—Ya ves —dijo Antonio—. Un día y otro y otro. El calendario avanza y uno no vive. Esperando. Siempre esperando.

El lugar era un auténtico tostadero. Varias veces se zambulleron en el agua y permanecieron inmóviles en la lumbre sin interrumpir la conversación. Al ceder el sol volvieron al automóvil y, sobre unos asientos pegajosos y ardientes, continuaron el camino hacia la almadraba.

El panorama de la estepa se extendía de nuevo abrasado y sediento: alberos, canchales, colinas ocres, ramblas pedregosas, montañas agazapadas como animales prestos a la embestida. La mole del cabo muraba el horizonte a la izquierda y las casucas de los pescadores se acurrucaban en la falda, entre los rastrojales y el mar. Un desvencijado pontón de madera se internaba audazmente en las aguas transparentes y azules. La última vez, Antonio y Álvaro habían convivido una semana con los almadraberos y, el día de Navidad, a la celda de la cárcel Modelo había llegado una postal escrita en la Calabardina.

El automóvil avanzaba sorteando los relejes del camino y, a su paso, las gallinas huyeron atropelladamente. Había viejos y chiquillos sentados a la fresca y algunos curiosos se asomaron a ver. La antigua miseria del Sur medraba aún con su séquito de niños desnudos, excrementos y moscas y la idea de enfrentarse a sus amigos con las manos vacías —¿morirían todos sin conocer la hora, la razón única por la que habían nacido, la posibilidad conquistada un día y aplastada pronto de ser, de vivir, de proclamarse al fin, sencillamente, hombres? —le desarmó. Pero ya los mozalbetes le habían reconocido y, al apearse del coche, formaron corro alrededor de ellos.

—Antonio. —Le hablaba un muchacho delgado, de facciones morunas—: ¿Se acuerda usté de mí?

—Sí —dijo vagamente.

—Soy el hijo del Taranto. Estuvo usté en mi casa cuando hicieron la película…

—Ya caigo. Tú tenías un perro negro y querías ser almirante.

—Sí, señor. El animalico ya no está. El año pasado se volvió rabioso y el sargento le despenó de un tiro.

Se encaminaron al pontón, acompañados de la chiquillería. El muchacho andaba cabizbajo, con las manos hundidas en los bolsillos. Dijo que la víspera, en una sola leva, los hombres habían pescado más de trescientas arrobas de atún.

—¿Qué se ha hecho de los amigos? —preguntó Antonio.

—Los jóvenes se han ido a Alemania o trabajan el campo como yo… En la mar no quedan más que los viejos.

—Y tu padre, ¿sigue en la almadraba?

—Sí, señor. Como se entere que está usté acá se viene nadando. No hace ni una semana que lo mentaba a usté.

—¿Y tu madre?

—Ella, como siempre. ¿Quiere que pasemos a verla?

Dolores contestó por él y se dirigieron hacia la primera fila de casas. Los eternos parados hacían el arrimón en el tranco de las puertas, hablaban tristemente a la sombra de los chambaos. En el bar un guardia civil en mangas de camisa y alpargatas jugaba al dominó con un viejo. Los niños les rodeaban todavía, al acecho del menor de sus gestos y Antonio oyó murmurar a uno: «Son los franchutes de la película».

La mujer del Taranto parecía al corriente de la visita: para cubrir su blusa manchada y llena de zurcidos se había puesto sobre los hombros un tapete de flecos, coquetamente arropado como un mantón. Los chiquillos —¿cuatro, cinco?— se agarraban obstinadamente a sus faldas y, al entrar ellos, corrieron a ocultarse tras la cortina del dormitorio.

—Jesús, qué azoro —dijo la mujer—. ¿No os podéis estar un segundo quietos?

Les obligó a sentarse en dos sillas de anea mientras el muchacho y ella se acomodaban sobre los cajones. En las paredes los cromos y calendarios de propaganda ponían una nota insólita de color. Un niño de tez morena aventuraba de vez en cuando la cabeza por la jarapa y los observaba con la boca blanca de risa, malicioso y jovial como un títere loco.

—Ven acaquí ora mismo —ordenó la madre—. Como te pongas farruco te mando con viento fresco.

La amenaza no surtió efecto y, a lo largo de la conversación, la cabeza tiznada y burlona reapareció y se quitó a intervalos como movida por un resorte. Sin poderlo evitar Antonio revivía los preparativos febriles del documental, las discusiones con los hombres, todas aquellas jornadas densas que precedieron la catastrófica expedición a Yeste. La mujer del Taranto les sirvió un vaso de agua azucarada y quiso saber si habían comido.

—No tengo hambre, gracias.

—¿Y la señorita?

—Tampoco.

—Si quieren ir a la almadraba podemos alquilar un bote —dijo el muchacho—. Mi padre les hará moraga a bordo.

—¿Qué tal está el mar?

—¿No lo han visto?

—Mi amiga se marea con facilidad.

—No se preocupe —dijo el muchacho—. Está liso como el aceite.

Se despidieron de la madre —no sin prometerle antes una nueva visita a su regreso— y Antonio ajustó el precio del paseo con el dueño del bote. En el colgadizo de la chanca las mujeres abrían afanosamente el vientre de los pescados y, luego de lavarlos en la tina, los metían en las cajas de hielo. Otras extendían por tierra, en tongadas, las huevas y los letones. Las moscas bullían ávidamente sobre la sangre cuajada de los atunes y en el aire quedo y como impregnado de luz flotaba un aroma de vacío y de muerte mezclado con efluvios de salmuera, olores de brea, sutiles emanaciones de alquitrán.

El hijo del Taranto había armado los remos y Dolores y Antonio se acomodaron en la bancada. Al alejarse del puntal, el pueblo se redujo en escorzo y los niños hicieron adiós con la mano. El sol se empecinaba en lo alto, multiplicado hasta el paroxismo en el mar sereno, en los guiños y vibraciones casi imperceptibles de las olas. Mientras el muchacho bogaba hacia el cabo lo vieron en una boya hacer escardillo, sobre la arena húmeda bailar como un duende: simultáneamente parpadeaba en un casco de vidrio, ceñía el vuelo intranquilo de un pájaro, unificaba el mar en un reverbero difuso, perdía el equilibrio y zozobraba en el agua. Con un gesto del mentón el hijo del Taranto apuntó las playas desiertas y dijo que en otoño empezarían a construir un hotel para los alemanes.

—Ellos vienen acá y nosotros nos vamos a su país. Lo dice el sargento: ninguno está contento con lo que tiene.

—El sol no vale dinero, pero, con dinero, se puede comprar el sol —repuso Antonio.

—Solamente de la Calabardina se han ido más de diez. En la mar no hay vida para los jóvenes. El día que me arreglen los papeles agarro el primer tren y no me vuelven a ver ni en pintura.

—¿Qué dice tu padre?

—Él es viejo y está resignado ya. Pero yo no quiero pudrirme como él. Si no encuentro trabajo en Barcelona me iré a buscar los garbanzos fuera.

—¿Has cumplido la mili?

—No, señor, me toca en marzo. —El muchacho se interrumpió unos segundos—: Si conoce algún patrono en el extranjero escríbale unas letras. Dígale que si necesita gente dentro de dos años estoy yo aquí a lo que pinte.

Al doblar el cabo avistaron —achatadas y negras en medio del mar azul— las embarcaciones de servicio de la almadraba. El hijo del Taranto remaba tenazmente y, a cada bogada, el bote parecía adquirir nuevo impulso. Con voz ronca les explicó que unos mineros de El Cantal habían alquilado un Seat para ir a Hamburgo y, en la frontera alemana, las autoridades de la República Federal no les habían permitido la entrada por una cuestión de papeles. El dueño del automóvil andaba conchabado por lo visto con los aduaneros y se había esfumado sin dejar rastro.

—Cuatro mil pesetas por barba para volver con las manos vacías —exclamó—. A un elemento así le llamo yo un chupasangres.

—¿Por qué no lo denuncian?

—Esos tipos tienen buenos arrimos y se escurren siempre… Si me llega a pasar a mí lo cojo allí mismo y lo estrangulo como a un perro.

Los flotadores de corcho indicaban la disposición vertical de las redes y, al acercarse a las embarcaciones, los hombres se incorporaron a mirar y los saludaron con la mano. Eran los sufridos pescadores de la costa andaluza, de oscura tez y rostro arrugado como un cuero viejo, sin suestes ni botas de goma, vestidos con los mismos andrajos que usaran sus padres, sonriendo siempre con mansa dulzura bajo sus boinas y sombreros pálmenos.

—Tenemos suerte —dijo el muchacho—. Creo que van a levar.

En el bote de mira el arráez —la cabeza y los hombros cubiertos con un saco— escudriñaba el mar inclinado sobre el cubilete de vidrio. Los almadraberos permanecían a la expectativa y, a una señal de su jefe, los hombres de servicio del batel levantaron la compuerta. Buscando el camino de retorno que debía devolverles al Atlántico —camino cortado por la rabera de tierra—, los atunes se habían embocado en los sucesivos compartimentos hasta quedar enchiquerados en la última jaula y, conforme los marineros empezaron a tirar de las cuerdas y jarcias unidas a la red del fondo, el muchacho ció a lo largo de la pared y ayudó a subir a Dolores a bordo del caparráez.

El Taranto, el Joseles y los otros pescadores de la película repetían la escena filmada hacía cuatro años un poco más viejos y gastados que antes, asediados ya por una muerte que enturbiaba sus rasgos con un soplo impreciso, furtiva y anónima como su propia existencia. Dolores y Antonio estaban en la testa del copo, situados paralelamente a los marineros del batel que, con movimientos concisos y rápidos, cobraban la red de la sacada y la despedían por la banda opuesta, avanzando poco a poco en dirección al caparráez. Al aproximarse a ellos algunos saltaron a las embarcaciones auxiliares y halaron también en medio de un ensordecedor griterío.

Antonio observaba ensimismado el cuadro de la muerte: empujados por la ascensión de la red los atunes giraban de modo vertiginoso y sacudían la superficie con bruscos coletazos. Su tiovivo producía un rumor parecido a la ebullición y, tímidamente, el agua comenzó a teñirse de rosa. Los almadraberos copejeaban sin cesar con sus salabres y, al emerger el fondo de la sacada, la agonía de los pescados moribundos cubrió las voces guturales de los hombres y las órdenes del arráez. Durante el rodaje del documental Álvaro había tomado unos planos del Joseles, desnudo de la cintura para arriba, con el rostro manchado por la sangre de los atunes. Así se lo recordó riendo el propio Joseles mientras, sentados en un rollo de cuerda, Dolores y él fumaban un cigarrillo. La tarde había caído perezosa y madura e, inesperadamente, todo era de color rojo: arreboles de nubes, lomas bermejas, melancólica trabazón de sierras erosionadas y ocres. En el aire ondeaba una luz indecisa y el cielo, a poniente, adquiría fulgores de incendio. Coloreado por la sangre de los pescados el sol brillaba en el mar rotundo como un platillo de cobre.

—Al principio no le reconocía —dijo el Taranto—. ¿Se ha dejado la barba?

—La llevo puesta.

—Si no llega a ser por la señorita le tomo por un alemán. —El Taranto sonreía con gesto confuso—: En casa le traíamos siempre en la conversación y mi mujer decía: ése se ha olvidado de nosotros.

—Los amigos nunca se olvidan —repuso él.

—Me dijeron que andaba usté por el pueblo, pero no lo creía… Si Antonio está acá, me decía, seguro que viene a vernos…

—¿Qué tal vas tú?

—Para los pobres es lo mismo. Trabajo y miseria, miseria y trabajo. El día menos pensado nos moriremos sin darnos cuenta.

Concluida la faena los hombres les rodeaban y se interesaron por Álvaro y la suerte corrida por la película. Según pudo deducir Antonio estaban al corriente de su destierro: el Cojo le había dado una palmada cariñosa en la espalda y, después de examinarle atentamente, aseguró que lo habían tratado bien.

—¿Quién?

—Sus amigos del alma.

—Regular tan sólo.

—Vacaciones a costa del Estado, no puede usté quejarse. Seguro que muchos envidian su suerte.

—Prefiero el mar —dijo Antonio.

—¿El mar? —exclamó el Cojo—. Nosotros no sabemos siquiera qué color tiene. Para verlo hay que vivir como los turistas.

La conversación seguía el cauce de siempre: eran las mismas voces, las mismas palabras, la misma expresión amarga de una existencia frustrada e inútil —suponiendo que su hora sonara un día, ¿quién resucitaría a los muertos?—. Luego, de regreso a la Calabardina, los almadraberos gastaron bromas al Gordo —único soltero del grupo— e ironizaban acerca del mal humor del Andaluz que, sentado a proa de la motora del Consorcio, comía un chusco de pan, lejos de los otros.

—Su mujer tiene el almanaque y no quiere saber nada de él.

—Es verdad. Mi cuñada les oyó anoche.

—Cuando su costilla no le ve, corre detrasico de todas las hembras.

—Y tú hueles los pantalones a los machos.

—Cuidado que hay ropa tendida —el Joseles señalaba a Dolores.

—Pues achántala en vez de buscarme las pulgas.

Al llegar a la Calabardina la penumbra abolía los colores. La población había acudido a recibirles con sus niños, sus viejos y sus mujeres y los curiosos apiñados en el embarcadero observaron los preparativos de la descarga con manifiesto desencanto. «Poca cosa —dijo el arráez—. Cuarenta arrobas, contando las melbas y los bonitos.»

Antonio hubiera deseado volver en seguida al pueblo, pero el Taranto insistió y tuvieron que acompañarle a su casa. Sin el disfraz del sol, la ominosa miseria del Sur se revelaba en toda su crudeza; mientras pegaban la hebra en el interior de la choza, la angustia le ganó —una sensación vaga pero intensa de haber olvidado algo de capital importancia, de haber cometido una falta irreparable y oscura—. Al anochecer del todo clarearon los primeros candiles y los almadraberos discurrían por la playa como sombras. Una pareja de civiles rondaba la orilla con sus linternas. Dolores parecía tan abrumada como él y, cuando lograron despedirse de la familia, Antonio sacó torpemente un billete del bolsillo y, consciente tal vez de que su hora no sonaría nunca para él, el Taranto lo aceptó. Al estrecharle la mano, en el corto intervalo en que osaron mirarse de frente, Antonio comprendió que los dos habían enrojecido de vergüenza.

El trayecto de retorno fue triste. Ni Dolores ni él alcanzaban a formular sus sentimientos y, derrumbada sobre el volante, ella conducía nerviosamente, estremeciéndose a cada bache, badén o albardilla. Los civiles les pidieron dos veces la documentación del auto y, al enfocarles con la luz de su pila, el cabo identificó a Antonio y le preguntó por la pesca.

—Hala, apúrense —añadió—. No es bueno que se pasee usté a estas horas.

—El teniente me autorizó.

—Si le ocurre un accidente la culpa es nuestra. Nosotros no queremos responsabilidades.

En la terraza del balneario, mientras cenaban al borde del agua, Antonio le puso al tanto de los chismes que corrían sobre él en Barcelona: uno de los detenidos —condenado después a siete años a causa de sus propias revelaciones— pretendía que Antonio había denunciado también a los compañeros y —pese a la total carencia de pruebas— algunos amigos del grupo aconsejaban, contra toda lógica, una política de vacío. «La cárcel es una enfermedad peligrosa», dijo. «Cuando uno pasa por ella todo el mundo teme el contagio.»

—Quisiera poder serte útil.

—La única ayuda que puedes prestarme es acostarte conmigo.

—Si hablaras en serio lo haría.

—Eres estupenda —dijo Antonio.

Cogió su mano cálida entre las de él y la rozó un instante con los labios.

—No me hagas caso —agregó—. Lo decía en broma.

Sábado, día 16 — A las 14.30 se apea en Barcelona, entra en talleres Orion, y reaparece unos instantes después en compañía de Zarpas. Van al bar Las Antillas, están 10 minutos y vuelven a los talleres. Un cuarto de hora más tarde Gorila sale con uno que llamaremos Lambretto y un muchacho muy joven. Se dirigen de nuevo a Las Antillas. A las 16.40 el joven se despide de ellos y Gorila y Lambretto permanecen hablando un rato a la entrada del pasaje Permanyer. Por fin cogen un taxi y se trasladan al Pichi, en donde les aguarda Azul. A las 20 horas se separan. Gorila toma el tranvía hasta la estación y a las 22.10 se le ve por última vez en casa de Graja.

Lambretto es Julio Marrodán López, calle Miguel y Badía 90, Barcelona. Natural de Alicante, fue procesado en esta ciudad por actividades clandestinas el4-9-56, siendo liberado en diciembre del mismo año. Desde entonces reside en Barcelona.

Domingo, día 17 — A las 15.50 Gorila baja del tren y se dirige en taxi al bar Las Antillas, al encuentro de Zarpas. Toma el café con él y, a los 20 minutos, con un bloc de papel y una cartera, marcha hacia el taller de Azul. Al ver que está cerrado entra en el bar Pichi. Aparece Gitano al cabo de media hora y, cuando salen del bar, Gorila no lleva el bloc ni la cartera que le entregó Zarpas. Tras pasear unos minutos vuelve cada uno a su domicilio.

Lunes, día 18 — El Peugeot 9089 MG 75 propiedad de Theo Batet Juanico se detiene a las 15 horas en el cruce de la carretera y la calle Gral. Goded. Lo conduce su dueño, a quien llamaremos Skimo. Gorila se apea, entra en casa de Graja, regresa al Peugeot y se traslada en él a Barcelona, Lauria-Avda. José Antonio. Gorila pasea un rato viendo escaparates, visita un comercio de artículos de piel, compra un objeto pequeño. En la puerta de talleres Orion le espera Zarpas con un niño de unos 12 años. Lambretto, Zarpas y el niño lo acompañan al bar Las Antillas. Permanecen allí los cuatro por espacio de una hora. Al salir Lambretto, Zarpas y el niño vuelven a los talleres y Gorila, en autobús, a la estación MZA. Toma el tren de Masnou y a las 20.30 llega a casa de Graja.

Habías amado aquella tierra con el espasmo lento, ardoroso del volcán —íncubo tú y sumisa ella, la rica ofrenda de su miseria como preciosa dote para ti, unidos, creías, en una misma lucha contra el destino amargo.

Varios años han transcurrido desde entonces y si, esperanzado y andrajoso Ayer se fue, Mañana no ha llegado. La tierra sigue allí, sometida a la ley idéntica, inexorable; lejos tú de ella, distraído ya, sin dolor ni reparo, de tu absorbente amor de antes. La suerte os burló a los dos. El Norte obeso puso los ojos en ella y una infame turba de especuladores en sol (agotados sucesivamente el oro, la plata y los ricos filones de sus entrañas; los bosques, los regadíos, las dehesas; la rebeldía, el orgullo, el amor a la libertad de los hombres por la usura avariciosa de los siglos) ha caído sobre ti (oh nueva, abrasada Alaska) para acumular y enriquecerse a costa de tu último don gratuito (el celeste chivo enardecedor y violento), fundar colonias, chalés, snacks, paradores de turismo, tabernas andaluzas, hoteles, afeando el país sin mejorar al habitante: expertos alemanes, peritos en playas, solitarios cazadores de fortuna, laureados y canosos combatientes de la Cruzada y hasta una dama gárrula tocada con un turbante hindú que lee gravemente Mió Cid sobre la inhóspita giba de un camello (una doncella, en la otra, la sustrae del flujo solar con una descolorida sombrilla).

Tierra pobre aún, y profanada; exhausta y compartida; vieja de siglos, y todavía huérfana. Mírala, contémplala. Graba su imagen en tu retina. El amor que os unió sencillamente ha sido. ¿Culpa de ella o de ti? Las fotografías te bastan, y el recuerdo. Sol, montañas, mar, lagartos, piedra. ¿Nada más? Nada. Corrosivo dolor. Adiós para siempre, adiós. Tu desvío te lleva por nuevos caminos. Lo sabes ya. Jamás hollarás su suelo.

Martes, día 19 — Va Gorila a Barcelona y se dirige a talleres Orion. Le recibe Lambretto, beben un café en Las Antillas y conversan durante 30 minutos. Gorila anda sin prisa por varias calles y en el cruce de Rocafort-Aragón establece contacto con una mujer de unos 40 años que lleva dos bolsos de color marrón claro, uno de paseo y otro de viaje, llenos de algo pesado. Son las 12 en punto. Caminan familiarmente y Gorila coloca su mano en cinco ocasiones sobre el hombro de la mujer. Entran en un bar sito en Valencia-Avda. Roma, están 15 minutos en él y se separan en el cruce Aragón-Calabria. Gorila se pierde a causa del tráfico. La mujer, a la que bautizaremos Gogo, va a la calle Viladomat, se arregla el pelo en una peluquería y se traslada en taxi al hotel Falcon.

A las 14.45 minutos se recupera a Gorila con Gitano en la calle Entenza. Gogo sale del hotel a las 16.20, pasea, toma muchas precauciones, es perdida y recuperada de nuevo. Se la sigue a Viladomat, junto a la peluquería en donde estuvo por la mañana. A las 18 contacta con Gorila en el bar Mariola. Reaparecen al cabo de 20 minutos y en la acera de los mataderos de la calle Villamarí intercambian objetos que parecen sobres o paquetes pequeños, cosa que no se puede precisar debido a la falta de luz. Ella saca del bolso varias muñequitas que ha comprado y entrega el bolso a Gorila. Se despiden. Se pierde de vista a Gogo, se la encuentra otra vez, callejea durante más de dos horas. A las 20.45 se la ve entrar en el hotel Falcón y ya no reaparece.

Miércoles, día 20 — Sale Gogo del hotel y camina con muchas precauciones, volviéndose continuamente como si pretendiera hacer imposible su seguimiento. Va en taxi al museo de Arte Románico de Montjuïc y vagabundea por él hora y pico. Se le han tomado varias fotos. Por la tarde pasea con la misma desconfianza; se la pierde y recupera dos veces. A las 18 horas aparece con un bolso y una maleta pequeña, va en taxi a la estación MZA y saca un billete de primera clase para Cerbère. A las 20.30 horas toma el tren, acompañada de dos funcionarios.

Efectuada la comprobación en el hotel Falcón se averigua que Gogo se inscribió el 17 de noviembre con el nombre de Colette Audiard, nacida en Amiens, con pasaporte 671 380, expedido en París el 10-9-58. Consultada la ficha en la Jefatura de Policía aparece Colette Audiard con entrada en Barcelona el 4-5-59 en el hotel Comercio y con los mismos datos de filiación en el hotel Zurbano el 7-1-60. Firma Colette Audiard Lévy. Seguramente Lévy debe de ser el apellido de soltera. Existe la posibilidad de que Gogo haya realizado los viajes que se citan para contactar con Gorila u otro delegado de CC.

Hay que hacer constar que el 18 se interceptó una carta dirigida a Lucía Soler Villafranca, alias Graja. Dentro había un papelito que decía, Charles Aurel, 20 rué Vitrac, Perpignan, P. O. Francia. El remitente de la carta era la Srta. María López, Bailen 35, Barcelona. Efectuada investigación resultan vivir en esta casa Javier López Torres y su esposa Gloria Banús Aurel con su hija María Dulce. Como se recordará, fue visitada por Gorila y Graja el 4 del presente mes.

La breve aparición de Dolores y su partida inmediata le revelaron bruscamente la profundidad de su desamparo. Por espacio de unos días Antonio permaneció inerte y como dormido, reviviendo de modo exhaustivo los pormenores de su encuentro, apurando hasta las heces el recuerdo de unas horas intensas y ya desaparecidas. El horario rígido que se había impuesto no llegaba a colmar con sus ritos una desoladora impresión de vacío y abandono. La imagen tónica y luminosa de Dolores era una prueba más acumulada contra sí mismo; con su obligada referencia al mundo real acentuaba todavía, por contraste, la gratuidad de su destierro.

Todas las mañanas tomaba el sol en la playa del Hornillo y, a mediodía, se iba en bicicleta al bar de Constancio. Después de almorzar regresaba a casa y traducía desganadamente media docena de páginas de un libro de filosofía espiritualista y verboso. Por la noche cenaba en compañía de su madre y volvía a la explanada del muelle a platicar con Fermín o jugar al dominó con los pescadores. Los baños de mar le habían curtido la piel y, con la barba cerrada y negra, tenía el aspecto altivo y un tanto desdeñoso de un extra disfrazado de reyezuelo árabe.

Los sábados, antes de ir a la playa, se presentaba a firmar en la casa-cuartel. El cabo le entregaba la correspondencia y, a veces, el teniente se asomaba a verle y conversaba unos minutos con él. En una ocasión le había pedido consejo —quería ofrecer un regalo a uno de sus superiores— y, con afectado descuido, le preguntó si existía una buena biografía del almirante Méndez Núñez. Como Antonio vacilara, le llevó del brazo a su habitación y le mostró la biblioteca.

—Aquí tengo un libro excelente sobre María Estuardo, ¿lo conoce?

—No.

—Usté que es un hombre con inquietudes debería descolgarse de vez en cuando por nuestra tertulia. El médico y el maestro se interesan mucho por usté, Ramírez. Son gente abierta. Con ellos podrá discutir a sus anchas.

—Es usted muy amable, teniente.

—En el Casino soy un paisano más, ¿comprende? Una cosa es el uniforme que uno viste y otra muy distinta las convicciones personales. Cuando llego a casa y me quito el traje me gusta reflexionar por mi cuenta —acariciaba distraídamente el lomo acartonado de una colección de Vidas Selectas y se interrumpió—: En fin, ¿para qué insistir? Usté sabe tan bien como yo que en este dichoso país no se puede hablar libremente.

El teniente sonreía con ironía; Antonio sonreía también y se estrecharon la mano. Mientras atravesaba el patio de la casa-cuartel hizo una bola de papel con las cartas y, al salir a la carretera, tomó el camino del pueblo y la arrojó a la alcantarilla.

Cautamente el otoño empezaba a manifestarse. El número de forasteros disminuía a ojos vistas y los rezagados traspasaban rara vez los límites del balneario o se reunían de modo discreto en las cafeterías de la calle Mayor. El Cadillac del cónsul en Alejandría se demoraba aún en la explanada desierta y, una noche, con gran aparato de misterio, Constancio reveló a Antonio que la familia de don Gonzalo y los Aguilera proyectaban quedarse en el pueblo hasta las Navidades.

—La hija mayor del cónsul y Gonzalito son carne y uña —dijo—. En el Casino se rumorea que habrá boda.

—Un par de tórtolos para los que no será problema encontrar piso —comentó Fermín.

—Quién sabe —dijo el de la estación meteorológica—. A lo mejor ninguno les parece bueno.

En uno de sus vagabundeos nocturnos, Antonio tropezó con el médico de Falange. Estaba de casinillo en la plaza, con un grupo de amigos y, al verle, vino hacia él y le abrazó teatralmente.

—Por fin le echo el guante, Ramírez —exclamó—. ¿Cómo se las apaña usté para esconderse en un sitio tan chico?

—El mundo no es un pañuelo, doctor.

—Se escabulle igual que si le pregonaran la cabeza… ¿Tiene usté algo contra nosotros?

Antonio le explicó sucintamente su horario y prometió pasar un día por el Casino, pero el médico protestó y apoyó una mano ensortijada en su hombro.

—No, señor. No se me va a escapar usté así como así, ¿me oye? Ahora mismo se viene a cenar a mi casa.

—Se lo agradezco mucho, pero…

—No hay peros que valgan. Mi señora se muere de ganas de conocerle a usté. Entre nosotros se sentirá como en familia.

—Realmente estoy impresentable. —Le mostró la pescadora arrugada, los pantalones descoloridos y sucios—: Si quiere usté, en otra ocasión…

—También yo voy hecho un Adán. Le he dicho hoy, y Santas Pascuas.

No tuvo más remedio que aceptar. El médico le llevaba del brazo y, con la mano libre, saludaba ceremoniosamente a sus amistades al paso que, a media voz, le informaba acerca de las últimas historias del pueblo y trataba de sonsacarle respecto a su vida.

—Hace algún tiempo me crucé con usté pero no quise molestarle porque andaba usté acompañado…

—No recuerdo, doctor.

—Sí, con una muchacha morena, una verdadera pera en dulce… Se apeaban ustedes de un automóvil, ¿me equivoco? Un Dofín con matrícula francesa…

—Es la mujer de un buen amigo —explicó Antonio—. Sus padres viven en Málaga y, de paso, se detuvo a saludarme.

—¿No fueron ustedes a la almadraba?

—¿Cómo diablos lo sabe?

—Ayer estuve en la Calabardina con don Gonzalo y me lo dijeron.

—¿Con don Gonzalo?

—Acaba de adquirir la mayoría en el Consejo de administración del Consorcio. Una jugada maestra, de especulador nato… Luego le contaré.

Caminaban por la calle Mayor en medio de la compacta multitud de ociosos y, poco antes de la estación de servicio, el médico se detuvo frente a una habitación de dos plantas, con miradores y una andana de balcones pintados de negro.

—Aquí tiene usté su casa, Ramírez. Espero que en lo futuro se decida a visitarnos sin necesidad de hacerse rogar.

Antonio asintió con la cabeza. El médico le había introducido en un saloncito contiguo a la entrada y se fue a prevenir a su mujer. Mientras examinaba los retratos de familia, espiado por unos muebles hoscos y como fantasmales, percibió unos cuchicheos seguidos de un rumor de pasos precipitados. Alguien había corrido la cortina del pasillo y la cabeza diminuta de una niña asomó unos instantes, observándole fijamente. Al cabo de unos minutos el médico regresó con una bandeja de plata y dos copas. En su rostro había un amago de contrariedad.

—No tenemos más que una botella de Malvasía —dijo—. ¿Quiere que envíe la criada al colmado?

—No se preocupe, doctor.

—En casa no solemos beber durante las comidas… ¿O prefiere usté que traiga un aperitivo?

La mujer apareció de pronto, blanca y regordeta. Luego de dar la mano a Antonio se acomodó en una mecedora y lo contempló en silencio, con curiosidad educada, como a un insecto de especie desconocida e inclasificable.

—Aquí tienes al célebre Ramírez. Uno de los pocos inconformistas que nos quedan todavía en España…

—Perdóneme usté la facha. Su marido me obligó a venir así.

—En mi familia somos también un poco bohemios —dijo el médico—. El maestro lo dice a menudo: ustedes viven como los artistas, ¿no es verdad, cielo?

—¿Le sirvo un poco de vino? —preguntó la mujer.

Antonio sonrió amablemente y apuró de un trago el líquido oscuro y empalagoso. Desde que había entrado en la casa se sentía el objeto de una encerrona y lamentó no tener el arresto de incorporarse y escapar con cualquier excusa. El médico había llevado la conversación al terreno político y, en tanto que la mujer escanciaba por segunda vez la copa de Antonio, dijo, con tono desganado, que la experiencia y la edad le habían vuelto escéptico.

—Los hombres de mi generación no somos cobardes, Ramírez. Somos prudentes porque tenemos razones de serlo. La vida nos ha reservado muchos golpes y estamos escarmentados ya, ¿comprende?

—Sí.

—Meterse a redentor no arregla las cosas. Ellos son más fuertes que usté y que yo, y ganarán siempre. A menos que uno tenga vocación de martirio hay que pasar por el aro. Perdóneme usté si le ofendo pero no se ha comportado usté de modo razonable. Uno puede someterse en apariencia como yo y, por dentro, ser libre —vaciló—. No sé si me explico.

—Perfectamente.

—También yo, en mi juventud, quise deshacer entuertos: la justicia social y todas esas historias. Salvar al prójimo… Hasta que un día me di cuenta de que el prójimo estaba muy contento con su suerte y se le importaba un comino salvarse… ¿Quiere usté más vino?

—Un dedo, gracias.

—Lo que necesita el país es una raza de hombres de empresa capacitados y emprendedores, gente que sepa hacer brotar el dinero; que lo maneje bien y logre que fructifique… Ellos son los promotores del adelanto de una nación y no los románticos como usté y como yo… Hace unos minutos le hablaba de don Gonzalo, ¿se acuerda?

—Sí.

—Él es un ejemplo de lo que digo. Ya sé que los envidiosos le habrán contado a usté una serie de chismes: que su fortuna tiene orígenes turbios, que se enriqueció en el mercado negro… Pues bien, aun suponiendo que estas fábulas fueran ciertas, el hecho no tendría ninguna importancia, absolutamente ninguna. Lo que cuenta es el extraordinario hombre de negocios de hoy: él, y nadie más que él, ha sabido crear una industria en el pueblo, ha revalorizado la tierra, ha atraído el turismo. Si la gente vive mejor que antes se lo debe a don Gonzalo. Las palabras no alimentan a nadie… ¿quiere beber más?

—Gracias.

—Lo que más me llama la atención en una persona de su clase es su poderosa facultad de invención… ¿Le sorprende lo que le digo?… Don Gonzalo es, ante todo, un creador de ideas, un hombre abierto a todas las innovaciones e inquietudes; un pragmático que sabe buscar su conveniencia en cualquier situación o coyuntura. El otro día hablaba justamente de usté y me decía: que uno sea comunista, anarquista o lo que le antoje, a mí me da igual. Lo que no le perdono es que pierda. Si hubiera conocido a Stalin estoy seguro de que habríamos hecho buenas migas. Pero Stalin es una cosa y quienes lo soportaron otra. El mundo pertenece y pertenecerá siempre a los listos.

—Veo que le gusta el vino —dijo la mujer mientras le escanciaba.

—Además me parece un tipo profundamente humano. El vulgo, desde fuera, lo juzga duro, pero se equivoca. Los que tenemos la satisfacción de frecuentarle conocemos un aspecto de su vida que los otros no sospechan: el de un padre de familia consagrado a la mujer y a los hijos, atento y servicial con sus huéspedes… En algunas ocasiones le he visto rasgos de bondad excepcionales, verdaderamente conmovedores… No sé si sabe usté que todos los meses envía un cheque a la escuela de niños huérfanos de Murcia. Sus generosidades no tienen límite, créame.

—¡Huy, cómo bebe usté!

Al terminar la cena Antonio se sentía borracho y el discurso del médico le llegaba envuelto en un halo acolchado y brumoso que lo uniformaba y lo desteñía. La mujer seguía escudriñándole con curiosidad frígida y, al levantarse los tres para tomar el café, inventó una cita urgente y se despidió de ellos.

El aire le llenó los pulmones fresco y restaurador como una caricia. La gente se había recogido temprano y las terrazas de los bares estaban desiertas. El pueblo se le aparecía como un gigantesco cementerio en donde cada ventana era una tumba, cada edificio el mausoleo de un sueño o una esperanza. Para el país no pasaban días y ellos, sus hijos, eran aterradoramente fugaces. El poso almibarado del vino confundía sus pensamientos: ¿adonde ir?, ¿qué hacer?, ¿cómo vengarse? Solar bárbaro y yermo, ¿cuántas generaciones de su estirpe deberían frustrarse aún?, ¿cuántos días, semanas, meses, años, sería todavía inhabitable? Atravesaba la plaza frente a la Mater Dolorosa que labrara Salzillo. El dios triste de sus antepasados velaba el vacío con sus brazos extendidos y muertos. Insensible y cerrado al dolor de los hombres se nutría obscenamente, como una sanguijuela, de su plegaria inútil. Antonio tiró a andar por una callejuela empinada y, al cabo de un trecho, se detuvo y preguntó a un joven las señas de la prostituta.

—La segunda travesía a la derecha, compadre. Es la casica que tiene el farol.

Golpeó la puerta con el puño y al poco vino a abrir una muchacha robusta, de mejillas rosadas, pelo castaño y con los labios pintados de rojo. Al verle tuvo un pujo de risa y se llevó la mano a la boca; mientras corría de nuevo el cerrojo, inclinó la frente y miró al suelo, tímida y como avergonzada.

—¿Qué te ocurre? —dijo Antonio.

—Nada —balbució ella—. Así de momento me había dado un susto.

—¿Lo dices por la barba?

—Sé quién es usté y por qué está en el pueblo… El otro día le vi de lejos, con otro señor… Nunca pensé que…

—¿Qué creías?

—No sé… Cuando me hablaron de usté no imaginé que un día le vería por mi casa… —la muchacha sonreía azorada—. ¡Huy!, si me da apuro hasta mirarle…

—No he venido acá para que me mires.

—No, señor.

—Anda, haz bien tu oficio y cállate.

Se sentó al borde de la cama y desabotonó el pantalón al tiempo que la atraía brutalmente hacia él y la obligaba a arrodillarse a sus plantas. Era una manera de morir también, de perderse por un instante en la noche. La cabeza de la mujer bajaba y subía entre sus piernas a un ritmo a la vez intenso y entorpecedor y Antonio se tumbó hacia atrás con las manos bajo la nuca y la vista fija en el mosquero de papel que —como una araña inmensa que amenazara engullirlo todo— se balanceaba en el techo suave, muy suavemente.

Jueves, día 21 — Se divisa a Gorila a las 9.30. A las 12.30 entra en el bar Pichi, en donde están ya Gitano y Azul. Salen los tres a las 12.45 y en la calle Viladomat Gitano se para a hablar con un sujeto al que llamaremos Himalaya. Se separan al cabo de cinco minutos e Himalaya sube al Seat 600 B-147201. Gitano y Azul son perdidos. Gorila va a la estación MZA. y echa una carta en un buzón. Se toman precauciones para recogerla y en dicha carta se encuentran unos impresos comerciales a nombre de Carlos Aurel, 20 rué Vitrac, Perpignan, domiciliado antes en Almogávares 8, Premia de Mar. Los funcionarios que siguieron a Gogo dicen que ésta cruzó la frontera sin novedad consiguiéndose fotografiar su pasaporte.

Viernes, día 22 — Sale Gorila a las 9.15 y va al taller de Azul. Se dirigen juntos al bar Pichi. Se separan y Gorila sube a pie por Entenza hacia Infanta Carlota y carretera de Sarria. A las 11.45 se encuentra con Gitano en el bar Ruedo. Se pasean los dos por Londres y en el chaflán de Urgel contacta con uno a quien bautizaremos Moreno: 35 años, 1,66 de altura, delgado, pelo negro. Van al bar Colombia. Moreno saca un papel de la cartera y se lo muestra a Gorila. Se oye decir a Moreno: «Igual da uno que muchos». Se despiden a las 14.30 y Moreno marcha a Travesera de las Corts 390. Gitano y Gorila continúan juntos. Se detienen a comer en un restaurante. Gorila entrega a Gitano una cartera de mano de color negro. Bajan sin prisa por Urgel y se dirigen al Pichi. Cuando entran, Azul toma el café en compañía de Ondulado. A las 17 horas salen del bar Gorila y Gitano y a las 17.15 Ondulado y Azul. Éste va a su taller, Ondulado hacia la Avda. José Antonio. Unos minutos después es perdido a causa del tráfico.

Martes, día 26 — A las 8,30 Gorila y Graja se trasladan en taxi con varias maletas a Almogávares 8, Premia de Mar, antiguo domicilio de Carlos Aurel. Gorila sube al tren dos horas más tarde con una cartera de mano de color claro y en la plaza Palacio coge un taxi hasta el taller de Azul. Va al bar Pichi con éste, salen a los cinco minutos y Gorila se dirige al cruce RocafortAragón. Nada más llegar se detiene junto a él un Peugeot matrícula 4703 RL75. Son las 21.01. Del automóvil se apean una mujer y un hombre, el último con aspecto de extranjero, que son bautizados respectivamente Escuchi y Cocteau. Escuchi abraza y besa a Gorila. Cocteau le estrecha la mano, entra en el coche y saca una maleta. La cartera de color claro debe de quedar dentro pues no se la vuelve a ver más. Escuchi y Gorila paran un taxi y llevan la maleta al domicilio de Gitano. Cocteau pasea solo por el centro como si conociera bien la ciudad y toma el aperitivo en el bar Estudiantil tras de haber aparcado el coche junto a almacenes El Águila. A las 15.30 va Gorila al taller de Azul. Aparece Cocteau y Azul hace entrar al Peugeot en el taller y baja la puerta metálica de la calle. Gorila y Cocteau están dentro media hora mientras Azul vigila los alrededores. Salen luego Cocteau y Gorila con el coche y van hacia plaza de España y Paralelo, siendo perdidos poco después a causa del tráfico.

Miércoles, día 27 — Identificada Escuchi como Eulalia Miralles Badía, detenida en 1947 y puesta a disposición del Tribunal especial de represión de masonería y comunismo por prestar funciones de enlace al servicio del PSUC liberada en el 51, marcha a Francia dos años después. Cocteau es Roger Daniel Halévy, nacido en 1916 en Oran, de nacionalidad francesa, pasaporte 847 321 expedido en París en 15-7-56, comprobándose que estuvo en el hotel Regina de Barcelona el 14-4-60, lo que nos hace suponer que su presencia en nuestra ciudad fuera debida ya entonces al cumplimiento de alguna misión clandestina.

Lanzados tus amigos por el disparadero de la política, ¿qué hacías tú?

La carta de presentación de un conocido mecenas suramericano te había abierto las puertas de la intelligentsia parisiense de izquierda y la acogida dispensada por aquel grupo de hombres y mujeres generosos habían halagado sutilmente tu vanidad. Recordabas tu primera entrevista con Maurice Tessier (ascético el rostro, la mirada franca, comedidos sus ademanes de prelado romano) en el despacho de una prestigiosa editorial de la Rive Gauche (el suelo tapizado con moqueta, los estantes cubiertos de libros lujosamente encuadernados, una atractiva secretaria rubia inclinada sobre la Remington) y la emoción que te embargara entonces ante el interés apasionado de tu interlocutor por tu discurso la revives ahora (aprovechando una breve pausa en el relato minucioso de Antonio) con indulgente sonrisa. («La causa española no está de moda como antes y Tessier y sus amigos militan sin duda —te dices— por los combatientes rebeldes de Angola o del Vietnam».)

Al término de una extensa conversación había dado un número de teléfono a su secretaria y aguardé una señal de la muchacha antes de descolgar su receptor: «Allô… Josette?». Tú examinabas absorto el tabernáculo de aquel templo de la cultura santificado por la presencia muda de unos escritores que admiraras apasionadamente en tu mocedad y que, entronizados ya en el glorioso panteón de los inmortales, celaban aún el orden y buen funcionamiento de la Casa, escrutando a intrusos y huéspedes desde la pose austera de sus fotografías. «Oui. C’est un jeune intellectuel de Barcelone… Un garçon tout à fait révolté contre le Régime… Son expérience est des plus intéressante… Oui, il parle français… Nous pouvons lui organiser une rencontre avec les Cazalis…» Tessier se expresaba con voz armoniosa y los rostros graves de los maestros fotografiados en las paredes parecían asentir remotamente a sus palabras, vivificando su expresión congelada e inerte con la aureola fugaz de una sonrisa o un complacido y veloz guiño de inteligencia.

Saliste a la calle mareado de dicha, aturdido todavía por la influencia hipnótica de aquel universo autónomo y codiciable, con la radiante impresión de poseer la llave de entrada y un puesto vitalicio en el festín. (Tu instinto de actor había aliñado un tanto el relato de tu experiencia y, escuchando las peripecias de tu autobiografía incipiente, habías caído en la trampa de tu propio engaño sentimental.)

Unos días después (era a mediados de septiembre, amarilleaban ya las hojas de los árboles) subiste la escalera alfombrada que conducía al piso de los Tessier e hiciste sonar el timbre con el corazón palpitante. El dueño de la casa te había recibido con una sonrisa cómplice y te presentó uno por uno los invitados reunidos en torno a la mesa del comedor: Bernard Cazalis y su mujer Léone, el crítico Robert Nouveau, Marie Pierre Dreyfus, Gérard Bondy y otros cuyo nombre habías olvidado, emparentados todos por un vago y sutil aire de familia, tostados los más, según supiste luego, por el sol y los baños de mar de sus recientes vacaciones en España.

—J’ai parlé de vous à Cazalis —susurró Tessier cogiéndote discretamente del brazo—. C’est un ancien surréaliste, il l’est toujours d’ailleurs bien que depuis la guerre il a rompu avec le groupe de Breton. Il a milité aussi deux ans au Parti et il a écrit un très beau récit sur cette expérience… Maintenant, il s’intéresse surtout aux philosophies de l’Orient… Connaissez vous son essai sur Michaux et l’univers de la drogue?

—Non.

—C’est un livre tout à fait remarquable… Le mois dernier, mon ami est allé en Espagne avec sa femme et il est revenu bouleversé. Il voudrait faire quelque chose, comme nous tous, mais il nous faut évidemment l’accord des Espagnols… Quelles possibilités voyez vous d’une aide extérieure à votre mouvement de Résistance?

Ocho años habían transcurrido desde entonces pero el recuerdo de tu cena en el severo edificio de la rue Solferino rondaba aún, precioso y nítido, tu caprichosa memoria: la mesa rectangular, la salade niçoise y el canard aux olives, tu análisis de la evolución intelectual de la juventud española y el consumo vertiginoso de Beaujolais.

—Alors, d’après vous, le communisme a une grande prise sur les nouvelles générations universitaires…

—…

—C’est normal. J’irai plus loin et je dirai même que c’est absolument nécessaire… L’expérience ne s’hérite pas. Les jeunes doivent apprendre par eux mêmes, vous comprenez?

—…

—Rassurez-vous, cher ami. Nous avons tous passés par là. C’est une exigence à laquelle aucun de nous a pu se soustraire…

Cazalis hablaba de modo sosegado, observándote con su rostro de encantador de serpientes, astrónomo o mandarín mientras sus manos finas alzaban delicadamente la copa de vino y sus ojos azules te ceñían con precisión clínica e implacable.

—Qu’est-ce que nous pouvons faire pour vous?… Vous connaissez, j’imagine, le rôle du Front Populaire dans la guerre civile espagnole… Une trahison que nous avons payé très cher, hélas!… Nous nous sentons tous un peu coupables… La survie d’un tel Régime en 1955 est vraiment impensable. C’est un scandale au sens propre du mot et il faut bien que ce scandale cesse… Nous avons vu Franco aux arènes de San Sebastián. Nous étions à une trentaine de mètres de lui et personne nous a fouillé… L’attentat nous a paru parfaitement possible. Il faudrait seulement se mettre d’accord avec un groupe d’Espagnols. Peutêtre pourriez vous nous donner des renseignements utiles…

Los comensales te examinaban con atención y trataste de explicar los objetivos y proyectos de tus amigos: hablaste de esfuerzos de propaganda, seminarios de estudio, cineclubs informativos. Al concluir tu exposición las botellas de Beaujolais estaban vacías y Josette Tessier fue a buscar más a la cava. Hubo un corto silencio.

—Si je vous comprends bien, vous êtes encore dans une phase préparatoire —dijo Cazalis con voz dulce.

—Oui, c’est ça.

—Vous n’êtes pas en contact avec des groupes plus radicalisés?

—Non, pas encore.

—Mais je pense bien qu’ils existent, n’est-ce pas?

—Sans doute.

—Voilà le problème. Comment les contacter? Connaissez-vous une filière quelconque pour arriver jusqu’à eux?

Las miradas te ceñían de nuevo y explicaste que las probabilidades de éxito de una acción violenta te parecían escasas. El país vivía todavía bajo el impacto de la perdida guerra civil y la mayoría de los grupos políticos adaptaba su estrategia a la consecución de objetivos pacíficos a largo plazo. Te interrumpieron.

—Et les anarchistes?

—Eux aussi.

—Au cours de mon voyage en Espagne j’ai pu constater que la classe ouvrière n’avait pas dépassé le stade des revendications purement économiques —dijo Marie Pierre Dreyfus—. Comment comptez vous donner à ses protestations un contenu révolutionnaire?

—Ça c’est le problème de notre époque —dijo Tessier—. Une fois émoussée l’urgence née de la misère le prolétariat tend à s’endormir. Vous voyez bien les résultats du paternalisme syndical en France. Nous n’avons plus de classe ouvrière.

—La classe ouvrière existe mais elle est mystifiée —dijo Cazalis—. Les cadres politiques se sont avérés incapables de lui offrir une stratégie révolutionnaire globale. C’est dans ce sens là que la lutte du peuple Espagnol nous intéresse. Le réveil ne peut nous venir que de vous.

—Des centaines de milliers de Français vont chaque année en Espagne. Mettons, dans le pire des cas, que dix pour cent soit antifranquiste… Je suis sûr qu’ils seraient heureux de fournir une aide quelconque aux gars de la Résistance espagnole.

—Quel genre d’aide? —dijo Nouveau—. Des armes? De la propagande?

—Ça c’est aux Espagnols de nous le dire.

—Dans le coffre de ma voiture, j’aurais pu passer tout un arsenal —dijo Gérard Bondy—. Les flics ne l’ont même pas ouvert.

—Est-ce qu’on peut acheter facilement des armes en Espagne?

—II faudrait que vous nous demandiez tout ce dont vous avez besoin et nous pouvons nous charger de vous l’amener. L’été surtout. L’unique problème serait alors d’échelonner nos vacances.

El vino había desaparecido otra vez. Josette Tessier volvió de nuevo a la cava mientras los comensales aflojaban prudentemente el nudo de la corbata y se remangaban los puños de la camisa.

—Avez-vous des contacts suivis avec les patriotes portugais?

—Mon frère a été à Estoril le printemps dernier. La condition des masses paysannes est encore pire, paraîtil, qu’en Espagne. D’après lui, un sursaut révolutionnaire pourrait se produire dans les mois qui viennent.

—Marc nous a parlé aussi d’un Comité de soutien aux communistes grecs. Est-ce que vous êtes au courant de son existence? Il serait peut-être utile d’élaborer un programme commun d’action pour l’Espagne, le Portugal et la Grèce…

—Tu as l’adresse du Comité?

—Je l’ai notée dans mon carnet. Il y a Favre, Colette Marchand et les Perrault. —Cazalis alzó pausadamente la copa de vino y te concedió una mirada grave e intensa—. Ce sont des amis d’une grande exigence intellectuelle, consacrés surtout à l’étude des problèmes du Tiers Monde. Il y a d’anciens catholiques, d’anciens communistes, des surréalistes, des disciples de Naville… Ils sont passés par toutes les Églises et ils ont gardé de ce passage une lucidité extrême, une mise en question permanente de toutes les valeurs…

—Avant tout il faut une confrontation générale d’idées avec les autres Comités —dijo Robert Nouveau—. Si nous voulons être efficaces nous devons mettre au jour une tactique valable pour chacun des mouvements de Résistance sans perdre de vue, bien entendu, leur unité profonde.

—Je me charge de Marc et de ses Grecs… Álvaro peut prévenir les Espagnols… Qui va s’occuper des contacts avec les Portugais?…

Josette Tessier reapareció con una nueva provisión de vino. Al otro extremo de la mesa Gérard Bondy hacía el elogio de Chamaco y Marie Pierre Dreyfus se lamentaba del uso inmoderado del aceite de oliva por parte de los cocineros españoles. Cazalis intervino con suavidad.

—Depuis l’échec de la Libération l’esprit révolutionnaire ne peut nous venir que de l’extérieur. Ici, c’est le règne de gauche, mais de quelle gauche! Une gauche douteuse, instable, composite, inconséquente, en proie à toutes les contradictions… Une gauche respectueuse. Une gauche qui n’ose plus dire son nom.

—Les dernières vacances en Espagne nous ont aporté un peu d’espoir, un peu d’air frais. Chez vous, au moins, le mot liberté signifie quelque chose de très précis. Ici, il a perdu son sens. Tout le monde est censé être libre et nous vivons la pire des aliénations.

—Vous ne vous rendez peut-être pas compte mais le fait est incontestable. Vous autres, Espagnols, vous êtes plus heureux que nous. Vous gardez intacte votre révolte tandis que nous, contre quoi pourrions nous nous révolter? C’est la France entière qui nous dégoûte.

—Heureusement, nous avons encore nos colonies et la possibilité de militer pour les divers mouvements de Libération… Mais, après, que pouvons nous faire? Nous lancer dans la vie politique? Quelle différence y a-t-il au juste entre Pinay et Mendès?

—J’ai passé quelques jours à Malaga —dijo Gérard Bondy con voz tranquila—. J’ai eu l’impression qu’il suffirait de très peu de gens et de très peu de temps pour organiser une insurrection armée contre le Régime.

—Ma femme et moi nous avons tiré la même conclusion en Catalogne… D’une situation révolutionnaire qui pourrit, d’un élan populaire gaspillé faute d’une ligne de combat plus ferme…

—Si la Résistance espagnole a besoin de nous, dites à vos amis que nous sommes prêts à reprendre les armes.

—Nous avons gardé des liens avec d’anciens maquis. Est-ce qu’il vous intéresserait de faire leur connaissance?

Maravillado aún por la cordialidad de su acogida permanecías absorto en alguna exquisita ínsula convencido de tener entre tus manos el sésamo y la llave de la verdad, la posibilidad exaltante de apoyar desde fuera la lucha noble de tus amigos, de contribuir eficazmente a la cabal solución de todos los males de España: la ayuda incondicional de los intelectuales franceses, la estrategia común con los demás movimientos europeos de Resistencia, la eventualidad de una sublevación popular armada se barajaban todavía en tu cabeza cuando una semana más tarde subiste por segunda vez la escalera alfombrada del inmueble de la rue Solferino y pulsaste el timbre. Robert Nouveau había asumido la responsabilidad del encuentro exploratorio con los griegos y los portugueses y habías enviado a Antonio una carta en clave, dándole cuenta de la marcha de tus gestiones y anunciándole la creación de un Comité de Ayuda, encargado de la adquisición y transporte de armas y propaganda.

Tessier te estrechó cortésmente la mano y te hizo pasar al salón. Un gato negro dormía ovillado sobre el sofá. El giradiscos transmitía a media voz La leçon des Ténèbres de Couperin.

—Robert Nouveau m’a prié de l’excuser auprès de vous —dijo—. Êtes vous au courant de la nouvelle?

—Quelle nouvelle?

—Le Front de Libération National Algérien a déclenché une nouvelle offensive terroriste contre les forces françaises.

Se acomodó en un sillon frente a ti y sirvió dos vasos de güisqui.

—Nous avons été prévenus avant-hier par un des dirigeants… Il faut orchestrer tout de suite une campagne de presse pour soutenir son action. Nouveau et moi nous avons rédigé le brouillon d’un appel à l’opinion qui est actuellement entre les mains de Cazalis.

El hosco sonido del teléfono le interrumpió. Te incorporaste del sillón y examinaste los volúmenes alineados en los estantes de la biblioteca. La voz del tenor vibraba en sordina al otro lado de la habitación. Tessier se había instaurado en un brazo del sofá y miraba fijamente hacia la ventana.

—Un Algérien?… Dis-lui de venir chez moi… Non, je ne bouge pas… La rédaction?… C’est sourtout Nouveau qui l’a faite… Qu’est-ce que tu en penses?… Trop d’adjectifs, n’estce pas?… Bon, tu peux m’envoyer une copie à la maison… D’accord… Oui, je te préviendrai dès qu’il arrivera.

Cuando colgó el receptor volviste a tu sillón y él encendió un cigarrillo y te sonrió con dulzura.

—Nous ne dormons pratiquement pas depuis quarante-huit heures. Je viens de le dire à l’instant à ma femme: je me sens un peu comme à l’époque où je suis entré dans la Résistance…

Sonaba esta vez el timbre de la puerta y Tessier se excusó con un ademán. Al cabo de pocos momentos regresó en compañía de dos mujeres y un hombre que tú no conocías. Terminadas las presentaciones hubo un largo silencio.

—Vous voudrez bien me pardonner, mais je dois traiter d’un problème urgent avec mes amis. Si vous pouvez m’attendre un peu.

—Peut-être serait-il mieux que je vienne un autre jour —sugeriste.

—Comme vous préférez, mon cher ami. Vous n’avez qu’à me téléphoner et je vous fixerai un rendez-vous avec Nouveau.

—Quelle date vous conviendrait le mieux?

—La semaine prochaine, par exemple. Choisissez vous même le jour, n’importe lequel. Je suis tous les matins chez moi.

Se había despedido de ti con expresión a la vez ausente y atareada y, decepcionado por el fracaso de la entrevista, aguardaste voluntariamente unos días antes de decidirte a llamar. Te contestó él mismo, con voz sorprendida y amable y, como le recordaras la proyectada mesa redonda con los griegos y los portugueses, explicó gravemente que Nouveau andaba de viaje por Argelia y no regresaría a París hasta al cabo de unas semanas. Dijo que el Comité de Intelectuales amigos del pueblo argelino debía reunirse en casa de Cazalis y prometió comunicarte oportunamente el día y la hora para que asistieses tú. Según creías recordar, no habló para nada de España.

Le telefoneaste todavía otras dos veces antes de caer en la cuenta de que el problema de tu país había desertado definitivamente de la esfera de sus preocupaciones. Las vicisitudes de la guerra de Argelia, los sucesos dramáticos de Suez, Hungría y Polonia movilizaban por entero las energías del grupo mientras la quijotesca lucha de Antonio y tus amigos contra la obtusa y reacia sociedad española y sus omnipotentes guardianes se asfixiaba en el humo, el fango y la mentira de vuestros desolados e inútiles Años de Paz. En cuanto a Gérard Bondy —separado de los otros por divergencias políticas y personales— había ido a pasar varios meses a Málaga sin organizar por ello, como pretendiera entonces, la insurrección armada con un grupo de amigos. Durante su estancia en la ciudad se limitó a escribir una novela comercial con pretensiones metafísicas y, de vuelta a París, fue plebiscitado triunfalmente por la crítica burguesa y obtuvo el premio Goncourt.

Jueves, día 27 — Sale Gorila a las9.20. En el bar Pichi se reúne con Gitano y otro individuo que llamaremos Asdrúbal. Pasean los tres por Entenza y al cruzarse con un agente de la vigilancia éste oye cómo Gorila dice a los otros: «Bueno, ya sabéis que en vosotros confío». Vuelven al Pichi, Gorila se separa de ellos, va al bar Escocés y establece contacto con otro sujeto que llevaba un paquete envuelto en papel de periódico y a quien bautizaremos El Viti. Marchan hasta Viladomat-Consejo de Ciento y El Viti se pierde de vista. Gorila regresa al Pichi con el paquete, habla con Gitano y Asdrúbal. Cinco minutos más tarde sale con el primero y antes de despedirse le da el paquete. Gorila va a Bailen 35, y al cabo de una hora reaparece acompañado de Graja y Escuchi. En plaza de Tetuán Graja se separa de ellos. Gorila y Escuchi se asoman al bar Paquito. Gitano está en la barra con un disco microsurco de 33 revoluciones comprado en la casa Belter. Se lo pasa a Gorila, paga la consumición y se retira. Los otros dos continúan paseo de San Juan abajo y en el chaflán de Ronda San Pedro contactan con El Viti, el cual lleva ahora una maleta grande de color verde que debe de pesar bastante. Gorila se hace cargo de la misma y entrega el disco a El Viti. Este último coge un taxi y se le pierde.

Identificado Asdrúbal como Francisco Peiró Colomer, calle Oficios 37, Barcelona, sin antecedentes.

Lunes, 1 de diciembre — Sale Gorila a las 9.45 y se dirige al domicilio de Gitano. Reaparece al cabo de 10 minutos y se traslada en autobús a talleres Orion. Lambretto y Zarpas le acompañan al bar Las Antillas. Permanecen allí media hora y se separan. Gorila coge el tranvía hasta Entenza, entra en el bar Manola como si buscara a alguien, visita el taller de Azul. Vuelve a casa de Gitano y a las 16.10 va con él a la boca del metro de Vergara de los FFCC Catalanes. Instantes más tarde contacta con Aníbal y otro que llamaremos Codeso. Suben los cuatro por Balmes paseando de la siguiente manera: Gorila con Aníbal y Gitano con Codeso. A la altura del seminario Gorila abre un paquete que lleva Gitano y da explicaciones a Aníbal sobre su contenido. Regresan a Vergara y se despiden. A las 18.40 Gorila y Gitano se presentan en el taller de Azul y entran los tres en el Pichi. Hablan 20 minutos y se separan, recogiéndose Gorila a casa de Graja.

Identificado Aníbal como Justo Marín Gubern, c/Madrigal y, Sabadell. Es enlace sindical y tiene pasaporte n.º 78 562, expedido en febrero de 1960.

Martes, día 2 — Sale Gorila de su casa sin ser visto. Localizado a las 12 horas en Rocafort camina hacia el lugar en donde los últimos martes realizó los contactos con Gogo, Cocteau y Escuchi. Al no ver a nadie se dirige al bar Pichi, en donde le aguardan Gitano y Azul. Vuelve solo a Rocafort-Aragón y no para de mirar el lugar de los anteriores contactos. Por la tarde reaparece de nuevo con Escuchi y, primero uno, luego otro, pasan repetidas veces por el chaflán sin encontrar el enlace. Añadiremos que cuando Escuchi llegó hablaba en voz alta a solas y se le oyó decir. «Sí; ésta es la calle… Pero si es aquí» y, en aquel momento, para mayor segundad, preguntó casualmente a uno de los funcionarios encargados de observarla: «Oiga, por favor, la calle Rocafort, ¿es ésta?». A las 17 cogen un taxi y van a la estación MZA. Entran en casa de Graja a las 20.20 y a las 21 horas se levanta la vigilancia.

En adelante podía abandonarse otra vez a sus fantasmas, bañarse en el mar frío del Hornillo, joder con la prostituta enclaustrada en el cerro, traducir páginas y páginas de grave metafísica, platicar incansablemente con los pescadores en el bar de Constancio. Se movía en un universo ambiguo en el que las palabras perdían su primitiva significación y asumían intenciones huidizas y cambiantes, como nubes ligeras impulsadas por el viento. Libertad y prisión se mezclaban en una realidad imprecisa y, a momentos, creía imposible escapar de aquel engranaje. El tiempo se alargaba de modo indefinido y Antonio se prolongaba con él, con la asoladora certeza de un transcurrir inútil —injustificable y vacío como cualquiera de sus paisanos.

La prostituta le había perdonado la brusquedad del primer día y todas las noches su cuerpo macizo y firme acogía el de él con disciplinada suavidad. Al cabo de una jornada como las otras, exactamente monótona y repetida, era reconfortante hundirse entre sus muslos y morder sus pechos ofrecidos y mansos, olvidando por espacio de unos minutos el tictac del reloj. Las costumbres se habían transformado en rito y, cuando a fines de octubre el tiempo empeoró y tuvo que renunciar a los baños, Antonio prosiguió sus excursiones en bicicleta y, sentado en un promontorio, frente a la isla del Fraile, contemplaba durante largas horas el vuelo aprensivo de los pájaros, las playas morosas y desiertas, el cielo y el mar fundidos en un abrazo gris.

El día de Todos los Santos había pasado la tarde en el bar de Constancio jugando al dominó con los pescadores y, luego de dar razón a su madre, invitó a cenar a Fermín.

—¿Qué te dice el balneario? —preguntó Antonio.

—Como tú quieras —repuso Fermín—. A mí me da igual.

Atravesaron la calle Mayor en dirección al Paseo. Los últimos veraneantes habían desaparecido semanas atrás con las nodrizas y los niños y las luces de neón brillaban desmayadas y tristes. El restaurante del club no había cambiado desde la época de su aventura con Lolita. Mientras se sentaban en un rincón de la sala —los clientes no habían llegado aún y los camareros erraban como sombras— Antonio descubrió una mesa con una docena de cubiertos, en cuyo centro lucía un soberbio ramo de flores. Al tomar nota del menú el empleado les informó que había sido reservada por don Gonzalo.

—Apuesto cualquier cosa a que es la petición de mano —dijo Fermín—. Esta mañana los tórtolos fueron a la iglesia y mi madre cuenta que andaban de bracete, como dos novios.

—Hay gato encerrado, sí, señor —dijo el camarero—. Don Gonzalo vino personalmente a encargar la cena y puso a enfriar en la nevera doce botellas de champaña.

—Después las malas lenguas dirán que es un chanchullo de los padres —suspiró Fermín—. Dios mío, qué cruel es el mundo.

El vino era un clarete de Valdepeñas y se dejaba beber con engañosa facilidad. Fermín bromeaba acerca de la fortuna de las respectivas familias y Antonio le escuchaba en silencio, al borde del estallido. La belleza insolente de las flores le exasperaba. Cuando los invitados llegaron había vaciado la botella y encargó otra.

—¿Nos vamos? —propuso Fermín.

—Espera unos minutos.

Don Gonzalo estaba allí con la señora y el hijo y el cónsul de España en Alejandría con su mujer y las dos muchachas. Había asimismo media docena de invitados vestidos de punta en blanco y Antonio distinguió entre ellos al médico de Falange, circunspecto y orondo como una flor feliz. Los camareros mariposeaban alrededor de la mesa y, a una señal de don Gonzalo, el cocinero vino con la bandeja de los entremeses.

—Ésos sí que gozan de la vida —murmuró Fermín.

Antonio bebía sin pausa el vino de la segunda botella y decidió quedarse. Alguno de los comensales refería una anécdota chistosa y hubo un coro de exclamaciones: «¡Oh!, es divino», exclamó una voz de mujer. El médico se había sentado de espaldas a ellos, a poca distancia de don Gonzalo e, inopinadamente, se inclinó sobre la dama interpuesta entre los dos para confiarle un secreto a la oreja.

—Cuidado, están hablando de ti.

Don Gonzalo se encaró un instante con él —un rostro como había millares en el país, de nariz grande y cejas peludas— al tiempo que el médico sonreía y le saludaba con la mano. Antonio seguía dándole al vino de Valdepeñas y examinó sorprendido la cara amable del camarero que, tras un breve intercambio de palabras con don Gonzalo, se había plantado ante ellos.

—El señor Ramírez, ¿es usté?

—Sí, señor.

—Don Gonzalo me ruega que le transmita la invitación de sentarse a su mesa.

El médico se había vuelto a mirarle con expresión cómplice. El camarero aguardaba su respuesta tieso como un quinto. Antonio apuró su vaso de un trago.

—Dígale a este señor que le agradezco mucho la invitación pero que sé escoger por mí mismo la compañía y la suya no me gusta.

—¿Cómo?

—Lo que digo.

El hombre le contemplaba como si se las hubiera súbitamente con un loco. Para tranquilizarlo Antonio le dio una palmada en el brazo y encargó otra botella de clarete.

—Bueno, como usté ordene.

Le vio dirigirse hacia don Gonzalo y repetir sus palabras ante el estupor y la cólera de los reunidos. Le faltó tiempo al médico para incorporarse y venir flechado.

—¿Qué se propone usté, Ramírez? ¿Enemistarse con todo el pueblo?

—No me propongo nada, doctor.

—Su conducta es grosera y estúpida.

—Probablemente.

—Es usté un pobre diablo, ¿me oye? Un tonto mal educado e irresponsable…

—No se excite usted —dijo suavemente—. Se le va a indigestar la langosta.

—Se arrepentirá, Ramírez. Le juro que se arrepentirá.

El médico le dio la espalda y Antonio se sintió inmensamente feliz. Los comensales le observaban con reprobación desdeñosa y, después de unos conciliábulos con el camarero, don Gonzalo empezó a contar una historia en medio de la devota atención de los reunidos.

—Señor Ramírez.

El barman se había acercado a su mesa con paso resuelto y le miraba con malos ojos.

—Usted dirá.

—La dirección de este establecimiento le ruega que se vaya inmediatamente de aquí.

—¿Puede decirme cuánto le debo?

El barman llamó al camarero con un ademán.

—La nota de los señores.

—Son ciento sesenta y tres con cincuenta.

—Tenga —Antonio dejó dos billetes sobre la mesa—. Quédese usted con el cambio.

Salió a la calle, seguido de Fermín. Un denso enjambre de nubes ceñía el cuerno de la luna y, a los pocos momentos, lo cubrió del todo. Soplaba un viento fuerte que venía del mar. En el Paseo había un banco desierto y se sentó en él mientras respiraba a pulmón lleno el aroma salado y penetrante del agua.

—La que has armado —dijo Fermín—. ¿Te encuentras bien?

—Es mucho más que eso —repuso Antonio—. Me siento joven.

Los fanales de las pesqueras vibraban como luciérnagas en el horizonte marino, alguno cantaba a lo lejos una melancólica romanza. Antonio la escuchó largo rato, transportado por un arrobo indecible, antes de abrazar a Fermín y desearle las buenas noches. Al recogerse, por primera vez en muchos meses, durmió a sueño suelto, sin necesidad de recurrir a los somníferos.

Miércoles, día 3 — Va Gorila al bar Pichi a las 10.40 y de allí al bar Manola, en donde le espera Azul con uno de los mecánicos de su taller. Se levanta la vigilancia al entrar dos revendedores de lotería amigos de Azul y que pudieran conocer tal vez de vista a los funcionarios.

Se recupera a Gorila a las 14.30 en casa de Gitano. Se traslada en taxi a talleres Orion y camina hacia pasaje Permanyer como si buscase a alguien. En la tarde de hoy se aprecia que toma precauciones: vuelve la cabeza con frecuencia y en más de una ocasión da la vuelta completa a la manzana llegando de nuevo al sitio de partida.

Jueves, día 4 — Sale Gorila a las 12.30. En plaza de Correos coge el metro hasta Urquinaona y contacta con Nikita frente a transportes La Catalana. A diferencia de la víspera no se advierte en ellos ningún signo de intranquilidad. Pasean por Ronda San Pedro y a las 14.20 se despiden. Minutos después se pierde a Gorila en Urquinaona.

Viernes, día 5 — Sale Gorila a las 15 horas y, tras deambular por el centro de la ciudad, va al taller de Azul. Se asoman al Pichi, vuelven al taller; charlan 20 minutos en la puerta, se dedican a mirar escaparates y desaparecen. No se les encuentra en Mariola ni en El Escocés. A las 18.15 se les divisa en Calabria, a la altura de una tienda de óptica. Caminan juntos un momento y se despiden. Azul va al taller y Gorila hacia Avda. José Antonio con una caja maletín que se le ve por primera vez y que debe de haber recogido en la óptica o una portería próxima a ésta. Toma el tranvía, el tren y a las 20.03 está en casa de Graja. El maletín es de unos 50 cm de largo, 40 de ancho y 12 de alto; de color marrón oscuro y provisto de un asa; da la impresión de pesar poco. Se investiga sin resultado la filiación de los dueños de la óptica y de los vecinos del inmueble contiguo en el que existe una casa de huéspedes llamada Pensión Zamora.

Sábado, día 6 — A las 14 horas Gorila coge el tren en Premia. Se le pierde de vista en plaza Palacio y se le localiza a las 17 en el Pichi en compañía de Gitano y Azul. Este último marcha al taller y luego a su casa. Gitano y Gorila permanecen en el bar hasta las 19 contemplando un programa televisado sobre nuestra Cruzada de Liberación. Salen, caminan muy despacio; Gorila saca un bloc y un bolígrafo y parece dibujar un plano; discuten y Gitano hace otro dibujo; llegan así al bar Floridita, en donde les espera la mujer de Gitano. Pasean los tres juntos y visitan diversos bares. Luego Gorila toma el tren y va a casa de Graja. A las 22 reaparece con ésta, Escuchi y una muchacha a la que bautizaremos Trenzas. Entran los cuatro en un cine. A las 0.30 regresan todos a Almogávares 8, y se levanta la vigilancia.

Domingo, día 7 — Sale Gorila a las 11.45, va al bar Escocés y se reúne con Skimo, Ondulado y Nikita. Media hora después sube al Peugeot 9089 MG 75 en compañía de Skimo y arrancan en dirección a Sans, renunciándose a seguirles por carecer de vehículo adecuado. Ondulado se despide de Nikita y se encamina hacia Avda. José Antonio. Tuerce por Calabria, pasa junto a la tienda de óptica, se mete en la porterìa vecina a ésta, donde se halla la Pensión Zamora, y ya no reaparece.

Lunes, día 8 — No se ve a Gorila.

Martes, día 9 — Se divisa a Gorila a las 10.35. Coge un taxi en plaza Palacio hasta Entenza-Avenida José Antonio. Entra un instante en el bar Escocés sin encontrar a nadie, sube poco a poco hasta Rocafort-Aragón y, cerca del lugar de los contactos, se cruza con una mujer que camina despacio y cambia una mirada con ella. Son las 12.01 minutos. La mujer se detiene en el chaflán. Gorila la observa intensamente, se dirige a ella como para preguntarle algo y se saludan con efusión. La mujer a la que llamaremos Piafes baja, delgada y anda con un bolso de mano de color negro. Van al bar Escocés y salen a los 15 minutos. Entran en otro bar. Cuando reaparecen 10 minutos más tarde Gorila lleva un paquete mediano envuelto en papel azul. Da unas explicaciones a Piaf y se despiden. Ella se traslada en taxi al hotel Internacional. Gorila se pierde y a las 16.40 se presenta en el Pichi. Al cabo de un cuarto de hora da la vuelta a la manzana y se dirige al Escocés. A las 15.35 llega Piaf. Charlan animadamente media hora y se separan; Gorila lleva ahora un rollo de papel de unos 40 cm y un paquete similar al de la mañana, pero de mayor tamaño. Va al bar Pichi y contacta con Gitano. Permanecen juntos hasta las 17 y, al levantarse, Gitano carga con el paquete y el rollo de papel. Piaf pasea por las calles del centro, recorre las Ramblas y a las 20.30 regresa al hotel.

Miércoles, día 10 — Sale Piaf del hotel a las 10.15 y se encuentra con Gorila frente al palacio de la Virreina. Van a plaza Real, se sientan en la terraza de un bar y se separan al cabo de media hora. Piaf baja al puerto y va a la escollera en golondrina. Gorila se reúne en el Pichi con Gitano y Azul. Se identifica a Piaf como Josette Lefevre, 42 bis, rué Fayard, Argenteuil, Seine.

Por la tarde vuelve Piaf al hotel, hace las maletas, paga la cuenta y se traslada en taxi a Rocafort-Aragón. Se apea, saca el equipaje, despide el taxi. Cinco minutos después aparecen Gorila y Gitano mientras ella da señales de impaciencia y consulta la hora. Gorila y Gitano discuten antes de acercarse a Piaf, Gorila se adelanta primero y le presenta a Gitano. Este último coge la maleta y el maletín, para un taxi y los deposita en su domicilio de calle de Almansa. Gorila y Piaf caminan hacia plaza de España, entran en el recinto de la Exposición, regresan a Avda. José Antonio. Gitano y su esposa les aguardan en el Manola con una maleta distinta a la indicada antes y una cartera de viaje de gran tamaño de color marrón oscuro; la maleta es beige y lleva refuerzos en los bordes. Charlan los cuatro; detienen un taxi y Piaf sube a él con su nuevo equipaje y se dirige a la estación MZA. Coge el tren de Cerbère seguida por dos funcionarios. En el puerto se le han hecho varias fotos y se consigue fotografiar asimismo su pasaporte al cruzar la frontera.

Jueves, día 11 — Identificado Ondulado como Antonio Ramírez Trueba, natural de Águilas, Murcia, domiciliado en la Pensión Zamora, Calabria 116. Doctoren Derecho y alumno de la escuela diplomática. Señalado en la universidad por sus simpatías marxistas en su expediente figura como acompañante de Álvaro Mendiola, autor del film anti-español sobre la emigración obrera intervenido por la guardia civil de Yeste, Albacete, el 2-8-58.

Sobre eso no cabía la menor duda: la policía funcionaba perfectamente. Cinco siglos de vigilancia, inquisición y censura habían configurado poco a poco la estructura moral de este organismo único, considerado incluso por enemigos y detractores como faro y modelo de las múltiples instituciones sanitarias que, inspirándose en él, proliferan hoy por el mundo.

El reino de los Veinticinco Años de Paz era sólo el fruto acendrado y visible de una subterránea labor de generaciones consagradas a la noble y dichosa misión de mantener contra viento y marea la rígida inmovilidad de los principios, el respeto necesario de las leyes, la obediencia veloz y ciega a las normas misteriosas que gobiernan la humana sociedad jerarquizada en categorías y clases sociales (cada una de ellas representando a la perfección su papel en el ilusorio teatro de la vida). Al término de tan vasta y provechosa experiencia el pueblo aprendía a aplicar por sí mismo los designios catárticos y en aquel espurio verano de 1963 tu patria se había convertido en un torvo y somnoliento país de treinta y pico millones de policías no uniformados (incluidos los díscolos y los rebeldes). Con tu natural optimismo pensabas que dentro de poco los funcionarios ya no serían precisos puesto que, en mayor o menor medida, el vigilante, el censor, el espía se habían infiltrado veladamente en el alma de tus paisanos. En todo grupo, bajo el caciquismo peculiar de la tribu, la inquisición reaparecía con insospechados disfraces: interrogatorios, acusaciones, pesquisas, careos. Policías paralelas y opuestas cubrían de un extremo a otro el yerto y exangüe solar (frondosa cosecha de vocaciones en tierra tan recocida y sedienta). El marido policía de la mujer y la mujer del marido, el padre del hijo y el hijo del padre, el hermano del hermano, el ciudadano del vecino. Burguesía (monopolista o nacional, rural o urbana), proletariado, campesinos, capas medias: todos policías. Policía igualmente el soberbio intelectual aislado y hasta el bondadoso novelista con inquietudes sociales (al menos, de sus íntimos). El amigo de toda la vida, el compañero de las horas difíciles: policías también. (Y cuántas veces tú, el propio Álvaro, no habías pactado con el conformismo ambiente, censurándote en público y en privado, ocultando a los demás tu verdad irreductible: policía asimismo, bien que te pese ahora.)

Los vamos a pagar caro (te decías) la perdida guerra civil, los veinte años de miedo hirsuto, la ominosa facilidad que nos invade. Enfermos todos de un mal incurable, frustrados todos, todos mutilados. ¿Cómo restablecer la paz, la plenitud, el sosiego en el interior de los corazones? Triste pueblo, patria triste, ¿qué sicoanálisis puede recobrarte? Para ti nunca pasan días y tus hijos se suceden en tu regazo inútiles frente a tu inercia, tu terquedad, tu locura. ¿Cambiarás algún día? Quizá sí (te decías), cuando tus huesos (los tuyos) fertilicen tu suelo (oh, patria) y otros hombres mejores (hoy niños todavía) aplaquen con su ofrenda el afán imposible que preside tu sino. Muerto tú (te decías), ¿a quién corresponderá contarlo?

ACTA DE REGISTRO

8.30 horas del 18 de diciembre de 1960. En virtud de órdenes del Inspector Jefe de la Brigada de Investigación Social de esta Jefatura los inspectores de policía don Eloy Romero Sánchez, don Mamerto Cuixart López y don Eduardo García Barrios, provistos del correspondiente mandamiento judicial, se personaron en la Pensión Zamora, sita en la calle Calabria 116, en la habitación ocupada por Antonio Ramírez Trueba, al objeto de efectuar un registro. Presente el interesado y ante los testigos José María Calvo Martínez, propietario de la pensión, y José María Cortés Berruezo, empleado de la misma, se practicó el registro con el siguiente resultado: un libro titulado «El Capital» de Carlos Marx, «Principios de filosofía» de Jorge Politzer; «Obras escogidas» de Rosa Luxemburgo, «Cartas de la cárcel» de Antonio Gramsci, «Stalin» de Isaac Deutscher, «Los Intelectuales y la guerra de España» de Aldo Garosci, «El deshielo» de Ilya Ehrenburg, «Poesías escogidas» de Rafael Alberti, «Los complementarios» de Antonio Machado, «Teatro» de Bertolt Brecht, ejemplares de «Cuadernos» e «Ibérica» consagrados a España, varios números de «Europe» e «Il Contemporáneo», la reproducción de una paloma dibujada por Picasso, etc. Todos los libros y revistas reseñados se adjuntan al atestado que se instruye en la dependencia al principio citada para su posterior emisión a la Autoridad Judicial Competente.

La ambigüedad desapareció. De nuevo podía pasear por el pueblo como un proscrito, adivinando en la condena muda de los otros la señal indeleble que le marcaba. La ilusión de libertad se había desvanecido al fin y la prisión atenuada era simplemente prisión: encierro de límites vagos pero reales, mecanismo sabiamente dispuesto para impedir la doble fuga corporal y anímica. El horizonte marino, todo cuanto amurallaba aquel paisaje olvidado de Dios y arruinado por el mal gobierno del hombre era menos sensible que el vacío creado por la desconfianza y el miedo, las miradas recelosas y furtivas, los saludos esbozados apenas, las conversaciones breves e insignificantes. Solitario encerrado en tierra cautiva, más solitario aún puesto que la presencia ajena multiplicaba a cada instante el aislamiento tal el eco bárbaro de un grito bajo una inmensa bóveda, podía considerar gozosamente el destierro como una cárcel, la cárcel como el camino de la libertad, la libertad como sola meta del hombre, único ser consciente —o a lo menos creerlo así— entre la multitud de compatriotas que se figuraban libres porque malvendían —y era un progreso— su mísera fuerza de trabajo, feriaban por decreto un día a la semana, procreaban regularmente hijos absurdos, discutían con extraña pasión acerca de la rodilla de un futbolista o el muslo herido de un matador de toros, toros ellos mismos y ni siquiera eso, mansos felices que hablaban con arrogancia de lo permitido y se permitían condenar lo condenado, triste rebaño de bueyes sin cencerro, pasto de aprovechados y de cínicos, pueblo heroico en su día —las rojas banderas desplegadas, el rostro fiero de los hombres puño en alto, aquel aire de música «qu’on ne pouvait pas entendre sans que le coeur battit et le sang fut en feu», ¿recordáis?— reducido al cabo de veinticinco años —¿cómo, dios mío?— a una vana sombra del pasado, a un retintín muerto, cuerpo somnoliento, quizá, que algún día despertaría.

Las reacciones provocadas por el incidente del balneario no tardaron en manifestarse: el día siguiente, mientras Antonio traducía un pasaje particularmente oscuro del libro de filosofía, comparecieron en su casa dos números de la guardia civil y le conminaron a seguirles al cuartelillo. Como la tarde de su llegada al pueblo, la gente se detenía a contemplarles en la calle y, desde la terraza de un café, alguno apostrofó: «Bien hecho. Que lo fusilen».

El ceño con que el teniente le aguardaba difería muy poco del de los policías que un año antes le habían golpeado en Jefatura y Antonio experimentó una sensación de alivio a la idea de que la comedia que mutuamente se representaba había terminado de una vez.

—Ramírez —dijo—. Hasta ahora habíamos guardado excesivos miramientos contigo; pero nuestra paciencia tiene un límite. Tu intervención de anoche ha desbordado el vaso: es un acto de gamberrismo que merece la repulsa de todas las personas bien nacidas. Si estás dispuesto a disculparte ante don Gonzalo…

—Por nada del mundo, teniente.

—En este caso tu estatuto cambia de cabo a rabo. A partir de hoy te presentarás a firmar dos veces por día y no pondrás los pies en ningún bar ni establecimiento público. Si me desobedeces lo lamentarás, ¿me oyes?

—Sí, teniente.

—Por lo pronto, te afeitas hoy mismo la barba o te la corto yo a mi manera. España no es Cuba y, si te apetece hacer el gallo, acabarás peor que el de Morón: sin cacareos ni plumas.

—Sí, teniente.

—Mis hombres no van a dejarte ni a sol ni a sombra de modo que, cuando quieras chulear, ya sabes la que te espera. De la cara que te ponemos no te reconoce ni tu madre.

Se había despedido con un ademán brusco pero, mientras atravesaba el patio de la casa-cuartel, le hizo llamar de nuevo por el cabo:

—Esto no es todo, Ramírez. Quiero que sepas que el hecho ha trascendido y el pueblo juzga tu actitud severamente. Si alguna persona te busca las pulgas nosotros no podemos intervenir.

—¿Es una amenaza?

—Tómalo como tú quieras.

De regreso al pueblo entró en la primera peluquería. La barba no le importaba ya a partir del instante en que la cárcel le imponía otra vez sus límites y le devolvía su condición de hombre libre en medio de aquella vasta prisión atenuada. Fermín había recibido órdenes de no saludarle y, cuando se cruzaban casualmente en la calle, se limitaba a sonreírle. Mañana y tarde Antonio se presentaba a firmar en la casa-cuartel y, en los ratos de ocio que le dejaban sus traducciones, cogía la bicicleta y se iba a soñar a alguna playa, dichoso de perderse por unas horas en el hosco rumor de las olas que, con refinados arabescos de encaje, embestían contra la arena.

En uno de estos paseos sin rumbo, poco antes de Navidad, continuó por veredas y trochas camino de la Calabardina. Esperando los atunes que costeaban en primavera, la almadraba había sido desarmada y boyas, cadenas, anclas, rezones reposaban en la chanca y depósitos del Consorcio tan decorativos e inútiles como los consabidos hombres sin trabajo, las mujeres enlutadas y graves, los niños oscuros y tristes. El amortiguado sol invernal reverberaba sobre las chozas de los pescadores y, sentado en el cantil, al otro extremo del golfo, Antonio contempló con aprensiva nostalgia el surco arado por las pesqueras en la superficie del mar y absorto ya en una melancolía quieta, emocionado y ausente a la vez, los cascos de las embarcaciones varadas en la playa, como exangües delfines sin vida. Por una razón ignorada el corazón le latía con fuerza y, al incorporarse, había lágrimas en sus ojos.

En el trayecto de retorno —por los mismos senderos y atajos, a fin de evitar el encuentro con los civiles— le salió al paso un individuo menudo que parecía aguardarle en un recodo del camino, medio oculto entre las chumberas.

—Salud, camarada —dijo—. ¿Me reconoces?

El pelo cano e hirsuto, los ojos como tizones, la barbilla salida, le resultaban vagamente familiares. Antonio vaciló antes de responder:

—No sé. Ahora no caigo.

—Soy el Morillo, compañero de armas de tu padre.

Una pena de muerte conmutada a última hora, quince años de cárcel, amarguras y humillaciones habían hecho del ex responsable del Comité del pueblo un hombre viejo y gastado, convertido, como tantos otros de la ancha geografía española, en una desdibujada sombra de sí mismo.

—Hacía tiempo que quería hablar contigo, camarada. Te había escrito unas letras dándote cita a medianoche en las ruinas del castillo, pero tú no fuiste.

—Nunca las recibí —dijo Antonio.

—Ha llegado el momento de actuar. El país entero está dispuesto a levantarse y espera tan sólo nuestra iniciativa… Cuando recibamos la orden los patriotas debemos subir al monte con el nueve largo, ¿me oyes?

—Sí.

—En cada barrio se ha creado un Comité para la compra de fusiles y ametralladoras. Ayer noche pasó un submarino de los nuestros con un mensaje en clave… En cuanto suene la hora te avisaré. Entre tanto, silencio y, sobre todo, mucha pupila.

Lo dejó, abandonado a su delirio sombrío, y volvió al pueblo. Faltaba poco ya para que la condena le cumpliera y Antonio pensaba con inquietud en el mundo ambiguo que le acechaba al cabo, en las solicitaciones tentadoras de un universo aparentemente venturoso y tranquilo. Hubiera querido retirar su apuesta del juego pero, aunque metamorfoseado, el juego continuaba y, como en el balneario, ante los futuros don Gonzalo que encontrara en el camino, sabía, y era una certidumbre honda emboscada en su pecho como un ave de presa que, algo más fuerte que él, le obligaba, le obligaría siempre, a apostar de nuevo.

Inesperadamente un automóvil irrumpió en el jardín. Estabais sentados los tres en la galería y las copias dactilografiadas del diario de vigilancia cubrían la alfombra de esparto sobre la que unas horas antes la muchacha os había servido el café. Dolores se incorporó dando un suspiro.

El atardecer orlaba la montaña de un resplandor rojizo y los eucaliptos mantenían sus hojas plateadas en vertiginosa quietud. Golondrinas veloces surcaban el aire inmóvil rozando el alero del tejado con sus agudos picos. El azul del mar desleía en el cielo su marchita y menguada vitalidad.

El coche se había detenido junto al mirador tras sortear hábilmente los juguetes esparcidos sobre la grava y Ricardo, Paco y Artigas se apearon con una expresión de cansancio unánime e infinito. A gritos anunciaron su decisión de tomar un baño. Los vestigios de una noche en vela marcaban perceptiblemente sus rasgos y, mientras subían por el sendero que llevaba al estanque, Paco ejecutó un brillante número de estriptís. Los perros le escoltaban ladrando elásticos y flexibles.

Resolvisteis bañaros también. Dolores fue a buscar sus sobrinos a casa de los masoveros y Antonio y tú os desvestísteis en la galería, silenciosos por fin al cabo de tantas horas de charla. La imagen de lo pasado que poco a poco se precisaba ante ti presentaba numerosas lagunas difíciles de colmar y una comezón desagradable te invadía, como la angustia del trabajo ejecutado sólo a medias. Algo importante, tal vez, se escurría con agilidad entre tus dedos y tus esfuerzos por apresarlo se perdían en el vacío. Antes de salir al jardín bebiste un sorbo helado de Fefiñanes.

Tus amigos se habían zambullido en el agua verde y sus cabezas emergían risueñas sobre las piedras erizadas del borde. Aguardaste a Dolores tendido en la solanera, absorto en la densa quietud del crepúsculo. El sol acababa de desaparecer tras la montaña y un último rayo bermejo agonizaba entre las ramas de los alcornoques.

—En Barcelona ha hecho un calor siniestro —decía Artigas.

—Treinta y ocho grados a la sombra.

—En la plaza de España han detenido a una inglesa en paños menores.

—No era una inglesa —puntualizó Paco—. Era un inglés.

—Tú, cada día más maricón.

—No soy maricón —protestó él—. Soy un hiposexual.

—Para mí es lo mismo —dijo Artigas—. To be or not to be.

—A propósito —cortó Antonio—. ¿Qué se ha hecho de las danesas?

—Ricardo las invitó a cenar ayer noche. Pregúntaselo a él.

—No es verdad. El pagano fuiste tú.

—Uno u otro, en cualquier caso comen como limas —dijo Dolores—. ¿Os fijasteis cómo rebañaron los platos?

—Dinamarca es un país subdesarrollado, ¿no lo sabíais? —Paco apuntaba con el dedo hacia Antonio—: Tú, el economista… ¿Qué me dices del milagro español?

Era balsámico abandonarse al contacto del agua tibia, extender moroso los brazos, flotar con la vista perdida en el cielo descolorido y sin nubes. Ricardo, Artigas y Paco habían venido a pasar el fin de semana contigo y, gracias a su ayuda, confiabas en avanzar un paso más en el conocimiento y comprensión de los hechos. Tu vida se reducía ahora a un solitario combate con los fantasmas del pasado y del resultado de la lucha dependía —lo sabías— la liquidación de la hipoteca que pesaba sobre tu angosto y casual porvenir.

Consciente del peligro, caminabas con paso resuelto hacia el aleatorio desastre.