Capítulo 30

El chófer dijo que podía llevarle perfectamente hasta la puerta de la montaña, una distancia considerable colina arriba y excesiva para que la salvara a pie un anciano. Al tiempo reparaba en el fuerte sol en un cielo sin nubes; pero Honda se negó y le encargó que le aguardara en la puerta inferior. Tenía que experimentar por sí mismo los sufrimientos de Kiyoaki sesenta años atrás.

Apoyado en su bastón, miró hacia abajo desde la puerta, dando la espalda a la sombra atrayente de su interior.

El zumbido de las chicharras y de los grillos llenaban el aire. Aquella quietud se entrelazaba con el rumor de los coches de la carretera de Tenri, más allá de los campos de labor. En la carretera que se extendía ante él no había coches. Sus cunetas estaban cuidadosamente cubiertas por gravilla blanca.

La serenidad de la planicie de Yamato era la que siempre había sido. Se prolongaba llana como el mundo del hombre. Obitoké refulgía en la distancia, con sus tejados como conchas de moluscos. Un rastro de humo se alzaba por encima. Quizás había ahora allí pequeñas fábricas.

La posada en donde Kiyoaki había yacido enfermo se hallaba al pie de un talud de lajas que probablemente aún existiría en la aldea; pero juzgó que sería inútil buscar aquella posada.

Un inacabable cielo azul se extendía sobre la aldea y la planicie. Unas nubes arrastraban jirones de blanco satén como espejismos de las colinas más lejanas y envueltas en la niebla. Sus trazos superiores se recortaban en el cielo con una belleza clara y estatuaria.

Honda se puso en cuclillas, abrumado por el calor y la fatiga. Sentía como si la luz maligna de las aguzadas briznas de la hierba estival apuñalara sus ojos. Advirtió cómo percibía aquel decaer una mosca que le había rozado en la nariz.

Con la mirada censuró al chófer que había salido del coche y, preocupado, se dirigía hacia él.

En realidad comenzaba a dudar de que pudiese llegar a la puerta de la montaña. Le dolían la espalda y el estómago. Rechazó con la mano al chófer y cruzó la puerta, resuelto a aparecer en buena forma mientras el hombre le observara. Jadeante, ayudado por las curvas, consiguió ascender por la pina carretera cubierta de grava. Con el rabillo del ojo izquierdo captó el amarillo brillante del musgo, como una enfermedad, sobre el tronco de un níspero; y a su derecha, las campanillas de color lavándula de los rapónchigos que habían perdido casi todos sus pétalos.

Las sombras que por delante de él cortaban el camino poseían una especie de mística quietud. La pendiente carretera, que con las lluvias se convertiría en lecho de un río, refulgía en donde la alcanzaba el sol como un afloramiento mineral y murmuraba con la frescura de sus sombras. Había una razón para que existieran las sombras pero Honda dudaba de que los mismos árboles fuesen tal razón.

Se preguntó a sí mismo y a su bastón en qué sombra podría descansar. La cuarta sombra, ya invisible desde el coche, le invitaba silenciosamente. Al llegar, se sentó, casi abatido, sobre la raíz de un castaño.

En el principio», pensó Honda como si de una indiscutida realidad se tratase, «se decidió que en este día y en este momento yo descansaría a la sombra de este árbol».

El sudor y los zumbidos de los insectos, olvidados mientras caminaba, retornaron al sentarse. Oprimió su frente contra el bastón. La presión del mango de plata ahogó el dolor que palpitaba en su estómago y en su espalda.

El médico le había dicho que tenía un tumor en el páncreas. Sonriente, había aclarado que era benigno. Sonriente, benigno. Prolongar esperanzas con tales palabras era hollar el orgullo de un hombre que había vivido ochenta y un años. Honda pensó en rechazar la intervención quirúrgica a su regreso a Tokio. Si procedía así el médico indudablemente ejercería presión sobre los «parientes próximos». Ya había caído en la trampa. Cayó en una trampa al nacer en este mundo y no debería haber otra trampa aguardándole al final del camino. Debía burlarse de todo aquello, pensó Honda. Debía simular que alentaba esperanzas. El chivo del sacrificio en la India siguió pugnando hasta que cayó su cabeza.

Como ya no tenía clavados en él los ojos del molesto supervisor, Honda se apoyó en su bastón y se tambaleó extravagantemente mientras remontaba la cuesta. Empezó a sentir como si estuviese bromeando. El dolor le abandonó y sus pasos cobraron más viveza.

El olor en la hierba estival penetraba el aire. A lo largo del camino se espesaban los pinos. Apoyado en su bastón, alzó los ojos al cielo. Bajo la intensa luz del sol entre las ramas gruesas, resaltaban unas sobre otras las escamas de las pinas. Alcanzó a su izquierda un abandonado campo de té, cubierto de telarañas y enredaderas.

Más adelante había franjas de sombra. Las más próximas eran como las tablillas de una persiana rota. Las más lejanas, muy oscuras, como brazaletes de luto, se congregaban en grupos de tres o cuatro.

Sobre el camino había caído una gran pina. Con el pretexto de recogerla se sentó en la raíz de un gigantesco pino. Su estómago le ardía pesada y dolorosamente. La fatiga, incapaz de hallar un alivio, le doblaba como un alambre mohoso. Jugueteó con la pina, completamente abierta y seca y las escamas de color de té opusieron una firme resistencia a sus dedos. Las comelinas moteaban el suelo, el sol marchitaba sus pétalos, delicadas manchas de un pálido verdipúrpura entre hojas como alas de golondrinas jóvenes. El gran pino contra el que se apoyaba, el verdeceledón del cielo arriba, las nubes como despojos de una escoba, todo era amenazadoramente seco.

Honda no pudo identificar los cantos de insectos que llenaban el aire. Un sonido como el zumbido bajo de todos los insectos, un sonido como el rechinar de dientes en una pesadilla, un sonido como el vago resonar contra las costillas.

Se alzó de nuevo y de nuevo se preguntó si llegaría a la puerta de la montaña. Caminando, sólo podía contar ya el número de sombras que tenía por delante. ¿Cuántas más podría cruzar bajo la violencia del calor y el tormento de la pendiente? Pero ya había pasado tres desde que empezó a contar. Una sombra se tendía tan sólo hasta la mitad del camino. ¿Debería contarla como sombra completa o tan sólo como media sombra?

En donde el camino se desviaba suavemente hacia la izquierda había bosquecillos de bambúes. Eran como caseríos en el mundo del hombre. Las delicadas hojas jóvenes se apretaban unas contra otras, algunas tan claras como espárragos, otras negras con una malicia y perversidad intensas.

Al sentarse una vez más y enjugarse el sudor vio una mariposa, la primera. Era un esbozo en la distancia. Al aproximarse distinguió el cobalto intenso que adornaba el rojo de las alas.

Llegó a un marjal. Descansó bajo el intenso verde de un castaño que crecía en la orilla. No corría un soplo de aire. Un pino seco había caído como un puente sobre una esquina del marjal verdiamarillento cuya superficie sólo quebraban los rastros de los zapateros. En torno de éstos se agitaban minúsculas ondas que alteraban el turbio reflejo azul del cielo. El árbol seco era de un color pardo rojizo hasta la punta de sus acículas. Apoyado al parecer sobre ramas en el fondo del marjal, el tronco se hallaba fuera del agua, rojo enmohecido en un mar de verde, todavía intacta su forma originaria. Sin duda seguía siendo un pino.

Se puso en marcha otra vez, como si siguiera a la mariposa que partió alegremente de las hierbas sin penacho y los almorijos. El verde sin lustre de los cipreses que crecían al otro lado del marjal se extendió también a esta orilla. Poco a poco las sombras se espesaban.

Sentía el sudor que se filtraba a través de su camisa y empapaba la chaqueta de su traje. No podía estar seguro de si se trataba de un sudor sano, obra del calor, o de un sudor frío y aceitoso. En cualquier caso nunca había sudado tanto desde que llegó a la vejez.

En donde los cipreses daban paso a un bosquecillo de cedros japoneses se alzaba un solitario árbol nemu. Los blandos racimos de hojas entre las duras agujas de los cedros eran como espectros, como un sueño en la tarde. Le hicieron pensar en Tailandia. Una mariposa blanca que procedía del nemu le precedió en su camino.

La carretera era ahora más pina. La puerta de la montaña estaría cerca. Los cedros japoneses se espesaron y entre ellos vino una fresca brisa. Ahora era fácil caminar. Las franjas que cruzaban la carretera habían sido hasta ahora las sombras de los árboles. Ahora eran trechos soleados.

La mariposa se abrió paso titubeante entre la negrura de los cedros japoneses. Trazó una línea baja sobre helechos que brillaban líquidamente hasta llegar al interior de la oscura puerta. Por alguna razón, pensó Honda, las mariposas de los alrededores siempre volaban muy cerca del suelo.

Franqueó la puerta negra. Más allá estaba la puerta de la montaña. Así que por fin se hallaba en el Gesshûji. Había vivido estos sesenta años sólo para volver.

Contemplando el pino de forma de proa que servía para detener los vehículos, a Honda le resultó difícil creer que estaba allí. Se sintió extrañamente aliviado, incluso sin deseo de llegar a su destino. Se detuvo ante una columna de la puerta a la que flanqueaban dos puertas inferiores y mucho más pequeñas. En las tejas del caballete aparecían estampados crisantemos de dieciséis pétalos. En la columna de la izquierda un cartel de trazos nítidos y femeninos identificaba el templo como el Gesshûji, bajo la protección de la Casa Imperial. En la de la derecha una tenue inscripción en relieve anunciaba: «Paz en la Tierra. Dentro se guarda el Texto de la Recitación Imperial del Prajñâparamitâ-sûtra. Una Fortaleza de la Ley de Su Benigna Majestad».

Había cinco bandas en el muro de adobe color de huevo para indicar el elevado rango del templo. Sobre un espacio cubierto de gravilla amarillenta unos estriberones escaqueados llevaban hasta la entrada. Honda los contó con su bastón y cuando llegó a noventa se halló ante las puertas cerradas. En el esconce de la manija su mano tocó un crisantemo y nubes recortadas de papel blanco.

El rincón más escondido del interior volvió a él. Permaneció inmóvil, olvidando anunciar su llegada. Sesenta años atrás el joven Honda se había hallado en este mismo umbral, ante esta misma puerta. En todos esos años el papel habría sido cambiado un centenar de veces pero una superficie blanca y clara le cerraba el camino ahora como en aquel frío día de primavera. Aunque las vetas de la madera parecían resaltar un poco más, mostraba leve huella del desgaste de los vientos y de las nieves. Sólo había transcurrido un instante.

Enfermo en la posada de Obitoké, Kiyoaki lo había esperado todo en este viaje al Gesshûji. Febril, seguiría aguardando el retorno de Honda. ¿Y qué pensaría cuando viese que en aquel instante Honda se había convertido en un anciano encorvado e inmóvil?

Acudió a recibirle un criado de camisa de cuello abierto, que probablemente había cumplido ya los sesenta. Le ayudó a salvar el último y elevado escalón y le precedió por una serie de estancias hasta llegar al salón principal. El hombre le dijo cortésmente que habían recibido su carta, se refirió a su contenido y le condujo hasta un cojín colocado con precisión geométrica sobre una esterilla de orla floreada, blanco sobre negro. No recordaba las habitaciones de seis décadas atrás.

En el pergamino del nicho, al estilo de Sesshû, un dragón se contraía y retorcía entre nubes borrascosas. Abajo había un ramillete delicadamente formado por claveles silvestres. Una vieja bonzesa de blanco kimono de crepé de algodón y un obi blanco trajo en una bandeja rebordeada dulces rojos y blancos y té frío. A través de las puertas abiertas llegaba el verde del jardín. Había una espesura de arces y tuyas, más allá una blanca galería y nada más.

El criado hablaba de esto y de aquello y transcurría el tiempo. Honda permanecía sentado y silencioso recibiendo la brisa. El sudor y el dolor le habían abandonado. Sintió que había llegado el rescate.

Se hallaba en una sala del Gesshûji que había creído que sería imposible visitar. La cercanía de la muerte había propiciado su visita, le había liberado del peso que le retenía en las profundidades de la existencia. Era incluso un consuelo pensar, tras la ligera placidez que le había aportado la pugna con la colina, que a Kiyoaki, pugnando contra la enfermedad al ascender por el mismo camino, le habían crecido alas con las que remontarse a través de la negativa que le aguardaba.

El chillido de las chicharras subsistía en sus oídos pero aquí en la penumbra era fresco, como el eco moribundo de una campana. El viejo seguía hablando pero no volvió a aludir a la carta. Honda no pudo evitar preguntarse si vería a la abadesa.

Empezó a temer que el transcurso vacío de los momentos fuese una forma circunspecta de informarle que la abadesa no le recibiría. Quizás el viejo criado había visto el artículo en el semanario. Tal vez le había aconsejado que alegara hallarse indispuesta.

Aunque consciente de su culpa, a Honda no le acobardaba verla. Sin el crimen y la culpa y la muerte no hubiera tenido valor para aquella ascensión. Ahora advertía que el escándalo le había dado su primera y oscura incitación. El suicidio frustrado de Tôru, su ceguera, la enfermedad de Honda, el embarazo de Kinué, todo apuntaba en la misma dirección. Era cierto: se habían arracimado inmóviles y le habían empujado cuesta arriba por este camino abrasador. Sin ellos sólo podría haber contemplado el resplandor del Gesshûji desde una lejana cumbre.

Si, después de todo, la abadesa se negaba a recibirle por culpa del incidente, podría llamarlo destino. No la vería en esta vida. Pero se hallaba, sin embargo, seguro de que la contemplaría un día, aunque se le negara una cita en este último lugar, en esta última hora, en este mundo.

Para hacer soportable el paso del tiempo, una fría calma reemplazó a la agitación, una resignación al pesar.

La vieja bonzesa reapareció y murmuró algo al oído del criado.

—Su Reverencia nos ha informado que está dispuesta a verle —dijo con acento de la región occidental—. Acompáñeme, por favor.

Honda deseaba dar crédito a sus oídos.

La luz verdosa del jardín septentrional era demasiado fuerte y por un momento no lo reconoció. Pero fue allí en donde sesenta años atrás le recibió la predecesora de la abadesa.

Recordó el brillante desfile de las estaciones en el biombo de entonces. Había sido sustituido por un sencillo biombo de juncos entretejidos. Más allá de la galería brillaba el verde de un pequeño jardín de té, rebosante del zumbido de las chicharras. Tras una profusión de matas de arce, ciruelos y plantas de té, asomaban los rojos capullos de un oleandro. La luz estival caía violentamente sobre los blancos brotes de un bambú enano entre los estriberones, repitiendo la blanca luz del cielo sobre las colinas boscosas.

Un aleteo pareció casi golpear el muro. Un gorrión vino de la galería y volvió hacia allá mientras su sombra se agitaba sobre la blanca pared.

Se abrió deslizándose la puerta de las estancias interiores. Precedida por una novicia vestida de blanco, la vieja abadesa apareció ante Honda, que había unido sus rodillas ceremoniosamente. La pálida figura de blanco kimono y un manto de intenso color púrpura tenía que ser Satoko, ahora con ochenta y tres años.

Honda sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Se sentía sin fuerza para alzar la mirada.

Se situó frente a él, al otro lado de la mesa. La nariz era la misma, finamente cincelada, de aquellos años y los ojos poseían la misma belleza de aquellos ojos. Satoko había cambiado profundamente pero con una sola mirada supo que era Satoko. La lozanía de la juventud, en un salto de sesenta años, se había trocado en el extremo de la edad, Satoko había esquivado el viaje a través del mundo tétrico. Una persona que cruza el puente de un jardín de la sombra al sol puede parecer que cambia de cara. Si la cara joven y bella era la cara en la sombra, tal, no más, era el cambio a la cara vieja y bella ahora al sol. Recordó que al salir del hotel las caras de Kioto le habían parecido claras y morenas bajo las sombrillas y cómo era posible adivinar la calidad de la belleza de la claridad y de la oscuridad.

Para Honda habían transcurrido sesenta años. ¿Habrían sido para Satoko el tiempo que lleva cruzar el puente de un jardín desde la sombra al sol?

La edad había corrido en dirección no de la decadencia sino de la purificación. La piel parecía resplandecer con una luz inmóvil; la belleza de los ojos era más clara y brillaba como a través de una pátina. La edad había cristalizado en una perfecta joya. Fría aunque diáfana, de contornos suaves aunque dura, y los labios continuaban humedecidos. Había arrugas, profundas e innumerables, pero refulgían como si hubieran sido lavadas una a una. Existía algo brillantemente vigoroso en la diminuta y un tanto encorvada figura.

Ocultando sus lágrimas, Honda alzó los ojos.

—Ha sido muy amable viniendo —dijo plácidamente la abadesa.

—Fue descortés por mi parte presentarme sin advertencia pero agradezco su amabilidad al recibirme.

Como por encima de todo quería evitar la familiaridad, Honda se vio empleando el más afectado de los saludos. Le avergonzaba su voz vieja y cascada. Consiguió sobreponerse.

—Me dirigí a su criado. Me pregunto si tuvo la gentileza de mostrarle mi carta.

—Sí, la vi.

Surgió una pausa. La novicia aprovechó el momento para retirarse.

—Cómo vuelven los recuerdos. Como puede ver, soy tan viejo que no puedo tener la seguridad de pasar de esta noche.

Cobró valor del hecho de que ella hubiera leído su carta. Las palabras surgieron con más felicidad.

La abadesa rió y pareció inclinarse suavemente.

—Su interesante carta parecía casi demasiado ansiosa —como el criado, hablaba el dialecto de la región occidental—. Juzgué que debía existir algún sagrado lazo entre nosotros.

Las últimas gotas de juventud saltaron dentro de Honda. Había retornado a aquel día de sesenta años atrás, cuando con ardor juvenil suplicó a la predecesora de la abadesa. Abandonó su reserva.

—Su reverenda predecesora no me permitió verla cuando llegué con la última súplica de Kiyoaki. Así tenía que ser pero me enfurecí. Después de todo Kiyoaki Matsugae era mi más querido amigo.

—Kiyoaki Matsugae. ¿Quién pudo haber sido?

Honda la miró sorprendido.

Cabía que fuese dura de oído pero no parecía posible que no le hubiese comprendido. Sin embargo las palabras de ella se hallaban tan fuera de lugar que sólo cabía creer que le había entendido mal.

—¿Cómo ha dicho? —deseaba que las repitiera.

Y no hubo rastro de disimulo en la repetición de sus palabras. En cambio en sus ojos había una especie de curiosidad juvenil y bajo ellos una serena sonrisa.

—¿Quién pudo haber sido?

Honda advirtió que deseaba que le hablara de Kiyoaki. Escrupulosamente cortés, le refirió sus recuerdos del amor de Kiyoaki y su triste conclusión.

La abadesa permaneció sentada inmóvil durante todo el largo relato, con una sonrisa siempre en los labios. Ocasionalmente asentía. Escuchaba con atención incluso cuando con elegancia tomó el refrigerio que le trajo la bonzesa vieja.

Tranquilamente, con un tinte de emoción, dijo:

—Ha sido una historia muy interesante pero por desgracia yo no conocí al señor Matsugae. Temo que me ha confundido con otra persona.

—¿Pero no se llama Sotoko Ayakura? —dijo tosiendo en el apremio de sus palabras.

—Ése era mi nombre en el mundo.

—Entonces tiene que haber conocido a Kiyoaki —estaba irritado.

No podía ser un olvido sino una descarada mentira. Sabía que la abadesa poseía razones para fingir ignorancia; pero una mujer lejos del mundo vulgar, de su venerable estado, que mintiera así tan abiertamente daba pie a que se dudara de la hondura de sus convicciones. Si todavía llevaba consigo la hipocresía de aquel otro mundo entonces cabía dudar de la validez de su conversión cuando penetró en éste. Los sueños de sesenta años parecieron traicionados en aquel instante.

Su insistencia pasó del límite de lo razonable pero ella no pareció ofenderse. Pese a todo el calor su manto púrpura estaba frío. Sus ojos y su voz siempre bella se mostraban serenos.

—No, señor Honda, No he olvidado ninguna de las gracias que fueron mías en el otro mundo. Pero temo que jamás oí el nombre de Kiyoaki Matsugae. ¿No será, señor Honda, que jamás existió tal persona? Usted parece convencido de que existió. ¿Pero no será que, desde el principio y en parte alguna, existió semejante persona? No podía dejar de pensarlo mientras le escuchaba.

—¿Por qué entonces nos conocemos? Y los Ayakura y los Matsugae deben conservar sus archivos familiares.

—Sí, tales documentos pueden resolver problemas en el otro mundo. ¿Pero conoció usted realmente a una persona llamada Kiyoaki? ¿Y puede decir con seguridad que nosotros dos nos vimos antes?

—Yo vine aquí hace sesenta años.

—La memoria es como un espejo espectral. A veces muestra cosas demasiado lejanas para ser vistas y a veces las revela como si estuviera aquí.

—Pero si desde el principio no existió Kiyoaki…

Honda vacilaba en la niebla. Su cita allí con la abadesa le parecía medio soñada. Hablaba muy alto como para recobrar el yo que desaparecía como se esfuma el vaho de una bandeja de laca.

—Si no existió Kiyoaki, entonces tampoco existió Isao. Ni existió Ying Chan y quién sabe, quizás tampoco yo haya existido.

Por primera vez había fortaleza en los ojos de ella.

—Eso también es como es en cada corazón.

Siguió un largo silencio. La abadesa batió palmas suavemente. Apareció la novicia y se arrodilló en el umbral.

—El señor Honda ha sido muy amable al venir hasta aquí. Creo que debería mostrarle el jardín meridional. Yo le llevaré.

La novicia le tomó de la mano. Honda se alzó como si unos hilos hubieran tirado de él y las siguió a través de las oscuras estancias.

La novicia abrió una puerta deslizante y le condujo hasta la galería. Ante él tenía el ancho jardín meridional.

El césped, con las colinas detrás, resplandecía bajo el sol estival.

—Esta mañana llegaron los cuclillos —dijo la novicia.

En la espesura tras el césped predominaban los arces. Una puerta entretejida conducía a las colinas. Algunos de los arces estaban rojos, incluso ahora en verano, llameantes entre el verde. Sobre el césped surgían dispersos estriberones y entre ellos florecían tímidamente los claveles silvestres. A la izquierda, en un rincón, había un pozo y una polea. Sobre el césped un taburete de cerámica parecía tan caliente que con seguridad se quemaría quien pretendiera sentarse allí. Nubes de verano alzaban sus vertiginosos hombros sobre las verdes colinas.

Era un jardín resplandeciente y recoleto, sin rasgos de relieve. Como un rosario desgranado entre los dedos, el chillido estridente de las chicharras mantuvo su fuerza.

No había otro sonido. El jardín se hallaba vacío. Había llegado, pensó Honda, a un lugar sin recuerdos, sin nada.

El sol estival del mediodía caía sobre el jardín inanimado.

25 de noviembre de 1970