Capítulo 28

Extrañamente Tôru se presentó ante Honda para formularle una petición. Quería que le prestara el diario de Kiyoaki.

A Honda no le gustaba dejárselo pero aún le gustaba menos no dejárselo.

Se lo dejó por dos o tres días. Se convirtieron en una semana. La mañana del veintiocho, cuando había decidido recuperarlo, le sobresaltó el griterío de las criadas. En su dormitorio, Tôru se había envenenado.

Como estaba concluyendo el año, no pudieron localizar al médico de cabecera. Honda hubo de correr el riesgo de la publicidad y llamar a una ambulancia. Había un muro de curiosos cuando llegó aullando la ambulancia. Ansiaban otro escándalo de la casa que ya les había proporcionado uno.

Tôru seguía en coma y experimentaba convulsiones pero su vida no se hallaba en peligro. Mas al recobrar el conocimiento sentía intensos dolores en los ojos. Ambos habían sido afectados y llegó a perder totalmente la vista. El veneno había atacado la retina, lesionada sin esperanza alguna de recuperación.

El veneno era alcohol industrial de madera, robado aprovechando la confusión del final del año de una fábrica que pertenecía al pariente de una de las criadas. La doncella, que obedecía en todo a Tôru, lloró e insistió en afirmar que no pensaba que se lo tomaría.

El ciego Tôru apenas dijo nada. Tras el Año Nuevo, Honda le preguntó por el diario.

—Lo quemé antes de tomar el veneno —replicó concisamente.

Su respuesta cuando le pidió una explicación fue muy atinada.

—Porque yo nunca sueño.

Mientras sucedía todo esto Honda solicitó la ayuda de Keiko en diferente número de ocasiones. Había algo extraño en ella. Era como si sólo Keiko conociera los motivos del suicidio frustrado.

—Tiene el doble de orgullo que la mayoría de los muchachos. Creo que lo hizo para demostrar que es un genio.

Cuando le acosó con preguntas ella reconoció que se lo había contado todo en su fiesta de Navidad. Afirmó que había procedido así en nombre de su amistad pero Honda repuso que no deseaba verla más. Así le anunció el final de una amistad que había durado más de veinte años.

La declaración de incapacidad fue revocada y ahora era el ciego Tôru quien precisaba tutela. Honda redactó una declaración ante notario y designó al tutor más fiable que pudo hallar.

Tôru abandonó la Universidad, se encerró en la casa y sólo hablaba con Kinué. Las criadas fueron despedidas y Honda contrató a una mujer que tenía experiencia como enfermera. Tôru pasaba la mayor parte del día en el pabellón de Kinué. A lo largo de la jornada podía escucharse a través de las puertas la voz suave de Kinué. Tôru no parecía molestarse en responder.

Quedó atrás su cumpleaños el veinte de marzo. No mostró indicios de ir a morir. Aprendió a leer en Braille. Cuando se hallaba sólo, escuchaba discos. Era capaz de reconocer a los pájaros por sus cantos. Un día, tras un larguísimo silencio, habló a Honda. Le pidió autorización para casarse con Kinué. Aun sabedor de que su locura era hereditaria, Honda otorgó su permiso inmediatamente.

La decadencia progresaba, los signos del final aparecían quedamente. Como los pelos que le cosquilleaban en el cuello cuando volvía de la peluquería, la muerte, olvidada la mayor parte del tiempo, llegaría cosquilleando al recordar. A Honda le parecía extraño que a pesar de haber hecho todos los preparativos para recibirla, la muerte no llegara.

Durante aquellos días Honda había sido consciente de una cierta pesadez en la zona del estómago pero, contra lo que hubiera podido esperarse del antiguo Honda, no se apresuró a ir al médico. Éste diagnosticó las molestias como indigestión. Siguió teniendo poco apetito después del Año Nuevo. Mas él no era hombre para considerar esta circunstancia como resultado exclusivo de las preocupaciones ni para estimar la demacración como una consecuencia de la angustia mental.

Pero había llegado a parecerle que no existía distinción entre el dolor del espíritu y el dolor de la carne. ¿Cuál era la diferencia entre la humillación y una próstata inflamada? ¿Entre las congojas de la pena y una neumonía? La senilidad constituía una verdadera dolencia tanto del espíritu como de la carne y el hecho de que la senilidad fuese una enfermedad incurable significaba que la existencia era una enfermedad incurable. Se trataba de una enfermedad que nada tenía que ver con las teorías existencialistas, la propia carne era la enfermedad en la que se hallaba latente la muerte.

Si la causa de la decadencia era enfermedad, entonces la causa fundamental de aquélla, la carne, era enfermedad también. La esencia de la carne era su decadencia. Tenía un lugar en el tiempo para dar prueba de destrucción y de decadencia.

¿Por qué las gentes se tornaban por vez primera conscientes del hecho sólo cuando sobrevenía la vejez? ¿Por qué cuando zumbaba tenuemente el oído en el fugaz mediodía de la carne, la advertían sólo para olvidarla? ¿Por qué el atleta joven y sano, en la ducha tras el esfuerzo, cuando observa cómo las gotas de agua caen como granizo sobre su piel tersa, no ve que la pleamar de la propia vida es la más cruel de las enfermedades, una oscura hinchazón ambarina?

Para Honda ahora, la vida era senectud, la senectud era vida. Constituía un error el hecho de que estos dos sinónimos se calumniaran el uno al otro constantemente. Sólo ahora, ochenta y un años después de haber caído a este mundo, conocía Honda la esencia perversa en el meollo de cualquier placer.

Apareciendo ahora en este lado y luego en el otro de la voluntad humana, alzaba una niebla opaca, la defensa de la voluntad contra la afirmación cruel y terrible de que vida y senectud son sinónimos. La Historia sabía la verdad. La Historia era el producto más inhumano de la humanidad. Roía la totalidad de la voluntad humana y, como la diosa Kali en Calcuta, goteaba sangre de su boca mientras mordía y mascaba.

Somos el forraje para atiborrar algún buche. A su manera superficial, Imanishi, que murió en el fuego, fue consciente de ello. Para los dioses, para el destino, para la Historia, el único empeño humano que imita a los dos, resultaba prudente dejar al hombre inconsciente del hecho hasta que se hubiera hecho viejo.

¡Qué forraje había sido Honda! ¡Qué forraje insustancial, insípido y polvoriento! Negándose instintivamente a tornarse sabroso, ahora al final de todo deseaba perforar la boca de su devorador con los huesos insípidos de su conciencia; pero estaba seguro de fracasar.

Tôru se había quedado ciego tras su suicidio frustrado. Su vigésimo primer cumpleaños llegó y pasó. Honda ya no tenía más deseos de buscar posibles rastros dejados por la persona desconocida y muerta a los veinte años, que fuera la verdadera reencarnación. Si había existido semejante persona, muy bien. Honda carecía ya de energía para observar la vida de esa persona ni le hubiera convenido hacer el esfuerzo. Los movimientos de los cuerpos celestiales le habían dejado al margen. Por un pequeño error de cálculo habían conducido a Honda y a la reencarnación de Ying Chan a partes diferentes del Universo. Tres reencarnaciones habían ocupado la vida de Honda y después de trazar sus rastros de luz a través de ella (también esto había constituido un accidente muy improbable) habían partido en otro estallido de luz hacia un desconocido rincón de los cielos. Quizás en alguna parte, en algún tiempo, Honda se toparía con la centésima, la diezmilésima, la cien millonésima reencarnación.

No había prisa.

¿Por qué tener prisa? Ni siquiera sabía a dónde estaba llevándole su propio camino. A tal conclusión llegó Honda, un hombre que no sentía prisa por morir. Lo que había visto en Benarés era la indestructibilidad humana como esencia fundamental del universo. El otro mundo no yacía palpitante más allá del tiempo ni extendía resplandeciente más allá del espacio. Si morir significaba retornar a los cuatro elementos, disolverse en la entidad colectiva, entonces no había ley que determinara que el lugar del nacer y del renacer tuviera que hallarse aquí y no en otro punto. Fue un accidente, un accidente profundamente desprovisto de sentido el hecho de que los tres, Kiyoaki, Isao y Ying Chan hubiesen aparecido junto a Honda. Si un elemento en Honda poseía exactamente la misma cualidad que un elemento en el otro extremo del universo, una vez perdida la individualidad, no existía procedimiento de intercambio para que pudieran unirse deliberadamente a través del espacio y del tiempo. La partícula de aquí y la partícula de allá poseían precisamente la misma significación. No existía nada que impidiera que el Honda del próximo mundo existiera en el otro extremo del universo. Cuando se corta el hilo y las cuentas se dispersan sobre la mesa, son ensartadas en otro orden y, siempre que no hayan caído algunas cuentas de la mesa, la única regla indestructible es que su número debe ser el mismo de antes.

La Eternidad no cobra existencia porque yo piense que existo. A Honda se le antojaba ahora sólida desde un punto de vista matemático la doctrina budista. El yo era el orden de las cuentas determinado por el yo y en consecuencia carecía de validez.

Estos pensamientos y la casi imperceptible decadencia de la carne marchaban juntos como las ruedas de un carro. Todo estaba bien, resultaba incluso agradable, por así decirlo.

Hacia mayo empezó a sufrir dolores en el abdomen. Eran muy tenaces y a veces se prolongaban a la espalda. En la época en que aún veía a Keiko las dolencias surgían inevitablemente en la conversación. Él hablaba despreocupadamente de alguna enfermedad grave y entonces, con grandes aspavientos, ella procedía a su disección. Con un hiriente género de amabilidad mezclado a una tierna tendencia a la exageración, le atribuiría todos los términos médicos malignos que fuese capaz de concebir y él se encaminaría burlón hacia una clínica. Ahora que ya no veía a Keiko había perdido hasta un grado sorprendente este tipo de entusiástica inquietud. Los dolores que era capaz de soportar quedaban confiados a las atenciones de su masajista. Le cansaba incluso la idea de un médico.

Indudablemente el debilitamiento general y los rítmicos ataques del dolor dieron nuevos poderes a su pensamiento. Su cerebro envejecido había perdido toda capacidad para concentrarse, pero ahora retornaba e incluso cuando el dolor se mostraba agresivo, surgían para soportarlo otras facultades vitales diferentes de las puramente racionales. A los ochenta y un años Honda alcanzaba un reino maravilloso y misterioso que siempre le había estado vedado. Ahora sabía que una visión más amplia del mundo había de proceder más de la depresión física que de la inteligencia, más de un dolor sordo en las entrañas que de la razón, más de una pérdida del apetito que del análisis. La incorporación de un único y vago dolor de espalda a un mundo que había sido al ojo penetrante de la razón una estructura sutilmente trazada bastaba para que empezaran a aparecer grietas en las columnas y en las bóvedas, para que lo que había parecido dura roca resultara ser blanco corcho, para que lo que se le había antojado una forma sólida fuese una incipiente jalea.

Honda había logrado por sí mismo ese aguzamiento de los sentidos que tan pocos conseguían en este mundo y que le permitía vivir la muerte desde dentro. Cuando observaba retrospectivamente su vida desde su extremo, de una manera que no fuese un caminar por una superficie plana, esperando que reviviría lo que había declinado, tratando de creer que el dolor era pasajero, aferrándose ávidamente a la felicidad como a algo momentáneo, pensando que a los buenos ratos deben seguir los malos, viento en todos los altibajos, ascensiones y caídas, el terreno para sus propias perspectivas, entonces todo se situaba en su lugar, todo se afirmaba y la marcha hacia el final se conformaba a un orden. Desaparecía la frontera entre hombre y objeto. El portentoso edificio de diez pisos al estilo americano y los frágiles seres humanos que caminaban por debajo poseían como una condición la de sobrevivir a Honda pero como condición de igual importancia la de que caerían como el arrayán tan bárbaramente arrancado. Honda ya no tenía motivo para compadecerse y había perdido la imaginación que suscita la compasión. La pérdida había sido fácil porque él siempre se había mostrado escaso de imaginación.

La razón aún funcionaba pero se hallaba congelada. La belleza se había convertido en un espectro.

Y él perdió la más grande enfermedad del espíritu, la de querer y proyectar. En un sentido que era la gran liberación proporcionada por el dolor.

Honda escuchaba el parloteo que envuelve el mundo como polvillo de oro. Afirmaciones condicionadas, que reivindican ruidosamente una residencia permanente.

—Abuelo, iremos a un balneario cuando te sientas mejor. ¿Te gustaría Yumoto o profieres Ikaho?

—Tomaremos una copa cuando se firme el contrato.

—Vamos.

—¿Es cierto que es un buen momento para invertir en Bolsa?

—¿Podré comerme yo sólo toda una caja de bollos de crema cuando sea mayor?

—Iremos a Europa el año que viene.

—En tres años y con lo que ahorre podré comprarme una lancha.

—No puedo morir hasta que él crezca.

—Me jubilaré, construiremos una casa de apartamentos y disfrutaremos de una vejez tranquila.

—¿Pasado mañana a las tres? No sé si podré o no. No, tienes que creerme, no me es posible. Si quieres, diremos que irás si te viene bien.

—El año que viene tendremos que comprar un nuevo acondicionador de aire.

—Es un verdadero problema. ¿No podemos al menos reducir nuestros gastos de diversiones del año próximo?

—Dicen que a los veinte puedes disfrutar tanto como quieras del tabaco y del alcohol.

—Gracias. Muy amable. El próximo martes por la tarde, a las seis.

—Ésa es la cuestión. Así son las cosas. Aguarda dos o tres días y empezará a rondarte avergonzado para pedirte disculpas.

—Adiós. Ya te veré mañana.

Todos zorros, caminando por el Sendero de los Zorros. El cazador no tenía más que aguardar en la espesura.

A Honda le parecía que él era un zorro con los ojos de un cazador, caminando por el Sendero de los Zorros, aun sabiendo que sería capturado.

Se acercaban el verano y la sazón.

A mediados de julio Honda se decidió por fin a acudir al Instituto de Investigaciones del Cáncer.

El día antes del fijado para la cita y contra su costumbre echó un vistazo a la televisión. Era una tarde soleada, las lluvias estivales acababan de concluir. En la pantalla apareció una piscina. En el azul desagradablemente artificial del agua unos jóvenes se salpicaban, saltaban y nadaban.

¡El tenue y fugaz rastro de la carne bella!

Rechazar la carne, verla como esqueletos luciéndose junto a una piscina bajo el sol de verano era ordinario, romo. Cualquiera podía hacerlo. Cualquiera podía rechazar la vida, ver al través los huesos bajo la superficie juvenil. La más mediocre de las personas era capaz de eso.

¿Qué desquite podía haber en tal acción? Honda concluiría su vida sin haber experimentado los sentimientos del poseedor de carne bella. ¡Si durante un solo mes pudiera vivir en su seno! Debería haberlo intentado. ¿Cómo sería vestir semejante envoltura? Ver desplomarse a la gente ante ella. Cuando la admiración dejara de ser gentil y dócil para transformarse en adoración lunática, se convertiría en un tormento para el poseedor. En el delirio y en el tormento radicaba la verdadera santidad. Lo que Honda no había conocido había sido el sendero umbrío y estrecho a través de la carne hasta la santidad. Recorrerlo era desde luego privilegio de unos pocos.

Mañana sufriría un profundo reconocimiento. Ignoraba cuáles serían los resultados. Al menos debería hallarse limpio. Hizo que le prepararan el baño antes de la cena.

El ama de llaves de mediana edad, que había sido enfermera y a la que contrató sin consultar con Tôru, era una mujer desgraciada, que había enviudado dos veces pero que constituía un modelo de amabilidad y de atenciones. Honda había pensado en asignarle un legado en su testamento. Le acompañaba incluso al baño para evitar que se cayese y abandonaba los temores de su vigilancia como telarañas en el vestidor. A Honda no le gustaba que le viese desnudo una mujer. Se despojaba de la bata de baño ante el empañado espejo. Se observaba. Resaltaban agudamente sus costillas, caía el estómago y bajo su sombra colgaba un ailanto arrugado; y así descendiendo hasta las blanquecinas canillas de las que parecía haber sido arrancada la carne. Las rodillas eran como tumefacciones. ¿Cuántos años de autoengaño harían falta para hallar rejuvenecimiento en esta fealdad? Pero era capaz de consolarse a sí mismo con una prolongada sonrisa de conmiseración ante la idea de cuánto peor hubiera sido si al principio hubiese sido bello.

El reconocimiento se prolongó durante una semana. Acudió al hospital para informarse de los resultados.

—Debe ingresar inmediatamente. Cuanto antes mejor. —Así que ya había sucedido—. En todo este tiempo jamás detectamos el más ligero rastro y parece injusto que surja de repente sin previo aviso. Pero nunca se tiene suficiente cuidado.

El médico mostró a Honda una sonrisa beatífica como si le censurara su negligencia.

—Pero al parecer es sólo un tumor benigno en el páncreas. Todo lo que tenemos que hacer es extirparlo.

—¿No era en el estómago?

—El páncreas. Cuando lleguen las gastroscopias se las enseñaré.

El diagnóstico había coincidido con su propia opinión. Solicitó una semana de plazo.

Escribió una larga carta y la envió por correo urgente. En su misión informaba al Templo de Gesshû que lo visitaría el veintidós de julio. Como la carta llegaría el veinte, el día después de echarla al correo, o el veintiuno, esperaba que pudieran convencer a la abadesa para que le recibiera. Describió su carrera a lo largo de los últimos sesenta años y se disculpó por no haber aguardado una invitación. La cuestión, explicó, era bastante urgente.

El veintiuno, la mañana de su partida, se dirigió al pabellón.

El ama de llaves le había rogado que le permitiera acompañarle a Nara pero él respondió que debía hacer el viaje solo. La mujer le dio minuciosas instrucciones. Llenó su maleta de ropas cálidas que le protegieran del aire acondicionado. Pesaba casi más de lo que un anciano podía levantar.

Le proporcionó meticulosas instrucciones para su visita al pabellón. A Honda le pareció que podía estar disculpándose de un exceso de celo por su parte.

—Debo advertirle que el señor Tôru viste un kimono blanco como un pájaro sus plumas. A la señorita Kinué le gusta mucho y cuando traté de quitárselo para lavarlo me mordió en un dedo, así que sigue con él. Como usted sabe, el señor Tôru es una persona que nada exige y no parece importarle vestir ese kimono día y noche. No se extrañe por eso. Y además, no sé cómo decirlo, la criada que cuida del pabellón dice que la señorita Kinué vomita mucho y que tiene extraños hábitos alimenticios. Parece como si le encantara hallarse realmente enferma. No sé. En cualquier caso, usted debe estar preparado.

Probablemente no advirtió cómo brillaban los ojos de Honda ante este oráculo que le decía que su linaje sería despojado del ojo de la razón.

Apoyándose con su bastón, Honda se sentó en la galería. La puerta se hallaba abierta. Desde el jardín había podido ver el interior del pabellón.

—Hola, padre —dijo Kinué—. Buenos días.

—Buenos días. Salgo para Kyoto y Nara por unos días y quería pedirte que te encargaras de cuidar de la casa.

—¿Un viaje? Qué bien.

Luego, desinteresándose, retornó a su tarea.

—¿Qué estás haciendo?

—Preparándome para la boda. ¿Le gusta? No es sólo para mí sino también para Tôru. La gente dice que jamás vio una pareja tan bella.

Entre los dos, con gafas oscuras, Tôru permanecía sentado en silencio.

Honda nada sabía de la vida interior de Tôru desde que perdió la vista y mantenía dominados sus siempre limitados poderes de imaginación. Así vivía Tôru. Pero nada era más capaz de suscitar pesadumbre en Honda que este nudo de silencio que ya no constituía una amenaza.

Bajo las gafas oscuras las mejillas parecían más pálidas y los labios más rojos. Tôru siempre había sudado profusamente. En el cuello abierto de su kimono había gotas de sudor. Permanecía sentado con las piernas cruzadas y confiaba todo a Kinué, pero el esfuerzo de ignorar a Honda resultaba evidente en el nerviosismo con que se rascaba una pierna y se enjugaba el pecho. No había fuerza en sus movimientos. Era como si le moviesen unos hilos que partieran del techo.

Aunque su oído era al parecer agudo, no daba señales de que captara a través de los sonidos el mundo exterior. Indudablemente otras personas, salvo Kinué, habrían tenido la misma impresión, pero por seguro de sí mismo que se acercara el visitante, era para Tôru un abandonado despojo del mundo exterior, una lata enmohecida y cubierta por las hierbas del verano.

Tôru no mostraba desdén ni resistencia. Permanecía sentado en silencio.

Aunque se la sabía engañosa, la belleza de sus ojos y de su sonrisa le habían valido una cierta aceptación por parte del mundo. Ahora la sonrisa le había dejado. Podría haber llegado algún consuelo de ser visibles la pesadumbre o la aflicción, pero no revelaba emoción ante nadie excepto Kinué, y ella no hablaba de lo que veía.

Las chicharras alborotaban desde la mañana. Entre las ramas del descuidado jardín, el cielo brillaba como una cinta de cuentas azules. El pabellón parecía aún más sombrío que de costumbre.

El jardín de té se reproducía en los círculos de las gafas oscuras que en cualquier caso rechazarían el mundo exterior. No había plantas en flor ahora que había desaparecido el arrayán que se alzaba junto al estanque de piedra. Los matorrales que crecían entre los pedruscos no llegaban a constituir un paisaje. La luz que se filtraba entre los árboles incidía sobre las gafas.

Los ojos de Tôru ya no recogían el mundo exterior. La escena de afuera, no ligada ya a la visión y a la conciencia, llenaba de intrincados detalles los negros cristales de las gafas. A Honda le pareció extraño que todo lo que viera fuese a sí mismo y al pequeño jardín que tenía a sus espaldas. Si el mar y las naves que Tôru había visto a lo largo de tantos días y sus llamativos emblemas de las chimeneas eran una parte íntima de su conciencia, entonces tales imágenes debían estar encerradas para siempre tras los cristales y los ojos que, blanquecinos, se agitaban de vez en cuando. Si para Honda y para todo el mundo siempre había sido un misterio la vida interior de Tôru, entonces no había por qué sorprenderse de que allí estuvieran también encerrados dentro el mar, los barcos y los emblemas de las chimeneas.

Pero si pertenecían a un mundo ajeno a Tôru e irrelevante para él, tendrían que dibujarse detalladamente sobre las gafas. ¿Había fundido por completo Tôru el mundo exterior con el interior? Una blanca mariposa voló cruzando la imagen de los negros cristales.

Los talones de Tôru asomaban bajo el borde de su kimono. Blancos y arrugados, parecían los del cadáver de un ahogado. Como pedazos de azogue se extendían las manchas de suciedad. El kimono había perdido completamente su forma. En el cuello el sudor había dejado manchitas amarillentas.

Desde hacía algún tiempo Honda era consciente de un extraño olor. Advirtió que la suciedad y el aceite sobre el kimono se habían mezclado con el sudor hasta formar el olor de un húmedo canal que exhalan los hombres jóvenes en el verano. Tôru debía prestar atención a su persona.

Y faltaba el aroma de las flores. La habitación estaba sembrada de flores pero no despedían olor. Por todas partes malvas rojas y blancas, sin duda traídas de una florería pero tenían ya varios días y aparecían secas y marchitas.

El pelo de Kinué estaba adornado de malvas blancas, no introducidas entre los cabellos sino colocadas sobre el pelo y sujetas de una manera desigual por gomas. Cuando movía la cabeza crujían con un sonido seco.

Se levantaba y volvía a sentarse, adornando los todavía espléndidos cabellos de Tôru con malvas rojas. Una goma ceñía su cabeza. Introducía bajo la goma los tallos de tres o cuatro secas malvas rojas y luego, como alguien que estudiara el arte de colocar las flores, retrocedía unos pasos y observaba el efecto logrado. Tenían que molestarle las flores que caían sobre sus orejas y sobre sus mejillas, pero Tôru había renunciado al dominio de las regiones por encima de su cuello. Al cabo de un rato Honda fue a vestirse para el viaje.