Capítulo 27

A finales de noviembre Tôru recibió de Keiko una espléndida invitación grabada y redactada en inglés. Llegó acompañada de una carta.

Querido Tôru,

Lamento no haberme puesto antes en contacto contigo.

Todo el mundo parece estar preparando la celebración de la Nochebuena. Por mi parte voy a dar una prematura fiesta de Navidad el día veinte. Hasta ahora siempre había invitado a tu padre pero he de reconocer que, dada su avanzada edad, una invitación este año constituiría para él un engorro y por eso te invito a ti. Considero que debemos hacer que no sepa nada. Por eso te envío a ti la invitación.

Temo que expresarme así esté diciendo demasiado pero la verdad es que desde el asunto de septiembre, y en atención a los demás invitados, me resultaba demasiado difícil invitar a tu padre. Sé que te parecerá que soy una mala amiga pero en nuestro mundo la estocada última surge cuando lo que era privado se hace público. He de tener mucho cuidado.

La verdadera razón por la que te invito es la de que deseo continuar a través de ti mis relaciones con la familia Honda. Por eso me encantará que aceptes esta invitación.

En consecuencia te ruego que me hagas el honor de venir solo. Entre los demás invitados habrá varios embajadores y sus esposas e hijas, el Ministro de Asuntos Exteriores y su mujer, el Presidente de la Federación de Organizaciones Económicas y su esposa y también muchas otras bellas damas. Por la invitación verás que se requiere esmoquin. Te agradecería mucho que me hicieras saber pronto si puedes asistir o no.

Atentamente

Keiko Hisamatsu

Cabía considerar esta carta como seca y altanera pero Tôru sonrió al imaginar la confusión de Keiko tras el incidente de septiembre. Podía leer entre líneas. Keiko, tan orgullosa de su inmoralidad, se refugiaba temblando tras siete cerrojos por miedo al escándalo.

Pero algo en la carta puso sutilmente en guardia a Tôru. Esa Keiko, tan firme aliada de su padre, ¿no estaría invitándole para reírse de él? ¿Acaso no sería su intención presentarle a todos esos pretenciosos invitados como el hijo de Shigekuni Honda, no para abochornar a Honda sino al propio Tôru?

Los instintos combativos de Tôru se despertaron. Iría a la fiesta como el hijo del famoso Honda. Nadie desde luego suscitaría la cuestión. Pero él resplandecería como un hijo que no se disculpa de un padre escandaloso.

El espíritu sensible pasaría silenciosamente entre ellos, una tenue, bella y un tanto triste sonrisa en sus labios, los esqueletos del escándalo familiar (esos pequeños asuntos tan sucios) a su lado pero sin ser obra suya. Tôru podía advertir toda la pálida poesía. El desdén y el estorbo de lo viejo empujarían irresistiblemente a las muchachas en dirección a Tôru. Los cálculos de Keiko demostraban ser erróneos.

Como no tenía esmoquin, Tôru encargó rápidamente uno. El día diecinueve se lo entregaron. Inmediatamente se lo probó y así vestido acudió a mostrárselo a Kinué.

—Estás muy bien así. Maravilloso. Sé cuánto deseabas llevarme a bailar con ese traje. Qué lástima que esté siempre tan enferma. Una verdadera lástima. Y por eso has venido a enseñármelo. Eres muy amable. Por eso me gustas tanto.

Era la obesidad lo que había inmovilizado a Kinué. Tenía una salud excelente pero, como no hacía ejercicio, en seis meses había engordado hasta tornarse irreconocible. La corpulencia y la inmovilidad proporcionaban una mejor justificación a sus enfermedades. Tomaba constantemente píldoras hepáticas. Tumbada en la meridiana perdía la mirada en el cielo azul que divisaba a través de los árboles. Repetía constantemente que ya no le restaba mucho tiempo en este mundo y constituía una dura carga para las criadas a las que Tôru había prevenido para que en ninguna circunstancia se rieran de ella.

Lo que Tôru admiraba era la astucia con la que, ante una serie de condiciones, sabía burlarlas y alzaba defensas, se afirmaba en su belleza y le añadía quizás un tinte trágico. Había advertido inmediatamente que no pensaba llevarla a la fiesta y en consecuencia había recurrido a su enfermedad en beneficio de la situación. Tôru pensó que tenía cosas que aprender de este orgullo tan tenazmente preservado. Se había convertido en su maestra.

—Date la vuelta. Ah, está muy bien cortado. La línea de los hombros cae muy bien. En ti todo resulta muy bonito. A mí me pasa lo mismo. Bueno, olvídate de todo mañana por la noche y disfruta. Pero cuando mejor lo estés pasando, piensa un momento en la muchacha enferma que dejaste en casa. Pero sólo un momento. Necesitas una flor para el ojal. Si tuviese fuerzas suficientes iría y la cortaría yo misma. Chica, por favor. La rosa de invierno, la roja, sí.

Hizo que la criada arrancara un capullo carmesí a punto de florecer y ella misma lo colocó en el ojal.

—Así. —Moviendo lánguida y desmayadamente los dedos, pasó el tallo por el ojal. Palmeó la lustrosa seda de la solapa—. Sal al jardín y déjame que vuelva a verte.

La corpulenta figura parecía a punto de expirar.

A la hora fijada, siete de la tarde, Tôru, siguiendo el plano de Azabu que acompañaba a la invitación, introdujo el Mustang en el jardín por una avenida cubierta de gravilla blanca. No habían llegado todavía los demás coches.

A Tôru le sorprendió ver cuán anticuada era la mansión de Keiko. Los faroles bajo los árboles iluminaban una curva fachada de estilo Regencia. Había algo fantasmal en el lugar, cuyo efecto intensificaba la roja yedra, oscurecida por la noche.

Tôru, precedido por un mayordomo de guantes blancos, cruzó un vestíbulo abovedado hasta llegar a una sala en el profuso estilo Momoyama en donde había una silla Luis XV. Le avergonzaba haber sido el primero de los invitados en llegar. La casa se hallaba brillantemente iluminada pero silenciosa. En una esquina se alzaba un enorme árbol de Navidad. Parecía fuera de lugar allí. Tras preguntarle qué deseaba beber, el mayordomo le dejó solo. Apoyándose en la vieja ventana de vidrios emplomados contempló más allá de los árboles las luces de la ciudad y un cielo al que el neón había tornado purpúreo.

Se abrió una puerta y entró Keiko.

Le dejó sin habla el brillante vestido de noche de la septuagenaria. Las mangas caían hasta la fimbria de su falda y las cuentas cubrían enteramente su superficie. El tornasolado y los dibujos que las cuentas formaban desde el escote hasta la falda eran tales que deslumbraban a los ojos. En el seno, las alas de un pavo real en verde sobre un fondo dorado; en el talle, unos dibujos repetidos de color vino, y en la falda, olas de púrpura y nubes de oro, con oro también en las diversas franjas que marcaban las diferentes fronteras. El blanco del organdí del fondo resaltaba por obra de una red plateada y triple de dibujo occidental. Bajo la falda asomaba la punta de una chinela de purpúreo satén y en el cuello siempre orgulloso lucía una estola Georgette en color esmeralda, que caía sobre los hombros y llegaba hasta el suelo. Bajo su pelo, más corto y menos suelto que de costumbre, colgaban unos pendientes de oro. Su cara mostraba la expresión congelada de quien más de una vez ha conocido la cirugía plástica pero aquellas partes que aún podía dominar parecían afirmarse con altivez. Los terribles ojos. La gran nariz. Los labios, como rojinegros pedazos de manzana que comienza a pudrirse, torturados en un rojo aún más brillante.

—Siento mucho haberte hecho esperar —dijo alegremente. La cara de cincelada sonrisa se aproximó a él.

—Caramba, estás espléndida.

—Gracias.

Breve y distraídamente, a la manera occidental le mostró sus bien formadas fosas nasales.

Llegaron los aperitivos.

—Tal vez deberíamos apagar las luces.

El mayordomo apagó las luces del candelabro. Por las luces del árbol de Navidad, centelleaban los ojos de Keiko y las cuentas de su vestido. Tôru comenzaba a sentirse intranquilo.

—Los demás se retrasan. ¿O es que yo he venido demasiado pronto?

—¿Los demás? Esta noche tú eres mi único invitado.

—¿Así que me mentiste cuando hablaste de los otros?

—Ah, lo siento. Cambié de planes. Pensé que sería mejor celebrar la Navidad a solas contigo.

—Creo entonces que tendré que pedirte que me excuses.

—¿Por qué? —tranquilamente sentada, Keiko no hizo gesto alguno para detenerle.

—Una especie de complot. O una trampa. En cualquier caso algo de lo que has hablado con mi padre. Estoy cansado de ser objeto de diversión.

Le desagradó aquella vieja desde la primera vez que la vio.

Keiko no se inmutó.

—Si se tratara de algo de lo que hubiera hablado con el señor Honda, no me habría costado tanto esfuerzo. Te invité porque deseaba tener una charla contigo, a solas. Es cierto que te mentí porque sabía que no vendrías de haber conocido que eras mi único invitado. Pero una cena de Navidad con sólo dos personas sigue siendo una cena de Navidad. Aquí estamos los dos, vestidos de etiqueta.

—Supongo que pretendes darme una conferencia. —Tôru estaba irritado consigo mismo por haber permitido que se disculpara.

—Nada de eso. Tan sólo deseo hablar tranquilamente contigo acerca de algunas cosas. El señor Honda me estrangularía si se enterara. Se trata de secretos que sólo el señor Honda y yo conocemos. Si no quieres oír, bien, haz como te plazca.

—¿Secretos?

—Si quieres, siéntate y escucha.

Con una sonrisa elegantemente sardónica en sus labios señaló la algo deslucida fiesta campestre de Watteau en la silla de la que Tôru acababa de levantarse.

El mayordomo anunció la cena. Abriendo unas puertas que Tôru había tomado por un tabique, les introdujo en la sala inmediata en donde ardían rojas velas en la mesa puesta. El vestido de Keiko tintineaba.

Sin alguien que estimulara la conversación, Tôru comió en silencio. El pensamiento de que la destreza con que manejaba su cuchillo y su tenedor eran el resultado de la asidua tutela de Honda le enfureció de nuevo. Tutela para que los demás le juzgaran largo tiempo presa de una pusilanimidad que jamás había sentido hasta que conoció a Honda y a Keiko.

Los dedos de Keiko sobre el cuchillo y el tenedor, más allá de las pesadas y barrocas velas, despreocupadamente silenciosos y diligentes, como los de una vieja que hace punto, eran los dedos de una muchacha, puestos en juego en la ancianidad.

El pavo frío era insípido, como seca piel de un viejo. El relleno de castañas y de jalea de arándanos tenía para Tôru el agrio sabor edulcorado de la hipocresía.

—¿Sabes por qué existía tanto interés en que te convirtieras en el heredero de la casa de Honda?

—¿Cómo voy a conocerlo?

—Qué indolencia por tu parte. ¿O es que no querías saberlo?

Tôru no respondió. Keiko dejó el cuchillo y el tenedor y a través del humo de la vela, señaló a la pechera de su esmoquin.

—Muy sencillo. Porque tienes tres lunares en el lado izquierdo del pecho.

Tôru no consiguió ocultar su sorpresa. Keiko estaba enterada de la existencia de aquellos tres lunares, la raíz de su orgullo, que a lo largo de toda su vida sólo habían despertado su propio interés. En un instante logró dominarse. La sorpresa había surgido del hecho de que, por casualidad, el símbolo de su propio orgullo había coincidido con un símbolo de algo para alguien más. Aunque los lunares hubieran desencadenado algo, eso no significaba necesariamente que hubiese sido descubierto. Pero Tôru subestimaba la intuición de los ancianos.

La sorpresa tan clara en su rostro pareció dar una mayor confianza a Keiko. Las palabras surgieron sin interrupción.

—¿Ves? No puedes creerlo. Desde el principio fue demasiado estúpido, harto carente de sentido. Creíste haber dispuesto todo de un modo frío y realista pero te has tragado todas las premisas carentes de sentido. ¿Quién sería tan loco como para querer adoptar a un completo desconocido, tras haberle visto una sola vez y tan sólo por capricho? ¿Qué pensaste la primera vez que te abordamos con la oferta? Naturalmente a ti y a tus superiores os formulamos todo género de explicaciones. ¿Pero qué es lo que pensaste tú realmente? Aquello te envaneció, me imagino. A las gentes les gusta creer que se merecen todo. ¿Creíste que tus sueños pueriles y nuestra propuesta encajaban admirablemente? ¿Que había quedado justificada tu extraña seguridad infantil? ¿Fue eso lo que pensaste?

Por vez primera Tôru experimentaba miedo de Keiko. No se sentía apabullado por su clase, pero hay personas dotadas de un olfato especial para husmear lo que vale la pena. Son los asesinos de ángeles.

La conversación quedó interrumpida por el postre. Tôru había dejado pasar el momento de responder. Sabía que había subestimado a su adversario.

—¿Crees que coinciden tus esperanzas y las de alguien más, que alguien puede hacer fácilmente realidades tales esperanzas? Las gentes viven para sí mismas y piensan sólo en sí mismas. Tú, que piensas más que nadie en ti mismo, has ido demasiado lejos y te has cegado.

Creíste que la Historia tiene sus excepciones. No las hay. Pensaste que la raza tiene sus excepciones. No las hay.

No existe un derecho especial a la felicidad como tampoco lo hay a la infelicidad. No hay ni tragedia ni genio. Tu confianza y tus sueños carecen de fundamento. Si existe en esta Tierra algo excepcional, una belleza especial o una maldad especial, la Naturaleza lo encuentra y lo arranca. Todos deberíamos haber aprendido ya esa dura lección, la de que no hay «elegidos».

Pensaste, ¿no es cierto?, que eras un genio más allá de toda compensación. Te imaginaste, ¿no es cierto?, como una bella nubecilla de maldad, flotando por encima de la humanidad.

El señor Honda lo advirtió todo en el instante en que distinguió tus lunares. En aquel momento decidió que debía tenerte con él, salvarte del peligro. Pensó que si te dejaba tal como te hallabas, si te abandonaba a tu «destino», te mataría la Naturaleza a los veinte años.

Intentó salvarte, adoptándote, haciendo pedazos tu orgullo «deiforme», introduciendo en ti las reglas del mundo respecto de la cultura y la felicidad, convirtiéndote en un joven perfectamente corriente. No advertiste que tienes el mismo punto de partida que todos nosotros. El signo de tu negativa a reconocerlo eran esos tres lunares. El afecto le impulsó a adoptarte sin decirte por qué deseaba salvarte. El afecto, desde luego, de un hombre que sabía demasiado del mundo.

Tôru se sentía cada vez más inquieto.

—¿Por qué dices que moriré a los veinte años?

—Creo que probablemente el peligro ha pasado. Vamos a seguir hablando en la otra sala.

En la chimenea ardía un fuego vivaz. Bajo la repisa, un arco en oro viejo al estilo japonés, con una colgadura de Kôtatsu, se abrían dos puertecillas doradas para revelar el hogar. Tôru y Keiko se sentaron ante el fuego, separados por una mesita. Keiko repitió la larga historia de nacer y renacer que había oído de Honda.

Tôru escuchaba, contemplando el fuego. Se estremeció ante el tenue sonido de un tronco al deshacerse.

Aferrada a un leño con su humo, la llama se retorcía y crecía y luego surgía de nuevo en la oscuridad entre leño y leño, brillante e inmóvil la cama de brasas. Como en una morada, el diminuto piso, deslumbrante en sus rojos y en sus bermellones, se hallaba sumido en una quietud que jalonaba el tosco marco de los leños.

A veces el humo que brotaba entre los sombríos troncos era como un fuego en la pradera de una planicie bajo la noche. El fuego creaba grandes paisajes y las sombras que se agitaban en las profundidades de la hoguera eran una miniatura de las llamas de un cataclismo político que trazan sombras sobre los cielos.

Cuando las llamas se extinguían en un leño surgía una mancha de sereno carmesí bajo la delicada concha de una capa de cenizas, temblorosa como un montón de blancas plumas. La firmeza de los leños se desplomaba hasta sus cimientos. Luego, manteniéndose en precario equilibrio, arderían como una gran roca en el aire.

Todo fluía, todo se hallaba en movimiento. La serena cadena de humo tan estable se fragmentaba constantemente. El colapso de un leño que había concluido su tarea aportó una especie de calma.

—Muy interesante —dijo Tôru más bien agriamente cuando hubo escuchado la historia hasta el final—. ¿Pero dónde está la prueba?

—¿Prueba? —Keiko vaciló—. ¿Hace falta una prueba para la verdad?

—Cuando tú dices «verdad» suena a falso.

—Si pides una prueba, supongo que el señor Honda habrá conservado todos estos años el diario de Kiyoaki Matsugae. Puedes pedirle que te deje verlo. Sólo escribió sobre sueños y el señor Honda dice que todos se han trocado en realidad. Pero quizás eso no importe. Quizás nada de lo que yo he dicho tenga nada que ver contigo. Tú naciste el 20 de marzo y Ying Chan murió en la primavera y tú tienes esas tres marcas así que parece que tú eres su reencarnación. Pero no conseguimos averiguar exactamente cuándo falleció. Su hermana gemela ha dicho sólo que fue en la primavera pero parece incapaz de recordar el día preciso. El señor Honda, que ha investigado de diversas maneras la cuestión, no ha tenido éxito. Si le picó una serpiente y murió después del veintiuno de marzo tú conseguiste tu fortuna gratis. El espíritu vaga en torno al menos durante una semana. Así que tu cumpleaños tendría que ser una semana después de su muerte.

—En realidad, no sé en qué día nací. Mi padre se hallaba en el mar y nadie se ocupó de los detalles. Se indicó como fecha de nacimiento la de la inscripción en el registro. Pero yo nací antes del veinte de marzo.

—Cuanto más pronto, más tenue es la posibilidad —dijo fríamente Keiko—. Pero quizás eso no importe de ninguna manera.

—¿Que no importe? —Tôru mostró signos de indignación.

Al margen por completo de que creyera o no diera crédito a la terrible historia que había oído, el hecho de que le dijeran que no importaba le parecía como un manifiesto rechazo de sus razones para existir. Keiko tenía la habilidad de hacer que una persona pareciera como un insecto. Se ocultaba tras su inmutable jovialidad.

A la luz del fuego, el multicolor traje de noche despedía tintes profundos e intensos. Se contraía y se enroscaba en torno de ella como un arco iris en la noche.

—Quizás no importe. Quizás desde el principio fuiste un fraude. En realidad yo estoy más que segura de que eres un fraude.

Tôru observó su perfil. Había hablado al fuego como si le presentara una petición. Era imposible describir el esplendor de aquel perfil, iluminado por el fuego. En sus ojos el fuego resaltaba el orgulloso y alto puente de la nariz. Inducía en cualquiera un desasosiego pueril. Irradiaba un dominio implacable.

En Tôru brotaron pensamientos homicidas. ¿Cómo podría conmover a esta mujer, lograr que suplicara por su vida? ¿La estrangularía, la arrojaría a las llamas? Estaba seguro de que volvería hacia él con orgullo su cara ardiendo, envuelta en una gran melena de llamas. Tôru, herido en su dignidad, temía que las próximas palabras de ella hicieran sangre. Lo que más temía era que la sangre fluyera de una herida abierta en su dignidad. Su hemofilia no permitiría que se detuviera el fluir. Y así hasta ahora había empleado todas sus emociones para trazar una línea entre la emoción y la dignidad y, rehuyendo el peligro del amor, se había armado de incontables espinas.

Al decir lo que tenía que decirse, Keiko se mostraba resuelta, serena y ceremoniosamente.

—Sabremos con seguridad que eres un fraude si no mueres en los próximos seis meses. Sabremos que no eres el renacer de la bella semilla que el señor Honda buscaba y que constituyes lo que un entomólogo llamaría un simulador. Dudo de que tengamos que aguardar un año. No me parece que estés condenado a morir en el plazo de seis meses. No hay nada inevitable en ti, ni una sola cosa que una persona odiara perder. En ti no hay ni una cosa que haga sentir a una persona, al imaginar tu muerte, que una sombra se ha extendido sobre el mundo.

Eres un muchachito campesino, malvado y astuto del tipo que vemos por todas partes. Quieres apoderarte del dinero de tu padre y así estás afanándote para declararle incapacitado. Te sorprende, ¿no es cierto? Yo lo sé todo. ¿Qué te propones lograr cuando tengas dinero y poder? ¿El éxito? Tus pensamientos no van un paso más allá de los de cualquier muchacho mediocre. Lo único en lo que ha fallado el adiestramiento del señor Honda es en que no ha servido más que para revelar tu naturaleza esencial.

No existe nada que en ti que resulte mínimamente especial. Te garantizo una larga vida. No has sido elegido por los dioses, nunca te hallarás de acuerdo con tus actos, no posees en ti la luz verde que brille como rayo joven con la celeridad de los dioses y que te destruya a ti mismo. Todo lo que tienes es una cierta senilidad prematura. Tu vida es propia del que vive de los dividendos de sus acciones. Nada más.

No puedes matar al señor Honda ni matarme a mí. Tu género de maldad es de tipo leguleyo. Todo engreído por ilusiones nacidas de conceptos abstractos, te pavoneas como un dueño de un destino aunque te falten todas las calificaciones precisas. Crees haber llegado con los ojos al fin del mundo pero ni una vez has sido invitado a ir más allá del horizonte. Nada tienes que ver con la luz o con la ilustración, no hay verdadero espíritu en carne o en corazón. Al menos el espíritu de Ying Chan estaba en la resplandeciente belleza de su carne. La Naturaleza ni siquiera te ha dedicado una mirada, ni mostrado un destello de hostilidad hacia ti. La persona que el señor Honda está buscando tiene que ser alguien que inspire los celos de la Naturaleza ante su propia creación.

Eres un muchacho despierto, nada más. Si alguien paga tus gastos nadarás a través de los exámenes de ingreso y al otro extremo estará esperándote un buen empleo. Un estudiante modelo para el Fondo de Educación. Material de propaganda para los benefactores que dicen que si se atiende a las necesidades materiales, emergerán todo género de tesoros ocultos. También fue bueno para ti el señor Honda y te otorgó una gran confianza. Prescribió la dosis errónea, eso es todo. Con la dosis adecuada tú volverás a encarrilarte. Te espabilarás en cuanto te hagan secretario de algún político vulgar. Me agradará presentarte uno, el que quieras, en cualquier momento.

Conviene que recuerdes lo que te he dicho. Has visto y piensas haberlo visto todo. Pero sólo has visto el circulito en un catalejo de treinta aumentos. Supongo que te habrías sentido más feliz si te hubiésemos dejado creyendo que eso era todo el mundo.

—Fuisteis vosotros quienes me sacasteis de allí.

—Y lo que te hizo venir con tanta facilidad fue la idea de que eras diferente.

Kiyoaki Matsugae se sintió atraído por un amor imprevisible, Isao Iinuma por el destino, Ying Chan por la carne. ¿Y tú? ¿Tal vez por la más rastrera sensación de ser diferente?

Si el destino es algo que se apodera de una persona desde fuera y la arrastra tras de sí, entonces los otros tres tuvieron destino. ¿Te ha capturado algo a ti? Sólo nosotros, el señor Honda y yo —el pavo real verde y dorado de su seno parecía haber cobrado fuego. Keiko rió—. Somos dos ancianos aburridos, fríos y cínicos. ¿Puede en realidad tu orgullo permitirte que nos llames destino? ¿Un viejo y una vieja horribles? ¿Un viejo voyeur y una vieja lesbiana?

Es posible que creas que has conseguido el mundo. Los que pueden hacer venir a un muchacho como tú son los únicos que han conseguido el mundo. El único que saca a la luz el engreído proveedor de conciencia es el veterano ejercitante del mismo oficio. Nadie más hubiera llamado a tu puerta, puedes estar seguro. Con seguridad habrías pasado por la vida sin la llamada y los resultados habrían sido los mismos. Porque tú no tienes destino. La muerte bella no es para ti. No te corresponde ser como los otros tres. Tu papel es el del lúgubre y monótono heredero. Te invité esta noche para que lo supieras todo.

La mano de Tôru temblaba y sus ojos se clavaban en el atizador próximo al fuego. Le hubiera sido fácil alcanzarle, haciendo como que iba a avivar el fuego. No hubiera suscitado curiosidad su gesto y luego sólo hubiera tenido que hacerlo girar. Podía sentir el peso en su mano, podía ver la sangre, salpicando la dorada silla y las doradas puertas. Mas no lo alcanzó. Sentía una terrible sed pero no pidió agua. La ira que inflamaba sus mejillas se le antojó como la primera pasión que había conocido. Permaneció encerrada dentro de él.