La misma pregunta resultaba indignante: Keiko preguntó a Honda cómo pretendía Tôru pasar las Navidades de 1974. Desde el incidente de septiembre, Honda, que ya había cumplido ochenta años, se mostraba temeroso de todo. Había perdido por completo su mordacidad. Parecía amedrentado y tembloroso perpetuamente, víctima de una inquietud que jamás conocía alivio.
Este estado de cosas no se debía exclusivamente al incidente de septiembre. Se hallaban entonces en el cuarto año desde la adopción de Tôru por parte de Honda. Durante la mayor parte de ese tiempo Tôru había parecido sereno y dócil y en poco cambió; pero con la primavera alcanzó la mayoría de edad, ingresó en la Universidad de Tokio y todo se alteró. De repente empezó a tratar a su padre como si fuera su adversario. En el acto abatía cualquier indicio de resistencia. Después de que Tôru le golpeara en la frente con un atizador de la chimenea, Honda permaneció en una clínica durante varios días para que le trataran la herida. Dijo a los médicos que había tenido una mala caída. A partir de entonces se afanaba en adivinar los deseos de Tôru y en ceder ante ellos. Éste se mostraba deliberadamente grosero con Keiko, en quien reconocía a una aliada de Honda.
Tras largos años de rehuir a parientes que pudieran ir tras su dinero, Honda carecía de aliados dispuestos a simpatizar con su suerte. Quienes se habían opuesto a la adopción se mostraron complacidos. Todo había resultado tal como esperaban. No prestaron crédito a las quejas de Honda. Trataban tan sólo de despertar sus simpatías. Pero esas simpatías eran más bien para Tôru. Con unos ojos tan bellos, con unos modales tan impecables, con un sentido tan estricto del deber filial, sólo cabía concluir que un anciano suspicaz le había tomado ojeriza. Y desde luego las maneras de Tôru estaban por encima de todo reproche.
—Parece haber chismosos por ahí. ¿Quién puede haberle contado una historia tan estúpida? La señora Hisamatsu, tengo la seguridad. Es una persona amable pero cree todo lo que mi padre le dice. Me temo que ha ido demasiado lejos. Padece alucinaciones. Imagino que eso es lo que sucede cuando uno pasa tantos años preocupándose por el dinero: incluso a mí, bajo el mismo techo, me trata como si fuera un ladrón. Al fin y al cabo soy joven y cuando le replico empieza a decir a la gente que no me porto bien con él. La vez que se cayó en el jardín y se golpeó la cabeza contra las raíces del ciruelo, ¿recuerda?, dijo a la señora Hisamatsu que yo le había pegado con un atizador. Y ella lo creyó al pie de la letra y no me quedan muchas oportunidades de demostrar que no fue así.
Aquel fue el verano que trajo de Shimizu a la loca Kinué y la instaló en la casita del jardín.
—¿Ella? Oh, es un caso muy triste. Cuando yo vivía en Shimizu me ayudaba de una u otra manera. Ahora quería venir a Tokio porque en su casa todo el mundo se burla de ella y los niños la persiguen y le gritan. Así que convencí a sus padres para que me permitieran traerla. La matarían si la encerraran en un manicomio. Sí, está muy loca, de eso no hay duda, pero es inofensiva.
Los miembros más ancianos de la familia se sentían conquistados por Tôru pero eran cortés y diestramente marginados cuando trataban de penetrar en su vida. Se mostraban inclinados a lamentar que un hombre antaño tan inteligente y capacitado como Honda fuera irremediablemente víctima de alucinaciones seniles. Eran gentes de gran memoria y se acordaban de su inesperada fortuna hacía ya más de veinte años. La envidia no cejaba.
Un día en la vida de Tôru.
Ya no había necesidad de observar el mar y aguardar a los barcos.
Ya no había necesidad tampoco de asistir a clase pero Tôru acudía para inspirar confianza. Iba en coche, pese a que, a pie, la Universidad se hallaba a menos de diez minutos de distancia.
No había abandonado la costumbre de madrugar. Juzgando por la luz filtrada por los visillos que caía una serena lluvia estival, pasaría revista al orden del mundo que él dominaba. ¿Se desarrollaban puntualmente el mal y la arrogancia? ¿Nadie era aún consciente del hecho de que el mundo se hallaba completamente dominado por el mal? ¿Se conservaba el orden, procedía todo conforme a las leyes sin que se detectara en parte alguna el más ligero rastro de amor? ¿Se sentían las gentes felices bajo su hegemonía? ¿Se había extendido sobre sus cabezas, en forma de poema, la maldad transparente? ¿Había sido cuidadosamente aventado «lo humano»? ¿Se habían tomado las disposiciones oportunas para que quedara ridiculizado todo indicio de cordialidad? ¿Estaba completamente muerto el espíritu?
Tôru estaba completamente seguro de que tan sólo con poner sobre él una bella mano, el mundo sucumbiría a una bella dolencia. Y era natural también que confiara en que fortunas esperadas siguieran a fortunas inesperadas. Por razones que ignoraba, un humilde señalero había sido elegido como hijo adoptivo de un anciano rico y un anciano con un pie en la tumba. Uno de estos días llegaría de algún país un rey y solicitaría adoptarle.
Incluso en invierno corría a la sala de duchas que había instalado junto a su dormitorio y se daba una ducha fría. Era lo mejor para despertarse.
El agua fría avivaba su pulso, azotaba su pecho con su transparente látigo y miles de agujas plateadas se clavaban en su piel. De cuando en cuando volvía la espalda al agua y luego presentaba de nuevo su cara al chorro. Su corazón aún no había aceptado aquel gesto. Era como si una sábana de hierro presionara contra su pecho, como si su carne desnuda fuera encerrada en una ajustada armadura. Se retorcía y se volvía, como un cadáver colgado de una cuerda de agua. Finalmente, su piel despertaba. Su piel se erguía regiamente, rechazando las gotas de agua. En aquel momento Tôru alzaba su brazo izquierdo y bajaba los ojos para observar los tres lunares como tres guijarros negros y brillantes en una cascada. Eran el signo de la élite, invisibles para todos, ocultos bajo un ala plegada.
Se secó. Respiró hondo. Su cuerpo enrojeció. A la criada Tsuné le incumbía traer el desayuno en el instante en que él lo pedía. Tsuné era una muchacha que había encontrado en una cafetería de Kanda. Obedecía todas sus órdenes.
Hacía tan sólo dos años que había conocido a su primera mujer pero rápidamente aprendió las reglas para lograr que una mujer sirviera a un hombre que no la amaba. Y sabía cómo reconocer instantáneamente a una mujer que hiciera lo que él ordenara. Había despedido a todas las criadas que hubieran podido atender los deseos de Honda y contratado mujeres a las que había descubierto y con las que se había acostado. Las daba el título de «doncella», empleando el término inglés. Tsuné era la más estúpida de todas y la única con pechos grandes.
Cuando el desayuno estuvo sobre la mesa, manoseó uno de sus senos a modo de saludo.
—Espléndido y firme.
—Sí, en muy buena forma —replicó Tsuné respetuosa aunque inexpresivamente. La misma carne pesada y morena era respetuosa. Especialmente deferente era el ombligo, profundo como un pozo. Las bellas piernas resultaban en cierto modo incompatibles con el resto de Tsuné. Ella era consciente del hecho. Cuando con el café avanzaba por el piso desigual de la cafetería, Tôru había visto cómo frotaba una pantorrilla contra las ramas inferiores de una marchita higuera enana del caucho, como un gato que se frotara contra una mata.
Tôru se acordó de algo. Se acercó a la ventana y miró hacia el jardín, abierta la parte superior de su batín a la brisa de la mañana. Incluso ahora Honda daba escrupulosamente su paseo matinal, justo al levantarse de la cama.
Apoyándose vacilante en su bastón entre las fajas de terreno iluminadas por el sol de noviembre, Honda sonrió y consiguió proferir unos buenos días a Tôru que apenas pudo oír.
Tôru sonrió y le saludó con un gesto.
—Maldita sea. El viejo aún sigue vivo.
Éstos eran sus buenos días.
Todavía sonriendo, Honda esquivó un peligroso estriberón. Ignoraba que caería sobre él si era tan incauto como para decir más. Sólo tenía que soportar este momento de humillación. Tôru estaría fuera de casa al menos hasta la tarde.
—Los viejos huelen mal. Vete.
La ofensa de Honda había consistido en acercarse demasiado.
La mejilla de Honda tembló de ira pero no le quedaba recurso alguno. Si Tôru le hubiese gritado, él podría haberle respondido, y lo habría hecho, con otro grito. Pero Tôru le había hablado queda y fríamente, mirando a Honda con sus ojos limpios y bellos, y una sonrisa en su pálida cara.
La aversión de Tôru parecía haber crecido a lo largo de los cuatro años que llevaban juntos. Le desagradaba tanto, la carne horrible e impotente, el inútil parloteo que ocultaba la impotencia, las incansables redundancias, cinco y seis veces, el automatismo que se tornaba impertinente en las mismas redundancias, la importancia que se atribuía y la cobardía, la tacañería y la indulgencia con sus caprichos, la pusilanimidad en el constante miedo a la muerte, la absoluta tolerancia, las manos arrugadas, el porte de un gusano que titubeara, la mezcla de arrogancia y de comedimiento en el rostro. Y Japón rebosaba de viejos.
Volviendo a la mesa del desayuno, ordenó a Tsuné que le sirviera el café. Después hizo que se lo azucarara. Se quejó de las tostadas.
Tenía una especie de superstición según la cual el éxito de un día dependía de un plácido comienzo. La mañana tenía que ser como un cristal sin mácula. Había sido capaz de soportar el tedio de la vida en la estación de comunicaciones porque la observación no dañaba su dignidad.
Una vez Tsuné dijo:
—El encargado de la cafetería solía llamarme Espárrago. Porque, decía, «eres larga y blanca».
Tôru replicó aplastando su cigarrillo encendido contra el dorso de una de las manos de ella. A partir de entonces, y por estúpida que fuese, Tsuné cuidaba de lo que decía. Sobre todo cuando le servía el desayuno. Las cuatro «doncellas» se turnaban en el servicio. Tres atendían a Tôru, a Honda y a Kinué y la cuarta libraba. La que servía a Tôru el desayuno era la que recibía en su cama por la noche. Cuando él concluía la echaba. A nadie permitía que pasara en su compañía toda la noche. Disfrutaban así de sus favores uno de cada cuatro días y podían salir de casa una vez a la semana. Honda admiraba en secreto la firmeza de aquel dominio y la ausencia de rebeldía. Las criadas obedecían las órdenes de Tôru como si correspondieran a la naturaleza de las cosas.
Él les había enseñado a llamar a Honda «el amo viejo» y por lo demás las había adiestrado impecablemente. Los visitantes ocasionales afirmaban que en aquella época no se veían en parte alguna criadas tan guapas y tan bien adiestradas. Aunque le humillara, Tôru no permitía que Honda echara nada de menos.
Tras haberse preparado para ir a clase, Tôru siempre visitaba la casita del jardín. Kinué, muy arreglada y envuelta en una bata suelta, le recibía siempre en la galería, tendida en una meridiana. Su más reciente coquetería era una enfermedad.
Tôru se sentaba en la galería y saludaba a aquella mujer fea con la amabilidad más cordial y sincera.
—Buenos días. ¿Y cómo te sientes esta mañana?
—No demasiado mal, gracias. Dudo de que haya algo más bonito en este mundo que el momento en que una bella mujer, con tan sólo fuerzas para arreglarse, toda débil en su meridiana, recibe a un visitante y consigue decir «No demasiado mal, gracias». La belleza de ese instante aletea como una pesada flor y permanece en sus párpados cuando ella cierra los ojos. ¿No es cierto? Pienso en ello como en lo único que puedo hacer por tu gentileza. Pero me siento muy agradecida. Eres el único hombre en el mundo que me da todo y que no pide nada a cambio. Y ahora que estoy aquí puedo verte todos los días y no tengo que salir. Con tal de que tu padre no estuviese…
—No te preocupes por él. Uno de estos días renunciará y morirá. El asunto de septiembre le ha hecho mella y todo va bien. Creo que el año próximo podré comprarte quizás un anillo de brillantes.
—¡Qué espléndido! Esa idea me mantendrá con vida. Pero por ahora tendré que contentarme con las flores. Mi flor de hoy es el crisantemo blanco del jardín. ¿Me lo cogerás? Qué amable, no, ése no. El que hay en el tiesto. Ése. El blanco y grande con los pétalos que caen como hilos.
Negligentemente, Tôru arrancó los crisantemos blancos tan cariñosamente cuidados por Honda. Como una doliente belleza, Kinué envolvió lánguidamente sus dedos en las flores. Luego, con una sonrisa fugaz, colocó la flor en el pelo.
—Y ahora vete o llegarás tarde a la escuela. Piensa en mí entre clase y clase.
Y le despidió con un gesto.
Tôru se dirigió al garaje. Puso en marcha el coche deportivo, un Mustang, que había hecho que le comprara Honda en la primavera al ingresar en la Universidad. Si el motor abstraído y romántico de una nave podía penetrar tan limpiamente entre las olas y dejar tras de sí una estela, ¿por qué los seis cilindros sutilmente atentos del Mustang no podían dispersar el estúpido gentío, penetrar entre las masas de carne, dispersar rojas salpicaduras de la misma manera que el otro dispersaba salpicaduras blancas?
Pero tenía que ser quedamente dominado. Había de ser engatusado y encaminado hacia un amable simulacro de docilidad. Las gentes lo admiraban como admiraban una hoja afilada y reluciente. Su bello morro se obligaba a sonreír, todo brillante de pintura, para convencerles de que no era peligroso.
Capaz de hacer 200 kilómetros por hora, se degradaba a sí mismo, manteniéndose en el límite de velocidad de los cuarenta kilómetros mientras se abría camino en la mañana entre las multitudes de Hongô.
El incidente del tres de septiembre.
Empezó con un pequeño enfrentamiento que Tôru y Honda tuvieron por la mañana.
Durante todo el verano Tôru se había sentido a gusto, desembarazado de Honda, quien, huyendo del calor, se había refugiado en Hakoné. No deseando reconstruir su chalet de Gotemba tras el incendio, Honda había dejado el terreno tal como estaba y, siempre sensible al calor, pasaba los veranos en el albergue de Hakoné. Tôru prefirió quedarse en Tokio e ir de aquí para allá, a las montañas y al mar, en compañía de amigos. Honda regresó a Tokio en la tarde del dos de septiembre. Vio a Tôru por primera vez en algunas semanas. Era evidente la irritación en los claros ojos que le observaban. Honda sintió pavor.
Cuando salió al jardín en la mañana del tres de septiembre preguntó sorprendido qué había sido del arrayán. El viejo arrayán que se alzaba junto a la casita del jardín había sido cortado de raíz.
Kinué, que había vivido en el edificio principal, se había trasladado a la casita del jardín a comienzos de julio. Honda permitió que residiera en la casa grande por miedo a Tôru.
Apareció Tôru. Llevaba el atizador en su mano izquierda. Su habitación había sido antes sala y contaba con la única chimenea que había en la casa. Incluso en verano un atizador colgaba de un clavo junto al hogar.
Naturalmente Tôru sabía que bastaría que Honda lo viese para que se amedrentara como un perro apaleado.
—¿Qué estás haciendo con eso? Esta vez llamaré a la policía. En la otra ocasión guardé silencio porque no quería que se supiera pero ahora no te resultará tan fácil.
Temblaban los hombros de Honda. Había hecho acopio de todo su valor para hablarle.
—¿No tienes un bastón? Pues defiéndete con eso.
Honda había buscado el arrayán en flor, el brillo de sus flores contra la tersura de un tronco como la blanca piel de un leproso. Pero no había ninguno. En el seno del Alaya, el depósito de la conciencia, el jardín se había transformado en un jardín diferente. También deben cambiar los jardines. Pero en el instante en que lo comprendió, brotó de otra fuente una ira incontrolable. Gritó e incluso cuando gritaba sintió miedo.
Habían concluido las lluvias estivales y llegó el calor después de que Kinué se trasladara a la casita del jardín. El arrayán estaba en flor. No le gustaba, dijo. Le producía dolor de cabeza. Empezó a afirmar que Honda lo había plantado allí para que se volviera loca y en consecuencia Tôru lo arrancó después de que Honda se fue a Hakoné. Tan simple como eso.
La propia Kinué no se hallaba visible, sumida en los oscuros rincones de la casita. Tôru no dio explicación alguna a Honda. De nada hubiera servido.
—Supongo que fuiste tú quien lo cortó —dijo Honda, ya más sosegado.
—Eso hice —repuso Tôru cordialmente.
—¿Por qué?
—Era viejo e inútil —afirmó Tôru con la más espléndida de las sonrisas.
En semejantes ocasiones Tôru hacía descender ante sus ojos una pesada puerta de vidrio. Vidrio que era exactamente de la misma materia que la del límpido cielo matinal. Honda sabía que ningún grito, ninguna palabra, llegaría a los oídos de Tôru. Tôru sólo vería muelas postizas. Honda tenía ya dientes inorgánicos. Estaba empezando a morir.
—Ya veo. No importa.
Honda permaneció sentado en su habitación durante todo el día. Apenas probó la comida que le trajo la «doncella». Sabía que informaría de su conducta a Tôru.
—El viejo parece muy enfurruñado.
Tal vez los sufrimientos del anciano no eran en realidad más que un enfurruñamiento. Honda podía advertir que no tenía excusa. Era culpa suya y no de Tôru. No tenía por qué sorprenderse del cambio que Tôru había revelado. La primera vez que le vio Honda advirtió el «mal» en el muchacho.
Pero en aquel momento deseaba medir la profundidad de la herida infligida a su dignidad por lo que él se había buscado.
A Honda le desagradaba el aire acondicionado y tenía ya una edad en la que se cobraba miedo a las escaleras. Poseía una amplia habitación en el piso bajo desde la que veía el jardín hasta la casita. Construida en el estilo medieval shoin, era la estancia más antigua y oscura de la casa. Honda colocó en fila cuatro cojines de lino. Se tendió y luego se sentó sobre los talones. Cerradas todas las puertas deslizantes, dejaba acumularse el calor. De vez en cuando se acercaba a gatas hasta la mesita para beber agua. Estaba tan tibia como si hubiera permanecido a pleno sol.
Transcurría el tiempo a lo largo de la línea indefinible entre la vigilia y el sueño, como dormitar en el final preciso de la ira y la tristeza. Incluso el dolor de sus caderas hubiese sido una distracción, pero hoy no lo sentía. Tan sólo se advertía exhausto.
Un insondable desastre parecía precipitarse sobre él, aún peor por el hecho de que sobrevenía con matices precisos y sutiles, escalonados y que, como una pócima cuidadosamente preparada, estaba teniendo el efecto previsto. La ancianidad de Honda debería haberse hallado libre de vanidad, de ambición, de honores, de prestigio, de razón y, especialmente, de emociones. Pero faltaba regocijo. Aunque hacía ya tiempo que debería haber olvidado todos los sentimientos, la irritación y la ira oscuras seguían humeando como una cama de brasas. Al revolverlas, despedían un humo sucio.
El otoño brillaba en la luz del sol de las puertas de papel pero, en el aislamiento, no había signo de movimiento, de cambio en algo diferente, como el cambio de las estaciones. Todo se hallaba inmóvil. Podía advertirlo claramente en sí mismo, ira y tristeza que no deberían estar allí, como charcos después de un aguacero. La sensación surgida aquella mañana era como una capa de hojas nacidas diez años atrás y se renovaba a cada instante. Todos los recuerdos desagradables caían sobre él pero no podía decir, como cuando era joven, que su vida era desgraciada.
Cuando la luz en la ventana advirtió a Honda acurrucado de la proximidad del crepúsculo, le agitó el deseo sexual. No fue un súbito despertar del deseo sino como algo tibio que se hubiera gestado a lo largo de las horas de tristeza y de ira y que se hubiera enroscado en su cerebro como un gusano rojo.
El chófer que tuvo durante muchos años se había retirado y su sucesor incurrió en algunas indiscreciones. En consecuencia Honda alquilaba ahora coches. A las diez llamó a una criada por el teléfono interior y le ordenó que pidiera un vehículo. Se puso un traje veraniego negro y una camisa deportiva gris.
Tôru no se hallaba en casa. Las criadas observaron con curiosidad la salida nocturna del octogenario Honda.
Cuando el coche penetró en los jardines de Meiji, el deseo de Honda se había trocado en algo semejante a un ligero amago de náuseas. Ahí estaba él de nuevo, al cabo de veinte años.
Pero no era el deseo sexual lo que le había quemado durante todo el trayecto.
Con las manos sobre el bastón, más erguido que de costumbre, murmuraba para sí:
—Sólo tengo que soportar seis meses más. Únicamente seis meses. Si él es auténtico.
Ese «si» le hacía temblar. Si Tôru moría en los seis meses que quedaban hasta que cumpliera veintiún años todo podría perdonarse. Sólo la conciencia de aquel aniversario había permitido que Honda soportara semejante arrogancia. ¿Y si Tôru era una falsificación?
El pensamiento de la muerte de Tôru había constituido un gran consuelo. En su humillación se concentraba en la muerte de Tôru, en su corazón ya le había matado. Su corazón estaba sosegado, su felicidad colmada, su nariz se fruncía con tolerancia y lástima cuando veía la muerte, como el sol a través de una pantalla de mica, más allá de la violencia y de la crueldad. Podría embriagarse en la manifiesta crueldad de lo que se llama piedad. Tal vez eso era lo que había hallado en la luz sobre la vasta y desierta planicie india.
No había advertido aún en sí mismo síntomas de una enfermedad mortal. No tenía nada de lo que alarmarse en lo que se refería a su tensión o a su corazón. Estaba seguro de que si conseguía vivir medio año más sobreviviría a Tôru aunque fuese tan sólo por unos días. ¡Qué lágrimas tan firmes y serenas sería capaz de derramar! Ante el estúpido mundo desempeñaría el papel de trágico padre, privado del hijo que tan tarde le había llegado en la vida. No podía negar que existía un placer en aguardar la muerte de Tôru, en esperarla con el silencioso amor, exudando un dulce veneno, de alguien que lo sabe todo. La violencia de Tôru, seductora y adorable, contemplada a través del tiempo como a través de las alas de una libélula. Las gentes no aman a los animales domésticos que les sobreviven. La brevedad de la vida breve es condición para el amor.
Y quizás Tôru se angustiara ante la perspectiva como la de una nave extraña y desconocida súbitamente surgida en el horizonte que hubiese estado escrutando durante días. Quizás le agitaba y le irritaba la anticipación de la muerte. La posibilidad inundó a Honda de una bondad sin límites. Se sintió capaz de amar no sólo a Tôru sino a toda la raza humana.
¿Mas, y si Tôru era una falsificación? ¿Y si seguía viviendo y Honda, incapaz de soportarle, se extinguía?
Las raíces del sofocante deseo dentro de él estaban en la incertidumbre. Si había de ser el primero en morir, no podría negarse el más bajo de los deseos. Quizás también había sido destinado a morir humillado y como consecuencia de un error de cálculo. El error de cálculo acerca de Tôru podía haber sido la trama tendida por el destino de Honda.
El hecho de que la conciencia de Tôru fuese harto parecida a la suya había sido durante largo tiempo una semilla de inquietud. Tal vez Tôru había leído todo. Quizás Tôru sabía que viviría una larga vida y, leyendo la resuelta malicia en la educación práctica que le había dado un anciano seguro de su muerte precoz, había dispuesto su venganza.
Tal vez el hombre de ochenta años y el de veinte se hallaban ahora enfrentados en una lucha a vida o muerte.
De noche en los jardines de Meiji, por vez primera en veinte años. El coche había girado a la izquierda tras pasar la entrada de Gondawara y avanzaba por el camino circular.
—Siga, siga. —Cada vez que Honda daba aquella orden añadía un golpe de tos, como molesto accesorio.
Entre los árboles bajo la noche aparecían y desaparecían camisas de color de huevo. Por vez primera en mucho tiempo Honda sentía en su pecho aquella palpitación tan peculiar. El viejo deseo aún yacía apilado bajo los árboles como las hojas del año anterior.
—Siga, siga.
El coche giró a la derecha tras la galería de arte, en donde la arboleda era más espesa. Había dos o tres parejas.
La luz era tan inadecuada como siempre. De repente, a la izquierda, surgió un deslumbrante racimo de luces. En el centro del recinto la entrada a la autopista se abría entre una multitud de focos, como un desierto parque de atracciones.
A su derecha quedaría la arboleda del costado izquierdo de la galería de arte. En la noche los árboles ocultaban la cúpula y las ramas se inclinaban sobre la acera, una maraña de abetos, plátanos y pinos. Incluso desde el coche en marcha podía oír a los insectos en las matas de pitas. Como si hubiera sido ayer, recordó la ferocidad de los mosquitos en la espesura y el sonido de los palmetazos contra la piel desnuda.
Despidió el coche en el aparcamiento próximo a la galería de arte. El chófer le observó de soslayo bajo su estrecha frente. Era la clase de mirada que a veces es capaz de provocar un anonadamiento. Puede marcharse, le dijo Honda de nuevo, aún con más firmeza. Apoyó el bastón en la acera y salió del coche.
El aparcamiento se cerraba por la noche. Un cartel advertía que estaba prohibido el acceso. Una valla bloqueaba la entrada. No había luz en la caseta del vigilante ni signo alguno de vida.
Observando cómo se alejaba el coche, Honda descendió por la acera, más allá de las pitas. Desplegaban sus ásperas hojas, de un verde pálido en la oscuridad, silenciosas, como masas de malicia. Escaseaban los viandantes, tan sólo un hombre y una mujer en la acera opuesta.
Habiendo avanzado hasta la fachada de la galería de arte, Honda se detuvo y observó la gran construcción vacía. La cúpula y las dos alas se alzaban con fuerza en la noche sin luna. El estanque rectangular y la blanca gravilla de la terraza en donde grandes franjas de luz de los faroles cortaban la tenue palidez del suelo como la línea de la pleamar. A la izquierda se alzaba un curvo muro del Estadio Olímpico. Sus focos ahora apagados destacaban contra el cielo. Más abajo, los faroles, como entre la niebla, tocaban las ramas exteriores de los árboles.
En la plaza simétrica que no contenía sombra alguna de deseo, Honda se sintió como si estuviera en el centro de la Matriz Mandala.
La Matriz Mandala, uno de los dos mundos elementales, se empareja con el Diamante Mandala. Su símbolo es el loto y sus Budas manifiestan la virtud de la caridad.
La matriz tiene también un carácter incluyente. De la misma manera que la matriz de la mendiga contuvo el embrión del Señor de la Luz, así el corazón turbio del hombre vulgar posee la sabiduría y la piedad de todos los Budas.
La perfecta simetría del resplandeciente mandala mantiene en su centro el Patio del Loto de Ocho Pétalos, residencia del Señor de la Gran Luz. Doce patios se extienden en cuatro direcciones y las residencias de los diversos Budas se hallan determinadas con una simetría detallada y sutil.
Si se tomara por patio central a la cúpula de la galería de arte, alzada en la noche sin luna, entonces la avenida en donde se hallaba Honda, separada del edificio por el estanque, sería quizás la residencia del Señor del Pavo Real, al oeste del Patio del Vacío.
Con los Budas geométricamente dispuestos sobre el dorado mandala, transpuesto a la oscura arboleda de la plaza simétrica, la extensión cubierta por la gravilla y el vacío de la acera se llenaron súbitamente de rostros benignos que aparecían por todas partes. Más de doscientas caras sagradas y más de doscientos del Diamante Mandala resplandecían entre los árboles y en el suelo centelleaba la luz.
La visión se esfumó cuando empezó a andar. La noche rebosaba de ruidos de insectos. Las voces de las chicharras cosían las sombras como si fueran agujas.
Allí estaba entre los árboles el sendero familiar, a la derecha de la galería de arte. Recordó anhelante que el olor de la hierba y el de los árboles en la noche habían sido parte indispensable del deseo.
Advirtió el retorno de una aguda sensación de placer, como si estuviera caminando por aguas poco profundas, próximas a la orilla, mientras a sus pies se agitaban los peces y los moluscos y las estrellas de mar y los crustáceos y los hipocampos. Como si se hallara de noche en un arrecife de coral, el agua golpeando cálida contra las plantas de sus pies, en peligro de que a cada paso se cortara en las rocas puntiagudas. El placer batía más allá, el cuerpo era incapaz de seguir. En todas partes había carteles y signos. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad vio camisas blancas dispersas entre los árboles, como tras una matanza.
Alguien había precedido a Honda entre las sombras en donde se había ocultado. Aunque sólo fuese por su oscura camisa, Honda podía afirmar que se trataba de un «voyeur» veterano. El hombre era tan bajo, sólo le llegaba a los hombros a Honda que al principio le tomó por un chico. Cuando asomó su canosa cabeza y se aproximó tanto su húmedo aliento, pareció pesado y estúpido.
Los ojos del hombre abandonaron su objetivo y se clavaron en el perfil de Honda. Éste miró deliberadamente hacia otro lado pero sintió que los pelos cortos y grises que brotaban hirsutos de las sienes se hallaban en cierta manera ligados a un recuerdo desconcertante. Pugnó por precisarlo. A su garganta llegó el golpe de tos habitual aunque se esforzó por ahogarlo.
La respiración del hombre denotaba una cierta seguridad. Recobró toda su altura y murmuró al oído de Honda.
—Así que volvemos a vernos. ¿Sigue viniendo por aquí? ¿No se ha olvidado?
Honda se volvió y observó aquellos ojillos de roedor. Le vino a la mente un recuerdo de veintidós años atrás. Éste era el hombre que le detuvo frente al almacén americano de Ginza.
Y recordó con temor cuán fríamente le había tratado aquel hombre, confundiendo su identidad.
—No tiene por qué preocuparse. Aquí es aquí y allí es allí. Lo pasado, pasado está. —Aquella manera de anticiparse a los pensamientos de Honda aumentó su intranquilidad—. Pero tendrá que cortar esa tos.
Y tornó a mirar afanosamente más allá de los troncos de los árboles.
Honda respiró más tranquilo cuando el hombre se alejó un tanto. Entonces empezó a mirar hacia la hierba más allá del árbol. Pero las palpitaciones habían desaparecido. Habían sido reemplazadas por la inquietud y, de nuevo, por la irritación y la tristeza. El desinterés por sí mismo le esquivaba cuando él lo perseguía. Aunque el lugar era muy indicado para observar al hombre y a la mujer en la hierba, poseían una falsa cualidad, como si supieran que eran observados y estuviesen desempeñando unos papeles. No existía júbilo en verlos ni tampoco percibía la dulce presión de los escondrijos del escrutinio ni la embriaguez de la misma claridad.
Aunque se hallaban tan sólo a uno o dos metros, la luz era demasiado tenue para que pudiera apreciar detalles o las expresiones de los rostros. Parecía no existir obstáculo alguno entre él y ellos y no podía acercarse más. Esperó que, si seguía mirando, volverían las antiguas palpitaciones. Con una mano apoyada en el tronco y la otra en el bastón observaba a la pareja.
Aunque el hombrecillo no parecía tener la intención de estorbar su deporte, Honda siguió evocando cosas que no debería haber recordado. Como su propio bastón no estaba curvado, no podía tratar de imitar el virtuosismo del viejo que empleaba su bastón para alzar faldas. El hombre ya era anciano entonces y sin duda habría muerto ya. Era indudable que en el curso de aquellos veinte años habrían desaparecido gran cantidad de hombres de la «audiencia». Y no serían además pocos entre los jóvenes «participantes» quienes se hubieran casado y marchado o muerto en accidentes de tráfico o de cáncer juvenil o de hipertensión o de dolencias cardíacas o renales. Como los cambios y los traslados de los participantes tendrían que haber sido más vivos que los de la audiencia, algunos de ellos vivirían ya en bloques de viviendas de ciudades dormitorios a una hora o así de tren de Tokio. Ignorando a sus mujeres y a sus hijos, se habrían abandonado a los placeres de la televisión. Y estaba próximo el día en que alguno de ellos se uniera a la audiencia.
Algo blando rozó su mano derecha. Un gran caracol descendía del árbol.
Retiró su mano lentamente. La sucesión del cuerpo y la concha, como el celuloide de una jabonera tras la espuma pegajosa, le produjeron repugnancia. Con semejante impresión táctil, el mundo podría disolverse, como un cadáver en un baño de ácido sulfúrico.
Honda observó de nuevo al hombre y a la mujer. Casi había una súplica en sus ojos. Embriagadme cuanto antes. Jóvenes del mundo, en la ignorancia y en el silencio, embriagadme para júbilo de mi corazón en las formas de vuestra pasión que no tiene sitio para los viejos.
Tendida bajo el canto de los insectos, la mujer se alzó un tanto y pasó sus brazos por el cuello del hombre. Éste, que lucía una negra boina, tenía una mano muy hundida bajo la falda. Los dedos de ella se movían enérgicamente sobre las arrugas de la camisa del hombre. Estaba contraída contra su pecho, como una escalera en espiral. Jadeante, alzó la cabeza y besó al hombre como si estuviera tragando alguna medicina.
Mientras Honda observaba tan fijamente que le dolían los ojos, sintió un apremio del deseo, como los primeros rayos del sol de la mañana, surgido de profundidades hasta entonces vacías.
El hombre echó mano a su bolsillo posterior. La idea de que en pleno deseo temiera ser robado congeló súbitamente el propio deseo de Honda. Al siguiente instante no dio crédito a lo que veía.
El objeto que el hombre extrajo de su bolsillo era una navaja de resorte. La tocó con el dedo índice y surgió un sonido como la rascadura de una lengua de serpiente. La hoja brilló en la oscuridad. Honda no podía estar seguro de que la mujer hubiera sido acuchillada pero oyó un grito. El hombre se puso en pie de un salto y miró en torno de sí. La boina se había deslizado hacia atrás. Por vez primera Honda observó su pelo y su rostro. El pelo era completamente blanco y la cara demacrada, la de un individuo de sesenta años, completamente surcada de arrugas.
El hombre pasó junto a Honda, que ahora sufría un verdadero shock, y se alejó corriendo a una velocidad que desmentía sus años.
—Salgamos de aquí —murmuró el hombrecillo ratonil al oído de Honda—. Esto puede costarnos muy caro.
—No podría correr aunque quisiera —dijo Honda débilmente.
—Lástima. Sospecharán de usted si no desaparece —el hombre se mordió una uña—. Tal vez deba quedarse a declarar como testigo.
Se oyó un pitido, rumor de pasos apresurados y la agitación de quienes se ponían en pie. Entre la maleza apareció sorprendentemente cerca la luz de una linterna. Los policías rodeaban ahora a la mujer y debatían el caso en alta voz.
—¿En dónde la hirió?
—En el muslo.
—No es un corte muy grande.
—¿Qué aspecto tenía? Díganos qué tipo de hombre era.
El policía que había permanecido acurrucado junto a la mujer, iluminando su cara con la linterna, se puso en pie.
—Dice que era un viejo. No puede haber ido muy lejos.
Temblando, Honda oprimió su rostro contra el tronco. Cerró los ojos. La corteza estaba húmeda. Era como si un caracol se arrastrara sobre su cara.
Abrió muy poco los ojos. Podía distinguir el haz de luz de la linterna. Alguien le empujó desde tan abajo que tenía que ser el hombrecillo. Honda abandonó, tropezando, el refugio del enorme árbol. Su rostro casi chocó con uno de los agentes. El policía le sujetó por la muñeca.
En la comisaría se hallaba un reportero de un semanario especializado en escándalos. Se entusiasmó al enterarse del acuchillamiento en los jardines de Meiji.
Pidieron a la mujer, cuya pierna había sido firmemente vendada, que identificara a Honda. Y a éste le costó tres horas demostrar su inocencia.
—Estoy absolutamente segura de que no fue este anciano caballero —dijo la mujer—. Me encontré con el otro un par de horas antes en un tranvía. Era un viejo pero iba vestido como si fuera un joven, hablaba con simpatía, un tipo que cae bien a la gente. Jamás habría imaginado que podría hacer tal cosa. Eso es. No sé absolutamente nada de él, ni cómo se llama, ni dónde vive, qué es lo que hace, nada.
Hasta enfrentarse con la mujer, Honda permaneció detenido, determinaron su identidad y se vio obligado a revelar las circunstancias que habían llevado a una persona de su categoría al parque y a semejante hora. Fue una pesadilla; precisamente la estúpida historia que veinte años atrás oyó de su viejo compañero de profesión se convertía ahora en una experiencia de su propia vida. Todo parecía poseer la lucidez de un mal sueño, totalmente divorciado de la realidad: la sórdida comisaría, las sucias paredes de la sala de interrogatorios, la luz extrañamente brillante, la cabeza monda del inspector.
A las tres de la madrugada le permitieron marcharse a su casa. Apareció una criada y con gesto suspicaz abrió la puerta. Fue a su habitación. Sufrió pesadillas.
Al día siguiente permaneció en cama con un enfriamiento y necesitó una semana para recobrarse.
La mañana en que empezaba a sentirse mejor, Tôru le hizo una inesperada visita. Sonriendo, dejó un semanario sobre la almohada de Honda.
Llevaba este titular: «Los apuros de su Excelencia el Juez-Voyeur, falsamente acusado de apuñalamiento».
Honda se quitó las gafas. Sentía unas desagradables palpitaciones en el pecho. La información era sorprendentemente exacta. Incluso figuraba el auténtico nombre de Honda. Ésta era la frase decisiva: «La aparición de un voyeur de ochenta años parece indicar que el dominio del Japón por parte de los viejos se extiende incluso al mundo de los degenerados».
La observación de que sus inclinaciones no eran nuevas sino que desde hacía unos veinte años tenía conocidos entre los voyeurs permitió que Honda adivinara quién había sido el informante. Los propios policías habrían encaminado al reportero hasta el hombrecillo. Una demanda por difamación sólo serviría para empeorar las cosas.
Era un incidente vulgar del que merecía olvidarse pero Honda, que había creído que ya no tenía prestigio ni honor que perder, vio al perderlos que en realidad todavía se hallaban presentes.
Parecía seguro que durante un período bastante prolongado la gente relacionaría su nombre no con logros espirituales e intelectuales sino con el escándalo. Los escándalos no solían olvidarse. Y no era la indignación moral la que inducía a recordarlos. Para encerrar a una persona el escándalo era el recipiente más sencillo y eficaz.
La tenacidad del enfriamiento le dijo que estaba desplomándose físicamente. Haber sido un sospechoso constituía una experiencia que, en la completa ausencia de dignidad intelectual, parecía provocar el derrumbamiento de la carne y de los huesos. De nada servían los conocimientos, la instrucción, el pensamiento. ¿De qué habría valido enfrentar al inspector con los sutiles detalles de los conceptos que había adquirido de la India?
A partir de entonces, y siempre que mostrase su tarjeta:
Shigekuni Honda
Abogado
la gente insertaría una línea en el angosto espacio entre las dos:
Shigekuni Honda
Voyeur de ochenta años
Abogado
Y así la carrera de Honda quedaría comprimida en una sola línea:
Ex juez, voyeur de ochenta años».
Y así se había desplomado en un instante el edificio invisible que la conciencia de Honda había construido a través de su larga vida y una sola línea quedaría inscrita en los cimientos. Tan concisa como una hoja al rojo vivo. Y era verdad.
Tras el incidente de septiembre Tôru se dispuso fríamente a ser amo y señor.
Tomó como abogado a un profesional con el que Honda había reñido y le consultó sobre la posibilidad de lograr que Honda fuese incapacitado. Se necesitaría un reconocimiento para probar su debilidad mental pero el abogado parecía seguro de los resultados.
Y en realidad el cambio operado en Honda era evidente. Tras el incidente dejó de salir y parecía temeroso de todo. Resultaría fácil determinar la existencia de síntomas de alucinaciones seniles. Tôru tan sólo tendría que comparecer ante un tribunal de relaciones domésticas y conseguir que Honda fuese incapacitado; el abogado sería designado su tutor.
El abogado consultó a un psiquiatra con quien mantenía buenas relaciones. Tras los manifiestos extravíos de Honda el psiquiatra trazó una imagen de inquietud senil. Surgieron dos dolencias: «deseo sexual sustitutivo», una obsesión como un fuego que se reflejara en un espejo, que carecía de luz propia, e incontinencia como resultado de la senilidad. El abogado dijo que todo lo demás carecería de cuenta del sistema legal. Añadió que sería conveniente que Honda comenzara a gastar su dinero pródigamente, en tal forma que suscitara el temor de que peligrase su fortuna, pero por desgracia no se presentaban semejantes tendencias. En cualquier caso, a Tôru no le preocupaba tanto el dinero como el poder.