Capítulo 25

Tôru empezó a estudiar en la escuela preparatoria a los diecisiete, dos años más tarde que la mayoría de los muchachos, e ingresaría en la Universidad a los veinte, en 1974, cuando alcanzase la mayoría de edad legal. Durante su tercer año en la escuela preparatoria no se concedió vacaciones en sus estudios para preparar los exámenes de la Universidad. Honda le previno contra el exceso de trabajo.

Un día de otoño de aquel tercer año Honda, pese a las protestas de Tôru, le llevó a pasar un fin de semana fuera. Tôru no quería ir muy lejos de casa y en consecuencia siguieron sus deseos y fueron en coche a Yokohama para ver los barcos. Era la primera vez en mucho tiempo que los contemplaba. Pensaban cenar en el barrio chino de Yokohama.

Por desgracia el cielo de comienzos de octubre se cubrió de nubes. Sobre Yokohama el cielo aparecía alto e inmenso. Fueron al muelle meridional. El cielo estaba cubierto de grandes nubes aborregadas, con algunas manchas blancas aquí y allá. Como el eco de una campanada, quedaba un rastro azulado más allá del muelle central. Parecía a punto de desaparecer.

—Si tuviéramos nuestro propio coche, yo habría podido traerte. Un chófer es un gasto innecesario.

—No todavía. Ya te compraré uno, te lo prometo, cuando ingreses en la Universidad. Sólo habrás de esperar un poco más.

Tras enviar a Tôru a comprar las entradas para entrar en el edificio del terminal, Honda se apoyó en su bastón y observó con gesto de cansancio las escaleras que tenía que remontar. Sabía que Tôru se mostraría dispuesto a ayudarle pero no quería pedírselo.

Tôru se sentía a gusto desde que llegaron al puerto. Sabía que sería así. No sólo Shimizu sino cualquier puerto era como una medicina cristalina que obraba en él una inmediata curación.

Eran las dos de la tarde. En los paneles figuraba el registro de las nueve de la mañana: el Chung Lien II, panameño, 2.167 toneladas; un barco soviético; el Hai-i, chino, 2.767 toneladas; el Mindanao, filipino, 3.357 toneladas. Para las dos y media se esperaba la arribada del Khabarovsk, un barco soviético que traía de Nahodka a cierto número de pasajeros japoneses. Desde el segundo piso del edificio del terminal, ligeramente más alto que las cubiertas, se disfrutaba de una buena vista de las naves.

Observaron la proa del Chung Lien y la agitación que dejaba detrás en el puerto.

Con el paso del tiempo no era infrecuente que los dos permanecieran uno junto al otro en el afrontamiento con la grandeza. Quizás era desde luego la mejor posición para los Honda, padre e hijo. Si la «relación» entre ellos consistía en emplear a la naturaleza como mediadora entre sus conciencias separadas, sabiendo que el mal procede de un encuentro directo, entonces estaban utilizando la naturaleza como un gigantesco filtro con objeto de trocar en potable el agua del mar.

Bajo la proa del Chung Lien se extendía el fondeadero para embarcaciones de menor calado, como una acumulación de pedazos de madera arrastrados por el mar. Signos y carteles sobre el muelle de hormigón, vedando el paso a los coches, parecían las secuelas de un juego de rayuela. Un humo sucio venía de alguna parte y era incesante el ruido sincopado de motores.

La pintura se había desconchado del negro casco del Chung Lien. El rojo brillante del minio para evitar la corrosión dibujaba en torno de la proa una trama que parecía una fotografía aérea de las instalaciones portuarias. La enmohecida ancla sin cepo colgaba de la bocina del escobén como un gigantesco cangrejo.

—¿Qué carga lleva, toda embalada en esos fardos largos como husos? —Honda observaba ya a los estibadores faenando en el Chung Lien.

—Me imagino que cajas de algo.

Satisfecho de que su hijo no supiera más que él, Honda concentró su atención en los gritos de los estibadores y en un trabajo que nunca había conocido en su vida.

Lo sorprendente era que la carne, los músculos, los órganos (al margen del cerebro) otorgados a un ser humano pasaran toda una vida de indolencia, favorecidos con la salud y un dinero superfluo. Tampoco había manejado Honda grandes poderes de creatividad o de imaginación. Lo suyo habían sido tan sólo un frío análisis y un sólido juicio. Gracias a ellos había logrado suficiente riqueza. No sentía remordimientos de conciencia ante los estibadores sudorosos que veía en acción o en imágenes pero experimentaba una irritación incógnita. Las escenas y los objetos y los movimientos ante él no eran la realidad de algo que hubiese tocado o de lo que se hubiese beneficiado. Constituían una barrera, un muro opaco que siempre reía burlón hacia ambos lados, embadurnado de olorosa pintura, entre él y alguna realidad invisible y los seres invisibles que se beneficiaban de aquello. Y las figuras tan vivaces en el muro se hallaban sometidas a la más férrea servidumbre, dominadas por alguien más. Honda nunca había deseado hallarse así, en aquella opaca servidumbre, pero no dudaba de que eran las únicas que poseían sus anclas como las naves, bien afirmadas en la vida y en la existencia. La sociedad sólo pagaba una recompensa por el sacrificio. La inteligencia era pagada en medida proporcionada al sacrificio de la vida y del ser.

Pero no tenía por qué preocuparse en época tan tardía. Todo lo que había que hacer era disfrutar de los gestos que se desarrollaban ante él. Pensó en los barcos que llegarían al puerto después de que hubiera muerto y que zarparían para países soleados. El mundo rebosaba de esperanzas en las que él no participaba. Si él mismo fuese un puerto, aunque fuera un puerto sin esperanzas, tendría que dar fondeadero a cierto número de esperanzas. Pero tal como era, podía muy bien declarar al mundo y al mar que él constituía una completa superfluidad.

¿Y si fuese un puerto?

Observó al único barquito en el puerto de Honda, Tôru, aquí junto a él, absorbido por las operaciones de descarga. Un barco que era exactamente lo mismo que el puerto, pudriéndose con el puerto, negándose siempre a zarpar. Honda, al menos, lo sabía. El barco se hallaba atracado. Eran un padre y un hijo modelos.

Las grandes y oscuras bodegas del Chung Lien estaban abiertas. La carga rebasaba las bocas de las bodegas. Las siluetas de los estibadores de jerseys pardos y fajas de lana verdidorada eran medio visibles entre las montañas de la carga; sus cascos amarillos se meneaban cuando gritaban a las grúas. Los mil cables de la cabria temblaban con sus propios gritos y cuando la carga oscilaba precariamente en el aire ocultaba y luego volvía a revelar las letras doradas del nombre del barco de pasajeros amarrado al muelle central.

Un oficial de gorra blanca supervisaba las operaciones. Sonreía. Parecía como si hubiese gritado algo jocoso para animar a los estibadores.

Cansados de las operaciones de descarga, el padre y el hijo caminaron hasta un punto en el que podían comparar la popa del Chung Lien con la proa del barco soviético.

La proa vibraba de vida, la baja popa se hallaba desierta. Respiraderos de color ocre apuntaban en varias direcciones. Grandes montones de basura. Antiguas barricas con enmohecidos cinchos de hierro. Chalecos salvavidas en la barandilla blanca. Efectos navales. Rollos de cuerda. Los delicados pliegues blancos de los botes salvavidas bajo lonas pardas. Una antigua linterna todavía encendida bajo la bandera panameña.

La quietud era como la de un bodegón holandés, teñida de la melancolía del mar. Era como dormir con las partes pudendas expuestas a los ojos indiscretos de las gentes de tierra, todas las largas horas de tedio a bordo del barco.

Desde arriba dominaba la escena la negra proa del barco soviético con sus trece grúas plateadas. La herrumbre del ancla que pendía de la bocina del escobén había dejado sobre el casco un rastro rojo semejante al de una telaraña.

Las amarras que los unían a tierra delimitaban perspectivas. Tres amarras se entrecruzaban, arrastrando flecos de abacá. Entre las inmutables pantallas de hierro se agitaba el bullicio incansable del puerto. Cada vez que un pequeño remolcador con negros neumáticos en las bordas o una estilizada lancha de práctico cruzaba dejando una suave estela, la oscura irritación se calmaba por un momento.

Tôru evocó Shimizu tal como lo veía cuando iba por allí, solo, los días de fiesta. Algo le era arrebatado cada vez de su corazón, sentía como un suspiro de los grandes pulmones del puerto, y cuando cubría sus oídos para protegerlos de los gritos, de los rugidos y de los chirridos, saboreaba simultáneamente la opresión y la liberación y se llenaba de un dulce vacío. Sucedía lo mismo allí aunque la presencia de su padre tuviera un efecto inhibidor.

—Pienso que fue una buena cosa —dijo Honda— que rompiéramos con la muchacha de los Hamanaka al comienzo de la primavera. Puedo decírtelo ahora que pareces haberlo superado y estás tan dedicado a tus estudios.

—No importa.

Molesto, Tôru puso en sus palabras un matiz de melancolía y de valor juveniles. Pero no bastaron para detener a Honda. El verdadero objeto de Honda no era la disculpa sino la pregunta que durante tanto había deseado hacer.

—Pero esa carta, ¿no te pareció demasiado estúpida? ¿No fue exagerado que una muchacha hablara abiertamente de lo que nosotros éramos perfectamente conscientes y ante lo que cerramos nuestros ojos? Sus padres formularon todo género de excusas y el hombre que vino primero con la propuesta no supo qué decir cuando vio la carta.

Le desagradaba a Tôru que Honda, quien hasta ahora no se había referido a la cuestión, la abordara tan abiertamente, quizás incluso en exceso. Advirtió que a Honda le había complacido tanto romper el compromiso como establecerlo.

—¿Pero no supones que todas las propuestas que nos llegan son iguales? —Con los codos en la barandilla, Tôru no alzaba la vista—, Momoko fue honesta y en consecuencia pudimos tomar medidas a tiempo.

—Estoy completamente de acuerdo. No debemos renunciar. Ya encontraremos una buena chica. Pero esa carta…

—¿Por qué te preocupas tanto por eso ahora?

Honda lanzó a Tôru un ligero codazo. A Tôru le pareció que era pinchado por un hueso.

—¿La escribiste tú?

Tôru había estado esperando la pregunta.

—Imagina que fui yo. ¿Qué harías?

—Nada en absoluto. Lo único en consecuencia es que has hallado un medio de abrirte camino en la vida. Hemos de describirlo como un camino oscuro, sin dulzura alguna.

Tôru se sintió afrentado en su dignidad.

—No quiero que nadie me crea dulce.

—Pero tú te mostrabas muy dulce mientras todo marchaba.

—Hacía lo que querías que hiciera, me imagino.

—Sí.

Tôru se estremeció cuando el anciano mostró sus dientes al viento marino. Habían llegado a un punto de acuerdo y aquello llevó a Tôru pensamientos homicidas. Podía haberlos trocado en realidad empujando a Honda; pero temió que Honda fuese incluso consciente de aquel impulso. Lo abandonó. Tener que vivir era más negro que la más inhóspita negrura. Tener que ver cada día a un hombre que se esforzaba por comprender y comprendía lo que había de más profundo dentro de él.

Poco más era lo que podían decirse. Después de dar la vuelta al edificio del terminal, permanecieron cierto tiempo observando al barco filipino en el extremo opuesto.

Directamente frente a ellos había un portalón que conducía a los camarotes de la tripulación. Podían ver el desgarrado linóleo que brillaba turbiamente y junto a una esquina la barandilla de hierro de una escalera que descendía. El corredor breve y vacío de lo cotidiano, de la vida humana paralizada, nunca por un momento lejos de seres humanos, por remoto que fuese el mar en que se hallara. En el gran barco blanco de pasajeros, aquel lugar era el equivalente del oscuro y deslucido pasillo en la tarde de cada casa. Y también en una casa vasta y despoblada en la que sólo vivían un anciano y un muchacho.

Honda se inclinó. Tôru acababa de hacer un gesto violento. Honda captó la palabra «Agenda» en el bloc que Tôru extrajo de su cartera. Lo lanzó más allá de la popa del barco filipino.

—¿Qué estás haciendo?

—Son notas que ya no necesito. Apuntes.

—Te multarán si te ven.

Pero no había nadie en el muelle y en el barco sólo un marinero filipino que miró sorprendido al mar. Por un instante el bloc de tapas de caucho flotó en el agua y luego se hundió.

Un remolcador con mástiles del color de una espinosa langosta a la parrilla acercaba al muelle a un blanco navío soviético con una estrella roja en la proa y el nombre Khabarovsk en letras doradas. Junto a la barandilla se agolparon los que esperaban con los cabellos revueltos por el viento. Algunos se pusieron de puntillas. Sobre los hombros de adultos los niños estaban ya gritando y manoteando.