Fragmentos del diario de Tôru Honda.
No puedo excusarme de los diversos errores que estoy cometiendo a propósito de Momoko. Y ello porque hay que partir de la claridad y el más pequeño error de cálculo determina fantasía y la fantasía produce belleza.
Jamás fui un devoto suficientemente apasionado de la belleza para creer que ésta produce fantasía y la fantasía es origen de errores de cálculo. Cuando aún era bisoño, en la estación de comunicaciones a veces identificaba erradamente un barco. Sobre todo de noche, cuando es difícil calcular la distancia entre las luces de los mástiles. En ocasiones confundía un ruin y diminuto pesquero con un mercante internacional y le enviaba una señal, pidiéndole que se diera a conocer. No acostumbrado a semejante trato, en ocasiones el pesquero contestaba dando el nombre de una estrella de cine. No era, sin embargo, cosa de gran belleza.
La belleza de Momoko cumple desde luego todas las normas objetivas. Su amor me es necesario y debo entregarle la hoja con la que ella misma se corte. Un abrecartas no será suficiente.
Sé muy bien que las demandas más firmes e insistentes no proceden de la razón ni de la voluntad sino del deseo sexual. En ocasiones se interpretan erróneamente como lógicas las prolijas exigencias del sexo. Creo que, para no confundirlas, he de tener otra mujer en lo que al sexo se refiere. Y ello porque los deseos más sutiles y delicados del mal no se cifran en una herida física sino espiritual. Conozco muy bien la naturaleza del mal en mi seno. Radica en las insistentes demandas de su propia conciencia, en una conciencia transformada en deseo. O, por expresarlo de distinta manera, ha sido una claridad en su forma más perfecta, representando su papel en las más lóbregas profundidades.
A veces pienso que sería mejor que estuviese muerto. Porque mis planes pueden alcanzar realidad en el lejano extremo de la muerte. Porque allí puedo hallar una verdadera perspectiva. Lograrla mientras aún sigo con vida es una tarea extraordinariamente difícil. ¡Sobre todo cuando uno sólo tiene dieciocho años!».
Me resulta muy duro entender a los Hamanaka. No hay duda de que desean que permanezcamos prometidos durante cinco o seis años y que luego ejercerán su opción y nos harán miembros dignos de la sociedad mediante un solemne matrimonio. ¿Pero qué garantías tienen? ¿Deben poseer semejante confianza en la belleza de su hija? ¿O es que han puesto grandes esperanzas en una indemnización por ruptura del compromiso?
No, dudo de que hayan llegado verdaderamente a calcular todas las posibilidades. Asumen la visión más cruda y vulgar de las relaciones entre hombre y mujer. A juzgar por sus gestos de admiración cuando oyen hablar de mi cociente intelectual, uno imaginaría que han consagrado todas sus energías al estudio del talento y sobre todo al talento con dinero.
Momoko me llamó por teléfono desde Karuizawa el día en que regresé de Hokkaido. Quería verme y en consecuencia yo había de ir a Karuizawa. Era indudable que sus padres estaban tras el proyecto. Había tal acento de artificio en su voz que me atreví a mostrarme cruel. Le repliqué que, dado que me hallaba tan consagrado a mi preparación del ingreso en la Universidad, me era imposible aceptar su amable invitación. Y cuando colgué experimenté una inesperada sensación de tristeza. La negativa es en sí misma una especie de concesión y resultaba natural que la concesión aportara una sombra de tristeza sobre la propia dignidad. No lo siento.
El verano casi ha concluido. Soy muy consciente de su paso. Tan intensamente como puedan expresarlo las palabras. Hoy en el cielo hay nubes aborregadas y cúmulos y en el aire un leve matiz de aspereza.
El amor debe proseguir pero mis emociones no deben ir tras de nada. Tengo sobre mi mesa el pequeño regalo que Momoko me entregó en Shimoda. Es un fragmento enmarcado de coral blanco. Por detrás, en dos corazones traspasados, lleva la inscripción: «De Momoko para Tôru». No comprendo cómo puede seguir mostrándose poseída por gustos tan pueriles. El marco está relleno de minúsculos pedacitos de estaño que al agitarlo se alzan como las blancas arenas del mar y el cristal está medio empañado de añil. La bahía de Suruga que conocí se halla comprimida en un marco que abarca treinta centímetros cuadrados; se ha convertido en una lírica miniatura, que me ha sido impuesta por una muchacha. Pero por pequeño que sea el coral posee su propia crueldad, grande y fría, mi conciencia inviolable en el corazón de su lirismo».
¿De dónde proceden las dificultades en mi existencia? ¿O por decirlo de otra manera, la ominosa tersura y disposición de mi existencia?
A veces pienso que semejante serenidad se debe al hecho de que mi existencia es una imposibilidad lógica.
No es que yo formule a mi ser difíciles preguntas. Vivo y me muevo sin un poder motivador pero eso es tan imposible como el movimiento perpetuo. Tampoco es mi destino. ¿Cómo puede ser un destino lo imposible?
Parece como si desde el momento en que nací en esta Tierra mi ser supiera que era contra toda razón. No nací con defecto alguno. Nací como un ser humano imposiblemente perfecto, una perfecta película negativa. Pero este mundo está lleno de positivos imperfectos. Sería terrible para ellos revelarme, cambiarme en un positivo. Por eso es por lo que me temen tanto.
Lo que más me ha divertido ha sido el solemne precepto de que sea fiel a mí mismo. Eso es una imposibilidad. Si hubiera tratado de obedecerlo, habría muerto inmediatamente. Sólo hubiera podido significar hacer una unidad del absurdo de mi existencia.
Habrían existido medios de no haber poseído yo dignidad. Sin dignidad habría resultado fácil lograr que otros y yo también aceptáramos todo género de imágenes distorsionadas. ¿Pero es tan humano ser desesperadamente monstruoso? Aunque desde luego el mundo se siente seguro cuando lo monstruoso es realidad.
Soy muy cauteloso pero me falta en gran medida el instinto de autoconservación. Y tanto me falta que a veces me embriaga la brisa a través del foso. Como el peligro es lo habitual, no existen crisis. Bien está tener un sentido del equilibrio porque no me es posible vivir sin un milagroso género de equilibrio; pero de repente se torna en un cálido sueño de desequilibrio y colapso. Cuando más grande es la disciplina, mayor es la inclinación a la violencia y llego a cansarme de accionar el botón de control. No debo creer en mi propia docilidad. Nadie sabe qué sacrificio constituye para mí mostrarme amable y dócil.
Pero mi vida ha sido sólo deber. He sido como un torpe grumete. Sólo gracias a los mareos y las náuseas he podido sustraerme al deber. La náusea correspondía a lo que el mundo llamaba amor».
Por alguna razón a Momoko no le agrada venir a casa conmigo. Después de la escuela charlamos aproximadamente durante una hora en la «Cafetería Renoir». A veces nos divertimos de un modo inocente en el parque, montando en la montaña rusa. A los Hamanaka no les preocupa mucho que su hija llegue tarde a su casa con tal de que no haya anochecido. Aunque naturalmente a veces la llevo al cine y he de informarles de antemano que volveremos tarde. No hay gran placer en estos encuentros previamente conocidos así que a veces tenemos otros, más breves.
Momoko vino hoy de nuevo a «Renoir». Quizás parezca anticuada pero se comporta como cualquier otra chica en las cosas desagradables que tiene que decir acerca de sus profesores, en los chismorreos sobre sus amistades, en charlar, si bien con la desdeñosa máscara de la indiferencia, sobre la conducta escandalosa de las estrellas de cine. Bromeo un poco, haciendo gala de una tolerancia masculina.
Me falta valor para escribir más porque en la superficie mis reservas no parecen distintas de las reservas inconscientes de todos los demás jóvenes. Sea cual fuere mi perversidad, Momoko no la siente como tal. Así que doy rienda suelta a mis sentimientos. Sin proponérmelo, me torno sincero y honrado. Si realmente lo fuese entonces las contradicciones éticas en mi existencia quedarían al aire como las orillas fangosas en la marea baja, pero las peores son las que aún no están al descubierto. Cuando las aguas retroceden dejan atrás un punto en el que mis frustraciones no resultan diferentes de las de cualquier otro joven, la tristeza que surca mi ceño traza una arruga no distinta a la de cualquier otro. No sería Momoko quien me sorprendiera allí.
Estaba equivocado al pensar que a las mujeres les atormentan las dudas acerca de si son amadas. He deseado sumir a Momoko en la duda pero esta bestia pequeña y rápida ha eludido la captura. De nada serviría decirle que no la quiero. Pensaría que yo estaba mintiendo. Mi único recurso es aguardar y conseguir que sienta celos.
A veces me pregunto si no he cambiado de alguna manera al disipar mi sensibilidad recibiendo a todas aquellas naves. Han tenido que tener algún efecto en mí. Los barcos nacían de mi conciencia y se trocaban en gigantes y conseguían nombres. Sólo hasta ahí me interesaban. Una vez que se hallaban en el puerto pertenecían a un mundo diferente. Yo estaba muy ocupado recibiendo a otras naves. No poseía el arte de convertirme alternativamente en barco y puerto. Esto es lo que las mujeres exigen. El concepto de mujer, tornado en realidad sensible, se negaría al final a abandonar el puerto.
He experimentado el orgullo y el placer íntimos de ver cobrar forma gradualmente el concepto en el horizonte. He puesto allí mi mano desde fuera del mundo y he creado algo y no he saboreado la sensación de ser arrastrado al mundo. No me he sentido recogido como la ropa lavada cuando llega un aguacero. Ninguna lluvia ha caído que me diera existencia dentro del mundo. Al borde del anegamiento intelectual, mi claridad se ha mostrado segura del oportuno rescate de los sentidos. Porque la nave ha cruzado siempre. Jamás se ha detenido. Los vientos marinos han trocado todo en mármol veteado, el sol ha mudado en cristal el corazón».
He confiado en mí mismo hasta el grado de la tristeza. Me pregunto cuándo incurrí en el hábito de lavarme las manos después de cada roce con la humanidad para no ser contaminado. La gente consideraba esta costumbre como algo fastidioso y anómalo.
Mi desgracia tuvo claramente sus orígenes en el hecho de no reconocer la naturaleza. Es natural que yo no haya reconocido la naturaleza porque la naturaleza, al contener todas las normas, debe ser un aliado y «mi» naturaleza no lo ha sido. He logrado no reconocerla con dulzura. No he sido mimado ni maleado. Sintiendo siempre las sombras de personas inquietas por herirme, he tenido cuidado en mis dispendios de dulzura precisa para herir a los demás. Cabe advertir en ese cuidado un muy humano género de solicitud. Pero al emplear la palabra misma de «solicitud» surgen desagradables retazos de cansancio.
He pensado que, en comparación con la naturaleza de mi propio ser, los asuntos, el mundo, los delicados y complejos problemas internacionales y cosas por el estilo no son problemas en manera alguna. La política, el arte y las ideologías han sido así como innumerables rajas de sandía. Sólo rajas de sandía abandonadas a la orilla del mar, casi del todo blancas pero teñidas del tenue rosa del alba. Porque aunque pensé odiar lo vulgar, he reconocido en ello la posibilidad de la vida eterna.
La incomprensión y el error han parecido preferibles a un incansable escudriñamiento de mis profundidades. Esto último denota una rudeza y una descortesía indescriptibles, imposibles sin la más horrible hostilidad. ¿Pero cuándo me comprendió una sola nave? A mí me bastaba comprender. Insípida y puntillosamente me daba su nombre y sin proferir otra palabra se deslizaba en el puerto. Suerte tuvieron las naves de que ninguna de ellas fuese consciente de la situación. Si en aquel instante una sola hubiese mostrado el más ligero recelo habría sido instantáneamente barrida de mi conciencia.
He integrado una delicada maquinaria para averiguar lo que sentiría de ser humano. El inglés de adopción es más inglés que el inglés nativo, así dicen; y yo he llegado a ser más experto en humanidad que un ser humano. Más, en cualquier caso, que alguien de dieciocho años. La imaginación y la lógica son mis armas, más precisas que la naturaleza, el instinto o la experiencia, completamente impermeables en su conciencia de la apariencia y en su acomodación a ésta. He llegado a ser un especialista en humanidad como un entomólogo puede especializarse en escarabajos de Sudamérica. Con flores sin aroma he explorado los modos en que los seres humanos son capturados por el olor de ciertas flores, atrapados por ciertos sentimientos.
Hay que observar. Desde la estación de comunicaciones veía cómo un mercante internacional, a una cierta distancia de la costa la avistaba y se dirigía a tierra a doce nudos y medio y con los más apremiantes anhelos del hogar. Esto era simplemente un sondeo porque en realidad mis ojos se hallaban clavados en un invisible reino más allá del horizonte. ¿Qué es ver lo invisible? Es la visión definitiva, el rechazo al final de toda visión, el propio rechazo de los ojos.
Pero a veces temo que todos estos pensamientos y todos estos planes míos comiencen en mí y en mí acaben. Así sucedía, en cualquier caso, en la estación de comunicaciones. Todas las imágenes lanzadas hasta aquella pequeña estancia como fragmentos de cristales arrojaban su luz sobre las paredes y el techo y no dejaban tras de sí rastro alguno. ¿No sucede otro tanto en los demás mundos?
Debo ser mi propio soporte y seguir viviendo. Porque siempre me hallo flotando en el aire, resistiéndome a la gravedad, en las fronteras de lo imposible.
Ayer, en la escuela, uno de los profesores que más se jactan de su erudición nos enseñó un fragmento de un lírico griego:
Aquellos que nacen con el don de los dioses
Tienen el deber de morir bellos
Sin disipar el don.
Para mí, para quien la vida toda es un deber, no existe este deber específico. Porque no tengo conocimiento de haber recibido un don».
Sonreír se ha tornado una pesada carga y en consecuencia he resuelto mostrarme durante algún tiempo malhumorado con Momoko. Dejo lugar para parecer que soy un muchacho hosco y frustrado, del género más corriente, incluso mientras ofrezco una breve visión del monstruo. Y como se trata de una representación sin pausa, como resulta demasiado estúpida, debo tener una cierta medida de pasión. He buscado una razón. Y he hallado la más plausible. Es el amor nacido en mí.
Casi rompí a reír. Porque me he tornado consciente de la significación del desenamoramiento como una premisa evidente en sí misma. Radica en la libertad de amar indiscriminadamente en cualquier momento. Como el chófer de un camión que en el verano se echa una siesta a la sombra, seguro de que cuando despierte podrá volver a conducir. Si la libertad no es la esencia del amor sino su enemiga, entonces dispongo a mano de un amigo y de un enemigo.
Mi hosquedad parece haber resultado convincente. Eso resulta muy natural puesto que es la forma que cobra el amor que es libre, pidiendo mientras rechaza.
Muy pronto perdió Momoko su apetito. Me miraba con gesto de preocupación, como si observara a un ave doméstica. Tenía la noción vulgar según la cual la felicidad ha de ser distribuida entre todos, como una enorme hogaza de pan francés. No comprendía el principio matemático según el cual la felicidad para uno debe ser la infelicidad para otro.
—¿Ha sucedido algo?
Era una pregunta inapropiada, viniendo de aquellos atrayentes labios en aquella cara ensombrecida por una silenciosa tragedia.
Yo reía distraídamente y no respondía.
Fue la única vez que me formuló la pregunta. Pronto se perdió en su propio parloteo. El oyente fiel ha de ser callado.
Reparó en el dedo corazón de mi mano derecha que me había lesionado aquel día en el potro durante la clase de gimnasia. Advertí el alivio en cuanto reparó en el vendaje. Pensó haber hallado la causa de mi malhumor.
Disculpándose por no haberse fijado antes, dijo con acento de gran preocupación que debía dolerme mucho. Le respondí con brusquedad que apenas me dolía.
En realidad así era. No fui capaz de excusarla por hallar explicación tan simple. Y me desagradó que, a pesar de que me había esforzado por ocultarle el vendaje, le hubiera costado tanto tiempo descubrirlo.
Acallé sus manifestaciones de simpatía con declaraciones cada vez más firmes de que no me dolía lo más mínimo. Con una expresión en su cara como de haber advertido claramente la razón de mis palabras y toda mi fingida impasibilidad, se mostraba cada vez más comprensiva, habiéndose convencido de que debía extraerme una confesión.
Insistió en ir inmediatamente a una farmacia para que me cambiaran la venda. La antigua tenía ya un tono grisáceo y aquello resultaba peligroso. Cuanto más intensa era mi negativa, más fuerte era su conciencia del poder de mi abnegación. Finalmente fuimos los dos y me cambió la venda una señora que obviamente había sido enfermera. Momoko permaneció a un costado, transida de terror y así pude ocultar que la herida era tan sólo un arañazo.
Me preguntó ansiosamente cómo me encontraba ahora.
—Se ve el hueso.
—¡No! ¡Es horrible!
—No tienes por qué alarmarte —repuse hoscamente.
Se mostró aterrada cuando manifesté despreocupadamente la posibilidad de que tuvieran que amputarme el dedo. Su horror desmesurado revelaba con harta claridad su egotismo sensual pero no me desagradó.
Hablamos mientras caminábamos. Como de costumbre ella llevaba el peso principal de la conversación. Se sentía feliz en el calor, la brillantez y la limpieza de su hogar. Me irritó que no experimentara la más ligera duda acerca de sus padres.
—Supongo que tu madre habrá dormido algunas noches con uno o con dos hombres. Ha vivido mucho tiempo.
—Desde luego que no.
—¿Cómo lo sabes? Hubo cosas que sucedieron antes de que tú nacieras. Pregúntaselo a tus hermanos.
—No es cierto.
—Y me imagino que tu padre tendrá alguna chica guapa en algún sitio.
—No, no. Claro que no.
—¿Qué prueba tienes de lo que dices?
—Eres horrible. Nadie me había dicho nunca cosas tan horrorosas.
Estábamos a punto de iniciar una pelea pero a mí no me gustan las peleas.
Nos hallábamos en la acera, bajo la piscina de Kôrakuen. Como siempre aquello hervía de gente en busca de distracciones baratas. De pocos de los jóvenes hubiera podido decirse que iban bien vestidos. Lucían camisas de confección y jerseys hechos a máquina del género a la moda en ambientes provincianos. De repente un niño se agachó en mitad de la calle y empezó a recoger chapas de botellas de cerveza. Su madre le reprendió.
—¿Por qué tienes que ser tan desagradable?
Momoko parecía a punto de echarse a llorar.
Yo no era desagradable. Constituía una amabilidad por mi parte no tolerar la presunción afectada. A veces pienso que soy una bestia terriblemente moral.
Habíamos caminado a la ventura y nos hallábamos ante el jardín de Korakuen de la familia de Mito Tokugawa. «El caballero se afana por el mundo, sólo después se entrega al placer», de aquí el nombre de Korakuen, «Jardín del Placer Ulterior». Por cercano que estuviera, jamás lo había visitado antes. El cartel nos informaba que el jardín se cerraba a las cuatro y media y que no se vendían entradas después de las cuatro. Eran las cuatro menos diez. Apremié a Momoko a que entráramos.
El sol se hallaba directamente ante nosotros cuando cruzamos la puerta. Cantaban los insectos de comienzo de octubre.
Nos cruzamos con un grupo de quizás veinte personas que salían. Los restantes senderos estaban desiertos. Momoko quería darme la mano pero yo le mostré el vendaje.
¿Por qué avanzábamos, entre inciertas emociones, por el silencioso sendero del viejo jardín a aquella última hora de la tarde, como si fuéramos enamorados? Desde luego yo tenía en mi corazón una imagen de infelicidad. Una escena de belleza amenaza al corazón, le enfebrece y enfría. Si su sensibilidad hubiese sido suficiente, me habría gustado oír su discurrir en delirio, me habría gustado ver sus labios contraídos por el horror de haber conocido lo insondable.
En busca de una soledad completa, descendí más abajo de la Cascada del Despertar. No caía agua y el estanque estaba turbio. Sobre la superficie los insectos zapateros habían tejido una maraña de hilos. Sentados en una peña contemplamos la charca.
Podía advertir que al final mi silencio le resultaba ya amenazador. Estaba seguro de que no conocía su origen. Había introducido una emoción a modo de experiencia y me fascinaba ver que producía agnosticismo en otro ser. Sin emoción somos capaces de unirnos en cierto número de maneras.
La superficie del estanque —más bien fangal— se hallaba cubierta de hojas y ramas pero aquí y allá recogía los rayos del sol poniente. La iluminación inapropiada resaltaba la acumulación de hojas en el cercano fondo, como una pesadilla.
—Mira. Si arrojaras una luz sobre nuestros corazones, los verías tan superficiales y sucios como este estanque.
—No el mío. El mío es profundo y claro. Me gustaría mostrártelo.
—¿Cómo puedes decir que eres una excepción? Pruébamelo.
Siendo yo una excepción me irritaba que alguien afirmara serlo también. En cualquier caso no veo cómo la mediocridad puede pretender ser una excepción.
—Sencillamente lo sé. Y eso es todo.
Podía advertir muy bien el infierno en que había caído. Jamás había sentido la necesidad de ponerse a prueba. Empapada en un deleite que goteaba tristeza, había disuelto todo, desde las chucherías femeninas hasta el mismo amor, en el oscuro líquido. Se hallaba sumida hasta el cuello en el baño de sí misma. Era una posición peligrosa pero no se hallaba preparada para pedir ayuda y desde luego rechazaba la mano tendida. Para herirla, resultaba necesario arrastrarla de allí. De otra manera la hoja no la alcanzaría, desviada por el líquido.
Había chicharras otoñales en los árboles de la tarde y el rugido del Metro llegaba entre los gorjeos de los pájaros. Sobre el estanque una hoja amarillenta colgaba de la telaraña de una rama, reflejando una luz divina cada vez que revoloteaba. Era como una diminuta puerta giratoria que flotara en el cielo.
La contemplamos en silencio. Yo me preguntaba qué mundo se abriría tras su dorado oscuro cada vez que se revolvía. Quizás, como si al girar a impulsos del viento me dejara ver el bullicio de alguna minúscula callejuela que brillara a través de una mínima ciudad en el aire.
La peña estaba fría. Teníamos que apresurarnos. Sólo quedaba medida hora para que cerraran».
Fue un paseo tan irritante como un padrastro en una uña. La serena belleza del jardín era presa de la desazón del ocaso. Aleteaban los pájaros acuáticos. Se había esfumado el tono rosa de la lespedeza junto a los lirios marchitos.
La hora de cierre era nuestro pretexto para apresurarnos pero no nuestra única razón. Temíamos que el talante otoñal del jardín penetrara en nuestros corazones; y deseábamos que la celeridad de nuestros pasos alzara dentro de nosotros voces tan agudas como las de un disco cuando gira con demasiada rapidez.
Nos detuvimos en un puente a lo largo del sendero circular. No se veía a nadie. Nuestras sombras se prolongaban con la sombra del puente hasta cubrir a la carpa que se deslizaba. Volvimos la espalda al estanque, repelidos por el enorme cartel que más allá indicaba que aquello era propiedad privada. Nos hallábamos ante una pequeña colina artificial cubierta de bambúes enanos y la red de sombras creadas por el sol poniente y los árboles que se alzaban más lejos. Me sentía como si fuera el último pez, debatiéndome bajo la violenta luz y negándome a ser atrapado por la red.
Quizá soñaba en otro mundo. Por un instante experimenté la sensación de que había cruzado un momento portador de la muerte y que se había rozado con nosotros, dos alumnos de escuela secundaria que vestían pálidos jerseys sobre un puente. Por mi corazón pasó la plenitud sexual del suicidio por amor. No soy de los que piden ayuda pero pensé que si había de llegar una ayuda sólo vendría con el final de la conciencia. Allí, bajo la luz de la tarde surgiría el júbilo por la conciencia podrida.
El pequeño estanque al oeste se hallaba cubierto de hojas de loto.
Como medusas bajo la brisa vespertina las grandes hojas de loto ocultaban el agua. Cubiertas de polvillo, las grandes hojas verdes y correosas anegaban el valle que se extendía bajo la colina. Ablandaban radicalmente la luz, reflejando la de otras hojas y la sombra delicada de la rama de un arce. Temblaban inseguras, compitiendo por la luz de la tarde. Era como si pudiera escuchar su tenue coro.
Advertí cuán complejos eran sus movimientos. El viento podía llegar de una dirección pero no se inclinaban sumisamente hacia la opuesta. Un punto se agitaba incesantemente, el otro permanecía obstinadamente inmóvil. Una hoja mostraría su reverso pero las otras no le imitarían. Se inclinaban perezosa y dolorosamente a izquierda y a derecha. Vientos que rozaban las superficies y vientos que vagabundeaban entre los tallos producían un inmenso desorden. Empecé a sentir el frío de la brisa del crepúsculo.
La mayoría de las hojas aparecían frescas por el centro pero se hallaban carcomidas por el moho en los bordes.
La podredumbre parecía extenderse a partir de las manchas mohosas. No había llovido en dos días y en los cóncavos centros había rastros de agua parda. U hojas secas de arce.
El sol aún brillaba pero desde algún lugar la oscuridad pugnaba por llegar. Intercambiamos breves observaciones. Aunque nuestras caras se hallaban próximas era como si nos gritáramos desde los lados opuestos de un infierno.
—¿Qué es eso?
Como asustada, Momoko señaló una mata al pie de la pequeña colina, una maraña de fibras de un rojo intenso.
Era un matorral de lirios araña cuyos tonos bermejos lanzaban fuertes reflejos.
—Vamos a cerrar —dijo el vigilante—. Dense prisa, por favor».
Nuestra tarde en Korakuen me empujó a tomar una decisión.
Era una decisión trivial. Si había de herir a Momoko no en la carne sino en el espíritu, necesitaba urgentemente a otra mujer.
Para hacer al mismo tiempo del tabú de Momoko una responsabilidad y una contradicción lógica. Y si mi interés carnal por ella era la fuente oculta de mi interés racional, entonces mi dignidad no tenía nada en qué sustentarse. Debía herirla con el reluciente cetro del «amor que es libre».
No parecía difícil contar con otra mujer. De regreso de la escuela acudí a una discoteca. Todo lo que tenía que hacer era bailar y había aprendido en casas de amigos, poco importara que bailara diestra como torpemente.
Varios de mis compañeros seguían una saludable rutina. Cada día al salir de la escuela pasaban aproximadamente una hora en la discoteca antes de dedicarse después de cenar a preparar los exámenes. Acompañé a uno de ellos y, transcurrida la hora, me quedé bebiendo una Coca-Cola. Me habló una muchacha de aire rural y muy maquillada y bailé con ella. No era, sin embargo, el tipo de chica que estaba buscando.
Por mi amigo había sabido que en aquel lugar había con toda seguridad «devoradoras de castidad». Uno imaginaría que se trataba de mujeres mayores, pero no siempre era éste el caso. Las mujeres se interesan a veces por la educación, incluso cuando son jóvenes. Un número sorprendente de ellas tienen una magnífica apariencia. Su orgullo las veda someterse a un maestro del sexo. Prefieren ser ellas las profesoras y dejar una impresión duradera en corazones juveniles. El interés por la pureza del varón joven procede del placer de inducirle a la tentación; y sin embargo, como está claro por completo que las mujeres carecen del sentido de culpa, el placer debe proceder de dejar al hombre con la culpa cuidadosamente alimentada en otro lugar. Algunas se muestran brillantes y alegres, otras se envuelven en la melancolía. No existe norma pero son como gallinas que incubaran los huevos del pecado. No les interesa tanto incubar los huevos como destrozar las cabezas de los pollos.
Aquella tarde conocí a una de ellas. Era una chica de veinticinco o veintiséis años, bastante bien vestida. Dijo que la llamara su Nagisa, «señorita al margen», y no me reveló su auténtico nombre.
Sus ojos eran casi incómodamente grandes y tenía unos labios finos y maliciosos. Sin embargo su cara poseía una vitalidad cálida como la de una naranja silvestre.
Su escote era sorprendentemente blanco y tenía unas piernas bonitas.
—¡De verdad! —Ésta era su expresión favorita. No era parca en hacer preguntas pero devolvía cada una de las que le hacían a ella con un «¡De verdad!».
Como le había dicho a mi padre que estaría en casa a las nueve, sólo me quedaba tiempo para cenar. Me dibujó un plano, me dio un número de teléfono y me dijo que puesto que vivía sola no había necesidad de timidez.
Quiero ser tan preciso como resulte posible acerca de lo sucedido unos días más tarde, cuando la llamé. Como estos hechos rebosan exageración sexual, fantasías y decepciones y se tergiversan, una persona se aparta de la verdad incluso cuando se esfuerza por mostrarse fría y objetiva; y si trata de describir la intoxicación cae en la conceptualización. Debo tomar en consideración el placer sexual, la temblorosa curiosidad por una nueva experiencia y una falta de armonía que puede ser sexual o racional. He de diferenciarlos claramente sin permitir que se entremezclen y debo trasplantarlos, perfectos e indemnes. La tarea no será fácil.
Al principio pareció haber sobrestimado mi timidez. Se aseguró repetidas veces del hecho de que yo era «nuevo en la experiencia». Yo no quería aparecer bajo un falso aspecto ni tampoco deseaba, por otra parte, ser uno de esos jóvenes que tratan de atraer a cierto género de mujeres con su inexperiencia, al fin y al cabo un rasgo no muy atrayente. En consecuencia asumí una arrogancia sutil que no era más que timidez envuelta en vanidad.
La mujer parecía debatirse entre el deseo de tranquilizarme y el de excitarme pero en realidad pensaba en sí misma. Por experiencia sabía que una instrucción demasiado ardorosa puede hacer vacilar a un muchacho. Ésta era la razón de su dulce reserva. Era el perfume con el que cuidadosamente se había envuelto. En sus ojos yo podía ver las oscilaciones de su sistema de medición.
Como era completamente obvio que estaba empleando mi ansiedad y mi curiosidad para excitarse, no me agradaba que me observara. Y no porque me sintiera especialmente tímido, pero cuando pasé la mano por sus ojos para que los cerrara pareció que era un gesto de timidez. Supongo que así, en la oscuridad, una mujer sólo siente la rueda que gira sobre ella.
No es preciso decir que mis sensaciones de placer concluyeron tan pronto como empezaron. Me sentí muy aliviado. Sólo en el tercer intento experimenté algo parecido al auténtico placer.
Y así lo vi: el placer posee en sí y desde el comienzo un elemento intelectual.
Lo que equivale a decir: se establece una cierta distancia, se determina un juego de placer y de conciencia, se determinan un cálculo y un tanteo y así no hay placer hasta que uno es capaz de observar desde fuera su propio placer como una mujer que fija la mirada en sus pechos. En realidad mi placer cobró una forma bastante espinosa.
Pero para mi orgullo no era agradable saber que en la inicial, breve e insustancial satisfacción yace oculta la forma de algo que sólo se consigue tras una considerable práctica. Ese mismo algo no era en absoluto la esencia de un impulso, era la esencia del concepto, de prolongada elaboración. ¿Y las operaciones intelectuales del placer de después? ¿Logran quizás con el colapso lento (o precipitado) del concepto una pequeña presa y utilizan la energía eléctrica para enriquecer poco a poco el impulso? Si es así el camino intelectual hasta la bestia resulta muy largo.
—Espléndido —dijo la mujer después—. Tienes auténticas posibilidades.
¿Cuántas naves habría visto ella salir de puerto con ese mismo cumplido?
Estoy precipitándome.
Pero nada tengo que ver con el colapso y el hundimiento del yo. Este alud que deliberadamente destruye familia y casa, que hiere, que hace brotar chillidos de un infierno es algo que el viento invernal ha hecho caer suavemente sobre mí y en nada se relaciona con mi propia naturaleza básica. Pero en el instante del alud cambian de lugar la blandura de la nieve y la aspereza del tajo. El agente del desastre es la nieve no el yo. Es la blandura y no la aspereza.
Mi clase de corazón, un corazón de irresponsable aspereza, estaba dispuesto desde hace muchísimo tiempo, desde el comienzo de la historia natural. Más vulgarmente, bajo la forma de una piedra. En la forma más pura de todas, como un diamante.
Pero el sol demasiado brillante del invierno penetra incluso la transparencia de mi corazón. Es en tales instantes cuando me contemplo con alas que no reconocen obstáculos y veo también que nada haré en absoluto con mi vida.
Probablemente lograré la libertad pero una libertad próxima a la muerte. Ninguna de las cosas con las que he soñado vendrá a mí en este mundo.
Como en mi visión del invierno desde la estación de comunicaciones de la bahía de Suruga, cuando podía distinguir incluso el reflejo de los coches en la península de Izu, ahora puedo ver con estos ojos cada detalle del futuro.
Sin duda tendré amigos. Los más inteligentes me traicionarán y sólo los estúpidos subsistirán. Es extraño que la traición llegue hasta una persona como yo. Supongo que todo el mundo, enfrentado con mi claridad, experimenta el apremio de traicionarme. No puede existir mayor victoria para una traición que la de traicionar semejante claridad. Probablemente todas las personas que no son amadas por mí están seguras de ser amadas. Las únicas amadas por mí guardarán posiblemente un espléndido silencio.
Todo el mundo deseará mi muerte y cada uno, tratando de adelantarse a los demás, tratará de impedirla.
Mi pureza vagará entonces más allá del horizonte, hacia ese reino invisible. Probablemente al final del dolor insoportable trataré de convertirme en un dios. ¡El dolor! Lo sabré todo de él, el dolor del absoluto silencio, de un mundo de una nada absoluta. Me acurrucaré tembloroso en un rincón, como un perro enfermo. Y los felices entonarán monótonas cadencias en torno de mí.
No existe remedio para eso. No hay hospital. En algún lugar de la historia de la raza se escribirá con pequeñas letras doradas: que yo fui el mal».
«Lo juro: cuando tenga veinte años arrojaré a mi padre al infierno. He de empezar a hacer planes».
«No me hubiera sido nada difícil presentarme del brazo de Nagisa en donde hubiese prometido reunirme con Momoko. Pero no quería una solución tan apresurada ni deseaba ver a Nagisa estúpidamente intoxicada con la victoria.
Me había regalado una cadenita de plata de la que colgaba una medalla con la «N» de su inicial. No la luciría cuando estuviese en la escuela o en casa pero me la puse en el cuello para ir a ver a Momoko. Desde el incidente del vendaje sabía que no era fácil llamar su atención. A pesar del frío vestía yo una camisa de cuello abierto y un jersey escotado. Me aseguré, además, de que mis zapatos estuviesen mal anudados. Así colgaría afuera la medalla cuando los atara de nuevo.
Me decepcionó considerablemente el hecho de que a pesar de atarme tres veces un zapato, Momoko no reparara en la medalla. La desatención procedía de una completa confianza en su propio bienestar. Por mi parte no podía exagerar el gesto.
Ya desesperado, llevé a Momoko a nadar a la piscina climatizada de un gran complejo deportivo de Nagano. Se mostró entusiasmada ante esta pequeña evocación de nuestros felices días estivales en Shimoda.
—Eres un hombre, ¿verdad?
—Así lo creo.
Este intercambio clásico de palabras entre hombre y mujer tenía lugar aquí y allá junto a la piscina en donde aparecía en su desnudez una de esas escenas de Harunobu, hombres y mujeres indiferenciados. Había hombres de cabellos largos, indistinguibles de las mujeres. Poseo la confianza suficiente para volar simbólicamente sobre el sexo pero jamás he sentido el apremio de fundirme en el otro sexo. No deseo ser mujer. La estructura misma de la mujer es antagonista de la claridad.
Había nadado y ahora estaba sentado al borde de la piscina. Momoko se inclinaba hacia mí. Tenía la medalla a no más de diez centímetros de sus ojos.
Finalmente reparó en ella.
La tomó en la mano.
—¿Qué significa la «N»?
Por fin hacía la pregunta.
—Adivínalo.
—Tus iniciales son T. H. Me pregunto qué puede significar.
—Piénsalo un poco.
—Ya sé. La «N» es de Nipón.
Me sentí abrumado. Empecé a situarme en una posición desfavorable al formularle a su vez preguntas.
—Fue un regalo. ¿De quién piensas que pudo ser?
— «N». Tengo amistades que se apellidan Noda y Nakamura.
—¿Y por qué iban a hacerme un regalo tus amistades?
—Ya sé. La N es de «Norte». Ahora caigo en que el dibujo del borde es como el de una brújula. Eso te lo dio una compañía naviera o algo así. En una botadura. Norte, de una Compañía ballenera. ¿A que sí? ¿He acertado? Una empresa ballenera, y te lo enviaron a tu estación de comunicaciones. Ya no me cabe la menor duda.
No puedo estar seguro de si Momoko realmente creía lo que decía o si estaba intentando tranquilizarse o si intentaba ocultar su inquietud, haciéndose la inocente. En todo caso ya no sentía yo el apremio de decirle que estaba equivocada».
Y en consecuencia mis manejos se concentraron en Nagisa. Era de un carácter flemático y podía recurrir a su dulce e inofensiva curiosidad. Le dije que si tenía tiempo suficiente podría ver a cierta distancia a mi novia. Aceptó inmediatamente. Me preguntó una y otra vez si me había acostado con Momoko. Parecía muy interesada en la aplicación práctica que su alumno había hecho de sus lecciones. Le revelé cuándo me reuniría con Momoko en «Renoir» e hice que me prometiera que se comportaría como si no me conociera. Sabía que no era persona que mantuviera una promesa.
Advertí la llegada de Nagisa poco después de que nos sentáramos. Se situó a nuestras espaldas y silenciosa y perezosamente, como un gato, parecía mirarnos de vez en cuando. Al no saber nada Momoko, el entendimiento entre Nagisa y yo se tornó de repente más íntimo, como si la mayoría de mis palabras fuesen dirigidas a ella. Cobró significado esa estúpida expresión de «vínculo físico».
Estaba seguro de que podía oírnos por encima de los murmullos. Consciente de que me escuchaba, mis palabras tomaron una cierta apariencia de sinceridad. Momoko se mostraba encantada de que yo pareciera de tan buen humor. Pude advertir que se felicitaba a sí misma de que las cosas fueran tan bien aunque ignorara por qué.
Harto de la conversación, me quité la cadena del cuello y mordí la medalla. En vez de censurarme, Momoko rió de buena gana. Sentí el sabor de la plata y contra mi lengua la sensación de una píldora insoluble. La cadena me magulló el labio y la barbilla. Pero aun así era agradable. Me sentía como un perro aburrido.
Por el rabillo del ojo vi que Nagisa se había puesto en pie. Cuando Momoko abrió los ojos de par en par supe que se hallaba a nuestro lado.
De repente una mano de uñas pintadas de rojo tiró de mi medalla.
—Supongo que no irás a comerte mi medalla.
Me levanté y las presenté.
—Siento haberte interrumpido. —Nagisa se despidió—. Te veré más tarde.
Momoko estaba demudada y temblaba».
Nevaba. Pasé en casa una tediosa tarde de domingo. Hay una ventana en el rellano de la escalera occidental. Sólo desde allí se distingue una buena vista de la calle. Con la barbilla sobre el alféizar, contemplaba arrodillado la nieve. Era una calle tranquila incluso en días corrientes y hoy los rastros de los coches se habían esfumado.
La nieve despedía una luz tenue. Aunque el cielo estaba oscuro, la luz de la nieve marcaba un tiempo propio y extraño, diferente del tiempo del día. Tras la casa del otro lado de la calle se depositaba en los huecos de una cerca de hormigón.
Un anciano, sin paraguas, con un abrigo pardo y una boina negra, apareció por el extremo de la derecha. Hacia la parte inferior su abrigo presentaba una pronunciada hinchazón que él sujetaba. Al parecer llevaba un paquete que deseaba preservar de la humedad. Bajo la boina pude ver un rostro demacrado y cavernoso que contrastaba profundamente con la oronda silueta.
Se detuvo ante la entrada de nuestra casa. Allí había una puertecilla junto a la principal. Pensé que sería alguien, súbitamente en apuros, que acudiría a formular una petición a mi padre. Pero observó en torno de sí, sin molestarse en sacudirse la nieve del ya blanco abrigo y sin hacer gesto alguno para entrar.
La hinchazón desapareció. Al suelo cayó un fardo como si hubiera puesto un gran huevo. Lo observé. Al principio no pude comprender de qué se trataba. En la nieve relucía tenuemente un objeto esférico de muchos colores. Vi que eran cáscaras y fragmentos de frutas y verduras dentro de una bolsa de plástico. La bolsa estaba repleta de pedacitos de rojas manzanas, anaranjadas zanahorias y berzas de un verde pálido. Si había salido para arrojarlo todo fuera de su casa tenía que ser un vegetariano estricto que viviera solo. En tales cantidades proporcionaban a la nieve un extraño e intenso espectro cromático. Incluso los pedazos de col verde parecían respirar con sonidos sofocados.
Fijos en el fardo, mis ojos se apresuraron a ir tras el viejo cuando se alejó. Daba cortos pasos entre la nieve. Le veía de espaldas. Incluso teniendo en cuenta que sus hombros estaban hundidos, el abrigo carecía de forma y parecía extraño. Aún seguía hinchado aunque no tanto como antes.
Siguió caminando. Probablemente no se dio cuenta pero a cinco o seis pasos de la puerta algo cayó de su abrigo como una enorme mancha de tinta.
Era un ave muerta, un cuervo al parecer. O quizás era un pavo. Pensé incluso que podía oír el sonido de sus alas al caer contra la nieve; pero el viejo siguió adelante.
Aquella ave era un enigma. Se hallaba a considerable distancia, medio oculta por los árboles del jardín, disimulada entre la nieve y existía un límite a mi visión. Pensé en ir a buscar unos prismáticos o en salir para mirar, pero una todopoderosa inercia me retuvo allí.
¿Qué clase de ave era? Mientras la miraba, casi durante demasiado tiempo, llegó a parecerme no un ave sino los cabellos de una mujer».
Los sufrimientos de Momoko habían comenzado, como el incendio nacido de un cigarrillo. La muchacha perfectamente vulgar y el gran filósofo son iguales: para ambos la más pequeña trivialidad puede tornarse en la visión que borre el mundo.
Tal como lo había proyectado, supliqué, me esforcé por adularla y seguí su juego afirmando de Nagisa las cosas más horribles. Lloró cuando me dijo que yo tenía que acabar con aquel asunto. Le respondí que nada desearía más pero que necesitaba su ayuda. Con alguna exageración aseguré que precisaría su colaboración si había de romper con aquel demonio de mujer.
Accedió a ayudarme pero con una condición. Tenía que arrojar la medalla y ella había de ser testigo del acto. Como aquello nada significaba para mí, acepté. Los dos fuimos al puente que hay frente a la estación de Suidôbashi. Me quité la cadena y se la entregué. Le dije que la arrojara con sus propias manos al sucio canal. La lanzó lejos de sí, haciendo que describiera un alto arco bajo el sol de la tarde invernal. Alcanzó las hediondas aguas sobre las que acababa de cruzar una gabarra. Se apretó contra mí, respirando con tanta fuerza como si acabara de cometer un asesinato. Los viandantes nos observaron con curiosidad.
Ya era tiempo de ir a mis clases nocturnas especiales. La dejé, con la promesa de que volvería a verla el sábado por la tarde».
Tenía que lograr que Momoko escribiera a Nagisa una carta dictada por mí.
Me pregunto cuántas veces empleé la palabra «amor» aquella tarde de sábado. Afirmé que si yo estaba enamorado de Momoko y Momoko estaba enamorada de mí entonces debíamos unirnos para evitar una catástrofe, teníamos que escribir una carta engañosa.
Nos reunimos en una bolera junto a los jardines de Meiji. Después de jugar un rato, fuimos paseando de la mano en la tibia tarde invernal, entre las sombras de los desnudos árboles gingkos. Luego entramos en una nueva cafetería de la avenida Aoyama. Yo llevaba papel, un sello y un sobre.
Aplicando el anestésico, le murmuré palabras de amor como cuando paseábamos. Con el paso del tiempo la había convertido en una persona no diferente a la loca Kinué. Respiraba tranquila sólo bajo el más obvio de los engaños, el de que nuestro amor era inmutable.
Las dos son semejantes en su rechazo de la realidad. Kinué en su creencia de que es bella, Momoko en su creencia de que es amada. Pero Momoko necesita ayuda en su quimera mientras que Kinué no precisa palabras de afuera. ¡Si yo fuera capaz de alzar a Momoko al mismo nivel! Como existía en el deseo un apremio pedagógico —amor, por así decirlo— mis protestas de amor no carecían enteramente de sustancia. ¿Pero no había contradicción metodológica en que una afirmadora de la realidad como Momoko se convirtiera en alguien que la negaba? No sería fácil conseguir que, como Kinué, se enfrentara con el mundo entero.
Pero mientras lee una y otra vez, inacabablemente, la sagrada fórmula «Te quiero», un cambio sobreviene en el corazón del lector. Casi podía sentir yo que estaba enamorado, que algún rincón de mi corazón se había embriagado con la súbita y desordenada liberación de la palabra proscrita. ¡Cuán semejante es el tentador al instructor de vuelo que debe volar con un piloto bisoño!
La otra exigencia de Momoko, muy apropiada para una muchacha un tanto chapada a la antigua, era nada más que una afirmación puramente «espiritual», y todo lo que se precisaba para satisfacerla era una palabra o dos. ¿Acaso las palabras, arrojando una clara sombra a su paso sobre la tierra, no han podido ser quizás el Yo esencial? Yo he nacido entonces para emplear las palabras. Si es así (estas frases sentimentales claro está que me molestan considerablemente) entonces quizás la lengua materna básica que he mantenido oculta es después de todo el lenguaje del amor.
Mientras que el propio paciente ignora la verdad, su familia sigue diciéndole que tenga la seguridad de que sanará. Así, con la más acuciante ansiedad murmuraba palabras y más palabras de amor a Momoko bajo la bella red de sombras de los árboles invernales.
Una vez que entramos en la cafetería, le hablé de la naturaleza de Nagisa, como si estuviera pidiéndole un consejo que habría de seguir. Describí en términos generales ciertas estratagemas que ofrecían la posibilidad de resultar eficaces. Desde luego creé a mi Nagisa con absoluta libertad.
Puesto que Momoko era mi prometida y me quería, Nagisa no era el género de mujer a la que una súplica pudiera inducir a renunciar a mí. Semejante súplica sólo provocaría su desdén y la impulsaría a mostrarse aun más desagradable. Era una mujer que batallaba con la palabra «amor» y trataba de abatirlo mediante un asalto por la retaguardia. Había decidido dejar su impronta en muchachos que un día serían buenos maridos y buenos padres y mofarse así del matrimonio entre las sombras. Sin embargo ella tenía defectos tiernos. No concedía cuartel en su odio al amor pero sentía una extraña simpatía por una mujer que luchara por abrirse camino. Yo la había oído referirse a varias representantes de esta especie. El argumento que más probablemente la impresionaría sería el de que representaba un obstáculo no para el amor sino para el dinero y la seguridad.
—¿Qué deberíamos hacer entonces?
—Presentarme como una chica que no te quiere pero que te necesita por tu dinero.
—Exactamente.
La idea excitó considerablemente a Momoko. Era divertida, dijo ilusionadamente.
La excitación que había reemplazado a su tristeza era demasiado brillante y manifiesta. Me puso de malhumor.
Prosiguió:
—Y desde luego hay un poco de verdad en eso. Mamá y papá lo guardan muy en secreto y yo jamás he dicho nada pero nuestra situación económica no es muy prometedora. Hubo problemas en el Banco y papá asumió la responsabilidad; todas nuestras tierras están hipotecadas. Como papá tiene tan buen corazón ha acabado siendo la víctima.
Le fascinaba el esfuerzo de convertirse en una mujer mezquina y sin sentimientos (desde luego jamás hubiera podido serlo) como una chica entusiasmada con su papel en una obra dramática de la escuela. Ésta es la carta que, finalmente, concebí para ella en la cafetería:
Querida Nagisa:
Deseo hacerte una petición. Lee, por favor, esta carta hasta el final. La verdad es que quiero que dejes de ver a Tôru.
Te explicaré el motivo tan sinceramente como me sea posible. Tôru y yo tenemos la intención de prometernos pero no nos queremos. Creo que podemos ser unos buenos amigos pero mis sentimientos no van más allá. Lo que realmente quiero es un desahogo económico y la libertad, estar casada con un hombre inteligente sin problemas familiares graves. En esto sigo los deseos de mi padre. Al de Tôru no le queda mucho tiempo de vida y, cuando muera, Tôru heredará toda su fortuna. Mi padre tiene sus propios intereses en la cuestión. En el Banco ha habido dificultades de las que no hablamos, nos hallamos algo apremiados económicamente y precisamos de la ayuda del padre de Tôru y del mismo Tôru una vez que fallezca su padre. Quiero a mi madre y a mi padre y si el cariño de Tôru se orientara hacia otro lado eso significaría el final de todos mis planes y esperanzas. Y así, por decirlo con toda claridad, el matrimonio tiene una grandísima importancia por razones de dinero. He llegado a pensar que en este mundo no hay nada tan importante como el dinero. No veo en eso nada malo y me parece que están fuera de lugar expresiones tales como «amor» y «afecto» cuando no toman en consideración el dinero. Lo que para ti es quizás un pasatiempo momentáneo es una cuestión de la mayor importancia para toda mi familia. No estoy diciéndote que debas renunciar a Tôru porque yo le quiera. Estoy hablándote como una chica más madura y calculadora de lo que podrías creer.
Siendo así las cosas, te equivocarías si pensaras que podrías seguir viendo a Tôru en secreto. El secreto acabaría indudablemente por ser conocido y no quiero que Tôru piense de mí que soy una mujer capaz de cerrar los ojos ante todo por razones de dinero. Precisamente a causa del dinero es por lo que debo vigilarle y conservar mi orgullo.
No enseñes esta carta a Tôru. Me ha costado mucho decidirme a escribirte. Si eres una mujer malvada, enséñasela y convierte esta carta en un arma para apartarle de mí; pero vivirás el resto de tu vida sabiendo que has arrebatado a otra mujer, no el amor sino su propio medio de vida. Hemos de resolver la cuestión con la cabeza fría puesto que en este asunto no intervienen las emociones de ninguna de las dos. Me siento completamente capaz de matarte si le enseñas esta carta y dudo de que fuese un asesinato corriente.
Muy atentamente
Momoko.
—El final está bien. —Momoko todavía se hallaba excitada.
—Si yo la viera podría suceder cualquier cosa —sonreí.
—No me preocupa. —Se inclinó hacia mí.
Tenía ya la dirección escrita en el sobre y puse un sello de urgencia. Caminando de la mano fuimos a echar la carta al buzón».
Hoy estuve en el apartamento de Nagisa y vi la carta. Temblando de ira, se la arrebaté y escapé. En casa, aquella noche, penetré en el estudio de mi padre y, con el corazón destrozado, se la mostré».