Capítulo 23

No queriendo dejar solo a Tôru, Honda se lo llevó a Hokkaido aquel verano.

Su programa era sosegado. No deseaban excesiva agitación. Keiko, a quien ya le resultaba difícil viajar con Honda, fue sola a Ginebra. El embajador japonés en Suiza era pariente suyo. Los Hamanaka querían pasar dos o tres días con los Honda y en consecuencia las dos familias alquilaron habitaciones en Shimoda. Abrumado por el calor del estío, Honda rara vez abandonaba su dormitorio dotado de aire acondicionado.

Acordaron cenar juntos todas las noches. Los Hamanaka acudieron en busca de Honda. ¿Dónde estaba Momoko?, preguntaron. Había llegado un poco antes, respondió Honda y había salido al jardín con Tôru. Y en consecuencia los Hamanaka se sentaron y aguardaron a que volvieran los dos jóvenes.

Honda permanecía junto a la ventana, con un bastón en la mano.

Todo resultaba muy estúpido. No sentía hambre y el menú era parco. Sin necesidad de ir al comedor sabía cuán vulgar era el esparcimiento familiar que le aguardaba. Y la conversación de Hamanaka en la mesa era el tedio mismo.

Las relaciones sociales se imponen a los viejos. Aunque le dolieran todas sus articulaciones un hombre de setenta y ocho años sólo podía ocultar su desinterés si recurría a un despliegue de ingenio y de buen humor. Pero el desinterés no perdía por eso su importancia. Era la única manera de vencer a la necedad del mundo. El desdén de una playa que cada día recibe a las olas y a los pedazos de madera que arrastra hasta allí el mar.

Honda había pensado que, fruncidos los labios y rodeado de criados, aún tenía en sí una pequeña vida, una escueta perspicacia con la que enfrentarse a los días de labios fruncidos y a los criados. Pero le había abandonado. Todo lo que en realidad le restaba era una impresión abrumadora de insensatez y una vulgaridad que se fundía en monotonía. Cuán numerosas eran las manifestaciones de lo vulgar. La vulgaridad de la elegancia, la vulgaridad del marfil, la vulgaridad de la santidad, la vulgaridad de la locura, la vulgaridad erudita, la vulgaridad del que pretende ser docto, la vulgaridad coqueta, la vulgaridad del gato persa, la vulgaridad de monarcas y mendigos, de orates, de mariposas, de cantáridas. La reencarnación era el pago de la vulgaridad. Y la suprema y desde luego única fuente de todo era el deseo de vivir. El propio Honda formaba sin duda parte de aquello. Lo que le distinguía era su insólito y agudo sentido del olfato.

Miró de soslayo a la pareja de seres envejecidos que tenía ante él. ¿Por qué habían penetrado los dos en su vida? La superfluidad de su presencia se enfrentaba a su sentido del orden. Pero ahora no había remedio. Allí estaban, sonrientes en su sofá, como si estuvieran dispuestos a aguardar una década.

Shigehisa Hamanaka, de cincuenta y cinco años, era el antiguo jefe de un clan feudal del Nordeste. Trataba de envolver en un aire bohemio el ahora huero orgullo de la familia. Había llegado incluso a escribir un libro de ensayos, El Jefe, que había alcanzado un éxito moderado. Era presidente de un Banco cuyas oficinas centrales radicaban en su antiguo feudo y había conseguido renombre en los barrios frívolos como un hombre de gusto al viejo estilo. Aun mostraba una abundante y negra mata de pelo sobre las gafas de montura de oro y el rostro almendrado, pero la impresión más fuerte que suscitaba era de insipidez. Narrador de anécdotas, muy seguro de sí, siempre se concedía la pausa apropiada antes de llegar a la ingeniosa conclusión. Un interlocutor inteligente que se esforzaba por suprimir los preliminares, persona de suave ironía que nunca olvidaba su respeto por los ancianos, jamás hubiera imaginado que era tedioso.

Taeko, su esposa, procedía de la aristocracia militar. Era una mujer obesa y de rasgos toscos. Por fortuna la hija se parecía al padre. Lo único de lo que Taeko podía hablar era de la familia. Nunca había ido a cines o teatros. Su vida transcurría ante un televisor. Se sentían muy orgullosos del hecho de que sus otros tres hijos se hubieran casado y vivieran independientemente y de que sólo les quedara Momoko.

La elegancia de otros tiempos se tornaba así trivialidad. A Honda le resultaba imposible soportar a Shigehisa cuando hablaba en términos desenfadados de la revolución sexual y a Taeko cuando le respondía escandalizada. Shigehisa empleaba las respuestas chapadas a la antigua de su mujer como parte de sus exhibiciones.

Honda se preguntó por qué no podía ser más tolerante. Sabía cómo se tornaba en una carga cada vez más pesada entablar nuevas relaciones, cuán difícil era lograr una sonrisa. El desdén era desde luego la primera emoción que surgía, pero incluso con éste experimentaba serias dificultades en estos tiempos. Pensaba cuán más fácil sería responder escupiendo en vez de proferir palabras aunque las palabras llegaran a sus labios, pero las palabras eran la tarea que subsistía. Con ellas un anciano podía retorcer el mundo como quien destroza el calado de una celosía.

—Qué joven parece usted ahí de pie —dijo Taeko— como un soldado.

—Una comparación muy inapropiada, querida mía. No debes comparar a un juez con un soldado. Nunca olvidaré a un domador de fieras que vi una vez en un circo en Alemania. Eso es lo que me parece el señor Honda.

—Pues a mí me parece mucho más inapropiada esta comparación, querido mío. —Taeko parecía terriblemente divertida.

—No estoy adoptando una pose, créanme. Me he colocado aquí para ver la puesta del sol y a los jóvenes del jardín.

—¿Puede verlos?

Taeko acudió y se colocó junto a Honda. Shigehisa, con dignidad, abandonó también su asiento.

El jardín se extendía bajo la ventana del tercer piso. Era circular y se hallaba rodeado por un paseo que descendía hasta el mar. Había allí dos o tres bancos entre los arbustos. De la piscina, situada en un nivel inferior, regresaban algunos pocos grupos familiares con las toallas sobre los hombros. Arrojaban largas sombras vespertinas sobre el césped.

Momoko y Tôru paseaban de la mano hacia la mitad del círculo. Sus sombras se prolongaban hacia el Este. Era como si mordieran sus pies dos grandes tiburones.

La brisa del atardecer hinchaba la camisa de Tôru y agitaba los cabellos de Momoko. Constituían una pareja corriente, un chico y una chica, pero para Honda eran tan insustanciales como la gasa de un mosquitero. Las sombras representaban la sustancia. Habían sido corroídos por los sombras, por la profunda melancolía de un concepto. Eso no era vida, pensó Honda. Se trataba de algo menos fácilmente excusable. Y el hecho terrible era que probablemente Tôru lo sabía.

Si la sombra era la sustancia, entonces la transparencia a ella aferrada tenía que ser la de unas alas. ¡Volar! ¡Volar sobre la vulgaridad! Los miembros y la cabeza constituían una superfluidad, harto concreta. Si el desdén en él fuese tan sólo un poco más intenso, Tôru podría volar, la mano de la muchacha en la suya; pero Honda lo había vedado. Honda ansiaba con todas las fuerzas de su impotencia senil lograr que actuara su envidia y dar alas a los dos; mas ni siquiera la envidia ardía ya con mucho vigor dentro de él. Sólo ahora la veía tal como era, la emoción más fundamental que había sentido hacia Kiyoaki e Isao, la fuente de todo lirismo en un hombre intelectual, la envidia.

Muy bien, entonces. Supongamos que él concibiese a Tôru y a Momoko como los más soeces, los menos tentadores manjares de juventud. Ellos actuarían, caerían, caerían el uno en brazos de la otra, como un par de marionetas. Bastaba con que moviera un dedo. Movió dos o tres dedos sobre su bastón. La pareja del césped caminó hacia el sendero del talud.

—Míralos. Aquí estamos esperando y parecen que pretenden ir más allá.

Taeko acercó su mano al codo de su marido. Había un acento de excitación en su voz.

Frente al mar, la pareja de jóvenes cruzó entre los arbustos y se sentó en uno de los toscos bancos de madera. Por el ángulo de las cabezas Honda pudo advertir que estaban contemplando el ocaso. Una mancha negra salió de debajo del banco. Honda no pudo distinguir si se trataba de un gato o de un perro. Momoko se puso en pie sorprendida. Tôru, alzado junto a ella, la tomó en sus brazos.

—Bueno, ahora.

Las voces de sus padres, observando a través de la ventana, se alzaban suavemente como escarzo de dientes de león.

Honda no observaba. Quien sabe no contempla a través de su mirilla. Allí junto a la iluminada ventana representaba a medias en su corazón los movimientos que su conciencia le había ordenado, orientándolos con la fuerza de todas sus facultades.

—Eres joven y debes dar prueba de una vitalidad aún más estúpida. ¿Habré de atronarte? ¿Un súbito rayo? ¿Tendremos que disponer algún curioso fenómeno eléctrico como hacer que broten llamas de los cabellos de Momoko?

Un árbol tendía como una araña sus ramas hacia el mar. Comenzaron a trepar por el tronco. Honda podía sentir la tensión en la pareja que tenía a su lado.

—No debería haberle dejado que llevara pantalones. —Taeko parecía a punto de echarse a llorar—. Esa pequeña tunanta.

Entrelazaron sus piernas en torno de las ramas y se columpiaron. Cayeron hojas dispersas hacia el suelo. Un árbol entre los demás parecía haber enloquecido. Los dos eran como grandes aves contra el cielo del atardecer.

Momoko fue la primera en saltar del árbol. Pero no se lanzó con suficiente audacia y sus cabellos se enredaron en una de las ramas bajas. Tôru la siguió y trató de desenredarlos.

—Están enamorados. —Taeko asentía sollozando una y otra vez.

Pero Tôru tardaba demasiado tiempo. Honda supo inmediatamente que a propósito enmarañaba aún más los cabellos. Sus delicados y exagerados esfuerzos desencadenaron una punzada de miedo. Confiada en su ayuda, Momoko trató de desembarazarse de la rama. El dolor fue agudo. Simulando que sin intención alguna empeoraba las cosas cuanto más lo intentaba, Tôru se montó en la rama baja como un jockey. Momoko, de espaldas a él, tiró de la larga coleta. Sollozaba y se cubría la cara con las manos.

Desde la ventana del tercer piso, al otro lado del espacioso jardín, era como una escena recogida en cera, como una silenciosa y pequeña pantomima. La grandeza estaba en la luz del ocaso, un alud que caía hacia el mar, en el resplandor de la luz que se precipitaba al mar desde las nubes, reliquias de lluvias de sol a lo largo de la tarde. Por obra de la luz, los árboles y las islas de la bahía, muy próximas, extendían el color en líneas duras y sutiles. La claridad era terrible.

—Están enamorados —dijo Taeko una vez más.

Un brillante arco iris se tendió sobre el mar como un afloramiento de la luz del sol en el corazón de Honda ante la necedad de la escena.