Tôru ingresó en la escuela preparatoria que había elegido.
En su segundo año sobrevino una propuesta a través de un mediador adecuado. Una cierta persona tenía una hija casadera en la que pensaba que podría estar interesado Tôru. Tôru había alcanzado ya la edad legal para contraer matrimonio pero aún tenía sólo dieciocho años. Honda desdeñó la oferta. La otra persona, sin embargo, insistió y a través de otro mediador formuló nuevamente la propuesta; como el segundo hombre era una eminencia en el mundo de la abogacía, Honda no pudo rechazarla sin más.
Honda ansiaba algo: una esposa joven, contraída por el dolor ante la pérdida de su marido de veintiún años. Vestiría los pálidos y bellos tintes de la tragedia y así, sin gasto alguno, Honda conseguiría un nuevo encuentro con una pura cristalización de la belleza.
El sueño se hallaba más bien en desacuerdo con sus planes educativos. Sin embargo, de no haber habido en absoluto margen para el sueño y de no haber existido una sensación de crisis, Honda difícilmente se habría ocupado de unos planes encaminados a proporcionar a Tôru una vida larga y exenta de belleza. Lo que Honda temía era lo que Honda esperaba, lo que Honda esperaba era lo que Honda temía.
La propuesta fue repetida a intervalos apropiados, como el agua que gotea a través del techo. A Honda le divertía ser visitado por esa eminencia y escuchar su desesperada súplica. Juzgó que era demasiado pronto para decírselo a Tôru.
Honda se sintió fascinado con la fotografía que le trajo el anciano. La chica tenía dieciocho años y era una belleza, con una cara pequeña y delicada en la que nada había de brillante ni de moderno. Existía belleza en el tenue gesto de sorprendido resentimiento con que se enfrentaba al fotógrafo.
—Sí, es muy bella. ¿Es además físicamente fuerte? —preguntó Honda con una intención totalmente opuesta a la que debió suponer su amigo.
—Puedo asegurarle que la conozco muy bien. Es mucho más fuerte de lo que le permitiría creer esta fotografía. No ha padecido ninguna enfermedad seria. La salud, desde luego, es lo más importante. Fue su padre quien eligió la fotografía y me parece que se decidió por una de aire anticuado.
—¿Posee entonces un carácter alegre?
—No, me temo, si esa expresión supone una indicación de frivolidad.
Era una respuesta equívoca. Honda quería conocer a la muchacha.
Resultaba evidente que en la oferta se había tomado en consideración la riqueza de Honda. Sólo ésta podía explicar el ahínco por un novio de dieciocho años, fuera cual fuese su talento. El objeto tentador tenía que ser apresado antes de que alguien más advirtiera sus posibilidades.
Honda era perfectamente consciente de todo eso. Y si había de aceptar la propuesta, la razón obvia sería dominar las ansias de un muchacho difícil de dieciocho años. Pero Tôru se le antojaba suficientemente dominado. En consecuencia los intereses de las dos partes eran cada vez más divergentes y Honda no veía razón alguna para proseguir las conversaciones. Experimentaba una cierta curiosidad acerca del contrato entre padres y la propia y bella candidata. Deseaba ver cómo exhibía su codiciosa dignidad. La familia que había hecho la oferta era de gran relieve pero tales consideraciones ya no preocupaban a Honda.
Se propuso la celebración de una cena en la que se hallarían presentes Tôru y la muchacha. Honda rechazó la sugerencia. En vez de eso él y la persona que había presentado la propuesta cenaron con la familia de la chica.
Durante dos o tres semanas, a sus setenta y ocho años, Honda se vio preso de la tentación. Vio a la muchacha en la cena e intercambiaron algunas breves frases. Recibió varias fotografías más. De ahí, la tentación.
No había dado una respuesta favorable ni llegado a una decisión pero su envejecido corazón era víctima de impulsos que su razón no podía dominar. El empecinamiento de la ancianidad le producía una comezón. Ansiaba mostrar las fotografías a Tôru y observar su reacción.
El propio Honda no sabía qué le había poseído, pero en la tentación operaban la felicidad y el orgullo. Sabía muy bien que si informaba de la propuesta a Tôru habría alcanzado un punto del que ya no podría volverse atrás. Pero en su obstinación no atendía a razones.
Anhelaba ver los resultados del emparejamiento, del choque de los dos unidos, una bola de billar blanca y otra carmesí. Estaría bien que a Tôru le gustase la chica y estaría bien que a la chica le gustase él. Ella le lloraría cuando muriese, él se sentiría excitado por su codicia y llegaría a ver a la humanidad tal cual es. De cualquier manera para Honda sería un resultado placentero. Una especie de fiesta.
Honda era demasiado viejo para alimentar pensamientos solemnes acerca de la naturaleza de la vida humana. Había alcanzado una edad en la que podía justificar juegos maliciosos. Fuera cual fuese la malicia la muerte estaba próxima para repararla. Había alcanzado una edad en la que la juventud era un juguete, la humanidad una colección de muñecas de barro, una edad en la que, poniendo los ritos al servicio de sus propios fines, podía entregarse honrada y sinceramente al juego del cielo nocturno.
Cuando los demás eran como si nada fuesen, rendirse ante tales tentaciones se trocaba en un género de destino.
Una noche, ya avanzada, Honda acudió al estudio de Tôru. Enmohecido por las lluvias estivales, era el estudio de estilo inglés que él había heredado de su padre. A Honda le desagradaba el aire acondicionado y había un tenue brillo de sudor en el blanco pecho de Tôru. A Honda se le antojó que tenía ante sí una hortensia blanca en toda su plenitud y ya condenada.
—Pronto llegarán las vacaciones del verano.
—Pero antes vendrán los exámenes.
Tôru mordisqueó la chocolatina que le había ofrecido Honda.
—Comes como una ardilla —dijo Honda, sonriendo.
—¿Cómo?
Tôru también sonrió. Era la sonrisa de alguien a quien no es posible herir.
Observando su pálido rostro, Honda pensó que ese verano el sol lo quemaría hasta tostarlo. Era una cara que no parecía correr el riesgo de granos. Con una deliberada desenvoltura, abrió un cajón y colocó ante Tôru, sobre la mesa, una fotografía.
Tôru se comportó espléndidamente. Honda no perdió detalle. Tôru la examinó primero con la solemne atención de un guardia que estudia un salvoconducto. Sus ojos interrogadores se alzaron hasta Honda y luego volvieron a la fotografía. Entonces reveló una curiosidad pueril y se ruborizó hasta las orejas. Dejando de nuevo la foto en la mesa, introdujo un dedo en la oreja.
—Es muy bella —dijo, con un tinte de irritación en su voz.
Muy, muy espléndido, pensó Honda. Había algo poético en la juventud de su respuesta (y la había formulado en un momento de crisis). Honda olvidó que Tôru había respondido como él quería que respondiera.
Era una compleja amalgama, como si la conciencia de sí mismo en Honda hubiese desempeñado por un instante un papel juvenil, disimulando su confusión con un rastro de rudeza.
—¿Te gustaría conocerla? —preguntó Honda quedamente.
Tosió algo nervioso, esperando que la próxima respuesta fuese apropiada. Tôru se puso ágilmente en pie y se inclinó para palmear la espalda de Honda.
—Sí.
La palabra era casi un gruñido. Aprovechando el hecho de que su padre no podía verle, sus ojos relucían cuando se dijo a sí mismo: «La espera lo ha merecido. He aquí alguien a quien vale la pena herir».
Más lejos, al otro lado de la ventana, llovía. Una lluvia triste y solitaria como un negro líquido que a la luz de la ventana proporcionaba a las cortezas de los árboles un vaporoso brillo. De noche, los trenes del Metro, que por allí corrían por encima del nivel del suelo, hacían temblar la tierra. Las brillantes luces de las ventanillas cuando el tren tornaba a sumirse bajo tierra devolvieron una visión a Tôru, que aún palmeaba la espalda de su padre. Allí no había en la noche rastro alguno de un barco.