De vez en cuando Tôru escribía a Kinué y recibía largas respuestas. Había de proceder con cuidado al abrir los sobres porque cada uno contenía una flor prensada de la temporada. A veces ella se disculpaba por enviarle una flor de invernadero a falta de flores silvestres en aquella época.
Envuelta en papeles, la flor era como una mariposa muerta. En vez de polvillo de las alas, había polen que sin embargo permitía imaginar que voló cuando vivía. Alas muertas y muertos pétalos son lo mismo. La evocación del color que voló a través del cielo y la evocación del color en la quietud y la resignación.
Sólo tras leer la carta reconoció un fragmento, seco y cobrizo como la piel de un indio, las vigorosas y rojas hilachas, desgarradas y rotas tras haber sido aplastadas, del pétalo de un bermejo tulipán de invernadero.
Las cartas constituían la interminable confesión que solía formular en la estación de comunicaciones. Invariablemente describían prolijamente su soledad tras la ausencia de Tôru y su deseo de ir a Tokio. Él siempre replicaba que debería tener paciencia por muchos que fueran los años que transcurriesen. Ya encontraría la ocasión de hacer que viniera.
A veces, tras haber estado tanto tiempo separados, llegaba casi a pensar que era bella. E inmediatamente se echaba a reír. Sin embargo deseaba saber lo que aquella muchacha lunática había significado para él.
Necesitaba una locura que entenebreciera su propia claridad. Debería tener junto a sí a alguien que viera de manera completamente diferente todas las cosas que él veía con tal claridad, nubes, naves, el sombrío vestíbulo de la casa de Honda o el programa de todas sus lecciones hasta el día de los exámenes, clavado en la pared de su habitación.
A veces Tôru anhelaba su liberación. La dirección estaba clara. Había de ser la dirección hacia lo incierto, el campo tras este mundo claramente definido, un campo cuyos fenómenos se precipitaran por una cascada.
Inconscientemente, Kinué desempeñaba el papel del visitante amable que aportaba libertad a la jaula.
No era eso sólo.
Llevaba el bálsamo para una cierta comezón en su seno. Una comezón hasta el grado de una herida. Su corazón era como un penetrante trépano que sobresaliera de su envoltura con la comezón de herir a alguien. Tras haber hecho pedazos a Furusawa, buscaba otro objetivo. Su limpidez, exenta de la última mota de herrumbre, más pronto o más tarde se desencadenaría. Tôru advertía que era capaz de algo más que de observar. La conciencia determinaba tensión y las cartas de Kinué le daban sosiego. No podía herirla porque era una loca.
El lazo más fuerte que existía entre los dos era su certidumbre de que él mismo no podía ser herido.
Apareció un sucesor de Furusawa, un estudiante del tipo más corriente. Tôru confiaba en desembarazarse también de los otros dos profesores en el plazo de dos meses porque no quería deberles nada cuando aprobara los exámenes.
Pero le retenía la cautela. Si Tôru derrochaba sus energías en personajes tan secundarios, Honda comenzaría a alimentar sospechas. Podría empezar a desatender las quejas de Tôru y, aun aceptando la verosimilitud de las faltas, hallar faltas en las mismas quejas. Y desaparecería el secreto placer. Tôru llegó a la conclusión de que debía mostrarse paciente. Había de aguardar a que apareciera alguien a quien valiera sobradamente la pena herir. Quien quiera que fuese proporcionaría un medio, incluso indirecto, de herir al propio Honda. Un medio que no dejara lugar al resentimiento. Un medio muy propio de Tôru, inmaculado y limpio, de que Honda sólo pudiera culparse a sí mismo.
¿Y quién penetraría en su vida, como una nave que surge en el lejano horizonte? Como los barcos que previamente cobraban forma en la mente de Tôru así aparecería un día su víctima, una sombra, ni nave ni espejismo, sin recelos y vulnerable, siguiendo los dictados del trépano en su corazón. Tôru casi llegó a alentar esperanzas.