Capítulo 18

Los tres profesores eran estudiantes muy dotados de la Universidad de Tokio. Uno enseñaba sociología y literatura, otro matemáticas y ciencias y el tercero inglés. Se sabía que en 1971 los exámenes de ingreso en la escuela preparatoria tendrían más temas de disertación y menos cuestionarios de preguntas y respuestas breves y que se insistiría en el dictado en inglés y en la redacción en japonés. Tôru se sumió de repente en los boletines de noticias en inglés. Los grababa y los repetía una vez y otra.

He aquí una pregunta sobre geografía y los movimientos de los cuerpos celestes:

¿En qué posición se presenta Venus durante más tiempo para la observación matutina? Indíquese en el mapa. ¿Cuál es la forma de Venus vista desde esta posición? Por favor, señale cuál de las siguientes le parece la respuesta correcta:

La mitad oriental iluminada.

La mitad occidental iluminada.

Brilla como una delgada medialuna.

Redonda.

¿Cuál es la posición de Marte cuando se halla visible en el cielo meridional durante el crepúsculo vespertino? Por favor, indíquela en el mapa.

¿Cuál es la posición de Marte cuando se halla visible en el cielo meridional a medianoche? Por favor, indíquela en el mapa.

Tôru inmediatamente trazó un círculo en torno de la «B» del mapa y así respondió con éxito a la primera pregunta. Luego escogió la tercera posibilidad para la segunda pregunta, rodeó con un círculo una «L» para la tercera pregunta y hallando una «G» en donde el Sol, la Tierra y Marte se hallaban en línea, la circunscribió.

—¿Le habían formulado anteriormente este cuestionario?

—No.

—¿Por qué ha sido tan rápido entonces?

—Veo a Venus y a Marte todos los días.

Tôru respondía como si fuese un niño describiendo las costumbres de sus animales domésticos. En realidad Venus y Marte eran para él como los ratones que había en la estación de comunicaciones. Lo sabía todo acerca de sus hábitos alimentarios.

Pero no sentía nostalgia de la Naturaleza ni echaba de menos su catalejo. Tuvo la sensación de que aquel trabajo extraordinariamente simple era el suyo y de que el mundo de más allá del horizonte constituía para él una fuente de felicidad; pero no se sentía defraudado por haberlos perdido. Ésta sería ahora su tarea hasta cerca de los veinte años, explorar una caverna con un anciano.

Honda se había esforzado por elegir jóvenes profesores brillantes, afables e inteligentes de tal género que Tôru pudiera tomarles como modelo. Cometió un ligero error de cálculo en el caso de Furusawa, el profesor de literatura de Tôru. Muy complacido con la disposición y la inteligencia de Tôru, Furusawa solía llevarle a cafeterías próximas cuando ambos estaban cansados de las lecciones y a veces daban juntos largos paseos. Honda agradecía tales servicios y le agradaba la cordialidad de Furusawa.

Furusawa no se privaba en manera alguna de hacer comentarios desfavorables acerca de Honda. A Tôru le complacía aunque cuidaba de no manifestar demasiado aprisa su aprobación.

Un día los dos descendieron caminando por la cuesta de Masago, dejaron atrás las oficinas del distrito y giraron a la izquierda hacia Suidôbashi. La calle estaba levantada para permitir la construcción de una nueva línea del Metro y el parque de Kôrakuen desaparecía tras las máquinas de las obras. La penumbra de finales de noviembre se filtraba a través del entramado de una montaña rusa como si cruzara por un cesto vacío.

Pasando ante tiendas de trofeos y de artículos deportivos y de restaurantes económicos habían llegado hasta la puerta de Korakuen. Dos filas de luces sobre la roja puerta centelleaban de izquierda a derecha: «No abriremos por la noche a partir del 23 de noviembre». Así que pronto concluirían las noches resplandecientes.

—¿Qué te parecería un buen meneo en una de esas «tazas de té»? —preguntó Furusawa.

—Bueno.

Tôru se imaginó dentro de una de aquellas «tazas de té», ahora más bien escasas de clientes entre sus centelleantes luces. Se vio tan agitado por el movimiento que los objetos se trocaban en ráfagas de luz.

—¿Quieres ir o no? No te quedan más que noventa y dos días hasta los exámenes pero estoy seguro de que no tienes por qué preocuparte.

—Preferiría tomar un café.

—Qué disipación.

Furusawa le precedió, descendiendo por los escalones que conducían a una cafetería llamada Renoir. Se hallaba al otro lado de la calle, frente al lateral de la tercera base del estadio de béisbol que era como un enorme trofeo que vertiera en torno oscuridad.

La Cafetería Renoir era más grande de lo que desde fuera había juzgado Tôru. Las mesas se hallaban generosamente distribuidas en torno de un mostrador. Las luces eran suaves y la moqueta de un tono castaño claro. Había unos cuantos clientes.

—No sabía que existiera un lugar como éste tan cerca de mi casa.

—Cómo iba a saberlo una doncella enclaustrada como tú.

Furusawa pidió dos tazas de café. Ofreció a Tôru un cigarrillo y Tôru se estremeció.

—No es fácil ocultarlo a la vista.

—El señor Honda se muestra demasiado estricto. No te trata como si fueras un chico corriente de la escuela secundaria. Has salido al mundo. Quiere que vuelvas a ser un niño. Pero limítate a esperar a cumplir los veinte años. Ya desplegarás las alas una vez que estés en la Universidad.

—Eso es exactamente lo que pienso. Pero no se lo digo a nadie.

Furusawa frunció el ceño y luego lanzó una risotada de lástima. A Tôru le pareció que trataba de representar más edad de los veintiún años que realmente tenía.

Furusawa llevaba gafas pero su rostro afable cobraba atractivo cuando sonreía y se formaban arrugas en torno de su nariz. Las patillas de las gafas no se ajustaban y continuamente las empujaba nariz arriba con el dedo índice como si él mismo estuviera formulándose una reprimenda. Sus manos y pies eran grandes y resultaba considerablemente más alto que Tôru. Inteligente, era hijo de un obrero ferroviario. Dentro de él alentaba el tortuoso espíritu de una langosta roja.

Tôru no sentía prisa por destruir la imagen que Furusawa se había hecho de él, como otro muchacho pobre, aterrado de la suerte que le había favorecido. Otros, todos, se lo imaginarían como les antojara, pero estaban en su derecho. Como él en el de despreciarlos.

—En realidad no sé lo que se propone hacer el señor Honda, pero creo que eres un poco su cobaya. Eso está bien. Posee una gran fortuna y no tendrás que ensuciarte las manos como los demás, trepando hasta llegar a la cumbre del montón de basura. Pero aférrate a tu dignidad. Aunque te cueste la vida.

—Sí —replicó lacónicamente Tôru.

Se abstuvo de decirle que contaba con un gran acopio de dignidad.

Se había acostumbrado a saborear sus respuestas. Si le parecían sentimentales se las tragaba.

Honda había salido a cenar con algunos colegas. Comería algo con Furusawa antes de que los dos regresaran. Cuando Honda estaba en casa y pasara lo que pasase, Tôru había de cenar con él a las siete y media. A veces había invitados. Las cenas con Keiko constituían la prueba más difícil.

Su mirada era fría y serena cuando concluyó su café pero no había nada que ver. Examinó el semicírculo de los posos de café. El fondo de la taza, redondo como la lente de un catalejo, obstruía su visión. El fondo de este mundo revelaba un rostro blanco y limpio de porcelana.

Medio vuelto de espaldas, Furusawa habló súbitamente como si lanzara la colilla de sus palabras en el cenicero.

—¿Has pensado alguna vez en el suicidio?

—No —replicó Tôru, sorprendido.

—No me mires así. Tampoco yo he pensado en eso seriamente. No me gustan esos tipos débiles y enfermos que se suicidan. Pero existe una variedad que acepto. Las personas que se suicidan para afirmarse como tales.

—¿Qué clase de suicidio es ése?

—¿Te interesa?

—Un poco, quizás.

—Entonces te lo explicaré.

—Imagínate un ratón que piensa que es un gato. No sé cómo, pero lo piensa. Pasa por todas las pruebas y llega a la conclusión de que es un gato. Cambia su visión de los demás ratones. Son carne para él y nada más, pero se dice a sí mismo que se abstiene de comerlos sencillamente para ocultar el hecho de que es un gato.

—Supongo que se tratará de un ratón bastante grande.

—Eso no importa. No se trata de tamaño sino de confianza. Está claro que el concepto de «gato» se ha impuesto a la apariencia de «ratón». Nada más. Cree en el concepto y no en la carne. La idea es suficiente, el cuerpo nada importa. El placer del desdén es máximo.

Pero un día —Furusawa alzó las gafas y mostró una arruga junto a su nariz—, pero un día el ratón se topa con un auténtico gato.

—Voy a comerte —dice el gato.

—No puedes —replica el ratón.

—¿Y por qué no?

—Los gatos no se comen a los gatos. Es imposible como cuestión de instinto y como cuestión de principio. Yo soy un gato, sea cual fuere mi apariencia.

El gato se retuerce de risa. Ríe tanto que sus zarpas se agitan en el aire y su blanco y peludo vientre se estremece. Luego se levanta y empieza a comerse al ratón.

—¿Por qué estás comiéndome?

—Porque eres un ratón.

—Yo soy un gato. Los gatos no se comen a los gatos.

—Eres un ratón.

—Soy un gato.

—Demuéstralo.

—En consecuencia el ratón salta en la tina de la colada, toda blanca de espuma y se ahoga. El gato mete una zarpa en el agua y luego se la lame. La espuma sabe horriblemente. Así que deja el cuerpo flotando allí. Todos sabemos por qué el gato se marcha sin comerse al ratón. Porque no es algo que pueda comer un gato.

A eso me refería. El ratón se suicida para afirmarse. Desde luego no consiguió que el gato le reconociera como otro gato ni cuando se mató pensaba lograrlo. Pero se mostró valiente y perspicaz y rebosaba dignidad. Advirtió que en la ratoneidad existían dos partes. La primera consistía en que era un ratón en todos los detalles físicos. La segunda, que resultaba comestible para un gato. Ésas dos. Había renunciado hacía largo tiempo a lo referente a la primera pero aún había esperanza en la segunda. Muere frente a un gato sin ser devorado y se afirma a sí mismo como algo que los gatos no comen. En esos dos aspectos ha resultado no ser un ratón. Todo eso. Era sencillo además demostrar que era un gato. Si algo que tenía la forma de un ratón no era un ratón, entonces podía ser cualquier otra cosa. Y así el suicidio es un éxito. El ratón ha conseguido afirmarse. ¿Qué piensas?».

Tôru sopesaba la parábola. Era indudable que Furusawa la había pulido repitiéndola para sí muchas veces. Hacía ya tiempo que era consciente de la disociación entre la apariencia de genialidad de Furusawa y sus funciones internas.

Si sólo atañía al propio Furusawa no había por qué preocuparse; pero si había advertido en Tôru algo de qué reírse, entonces Tôru debía proceder con cuidado. Tôru tendió una sonda mental. No encontró nada peligroso. A medida que hablaba, Furusawa se había hundido cada vez más en sí mismo; nada podía distinguir hallándose tan lejos de la superficie.

—¿Y asombró al mundo la muerte del ratón?

Furusawa ya no prestaba atención a su audiencia. Tôru advirtió que sólo tenía que oírle como quien escucha un soliloquio. Era la voz de un dolor lento, cubierto de musgo, como no la había oído nunca a Furusawa:

—¿Cambió de alguna manera la visión que del ratón tenía el mundo? ¿Se difundió la verdad de que había existido algo que tuvo la forma de un ratón pero que no era un ratón? ¿Hubo alguna grieta en la confianza de los gatos? ¿Se hallaban los gatos suficientemente afectados como para impedir la difusión de aquellas palabras?

No te sorprendas. El gato no hizo absolutamente nada. Lo había olvidado. Estaba lavándose la cara y acomodándose para dormir un poco. Rebosaba gatuneidad y ni siquiera era consciente de ese hecho. Y en la pesadez de su sueño sobrevino sin esfuerzo alguno lo que el ratón había deseado tan desesperadamente llegar a ser. A través de la inactividad, de la satisfacción consigo mismo, de la inconsciencia, podía llegar a ser cualquier cosa. El cielo azul se extendió sobre el gato dormido, cruzaron bellas nubes. El viento transmitió al mundo la fragancia del gato, los pesados ronquidos eran música.

—Ahora estás hablando acerca de la autoridad. —Tôru se sintió empujado a formular unas palabras que indicaran que lo había entendido.

El rostro de Furusawa se quebró en una sonrisa afable.

—Sí, eres muy rápido.

Tôru se sintió decepcionado. Todo había acabado en el triste género de parábola política a la que tan aficionados son los jóvenes.

—Tú mismo lo entenderás algún día.

Aunque no había riesgo de que alguien les oyera, Furusawa bajó la voz y acercó su rostro al de Tôru. Tôru recordó el olor de su aliento, olvidado por un instante.

¿Por qué lo había olvidado? En el curso de sus lecciones eran harto numerosas las veces en que olía el aliento de Furusawa. No había experimentado una repulsión específica pero ahora la sentía.

No existía un atisbo de malicia en la historia pero algo había irritado a Tôru. Decidió sin embargo no reprender por ello a Furusawa y temió que, de hacerlo, se rebajaría. Necesitaba otra razón, una que fuese completamente adecuada para que le desagradase a Furusawa, para sentirse incluso enojado con él. Así el olor de su aliento se tornó insoportable.

Sin reparar en lo que estaba sucediendo, Furusawa proseguía:

—Uno de estos días lo comprenderás. Con el engaño como su punto de partida, la autoridad sólo puede mantenerse mediante la difusión del engaño. Es como un cultivo de gérmenes. Cuanto más resistimos, mayores son sus poderes de duración y de propagación. Y antes de que lo sepamos tenemos los gérmenes dentro de nosotros.

Abandonaron la «Cafetería Renoir» y en un lugar cercano tomaron un cuenco de tallarines. A Tôru se le antojó más apetitoso que una cena con su padre y todos aquellos platos.

Mientras comía, los ojos contraídos contra el vapor, Tôru medía el grado de peligro en su relación con este estudiante. No podía dudar de que existía simpatía entre los dos. Pero en cierto modo la armonía se hallaba en sordina. Era posible que Furusawa hubiese sido contratado por Honda para poner a prueba a Tôru. Sabía que tras una de estas expediciones Furusawa presentaba un informe sobre el lugar en que habían estado y una cuenta de gastos. Naturalmente, Honda le había pedido que procediera así.

En el camino de regreso cruzaron junto al Kôrakuen de nuevo y de nuevo sugirió Furusawa que se dieran una vuelta en las atracciones de las «tazas de té». Tôru accedió, sabiendo que Furusawa lo deseaba. Las «tazas de té» se hallaban justamente al otro lado de la puerta. No aparecieron más clientes y el empleado, de mala gana, accionó el conmutador para que se pusiera en marcha la atracción de feria en beneficio de ellos dos solos.

Tôru se había metido en una taza verde y Furusawa escogió una taza rosada, situada a considerable distancia. Se hallaban adornadas con un dibujo floral barato, que recordaba las ventas especiales de tazas de té en algún lugar de los suburbios, junto a la portada demasiado iluminada de una tienda de servicios de mesa.

La taza empezó a moverse. Furusawa apareció de repente cerca y luego, alzando sus gafas sobre una cara sonriente, se alejó de nuevo a toda prisa. El frío Tôru había sentido en los fondillos de sus pantalones una ráfaga de frialdad. Aumentó la velocidad. Le agradaba que fuera así, deprisa, para no sentir ni ver nada. El mundo se convirtió en un Saturno gaseoso.

Cuando la taza se detuvo, agitándose suavemente por efecto de la inercia, como una boya, Tôru se puso en pie. Sintió vértigo y volvió a sentarse.

—¿Qué te sucede?

Furusawa llegó sonriente hasta él sobre una tarima que aún parecía moverse.

Tôru le devolvió la sonrisa pero permaneció sentado. Le desagradaba tener el mundo, hasta entonces borroso, ahora inoportunamente alineado en sórdidos detalles, los carteles medio despegados y los dorsos de los anuncios de Coca-Cola como grandes y rojos calentadores eléctricos.