Honda eligió un día de finales de octubre para dar a Tôru su primera lección de costumbres extranjeras en la mesa. En la salita se había dispuesto un banquete al estilo francés, incluyendo despensero y mayordomo, y Tôru vestía un nuevo traje azul marino. Fue informado de que debía sentarse en la silla pegado al respaldo y de que había de acercarla a la mesa, de que no debía poner los codos sobre la mesa o inclinarse demasiado sobre la sopa y de que debía mantenerse con los brazos pegados al cuerpo. Luego siguieron las instrucciones sobre la disposición de la servilleta y acerca de tomar la sopa con la cuchara inclinada hacia la boca con objeto de evitar los ruidos. Tôru se atuvo cuidadosamente a todas las instrucciones, repitiendo una y otra vez las secuencias que no se desarrollaban fácilmente.
—Las costumbres extranjeras en la mesa pueden parecer un tanto estúpidas —dijo Honda— pero cuando se siguen de una manera fácil y natural aportan a la persona en cuestión una sensación de seguridad. Las pruebas de una buena crianza proporcionan categoría a una persona y la buena crianza en el Japón significa familiaridad con la manera occidental de hacer las cosas. Sólo hallamos al japonés puro en los barrios miserables y en el hampa y cabe esperar que con el paso del tiempo se torne cada vez más aislado. El veneno conocido con el nombre de japonés puro está debilitándose, transformándose en una pócima aceptable para todos.
Pocas dudas podía haber de que, mientras hablaba, Honda pensaba en Isao. Isao nada supo nunca de las costumbres occidentales en la mesa. Tales accesorios elegantes no formaban parte de la grandeza de su mundo. Y en consecuencia Tôru, aun a los dieciséis años, debía aprender los hábitos occidentales en la mesa.
La comida se servía por la izquierda y las bebidas por la derecha. Había que tomar cuchillos y tenedores en orden sucesivo, partiendo de fuera a dentro. Tôru miró a sus manos como el que se halla sumido en un torrente.
Las instrucciones prosiguieron.
—Y debes mantener una conversación cortés mientras comes. Eso tranquilizará a tu vecino de mesa. Habrás de tener cuidado al tragar porque si hablas con comida en la boca existe el riesgo de que escupas algo. Y ahora Padre —Honda siempre se refería a sí mismo como «Padre»— te dirá algo y tú debes responder. Haz como si no fuese tu padre sino un hombre muy importante que puede hacer muchas cosas en tu favor si eres de su agrado. Vamos a representar la escena. De acuerdo, adelante: «Ya veo que estás estudiando mucho y has dejado a tus tres profesores mudos de admiración, pero me resulta un poco curioso que no tengas verdaderos amigos».
—No siento una gran necesidad de ellos.
—Ésa no es manera de responder. Si contestas de esa manera la gente pensará que eres un extravagante. Vamos, entonces. Dame una respuesta apropiada.
Tôru callaba.
—De nada sirve callar. Los estudios no te beneficiarán si no empleas el sentido común. Éste es el tipo de respuesta que debes dar, de la manera más amable posible: «Estoy estudiando tanto que en realidad no dispongo ahora de tiempo para los amigos pero tengo la seguridad de que los conseguiré tan pronto como ingrese en la escuela preparatoria».
—Estoy estudiando tanto que en realidad no dispongo ahora de tiempo para los amigos pero tengo la seguridad de que los conseguiré tan pronto como ingrese en la escuela preparatoria.
—Eso es, eso es. Ése es el estilo. Y ahora de repente la conversación deriva hacia el arte. «¿Cuál es tu artista italiano favorito?».
No hubo respuesta.
—¿Cuál es tu artista italiano favorito?
—Mantegna.
—No, no. Eres demasiado joven para Mantegna. Probablemente tu vecino de mesa jamás ha oído hablar de Mantegna y le harás sentirse incómodo y darás una desagradable impresión de precocidad. Así es como debes responder: «Me parece que el Renacimiento es sencillamente maravilloso».
—Me parece que el Renacimiento es sencillamente maravilloso.
—Eso es, eso es. Proporcionas a tu vecino de mesa una sensación de superioridad y pareces listo y agradable. Además así él tiene un pretexto para una larga conferencia sobre cosas que sólo entiende a medias. Debes escucharlo todo entusiasmado de curiosidad y de admiración aunque la mayor parte de lo que diga sea falso y el resto lugares comunes. Lo que el mundo exige de un joven es que se muestre muy atento, nada más. Ganarás si permites que sea él quien hable. No lo olvides ni un solo momento.
El mundo no pide brillantez a un joven y al mismo tiempo una estabilidad demasiado acentuada despierta la suspicacia. Has de tener una o dos pequeñas excentricidades, algo que le interese. Tienes que tener unas pocas inclinaciones, no demasiado caras ni relacionadas con la política. Muy elementales, muy del promedio. Una afición a la mecánica, al béisbol o a tocar la trompeta. Una vez que sepa en qué consisten se sentirá seguro. Sabrá a dónde pueden encaminarse tus energías. Si quieres, puedes dar incluso la impresión de dejarte llevar un poco por tus aficiones.
Debes hacer deporte pero sin permitir que sean un obstáculo para tus estudios, y han de ser deportes que revelen tu buena salud. Tienen la ventaja de hacerte parecer un poco estúpido. En Japón no existen virtudes más estimadas que la indiferencia en política y la devoción al equipo.
Puedes graduarte en tu clase con las mejores notas pero has de mostrar una especie de vaga estupidez que haga sentirse tranquila a la gente.
Ya te hablaré sobre el dinero una vez que estés en la escuela preparatoria. Te hallas en la feliz posición de no tener que preocuparte de eso por el momento.
Mientras instruía al atento Tôru, Honda experimentaba la impresión de que en realidad se trataba de instrucciones para Kiyoaki, para Isao y para Ying Chan.
Sí, debería haberles hablado. Debería haberles armado con la presciencia que hubiese evitado que se lanzaran tras sus destinos, haberles privado de sus alas, impedir que se remontaran y obligarles a marchar al paso del gentío. Al mundo no le gusta el vuelo. Las alas son armas peligrosas. Invitan a la autodestrucción antes de que puedan ser empleadas. Si hubiese logrado que Isao se acomodara a los estúpidos, entonces él habría podido simular que nada sabía de alas.
Hubiera bastado con que dijera a la gente: «Sus alas son un accesorio. No se preocupan por ellas. Acompáñenle un cierto tiempo y verán que es un chico corriente y de confianza». Semejantes revelaciones podrían haber sido muy eficaces.
Kiyoaki, Isao y Ying Chan habían tenido que seguir adelante sin ellas y habían sido castigados por su desdén y por su arrogancia. Se habían mostrado demasiado orgullosos incluso en sus sufrimientos.