Sorprendido al saber que el nacimiento de Tôru, el 20 de marzo de 1954, había precedido a la muerte de Ying Chan, Honda ordenó ulteriores investigaciones. Pero de cualquier manera siguió adelante con los trámites de la adopción.
Lamentaba haber sabido de su hermana tan sólo que la muerte de ella sobrevino en la primavera y no haber recabado entonces una información más detallada. Inquirió en la Embajada de los Estados Unidos acerca de la residencia de la hermana, que había regresado a América. Realizó dos o tres indagaciones pero no obtuvo como respuesta la más mínima información. Logró que un amigo en el Ministerio de Asuntos Exteriores investigara en la Embajada japonesa en Bangkok, pero la única réplica fue la de que estaban efectuándose pesquisas. Después sobrevino el silencio.
Podría haber imaginado cierto número de recursos de no haber parado mientes en los gastos, pero una parquedad mal encaminada y la impaciencia de la vejez le impidieron buscar más a fondo en el asunto de la muerte de la princesa mientras aceleraba los trámites de la adopción. Le parecían excesivas las dificultades.
Los nervios del Honda de 1944, inquieto acerca de los principios monetarios clásicos, seguían siendo probablemente jóvenes y elásticos. Ahora, cuando caía hecho pedazos el viejo sentido común, Honda se aferraba a él con testarudez y el resultado fue una disputa con su asesor financiero, quince años más joven que él.
En el último cuarto de siglo había conseguido amasar sin embargo una fortuna de unos dos millones de dólares. El millón que le llegó en 1948 fue limpiamente dividido en tres partes que invirtió en acciones, inmuebles y en ahorros. La porción en bienes inmobiliarios se había decuplicado, la de acciones se había triplicado y los ahorros habían disminuido.
No había perdido el gusto por las acciones preferidas de los viejos caballeros que, con cuello de pajarita, jugaban al billar en clubs de estilo inglés. No se hallaba exento de las inclinaciones de una época en que el signo de una clase era poseer acciones «bonitas y seguras» como las de Tokyo Fire and Marine, Tokyo Electric Power, Tokyo Gas y Kansai Electric Power y sentir un desdén por la especulación. Sin embargo fueron las acciones carentes de atractivo las que triplicaron el valor de su cartera. Por obra de la desgravación del quince por ciento sobre dividendos, apenas pagaba impuestos por los beneficios que obtenía de sus acciones.
Los gustos en acciones eran como los gustos en corbatas. Las corbatas anchas y de estampados chillones no convenían a un hombre de edad. Si no percibía los beneficios de inversiones audaces, tampoco corría sus riesgos.
En la década transcurrida desde 1960, como en América, se había hecho posible calcular la edad de un hombre juzgando por las acciones que tenía. Las grandes celebridades entre las acciones se tornaban cada día más vulgares, cada día cobraban más la apariencia del populacho. Las empresas que fabricaban pequeñas piezas de transistores, con ventas anuales de diez mil millones de yenes y acciones que antaño rentaban cincuenta yenes y ahora mil cuatrocientos, resultaban demasiado vulgares.
Mientras prestaba una gran atención a sus gustos en acciones, Honda se mostraba indiferente en lo que se refería a las propiedades inmobiliarias.
Había conseguido grandes beneficios de las casas que construyó en 1953 para los soldados norteamericanos cerca de la base de Sagamilhara. En aquellos días costaba más dinero construir casas que comprar terrenos. Siguiendo el consejo de su asesor financiero, al principio Honda ignoró las casas y compró unas cuatro hectáreas de terrenos baldíos a unos cien yenes el metro cuadrado. Cada metro cuadrado valía ahora quizás unos veinte mil yenes. Tierras por las que había pagado tres millones de yenes suponían ahora un valor de unos setecientos cincuenta millones.
Se trataba desde luego de una ganga. Había tenido buena suerte con algunos terrenos y una suerte más bien mala con otros pero ninguno había perdido su valor. Lamentaba no haber dejado tal como estaban la mitad de los terrenos forestales, ahora valorados en un millón de dólares.
Era extraña su experiencia en ganar dinero. Desde luego, y de haber sido más audaz, podría haber ganado diez veces más, pero no creía haber errado en su proceder. Su prudencia le había prevenido contra las pérdidas. Y sin embargo advertía en él pequeñas pesadumbres y ligeros sentimientos de insatisfacción. En sus consecuencias últimas equivalían a un descontento con su propia naturaleza innata. El resultado inevitable de aquella conclusión era un cierto lirismo morboso.
Honda había logrado la seguridad aferrándose a sus principios anticuados aunque era plenamente consciente de los sacrificios que exigían. Veneraba a la trinidad del capitalismo clásico. Había en ella algo sagrado, la armonía de la economía liberal. Era simbólica, poseía en sí la arrogancia intelectual lenta y deliberada y el sentido del equilibrio que los caballeros de la metrópoli experimentaban hacia colonias todavía sumidas en la primitiva inseguridad del monocultivo.
¿Sobrevivían entonces cosas tales en el Japón? Mientras que no se alterara la legislación fiscal y las empresas siguieran dependiendo de las fuentes del dinero en vez de sus propios capitales, mientras los Bancos siguieran exigiendo terrenos como garantías de los préstamos, el gigantesco artículo en prenda conocido como tierra del Japón no participaría de los principios clásicos y los precios de los terrenos seguirían subiendo. La inflación concluiría sólo con el final del desarrollo económico o con un Gobierno comunista.
Aunque perfectamente consciente de estos hechos, Honda se mantenía fiel a la antigua alusión. Se hizo un seguro de vida y se convirtió en defensor casi desmesurado de un sistema monetario que día tras día caía en pedazos. Tal vez subsistía en Honda un lejano espejismo de la época del patrón oro, cuando Isao vivía tan apasionadamente.
Hacía ya mucho tiempo que se había extinguido el bello sueño de la armonía, tan caro a los economistas liberales, y también había llegado a parecer bastante extraña la fatalidad dialéctica de los marxistas. Lo que se creía que tenía que morir había crecido y se había multiplicado y lo que se creía que tenía que desarrollarse (se desarrolló desde luego) se había transformado en algo completamente diferente. No había quedado espacio para la doctrina pura.
Era sencillo creer en un mundo encaminado a la destrucción, y de haber tenido veinte años el propio Honda quizás lo hubiera creído también; el rechazo mismo del derrumbamiento mantenía en pie a la persona que había de deslizarse sobre la vida como un patinador y luego morir siempre alerta. ¿Quién sería tan loco como para patinar si supiese que el hielo estaba agrietado? Y si existía la seguridad de que el hielo no se agrietaría, se le negaría a una persona el placer de ver caer a otras. El único interrogante consistía en determinar si el hielo se rajaría mientras uno patinaba y a Honda ya no le quedaba mucho tiempo para patinar.
Y mientras él continuaba en el empeño, sus propiedades crecían gradualmente por obra de los intereses y los diversos tipos de beneficios.
En cualquier caso la gente juzgaba que sus propiedades aumentaban. Crecían si se mantenían por delante de la inflación. Pero algo que crecía conforme a leyes fundamentalmente opuestas a las de la vida sólo podía existir devorando lo que se hallaba en las márgenes de la vida. Los beneficios del crecimiento eran las incursiones de las termitas del tiempo. Un ligero incremento aquí y allá constituía la consecuencia de un quedo y constante roer.
Y luego uno se tornaba consciente del hecho de que el tiempo para aportar beneficios y el tiempo para vivir eran de una naturaleza diferente.
Éstos eran pensamientos que inevitablemente cruzaban por la mente de Honda cuando yacía aguardando el día, demasiado despierto ya y mientras incurría en el hábito de alejar los pensamientos.
El interés crece como el musgo sobre una gran planicie de tiempo. No proyectamos perseguirlo eternamente porque nuestro propio tiempo nos lleva implacablemente cuesta abajo por la pendiente.
Era un Honda todavía joven el que pensaba que la conciencia de sí mismo es enteramente una cuestión del yo. Era un Honda todavía joven el que llamaba «conciencia de sí mismo» a la conciencia de una realidad como una holoturia oscura y espinosa que flotara en el transparente barril del yo. «Como dentro de un violento torrente, siempre fluyendo, siempre cambiando». Captó intelectualmente el principio cuando estuvo en la India pero le había costado treinta años lograr hacerlo parte de sí mismo.
Cuando envejeció, la conciencia de sí mismo se tornó conciencia del tiempo. Poco a poco llegó a percibir el sonido de las termitas. Momento tras momento, segundo tras segundo, ¡con qué conciencia trivial se deslizaban los hombres a través de un tiempo que no retornaría! Sólo con la edad sabía uno que existía una riqueza, una embriaguez incluso en cada gota. Las gotas de un bello tiempo, como las gotas de un vino exquisito y singular. Y el tiempo goteaba como sangre. Los viejos se secaban y morían. En pago por no haber detenido el tiempo en el momento espléndido en que la sangre generosa, sin que lo supiera su mismo propietario, aportaba una espléndida embriaguez.
Sí. El viejo sabía que el tiempo contenía embriagueces. Y cuando el conocimiento sobrevenía ya no quedaba licor suficiente. ¿Por qué no había detenido el tiempo?
Aunque se recriminase a sí mismo, Honda juzgaba que si no había detenido el tiempo mientras pudo no fue por obra de su propia pereza y de su cobardía.
Sintiendo a través de sus párpados que se acercaba la luz del día, Honda se sumió en un soliloquio.
—No, nunca existió para mí un momento en que yo tuviera que haberlo hecho, detener el tiempo. Si poseo algo a lo que puede llamarse destino, entonces radica en esta incapacidad para detener el tiempo.
Nunca existió para mí nada a lo que pudiera haberse considerado como el pináculo de mi juventud y en consecuencia no hubo momento alguno para detenerlo. Uno debe detenerse en el pináculo. Yo no pude advertir ninguno. Es extraño, pero no lo lamento.
No, aún queda tiempo después de que la juventud se haya alejado un tanto. Sobreviene un pináculo y luego llega el momento. Pero si al ojo que discierne el pináculo se le llama ojo de la conciencia, entonces he de formular una pequeña objeción. Dudo de que nadie haya mostrado más diligencia en lograr que actuara el ojo de la conciencia, nadie que se mostrara tan implacable en mantenerlo abierto. Y no fue suficiente para advertir el pináculo. Se necesita la ayuda del destino. Soy completamente consciente de que pocos la han recibido en cantidad tan menguada como yo.
Es fácil decir que me retuvo la fuerza de la voluntad. ¿Fue en realidad así? ¿Acaso no es la voluntad un desecho del destino? ¿No existen diferencias innatas entre la voluntad y la resolución como entre las castas de la India? ¿Y no es la voluntad la más pobre?
No lo creía así cuando era joven. Pensaba que la volición humana pretendía hacer historia. ¿Y a dónde fue la historia, esa renqueante y vieja mendiga?
Claro es que algunos se hallan dotados de la facultad de detener el tiempo en el pináculo. Sé que es cierto porque he visto ejemplos con mis propios ojos.
¡Qué poder, qué poesía, qué bendición! Ser capaz de detenerlo justo cuando llega ante la vista la radiante blancura del pináculo. Existe allí una presciencia en el estimulo sutil que brindan las laderas, en la distribución cambiante de la flora alpina, en el acercamiento a la divisoria de las aguas.
Justo un poco más y el tiempo se hallará en la cumbre y sin pausa comenzará a descender. La mayoría de las gentes se engañan en este tramo, asumiéndolo en su beneficio. ¿Pero qué es lo que allí existe? Los senderos y las aguas se limitan a lanzarse hacia abajo.
Una perpetua belleza física. Ésa es la prerrogativa especial de quienes detienen el tiempo. Justo antes del pináculo, en donde es preciso parar el tiempo se halla el pináculo de la belleza física.
Una belleza clara y brillante, en el conocimiento de que la radiante blancura del pináculo se halla precisamente un poco más allá. Y una infortunada pureza. En ese momento la belleza de un hombre y la belleza de un antílope se encuentran en maravillosa correspondencia. Alzando orgulloso sus cuernos, levantando con ligereza la pezuña de la pata moteada de blanco frente a la negativa. Rebosante del orgullo del adiós, coronado con las blancas nieves de la montaña.
Yo no podría haber alzado la mano en señal de despedida a los que se hallaban abajo, en donde aún corría el tiempo. Si hubiese alzado la mano a modo de súbita despedida en una encrucijada sólo habría conseguido parar un taxi.
Quizás, incapaz de detener el tiempo, haya de contentarme con detener una sucesión de taxis. Con el propósito firme, y sólo con ése, de ser llevado a otro lugar en donde el tiempo no se detenga. Sin poesía, sin gloria.
¡Sin la poesía, sin la gloria! Eso es lo importante. Y sé que sólo en ellas se halla la razón de la vida.
Incluso si el tiempo se detiene hay un renacer. También lo sé.
Y debo negar a Tôru esa poesía y esa gloria terribles. Así he de proceder.
Para entonces Honda estaba ya completamente despierto. Con dolores sordos aquí y allá y con mucosidades en su garganta para decirle que había comenzado un nuevo día, que se veía preso de la necesidad de juntar de nuevo cosas que se habían desintegrado mientras dormía. Consiguió salir de la cama como si abriera una vieja silla plegable. La habitación se hallaba iluminada. Solía dar noticia de que había despertado a través del teléfono interior pero hoy prefirió no proceder así. Tomó una caja lacada de un estante y sacó de allí el informe sobre Tôru que le había remitido la agencia de detectives.
Informe sobre proyecto de adopción.
Número M-2582
Cliente 1.493: señor Shigekuni Honda
20 de agosto de 1970
Agencia investigadora Dainichi
Tôru Yasunaga, nacido el 20 de marzo de 1954; dieciséis años.
Residencia permanente: 6-152 Yui, Ihara-gun, prefectura de Shizuoka.
Residencia actual: Meiwasô, 2-10 Funabara-chô, Shimizu, prefectura de Shizuoka.
Carácter y conducta:
El sujeto es muy inteligente, posee el infrecuente cociente intelectual de 159. Mientras que el 47 por 100 de los examinados tienen un cociente intelectual de 100, sólo el 6 por ciento pasan de 140. Parece lamentable que un muchacho de semejante talento haya perdido tempranamente a sus padres y, criado por un tío en circunstancias difíciles, se haya visto obligado a concluir su educación en la escuela secundaria. Además el muchacho no se muestra consciente de su propia capacidad. Desempeña sus obligaciones simples y rutinarias con la mayor atención y diligencia y su modestia y sus buenos modales le han ganado el afecto de sus colegas y superiores. Como sólo tiene dieciséis años, aún es demasiado pronto para que pueda decirse mucho de su conducta, pero parece que sus relaciones con una muchacha demente llamada Kinué, hazmerreír de la vecindad, nada tienen que ver con el sexo sino que son una prueba de su humanidad piadosa y caritativa. Por su parte, la chica considera al muchacho, que es menor que ella, como un dios.
Intereses y aficiones:
No parece tener intereses muy acentuados. En sus días libres acude a la biblioteca o a ver una película o contempla los barcos en el puerto. Por lo común va solo en tales ocasiones y parece tener inclinaciones solitarias. Cabría explicar su afición al tabaco, a pesar del hecho de que aún es menor, como un resultado de la naturaleza solitaria y rutinaria de su trabajo. El tabaco no parece haber tenido efecto en su salud.
Estado civil:
Desde luego está soltero.
Tendencia y asociaciones ideológicas:
Tal vez porque es aún muy joven no ha mostrado interés por los movimientos políticos extremistas. Al contrario, parece sentir repugnancia por la política y los movimientos políticos. No hay sindicatos dentro de su Compañía y él no ha tomado parte en movimiento alguno en pro de la sindicación. Pese a su juventud es un lector voraz y sus intereses en este campo son al parecer muy amplios. Casi no tiene libros pero es un entusiasta usuario de las bibliotecas. Es notable el poder de su memoria para dominar lo que ha leído. No existen pruebas de que se haya sentido influido por obras extremistas de la izquierda o de la derecha. Los datos parecen señalar por el contrario que ha buscado un conocimiento de tipo general y variado. De vez en cuando ve a compañeros de la escuela secundaria, pero parece no tener amigos íntimos.
Creencias religiosas y de otro género:
La familia es budista pero el propio sujeto parece poco interesado por la religión. No pertenece a ninguna de las nuevas sectas religiosas. Se ha resistido a fuertes presiones de afiliados a éstas.
Familia:
Las investigaciones sobre ambas ramas de la familia hasta la tercera generación no han revelado caso alguno de enfermedad mental.