Aquélla había sido una de sus jornadas libres. Acababa agosto. Tôru había cenado y tomado su baño. Salió a la galería para disfrutar del aire fresco del sur bajo el toldo azul, aún caliente de las horas de sol. Había puertas a lo largo de toda la deslucida galería a la que llegaba por una escalera de hierro.
Inmediatamente hacia el sur se extendía un depósito de maderas de más de cien metros cuadrados. Bajo las luces los troncos aparecían oscuros. A veces a Tôru toda aquella madera se le antojaba como una enorme y silenciosa bestia.
Entre los árboles que se alzaban más allá había un horno de incineración. A Tôru le hubiera gustado ver asomarse una llama entre el humo que brotaba de tan enorme chimenea. Jamás la había visto.
La cima de la oscura montaña hacia el sur era Nihondaira. Podía distinguir la corriente de luces de los coches que se encaminaban hacia allá. Había racimos de luces de los hoteles y de luces rojas de las torres de televisión.
Tôru nunca había estado en los hoteles. No conocía nada de la vida de opulencia. Ignoraba que la riqueza y la virtud son incompatibles, pero no tenía interés en lograr que el mundo fuera virtuoso. La revolución podía quedarse para otros. No existía concepto por el que experimentara tanta repugnancia como por el de igualdad.
Estaba a punto de ir adentro cuando un cigarro puro ascendió por la escalera. No era capaz de identificar a aquel hombre pero estaba seguro de haberle visto antes. Se quedó muy sorprendido cuando apareció el inspector.
El inspector portaba una gran bolsa de papel y cabeceaba escalera arriba como siempre que iba a la estación de comunicaciones.
—Yasunaga. ¿No es cierto? Buenas noches, me alegro de haberle encontrado en casa. Traje algo para beber. Vamos a tomar una copa y a charlar.
Evidentemente, no le importaba que le oyeran los vecinos.
Desconcertado por esta visita singular, Tôru abrió la puerta que había a sus espaldas.
—Usted es muy limpio.
El inspector se sentó en el cojín que le había ofrecido Tôru y miró en torno de sí mientras se enjugaba el sudor de su frente.
El edificio había sido terminado el año anterior. Era como si el polvo aún no hubiese tenido tiempo de acumularse. Los cristales translúcidos de las ventanas de aluminio mostraban unos dibujos de hojas de arce. Detrás se alzaban las puertas de papel. Los muros tenían un tono lavándula. La madera del techo lucía vetas casi demasiado buenas. Hasta la cintura de la puerta era de cristal translúcido con dibujos de bambúes y las puertas que mediaban entre las habitaciones mostraban también tramas insólitas. Los gustos del inquilino exigían los artículos de más reciente factura.
La renta era de doce mil quinientos yenes mensuales más doscientos cincuenta yenes para gastos de comunidad. Tôru dio las gracias al inspector por el hecho de que la Compañía pagara la mitad del alquiler.
—¿Pero es que usted vive aquí completamente solo?
—Estoy acostumbrado a la soledad. También estoy solo en la oficina.
—Claro, es verdad.
El inspector extrajo de su bolsa una botella de Suntory Square así como unas raciones de pedacitos de jibia y quisquillas rebozadas. Si Tôru no tenía vasos, le dijo, unas tazas servirían igualmente.
Aquello era algo absolutamente anómalo. El inspector no solía presentarse con tales provisiones en casa de sus subordinados. Esta visita no auguraba nada bueno. Como Tôru no tenía que ver con la contabilidad no era probable que estuviese a punto de ser acusado de malversación de fondos; pero con seguridad tenía que haber cometido un grave error sin apercibirse de ello. Y aquí estaba el inspector, instando a que bebiera whisky el muchacho al que había reprendido por su afición al tabaco. Tôru se hizo a la idea de ser despedido; pero sabía muy bien que, incluso sin un sindicato, éste era un mundo en el que los jóvenes muy trabajadores no eran tratados de cualquier manera. Había muchos otros empleos si uno se molestaba en buscarlos. Dueño de sí mismo una vez más, observó al inspector con un sentimiento próximo a la lástima. Se hallaba seguro de que podría enfrentarse con dignidad a lo que sobreviniese, aunque fuese el anuncio de su despido. Tôru sabía que era una joya que no se encuentra fácilmente.
Rechazó el whisky que le ofrecía el inspector y se sentó en un rincón. Brillaban sus bellos ojos.
Podía hallarse solo en el mundo pero vivía en un pequeño castillo de hielo, absolutamente despojado de las ambiciones, de la codicia y de la lascivia que hacen perder su compostura a los demás. Como le desagradaba compararse con los demás, se encontraba exento de la envidia y de los celos. Como desde un principio se había vedado el camino a la armonía mundana, no disputaba con nadie. Permitía que la gente le considerara como un inofensivo y amable conejito blanco. La pérdida de un empleo carecía de importancia.
—El otro día recibí una llamada de la oficina central —el inspector bebía para armarse de valor—. Me pregunté qué podría ser y resultó que me llamaba el propio presidente. Permítame decirle que me quedé sorprendido. Fui a su despacho, preguntándome qué iría a suceder, y he de reconocer que a pesar de mis esfuerzos estaba temblando. Y allí estaba él, todo sonrisas. Siéntese, me dijo. Supe entonces que las noticias no iban a ser malas pero resultó que por lo que a mí se refería no fueron ni buenas ni malas. ¿Qué cree usted que pasó? Bueno, pues a usted se refiere.
Tôru mantenía sus ojos clavados en él. Lo que estaba diciendo no coincidía en manera alguna con lo que había sospechado. Aquel asunto no se refería a su despido.
—Sin embargo no me extrañó. Todo tenía su raíz en un anciano que había hecho muchos favores al presidente. Es alguien que desea adoptarle. Y a mí me corresponde lograr que usted acceda aunque tenga que obligarle. Viniendo el asunto del propio presidente ésta es una verdadera responsabilidad. Alguien le ha puesto un precio elevado. O quizás se trata de uno que conoce que un artículo es bueno cuando lo ve.
Tôru intuyó que tenía que tratarse del anciano abogado que le había dejado su tarjeta de visita.
—Me imagino que se llama Honda.
—Es cierto. ¿Cómo lo sabe? —el inspector se mostraba extrañado.
—Vino una vez a la oficina. Pero me resulta sorprendente que haya pensado en adoptarme, habiéndome visto tan sólo una vez.
—Parece que ha efectuado dos o tres investigaciones muy cuidadosas.
Tôru frunció el ceño. Recordó todo lo que había sabido de Kinué.
—No es muy correcto por su parte.
El inspector, un tanto confuso, se apresuró a añadir:
—Pero todo ha ido a las mil maravillas. Ha averiguado que usted es un joven ejemplar. Sin el más mínimo vicio.
Para entonces Tôru no pensaba tanto en el anciano abogado como en aquella vieja mimada y occidentalizada, de un mundo que le era profundamente extraño y que exhibía de la manera más ordinaria todos sus afeites.
El inspector mantuvo en vela a Tôru hasta las once y media. A veces, apoyando los brazos en las rodillas, Tôru dormitaba pero el inspector, que ya había bebido mucho, le meneaba para despertarle y seguía hablando.
Aquel hombre era un viudo opulento y famoso. Había advertido que serviría de la mejor manera a los intereses de la familia Honda y los del Japón si adoptaba a un joven verdaderamente inteligente y trabajador en vez de elegir al retoño de una familia bien situada. Contrataría profesores tan pronto como se hubiera llevado a cabo la adopción, para lograr que Tôru entrara en la mejor escuela preparatoria y en la Universidad. Su futuro padre adoptivo confiaba en que Tôru optara por el Derecho o por ciencias empresariales, pero naturalmente a él le correspondía decidir y su padre no trataría de apartarle de sus inclinaciones. No le quedaba mucho tiempo de vida pero no existían complicaciones familiares y la totalidad de la herencia iría a parar a Tôru. ¿Podía haber un ofrecimiento más atrayente?
¿Pero por qué? La pregunta hormigueaba en la dignidad de Tôru.
El otro había saltado por encima de algo. Se correspondía, por una coincidencia maravillosa, con algo por encima de lo cual había saltado el propio Tôru. Al parecer, al otro y al mismo Tôru la irracionalidad de todo el asunto les resultaba completamente natural. Y los únicos que habían sido empleados en la gestión eran los intermediarios habituales, el presidente y los demás.
La noticia no provocó en Tôru la más ligera sorpresa. Desde que conoció a aquel sereno anciano había estado preparado para cualquier extraña consecuencia de su visita. Estaba seguro de que nadie le hallaría desprevenido, pero la facultad de no verse sorprendido le había otorgado confianza suficiente para juzgar con generosidad los errores que los demás cometieran acerca de él y para soportar los resultados. Si al final éstos fuesen vanos, serían los resultados de un magnífico error. Cuando se adoptaba como premisa evidente por sí misma una confusa conciencia del mundo cabía esperar cualquier cosa como consecuencia. Como conclusión final que conducía al cinismo prevalecía en Tôru la idea de que toda la benevolencia y toda la inquina orientadas hacia él se hallaban basadas en un error determinado por la incapacidad de advertir su dignidad y su abnegación.
Tôru sólo sentía desdén por lo que es inevitable y nada era para él la voluntad. Tenía sobradas razones para imaginarse atrapado en una vieja comedia de las equivocaciones. Nada podía existir más ridículo que la ira de una persona sin voluntad segura de que su voluntad estaba siendo atropellada. Si se comportaba de un modo fríamente racional, decir entonces que no sentía especial deseo de convertirse en hijo adoptado equivalía a afirmar que estaba dispuesto a convertirse en hijo adoptado.
La mayoría de las personas se habrían mostrado inmediatamente suspicaces ante las razones aducidas. Pero ésta era una cuestión de pesar la valoración de otro contra la propia estimación de uno, vía que los pensamientos de Tôru decidieron no seguir. Él no se comparaba con nadie. En la medida, desde luego, en que la oferta era un juego de niños carente del carácter de lo inevitable y en que parecía el capricho de un anciano, el elemento de la fatalidad se tornaba más tenue y la propuesta se volvía para Tôru más fácilmente aceptable. Una persona sin destino no está atada por lo ineludible.
En suma la propuesta equivalía a una limosna enmascarada de empeño educativo.
Un muchacho desinteresado y de un orgullo vulgar podría haber dicho: «Yo no soy un mendigo».
Pero ese género de protesta olía a revista juvenil. Tôru poseía el arma más enigmática de una sonrisa. Aceptó con una negativa.
En realidad el juego de luces cuando observaba en un espejo su enigmática sonrisa hacía que pareciera a veces la de una muchacha. Quizás alguna muchacha de algún lejano país, que hablara una lengua incomprensible, tendría semejante sonrisa enigmática como su única vía de comunicación. No deseaba que se entendiera que aquella sonrisa era femenina. Pero no era la sonrisa de un hombre. Poseía la cualidad de un pájaro que aguardara en su nido en el momento más exquisito, libre tanto de coquetería como de timidez, entre el titubeo y la resolución, dispuesto a hacer frente a una crisis por culpa de un adversario, como si se tratara de caminar por un oscuro sendero. Entre la noche y el alba no era posible distinguir ni camino ni colina y cualquier paso podía significar la muerte. En ocasiones se le antojaba a Tôru que aquélla era una sonrisa que no había heredado de sus padres sino tomado de una muchacha, una desconocida con la que se encontró en su lejana juventud.
No era su amor propio el que le inducía a pensar así. Podía verse a sí mismo de una esquina a otra y la confianza que la más penetrante de las personas no podría ver en él como él la veía constituía la base de su dignidad; mientras que la propuesta se hiciera al Tôru que los otros veían, sería una propuesta a la sombra del auténtico Tôru, totalmente incapaz de herir su dignidad. Tôru se hallaba seguro.
¿Mas eran tan incomprensibles los motivos del hombre? No había en ellos nada que resultara mínimamente incomprensible. Tôru lo entendía a la perfección. La víctima del tedio es completamente capaz de vender un mundo a un trapero.
Con los brazos sobre las rodillas Tôru asentía soñoliento. Había tomado una decisión. Pero las buenas maneras exigían que demorara su aceptación hasta que el inspector pudiera sentirse un tanto más orgulloso del sudor que había gastado.
Se sentía más a gusto que nunca con su incapacidad de ensoñar. Había encendido en beneficio del inspector el repelente para los mosquitos, pero los mosquitos se cebaban en sus propios pies y tobillos. El picor brillaba a través de su embotamiento como la luz de la luna. Vagamente pensó que debería lavarse de nuevo las manos por haberse rascado.
—Bien, me temo que esté durmiéndose. Se halla en su derecho. La noche está ya muy avanzada. Caramba conmigo. Ya son las once y media. He estado demasiado tiempo. ¿Así que el asunto le parece bien? ¿De acuerdo?
Cuando se alzó para marcharse, el inspector puso una mano persuasiva en un hombro de Tôru.
Simulando haberse despertado sólo en aquel momento, Tôru dijo:
—Sí, estoy de acuerdo.
—¿Accede?
—Accedo.
—Gracias, gracias. Yo me ocuparé de todo lo demás. Piense en mí como si fuera su padre. ¿Conforme?
—Sí. Le agradeceré mucho todo lo que haga por mí.
—Pero será una pérdida para la oficina que se vaya un muchacho tan bueno.
Había bebido demasiado para poder conducir. Tôru fue en busca de un taxi y le envió a su casa.