10 de agosto.
Tras comenzar su turno de trabajo a las nueve de la mañana, Tôru, como siempre que se quedaba solo, abrió el periódico. No esperaba un barco hasta la tarde.
El diario rebosaba de noticias sobre la contaminación de las aguas del mar frente a Tago. En Tago había unas cincuenta papeleras, pero en Shimizu sólo existía una fábrica de papel y pequeña. Las corrientes predominantes pasaban más hacia el este y la contaminación industrial rara vez penetraba en el puerto de Shimizu.
Al parecer los Zengakuren habían logrado movilizar a un considerable número de jóvenes para las manifestaciones contra la contaminación. Pero quedaban más allá incluso del alcance del catalejo de treinta aumentos. Todo lo que sucedía fuera del radio de acción del catalejo carecía de importancia para Tôru. Era un verano fresco.
El día era de aquellos en los que la península de Izu parece adelantarse y las nubes de tormenta bullen en un cielo claro. La península se hallaba envuelta por la neblina, la luz del sol era tenue. Poco tiempo atrás había visto fotografías tomadas por un satélite meteorológico. La bahía de Surugu parecía estar siempre medio oculta por la contaminación.
De manera desacostumbrada Kinué apareció por la mañana. Le preguntó si podía entrar.
—Estoy yo solo. Él se ha ido a la oficina central de Yokohama.
Había temor en los ojos de la muchacha.
Durante las primeras lluvias del verano le censuró acremente su costumbre de traerle flores para que se las pusiera en el pelo y durante un tiempo dejó de venir. Ahora sus visitas se habían tornado de nuevo frecuentes, pero el temor y la inseguridad que constituían la excusa de su presencia parecían cada vez más acentuados.
—Por segunda vez. Es la segunda vez y un hombre diferente en cada ocasión.
Inició el relato en cuanto se sentó. Respiraba ruidosamente.
—¿Qué sucedió?
—Alguien te busca. Cuando vengo a verte me cercioro siempre de que nadie me vea. Si no lo hiciera podría causarte complicaciones. Si llegaran a matarte sería culpa mía y no tendría más remedio que matarme.
—¿De qué estás hablando?
—Es la segunda vez, te lo digo. Por eso estoy tan preocupada. Te lo dije la otra vez, ¿recuerdas? Pues ésta fue lo mismo aunque un poco diferente. Esta mañana fui a pasear a la playa de Komagoé. Cogí algunos lirios y luego me acerqué hasta el agua y empecé a mirar el mar sin pensar en realidad en nada.
No suele haber mucha gente en la playa de Komagoé y yo pronto me canso de que la gente me observe. Por eso me gusta mirar al mar. Me tranquiliza mucho. A veces pienso que si pudiera poner en una balanza mi propia belleza por un lado y el mar en el otro, se equilibrarían perfectamente. Así que es como si entregara mi propia belleza al mar y me librara de preocupaciones.
No había nadie por allí. Tan sólo dos o tres pescando. Tal vez porque no había conseguido nada, uno de ellos no hacía más que observarme. Hice como que no me daba cuenta pero su mirada se me pegaba a la mejilla como si fuera una mosca.
Dudo de que puedas entender cuan horriblemente me siento entonces. Ya está aquí de nuevo, me dije. Mi belleza actuando por su cuenta, robándome mi libertad. Se me antojó como algo distinto de mí, algo que no puedo dominar. Aquí estoy yo, sin molestar a nadie, sencillamente deseando estar sola y empieza a crear dificultades. Éste es un signo de la verdadera belleza. Lo sé. Pero la belleza es la cosa más molesta cuando empieza a actuar por su cuenta.
Ya ha excitado de nuevo a un hombre, me dije. Apenas había tenido tiempo de pensar cuánto la odiaba y ya estaba allí, afanándose otra vez en atraer a un hombre. Hasta entonces había sido un inocente curioso y de repente se convirtió en una horrible bestia.
Dejé de traerte flores pero cuando estoy sola me gusta ponerme flores en el pelo. Estaba cantando y lucía un clavel en la cabeza.
No recuerdo lo que cantaba. No es extraño porque llevaba así un ratito. Pero creo que sería alguna canción triste y evocadora, adecuada para mi bella voz. Siempre sucede lo mismo. La canción más estúpida del mundo se torna bella en cuanto yo la canto.
Finalmente, el hombre se acercó. Era joven y tan cortés que me dieron ganas de reír. Pero había algo sucio en sus ojos. No podía ocultarlo. Sus ojos eran como goma sobre mi falda. Habló de todo género de cosas. Pero fui capaz de protegerme yo sola. Eres tú quien me preocupa.
Trató de confundirme hablando de todo género de cosas pero siempre volvía a referirse a ti. Me preguntó qué clase de persona eres, y cuánto trabajas, y si eres amable con la gente. Yo le dije, desde luego, yo le dije que eres la persona más amable y trabajadora del mundo. Hubo algo que pareció sorprenderle. Fue cuando afirmé que tú eras sobrehumano.
Lo supe instintivamente. Fue la segunda vez, ¿recuerdas? Hace una semana o diez días pasó casi lo mismo. Alguien sospecha algo de nosotros dos. Alguna horrible persona que hasta ahora no se ha dado a conocer, ha oído hablar de mí o quizás me ha visto a lo lejos y ha enloquecido por mí. Entonces habrá contratado a alguien para que me espíe y para eliminar al hombre que él supone que puede estar enamorado de mí. Esa loca pasión está cada vez más cerca de mí. Me siento aterrada. ¿Qué haré si te sobreviene algún mal, sin que tú tengas la culpa y sólo porque yo soy tan bella? Sé que se trama algo. Sé que hay una conspiración incubada por un amor sin esperanza. Algún hombre terriblemente rico y poderoso, tan horrible como un sapo, me acecha en la sombra y está resuelto a acabar contigo.
Había hablado sin concederse pausa para respirar y ahora temblaba como una hoja.
Cruzadas las piernas, embutidas en sus pantalones de faena, Tôru fumaba un cigarrillo. Se preguntaba hasta qué punto había algo de cierto en aquello. Dejando al margen la febril imaginación de Kinué, estaba seguro de que alguien investigaba su vida. ¿Quién sería? ¿Y por qué? ¿La policía? Pero él no era culpable de nada más grave que fumar mientras aún era menor.
Reflexionaría sobre la cuestión cuando estuviera a solas y mientras tanto contribuiría a las fantasías con un giro de lógica.
Le respondió con gravedad:
—Probablemente es como dices pero no sentiría que me asesinaran por culpa de una bella mujer. En algún lugar un hombre rico, poderoso y horrible aguarda para saltar como un tigre sobre alguien puro y bello. Y sus ojos se han fijado en nosotros dos.
—Tienes que saber lo que estás haciendo cuando te enfrentas con alguien como él. Ha tendido sus redes por todas partes. Lo que hay que hacer es simular, no resistirse, ganar tiempo suficiente y hallar sus puntos débiles. Lo que es preciso es reunir tus fuerzas y atacar cuando conozcas cuáles son sus puntos débiles.
Nunca debes olvidar ni un solo momento que la belleza pura es el enemigo de la raza humana. La gran ventaja de ese hombre es que tiene a su lado a toda la raza humana. No nos dejará un minuto hasta que nos arrodillemos y reconozcamos que nosotros somos también seres humanos. Y así cuando llegue el tiempo tendremos que renunciar y rezar a sus dioses. Si no rezamos como locos, nos asesinará. Y cuando procedamos así él se calmará y veremos sus puntos débiles. Hemos de resistir hasta que eso suceda, al tiempo que nos aferramos a nuestra propia dignidad.
Te entiendo perfectamente. Procederé en todo como dices. Pero tienes que ayudarme. Esta ponzoñosa belleza mía hace que tema tropezar y caer. Si avanzamos los dos de la mano, podremos limpiar a toda la raza humana. Y entonces el mundo será un paraíso y ya nada habremos de temer.
—Así es. Todo irá bien.
—Me gustas más que nadie en el mundo. La muchacha dejó escapar estas últimas palabras al tiempo que cruzaba la puerta.
Tôru disfrutaba siempre de su ausencia. ¿Qué diferencia guardaba con la belleza tal fealdad cuando no se hallaba presente? Faltando la belleza, premisa de toda la conversación, Kinué siguió vertiendo su fragancia después de su marcha.
A veces le parecía que la belleza sollozaba en la distancia. Quizás justamente más allá del horizonte. Chillaba con una voz aguda como la de una grulla. La llamada resonaba y desaparecía. Si cobraba forma humana era sólo por un instante. Sólo Kinué, un cepo de fealdad, había capturado la grulla. Y la había nutrido largo tiempo con la conciencia de sí misma.
El Kôyô-maru apareció a las tres dieciocho de la tarde. No se aguardaba otro barco hasta las siete. Incluyendo los nuevos que aguardaban a fondear, había veinte barcos en el puerto de Shimizu.
Lejos, en la Tercera Área, estaban el Nikkei-maru II, el Mikasa-maru, el Camellia, el Ryûwa-maru, el Lianga Bay, el Umiyama-maru, el Yôkai-maru, el Denmark-maru y el Kôyô-maru.
En el muelle de Hinode, el Kamishima-maru y el Karakasu-maru.
En el muelle de Fujimi, el Taiei-maru, el Hôwa-maru, el Yamataka-maru y el Aristonikos.
Junto a las boyas de Orito, el puerto para la madera, estaban el Santen-maru, el Donna Rossana y el Eastern Mary.
En razón del peligro, un solo petrolero, el Okitama-maru, se hallaba junto al oleoducto en el área de amarre, reservada a los petroleros. Estaba a punto de zarpar.
Los grandes petroleros que traían crudos del Golfo Pérsico se situaban en el área de amarre mientras que los petroleros pequeños con productos refinados penetraban en la dársena de Sodeshi, en donde se hallaba un solo barco, el Nisshô-maru.
De la estación de Shimizu partían unos raíles que pasaban junto a varios fondeaderos y unos solitarios tinglados, reflejando la intensa luz del verano. Luego penetraban por la hierba. Entre los almacenes les llegaba la luz del mar como burlándose de este extremo de la tierra. Pero los raíles proseguían como si hubieran sido concebidos para arrojar al agua a las viejas locomotoras. Y entonces, de repente, los raíles enmohecidos y curvados se topaban con el mar brillante. Aquello era lo que se llamaba el muelle del ferrocarril. No había allí barco alguno.
Tôru acaba de anotar en el registro de la Tercera Área el Kôyô-maru.
Había anclado lejos del muelle y las operaciones de carga habrían de aguardar hasta el día siguiente. No había gran prisa en notificar su llegada. Alrededor de las cuatro recibió una llamada, preguntándole si en realidad había arribado.
A las cuatro llamó un práctico. Había ocho prácticos que trabajaban en turnos sucesivos. La llamada tenía por objeto informarle de las llegadas del día siguiente.
El tiempo le pesaba en las manos. Tôru observó el mar a través del catalejo.
Pero mientras miraba tornaron a él la incertidumbre y el espectro del mal que había traído Kinué. Era como si un oscuro filtro se hubiera deslizado sobre las lentes.
En realidad era como si ese oscuro filtro hubiese caído sobre todo el verano. Sutilmente, el mal se había impuesto a la luz, para atenuar su irradiación y para debilitar las intensas sombras del verano. Las nubes perdieron los trazos nítidos de sus siluetas, el mar se tornó hueco y la península de Izu, invisible sobre el acerado azul oscuro del horizonte. El mar era de un verde apagado y monótono. Lentamente, ascendía la marea.
Tôru bajó el catalejo hasta las olas de la playa.
Al romperse se deslizaban por sus lomos espumas como posos del mar y las pirámides de verde intenso cambiaban, se alzaban y se hinchaban cobrando un incierto color blanco. El mar perdía su serenidad.
Al alzarse y romperse en la orilla jirones de blancura de su alto vientre, como un grito de inexpresable angustia, se trocaban en un muro de vidrio muy terso y sin embargo infinitamente agrietado, como una vasta espuma. Al alzarse y quebrarse las guedejas se combaban en un bello blanco y al caer mostraban la nítida disposición azul y blanca de su corona y las líneas blancas se trocaban en un sólido campo blanco y así caían, como una cabeza cortada.
La espuma se extendía, desparramándose. Y manchitas de espuma se arrastraban sobre el mar como filas de chinches acuáticas.
La espuma cubría la arena como el sudor de la espalda de un atleta al final de su esfuerzo.
Qué sutiles eran los cambios que experimentaba el blanco monolito marino cuando se acercaba hasta deshacerse en la costa. La confusión de millares de pequeñas olas y las finas rayas de la espuma se trocaban rabiosas, en una infinidad de líneas trazadas sobre el mar como por gusanos de seda. Qué refinada maldad la de imponerse por la pura fuerza aunque cobrase la más delicada blancura.
Cuatro y cuarto.
El cielo en sus más altas regiones era azul. Un azul afectado y pomposo. Había visto un azul semejante en la biblioteca, en una colección de la Escuela de Fontainebleau. Todo líricamente integrado, como una justificación para las nubes, aquél no era en manera alguna un cielo de verano. Se había desplegado con una dulzona hipocresía.
Las lentes habían abandonado la costa y se habían vuelto hacia el cielo, el horizonte, el mar.
Captó una sábana de espuma que parecía alzarse hasta el mismo cielo. ¿Qué podía pretender aquel retazo de espuma elevándose por encima del resto? ¿Por qué había sido elegido?
La Naturaleza era un ciclo, del todo a los fragmentos, de los fragmentos al todo. Comparado con la fugaz blancura del fragmento, el todo era oscuro y hosco.
¿Y era el mal del todo?
¿O del fragmento?
Cuatro cuarenta y cinco. Ni un solo barco a la vista.
La playa estaba solitaria. No había nadadores, tan sólo dos o tres pescadores. El mar sin naves se hallaba a muchos mundos de los afanes y del trabajo. La bahía de Suruga se extendía profundamente serena, sin amor y sin júbilo. Tendría que haber barcos deslizándose hacia acá y hacia allá, trazando cortantes líneas blancas en esta perezosa e imperturbable perfección. Una nave era un arma de frío desdén contra la perfección, que cruzaba sobre la tensa y fina piel del mar y lo hería. Y sin embargo no penetraba más allá de su superficie.
Cinco en punto.
La blancura de las olas se trocó por un instante en un rosa amarillento para decir que se aproximaba el crepúsculo.
Vio dos petroleros, uno grande y otro pequeño, que por la izquierda se adentraban en el mar. El Okitama-maru, de mil quinientas toneladas, que había zarpado de Shimizu a las cuatro y veinte, y el Nisshô-maru, de trescientas toneladas, que había salido a las cuatro y veintitrés.
Eran como espejismos en la neblina. Ni siquiera se percibían sus estelas.
Bajó las lentes hacia la costa.
Cuando cobraron el color del atardecer, las olas se endurecieron. La luz mostraba cada vez más color del mal, los vientres de las olas eran ahora más feos.
Sí. Las olas, al romperse, constituían una clara visión de la muerte. Así se le antojaban a él. Bocas entreabiertas en el instante de la muerte.
Jadeando en la agonía, vertían innumerables hilos de saliva. En el crepúsculo la púrpura terrestre se trocaba en una boca lívida.
En la boca entreabierta del mar se hundía la muerte. Mostrando una y otra vez, al desnudo, la muerte, el mar era como una fuerza de policía. Rápidamente disponía de los cuerpos, ocultándolos a las miradas de la gente.
El catalejo de Tôru captó algo que no debería estar allí.
De repente sintió que un mundo distinto era extraído de aquellas mandíbulas entreabiertas. Como no era dado a ver fantasmas, parecía indudable que existía aquello. Pero ignoraba qué era. Tal vez se trataba de una trama formada por organismos microscópicos en el mar. Un mundo diferente aparecía a la luz que centelleaba en las oscuras profundidades y él sabía que era un lugar que conocía. Quizás tuviera algo que ver con recuerdos incalculablemente lejanos. Si existía una vida anterior, entonces se trataba de eso. ¿Y cuál sería su relación con el mundo que Tôru estaba constantemente buscando, un paso más allá del horizonte? Si era un juego de algas marinas en los vientres de las olas al romperse, entonces quizás el mundo entrevisto en aquel instante constituía una miniatura de las rosáceas y purpúreas grietas y cavidades viscosas de las hediondas profundidades. ¿Pero existían los resplandores y centelleos de un mar atravesado por los rayos? No era posible tal cosa en aquel tranquilo mar del crepúsculo. Nada había que exigiera que aquel mundo y este mundo fuesen contemporáneos. ¿Se hallaba en un tiempo diferente el mundo que había atisbado? ¿En un tiempo distinto del medido por su reloj?
Meneó la cabeza. Al tiempo que huía de la desagradable visión, el catalejo también se tornó desagradable. Se dirigió hacia los prismáticos de quince aumentos en el otro rincón de la estancia. Observó el enorme casco de la nave que salía del puerto.
Era el Yamataka-maru de la Y.S. Line, 9.183 toneladas, rumbo a Yokohama.
—Un barco de Yamashita acaba de salir en su dirección. Yamataka, Yamataka. Son las diecisiete veinte.
Tras haber transmitido por teléfono el mensaje a la oficina principal de Yokohama retornó a los prismáticos y volvió a seguir al Yamataka-maru, cuyos mástiles desaparecían ahora en la neblina.
El emblema era una sola línea negra cerca de lo alto de un fondo de color níspola. En el casco aparecían, enormes y negras, las letras: Y.S. LINE. Puente blanco, cabrias rojas. El barco pugnaba por escapar del círculo de la lente. Lanzando blancas líneas desde el tajamar, se alejaba mar adentro. Desapareció.
Había hogueras en los fresales.
Habían retirado las cubiertas de plástico que ocultaron toda la superficie hasta el final de las lluvias del estío. Había terminado la estación de las fresas. Los esquejes que se llevaron a la quinta estación de Fuji bendecirían aquel invierno artificial. Retornarían en octubre para que hubiera fresas con destino al mercado de Navidad.
Estaban trabajando entre los pedestales y en la tierra húmeda y negra de la que incluso se habían retirado los pedestales.
Tôru se dispuso a cenar.
Su sencilla cena estaba sobre la mesa. Anochecía.
Cinco cuarenta.
Entre las nubes asomó una media luna, muy alta sobre el cielo meridional. Un instante después la media luna, como un peine de marfil que hubiera caído del cielo, era ya indistinguible de una nube.
Los pinos a lo largo de la orilla aparecían negros. Ya había suficiente oscuridad para percibir las luces traseras de los coches que los pescadores habían aparcado en la playa.
Enjambres de niños que llegaban de la carretera irrumpían en los fresales. Extraños niños del crepúsculo. Curiosos niños los que al anochecer aparecían como por ensalmo y trenzaban cabriolas alocadas por los campos.
Las hogueras lanzaban a lo lejos lenguas de fuego.
Cinco cincuenta.
Tôru observó más allá. Divisó un barco cuyo emblema no podía captar el ojo sin instrumento alguno y tendió la mano hacia el teléfono. Tal era su seguridad que se dispuso a llamar incluso antes de haber comprobado el emblema. Respondió el agente del barco.
—¿Oiga? Aquí, la estación de Teikoku. El Daichû. Acabo de divisarlo.
Era como un tiznón, dejado por un dedo sucio sobre el tenue rosa del horizonte por el sudoeste. Como si examinara una huella dactilar en el cristal, lo enfocó y lo identificó.
El registro le dijo que el Daichû-maru, de 3.850 toneladas, era un transporte de lauán, de cien metros de eslora y que hacía 12,4 nudos. Los únicos barcos capaces de superar los veinte nudos eran los cargueros internacionales. Los madereros eran más lentos.
Se sentía especialmente ligado al Daichû-maru. Había sido botado la primavera del año anterior en los astilleros Kanazashi, aquí en Shimizu.
Las seis.
En la rosácea alta mar, la tenue forma del Daichû-maru se rozaba con la del Okitama-maru, que había salido del puerto. Era un extraño momento aquel en que una imagen surgía de un sueño para penetrar en la vida cotidiana, una realidad que procedía de una abstracción, un poema que se torna corpóreo, una fantasía que se troca en objeto. Si a través de un proceso penetra en el corazón algo carente de significación y sin embargo ominoso, surge en ese corazón un ansia de darle forma y así cobra vida. Quizás el Daichû-maru había nacido en el corazón de Tôru. Una imagen indistinta como una pincelada se había convertido en un gigantesco casco de casi cuatro mil toneladas. Y lo mismo estaba sucediendo siempre en algún lugar del mundo.
Seis y diez.
Escorzado por el ángulo de su aproximación, alzaba sus dos cabrias como los cuernos de un enorme y negro escarabajo.
Seis y cuarto.
Ahora resultaba completamente visible sin instrumentos pero ondulaba oscuramente en el horizonte como un objeto olvidado en un estante. La distancia se plegaba y el buque seguía allí, un escarabajo negro abandonado sobre el estante del horizonte.
Seis y media.
Diagonalmente, a través de las lentes, podía distinguir el emblema de la chimenea, una «N» roja en un círculo sobre fondo blanco. Pudo distinguir las pilas de lauán.
Seis cincuenta.
Ahora de costado por el canal, el Daichû-maru mostraba las rojas luces de los mástiles contra un cielo nublado y oscurecido que ya no tenía luna. Se deslizó junto al Okitama, que como un espejismo penetraba en el mar. Había una considerable distancia entre las dos naves pero las luces aparecían en escorzo y era como si en el oscuro mar las puntas encendidas de dos cigarrillos se rozaran y separaran.
Procedente de un puerto extranjero, el Daichû-maru tenía en cubierta dos largos raíles de hierro para impedir que los troncos de lauán cayeran por la borda. Llevaba tantos que no se veía la línea de flotación. Los enormes troncos quemados por el sol tropical se apilaban uno sobre otro como los cadáveres atados de enormes y fuertes esclavos negros.
Tôru pensó en las nuevas regulaciones sobre la línea de flotación, enmarañadas en sus detalles. Las líneas de flotación de los barcos madereros eran de seis variedades, verano, invierno, invierno del Atlántico Norte, tropical, verano de agua dulce y tropical de agua dulce. La categoría tropical se dividía además en tropical por zona y tropical por estación. El Daichû-maru estaba incluido en la primera y sometido a las «normas especiales para el transporte de madera en cubierta». Tôru se había aprendido con fascinación las líneas que definían la zona tropical.
Desde la costa oriental de Norteamérica a lo largo del paralelo 13° hasta sesenta grados de longitud Oeste; desde aquí directamente a diez grados Norte por cincuenta y ocho grados Oeste; desde aquí, por el paralelo 10° a veinte grados Oeste; desde aquí, a lo largo del meridiano 20° hasta treinta grados Norte; y de aquí a la costa occidental de África… y luego a la costa occidental de la India… a la costa oriental de la India… a la costa occidental de Malasia… y de aquí a la costa sudoriental de Asia hasta el paralelo 10° en la costa de Vietnam… por Santos… la costa oriental de África hasta la costa occidental de Madagascar… el canal de Suez… el Mar Rojo, Aden, el Golfo Pérsico.
Una línea invisible trazada de continente a continente y de océano a océano y lo que quedaba dentro era llamado «tropical», y así de repente hizo su aparición un «tropical» con sus cocoteros, sus arrecifes, sus mares de cobalto, sus nubes de tormenta, sus turbonadas y los chillidos de sus loros multicolores.
Troncos de lauán, rociados con las etiquetas escarlata, oro y verde de los trópicos. Troncos amontonados de lauán: habían sido empapados por las lluvias tropicales y habían reflejado cálidos cielos estrellados, habían sido atacados por olas y carcomidos por los relucientes insectos de las profundidades y no podían imaginar que se aproximaban al final de su viaje, al tedio de la vida cotidiana.
Las siete.
El Daichû-maru rebasó la segunda torre. Brillaban las luces del puerto.
Como había llegado a una hora anormal, cuarentena y descarga tendrían que aguardar hasta la mañana siguiente. Incluso así, Tôru efectuó las llamadas habituales: el práctico, la policía, el superintendente del puerto, el agente, los avitualladores, la lavandería.
—El Daichû está llegando a 3-G.
—¿Oiga? Aquí la estación de Teikoku. El Daichû está llegando a 3-G ¿Carga? Apenas se distingue la línea de flotación.
—¿Avitualladores del Shimizu? Aquí la estación de Teikoku. Gracias por todo. El Daichû está llegando a 3-G. En este momento se encuentra ante el faro de Mio.
—¿Policía de Shizuoka? Está llegando el Daichû. Mañana, a las siete, por favor.
—El Daichû. D-a-i-c-h-û. Sí, por favor.