Capítulo 12

Honda guardó silencio a lo largo de la cena y Keiko se hallaba demasiado sorprendida para poder hablar.

—¿Vienes a mi habitación? —preguntó Keiko cuando abandonaron la mesa—. ¿O voy yo a la tuya?

Cuando viajaban juntos y después de cenar siempre se reunían en la habitación de uno u otro y charlaban tras un whisky. Si uno de los dos alegaba fatiga el otro lo entendía.

—No me siento tan cansado como creía. Estaré contigo tal vez dentro de una media hora.

Tocó su muñeca y observó el número de su llave. A Keiko le divertía siempre el orgullo con que él incurría en estas pequeñas exhibiciones de intimidad. Podía mostrarse encantadoramente íntimo en un instante y amenazadoramente judicial en el siguiente.

Keiko se cambió de ropa. Se burlaría de él. Pero luego reconsideró su propósito. Advirtió que podría burlarse cuanto quisiera de él si el asunto era serio, pero entre ellos regía una ley según la cual todo lo frívolo siempre había de ser tomado en serio.

Se sentaron ante la mesita junto a la ventana. Honda pidió como de costumbre una botella de Cutty Sark. Keiko contemplaba los torbellinos que afuera formaba la neblina. Extrajo un cigarrillo. Con un cigarrillo en la mano Keiko siempre mostraba una expresión más rígida y tensa de lo habitual. Hacía ya tiempo que había renunciado al gesto occidental de aguardar a que él encendiera una cerilla. A Honda siempre le había desagradado.

Le habló sin rodeos:

—Estoy asombrada, completamente asombrada. Esa idea de quedarte con un chico del que nada sabes. Sólo se me ocurre una explicación. Has sabido ocultarme tus inclinaciones. Qué ciega he estado. Nos conocemos desde hace dieciocho años y jamás se me ocurrió sospecharlo. Ahora lo veo. No cabe duda al respecto. Hemos experimentado durante este tiempo los mismos anhelos, que nos unieron e hicieron que nos sintiéramos seguros, camaradas y aliados. Ying Chan era simplemente una parte del attrezzo. Tú sabías lo de ella y yo, y representabas tu papel. Nunca se tiene demasiado cuidado.

—No es eso en modo alguno. Ella y el muchacho son idénticos —respondió muy firmemente.

—¿Por qué? —preguntó ella una y otra vez. ¿En qué eran idénticos?

—Te lo diré cuando traigan el whisky.

Lo trajeron. No le quedaba otro remedio sino aguardar sus palabras. Había perdido la iniciativa.

Honda se lo dijo todo.

Le gustaba que Keiko le escuchase con tanta atención. Ella se abstuvo de sus habituales lugares comunes.

—Has hecho bien en decirlo y en no escribir nada sobre eso —el whisky había dado a su voz tonos de una piedad serena, de benevolencia—. La gente te habría creído loco. Y se habría venido abajo el nombre que has sabido labrarte.

—El prestigio no significa nada para mí.

—Ésa no es la cuestión. Hay algo más que me has ocultado y es tu cordura. No, un secreto tan violento como el más violento de los venenos, capaz de todo lo horrible, un secreto que torna insignificantes a cualquier género de secretos sociales. Podrías haberme dicho que en tu familia inmediata había tres locos, podrías haberme confesado que sientes unas inclinaciones sexuales de lo más extrañas, podrías haberme revelado cosas que avergonzaría decir a la mayoría de las personas. Una vez que conoces la verdad, el asesinato, el suicidio, la violación y la estafa resultan insignificantes y chapuceros. Qué ironía que deba ser precisamente un juez. Te ves atrapado en un círculo más grande que los cielos y todo lo demás carece de importancia. Has descubierto que sólo nos han enviado a pastar. Animales ignorantes a quienes se ata largo. —Keiko suspiró—. Tu historia me ha curado. Creo que he peleado bastante bien pero no había necesidad de pelear. Todos somos peces en la misma red.

—Pero éste es el golpe definitivo para una mujer. Una persona que sabe lo que tú sabes nunca podrá ser bella de nuevo. Si a tu edad aún deseas tener belleza, tendrás que taparte los oídos con las manos.

—Hay signos invisibles de lepra en el rostro del que sabe. Si la lepra de los nervios y la lepra de las articulaciones son lepras visibles, entonces llámala lepra transparente. Inmediatamente al final del conocimiento sobreviene la lepra. En cuanto puse el pie en la India fui un leproso espiritual. Lo había sido desde luego durante décadas, sin saberlo.

—Ahora lo sabes. Ahora puedes ponerte todas tus capas de maquillaje pero alguien que sepa verá a través de todas esas capas hasta llegar a la piel. Y te diré lo que verá. Una piel harto transparente; un espíritu en pie aunque muerto; carne que repele por su carnosidad, privada de toda belleza carnal; una voz áspera; un cuerpo despojado de pelo, caídos como hojas todos los cabellos. Pronto veremos en ti todos los síntomas. Los cinco signos de la caída de aquel que ve.

—E incluso si no rehúyes a la gente, advertirás, poco a poco, que te rehúyen. Sin saberlo ellos mismos, quienes saben emiten un desagradable olor de advertencia.

—La belleza carnal, la belleza espiritual, todo lo que a la belleza atañe, procede de la ignorancia y de la oscuridad y sólo de ellas. No está permitido saber y seguir siendo bella. Si la ignorancia y la oscuridad son lo mismo, entonces una pugna entre el espíritu que no tiene nada en absoluto que ocultar y una carne que lo oculta todo tras su propia luz deslumbrante no es una pugna en manera alguna. La belleza es sólo belleza de la carne.

—Sí, es cierto. Y fue cierto en Ying Chan —dijo Keiko, con un leve recuerdo en los ojos mientras contemplaba la neblina—. Y lo que me pregunto es por qué no lo dijiste ni a Isao, el segundo, ni a Ying Chan, la tercera.

—Un despiadado género de solicitud, imagino, me impidió hablar por temor a estorbar al destino. Pero con Kiyoaki fue diferente. Entonces yo no conocía la verdad.

—Quieres decir que entonces eras bello —arrojó una mirada sarcástica de su cabeza a sus pies.

—No. Me afanaba en pulir los instrumentos que me hicieran saber.

—Entiendo. No he de decirle nada al muchacho hasta que tenga veinte años y esté preparado para morir.

—Exacto. Sólo habrás de aguardar cuatro años.

—¿Estás completamente seguro de que tú no morirás antes?

—No había pensado en eso.

—Aún hemos de hacer otra visita al Instituto Oncológico.

Tras echar una mirada a su reloj, Keiko tomó una cajita llena de píldoras multicolores. Con las puntas de las uñas seleccionó rápidamente tres y se las tomó acompañadas de un trago de whisky.

Honda había ocultado algo a Keiko: que el chico que habían conocido aquel día era claramente diferente de sus predecesores. El mecanismo de la conciencia de sí mismo era tan evidente como si se hallara tras una ventana. No vio nada semejante en los otros tres. Le pareció que las funciones internas del muchacho y las propias eran tan semejantes como una gota de agua a otra. Resultaba imposible que así fuera y sin embargo, ¿acaso no podía constituir el muchacho un caso tan extraño, el de quien sabe y es aún más bello gracias a su conocimiento? Pero eso era imposible. Y si resultaba imposible, ¿no cabía entonces la eventualidad de que, portador de las marcas adecuadas, con la edad precisa y los tres lunares, el muchacho fuera el primer caso de una impostura diestramente concebida y dispuesta ante Honda?

Empezaban a sentirse soñolientos. La conversación derivaba hacia los sueños.

—Yo rara vez sueño —dijo Keiko—. Sin embargo, incluso ahora sueño que tengo que presentarme a un examen.

—Dicen que siguen teniéndose sueños de exámenes a lo largo de toda la vida. Pero hace diez años que yo no tengo ninguno.

—Porque tú fuiste un buen estudiante.

Pero parecía completamente inapropiado hablar de sueños con Keiko. Era como hablar a un banquero acerca de hacer punto.

Finalmente cada uno estuvo en su propia habitación. Honda tuvo la clase de sueño que negaba tener, un sueño acerca de un examen.

En el segundo piso de una escuela con vigas de madera, que se agitaban con tanta violencia como si colgaran de la rama de un árbol, Honda, adolescente, tomaba las hojas del examen que le pasaban rápidamente a través de filas de mesas. Sabía que Kiyoaki estaría dos o tres asientos detrás de él. Pasando la mirada desde las preguntas escritas en la pizarra a las hojas donde tenía que anotar las respuestas, Honda se sintió muy seguro de sí. Afiló los lápices hasta que se tornaron puntiagudos. Respondería inmediatamente. No había necesidad de apresurarse. Afuera, el viento agitaba los álamos.

Se despertó en la noche y recordó cada detalle del sueño.

Indudablemente había sido un sueño de exámenes pero Honda no había experimentado esa sensación de acoso que suele acompañar a tales sueños. ¿Qué le había hecho soñar?

Como sólo él y Keiko sabían de su conversación y no había sido Keiko, entonces tenía que haber sido el propio Honda. Pero él no había sentido el más ligero deseo de soñar. No se habría decidido a soñar sin consultar antes sus propios deseos sobre la materia.

Naturalmente Honda había leído muchos libros sobre el psicoanálisis vienés, pero no podía aceptar el principio de que uno deseara traicionarse a sí mismo. No, era más natural creer que alguien desde fuera observaba atentamente y te importunaba.

Despierto, tenía voluntad y, tanto si quería como si no lo quería, estaba viviendo en la historia; pero en algún lugar de la oscuridad existía alguien, histórico quizás, no histórico tal vez, oponiéndosele con sueños.

La niebla parecía haberse aclarado y había salido la luna. La ventana, un tanto alta para el visillo, mostraba por abajo un tenue brillo azul plateado, como la sombra de un gigante reclinado en la península que se extendía más allá de las aguas. Así parecía la India, pensó Honda, desde un barco que se acercara de noche por el océano índico. Volvió a dormirse.