Capítulo 10

¿No había allí nada más que ver? ¿No había nada más que ver?, preguntó Keiko. Aunque agotado, Honda ordenó al chófer que volviera a Shizuoka por la carretera del monte Kuno. Se detuvieron ante la estación de comunicaciones que Honda había visto unos días antes.

—¿No te parece una construcción bastante interesante?

Honda la contemplaba desde la profusión de verdolaga en la base de piedra.

—Me parece que veo unos prismáticos. ¿Para qué son?

—Para observar los movimientos de los barcos. ¿Quieres que entremos?

Aunque sentían curiosidad, ninguno de los dos tenía el valor de llamar.

Habían remontado los escalones de piedra que rodeaban la base y se hallaban al pie de la escalera de hierro cuando una muchacha se cruzó con ellos, haciendo resonar el entramado metálico. Estuvo tan a punto de caer que uno de los dos lanzó una advertencia. Agitando su falda como tornado amarillo, pasó tan aprisa que no vieron su cara, pero les dejó un rastro como el de una fugaz quintaesencia de fealdad.

Y no era que fuese bizca o que tuviera una cicatriz desagradable. Fue simplemente una sombra de fealdad que obstruyó la visión por un instante, algo que desdecía todo ese orden cuidadoso y delicado que conocemos como belleza. Era como lo más oscuro de la oscuridad, una evocación carnal que exasperaba el corazón. Pero si se quería ver las cosas de un modo más cotidiano bastaba con pensar que era sólo una tímida doncella que volvía de una cita.

Subieron por la escalera y se detuvieron ante la puerta para recobrar el aliento. Estaba entreabierta. Honda la empujó y entró. La habitación parecía vacía. Llamó varias veces en dirección a la estrecha escalera que se dirigía al segundo piso. Cada vez que llamaba era presa de un violento ataque de tos.

Se oyó un crujido en lo alto de la escalera.

—¿Sí?

Un muchacho en camiseta miraba hacia abajo.

Sorprendido, Honda advirtió la flor azul que colgaba sobre su frente. Parecía una hortensia. Al mirar hacia abajo, la flor cayó y fue a parar a los pies de Honda. El muchacho se quedó sorprendido. Se había olvidado de la flor. Había cobrado un tono parduzco, estaba roída por los gusanos y marchita.

Keiko, todavía con su sombrero, observó la escena por encima del hombro de Honda.

Aunque la escalera estaba en penumbra resultaba evidente que el rostro del muchacho era claro y bien formado. De una claridad casi inquietante porque a pesar de que el chico estuviera a contraluz, enviaba hacia abajo su propia luminosidad. Tomando como excusa la necesidad de devolverle la flor, Honda cuidadosa pero vivazmente subió por la escalera, apoyando una mano contra el muro. El muchacho descendió a mitad de camino para recogerla.

Sus ojos se encontraron. Honda supo que los engranajes de la misma máquina les movían a los dos con idénticos y sutiles movimientos y precisamente a la misma velocidad. La copia de los de Honda hasta el más mínimo detalle, incluso hasta en el profundo anhelo de un propósito, estaba allí como desnudo ante un vacío sin nubes. Idéntico al suyo en dureza y transparencia, pese a la diferencia de años, el delicado mecanismo dentro de este muchacho correspondía precisamente a un mecanismo dentro de Honda, en el terror de que alguien lo destruyera, el terror oculto en las más recónditas oquedades. En aquel instante Honda vio una fábrica sin obreros, pulida hasta una perfección de profunda destemplanza. La conciencia madura de sí mismo de un Honda en forma juvenil. Produciendo interminablemente sin consumidores, arrojando sin cesar su producción, horriblemente limpia, perfectamente regulados el calor y la humedad, crujiendo eternamente como un alud de satén. Sin embargo existía la posibilidad de que el muchacho, aunque fuese el mismo Honda, no comprendiera a la máquina. Su juventud sería la razón. La fábrica de Honda era humana por obra de un profundo anhelo de humanidad. Si el muchacho se negaba a considerarse humano, tenía razón. Honda estaba seguro de que aunque él había visto todo en el muchacho, éste no podía haber visto todo en él. En el talante lírico de su juventud se acostumbró a juzgar a la máquina como el paradigma de la fealdad; pero sólo fue porque en su errónea apreciación juvenil había confundido la fealdad carnal con la fealdad de la máquina en su seno.

La más fea de las máquinas, muy joven, muy exagerada, romántica, relevante en sí misma. Pero así estaba bien. Honda podía nombrarla con la más fría de las sonrisas. Exactamente igual que podía nombrar un dolor de cabeza o en el diafragma. Era maravilloso que la más fea de las máquinas tuviera un rostro tan bello.

El muchacho ignoraba desde luego todo lo que había sucedido en aquel instante.

A mitad de la escalera tomó la flor. Y aplastó en su mano el motivo de su turbación.

—Maldita sea —masculló para sí— se me había olvidado por completo.

La mayoría de los muchachos se habrían ruborizado. A Honda le interesó advertir que no había transformación alguna en su pálida serenidad.

El muchacho cambió de tema.

—¿Puedo hacer algo por ustedes?

—En realidad, no. Somos turistas y nos preguntábamos si podríamos echar por aquí una mirada para informarnos.

—Por favor, suban.

A toda prisa el muchacho hizo una reverencia desde las caderas y les tendió unas babuchas.

Estaba nublado pero la desnuda visión del paisaje pareció arrebatarles de repente de aquella oscura habitación y llevarles a un páramo abierto. A unos cincuenta metros al sur estaban la playa de Komagoé y el sucio mar. Honda y Keiko sabían muy bien que la vejez y la opulencia ahuyentan la desconfianza. Pronto estuvieron sentados, como si se hallaran en su propia galería, en las sillas que les habían sido ofrecidas. Sin embargo las palabras que siguieron al muchacho de vuelta a su mesa eran muy ceremoniosas.

—Siga adelante con su trabajo, por favor, como si nosotros no estuviésemos aquí. ¿No le importaría que mirase por el catalejo?

—Por favor, por el momento no lo necesito.

El muchacho lanzó la flor a la papelera. Tras un sonoro lavado de manos el bello perfil se inclinó sobre su cuaderno de anotaciones en la mesa como si nada hubiera sucedido; pero Honda podía advertir que la curiosidad esponjaba la mejilla como si fuese una ciruela.

Invitó a Keiko a que observara por el catalejo y luego miró él. No había barcos, sólo el agolpamiento de las olas, como un cultivo de bacterias verdinegras retorciéndose bajo el microscopio.

Eran un par de niños que pronto se cansaron de su juguete. No les interesaba especialmente el mar. Todo lo que en realidad deseaban era irrumpir por un instante en la vida y en el trabajo de un extraño. Observaron en torno a ellos los diversos instrumentos en los que resonaba la agitación del puerto como un eco lejano y triste pero fiel. Repararon en la mención de los «Muelles de Shimizu» y en el nombre de cada muelle en grandes letras negras, se fijaron en la ancha pizarra en la que figuraban todos los barcos en puerto, en los libros alineados en el estante, Libro Mayor de Navegación, Registro Naviero Japonés, Códigos Internacionales, Registro de Armadores de Lloyd’s 1968-69, en los números de teléfono en la pared, los del agente, del práctico, de Aduanas, de la oficina de cuarentena, de avitualladores y los demás.

Todos estos detalles que les rodeaban, poseían innegablemente el olor del mar, la luz del puerto, a tres o cuatro kilómetros de distancia. Sea cual fuere ésta, un puerto anuncia su lánguida turbulencia con sus propios tonos metálicos y tristes. Era como una cítara gigantesca y lunática, tendida junto al mar y que enviara sobre las aguas una imagen ondulante, haciendo sonar y resonar por un momento la destrucción en las siete enormes cuerdas de sus muelles. Penetrando en el corazón del muchacho, Honda soñó con el mar.

Una perezosa arribada, un perezoso detenerse, un perezoso descargar, qué inacabable compromiso este ayuntamiento en éxtasis entre el mar y la tierra. Se unían engañándose mutuamente, la nave deslizaba una seductora cola y se alejaba esquiva con el balido amenazador de su sirena para luego volver de nuevo. ¡Qué mecanismo tan desnudo e inestable!

Por la ventana del este podía ver la confusión del puerto inmovilizado en una neblina humeante; pero un puerto que no brilla no es un puerto, porque un puerto es una fila de blancos dientes tensamente atracados frente a un mar brillante. Los dientes de los muelles carcomidos por el mar. Tenía que brillar como la sala de un dentista y oler a metal, a agua y antisépticos, con bárbaras cabrias que empujan desde arriba y antisépticos que sumen a las naves en un sueño inmóvil y quizás, de vez en cuando, un rastro de sangre.

El puerto y esta pequeña sala de comunicaciones. La imagen del puerto capturada y estrictamente cobrada como pago de un peaje hasta casi poder imaginar que se hallaba en un barco varado sobre altas peñas. Eran más de unas cuantas las semejanzas con la sala de un dentista: la simplicidad y la colocación eficaz de los instrumentos, la frescura de los blancos y de los colores primarios, la disposición para una crisis que podía sobrevenir en cualquier momento, los combados marcos de las ventanas, roídos por los vientos marinos. Y la guardia, solitaria en el campo de blancos plásticos, en unión casi sexual con el mar, a través del día y de la noche, intimidado por el puerto y por la nave hasta que mirar se tornara una pura locura. La blancura, la negación de sí mismo, la incertidumbre y la soledad eran en sí mismas una nave. Pensó que nadie podría permanecer allí mucho tiempo sin sentirse embriagado.

El muchacho simulaba hallarse absorto en su trabajo. Pero Honda sabía que en realidad no existía trabajo cuando no había un barco a la vista.

—¿Cuándo llegará el próximo barco?

—Alrededor de las nueve de la noche. Ha sido un día flojo.

Había replicado con un aire de imperturbable eficiencia y su tedio y su curiosidad asomaron como las fresas entre las cubiertas de plástico.

Es posible que para el chico fuera cuestión de orgullo no vestirse de manera más formal. En cualquier caso no se puso nada encima de la camiseta. En el calor del día, aun con la ventana abierta, no había nada de anormal en su manera de vestir. El perfecto cuerpo, no henchido de carne sino más bien dotado de una especie de botánica esbeltez, suspendía de los hombros la inmaculada camiseta que cubría después la rotundidad del pecho inclinado. Era un cuerpo envuelto en una serena frialdad, sin atisbos de blandura. El perfil, las cejas aristocráticas, la nariz y los labios estaban bien formados y parecían los de la efigie de una desgastada moneda de plata. Los ojos, de largas pestañas, eran bellos.

Honda podía advertir que el muchacho estaba pensando.

Aún seguía turbado por la flor en el pelo. No le había costado ningún esfuerzo ocultar su turbación al recibirles pero ahora se debatía en su embarazo como entre una maraña de rojos hilos. Y como desde luego había reparado en la fealdad de la muchacha, ahora había de hacer frente al equívoco y a unas disimuladas sonrisas de comprensión. La culpa de todo aquello era de su propia magnanimidad. El incidente había infligido a su orgullo una herida incurable.

Claro. Difícilmente podría creerse que aquella chica fea fuese el amor de su vida. Eran demasiado diferentes. Bastaba con observar los lóbulos de sus orejas, tan frágiles como el cristal más delicadamente labrado, y la flexible blancura del cuello para saber que el muchacho era uno de los que no amaban. El amor le era desconocido. Se lavó meticulosamente las manos tras aplastar la flor, tenía sobre la mesa una toalla blanca con la que enjuagaba constantemente su cuello y sus axilas. Las manos recién lavadas sobre el libro mayor eran como verduras esterilizadas. Como ramas jóvenes que se deslizaban por un lago. Conscientes de su propia elegancia, los dedos altivamente curvados, familiarizados con el cielo. No aferraban nada material y su tarea parecía consistir en asir el vacío. Semejaban frotar lo invisible pero sin humildad ni súplicas. Si hay manos reservadas para dirigirse al infinito y al universo, ésas son las manos del masturbador. He visto a través de él, pensó Honda.

Bellas manos para tocar la luna y las estrellas y el mar, no concebidas para un trabajo práctico. Hubiese querido ver los rostros de las personas que trataran de contratarle. Cuando contrataban a un hombre nada aprendían de detalles tan fastidiosos como los referentes a la familia y los amigos, la ideología y las relaciones de sus títulos y el estado de su salud. Y habían contratado a este muchacho sin saber nada de todas aquellas cosas; y era la maldad pura y sin mezcla.

Bastaba con verle. Maldad pura. La razón era simple. La íntima entraña de aquel muchacho era totalmente igual a la del propio Honda.

Con un codo apoyado en la mesa, junto al alféizar, simulando contemplar imperturbable el mar, bajo la protección natural de la melancolía senil, Honda observaba de vez en cuando el perfil del muchacho y sentía que en aquella mirada estaba contemplando su propia vida.

La maldad que bañó esa vida había sido la conciencia de sí mismo. Una conciencia de sí mismo que nada sabía de amor, que hacía pedazos sin alzar una mano, que paladeaba la muerte cuando daba lugar a nobles condolencias, que invitaba al mundo a la destrucción al tiempo que buscaba para sí el último momento posible. Pero había un rayo de luz en la ventana vacía. La India. La India con la que se encontró cuando se tornó consciente del mal y deseó rehuirlo aunque fuera por un instante. La India que enseñaba que había de existir en respuesta a las necesidades morales el mundo que él tanto se había esforzado en negar, envuelto en una luz y una fragancia a las que no podía llegar.

Pero durante toda su larga vida siempre se había inclinado por hacer del mundo un vacío, por empujar a los hombres a la nada, a su fin y destrucción completa. No lo había logrado y ahora, al final de todo, cuando se aproximaba a su propia extinción individual, encontraba un muchacho que irradiaba idéntica maldad.

Tal vez todo había sido una ilusión. Sin embargo, tras sus errores y fracasos podía felicitarse de su destreza para ver a través de las máscaras. Su visión no le fallaba en tanto no estuviera nublada por el deseo. Sobre todo en aquello que no se acomodaba a sus más profundas inclinaciones.

A veces la maldad cobraba una forma silenciosa y botánica. La maldad cristalizada era tan bella como unos inmaculados polvos blancos. Este muchacho era bello. Quizás Honda se había sentido alertado y embrujado por la belleza de su conciencia que no se interesaba en percibirse ni en percibir a otro.

Un tanto aburrida, Keiko se retocaba los labios.

—¿No crees que debemos irnos?

Frente al equívoco del anciano asumió la coloración protectora de su indumentaria y comenzó a deslizarse alrededor de la habitación como una enorme y lánguida serpiente tropical. Descubrió que el estante más próximo al techo se hallaba dividido en unos cuarenta compartimentos y que cada uno de ellos contenía una polvorienta banderita.

Atraída por los rojos, los amarillos y los verdes intensos de las banderas holgadamente enrolladas, las contempló durante un rato con los brazos cruzados. Luego, súbitamente, puso una mano sobre el duro y brillante marfil del desnudo hombro del muchacho.

—¿Para qué son esas banderas?

Se echó hacia atrás sorprendido.

—Ahora no las empleamos. Son banderas de señales. Sólo utilizamos el centelleador. De noche.

Indicó el transmisor óptico en un rincón de la estancia. Apresuradamente volvió la vista a la mesa. Por encima de su hombro Keiko examinó dibujos de chimeneas de barcos. Él no le prestó atención.

—¿Puedo ver una?

—Naturalmente.

Había permanecido inclinado sobre la mesa tanto como le era posible. Ahora se puso en pie y se dirigió al estante, rehuyendo a Keiko como podía evitar la maleza de una cálida jungla. Pasó frente a Honda. Se puso de puntillas y tomó una bandera del estante.

Honda se hallaba sumido en sus propios pensamientos. Miró al muchacho, con los brazos extendidos junto a él. Un tenue y dulce olor inundó las fosas nasales de Honda. Había tres lunares en el lado izquierdo de su pecho, más blanquecinos, y que hasta entonces había ocultado la camiseta.

—Usted es zurdo —dijo Keiko sin reticencia.

Mientras bajaba la bandera el muchacho le lanzó una mirada de disgusto.

Honda tenía que quedar completamente seguro. Se acercó aún más al muchacho. El brazo estaba doblado una vez más, como una blanca ala pero a cada movimiento dos de los lunares se revelaban oscuramente tras el dobladillo de la camiseta y un tercero quedaba al aire. El corazón de Honda latía con fuerza.

—Qué dibujo tan bonito. ¿Qué es? —Keiko desplegó una bandera de cuadros amarillos y negros—. Me gustaría hacerme un vestido así. ¿De qué cree que está hecha? ¿De lino?

—No sé nada del tejido —dijo el muchacho adustamente— pero es una «L».

—«L» de «love».

El muchacho regresó a su mesa; ahora aparecía irritado.

—Tómese el tiempo que quiera —murmuró como si hablara consigo mismo—. No hay prisa.

—Así que esto es una «L». Pues yo no lo diría. Vamos a ver. «L» tiene que ser de un verde oscuro. Estos cuadros negros y amarillos no le van en absoluto. Más pesados y más fuertes, como caballeros en un torneo. Quizás sería mejor una«G».

—La «G» tiene listas verticales amarillas y azules —dijo el muchacho, un tanto desesperado.

—¿Listas amarillas y azules? Eso sí que no le va. La «G» no puede llevar listas verticales en manera alguna.

—Me temo que estoy distrayéndole de su trabajo. Muchísimas gracias. Espero que no le importará si le envío unos dulces o algo así de Tokio. ¿Tiene usted una tarjeta?

Sorprendida ante esta exagerada cortesía, Keiko dejó la bandera sobre la mesa y fue a recoger su sombrero de los prismáticos pequeños de la ventana oriental.

Honda dejó cortésmente su tarjeta ante el muchacho. Éste extrajo una de las suyas con la dirección de la estación de comunicaciones. La mención «Bufete Honda» de la tarjeta pareció disipar todos sus recelos.

—Parece asumir graves responsabilidades —dijo Honda con indiferencia—. ¿Puede hacer frente a todo usted solo? ¿Qué edad tiene?

—Dieciséis. —Era una respuesta rápida y formal que deliberadamente ignoraba a Keiko.

—Es un trabajo muy útil. Siga con eso —cada sílaba puntual y precisa a través de sus dientes postizos. Luego Honda empujó cordialmente a Keiko hacia la puerta y comenzó a ponerse los zapatos. El muchacho les vio bajar la escalera.

De regreso al coche, Honda se sintió demasiado cansado para alzar la vista. Encargó al chófer que les llevara a un hotel de Nihondaira en donde había reservado habitaciones para la noche.

—Quiero un baño rápido y un masaje.

Luego, despreocupadamente añadió algo que dejó a Keiko con la boca abierta.

—Voy a adoptar a ese muchacho.