Mientras escoltaba a Keiko hacia el pinar de Mio, en la mente de Honda se debatía una cuestión. Temía arruinar su entusiasmo mostrándole la profunda vulgaridad a la que había sido reducido uno de los más bellos paisajes japoneses.
Era un lluvioso día laborable pero el inmenso aparcamiento se hallaba atestado de coches y en las tiendas de «souvenirs» el celofán sucio reflejaba un cielo ceniciento. Ni una cosa ni otra parecieron afectar a Keiko en lo más mínimo.
—Bello. Perfectamente encantador. Huele a aire puro y a sal. Está tan cerca el mar.
En realidad el aire rebosaba de olor a gasolina y los pinos estaban a punto de asfixiarse. Honda lo advertía mejor. Había visitado el lugar unos días antes y sabía lo que vería Keiko.
Benarés era basura sagrada. La propia basura era sagrada. Así era la India.
Pero en Japón la belleza, la tradición y la poesía jamás habían sido rozadas por la sucia mano de la santidad.
Quienes las rozaban y al final acababan por estrangularlas se hallaban completamente despojados de santidad. Todos tenían las mismas manos, vigorosamente frotadas con jabón.
Incluso en el pinar de Mio, ángeles en el vacío cráneo de la poesía respondían a las inefables exigencias de los hombres y se veían obligados a dar infinidad de vueltas y más vueltas, como si estuvieran trabajando en un circo. El trazado de sus danzas en los cielos semejaba un entrelazamiento de plateados cables de alta tensión. En sus sueños los hombres sólo hallarían las marcas de la caída de los ángeles.
Eran más de las tres. «Pinar de Mio. Parque de la Prefectura de Nihondaira». La corteza de toscas escamas del árbol se hallaba envuelta en el verde del musgo. Más allá de un suave tramo de peldaños de piedra, los pinos lanzaban dardos de fuego contra el cielo. Las floraciones, velos de verde humo que despedían incluso las ramas de los pinos asfixiados, ocultaban un mar sin vida.
—¡El mar! —dijo Keiko alegremente.
Honda no confiaba en su júbilo. Había en su acento poco de su talante festivo, de elogio del lugar en que era huésped. Sin embargo la exageración puede desplegar el placer en algo que realmente no es nada. Al menos los dos no se sentían solos.
Ante un par de tiendas, con sus estantes en voladizo rebosantes de envases de Coca-Cola y de «souvenirs», había dos muñecos de fotógrafo con aberturas para asomar la cara: Jirôchô, el señor del puerto de Shimizu, y Ochô, su amante. El nombre de Jirôchô figuraba en el triángulo del paraguas que acunaba en su brazo. Vestía traje de camino, con bastón, mitones de azul pálido, polainas y, recogido hacia arriba, un kimono de finas franjas azules y blancas. Ochô lucía un moño alto y vestía un negro kimono de satén y un obi o faja de tejido de Hachijô.
Honda apremió a Keiko a que se dirigieran al pinar, pero ella se sentía fascinada por los muñecos. Repitió para sí una y otra vez el nombre de Jirôchô. Nada sabía de él excepto su nombre, e ignoraba incluso el hecho elemental de que fue un famoso jugador. Las explicaciones de Honda sobre el asunto le fascinaron aún más.
Le entusiasman los tintes nostálgicos, la vulgaridad vigorosa y brutal. A donde quiera que buscara en su propia vida, en sus lejanos recuerdos carnales no podía captar ecos tan salvajes y tristes en su vulgaridad. Su gran virtud era que carecía de ideas preconcebidas. Aquello era algo que nunca había visto y de lo que nunca había oído jamás, aquello era «japonés».
Casi irritado, Honda trató de concluir con su amor por el muñeco.
—Venga, déjalo. Estás haciendo una tontería.
—¿No te parece que los dos podemos permitirnos todavía el lujo de hacer tonterías?
Bien abiertas las piernas en las que se entrelazaban las sierpes, con las manos en las caderas, Keiko adoptó la postura de una madre occidental regañando a su hijo. Había ira en sus ojos. Él había mancillado aquel poético instante.
Honda se rindió. Empezaban a llamar la atención. El fotógrafo llegó corriendo con un trípode y un paño de terciopelo rojo. Cuando Honda se ocultó tras el muñeco para sustraerse a las miradas de los curiosos su rostro apareció por el hueco. Los congregados rieron, el diminuto fotógrafo rió también y aunque no pareciera del todo apropiado que Jirôchô riera, Honda también se rió. Keiko le tiró de la manga y ocupó su lugar, Jirôchô había cambiado de sexo y lo mismo le había sucedido a Ochô. Ahora el jolgorio era más sonoro. Honda se sentía embriagado. Había conocido muchas mirillas pero jamás había tenido la experiencia de ascender a una guillotina en beneficio de un ruidoso gentío.
El fotógrafo se ocupó largo tiempo de sus lentes tal vez porque ahora era el centro de la atención.
—Quietos, por favor —y el gentío se inmovilizó en silencio.
El austero rostro de Honda asomaba por el agujero abierto en el tejido amarillo. Agachado, echando hacia afuera las caderas, había adoptado su postura ante la mirilla de Ninooka. Tras la escena de esta extravagancia humillante se produjo un cambio sutil cuando Honda, indiferente a las risas del gentío, comprobó que todo su mundo pendía del acto de observar. Recobró este papel y los que miraban se trocaron en mirados.
Había un mar, había un gran pino cuyo tronco estaba cercado de cuerdas: el pino de la túnica celestial. Las suaves y arenosas pendientes que llevaban hasta allí rebosaban de espectadores. Bajo el cielo anubarrado los diversos colores de su indumentaria eran uniformemente sombríos, el viento en sus cabellos le hacía parecer un podrido pino vuelto del revés. Había racimos de gente, muchos agrupados espontáneamente; y el enorme ojo blanco del cielo aplastado sobre ellos. Y en el muro que formaba la primera fila las risas estaban vedadas. Contemplaban a Honda con una pétrea vaciedad.
Mujeres en kimono con bolsas de la compra en sus manos, hombres maduros con trajes de confección, chicos de verdes camisas a cuadros y chicas de piernas rechonchas en minifalda, niños, viejos, Honda les veía contemplando su propia muerte. Aguardaban algo, algún incidente tan divertido que debía poseer su propia grandeza. Los labios se relajaban en sonrisas plácidas. Los ojos relucían con una cruda bestialidad.
—¡Quietos! —El fotógrafo alzó su mano.
Keiko retiró al punto su cabeza del agujero. Permaneció majestuosamente erguida ante el gentío como un señor feudal. Jirôchô, agitando su cabeza, se había convertido en alguien de pantalones culebreantes y sombrero negro. La multitud aplaudió. Keiko tranquilamente escribió su dirección para el fotógrafo. Varios jóvenes, creyendo que se trataba de una famosa actriz de otros tiempos, se acercaron a solicitar su autógrafo.
Cuando llegaron al pino Honda se sentía exhausto.
Era un pino gigantesco, a punto de morir, que como un pulpo extendía sus brazos en diferentes direcciones. Habían rellenado con cemento las grietas del tronco. La gente se dispersaba en torno a un árbol que carecía incluso del número suficiente de acículas.
—¿Crees que el ángel tendría un traje de baño?
—¿Es un pino macho? ¿Lo eligió por eso la mujer?
—Pues no pudo llegar hasta la copa.
—Como pino, no tiene mucho de particular.
—Qué bien que hayan conseguido mantenerlo con vida. Simplemente sentir el viento del mar.
Y desde luego el pino se inclinaba hacia el mar más agresivamente de lo que hubiera debido un pino acostumbrado al mar, y las cicatrices del mar en su tronco eran tan innumerables como las de un casco varado. Hacia el mar y junto a la barandilla de mármol unos gemelos apuntaban desde un bípode bermejo como las patas de un ave tropical. En la distancia se divisaba, blanquecina, la península de Izu. Cruzaba un mercante grande. Como si el mar hubiese puesto a la venta todas sus mercancías, un círculo de pedazos de madera, botellas vacías y algas marcaba el límite de la marea alta.
—Bien, aquí lo tienes, el lugar en donde el ángel bailó la danza celestial para recuperar su túnica de plumas. Y ahí están todos esos haciéndose fotografías unos a otros. Ése es su estilo. Ni siquiera miran el pino, sólo se preocupan de salir en una foto. ¿Crees que les importa hallarse en un lugar donde sucedió algo memorable más que para permanecer el tiempo suficiente de que les chasquee un obturador ante la cara?
—Te lo tomas demasiado en serio. —Keiko se sentó en un banco de piedra y encendió un cigarrillo—. Es bello y no me ha decepcionado. Puede que esté sucio y que el árbol se halle a punto de morir, pero posee un encanto. Si todo fuese bonito y de ensueño como en el teatro entonces sería una mentira. La naturalidad es muy japonesa.
Y tras esas palabras Keiko tornó a encabezar la marcha.
Disfrutaba de todo. Era su prerrogativa regia.
En la vulgaridad, tan pesada y penetrante como el viento sofocante y cargado de arena durante las lluvias del verano, ella, feliz y alegre, veía lo que deseaba y llevaba consigo a Honda. Al regreso visitaron el templete de Mio. Bajo el alero del santuario, sobre una tabla toscamente enmarcada había en bajorrelieve la pintura votiva de un nuevo buque de pasajeros. Para un templete de marinos parecía exactamente lo propio propiciar a esa nave en el mar azul. Contra el muro posterior del santuario había una tabla en figura de abanico sobre la que estaban grabados los nombres de los intérpretes de una representación de Nô. Se celebró seis años antes ante el Pabellón de la Danza.
—Un día para las señoras, Kamiuta, Takasago, Yashima y luego Túnica de Plumas —Keiko se sintió impresionada.
Todavía excitada tomó y comió una cereza de uno de los árboles que bordeaban el sendero.
—Fíjate lo que estoy haciendo. Estoy tentando a la muerte.
Con pasos un tanto inseguros, Honda comenzó a lamentar su vanidad, que le había impedido llevar su bastón. Jadeante, emitiendo sonidos entrecortados, se había quedado retrasado cuando Keiko le advirtió.
Colgados de la cuerda que unía los troncos de los árboles, unos signos idénticos se agitaban bajo la brisa.
Peligro. Insecticidas venenosos. No cojan ni coman las cerezas».
En las ramas cargadas de cerezas del rosa pálido al rojo de sangre se arracimaban nuditos de papel que portaban oraciones y súplicas. De algunas cerezas los pájaros apenas habían dejado más que las semillas. Honda sospechó que los signos eran vanas amenazas. Y sabía que una pequeña dosis de veneno no bastaba para llevarse a Keiko.