Capítulo 8

Al comienzo de Túnica de Plumas charlan dos pescadores, uno de ellos es el segundo personaje de la obra. «Los barqueros vocean cuando navegan por el tempestuoso canal de Mio». Luego se desarrolla una descripción del viaje. «De repente, a mil leguas de distancia, aparecen las acogedoras colinas envueltas entre nubes». Una fina y larga túnica de seda cuelga de un pino al fondo del centro. Hakuryô se dirige hacia allí, pensando hacerla suya. Aparece el ángel femenino, la protagonista. Él ignora sus súplicas y se niega a devolvérsela. Ella se siente desolada, incapaz de volar de regreso a los cielos.

Hakuryô aferra la túnica. Ella se siente desamparada. Llora y sus lágrimas son como el rocío en sus enjoyados cabellos. Las flores se marchitan, surgen los cinco signos de la caída del ángel».

En el expreso de Tokio, Keiko leía a media voz el prólogo. De repente preguntó con ansiedad:

—¿Y cuáles son los cinco signos de la caída del ángel?

Honda estaba bien informado. Después de aquel sueño había estudiado la cuestión de los ángeles. Los cinco signos son las cinco marcas de que la muerte ha llegado hasta un ángel. Hay variaciones, dependiendo de las fuentes.

He aquí lo que dice el vigésimo cuarto pliego del Ekot-taraâgama: «Hay treinta y tres ángeles y un arcángel y los signos de muerte son quíntuples. Se marchitan las flores de sus coronas, se manchan sus túnicas, se tornan fétidos los hoyuelos bajo sus brazos, pierden la conciencia de sí mismos y son abandonados por sus enjoyadas doncellas».

Y La Vida del Buda, quinto pliego: «Son cinco los signos de que el tiempo otorgado ha concluido. Las flores de los cabellos se marchitan, un fétido sudor surge bajo los brazos, se manchan las túnicas, el cuerpo deja de emitir luz y pierde la conciencia de sí mismo».

Y el último pliego del Mahâmâyâ-sûtra: «Y en aquel tiempo Mahâ manifestó en los cielos cinco signos de su caída. Su corona de flores se marchitó, el sudor brotó bajo sus brazos, su halo se esfumó, sus ojos comenzaron a parpadear sin pausa y perdió toda satisfacción con su legítimo lugar».

Hasta ahí las semejanzas son más sorprendentes que las variaciones. El Abhidharma-mahâvibhâsâ-sâstra describe muy detalladamente los cinco signos mayores y los cinco signos menores. Los cinco signos menores aparecen primero.

Cuando un ángel se remonta y revolotea emite por lo común una música tan bella como ninguna música, ninguna orquesta y ningún coro podrían imitar; pero cuando la muerte se aproxima, la música se extingue y la voz se torna tensa y débil.

En tiempos normales, tanto de día como de noche, fluye del interior de un ángel una luz que no permite sombras, pero cuando la muerte se acerca la luz se debilita de repente y el cuerpo se envuelve en tenues sombras.

La piel de un ángel es tersa y se halla bien ungida e incluso si se sumerge en un lago de ambrosía rechaza el líquido como hace la hoja del loto; pero cuando se acerca la muerte, el agua se adhiere y no se desprende.

La mayoría de las veces un ángel, como un molinete de fuego, ni se detiene ni es asible en lugar alguno, está allí y aquí casi al mismo tiempo, se escabulle, se mueve y escapa, pero cuando la muerte se aproxima permanece en un lugar y no puede huir.

Un ángel transpira una fuerza que jamás parpadea, pero cuando la muerte se acerca la fuerza desaparece y el parpadeo se torna incesante.

Éstos son los cinco signos mayores: las túnicas antaño inmaculadas se tornan sucias, las flores de la corona se ajan y caen, el sudor brota de las axilas, un fétido hedor envuelve el cuerpo, el ángel ya no es feliz en su propio lugar.

Se advertirá que las otras fuentes enumeran los grandes signos. Mientras que sólo se hallen presentes los menores, la muerte aún puede diferirse, pero una vez que surgen los grandes signos el desenlace es indudable.

En Túnica de Plumas, uno de los grandes signos había hecho ya su aparición y sin embargo el ángel se recobraría al devolverle su túnica. Cabe imaginar que Zeami se permitió esbozar un poético atisbo de decadencia y declive y no se preocupó de la meticulosa letra de la ley.

Honda recordaba con extraordinaria claridad las cinco marcas de la caída en el Rollo de Kitano, un tesoro nacional que había contemplado mucho tiempo atrás en el templete de Kitano. Poseía una copia fotográfica que evocaba algo, un cántico de horribles presagios a los que hasta entonces se había mostrado sordo.

En un jardín frontero a los bellos pedestales de un pabellón chino, muchos ángeles puntean cítaras y baten tambores. Pero no hay rastro alguno de vitalidad, la música ha descendido hasta el monótono zumbido de una mosca en una tarde de verano. Aunque punteen y batan, las cuerdas y los parches están flojos, lacios y desgastados. Hay flores en la entrada del jardín y entre ellas un afligido querubín se lleva sus mangas a los ojos.

La muerte ha sobrevenido demasiado súbitamente. La incredulidad se halla escrita en los bellos, blancos y por lo demás inexpresivos rostros de los ángeles.

Dentro del pabellón hay ángeles en posturas confusas. Algunos se esfuerzan sin éxito por formar graciosos arcos con sus mangas, otros se retuercen y contraen. Tienden lánguidamente sus manos sobre espacios angostos pero no pueden tocar nada, sus túnicas se hallan increíblemente sucias y la suciedad mana de sus cuerpos.

¿Qué está sucediendo? Han aparecido los cinco signos. Los ángeles son como princesas sin ninguna vía por la que huir, sorprendidas por la peste en un recoleto jardín tropical.

Las flores de sus cabellos están lacias, sus espacios interiores se inundan de repente de agua hasta la garganta. El grupo de gráciles y esbeltas figuras ha sido ya penetrado por una transparente podredumbre y en el mismo aire que respiran existe ya el hedor de la muerte.

Estos seres sensibles que por el simple hecho de existir atraían a los hombres hacia reinos de belleza y fantasía deben ahora juzgarse desamparados cuando, en un instante, la brisa de la tarde les arrebata su hechizo como los restos ajados de un pan de oro. El jardín, elegante al estilo clásico, se extiende sobre una pendiente. El polvillo dorado de una belleza y de un placer omnipotentes se esparce al viento. Como se lacera la carne, se les arranca la libertad absoluta para remontarse en el vacío. Las sombras se congregan. La luz muere. De los bellos dedos gotea y gotea una suave fuerza. El fuego tiembla en las profundidades de la carne, el espíritu se aleja.

Las losas cuadradas del reluciente piso del pabellón, las balaustradas bermejas no han desaparecido. Reliquias de grandeza, aún permanecerán allí cuando ya no estén los ángeles.

Bajo los brillantes cabellos se alzan unas bellas fosas nasales. Los ángeles parecen captar el primer rastro de la caída. Pétalos contraídos más allá de las nubes, una decadencia azul celeste que colorea el firmamento, idos ya todos los placeres de la visión y del espíritu, toda la jubilosa inmensidad del universo.

—Bien, bien —dijo Keiko, deseosa de que concluyera—. Estás muy informado.

Asintiendo vigorosamente, Keiko se llevó a las orejas un lujoso frasquito de Estée Lauder. Vestía unos pantalones de un diseño culebreante y una blusa del mismo tejido, un cinturón de gamuza en las caderas y un negro sombrero de cordobán, de factura española.

Honda se mostró un tanto sorprendido por el conjunto cuando la vio así vestida al reunirse en la estación de Tokio, pero se abstuvo de hacer comentario alguno sobre su chic.

Cinco o seis minutos más y llegarían a Shizuoka. Pensó en ese último signo, una pérdida de la conciencia del lugar. Él, que jamás había tenido semejante conciencia, seguía viviendo. Porque no era un ángel.

Distraídamente, Honda recordó un pensamiento que le vino a la mente en el taxi que le llevó a la estación. Pidió al taxista que fuera deprisa y tomaron la vía rápida de Kanda occidental. Había estado cayendo una llovizna del preludio de verano, no hubiera podido decir por cuánto tiempo. Avanzaban a ochenta kilómetros por hora entre filas de edificios de bancos y oficinas. Enormes, sólidas, las construcciones desplegaban grandes alas de acero y vidrio. Honda dijo para sí: «En el instante en que yo muera, todas desaparecerán». El pensamiento le complació, una especie de venganza. Ningún trabajo le costaría arrancar de raíz este mundo y devolverlo al vacío. Todo lo que tenía que hacer era morirse. Había indudablemente un pequeño orgullo en la idea de que un viejo que sería olvidado aún tenía en la muerte ese arma incomparablemente destructiva. A él no le inspiraban miedo los cinco signos de la caída.