Honda y Keiko Hisamatsu eran perfectos compañeros en la ancianidad. Cuando iba caminando con Keiko todo el mundo les tomaba por un matrimonio opulento y bien avenido. Podían verse casi todos los días y no sentirse hastiados. Se interesaban mutuamente por el índice de colesterol, las hemorroides y las enfermedades malignas y solían ser para los médicos causa de regocijo. Con gran frecuencia cambiaban de hospital, recelosos de los médicos. Incluso se comprendían en cuestiones económicas nimias. Estudiaban con ansiedad la psicología de los viejos, sin reparar en la suya.
Habían llegado además a lograr un equilibrio en la irritación. Uno de los dos asumía una discreta objetividad cuando el otro era víctima de una irritación insensata y cada uno alentaba el orgullo del otro. Cubrían mutuamente sus fallos de memoria. Cuando uno olvidaba lo que acababa de decir o manifestaba todo lo contrario, el otro (a quien muy bien hubiera podido ocurrirle lo mismo) se abstenía cortésmente de reírse.
Ambos se sentían un tanto confusos respecto de lo sucedido en los últimos diez o veinte años pero en cuestiones antiguas, referentes a la familia y cosas por el estilo, competían en precisión, como si estuvieran leyendo un archivo. Y a menudo se daban cuenta de que, no escuchando ninguno al otro, se habían perdido en soliloquios coincidentes.
—El padre de Sugi fundó la Sugi Chemical que después se transformó en la Nihon Chemical. Su primera esposa procedía de una vieja familia de su ciudad natal, llamada Honji. No funcionó y ella tomó de nuevo su apellido de soltera. Luego volvió a casarse, con un primo segundo. Ella era intratable y compró una casa junto a la de él en Kagomachi. Entonces un adivino del que hablaba todo el mundo, no me acuerdo cómo se llamaba pero poco importa, le dijo que el pozo estaba mal situado. Y ella hizo exactamente lo que le recomendó y construyó un templete en el jardín, mirando hacia afuera. La gente acudía a rezar en enjambres y en hordas. Duró hasta los bombardeos pero…
Era la clase de soliloquio a que se entregaba Honda. Y ésta es la clase de cosas que decía Keiko:
—Era la hija de una concubina y por eso hermanastra del vizconde de Matsudaira. Se enamoró de un cantante italiano de ópera y fue desheredada y le persiguió hasta Nápoles y él la abandonó. Entonces intentó suicidarse. Apareció todo en los periódicos. Una prima de la esposa del barón Shishido, el barón Shishido habría sido su tío pero esta prima se casó con un miembro de la familia Sawado. Tuvo dos varones gemelos y apenas cumplidos los veinte años murieron en accidentes de tráfico, uno tras otro. En ellos se inspiró Capullos gemelos del Pesar. Muy famosa. Puede que la hayas leído.
La audiencia nunca se mostraba atenta a este desovillamiento de genealogías, pero no importaba. La desatención era mejor que la mirada de tedio que sobreviene con la atención.
Tenían en común una dolencia que deseaban ocultar a todos: la vejez. Todo el mundo quiere hablar de sus dolencias y cada uno había tenido la habilidad de hallar el oyente adecuado. Lo que les diferenciaba un tanto de la mayoría de las parejas era que Keiko no sentía necesidad de disimular ni de adoptar un aire juvenil.
Inquietud, prejuicios, hostilidad hacia los jóvenes, excesiva atención a los detalles, miedo a la muerte, irritabilidad por todo, eran cosas que Honda y Keiko hallaban en el otro pero nunca en sí mismos. Y por lo que a obstinación se refiere, cada uno disponía de una provisión que equilibraba por completo la del otro.
Se mostraban muy tolerantes con las muchachas y muy intolerantes con los muchachos. Les gustaba quejarse de los jóvenes, y los Zengakuren y los hippies no escapaban a sus lanzazos. Eran anatema, por ser atributos de la juventud, las pieles tersas, los cabellos negros y abundantes, las miradas soñadoras y de sorpresa. Para un hombre es pecado ser joven, decía Keiko y Honda le escuchaba complacido.
Si la vejez era la realidad más desagradable de aceptar y más constantemente hallada, Honda y Keiko habían logrado construirse mutuamente un refugio en donde protegerse de la realidad. Su intimidad no era yuxtaposición sino roce al cruzarse anhelantes en busca de un refugio. Intercambiaban casas vacías y se apresuraban a encerrarse en ellas. Cada uno solo, dentro del otro, respiraba a gusto.
Keiko consideraba su amistad con Honda como su fiel cumplimiento de la última voluntad de Rié. Cuando agonizaba, Rié tomó la mano de Keiko y le imploró que cuidara de Honda. Veía así el futuro de su marido de la manera más perspicaz.
Fruto de aquella unión fue un viaje a Europa el año anterior. Keiko sustituyó a Rié, que se había negado obstinadamente a ir. Rié aborrecía la idea de viajar al extranjero y cada vez que él se lo sugería pedía a Keiko que fuera en su lugar. Sabía perfectamente bien que a su marido no le gustaba viajar con ella.
En el invierno, Honda y Keiko fueron a Venecia y a Bolonia. El frío resultó un poco penoso pero fue muy de su agrado la paz y la decadencia de la Venecia invernal. No había turistas, no tenían clientes los ateridos gondoleros y los puentes surgían uno tras otro como cenizas de sueños destruidos. En Venecia vieron el final de toda su plenitud, la belleza roía hasta su propio esqueleto por el mar y las fábricas. Honda se enfrió y tuvo mucha fiebre. La celeridad con la que Keiko encontró un médico que pudiera hablar inglés, la meticulosidad de sus cuidados hicieron comprender a Honda que en la ancianidad es necesaria la compañía.
Por la mañana descendió la fiebre. Honda le expresó su gratitud con la turbación de un muchacho.
—Toda esta amabilidad y todo este afecto maternal. Ahora comprendo por qué te quieren las chicas.
—No es lo mismo, en absoluto. —Keiko, de buen talante, fingió enfadarse—. Yo soy sólo amable con los amigos. Para gustar a las mujeres tengo que ser cruel. Si la chica que más me gustase tuviera una fiebre como la tuya, tendría que desembarazarme de todas mis preocupaciones y escapar. Preferiría morirme antes que llegar al tipo de arreglo de la mayoría, viviendo juntas como si fueran marido y mujer y cuidándose mutuamente al llegar a viejas. Son legión las casas endiabladas en donde viven mujeres hombrunas con criadas corcovadas y atrozmente fieles. Los hongos medran en la humedad y de eso viven ellas y tejen telarañas y duermen unas en los brazos de otras. La mujer hombruna es siempre muy trabajadora y así, muy juntitas, calculan sus impuestos. No, no es la clase de romance que a mí me gusta.
Gracias a la fealdad de la vejez masculina, Honda constituía un sacrificio muy idóneo para esta impertérrita resolución. Tales son las inesperadas ventajas de la ancianidad.
A modo de recompensa, quizás, Keiko se burlaba de Honda porque en recuerdo de Rié llevaba consigo un pequeño cenotafio de madera. Lo había mantenido en secreto, pero cuando su fiebre llegó a treinta y ocho empezó a formular sus últimas instrucciones, convencido de que se hallaba en las angustias postreras de la neumonía. Uno de sus encargos fue que volviera al Japón con el cenotafio.
—Ese tipo de cosas le pone a una la carne de gallina —dijo Keiko, no muy amablemente—. Ella no quería venir, así que la trajiste contra su voluntad.
La mañana de su recuperación a Honda le pareció agradable aquel cielo despejado y la recriminación constituyó un placer adicional.
Incluso tras las observaciones acerbas de Keiko, no consiguió comprender lo que había pretendido de Rié. Había sido hasta el final una esposa casta, de eso no tenía duda; pero existían espinas en todos los rosales y en todos los rincones de la castidad. La estéril Rié puso siempre de manifiesto las reservas que el propio Honda sentía acerca de su benevolencia. La infelicidad de él era la felicidad e inmediatamente advertía lo que había en él tras una muestra ocasional de amabilidad y de afecto. En aquella época los granjeros llevaban a sus mujeres fuera del país. Habida cuenta de la posición de Honda, su ofrecimiento era desde luego muy modesto. Su negativa fue siempre extraordinariamente tenaz. A veces incluso llegó a gritarle.
—¿Qué son Londres, Venecia y París para mí? Yo soy una vieja. ¿Qué esperas que saque en limpio, arrastrándome a sitios como ésos?
Un Honda joven probablemente se habría quedado desconcertado ante semejante brusquedad, pero el viejo Honda se preguntó si en su ofrecimiento de llevar a su mujer al extranjero había en definitiva algún género de solícito afecto. Rié se había acostumbrado a observar con suspicacia cualquier muestra de afecto y Honda había acabado por contraer el mismo hábito. Quizás sus proyectos de viaje encarnaban un anhelo de desempeñar el papel de marido virtuoso. Trocando todo en lo opuesto, convirtiendo la resistencia de su mujer en timidez femenina, su frigidez en ardor reprimido, Honda había buscado la prueba de la propia benevolencia de él. Y quizás deseaba hacer de todo el viaje una celebración que señalara el paso de una etapa en su vida. Rié captó inmediatamente los motivos vulgares que se ocultaban tras su artificiosa benevolencia. Afirmó que se hallaba enferma y de hecho la dolencia alegada cobró realidad. Se sumió ella misma en el dolor físico. El viaje se tornó impensable.
Llevar consigo el cenotafio era un tributo post mórtem a su honestidad. Si Rié hubiese visto a su marido introduciendo el cenotafio en su cartera (la suposición constituía desde luego una contradicción). ¡Cuánto se habría reído! Ahora a Honda le estaban permitidos todos los géneros de electo sentimental. Y quien se lo autorizaba era la nueva Rié.
La noche de su regreso a Roma, como a manera de compensación por los servicios que había prestado en Venecia, Keiko llevó a su «suite» del Hotel Excelsior una bella muchacha siciliana que había encontrado en Via Veneto, cerca del hotel. Las dos gozaron toda la noche en presencia de Honda.
Después Keiko dijo:
—Tus toses eran maravillosas. No te has recobrado enteramente del enfriamiento. Tosiste toda la noche, la tuya fue la más extrema de las toses. No puedo explicarte lo maravilloso que era oír esa graciosa tos tuya mientras en la cama de al lado yo tenía aquel cuerpo marmóreo con que disfrutar. Era la mejor música de fondo que pudiera haber imaginado. Me sentía como si estuviera haciendo algo, no sé exactamente qué, en una espléndida y lujosa tumba.
—Escuchabas al esqueleto.
—Eso es. Me hallaba entre la vida y la muerte. Era su intermediaria. Pero no me digas que tú no lo pasaste bien.
Keiko sabía que Honda se acercó y llegó a tocar un pie de la chica.
Durante aquel viaje Keiko enseñó a Honda a jugar a las cartas. Al regreso le invitó a una partida de canasta. Después de comer se instalaron cuatro mesas en el salón.
Con Honda jugaban Keiko y dos rusas blancas. Una era vieja y la otra una rolliza cincuentona. La tarde se presentaba triste y lluviosa. Honda no podía entender por qué Keiko, que tanto gustaba de las chicas jóvenes, sólo invitaba a aquellas reuniones a mujeres de edad. Al margen de Honda, únicamente había dos varones, un hombre de negocios ya retirado y un anciano profesor en el arte de disponer las flores.
Las rusas vivían desde hacía varias décadas en el Japón; para Honda fue una fuente de sorpresas descubrir que su único conocimiento del japonés consistía en una vulgar jerga chapurreada a gritos. Empezaron a jugar inmediatamente después de la comida. Al punto las rusas retocaron sus caras con colorete y lápiz de labios.
Desde la muerte de sus maridos, también rusos blancos, habían seguido llevando una empresa familiar dedicada a la fabricación de cosméticos extranjeros. Eran muy mezquinas pero no les importaba gastar el dinero en ellas mismas. En un viaje a Osaka ambas sufrieron una persistente diarrea y, queriéndose evitar la turbación de innumerables viajes al lavabo durante el viaje de vuelta, fletaron un avión a Tokio y allí fueron conducidas a un hospital del que eran conocidas.
La anciana, con el pelo teñido de color castaño, vestía un jersey turquesa de cuello alto y sobre éste, uno abierto por delante y adornado con lentejuelas. Su collar de perlas era demasiado grueso. Estaba encorvada pero los dedos que tomaron el colorete y el lápiz de labios eran fuertes, tanto que torcieron a un lado el arrugado labio inferior. Parecía incansable en la mesa de canasta.
Su tema favorito era la muerte. Su última partida de canasta se hallaba segura. Cuando se celebrara la próxima ya estaría muerta. Y tras hacer esa declaración aguardó a que se formularan protestas.
El complejo dibujo de los naipes, dispersos sobre la taracea italiana, ofuscaba por completo la visión y en sus vigorosos dedos un ambarino ojo de gato se agitaba sobre las barnizadas figuras de las cartas como el corcho de un pescador. En la mesa tamborileaban las puntas carmesí de los dedos de unas manos moteadas como el vientre de un tiburón varado unos días en una playa.
Con un gracioso abaniqueo de los naipes Keiko barajó diestramente los dos mazos de cartas. Las barajas quedaron boca abajo después de que cada jugador hubiera recibido once naipes y una sola carta quedó boca arriba al lado. Era el tres de diamantes, con una especie de lunática lozanía en su color rojo. Honda contuvo la respiración. Vio tres lunares, manchados de sangre.
Los sonidos especiales de un juego de cartas: risas como las de la barra de un bar, suspiros, grititos de sorpresa. Era una zona en donde no se exigían inhibiciones para reír entre dientes y mostrarse inseguro o turbado, la astucia de la vejez. Era como una noche en un zoo de emociones. Gritos y risas surgían de todos los corrales y de todas las jaulas.
—Le toca a usted.
—No, a usted.
—¿No tiene nadie todavía una canasta?
—Pero me reñirán si me adelanto a mi turno.
—Es muy buena bailarina. Y también de discoteca.
—Jamás he ido a una discoteca.
—Yo, sí. Una vez. Es como un manicomio. Basta ver alguna vez una danza africana. Es lo mismo.
—A mí me gusta el tango.
—Yo prefiero los bailes antiguos.
—El vals y el tango.
—Los bailes antiguos son tan elegantes. Estos nuevos resultan espantosos. Hombres y mujeres vestidos igual. Y los colores. Como un nicky. ¿No es eso lo que ustedes dicen?
—¿Un nicky?
—Ya sabe. Toda clase de colores en el cielo.
—Ah, un niji. El arco iris.
—Sí. Un niji, eso es. Hombres y mujeres con toda clase de colores.
—Pero el arco iris es bonito.
—A este paso el arco iris será también un animal. Animal irisado.
—Animal irisado.
—Ya no me queda mucho. Sólo deseo una canasta más antes de morirme. Eso es todo lo que quiero, mi último deseo. Mi última canasta, señora Hisamatsu.
—No diga eso, Galina.
Aquella extraña conversación indujo a Honda, que no tenía cartas que jugar, a pensar en su despertar por la mañana.
Lo primero que veía cada mañana desde que cumplió los setenta era la cara de la muerte. Al sentir la llegada del alba en la tenue luz de las puertas de papel, despertaba con una agarrotadora acumulación de mucosidad. Durante la noche la mucosidad formaba una masa negro-rojiza y propiciaba su propia dureza de pesadilla. Algún día alguien le libraría de aquello con un par de palillos chinos que limpiamente lo extirparían.
Cada mañana la masa de mucosidad, como una babosa marina, informaba otra vez a Honda que aún seguía vivo. Y con la conciencia de la vida aportaba el miedo a la muerte.
Honda solía regalarse cada madrugada con un alud de sueños. Y los rumiaba como una vaca.
Los sueños eran claros y chispeantes, mucho más cargados de la felicidad de la vida que la propia vida. Poco a poco llegaron a predominar sueños sobre su niñez y su juventud. En un sueño recobraba el sabor de los bollos calientes que le hizo su madre un día de nieve.
¿Por qué tenía que ser tan insistente aquel episodio insignificante y fútil? Sin duda precisamente porque era un episodio pequeño y fútil que había recordado centenares de veces a lo largo de medio siglo. Honda no podía entender cómo se había aferrado a su memoria.
Los últimos rastros del antiguo comedor probablemente habrían desaparecido pues la casa de Hongô había sido reconstruida muchas veces. Estudiante de quinto curso en la escuela secundaria, Honda había ido con un amigo de regreso de la escuela —tendría que haber sido un sábado— al edificio de los profesores. Después se dirigió a casa, hambriento y sin paraguas.
Por lo común entraba por la puerta de la cocina, pero aquel día dio la vuelta para ver la nieve en el jardín. Las esterillas para proteger a los pinos del frío del invierno estaban moteadas de blanco. Los fanales de piedra se hallaban cubiertos de un blanco brocado. Sus zapatos crujían sobre la nieve. Por un instante divisó la falda de su madre que pasaba junto a la ventana baja del comedor. Ya estaba en su hogar.
—Debes de tener hambre. Entra, pero antes sacúdete la nieve.
Su madre se ciñó el kimono más apretado. Honda se despojó del abrigo y se deslizó en el kotatsu. Como si estuviera tratando de recordar algo, su madre sopló sobre las ascuas. Con la mano alejó de las cenizas un mechón de su pelo.
—Aguarda un minuto —le dijo entre dos inspiraciones—. Tengo algo bueno para ti.
Colocó sobre las ascuas una pequeña cazuela, la frotó con papel engrasado. Dispuso círculos bien recortados de masa sobre la grasa caliente.
Era el sabor de aquellos bollos calientes que Honda tan a menudo recordaba en sueños; el sabor de la miel y de la manteca fundida aquella tarde de nieve. No podía recordar nada que fuera tan delicioso.
¿Pero por qué aquel detalle se había convertido en el germen de un recuerdo que persistiría toda la vida? Era indudable que ese insólito gesto de amabilidad por parte de su severa madre había realzado el placer. Había una extraña tristeza entretejida con el recuerdo: el perfil de su madre cuando soplaba sobre las ascuas; el brillo de sus mejillas cuando los tizones se avivaban a cada soplido, tizones a los que no se les permitía caldear la sala de este hogar frugal, oscuro incluso a la luz de la nieve. Y quizás oculto en la intensidad de sus movimientos y en el raro gesto de amabilidad existía un dolor que ella se había negado toda su vida a confesar. Quizás había llegado hasta él, transparente e instantáneo en el espléndido sabor de los bollos, a través de su paladar joven e inexperto, en el sentimiento del afecto. Sólo así podía hallar explicación de tristeza.
Como en un instante, habían pasado sesenta años. Algo había caído sobre él para alejarle de la conciencia de la vejez, una especie de intercesión, como si hubiera enterrado su rostro en el cálido seno de su madre.
Algo que a través de sesenta años le traía el sabor de bollos calientes en un día de nieve, algo que le aportaba un conocimiento, dependiente no de su conciencia de la vida sino de una lejana y fugaz felicidad, que destruía la oscuridad de la vida al menos por ese momento, como una luz en un oscuro y lejano páramo destruye una oscuridad infinita.
Un momento. Honda podía sentir que nada en absoluto había sucedido en el intervalo que separaba al Honda de dieciséis años del Honda de setenta y seis. Un instante, el tiempo que necesita un niño para saltar desde un cuadro a otro, jugando a la rayuela.
Con harta frecuencia había comprobado cómo se cumplía el Diario de los Sueños que Kiyoaki llevaba tan meticulosamente. Tenía pruebas suficientes de la superioridad del estado onírico sobre el de vigilia. Pero no había pensado que su propia vida estuviera tan rebosante de sueños. Había felicidad en los sueños que se derramaban sobre él como las inundaciones en los arrozales tailandeses; mas en comparación con la deliciosa fragancia de los sueños de Kiyoaki sólo contenían la nostalgia de un pasado que no volvería. Un joven que no soñaba se había convertido en un viejo que soñaba a veces, y eso era todo. Sus sueños poco tenían que ver con símbolos o con la imaginación.
Este rumiar sobre los sueños mientras yacía en la cama cada mañana procedía en parte del miedo a los dolores reumáticos que con seguridad surgirían después. Aún con el recuerdo del dolor casi insoportable de ayer en las caderas, el dolor se desplazaría esta mañana a los hombros y a los costados. En realidad, hasta que no se levantara de la cama no sabría en dónde surgiría. Lo ignoraba mientras permanecía en el lecho, carne ajada y huesos crujientes entre los gelatinosos restos de los sueños, pensando en un día que con certeza no le aportaría nada interesante.
Le fatigaba incluso alcanzar el teléfono interior que había instalado hacía cinco o seis años. Tendría que soportar los chillones buenos días del ama de llaves.
Tras la muerte de Rié tuvo en casa a un estudiante de Derecho, pero pronto le resultó fastidioso y acabó por despedirle. Desde entonces la enorme casa había sido tan sólo para Honda, dos criadas y un ama de llaves. Las mujeres eran constantemente reemplazadas. Enfrentado con el desaliño de las criadas y la falta de honradez del ama de llaves, Honda hubo de comprender que su sensibilidad no se acomodaba a las costumbres y a la manera de hablar de las mujeres modernas. Por mucha diligencia que pusieran en su trabajo, le causaban una repulsión física todos sus latiguillos, expresiones del momento como «tomar el pelo» o «bueno, corta», una puerta abierta sin la debida ceremonia, una risotada sin una mano respetuosa en la boca, un error en el tratamiento, los chismes sobre los actores de la televisión. Cuando en su incapacidad para dominarse dejaba escapar una palabra de queja, podía estar seguro de que al día siguiente aquella mujer ya no estaría allí. Si se permitía formular una queja a la masajista a la que llamaba casi todas las noches estallaba una tempestad doméstica. La masajista había adquirido el gusto a la moda de que la llamaran «señora» y se negaba a contestar si no se le daba el tratamiento, pero Honda se sentía incapaz de llamarla así.
Por mucho que lo denunciase siempre había polvo en las estanterías de la sala. También hablaba de eso el experto en el arreglo de flores que acudía cada semana a dar su lección.
Las criadas solían invitar a los recaderos a que tomaran tazas de té y el whisky que él tanto apreciaba se lo bebía no sabía quién. De vez en cuando le llegaban carcajadas del vestíbulo del piso inferior.
Con los oídos martirizados por las cortesías matinales del ama de llaves le costaba trabajo pedir el desayuno y le irritaba indescriptiblemente la pegajosa adherencia de los pies a las esterillas del pasillo cuando las dos criadas abrían los postigos. Los grifos del agua caliente siempre fallaban y el tubo de pasta dentífrica jamás era reemplazado hasta que él lo ordenaba. El ama de llaves cuidaba bien del lavado y de la limpieza de su ropa, pero así se lo recordaba la etiqueta de la lavandería que le rascaba en el cuello. Sus zapatos brillaban pero guardaban dentro cuidadosamente la arena y aún seguía sin arreglarse el cierre de su paraguas. No había reparado en tales detalles mientras vivió Rié.
La más mínima rozadura, el arañazo más leve y un objeto quedaba definitivamente desechado. Entonces se sucedían escenas desagradables.
—Usted me dijo que lo mandara a arreglar pero en toda la ciudad no hay un sitio en donde me lo arreglen.
—De acuerdo, tírelo entonces.
—Al fin y al cabo no vale tanto dinero.
—El hecho de que valga mucho o poco dinero no tiene que ver con el caso.
Por un instante los ojos de la mujer mostraban el desprecio que le inspiraba su tacañería.
Tales incidentes le inducían a depender cada vez más de Keiko.
Keiko comenzó a mostrar activo interés por la cultura japonesa. Era su nuevo exotismo. Por vez primera en su vida empezó a ir al Kabuki y comparaba a ineptos actores con famosos actores franceses. Comenzó a aprender la música Nô y a recorrer los templos en busca del arte budista.
Siempre estaba pidiéndole que le acompañara a templos atrayentes y una vez llegó hasta el punto de sugerirle ir a Gesshûji. Pero ése no era templo para una frívola visita con Keiko.
Ni una sola vez en aquellas seis décadas había visitado Honda a Satoko, la abadesa de Gesshûji. Aunque había oído que aún vivía y que se encontraba bien, jamás le escribió. En los años de la guerra y en los siguientes sintió en varias ocasiones el impulso de ir a verla y disculparse por su desidia, pero siempre le vencieron los recelos y guardó silencio.
Ni un solo instante se había olvidado de Gesshûji. Pero a medida que transcurrieron los años de silencio se tornó cada vez más fuerte la traba que él mismo se había impuesto, el sentimiento de que Gesshûji era demasiado precioso, de que después de todo aquel tiempo no debía invadir su santuario con recuerdos o contemplarlo en la ancianidad. En las ruinas de los bombardeos de Shibuya supo por Tadeshina que Satoko era aún más bella, como una primavera es más límpida. Y no era que él mismo idealizase la belleza sin edad de la anciana bonzesa. Había oído a un amigo de Osaka describirla con tonos de asombro. Pero Honda se sentía temeroso. Temía ver una reliquia de la antigua belleza y aún temía más su belleza actual. Para entonces Satoko habría alcanzado un nivel de inspiración que estaría lejos del alcance de Honda. Si Honda, anciano, la visitaba, apenas perturbaría su serenidad. Sabía que estaba ya a salvo de sentirse amedrentada por los recuerdos. Pero cuando la miraba a través de los ojos de Kiyoaki muerto, la imagen de Satoko, inmune en su túnica añil a todos los acosos de la memoria, le parecía otra semilla de desesperanza.
Y sobre él influía el pensamiento de que tendría que visitar a Satoko como representante de Kiyoaki, aportando recuerdos.
—El pecado es nuestro, de Kiyo y mío y de nadie más —le había dicho ella en el camino de regreso de Kamakura.
Sesenta años habían transcurrido y las palabras aún resonaban en sus oídos. Si visitaba a Satoko, era probable que tras reír quedamente ella hablara sin empacho de toda una cadena de recuerdos. Pero el viaje era demasiado para él. Viejo, feo y manchado con el pecado como se hallaba, la complejidad de la empresa parecía agrandarse.
Con el paso de los años el propio Gesshûji, ahora tiernamente envuelto en las nieves de la primavera, aparecía, capa tras capa, más lejano, con recuerdos de Satoko. Más lejano pero no con la lejanía de lo que se oculta en el corazón. Como quería recordarlo, Gesshûji se hallaba en una nevada cumbre, como un templo del Himalaya, su belleza de cara a las asperezas, su suavidad frente a un día de ira. La claridad definitiva, un templo lunar en el mismo fin del mundo, punteado con un solo punto, con la túnica purpúrea de una anciana abadesa cada vez más exquisitamente bella, parecía despedir una luz de hielo, como si se alzara en las mismas fronteras de la conciencia v de la razón. Honda sabía que podía llegar hasta allí inmediatamente en avión o en un tren expreso. Pero Gesshûji ya no era un templo para que un hombre lo visitara y contemplara, sino un rayo de luna a través de un desgarrón en los confines de su conciencia.
Le parecía que si Satoko estaba allí, allí seguiría siempre. Si él se hallaba encadenado a la vida eterna por la conciencia, entonces ella habría de permanecer allí a una infinita distancia de su infierno. Sin duda ella podría penetrar en la lejanía con su mirada. Y sintió que el infierno perpetuo de una conciencia acorralada y empavorecida y la inmortalidad celestial de ella habían dado vida a un equilibrio. Podría aguardar a verla trescientos años, mil años.
Se formuló todo género de disculpas y con el transcurso del tiempo todas las excusas del mundo llegaron a parecer como excusas para no visitar Gesshûji. Era como una persona rechazando la belleza que estaba segura de destruir. Su negativa a visitar Gesshûji se tornó en algo más que una simple postergación. Sabía que la visita se había tornado ya en un imposible, quizás en la más angosta de las puertas en su vida. Y de insistir en la visita ¿no le rehuiría quizás, Gesshûji? ¿No desaparecería entre una niebla luminosa?
Pese a todo llegó a pensar que, dejando al lado su conciencia perdurable, la senectud había madurado el momento de una visita. Probablemente iría cuando estuviese a punto de morir. Satoko había sido una persona con quien Kiyoaki debía reunirse aun a riesgo de la vida; y un joven y bello Kiyoaki, aún desafiante ante Honda, le prohibía ir a no ser que Honda, testigo de la cruel imposibilidad, perdiera su propia vida. Podía reunirse con ella si se reunía también con la muerte. Quizás, íntimamente, Satoko sabía también de ese momento y aguardaba su llegada. Un inefable y dulce pozo de recuerdos se derramó sobre el anciano Honda.
El hecho de que Keiko estuviese aquí con él era un tanto incongruente.
Experimentaba dudas muy considerables sobre lo que Keiko entendía por cultura japonesa. Aun así había algo admirable en aquellos crecientes conocimientos a medias. Recorrió los templos de Kyoto y como esas señoras extranjeras de inclinaciones artísticas, atiborradas de los equívocos de una primera visita al Japón, proclamaba a gritos su entusiasmo por objetos que ya no interesaban a la mayoría de los japoneses y los disponían en torpes ramilletes. Se sentía tan fascinada por el Japón como por el Antártico. A la vista de un jardín de rocas se extasiaba tan desmañadamente como una señora extranjera de piernas con medias. En toda su vida sólo había conocido sillas occidentales.
Sufría un auténtico período de celo intelectual. Incurrió en el hábito de aferrarse públicamente a sus propias y peculiares nociones acerca del arte y de la literatura japoneses, si bien desdeñando un detalle aquí y otro allá.
Desde hacía mucho tiempo solía invitar a cenar sucesivamente a los embajadores extranjeros. Ahora se convirtieron en la audiencia de sus fervorosas conferencias sobre la cultura japonesa. Sus antiguas amistades jamás habrían imaginado que llegaría el día en que Keiko les honraría con discursos sobre los biombos de panes de oro.
—Pero son gentes que pasan en la noche sin el más mínimo sentimiento de gratitud —dijo Honda, previniéndole de la inutilidad de su esfuerzo—. Cuando vayan a sus nuevos destinos no guardarán en sus mentes un solo pensamiento acerca de éste. ¿Qué interés hay incluso en verlos?
—Las aves de paso son las únicas con las que no tienes que estar en guardia. No te tienes que preocupar de lo que vaya a suceder dentro de diez años y tener nuevos oyentes cada noche es algo bastante divertido.
Pero comenzaba a tomarse muy en serio, felicitándose a sí misma de un modo ingenuo por promover los intercambios culturales internacionales. Aprendía un baile e inmediatamente se lo mostraba a sus diplomáticos invitados. Le afirmaba en su empeño saber que era improbable que sus huéspedes advirtieran sus fallos.
Pero por mucho que asiduamente perfeccionara Keiko sus conocimientos no llegaba a alcanzar la oscuridad por donde se extendían las más oscuras raíces de lo nipón. Se hallaban muy lejos los manantiales de sangre sombría que habían agitado a Isao Iinuma. Honda decía del depósito de cultura japonesa de Keiko que era un congelador repleto de hortalizas.
Honda era conocido en las embajadas como el caballero amigo de Keiko. Siempre era invitado con ella a las cenas.
Le irritaba que en una embajada los lacayos lucieran el traje prescrito en la etiqueta japonesa. «No es nada más que exhibir a los nativos. Constituye un insulto».
—No me lo parece. Los hombres japoneses están mejor con trajes japoneses. A mí no me gusta nada tu esmoquin.
En las cenas de etiqueta de los diplomáticos, cuando los invitados se encaminaban pausadamente al comedor, las señoras en cabeza, y las flores sobre la mesa arrojaban profundas sombras bajo la luz de un bosque de candelabros de plata y afuera caía una serena lluvia de verano, la radiante tristeza de la escena favorecía extraordinariamente a Keiko. No se permitía ni un atisbo de la sonrisa tan común entre las japonesas y con la que tratan de congraciarse con quienes les rodean. En su figura en movimiento resplandecía la antigua tradición. Tenía incluso la voz ronca y melancólica de las antiguas aristócratas japonesas. Keiko se sentía vivir en compañía de los embajadores, cuyo tedio asomaba entre tanto oropel, y de los imperturbables consejeros, tan artificiosos cada uno a su propia manera.
Como en la mesa se hallarían separados, Keiko le dijo en voz baja camino del comedor:
—Saqué a colación Túnica de Plumas. Pero nunca he estado en Mio. Tienes que llevarme pronto. Hay muchos lugares que no conozco.
—Cualquier día. Acabo de estar en los altos de Nihondaira pero no me importaría volver. Me encantará acompañarte.
Su camisa almidonada continuaba oprimiéndole en la barbilla.