Capítulo 6

El relevo fue a las nueve. Tôru dejó las chocolatinas para el que le sucediera. Las previsiones meteorológicas habían errado. Era un día maravillosamente claro. Cuando aguardaba el autobús, el sol resultaba ya demasiado brillante para unos ojos que no habían dormido bastante.

La carretera que lleva hacia la estación de Sakurabashi del ferrocarril de Shimizu se extendía antaño entre arrozales pero éstos habían sido rellenados y parcelados. Las brillantes planicies eran ya un revoltijo insípido de tiendas nuevas, como la calle mayor de cualquier población rural americana. Tras descender del autobús, Tôru se desvió a la izquierda y cruzó un regato. Más allá se alzaba la casa de dos pisos en la que vivía.

Subió por la escalera, protegida por un toldo azul y abrió la puerta al final del segundo piso.

Se hallaba como él lo había dejado, limpio y ordenado, dos habitaciones con cocina, esterillas de 1,80 y de 1,40. Las persianas dejaban el piso en penumbra. Antes de subirlas fue a encender el calentador para el baño. La casa era pequeña pero con baño propio, calentado por propano.

Cansado de mirar, Tôru, que no tenía más ocupación que la de mirar, se apoyó en el alféizar de la ventana orientada al noroeste y observó la agitación de una mañana de domingo en las nuevas casas construidas más allá de los naranjos. Ladraban unos perros. Los gorriones revoloteaban entre las ramas de los naranjos. En las galerías del sur hombres que por fin tenían casa propia leían periódicos, despatarrados en sillones de mimbre. Captó adentro retazos de mujeres en delantal. Las tejas nuevas que remataban los edificios eran de un violento azul. Las voces de los niños, como cristales hechos añicos.

Tôru gustaba de observar a las personas como animales en el zoo. El baño estaba dispuesto. Después del trabajo siempre se daba un largo baño y se frotaba cada oquedad de sí mismo. Sólo tenía que afeitarse una vez a la semana.

Desnudo, hizo crujir bajo sus pies la plataforma para lavarse y entró en el baño sin haberse lavado. Nadie lo usaría después de él. Había puesto el termostato y había errado en no más de un grado o dos. Ya caliente, salió y se lavó a placer. Cuando estaba cansado y no había dormido bastante, de su cara y de sus axilas brotaba un sudor frío. Se enjabonó a fondo y se frotó enérgicamente las axilas.

La luz de la ventana caía blanquiazulada sobre sus brazos alzados e iluminó la tetilla izquierda, junto a una axila ahora oculta bajo la espuma. Sonrió. Había nacido con tres lunares, como las Pléyades. No sabía desde cuándo, le parecían una prueba en su propia carne de que eran suyos dones sin límites.