Nadia escucha la respiración de Martín mientras este duerme. Están tumbados en la cama, bocarriba, uno de los brazos de él toca el costado de ella. Muy temprano. La boca de él entreabierta y el soplido intermitente, no llega a ser ronquido. Nadia mira al techo y espera que la luz se intensifique con el proceso de la mañana. Desde que está embarazada cae en el colchón rendida por las noches, como un globo, igual que cuando fumaba hachís, pero se despierta pronto, limpia y rápidamente. Se hace preguntas muy despacio, se aplasta los pechos globo y rebusca en su vientre que luego será globo.
No sabe nada. No tiene a quien consultarle y solo enumera los días apartando las fobias una a una. Alguna vez fantasea con el momento crucial e imagina que Elena meterá sus manos sucias dentro de ella como cuando tuvo las fiebres, sabe que eso no ocurrirá, no ve a la bruja desde hace meses, para ella la bruja ya no existe. Elena, esa mujer que la mira como si la conociera, agujereándola con sus ojos de culpabilidad. No más Elena. A la vez, si Enrique les contó la verdad, es la única mujer que hay allí que alguna vez estuvo embarazada, pero ella no es un cerdo y no parirá como un cerdo. ¿Cómo lo hará? ¿Cómo paren las mujeres? Todo saldrá bien porque no hay más remedio. Y eso será dentro de mucho tiempo.
Ahora es su momento globo. Dentro de ella no hay más que una imagen, un sueño proyectado, un argumento. Si alguien la zarandeara como se zarandea a un globo antes de lanzarlo al aire, podría oír el ruido de la canica chocando contra las paredes de goma. Se siente feliz en su momento canica. Recostándose de perfil, observa la oreja de Martín, escondida en su pelo alborotado, le gustaría hacerle un agujero en el lóbulo para ponerle un pendiente, podría hacerlo ella misma con una aguja gruesa. Le quedaría muy bien. Pone un dedo sobre sus labios para notar el aliento chamuscado de las horas de sueño. Todos los olores son superficiales. Las cerdas de su cepillo de dientes están vencidas. Estas son las cosas en las que Nadia piensa hasta que oye el ruido de un motor. Al principio no ocurre nada, es solo un coche lejano, algo incrustado en la memoria de puro repetido, normalizado, un coche, una máquina con ruedas que avanza transportando a gente en su interior. Un coche, un animal amigo mientras no te pase por encima o se choque contigo reventándote los huesos y los sesos. Es muy temprano, Martín está dormido. La luz no termina de intensificarse porque anoche cerraron todas las contraventanas; ahora que Nadia se despierta tan pronto, a veces antes de que amanezca, intentan conservar en la habitación toda la oscuridad posible, así aguantará más tiempo en la cama.
El ruido del motor se está acercando, lo está rompiendo todo, la gravilla seca del camino, las pocas flores amarillas y desordenadas que resisten a la luz, Martín está dormido y Nadia por un momento no sabe dónde se encuentra, sus dedos se han agarrotado y abre mucho los ojos como si con eso fuera a oír mejor, descifrar ese rugido que nada tiene que ver con ella. El coche ha frenado, está junto a la casa. Espera hasta oír el sonido de las puertas abrirse como una maldición, el cerrojo de la entrada está echado, lo ve desde la cama, ninguna llave puede abrirlo desde fuera.
Martín, despiértate, están aquí. No quiere gritar aunque la voz sale de su garganta como un alambre tenso. Él abre los ojos y no tarda en entender. Están tan cerca, posiblemente el coche esté parado junto al de ellos, el dinosaurio polvoriento y estático de ruedas deshinchadas. Las puertas se abren y quizá salen dos, tres personas, luego se cierran. Pueden oírlo todo, los pasos, las voces. Son ellos, dice Martín, los codos apoyados en la cama. Nadia está pegada a él, y sus brazos lo rodean en alarma. Se mantienen quietos. Esperan un poco, los pasos se acercan y se alejan, como si las personas estuvieran observando la casa. Pero al poco ya pueden ver las sombras de los pies bajo la rendija de la puerta de entrada. Están llamando, toc toc. Martín repite, son ellos, son de la organización, y sus músculos hacen el intento de levantarse de la cama, salir de la habitación, cruzar el salón y abrir. ¡No!, Nadia aprieta sus brazos contra el torso del hombre, sigue hablando con ese sonido metálico, compungido, ¡no te muevas!, por favor, no te muevas, no abras la puerta. Llaman de nuevo, esta vez una voz pronuncia sus nombres, primero el de él, dos veces, luego el de ella. El tono es interrogativo y pacífico. ¿Hay alguien?, se escucha cuando llaman una tercera vez. Nadia está temblando y sus brazos y piernas se cierran como tenazas sobre el cuerpo de Martín, este, consternado, la mira, mira al frente. Al fondo del salón, en el muro principal, está la puerta de madera cerrada con un cerrojo grueso que él mismo desliza cada noche desde que la mujer está embarazada, sin plantearse la razón; tras esa puerta ahora hay dos, quizá tres personas cuyas caras apenas recuerda ya, pero son ellos, no hay duda, es la organización. Sin saber por qué, obedece a Nadia unos segundos, se queda quieto mientras ella tiene metida la cabeza en el costado de él como si el techo fuera a caérsele encima. Susurra como ha susurrado ella, tengo que abrirles la puerta, han venido a vernos. La voz de Nadia está ahora encharcada en baba y sale desde abajo, tiene la boca contra las sábanas: no han venido a vernos sino a buscarnos, no podemos abrirles la puerta, apenas se entiende lo que dice, yo voy a tener un hijo, Martín cree que ha dicho algo así, yo voy a tener un hijo, y él tiene que cuidar cada célula del cuerpo de Nadia incluso las células de su cerebro, todavía tiene tiempo, se agacha en la cama y pone su cabeza a la altura de la de ella para oírla mejor y para que ella pueda oírlo a él mientras hablan a un volumen imperceptible, las personas que están afuera se alejan de la puerta y parece que dan vueltas alrededor de la casa, seguramente intenten buscar una ventana abierta para asomarse pero qué suerte, todas las contraventanas están cerradas por dentro, qué suerte, piensa Martín, pero no entiende por qué está pensando eso. Escúchame, Nadia, son los de la organización, ¿por qué iban a querer sacarnos de aquí?, no te preocupes, tenemos que abrirles para saber qué quieren, a lo mejor solo vienen a ver cómo va todo, déjame que salga. Ella es infranqueable, no te muevas, no te muevas de la cama, no hagas ningún ruido, quiero que piensen que estamos muertos o que no estamos, nadie va a venir para vernos, tienes que hacer esto por nosotros, si no estaremos perdidos, es la única solución. ¿La única solución para qué? Cállate, cállate, pone su mano helada sobre la boca de Martín, los pasos se escuchan ahora al otro lado de la ventana, alguien intenta abrir los postigos de madera pero es imposible desde fuera, el crujido provocado por esa mano ajena, casi extraterrestre, incomoda a Martín y se siente violento, asustado, sus ojos se abren también como antes los de Nadia, ya contagiados por el pavor de ella. Piensa en su huerto, inflado, verde y jugoso. Precioso a esa hora de la mañana. Ellos lo verán. Nadie creerá que están muertos porque el huerto está recién trabajado y sano, con todos esos palitos ordenados en fila para que las tomateras suban y se agarren. Que no lo pisen, que no lo estropeen. No abrirá la puerta, no se moverá, no hará ningún ruido que los delate. Pero tiene dudas. Nadia, susurra con un graznido, escúchame, a lo mejor han venido a contarnos algo importante. Ella tiene los ojos cerrados y respira muy lentamente, concentrándose en desacelerar su corazón, se toma un tiempo, las pisadas se oyen detrás del muro de la habitación, a veces alguna voz aunque no se entiende lo que dicen, qué cosa puede ser tan importante como para que queramos oírla, dime. Han dado la vuelta a la casa y deben de estar junto a la ventana alta del cuarto de baño, siempre un poco abierta aunque para mirar desde afuera habría que subirse a algún sitio, nadie puede llegar sin más. No habían pensado en la ventana del cuarto de baño. A veces ha entrado algún pájaro por ahí, conquistado por el blancor de los azulejos. Luego, al verse encerrado en la casa, aletea desquiciado hasta hacerse daño, dejando rastros de excrementos rojizos. Al final acaba encontrando la salida. Nadia y Martín piensan en lo mismo: el tiempo transcurre agónico. La ventana del baño está abierta. Él se mueve un poco sobre la cama, le duelen los músculos de la postura y la tensión, ella tuerce el gesto, mantener el miedo, mantener la quietud. Ahora oyen unos ruidos que no pueden desentrañar, no saben cuál será el siguiente paso. Una vez también entró un pájaro por el balcón de la casa donde vivían en la ciudad. Era un pájaro marrón y pequeño, pero aleteando enfurecido dentro del salón parecía una bestia negra. Aquel día, los dos se encerraron en el dormitorio, gritando asustados, mientras el pájaro chocaba con los muebles en su equivocación. También ese pájaro encontró la salida dejando un rastro de plumas. Tus padres, susurra Martín. Qué. Que a lo mejor vienen a decirnos algo sobre tus padres. No, dice Nadia. Él se vuelve un poco para verle la cara; ha vuelto a cerrar los ojos y tiene los labios apretados en un gesto feo y herido. Si aguantan así un poco más de tiempo, todo pasará, llegará la mañana como debe ser, con su ritual de desayuno y claridad. Nada de esto habrá ocurrido. Martín se atormenta pensando en que las cosas cambien a partir de ahora. Quizá nada vuelva a ser lo mismo. ¿Estás bien?, le pregunta acariciando su frente. Nadia no contesta. Segundos. Minutos. ¿Cuánto tiempo resiste una amenaza frente a una puerta cerrada? ¿Cuánto tiempo más estarán ahí afuera sin tirar la puerta abajo, sin colarse por la ventana del baño, sin prenderle fuego al huerto? Escúchame, escúchame, dice muy bajito, ¿y si vienen a traernos algo?, ¿y si vienen a decirnos que alguien más va a llegar?, ¿y si vienen a anunciarnos lo más horrible? Nadia está tumbada bocarriba, con las manos cruzadas contra el pecho, pareciera que no respira, pero una especie de hipido sale de su nariz, es el aliento del equilibrio; desde las esquinas cerradas de sus ojos bajan unas gotas. Martín se calla por fin, mira también al techo. El calor empieza a desprenderse de las paredes pero la inmovilidad de sus cuerpos es fría. Tienen los pies fríos. Se oyen los pasos dando la vuelta a la casa, desde la cama pueden ver las sombras otra vez bajo la puerta, pero ya nadie insiste en llamar. Al poco, el coche se pone en marcha, haciendo daño a la gravilla de la entrada, luego se va, alejándose por donde llegó, el camino que lleva hasta la carretera, sin pasar por el pueblo. Martín se incorpora pero Nadia lo agarra, reteniéndolo todavía en la cama, el tiempo necesario hasta que ya no se oiga nada, ni un ruido foráneo, hasta que el coche ni siquiera pueda verse en la lejanía.
Por fin respiran con normalidad, poco a poco, y recuperan la temperatura en las manos y los pies. Martín descorre el cerrojo y abre la puerta, la luz de todos los días, ya hirviente, le destroza los ojos y lo hace feliz. Descalzo, solo con la ropa interior, sale afuera, rodea la casa, inspecciona su huerto y los alrededores, buscando un rastro, quizá encima del coche abandonado, quizá en el pretil de alguna ventana, pero no hay nada, no han dejado ni una nota, ni un aviso, no hay señales, es como si no hubieran estado, nada más las huellas de las ruedas en el camino, dentro de poco ni siquiera eso. Entra, decepcionado, y prepara una cafetera con los restos del café que les queda, muy poco. La carga hasta arriba y lo apelmaza con una cuchara. Mierda, dice mientras enciende el fuego. Nadia se queda en la cama mucho tiempo. Tarda en recuperar su momento canica.