El día que soñé con los flamencos ya está olvidado. Después he tenido otras pesadillas y todas han acabado del mismo modo: estoy a expensas de mi propio cuerpo y a la vez mi propio cuerpo nada tiene que ver conmigo ya, me lavan, llegan unas manos rudas y me zarandean a un lado de la cama para cambiar las sábanas, otras suaves y rápidas trastean en la tela que cubre mi entrepierna y que guarda mis meados y mi mierda, hay otras manos frías y muy delgadas que apenas me tocan, trajinan con los vasos, levantan un poco mi cabeza y me acercan líquidos insípidos y unas papillas que me cuesta trabajo tragar, pero son las mismas manos que abren un libro a mi lado y pasan las páginas con un ruido que me conmociona, a mí que nunca me gustó leer ahora me gusta que me lean, las manos más importantes son unas muy pequeñas y ásperas que buscan el propio hueco de mis manos (una cueva desierta) y allí se quedan, escondidas durante un rato, a veces sus dedos de uñas rotas me pellizcan (una cueva desierta con una alimaña arañando las paredes). Ninguna de ellas son tus manos y ninguna se parece a tus manos. Crees que las he olvidado pero no, tus manos eran como la arena caliente. Distraídas como la lumbre y efectivas. Nunca tuviste dedos lacios de colegiala, desde muy pronto se te formaron callos, redondas durezas que me hacían cosquillas en la nuca. No son tus manos estas que me tratan como paño húmedo. Reconozco a cada dueño y tú no reconocerías a ninguno.

Ya no les hablo. Sé que estoy en la casa que compartimos y todo lo demás queda atrás, lejano, las montañas negras, el mar que nunca conquisté, los flamencos. No huelo nada, no sé nada, no me pica nada, no me duele, Maruja, nada ya. Estoy seguro de que esto es el final porque es perfecto: no siento ni a la Pequeña ni a la Grande. No las veo venir porque ya están aquí. A la Pequeña quizá te la has llevado tú o a lo mejor yo he conseguido ahumarla, la Grande me avisó hace un tiempo y ahora no se ha tomado esa molestia, por mi propio pie he entrado en el campo de los callados, me senté una tarde y ya no me levanté, así de fácil, fueron estas manos que te digo las que me lavaron y me metieron en la cama y me dieron de comer y me cambiaron las ropas llenas de porquería cada vez que hizo falta, otros brazos cuidan de mis árboles y de mi tierra, entre todos esperan pacientemente el hallazgo terrible de la muerte en mi boca abierta de lagarto y yo me limito a no esperar nada, esto no va conmigo, no quiero aspavientos y no los tendré, esta vez no me pilló en el camino, esta vez me dijo, estás hasta los huevos, harto, y yo me dije, estoy. Y me senté. Y aquí sigo. ¿En el valle de los caídos? No, ni hablar. Ya sabes tú. Estoy en la tierra árida del meteorito, que es tan dulce como el vino, y no me he caído, Maruja, ni hablar, me senté con un retortijón en los riñones y el mundo que estaba parado se agachó conmigo y oí un crujido. Decidí no moverme más, porque estoy seguro de que era el crujido de tus pasos. He tardado tanto en darme cuenta de que tú eres la muerte. Me estoy quietecito, para que no te despistes. Ahora soy obediente como un niño.