Tienen las manos llenas de fango y se las miran como si fuesen mapas. Empiezan a agrietarse las líneas con el aire seco. Cuando la tierra mojada se ha convertido en una máscara, Nadia agarra la mano de la niña y se hacen unas caricias extrañas, caricias que no pueden sentir por la capa de fango que cubre las yemas de sus dedos. Nadia quiere enjuagarse ya pero Zhenia escapa de la manguera y corre entre los árboles recién regados, se tropieza, se cae, se levanta, enseña sus manos marrones ahora heridas por la caída, arañadas en las palmas. La joven se acerca a la casa y mete la mano por la ventana de la cocina para hacer como que cierra el grifo, pero es una trampa y cuando la niña se para quieta Nadia pone el dedo índice en el medio de la abertura de la goma y consigue que el chorro salga con mínima violencia y espolvoree la cara, el vestido de Zhenia. Se pueden oír los gritos y las risas de ambas desde diferentes puntos, allá en el bosque quizá, en la silenciosa calle principal. El verano es pesado e incontable, los juegos resultan una provocación.

Se detienen, se ponen serias, Nadia no aguanta mucho tiempo las bromas aunque las haya empezado ella. Recoge la manguera enrollándola sobre su brazo igual que un ovillo de lana y la deja junto a la pared. ¿Vamos? Decimos adiós a Damián, ¿no? Claro, para que sepa que se queda solo. Sigilosas van hacia el cuarto, de donde el viejo no sale desde hace días, ya no es muy rentable sacarlo fuera a tomar el aire o las moscas, y de todos modos estas sobrevuelan su cara que se hunde en los almohadones. Ese es el ruido principal, las alas batientes de las moscas, y a veces la respiración del hombre, todo empieza a ser desagradable y natural. El cuerpo sobre la cama es una flecha, los gestos se afinan, al final todo es como una hoja que se seca al sol, sobre una mesa, encima del poyete blanco de cal, los bordes de la hoja se retuercen y cambia su color, pero no deja de ser una hoja, siempre se reconocen sus contornos endurecidos y cada vez más frágiles. Si la apretaran, se desharía. Zhenia se arrodilla junto a la cama y apoya la cabeza en el colchón, espantando a los insectos. Nadia detiene sus labios cortados sobre la frente de Damián, un segundo, sequedad contra sequedad. El viejo está limpio y ha bebido, pueden marcharse durante un rato.

Caminan juntas atravesando los matorrales, hacia el puente, Nadia guía los pasos de las dos, cuando Zhenia intenta desviarse del camino le silba, alarga el brazo para cogerla por el hombro y acercarla a ella. Tengo hambre, dice la niña, y Nadia asiente, ¿no has traído nada?, y Nadia niega. No es un recorrido largo y lo han hecho muchas veces, esta tarde el sol cae con más premura, quizá estén entrando en el otoño a pesar del calor intenso, porque la bola rueda por el cielo igual que una advertencia. El horizonte es malva, sus sandalias parten con chasquidos algunas ramas del suelo. Hay globos de mosquitas minúsculas interponiéndose entre sus pasos, cuando se cruzan con uno, Nadia se irrita y mueve los brazos arriba y abajo, sin embargo Zhenia aguanta la respiración e intenta permanecer dentro de la bola de insectos, con la boca y los ojos cerrados para que no le entre ninguno; cuando se le meten por la nariz y los oídos haciéndole cosquillas, suelta el aire y sigue caminando.

Han llegado al puente y se sientan en la barandilla, con los pies por fuera. A veces Zhenia se contonea como una mujercita y Nadia encuentra en ella los gestos de Ivana. Miran al horizonte, todo herbazal, donde no se distingue nada. Y miran hacia abajo, hacia el cauce ajado: no hay mucha distancia, pero si cayeran, si una empujara a la otra, seguro se quebraban algún hueso. Sería horrible volver a casa con un hueso roto. Están sentadas muy cerca, el bamboleo de las piernas de la niña hace que sus pieles se rocen a la altura de los muslos, todo es dorado, el vello leve en la piel de ambas, cocido por la luz del atardecer. Nadia imagina que si todos siguen allí, Zhenia será la próxima víctima de Martín, o al contrario. No es una niña romántica y fantasiosa como fue ella, pero Nadia sabe que está loca de amor por él. ¿A qué edad comenzó ella a masturbarse? Mueve la cabeza a un lado y a otro y aparta estos pensamientos, Zhenia es muy pequeña, acaba de cumplir diez. Pero eso no impide que esté enamorada. Mete la mano en el bolsillo de su pantalón corto y saca una bolsa con avellanas que ofrece a la niña. Me has mentido, dice esta. Siempre que puedo te miento. Comen avellanas. Miran el horizonte. Una mancha violácea termina en sus ojos. En algún sitio deben de estar mis gafas de sol, dice Nadia. Y en algún sitio debe de haber una televisión para mí, contesta la otra. La joven la mira extrañada: ¿una televisión? ¿A ti no te apetece ver la televisión? Bueno, aquí no se puede, no llega la señal. Zhenia traga un par de avellanas sin masticarlas apenas. Me gustaría. Una película muy larga, tumbarme en el suelo del salón a mirar la tele y que nadie me dijese nada, ni vete a dormir ni ven a comer ni nada. Tienes razón, a mí también me gustaría. Yo se lo he dicho a Ivana, pero no hay nada que hacer. Ya lo suponía. Una eclosión de cariño se hunde en el estómago de la mujer: si todos fuesen distintos, si de verdad fueran algo parecido a una familia, montarían una obra de teatro para que Zhenia pudiese tirarse en el suelo a ver cómo actúan. Para eso sería mejor que Damián no estuviera muriéndose.

La niña habla mientras atardece. Le está hablando de Ivana y, en los pocos momentos en que la nombra estando con ella, Nadia siempre hace lo mismo: busca desesperada un tema para cortar la conversación. Muchas veces le ocurre, no sabe qué decirle a una niña aunque cualquier cosa valdría. Nadia no guarda rencor o al menos eso cree, pero no soporta oír ese nombre ahora. Le está contando un episodio de televisores y vida en común; ella se pregunta si Zhenia ya la considera una madre o algo parecido. No guarda rencor, pero no puede evitar preguntarse dónde estará Martín. No quiere oír más a la comedora de avellanas. A la que balancea la pierna a su lado. A la que está a punto de tirar su sandalia al cauce seco del río, la tira de goma hace equilibrio en los dedos rechonchos.

Todo me da igual, dice en voz alta. La niña se calla por fin. Nadia repite: todo me da igual. Podéis hacer lo que queráis. Zhenia la observa interrogante pero no pregunta nada. La sandalia acaba cayendo al fondo, queda enganchada a un arbusto. ¡Tengo que recogerla! Nadia pone una mano sobre el muslo delgado y duro de la niña, cálido por el esfuerzo de la luz durante todo el día. Sí, espera, ahora vamos, quiero contarte una cosa. Zhenia obedece y se queda quieta y callada al lado de la mujer, que no la suelta, si ahora quisiera podría empujarla y caería hacia abajo junto a su sandalia, pero la niña no teme eso, ni siquiera lo piensa, piensa en el olor de los pescuezos de pollo recién degollados que la vieja le lanza, en cómo alguna vez se le han quedado pegados, pringosos, en el pelo amarillo de oro. Cuando sea grande, Martín y ella se acostarán. A lo mejor hacen el amor encima de ese mismo puente. Martín estará mayor y ella será un principio de mujer carnívora y dorada. Si es en invierno, todo ocurrirá a la luz de unas velas quemándose, Nadia está segura de que él no desaprovechará la oportunidad de mirar la cara redonda y los pechos manzana. Pero eso será dentro de mucho tiempo, no todavía. ¿Qué quieres contarme?, susurra Zhenia. Los mosquitos comienzan su batalla, son puntuales a la caída del sol. Nadia tiene la nariz muy cerca del pelo de su pequeña compañera, que huele a barro seco y a aspirina; se acerca un poco más a ella, como si le hablara en el oído. Voy a tener un hijo. Espera unos segundos. Martín y yo. Al principio Zhenia no reacciona pero pronto suelta un gritito, un brinco, está tan pegada a Nadia que lo único que puede hacer es abrazarla durante un instante, el suficiente para que cuando abra los ojos de nuevo sea de noche. Sonríen. ¿Es un secreto? No lo sé. ¿Y es una mentira? No, eso no. ¿Y será bueno para mí? Si te gustan los bebés supongo que sí. Y a ti, ¿te gustan? No lo sé muy bien, pero creo que este me gustará. ¿Martín está contento? Nadia no puede evitar alzar las cejas en señal de orgullo: claro, está muy contento. Luego da unas palmadas, se incorpora, vamos, ¡es muy tarde! Ivana habrá ido a buscarte, y hemos dejado solo a Damián mucho tiempo, espero por favor que no haya vomitado o algo así. La niña corre con su pie descalzo al borde del puente y baja por la pendiente para recoger su sandalia. Apenas se ve nada, pero consigue vigilar las sombras y alcanzar el zapato. Regresan, más distantes, perdida esa azorada intimidad que antes las envolvió, algo violentamente. No dicen nada por el camino, solo Zhenia murmura: espero que mi padre Lev no venga a por mí antes de que nazca tu niño. Nadia no responde, en silencio se compadece no sabe bien de quién, de Lev, de todos ellos.