Pienso cosas tan fieras como esta: no quiero que se muera Damián. Tú me dirás, me lo dices con esos ojos de desprecio ahora mismo, como si fuera un niño, eso es amor, no es fiereza, no es debilidad. Llevo tantos años aquí que el recuerdo de mi otra vida, de toda la gente que me rodeó, de mi propia familia, ya es una nota lejana, una coincidencia; cuando llegué tenía otra edad para asumir la muerte de todos ellos, de la que no me enteraría con el pasar de los años. El acto de rebeldía que me hizo llegar a este pueblo desapareció hace mucho. Y estando aquí, mucha gente ha desaparecido, ya lo sabes, a muchos hemos enterrado y a muchos hemos despedido. Por qué ahora va a afectarme esto más de lo que me afecta todo lo que dejé atrás. No me han servido de nada los filósofos, y sé por qué te ríes, a quién le han servido. Pero en su día, cuando compré esa casa de la esquina, tan destartalada entonces, el granero que convertí en bar, y me encerré dentro a leer a Kant, a Schopenhauer, a Kierkegaard, descubrí, ayudado por ellos, una fortaleza en mí. Mi vanidad me comió, como siempre, y pensé cicatrizadas las heridas: yo no entendí nunca nada, no tengo cerebro suficiente para ello.

¿Me da miedo la muerte de Damián porque en ella veo la mía? ¿Me da miedo porque sé que no estarás tú cuando me muera, que Elena no pondrá sus manos sobre mi frente igual que no lo hace ya con Damián? ¿Qué tenemos que ver Damián y yo para que esto me afecte tanto? Nada, una garrafa de vino, las lombrices de la tierra, las preguntas que no nos contestamos el uno al otro. Nadia piensa que estoy matando a Damián de tanto hablar de su muerte, a ella nada de esto puedo confiarle. ¿Y sabes por qué? Porque ellos dependen de mí, tanto ella como Martín. Ella es reservada, pero él es una flecha: todo me lo consulta. Es llano como el valle de ahí abajo donde agonizan los últimos carneros. Los he ayudado desde el principio porque sentí la alegría egoísta de la curiosidad y de poder satisfacer algunas necesidades. Conversación, compañía, crueldad. Ponen su grano de arena, se hacen necesarios sin saberlo: él cultiva la tierra, ella da clases a tu niña, cuida del viejo. Pero no andan un paso sin preguntarme qué hay que hacer ahora. Y poco a poco me he convertido en el único que tiene trato con los gitanos, en el único que idea los diferentes planes de trueque. Los viejos siempre fueron necesarios. Damián tiene todas las frutas y Elena todo lo demás, que va siendo poco. Yo dirigía las operaciones, sabiendo que ellos dos no dependían de mí. Pero los jóvenes cuentan conmigo. ¿Crees que no, crees que es soberbia, impostura? ¿Crees que tengo pánico a envejecer? ¿Qué es lo que crees, aparte de que bebo demasiado, fumo demasiado, pienso demasiado? No hay nada que aborrezca más que una responsabilidad, y no hay peor cosa para alguien como yo que darse cuenta de que la tiene. Esto no es nostalgia. Tengo un hijo al que no conozco porque me escondí aquí precisamente para ello. No he visto morir a mi madre, a mis hermanos mayores, no sé nada de las enfermedades de los que fueron mis amigos, lógicamente mediados por el cáncer y los infartos, quizá algún accidente de tráfico o alguna sobredosis. Y ahora estoy encerrado en el lugar que me dio la libertad, asfixiado de miedo por la cercana muerte de un viejo que me cae bien y por la responsabilidad que siento hacia una pareja que cometió la misma insensatez que yo cuando tenía su edad. ¿O es de nuevo egoísmo, soberbia? ¿Es que no quiero ocuparme de los árboles de Damián cuando él no esté, es que no quiero cavar su tumba? ¿Es que detrás de él irá Elena y yo no he estrangulado a un pollo en mi vida? ¿Es que me da miedo quedarme solo contigo? No lo sé, Ivana.

Empiezo a estar inquieto por cosas más prácticas. Mira la luz, se ha ido hoy varias veces. ¿Crees que yo puedo arreglar el generador? ¿Y cuando eso ya no sea suficiente? En verano podemos vivir sin luz. Pero ¿y en invierno? La otra tarde vino Martín, rojo de nervios, a preguntarme qué íbamos a hacer cuando ya no saliera más agua de los grifos. Bah, Martín, le dije, hay muchos pozos, y en algún momento lloverá. No tengo ni puta idea de nada de esto. Por primera vez en años he tenido la duda de si debería marcharme con los gitanos, a donde me llevaran. Me miras con espanto y no solo por mi borrachera, ya lo sé. Tú has venido. Estabas allí y has venido. Supongo que esa es la única señal de la que debo fiarme, ya que no encuentro los hilos en mi mente, últimamente no soy capaz ni de leer, veo amenazas por todas partes, y la única amenaza proviene de mí mismo, de mi pavor. Y finjo. Finjo constantemente ante ellos. Ante los gitanos. Ante Elena. Cuando fui a verla para contarle lo de Damián y me dijo que no iba a hacer nada, y ese olor en su casa, y el gallinero sucio con los pollos gordos, y las hierbas amontonadas en la puerta, su pelo, sus dedos amarillos de nicotina, en realidad quise zarandearla, coger por los hombros a esa vieja y gritarle, no me dejes solo en esto, sal de tu locura. Claro que no la toqué, me bebí una infusión horrible a su lado y le dije que preguntaría por el tabaco cuando viniera la furgoneta y que nosotros nos ocuparíamos. De todos modos ella ¿qué iba a hacer? ¿Es que sirve de algo lo que haga? Bastante tenemos con sus huevos y sus patatas, sigue funcionando como una máquina. Pero me hizo sentirme débil, perdido.

Por las noches bebo y pienso que lo mejor sería que no estuvieseis ninguno ya. Que tú te hubieras llevado a la niña, que los cadáveres de cada uno de los viejos estuvieran pudriéndose en sus casas y que los gitanos no llegaran ya hasta aquí porque no hay nada que ofrecerles. Cuando eso sea una realidad quizá me reconcilie conmigo mismo y encuentre la forma de quitarme de en medio en silencio. Pero todo me aterra. Y he llegado, ahora de verdad, al momento en que no quiero saber qué está ocurriendo allá fuera. Quiero pedirle a Elena un último favor; sé que tiene algo para zanjarlo todo, estoy seguro de que yo no tendré la suerte de Damián, no me iré enfriando como la cera derretida, yo dormiré en el pozo agónico de los dolores, lo más parecido al infierno. No, no me acaricies, no me consueles todavía porque no he terminado y porque no me creo tus caricias, piensas que estoy comportándome como el ególatra que odias, pero hoy no pretendo, lo juro, llamar tu atención, hoy siento la desesperanza, si te hablo y te hablo durante horas a lo mejor puedo ver un poco de luz, convertir esto en un estado temporal, como tus dedos sobre mis rodillas y tu pelo como si fuera mimbre, mimbre negro. Sé tan poco, Ivana. Desde que llegó la pareja establecí este pacto conmigo mismo: la única manera de no volverme loco, de aprovecharme de ellos, es fingir que lo sé todo y no hablar. Tú sabes que nada sé. A lo mejor sabía y lo he olvidado. Estoy seguro de que sabía más cosas que no sé adónde han ido a parar, el conocimiento se congela.

La organización. ¿Qué sabemos de ella? ¡Nada! Vinieron aquí hace mucho tiempo, cuando éramos más. Venían con todos los permisos, que entonces hacían falta, y con toda esa asquerosa buena voluntad. Registraron las casas vacías, marcaron las que tenían más posibilidades de ser habitadas de nuevo, sin necesidad de grandes reformas. Calibraron, estoy seguro, cuánto tiempo nos quedaba de luz y de agua, cómo funcionaba esta tierra. Los viejos se quedaron espantados, yo no me creí nada: al principio pensábamos que repoblarían la aldea con gente afín a este modo de vida, con gente joven y fuerte y hastiada de la ciudad en proceso de destrucción. Algo así nos dijeron. A los viejos les dio pánico. Hubo insultos, escupitajos, amenazas, pero todo después de que se fueran, frente a la organización debimos de parecer unos trapos mal cosidos. No te sonrías, sabes que fue así, lo hemos hablado antes. De todas formas no vino nadie durante mucho tiempo. Casi nos olvidamos del proyecto. Luego, con el paso de los años, aparecieron unos cuantos que vivieron en las casas junto a la iglesia, apenas los recuerdo, no se relacionaban, eran imbéciles, acabaron yéndose. Y luego estos dos, en la casa del boticario. Los admiré, había algo distinto, un tesón, una desesperación, y supongo que yo ya acusaba esta losa solitaria. Ahora los veo tan confiados. Fuertes, convencidos, confían en sí mismos para salir adelante, es más, confían en mí para que los guíe. Incluso nos salpican con sus problemas matrimoniales. Tan distraídos están que desenredan y enredan sus nudos frente a nosotros, con nosotros. Tú al menos te has llevado tu parte, porque siempre fuiste un felino listo, la mujer más pragmática que conozco, Ivana, Ivana. Yo no he sido capaz. No quiero pertenecer más aún a ellos, no quiero que me pertenezcan, antes pensaba que acabarían yéndose como los demás, pero hoy podría jurar que no saldrán de esta isla en la que nos hemos convertido. Veré sus caras durante años si no muero antes, si ellos no mueren antes.

¿Adónde llegaremos, amiga mía? ¿Qué será de nosotros, cómo reconstruiremos nuestro imperio? Menos mal que estás tú aquí, ya no me importa repetírtelo. Se me infló el corazón cuando llegaste. No te encojas, que no te dé frío, no te amo, no te estoy pidiendo una vida conyugal, no te estoy pidiendo que sigas la cadena maldita y cuides de mí cuando de verdad sea viejo, es decir, ya mismo, ahora; no te pido nada de eso. Te pido lo de siempre, lo directamente proporcional a tu necesidad, solo que no tengo vergüenza ya para contarte que no soy el hombre solitario que fui, ese que se creía filósofo, un adelantado. Filósofo. He leído tres libros y he repetido sus frases, te he engañado a ti y a unos pocos más. No, a ti no te he engañado. ¿Ves? Incluso ahí me equivoqué. Soy pura escoria llena de sentimientos. Una falacia.

Tus palabras ahora serán pocas y yo apenas puedo escucharte, las chicharras me ciegan. Dices que todo esto es amor y miedo y que te alegras de que sea capaz de sentirlos, si me das de beber un poco más me callaré y te dejaré el paso abierto, esta noche, ¿cuánto falta para que amanezca?, no podré follarte a gusto porque una vez más estoy demasiado borracho, y seguramente tú no seas capaz de lubricar ante este espantapájaros al que solamente le falta echarse a llorar entre tus muslos y llenarte las ingles de mocos, recuerdas hace tiempo, cuando nada, ya, lo único importante es tu mano sobre mi boca, para que guarde silencio por fin y me vaya a la cama contigo, es un placer, mujer, dormir a tu lado ahora, cuando ya no me queda nada que decir y tú eres la única que todo lo sabe, ríete de mí, por favor, chístame si ronco.