Recuerdo un cumpleaños de mi madre. Yo llevaba tiempo sin pasar su cumpleaños junto a ella y decidí ir a verla por sorpresa. Era un día de sol, como hoy, como ayer, como antes de ayer, pero con una luz inocente. Llegué a donde vive mi madre muy temprano; apenas había dormido la noche anterior y cargué con mi resaca durante todo el camino. La casa de mi madre es bonita. Es una casa hecha para vivir mucha gente, ¡en familia!, pero donde solo vive ella. No había comprado ningún regalo y nada más bajarme del autobús pasé por una floristería, elegí un ramo abundante de margaritas blancas y un cactus. Estaba nerviosa y expectante por la alegría que iba a suponer para ella mi llegada, aunque esos nimios detalles no suplirían años de soledad.

Llegué a la casa sonriente e incluso grité en la puerta, ¡felicidades, mamá! Ella estaba tendiendo la ropa o arreglando unas plantas o haciendo cualquier cosa de las que hace para emplear constantemente el tiempo. Creo que se asustó más que alegrarse. La abracé un poco, su cuerpo es mucho más pequeño que el mío e igual de delgado, y no es una mujer cariñosa en los gestos, aunque sí en los actos. Pero el abrazo fue incómodo, rápido, las flores, el cactus, mi cansancio, qué haces aquí, ¿no te alegras de que haya venido?, pues claro que me alegro, niña, cómo no me voy a alegrar, salgamos a comer por ahí, mamá, ay no, prefiero estar en casa, bla bla bla. Al poco rato estaba llorando no sé por qué. Algo que dije para atacarla, supongo. La infelicidad de los padres es una de las cosas más frustrantes que existen en este mundo.

No había invitado a ninguno de sus amigos y yo siempre me sorprendía de que acabara pasando sola sus días libres y festivos. Nos sentamos en el pequeño jardín y hablamos un rato. Discutimos. Al poco yo ya consideraba mi cariñosa hazaña como una obligación. Nunca me acostumbré a ver a mi madre como una niña pequeña incapaz de gestionar su propia vida. Sin embargo, es perfectamente capaz de gestionar las vidas de los demás, debe de ser un gen ancestral que yo he perdido. En todos los momentos de mi existencia en que he necesitado su ayuda, se ha comportado con una efectividad difícil de alcanzar para los seres humanos normales y, sin embargo, no puede con ella misma. Al final, lo único que quieren todos los padres es que estés con ellos. Como si tu sola presencia solucionara las cosas. Aunque no haya nada que solucionar. Aquel día de su cumpleaños, por la tarde, tuvimos una compañía más suave, más tranquila, pero no quise quedarme a dormir, regresé a mi casa, lloré en el autobús de vuelta.

Hoy no es el cumpleaños de mi madre, pero posiblemente allí este mismo sol haga crecer sus cactus gigantes. Espero que no esté sola, que no haya envejecido mucho en este tiempo. Desde que estoy aquí, intento no pensar en ella como en una niña agobiada, sino como en la mujer fuerte que también es. Sé que mi madre no entendió que tomara esta decisión, porque no cree en nada de lo que creía Martín, el apocalipsis de la civilización y demás. Siempre ha asumido los cambios en el mundo con una ligereza conmiserativa, todo le es ajeno. Tampoco yo creía en nada de lo que creía Martín, especialmente cuando iba al lugar donde viven mis padres, un lugar estático y seguro. Ni siquiera ahora sé en lo que creo. Mi madre me apoyó como siempre lo ha hecho. No pidió explicaciones, no se alarmó, aunque estoy segura de que se lamenta cada noche y cuenta los días que faltan para que volvamos a vernos. Alguna angustia la comerá por dentro. Siento que allí todo sigue igual, mi madre sola con su hiperactividad acotada, mi padre solo, con su dejadez y su melancolía, mis amigos con sus desordenadas vidas y sus luchas económicas, todos se las apañarán igual que nosotros nos las apañamos aquí. Por qué vamos a ser nosotros más que nadie. Solo espero que no estén enfermos. Es demasiado pronto para torturarme con eso.

Martín empieza a quejarse de la falta de agua y del desastre que supondrá para el huerto. Luego habla con Enrique y se calma, no sé qué le ha dicho de que hay casas que tienen pozos de donde podremos sacar agua más adelante. Yo no me preocupo, casi por nada. Le digo que voy a buscarle una boina porque es lo que le falta y me río de él. No pienso en lo que no tengo que pensar. Cuando me siento fuerte, como ahora mismo, por ejemplo, me sonrío cavilando en que lo quiero más ahora, después de aquello. Ya no intento dilucidar cuánto de mentira hay en nuestra relación y cuánto de verdad. Él cambia y yo me reconcilio conmigo misma; supongo que esto es vivir.

Esta tarde le he pedido a Martín que me acompañe a casa de Damián a la hora de mi turno. Necesitaba ayuda para sacarlo fuera, al jardín, y sentarlo en un sillón bajo la sombra de un árbol; yo sola no habría podido hacerlo. Apenas habla, apenas come, apenas se mueve. Pero está vivo todavía. Los viejos pueden aguantar mucho tiempo así. Miro a Damián sentado bajo el membrillo, en su sillón. Yo estoy sentada lejos de él, en el suelo. Hoy venía dispuesta a hacer dos cosas: sacar a Damián al jardín cuando el sol estuviera bajo y encontrar un botón para mi camisa blanca.

Entre los muchos botones que hay en la cajita de Old English Fruit Drops estaba el que me correspondía, botoncito perla, un poco más grande que el que perdí, pero perfecto. Ensarto el hilo en la aguja, me recuesto en el tronco del manzano viejo, las hormigas me muerden los brazos, la espalda. Coso. De vez en cuando levanto los ojos y miro a Martín, que se ha quedado arreglando el huerto, quitando malas hierbas y arrancando unas lechugas gordas que Damián había plantado. Deben de estar llenas de orugas, pero ansío morder la carne fresca de sus hojas con un poco de sal. He terminado de coser el botón y decido reformar mi camisa blanca. Ya nunca me la pongo. Ya no tengo citas literarias con Enrique, tampoco las quiero. Nos limitamos a dejarnos libros encima de la barra del bar y los recogemos con descuido, pero no hablamos de ellos. Quizá encuentre otro momento especial para volver a usar mi camisa blanca de cuello cerrado. La transformo. Dentro de la cajita de Old English Fruit Drops hay muchos botones, la mayoría feos, útiles. Pero encuentro varios de tamaños exagerados y colores vivos, y empiezo a coserlos por la camisa, en las mangas, en el pecho. Damián duerme.

Enrique ha llegado con comida preparada y habla con Martín junto a la tierra sembrada, calibran el valor de lo que acaba de recoger, se agachan, deben de estar mirando el daño de las orugas en las hojas. Enrique tiene mucho miedo de que se muera Damián, creo que no quiere quedarse solo con nosotros. Estará Ivana para protegerlo, ella es mucho más útil que yo. Ha confeccionado una especie de pañales para el viejo con sábanas y toallas que lo hacen todo más fácil, a mí jamás se me hubiera ocurrido (yo me encargo de otras cosas, de sacarlo al sol y de oír sus historias de loco). Hagamos lo que hagamos, nadie está preparado para la hostilidad. Enrique se acerca al viejo y le habla, lo mira como si fuera su padre. Le habla como si fuera un niño, y luego me mira a mí. Desde lejos me hace una seña con la barbilla. Tengo entre las manos la camisa blanca y Enrique aparta la mirada al darse cuenta, aunque yo estoy sonriendo anchamente, pueden verse, estoy segura, mi úvula al fondo, la cavidad de mi garganta. Quiero que Enrique mire mi felicidad.

Enrique y Martín se van juntos. No le he preguntado a Martín adónde va, prefiero no saberlo, Martín, haz lo que te dé la gana, Enrique, Enrique, qué rápido te asustaste. Tengo a mi viejo, tengo mi camisa blanca con botones de colores, tengo el atardecer. Las moscas, las hormigas, los mosquitos que pronto me comerán. Bien, me rascaré hasta hacerme sangre, mi piel es del color de las ciruelas morenas.