Es de noche y se ha ido la luz. Ha sido como cuando una polilla o un mosquito caen en la trampa y se oye el zumbido de alas exagerado que precede a la muerte por descarga eléctrica. Un parpadeo y la luz desaparece. La casa del boticario se queda a oscuras.
En condiciones normales, Nadia y Martín se habrían sobresaltado, se habrían mirado atónitos, ya está aquí, ya ha llegado la desaparición de la luz, qué vamos a hacer ahora, el frigorífico, ¡el frigorífico! Sin embargo no dicen nada. Mientras Martín busca las velas a tientas, tropezándose, Nadia llora tumbada en la cama. Lleva horas así. Está en esa fase del llanto en la que la cara se hincha y se enrojece como una manzana fuji metida durante mucho tiempo en un cubo de agua, los párpados abultados, los labios, y un gemido ininterrumpido. Martín encuentra una vela y la enciende, regresa a su lado, se sienta en el borde de la cama, con los pies en el suelo, no demasiado cerca del cuerpo de la mujer. No sabe qué decir porque no está arrepentido. No es capaz de llevar a cabo la escena que correspondería: arrodillarse junto a ella, maldecirse, pedir perdón. Siempre ha pensado que esas escenas son falsas, porque la infidelidad no es algo azaroso sino consciente, y solo mentes atormentadas son capaces de culpabilizarse por el placer. En todo caso, uno se arrepiente de que lo hayan pillado, si es que no ha confesado por voluntad propia, que al fin y al cabo viene a ser lo mismo.
Nadia está experimentando un tipo de dolor que a él se le escapa. ¿Tendría que haber tenido más cuidado? ¿Tendría que haber supuesto que esto pasaría en algún momento? No sabe qué sentir. Quiere que Nadia se recupere de su llanto para que puedan hablar, porque prefiere no hablar solo, y ella no articula palabra, nada más llora. Decide acariciarla, para ver si lo rechaza. Alarga una mano y la posa sobre el cuerpo encogido de ella, busca el sitio entre sus omoplatos. Nadia no reacciona. ¿Qué hacer ahora? Mueve su mano al compás de los gemidos de la mujer y la acaricia en la cintura, en la cadera, no toca todavía su cara encharcada y el cuello sudoroso. De pronto le parece tan delgada y tan estrecha. Sea por lo que sea, no quiere que sufra. Los matices se le desdibujan, las razones, porque los actos cometidos en un espacio tan breve como el que ellos transitan, en un círculo tan cerrado, tienen un peso distinto al que tenían antes. No hay escapatoria, así que todo da igual. A Martín no le da miedo perderla, y quizá por eso lo embarga una tranquilidad estupefacta. Se tumba junto a ella y la abraza, siente incluso deseos de desnudarla.
Nadia deja de llorar por fin, se está atragantando con su mucosidad, se queda quieta con los ojos abiertos, mirando el cuadrado de una ventana blanca, ahora iluminado por la luz de la vela. Necesita limpiarse la nariz y beber agua, pero no se mueve, los brazos de Martín la rodean con fuerza. Por favor, dice él, en voz baja, a la altura de su oído. Todo es extraño. Él solo dice por favor, no dice por favor, perdóname, o por favor, no sufras, o por favor, no me abandones. Pero al menos es una súplica. Ella no sabe qué decir, él no dice nada más. Nadia se aparta; tiene la boca hinchada, la cara hirviendo, debe levantarse. Deja a Martín en la cama y coge la vela para alumbrarse hasta la cocina, bebe agua de una jarra, va hacia el cuarto de baño, donde pone la llama encima del mueble y abre el grifo para lavarse la cara y limpiarse la nariz, los ojos, refrescarse. La luz se ha apoderado de las sombras del baño y se mira en el espejo. Está tan fea que siente deseos de llorar de nuevo, pero en vez de eso se aparta del lavabo y regresa al dormitorio. Se alegra de que se haya ido la luz, no le preocupa si es para siempre.
¿Lo saben todos? La voz de Nadia resuena en la habitación tan temblorosa como la llama de la vela, es la voz ridícula de una mujer que lleva varias horas llorando. Martín tiene los ojos cerrados y está tumbado en la cama bocarriba, esperándola a ella o cualquier acusación. La pregunta lo saca de su hipnosis. Se incorpora apoyado en los codos y la mira sin evitar la ironía: ¿eso es lo que te preocupa? Siempre será un misterio para él cómo el espacio entre dos personas funciona a base de chispazos, o más bien cómo el espacio entre un hombre y una mujer depende de un latigazo imaginario a partir del cual se desencadena una locura irracional y estúpida que no puede controlar. Difícil acertar. La punta del látigo puede con todo, atraviesa el espesor sin esfuerzo, la oscuridad, los sentimientos. Es la hora de las preguntas. No habrá diálogo sino signos de interrogación. Los ojos de Nadia se agrandan en medio de su rostro contraído: ¿es que vas a juzgar ahora la importancia de mis preocupaciones? Contéstame, ¿lo saben todos en este puto pueblo? Martín es consciente de que lo mejor que puede hacer es callarse, contestarle cualquier cosa, llevarle la corriente, sabe que no es su turno, no está preparado para la violencia. O, mejor dicho, estaba preparado cuando volvió a casa, donde esperaba encontrarse a una Nadia convertida en púgil, pero se encontró a una mujer sumida en un llanto infinito e individual. Ahora ya es tarde para eso. Algo se remueve dentro de él, ese desprecio que siente por la hipocresía. Cualquier cosa que diga será utilizada en su contra. Se deja caer en la cama, tapándose la cara con las manos. Nadia continúa hablando, grita sin perder los nervios del todo mientras desarrolla un discurso avasallador. Se mueve por el espacio del salón-cocina-todo y enciende dos velas más que poco a poco crean una luz acorde con el terror o con cualquier otra cosa que ocurra entre ellos. Ya no llora, ahora es impertinente, desgarradora. Lo obliga a levantarse de la cama y él obedece, la acompaña al salón y busca en los armarios de la cocina una botella de vino que abre con dedos firmes mientras ella dice cosas como ¿vas a celebrarlo?, ¿estás orgulloso?, ¿cuánto tiempo llevas acostándote con ella?, ¿Enrique lo sabe?, ¡dime si Enrique lo sabe!, ¿para esto me has traído aquí?, Martín intenta sacar un vaso del amasijo de vajilla sucia que hay en el fregadero pero con la semioscuridad y posiblemente a causa de los nervios lo tira al suelo y el vaso se rompe, entonces se aparta de la cocina y se acerca a una distancia prudente de Nadia, que en medio de la estancia implora conocimientos morbosos, bebe directamente de la botella de vino y no es capaz de mirarla con compasión, le pegaría una bofetada para que se callase, de hecho está seguro de que sería la mejor opción para ambos, quizá Nadia esté buscando eso pero Martín sabe que Nadia no está buscando eso y que él no sería capaz de hacerlo, ella sigue gritando y él se da cuenta de que no lo insulta, de que tampoco insulta a Ivana, sino solo a sí misma, por imbécil, por ingenua, por un montón de cosas que tienen que ver con no darse cuenta del engaño. Es una tregua que permite a Martín recuperar un poco de calma y agarrarse al análisis racional de las cosas, reconocerla, ilusamente intenta apaciguar la crisis y le ofrece la botella de vino, por un momento Nadia está a punto de aceptarla pero de pronto vuelve a mirarlo con asco y sigue preguntándole, Martín bebe, un trago largo que lo hace sentirse bien, ¿qué le está preguntando ella realmente, qué quiere saber?, todo se ha roto, la calma, el pensamiento, luchar contra Nadia lo agota, no es capaz de entender sus palabras. Ella también parece cansada, pero una rabia la oscurece por dentro, se sienta en el sillón, Martín mira sus rodillas juntas y sus pies separados, se ha pintado las uñas de los pies de rojo, si solo se concentra en eso le parece preciosa, tan delicada, Nadia descalza, Nadia pacífica. Martín sigue bebiendo. Nadia enciende un cigarrillo, una pequeña luz nueva asoma entre el engrudo. Mientras fuma, le habla con un tono de voz distinto pero no menos agotador. Ahora escoge las palabras y las expulsa a través de sus labios hinchados de medusa caliente. Es dolorosa y Martín la mira a la cara, aún deformada, vil, pero en el fondo su cara de siempre. A lo mejor él está empezando a estar borracho, la ocasión lo merece.
Tienes razón, no sé para qué te traje aquí. Debería haberte dejado en la ciudad con tus amantes. Allí eras mucho más feliz. Martín dice esto cuando ya ha apurado el último sorbo de vino tinto, está de pie en medio de la habitación y no ha alzado la voz; la luz de las velas lo hace parecer más alto de lo que es. Quiere irse a dormir, está cansado, pero Nadia rompe a llorar de nuevo, esta vez con histeria, como si las palabras que el otro ha pronunciado fueran algo definitivo. Ha perdido el control, no le contesta, no se justifica, solo llora con una mueca terrible y se levanta del sillón y se acerca descalza hasta él, alza los puños y los lanza sobre el pecho del hombre, que recibe los golpes sin inmutarse al principio, perplejo por la desesperación de ella y sin fuerzas para doblegarla o consolarla, también él cree haber perdido el dominio de sí mismo aunque sabe que a veces estos momentos se dan entre la gente que se ama, pero ya no alcanza a saber por qué empezó todo, quién es el culpable, cuando explota el desasosiego la porquería que lo inunda viene desde muy lejos, nunca del último hecho acontecido, Nadia pelea contra él y sus brazos alzados golpean con flojera, nadie aguanta tanto llanto seguido, menos que nadie ella, que seguro no recuerda por qué está llorando, exactamente por qué. Abatida, cae al suelo, a los pies de Martín. Él sigue en la misma postura pero apoya una de sus manos sobre la cabeza de Nadia, su pelo es sedoso a pesar de la ira, parece que la sujeta por si pierde el equilibrio, ella musita creo que tengo fiebre y él desliza su mano hasta la frente, tiene la cara ardiendo pero no es de fiebre, Nadia siempre cree que tiene fiebre después de llorar o de discutir. Parece que todo ha terminado pero ella hace una última pregunta a pesar de que él no ha respondido a ninguna de las anteriores, ¿vas a irte a vivir con ella? Los pulmones de Martín se repliegan como dos alas mojadas. ¿Cómo has dicho? Se agacha, se arrodilla enfrente de ella en el suelo, busca con la mirada primero las uñas pintadas de rojo en los pies descalzos y luego los ojos enterrados en las pestañas que a estas alturas son como patas de mosca ahogada en un charco. Ya no sujeta su cabeza con la punta de los dedos, ahora la palpa, le encuentra los huesos bajo la carne tibia, la mandíbula, la clavícula, Nadia está quieta y tiene la postura más dócil del mundo, respira avergonzada, ¿cómo has dicho? Lo has oído, le responde, a punto de recuperar su orgullo, pero Martín se adelanta y no le deja que recupere nada porque si no estarían perdidos otra vez y coge su cara entre las manos y con aliento de vino le susurra muy cerca de la boca, apoyando frente contra frente, súbitamente repuesto, con ganas de reír, no, no, no, cómo puedes pensar eso, jamás te dejaría, no quiero vivir con nadie que no seas tú, nunca he querido, ni antes ni ahora, ven aquí, eres todo lo que tengo.
Con el mismo chisporroteo de insecto muerto en la batalla, vuelve la electricidad a la casa del boticario. El ruido del motor del frigorífico poniéndose en marcha. Ha sido una falsa alarma, la luz no se ha ido para siempre, no todavía.