Acostumbro a mirar su pelo rubio caña mientras tiene la cabeza inclinada sobre el papel, su cabeza redonda, sus ojos redondos, la boca como un círculo cuando se esfuerza en no poner faltas de ortografía. Tiene mucha más paciencia que yo. Se equivoca y tacha el trazo dibujado, se concentra durante unos segundos y vuelve a escribir más abajo, de nuevo lo hace mal, pero lo sabe, empieza otra vez ella sola, sin que yo le diga nada. Es como una adulta que ya no quiere desaprovechar más oportunidades. Yo soy como una niña que se aburre. A veces somos hermanas. Caminamos juntas y perdemos el tiempo. Mis padres nunca me reprocharon los errores cometidos en la infancia, estoy segura de que ni siquiera los recordaban al día siguiente, aunque para mí supusieran un trauma. Pero ¿ella ha cometido un error? ¿A quién ha querido hacer daño con esto? ¿A quién ha traicionado? ¿Conoce esos conceptos, error, traición? Sí, claro que los conoce. Sabe perfectamente cuándo escribe con faltas de ortografía, se fija en el libro que le hago copiar y tacha fuertemente los fallos, dejando un surco de lápiz en el cuaderno. Sabe perfectamente lo que es un secreto, porque nadie mejor que los niños lo sabe. Solo me queda descubrir por qué me ha llevado hasta allí, a quién quería hacer daño. A lo mejor eso no es lo importante, pero hoy quiero pensar en eso, en nada más. El calor y el aislamiento me están haciendo perder facultades, yo tendría que haberlo adivinado sin necesidad de que una niña me lo mostrase.
Estábamos en el bar, solas. Enrique recogía huevos donde la bruja, muslos de pollo, lo que sea. Terminamos la clase y Enrique no llegaba; si hubiera aparecido me habría tomado un vino con él en vez de hacerle caso a Zhenia, pero era difícil escapar a su juego, porque dijo tienes que venir conmigo a casa. Tienes que. Los niños te obligan a hacer cosas, está en tu mano de persona adulta, en la mano que los obliga a ellos constantemente a hacer cosas, escribe esto, resuelve este problema de matemáticas, deja de mirar por la ventana que te estoy hablando, está en tu mano no hacer caso, yo no tengo que ir contigo a ninguna parte. Me miró con unos ojos especiales, los ojos de la conquista. Yo no pregunté por qué, para qué. No me gusta su casa, el olor fuerte que desprende a pesar de tener dos puertas constantemente abiertas, el color brutal de las telas, azul, verde, morado, rojo. El gato. Ni gatos, ni perros, ni pájaros, ni ratones, ni comadrejas, ni topos. Nada de pelo, plumas o garras a mi alrededor, nada de vida paralela. Solo lo que pueda comerme será bienvenido.
La seguí por un extraño camino, ella no dijo nada, yo había obedecido, somos hermanas, perdemos juntas el tiempo a veces, no nos demostramos el cariño, ella es una adulta con tesón y yo una niña que se aburre. Las hermanas a veces juegan a obedecerse sin hacer preguntas. Una dice pon el dedo aquí y la otra lo pone aunque duela o aunque sea asqueroso o aunque eso no se toque, y luego tendrá toda esa información llamada repugnancia (tan parecida a la traición) para transmitirla a través de generaciones o para el juicio final donde pueda decir no fue mi culpa, ella me llevó a esto. Las hermanas también tienen esa otra versión en la que forman un todo indivisible, una frontera, una camisa de fuerza, dos hermanas que juntas son un solo ojo impermeable, hermanas siamesas a las que el mundo afecta por igual e importa por igual y cualquier cosa que el mundo haga será censurada amada por ellas, y despreciado todo lo que esté fuera del nexo de unión que las hermanas tienen, todopoderosas. La gente debería temer a dos hermanas que están unidas, porque el veneno que queda inyectado en las que no lo están las hace frágiles e inútiles.
Seguí a Zhenia por el camino largo, no por el directo, me llevó rodeando las casas que hay junto a la suya para acceder a esta por la parte de atrás y yo no me cuestioné nada porque sus pasos de hermana siamesa me precedían, porque es más importante la lealtad que las preguntas; en algunos momentos la vi como los adultos vemos a veces a los niños, fanáticos esmerados en ofrecernos algo sorprendente que nunca nos afecta ni nos sorprende y tenemos que fingir mientras ellos se excitan con nuestro fingimiento y luego ya nos cansamos y los consideramos absurdos y pesados y bajamos la mano y miramos hacia otra parte y los apartamos a un lado para que dejen ya de hacer el tonto. Estuve tentada de engañarla y quedarme parada mientras ella doblaba una esquina, quedarme quieta en la esquina de una casa e imaginar cómo ella seguía andando decidida pensando que mis pasos iban detrás, hasta que de pronto se diera cuenta de que estaba sola y girara la cabeza y en su cara hubiera unos segundos de consternación primero, porque quizá yo había desaparecido por arte de magia, y luego ya los segundos de realidad en que se viera burlada y destrozada. Pero nunca me gustaron las bromas. Ni siquiera cuando era una niña. Fui su hermana siamesa durante todo el camino y por fin llegamos a donde quería llevarme, a unos metros de nosotras había unas sábanas blancas y gigantes, colgadas de unas cuerdas, que llegaban casi al suelo y tapaban la visión del patio trasero de la casa de Ivana. Zhenia comenzó a andar de puntillas. Yo la imité. Me miró cuando estábamos más cerca de las sábanas, me escrutó por si yo dudaba de algo, de la verdad de lo que estaba sucediendo; detrás del blanco, ella me lo enseñaría, habría por ejemplo una camada de gatitos recién nacidos, su gato es un macho pero se habría convertido en hembra, no hay más gatos por allí para copularla pero se habría quedado embarazada del espíritu santo, por eso no podíamos hacer ruido, para que la gata no se sintiera amenazada, así me miraba Zhenia, con cara de enseñarme algo prodigioso, único, el secreto de la vida. A mí no me gustan los gatos. Tampoco cuando era pequeña me gustaban.
Escuché un ruido de chapoteo y luego unas voces, y detuve mis pasos. Solo con extender el brazo ya podría tocar la tela blanca y apartarla para verlos, pero mi cuerpo no quería moverse. Mi hermana siamesa estaba ahí para ayudarme y para extender su brazo por mí y para adelantarse dos pasos a mi quietud y tocar con su pequeña mano la tela que se abriría como una cortina y, zas, allí estaría la camada de gatos gigantes, recién nacidos, enormes como las ratas enormes con las que soñaba en la infancia, peludas rabiosas, los gatitos ciegos aún mamando de las tetas quebradas de su madre gata tan grande como una torre el ruido de la succión y todo eso todo eso que esconde el secreto de la vida. Durante el primer segundo no nos miraron, y el primer segundo fue como un minuto, el tiempo de un escáner: en una especie de bañera metálica, grande y redonda, cabían los cuerpos de Martín e Ivana, y el sol resplandecía en sus pieles húmedas, sonrosadas por el roce, la carne desparramada de ella no podía diferenciarse de la carne enjuta de él, mucho más tostada, fibrosa, cada vez más fuerte, era un milagro que dos personas pudieran bañarse juntas en esa cosa barreño gigante, debían de estar incomodísimos, con los huesos aprisionados entre el metal y el cuerpo del otro, el agua se derramaba por los bordes como una fuente, grotesco, los músculos iban a dolerles después por la postura tan extraña, juntos parecían una araña de dos cabezas y al mismo tiempo sus rostros, quemados por la luz solar del mediodía, casi blancos, transmitían tanta calma, tanta hasta que Martín giró su cabeza y me vio, y en sus gestos se desencadenó algo monstruoso, delictivo, experimenté el dolor de mi propio pudor, la vergüenza que solo sienten los adultos al destruir la intimidad ajena, a pesar de la transformación súbita del rostro de Martín, mirándome igual que si jamás me hubiera visto, su mano siguió agarrada al pecho blando y voluminoso de Ivana, sus dedos firmemente hundidos en ese remanso mórbido, el pezón de tierra oscura asomando entre las falanges, sin moverse, mientras yo salí corriendo, di la vuelta corriendo, a grandes zancadas, con miedo a tropezar y romperme la nariz y dejar un rastro de sangre, corriendo por si era posible escapar, hacia la calle ancha del bar de Enrique, hacia el camino de la casa del boticario, corriendo hacia la carretera cortada porque a lo mejor me daba tiempo a llegar de regreso a la ciudad, sudada, pegajosa, sucia, con el pelo pegado a la frente, y no parar de correr, más lejos aún, quién sabe, hasta el lugar donde mis padres viven, allí, donde a lo mejor todavía alguien guarda para mí un poco de tarta de galletas con chocolate como premio por haber sido buena.
Encerrada en el cuarto de baño no pude controlar los temblores. Martín tardó mucho en regresar, y tuve tiempo suficiente para preguntarme a quién de los tres pretendía hacer daño Zhenia, a quién de nosotros tres quería castigar, porque no podía ser que nos aborreciera a todos con la misma intensidad. Y, de todas formas, eso no era lo importante.